martes, 30 de noviembre de 2010

LA MUERTE O EL MANICOMIO. 11 de septiembre (Parte 1).

  El sábado no pude concluir el Diario. Estaba muy confundido. Demasiadas ideas estúpidas y sin sentido vagaban por mi cerebro, por eso me acosté. Siquiera recuerdo la hora, pero sí que no podía conciliar sueño. Sólo daba vueltas y vueltas en la cama. Pensaba, pensaba y más pensaba y a través de esos pensamientos me atormentaba más y más. Estoy rayando en la locura, lo sé… O, mejor dicho, todavía no porque todavía reconozco mi virtual enajenación y los locos no tienen esa capacidad. Ellos creen que están bien, muy bien, y todos los demás a su alrededor locos. Además, todavía no he comenzado a comer mierda. Me gusta en demasía la buena comida, más que todo la italiana, aunque últimamente no he podido tener esos deleites del paladar. Sólo como lo que puedo, chupo gin como un desesperado irlandés o inglés y fumo más que un turco, para no decir más que puta presa, tal como señala el argot popular.
  Todo esto me pasa, por supuesto, ¡por pendejo!... Por ser un incurable romántico, un adicto al amor. Mi confusión es tal, que entre la desesperación, la ginebra, los lexos y las más de dos cajas de cigarrillos que fumo a diario y con el poco y desordenado dormir, estoy abonando el terreno para una única y clara meta con dos vertientes: La muerte o el manicomio.
 “¡Olvídate de todo estúpido romántico!… ¡No te destruyas!”, escucho que grita sollozando mi conciencia con misericordiosa lástima. No obstante, yo sigo con esta mierda, con este sentimentalismo fuera de época y ya no me está gustando, porque la mierda no me gusta. Nunca me ha gustado. Además, ¡qué ácida es la mierda del infierno!
  Lo voy a dejar hasta aquí. No más haraquiri mental. Vuelvo atrás, al sábado nueve de septiembre.
  Entre la revolcadera en la cama y el sueño traidor que no complacía mi impaciencia, me levanté, fui al baño, desenrollé una buena cantidad de papel toilette y volví a la cama. Todo estaba en penumbras y mis vecinos roncando. Me quité el short y comencé a acariciarme. El animal estaba como los vecinos: ¡roncando! El muy perezoso, que nunca me ha defraudado y siempre ha estado a mi lado en las batallas más decisivas listo para el combate como todo un soldado élite del grupo Delta Force, estaba inerte, casi muerto. Pero insistí y el hijo de puta comenzó a despertar y yo a darme de arriba-abajo y viceversa. Me estaba gustando. Comencé a sentir un leve placer, no el suficiente como para desbordarme. Tenía temor de que algún trasnochado habitante de la montaña, uno de los que también andan desesperados, sin querer o queriendo, no sé, estuviese atisbando a través de alguna de las ventanas para ver qué estaba haciendo. Como yo soy la ‘cosa extraña’ llegada a la montaña, se imaginan cualquier cantidad de cosas sobre mí. Buscan indagar qué coño hago siempre callado y encerrado aquí. ¿Quién sabe qué pensarán? Se imaginarán de todo, menos que estoy escribiendo. Siempre escribiendo y volviendo a escribir y, siempre que tengo otro poquito de aliento y paz, volver a escribir. Lo hago de día, de tarde, noche y madrugadas. “Bueno, ¡al carajo con todo eso!”, me dije. Cerré los ojos y me dejé llevar por la fantasía, con recuerdos de extasiantes momentos de placer del pasado. Comencé con Marlene, la bailaora de flamenco y su largo y prolongado orgasmo de la última vez que hicimos el amor en una habitación del Hotel Rema, en el Rosal. Y es que estaba tan enloquecida de placer y emitió tantos, pero tantos chillidos (al principio creí que fingía), que, por instantes, supuse que había perdido la razón. Me asusté, aunque eso no afectó la erección. ¡Qué placer tan inolvidable también el mío! Más cuando ella, sin poder contener su largo y apasionado éxtasis, apenas lograba besarme con la punta de su lengua, la cual ponía dura, como punta de lanza, y retorcía cual serpiente sobre la mía. Tuvo varios orgasmos continuos. No sé cuantos. No los conté. Lo único que recuerdo es que mientras estaba montada encima de mí callada, moviéndose y mirándome de una forma tan apasionada que estremecía, de repente en ahogos se complacía: “¡Ay, otra vez!