El sábado no pude concluir el Diario. Estaba muy confundido. Demasiadas ideas estúpidas y sin sentido vagaban por mi cerebro, por eso me acosté. Siquiera recuerdo la hora, pero sí que no podía conciliar sueño. Sólo daba vueltas y vueltas en la cama. Pensaba, pensaba y más pensaba y a través de esos pensamientos me atormentaba más y más. Estoy rayando en la locura, lo sé… O, mejor dicho, todavía no porque todavía reconozco mi virtual enajenación y los locos no tienen esa capacidad. Ellos creen que están bien, muy bien, y todos los demás a su alrededor locos. Además, todavía no he comenzado a comer mierda. Me gusta en demasía la buena comida, más que todo la italiana, aunque últimamente no he podido tener esos deleites del paladar. Sólo como lo que puedo, chupo gin como un desesperado irlandés o inglés y fumo más que un turco, para no decir más que puta presa, tal como señala el argot popular.
Todo esto me pasa, por supuesto, ¡por pendejo!... Por ser un incurable romántico, un adicto al amor. Mi confusión es tal, que entre la desesperación, la ginebra, los lexos y las más de dos cajas de cigarrillos que fumo a diario y con el poco y desordenado dormir, estoy abonando el terreno para una única y clara meta con dos vertientes: La muerte o el manicomio.
“¡Olvídate de todo estúpido romántico!… ¡No te destruyas!”, escucho que grita sollozando mi conciencia con misericordiosa lástima. No obstante, yo sigo con esta mierda, con este sentimentalismo fuera de época y ya no me está gustando, porque la mierda no me gusta. Nunca me ha gustado. Además, ¡qué ácida es la mierda del infierno!
Lo voy a dejar hasta aquí. No más haraquiri mental. Vuelvo atrás, al sábado nueve de septiembre.
Entre la revolcadera en la cama y el sueño traidor que no complacía mi impaciencia, me levanté, fui al baño, desenrollé una buena cantidad de papel toilette y volví a la cama. Todo estaba en penumbras y mis vecinos roncando. Me quité el short y comencé a acariciarme. El animal estaba como los vecinos: ¡roncando! El muy perezoso, que nunca me ha defraudado y siempre ha estado a mi lado en las batallas más decisivas listo para el combate como todo un soldado élite del grupo Delta Force, estaba inerte, casi muerto. Pero insistí y el hijo de puta comenzó a despertar y yo a darme de arriba-abajo y viceversa. Me estaba gustando. Comencé a sentir un leve placer, no el suficiente como para desbordarme. Tenía temor de que algún trasnochado habitante de la montaña, uno de los que también andan desesperados, sin querer o queriendo, no sé, estuviese atisbando a través de alguna de las ventanas para ver qué estaba haciendo. Como yo soy la ‘cosa extraña’ llegada a la montaña, se imaginan cualquier cantidad de cosas sobre mí. Buscan indagar qué coño hago siempre callado y encerrado aquí. ¿Quién sabe qué pensarán? Se imaginarán de todo, menos que estoy escribiendo. Siempre escribiendo y volviendo a escribir y, siempre que tengo otro poquito de aliento y paz, volver a escribir. Lo hago de día, de tarde, noche y madrugadas. “Bueno, ¡al carajo con todo eso!”, me dije. Cerré los ojos y me dejé llevar por la fantasía, con recuerdos de extasiantes momentos de placer del pasado. Comencé con Marlene, la bailaora de flamenco y su largo y prolongado orgasmo de la última vez que hicimos el amor en una habitación del Hotel Rema, en el Rosal. Y es que estaba tan enloquecida de placer y emitió tantos, pero tantos chillidos (al principio creí que fingía), que, por instantes, supuse que había perdido la razón. Me asusté, aunque eso no afectó la erección. ¡Qué placer tan inolvidable también el mío! Más cuando ella, sin poder contener su largo y apasionado éxtasis, apenas lograba besarme con la punta de su lengua, la cual ponía dura, como punta de lanza, y retorcía cual serpiente sobre la mía. Tuvo varios orgasmos continuos. No sé cuantos. No los conté. Lo único que recuerdo es que mientras estaba montada encima de mí callada, moviéndose y mirándome de una forma tan apasionada que estremecía, de repente en ahogos se complacía: “¡Ay, otra vez!… ¡Otra vez!... ¡Ay!... ¡Ay!” y enloquecía en movimientos más rápidos y voluptuosos. En esos instantes yo le pedía que me besase y ella se inclinaba dulcemente sobre mi cuerpo y movía su lengua como áspid en celo sobre la mía. Luego volvía a tomar su posición y seguía moviéndose, moviéndose adherida a mi guerrero erecto. Y como la veía como loca, yo me excitaba aún más, mucho más, y le decía: “Cuando estés a punto de irte otra vez bésame… ¡Bésame, por favor” y ella asentía jadeante: “¡Sí!... ¡Sí!… ¡Sí!” y desesperada, con ágil y elástico movimiento, sin despegarse siquiera un centímetro de mi miembro, se ponía totalmente en cuclillas y, con la planta de los pies firmes sobre la cama, se movía en forma jamás experimentaba por mí. A fin de enloquecerla aún más, yo la azuzaba: “Cuando me venga quiero que te la tomes toda… Toda mi leche”. Y ella respondía: “¡Sí!... ¡Sí!...”, mientras no paraba de moverse. Debido a sus chillidos, porque fueron eso, más que gritos, en varias ocasiones nos tocaron con energía la puerta de la habitación. Quizás provenían de parejas que entraban o salían del hotel. Por supuesto no hice caso. Creo que Marlene ni se enteró de los toques.