… ¡Otra vez!... ¡Ay!... ¡Ay!” y enloquecía en movimientos más rápidos y voluptuosos. En esos instantes yo le pedía que me besase y ella se inclinaba dulcemente sobre mi cuerpo y movía su lengua como áspid en celo sobre la mía. Luego volvía a tomar su posición y seguía moviéndose, moviéndose adherida a mi guerrero erecto. Y como la veía como loca, yo me excitaba aún más, mucho más, y le decía: “Cuando estés a punto de irte otra vez bésame… ¡Bésame, por favor” y ella asentía jadeante: “¡Sí!... ¡Sí!… ¡Sí!” y desesperada, con ágil y elástico movimiento, sin despegarse siquiera un centímetro de mi miembro, se ponía totalmente en cuclillas y, con la planta de los pies firmes sobre la cama, se movía en forma jamás experimentaba por mí. A fin de enloquecerla aún más, yo la azuzaba: “Cuando me venga quiero que te la tomes toda… Toda mi leche”. Y ella respondía: “¡Sí!... ¡Sí!...”, mientras no paraba de moverse. Debido a sus chillidos, porque fueron eso, más que gritos, en varias ocasiones nos tocaron con energía la puerta de la habitación. Quizás provenían de parejas que entraban o salían del hotel. Por supuesto no hice caso. Creo que Marlene ni se enteró de los toques.
  Ya la habíamos hecho tres veces y para mi sería el cuarto orgasmo, por eso la gran demora en ‘llegar’, aunque también lo necesitaba. Necesitaba desbordarme pero no podía. Ella pronto volvió a tener otro orgasmo, fue tan loco y ruidoso como los otros y con sus besos y movimientos indujo el mío y presta, como doncella sedienta del desierto, ‘corrió’ a beberse el fruto de nuestro “amor”.
  Yo había estado con ella muchas veces. Lo habíamos hecho en todas las formas y maneras conocidas, pero nunca la había visto así. Nunca de esa forma.
  Estoy algo confundido con un recuerdo. Creo que entre los tragos anteriores a nuestra “fuga” al hotel, le confesé que había conocido a una mujer maravillosa (Carolina) y que me estaba enamorando de ella. Quizás ella presintió, como de hecho lo fue, que esa sería la última vez que estaríamos juntos.
  Después de mi última vez con Marlene, tuve alguna que otra escaramuza erótica con otras “amigas”, pero muy pocas. A los pocos días comencé a frecuentar a Carolina y el asunto comenzó a tomar ribetes tan románticos que me hizo olvidar de todas las demás mujeres.
  Pero la noche del sábado, pese a los eróticos y placenteros recuerdos con Marlene, no pude llegar a ‘término’ con ella. Utilicé la memoria y me “fui” a la cama con otras que habían estado conmigo. Cristina, la de diecisiete años, Claritza, mi odontóloga y Reina de Garganta Profunda, Morita, la rubia peligrosa y engañosa, Maura, mi incondicional y frenética cochinita, pero tampoco nada. No podía llegar al máximo del placer. Entonces mi mente me llevó a la cama con mi amada, y “¡odiada!”, Carolina. Qué rico lo hacíamos. Qué placer. Con cuánto amor verdadero nos entregábamos. Fundíamos nuestros cuerpos sin límites ni cordura. Sólo con ella, escuchar en mi mente su voz, ver su mirada y repetir las posiciones dentro de mi fantasía, pude al fin (porque ya me dolía de tanto darle), llegar al clímax y mientras me desbordaba en susurros que sólo yo escuchaba, repetía: “Así Carolain… ¡Así mí amor!”. En esos momentos yo le decía Carolain, con si fuese un nombre inglés (Carolain, se pronuncia) y no Carolina, porque a ella le gustaba. Le hacia sentir más importante. Decía que era más chic y sofisticado. A veces la complacía, otras, simplemente la llamaba por su verdadero nombre, tal cual como fue bautizada: Carolina.
  Después que el volcán entró en erupción, me quedé tirado en la cama, con la mano puesta sobre el miembro recubierto en un empapado papel toilette. A los pocos minutos, recobrado el aliento, lo boté a un lado de la cama. Satisfecho, acomodé la cabeza en la almohada y me dije: “Ahora sí, ¡a dormir!”.

PAUSA COCHINA: Quedé tan exhausto que siquiera me levanté para a lavarme.

  Escribir esto, más que recordarlo, me volvió a excitar… ¡Me encendió! Ya vuelvo, querido Diario… Sé que sabrás comprender mi urgencia después de tanto tiempo solo, sin una mujer, en esta montaña.

PAUSA DE ERECCIÓN: Sin comentarios.

  Mientras me masturbaba recordé a Carolina diciéndome: ¡Dámela!... ¡Dámela!...
  ¡Qué locura!

MAÑANA:                                                                   
  La abracé tan fuerte y con tanto amor, que ambos cuerpos se convirtieron en un todo. En pensamiento, cuerpo y alma. Éramos un legajo de amor. Fue tanta la veneración, ese saber haber vuelto a encontrar, sin importar en qué condiciones, a la parte de mí ser que había extraviado que, como prodigio divino, el sueño se disipó en el momento en que la abrazaba aún con más fuerza, amor y pasión.


lunes, 29 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte y9).

  Segunda llamada. El intervalo entre una y otra llamada fue de apenas segundos.
  – ¡Aló! –contestó Elsa al levantar el teléfono.
  –Mire, señora Elsa, cuando ella llegó ayer al mediodía… A las doce y media y piquito, no la vio usted nerviosa… –pregunté directo.
  –Sí, la vi como alterada, pero pensé…–se interrumpió y prosiguió–: Le pregunté qué le pasaba y me dijo que estaba nerviosa por la llegada de su hermana.
  – ¡Ah!, no fue por los golpes que me dio cuando me encontró allá abajo.
  –No, como estaba Pablito, no quiso hablar de eso.
  – ¡Ah!... ¡ya!… –acoté pensativo.
  –Ella iba para… (No entiendo lo que siguió diciendo Elsa porque la grabación no quedó muy clara en ciertos puntos y yo, por los nervios, apenas recuerdo que hice las llamadas. Si no estuviesen registradas en el grabador, casi juraría que no hice tantas. Que no hice tres).
  – ¿Ustedes están desde el día dieciséis en la casa?... ¿Usted regresó con ella?
  –Yo regresé con Rosa (¿?) y ella llegó el cinco de septiembre.
  – ¡Ahhhh!... Pero usted dónde estaba.
  –Yo, con la señora… Ella regresó… Yo me vine en el… Con la señora Angelice porque Pablito regresaba el 27 (agosto).
  –Entonces usted la dejó sola en Aruba.
  –Ella estaba con la señora Marisela.
  – ¡Qué raro! –expresé al recordar que Marisela odia el mar. No se mete siquiera hasta los tobillos–. Y, ¿estuvo tanto tiempo con Carolina en Aruba?
  – ¡Ajá!...
  – ¡Okey!... ¿Pero usted estuvo con ella en Aruba? –insistí con un nudo en la garganta presintiendo que todo era mentira.
  – ¡Ajá! Sí estuve.
  –Sí estuvo… –repetía al tiempo que un mar de confusión inundaba mi desespero.
  – Estuve desde el diecinueve.
  –Con ella.
  – ¡Ajá!
  –Y usted se vino en el avión con Angelice.
  – No. Ella se fue con la señora Marisela y los muchachos.
  –Ya entiendo…. ¡Bien!… Por favor no le diga a la señora que yo llamé. Me siento muy mal y no volveré a llamar… Quizás lo haga en los momentos que me indicó. Cualquier cosa usted sabe mi teléfono… ¿Usted lo tiene?
  –Desde aquí yo no puedo llamar a celular –precisó con entereza y sinceridad.
  – ¡Ah!, es verdad. Lo había olvidado.