Ya la habíamos hecho tres veces y para mi sería el cuarto orgasmo, por eso la gran demora en ‘llegar’, aunque también lo necesitaba. Necesitaba desbordarme pero no podía. Ella pronto volvió a tener otro orgasmo, fue tan loco y ruidoso como los otros y con sus besos y movimientos indujo el mío y presta, como doncella sedienta del desierto, ‘corrió’ a beberse el fruto de nuestro “amor”.
Yo había estado con ella muchas veces. Lo habíamos hecho en todas las formas y maneras conocidas, pero nunca la había visto así. Nunca de esa forma.
Estoy algo confundido con un recuerdo. Creo que entre los tragos anteriores a nuestra “fuga” al hotel, le confesé que había conocido a una mujer maravillosa (Carolina) y que me estaba enamorando de ella. Quizás ella presintió, como de hecho lo fue, que esa sería la última vez que estaríamos juntos.
Después de mi última vez con Marlene, tuve alguna que otra escaramuza erótica con otras “amigas”, pero muy pocas. A los pocos días comencé a frecuentar a Carolina y el asunto comenzó a tomar ribetes tan románticos que me hizo olvidar de todas las demás mujeres.
Pero la noche del sábado, pese a los eróticos y placenteros recuerdos con Marlene, no pude llegar a ‘término’ con ella. Utilicé la memoria y me “fui” a la cama con otras que habían estado conmigo. Cristina, la de diecisiete años, Claritza, mi odontóloga y Reina de Garganta Profunda, Morita, la rubia peligrosa y engañosa, Maura, mi incondicional y frenética cochinita, pero tampoco nada. No podía llegar al máximo del placer. Entonces mi mente me llevó a la cama con mi amada, y “¡odiada!”, Carolina. Qué rico lo hacíamos. Qué placer. Con cuánto amor verdadero nos entregábamos. Fundíamos nuestros cuerpos sin límites ni cordura. Sólo con ella, escuchar en mi mente su voz, ver su mirada y repetir las posiciones dentro de mi fantasía, pude al fin (porque ya me dolía de tanto darle), llegar al clímax y mientras me desbordaba en susurros que sólo yo escuchaba, repetía: “Así Carolain… ¡Así mí amor!”. En esos momentos yo le decía Carolain, con si fuese un nombre inglés (Carolain, se pronuncia) y no Carolina, porque a ella le gustaba. Le hacia sentir más importante. Decía que era más chic y sofisticado. A veces la complacía, otras, simplemente la llamaba por su verdadero nombre, tal cual como fue bautizada: Carolina.
Después que el volcán entró en erupción, me quedé tirado en la cama, con la mano puesta sobre el miembro recubierto en un empapado papel toilette. A los pocos minutos, recobrado el aliento, lo boté a un lado de la cama. Satisfecho, acomodé la cabeza en la almohada y me dije: “Ahora sí, ¡a dormir!”.
PAUSA COCHINA: Quedé tan exhausto que siquiera me levanté para a lavarme.
Escribir esto, más que recordarlo, me volvió a excitar… ¡Me encendió! Ya vuelvo, querido Diario… Sé que sabrás comprender mi urgencia después de tanto tiempo solo, sin una mujer, en esta montaña.
PAUSA DE ERECCIÓN: Sin comentarios.
Mientras me masturbaba recordé a Carolina diciéndome: ¡Dámela!... ¡Dámela!...
¡Qué locura!
MAÑANA:
La abracé tan fuerte y con tanto amor, que ambos cuerpos se convirtieron en un todo. En pensamiento, cuerpo y alma. Éramos un legajo de amor. Fue tanta la veneración, ese saber haber vuelto a encontrar, sin importar en qué condiciones, a la parte de mí ser que había extraviado que, como prodigio divino, el sueño se disipó en el momento en que la abrazaba aún con más fuerza, amor y pasión.