  Ciertamente, era así y yo lo sabía. Carolina no le permitía hacer llamadas a celulares y, mucho menos, realizar conexiones nacionales, aunque sabía que los pequeños hijos de Elsa vivían en Altagracia de Orituco, en el estado Guárico. De las internacionales ni hablar. Y después, delante de sus amigotas de un Club de Enrolladas en busca de Expiación (el club de viejas tiene otro nombre, pero yo lo llamo así) al que pertenece, y pasar el tiempo patrocinando cursos de costura y manualidades, se la da de dama caritativa con infladas ínfulas de filantropía.
  – ¿Usted no tiene otro teléfono dónde lo pueda localizar? –preguntó Elsa en el mismo tono misericordioso que había empleado momentos antes.
  –No únicamente el celular. Por cierto, ¿ella cómo qué cambió el número de su celular?
  –Sí, compró otro.
  – ¿No sabes el número?
  –No… Bueno, ella me dijo que me lo iba a dar por lo del bebé, para estar pendiente, pero no me lo ha dado.
  –Bueno, pero cuando lo tengas me lo das… –expresé edulcorando los más que pude mis palabras a fin de que conmoviese–. Yo no la voy a llamar. Sólo es para tenerlo para cualquier emergencia, ¿de acuerdo?
  –Pero yo no quiero meterme en problemas.
  – ¡Por favor! –le supliqué como un niño–. De mi parte no diré nada. ¡Te protegeré!... Miré, ¿y están yendo para el club? (Un club social italiano donde el chisme vuela más rápido que pájaros, mariposas o un súper jet, dependiendo del tenor de la historia y la maledicencia de la persona).
  –Por ahora no.
  – ¿Y no está haciendo spinning?
  –Desde que llegó está con eso de la hermana. Comprándole unas sorpresas…
  –Otra pregunta, ¿Ella no contrató a una muchacha de servicio para irse a Aruba?
  –Andaban… Andaban las ‘muchachas’ de la señora Marisela.
  –Bueno, tengo que colgar. Ya sabes, guárdame el nuevo número de la señora… Te llamo mañana para hablar con el niño y me lo das…
  –Bueno, veremos si ella me lo da… ¡Chao, señor Leonardo!...
  Menos mal que Elsa es casi una santa. No sé cómo aguantó tanto. Cómo soportó mi desesperado desespero. Ayer estaba en la etapa paranoica del desespero. ¡Qué desastre! Hoy, ni yo mismo me aguanto al escuchar por el grabador mis insistencias mientras transcribo esta dos primeras llamada al Diario. Si la tercera llamada es similar a estas dos, me juro por mí mismo, que no lo haré. No la transcribiré. Hacerlo hasta aquí ya me hizo sentir bastante intranquilo y tenso. No tanto por la obstinación, elucubraciones y fantasmas que pululaban en mi mente ayer, sino porque me veo retratado en una condición muy deprimente. De humillación melancólica y triste. De un ser inseguro, cuando siempre he sido todo lo contrario. Como un andrajo. Ayer era el vivo retrato de un andrajo ambulante, lleno de miseria, inseguridad y desesperante tormento. Me resisto a ser lo que ayer vi que era gracias a la grabación, porque en mis sentidos, en mi memoria el martirio interior había borrado todo vestigio de esas conversaciones de ayer. La magia de la electrónica, al permitirme reescucharme, abrieron mis cerrados ojos.

MAÑANA:                                                                   
  Y es que estaba tan enloquecida de placer y emitió tantos, pero tantos chillidos (al principio creí que fingía), que, por instantes, supuse que había perdido la razón.



domingo, 28 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 8).

  Según mi celular son las 11:41p.m. de un día que ya no recuerdo cuál es y tampoco me importa. Hoy al mediodía hice tres llamadas a casa. Una casi detrás de la otra. Hablé con Elsa y el bebé. Si ella no mintió, si dijo la verdad y no la que Carolina le dijo que dijera. Si no fue instruida y aleccionada por ella en tal sentido, el Diario debe morir. No sé si yo también.
  Nuestras tres conversaciones las grabé. Espero que las haya hecho en forma correcta para escucharlas y copiarlas en toda su fiel exactitud.
  Primera llamada:
  – Ah, ¿quién es? –pregunté al no reconocer la voz, quizás debido al angustioso tormento que llevo encima desde ya hace mucho tiempo.
  –Elsa, señor Leonardo –respondió extrañada la mujer de servicio.
  – ¿Cómo estás?… ¡Al fin llegaste! –pregunté un poco animado al saber que podía hablar con alguien que podría darme alguna pista sobre Carolina.
  – ¡Si! –contestó muy atenta y dispuesta.
  – ¿Supongo que estaba de vacaciones?
  –Si –respondió con otro monosílabo.
  – ¿Fuiste a Aruba? –interrogué con desenfado buscando una respuesta afirmativa.
  –No –negó en forma rotunda–. Espere un momento… Ya va…Ya va… –atinó a decir mientras la percibía alejarse un poco de la bocina.
  –Mire… ¿Y mi bebé?... ¡Póngamelo! –urgí presintiendo que me iba a dejar con la llamada colgada.
  – ¡Ya va!... Ya va…–dijo confusa, como si alguien, muy a su lado, le estaba dando instrucciones. Seguramente Carolina, de ahí las siguientes contradicciones.
  – ¡Ya!… Ya…–escuché de pronto del otro lado de la bocina. Era mi adorado Dorian.
  – ¡Hola papito!... ¡Qué niño tan lindo!... ¿Cómo está mi bebé querido y adorado?... ¿Te olvidaste de mi?... ¡Hola papito!... ¡Hola! –insistí con mis saludos, pero del otro lado mi amado Dorian no hablaba. Se había quedado ‘mudo’.
  Hacia el fondo escuchaba la voz de Elsa que le decía: “Dile que estás almorzando”.
  – ¡Hola!... ¡Hola! –dijo mi bebé en tono suave pero muy nítido y claro para su corta edad.
  – ¿Qué otras palabras dices? –pregunté, pero se quedó calladito, sin saber qué contestar o decir.
  – ¡Aló!.. Mire, señora Elsa…–requerí con cierta intranquilidad y desesperada premura.
  – ¡Papá! –pronunció Dorian, quien seguía a la bocina, en perfecta dicción.
  – ¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! –repetí yo y volví a insistir para que la señora Elsa se pusiese al teléfono–. Señora, Elsa… ¡Aló!... ¡Aló!... Señora Elsa, ¿usted está sola? –pregunté.
  La debía interrogar. Además, Dorian se había ya cansado de “hablar”.
  – ¡Claro!... Por eso es que le estoy hablando –contestó al tomar nuevamente el teléfono.
  – ¿Pero usted no fue para Aruba con ella? –pregunté.
  –Ella se fue antes –precisó–. Yo me fui con la señora Angelice (la hermana-confidente de Carolina) el día diecinueve (agosto).
  – ¿Para Aruba?... Ah, usted se fue con Angelice.
  – ¡Sí!… Sí… Primero estuve en mi casa, en el Guárico, y cuando regresé me fui para allá con la señora Angelice.
  – ¡Ah!... O sea que ella estuvo sola todo el tiempo.
  – Sí, ella se fue con el bebé –afirmó sin dubitar.
  –Mire dele mi bendición al niño, oyó –respondí entre pensativo y confuso.
  –Bueno… Mire, le tengo que dar unos mensajes –precisó Elsa–. Usted sabe que yo cumplo órdenes.
  –Bien dígamelos –accedí con el corazón acelerado.
  –Ella dice que no tiene ningunas ganas de hablar con usted.
  –Lo sé… Ayer me cayó a paraguazos –respondí haciéndole ver que había entendido el mensaje.
  – ¿Ayer? –repreguntó ella algo extrañada.
  –Sí, ayer –reconfirmé.
  –Bueno, ella también dice que van a hablar sólo cuando estén en el bufete de su abogado. Que lo va dejar ver al niño después que hable con el abogado, pero señor Leonardo, no se preocupe, puede llamar para acá a eso de las doce y veinte del mediodía, hora que aquí, como usted sabe, no está la señora, ¿entiende?
  –Sí, a la misma hora que estoy llamando ahora –la interrumpí.
  –Así es… O como a eso de las nueve y media (de la mañana). Ella, por ahora, siquiera quiere que hable con el niño… Yo, por mí lado no quiero problemas, ¿entiende?... Es un favor que le voy a hacer porque sé que usted es buena persona…
  – ¿Pero qué le pasa a ella? –la atajé.
  – ¡Ay, yo no sé! Ahorita se fue para casa de su papá a llevarle unas cosas a su hermana que llegó de viaje…
  –Pero ella está como enloquecida –sentencié tajante con un dolor que me perforaba el alma.
  –Usted sabe que ahí yo no me meto.
  –Sí, pero ¿está mal?… ¿Muy intranquila?…
  –No, señor Leonardo. Ella está tranquila. Yo no lo veo así.
  –Sí, pero por dentro está que arde, porque ayer, como le dije, me cayó a paraguazos. ¿Usted estaba en la casa ayer? –indagué para saber si el supuesto amante de la Cherokee azul o cualquier otro hombre estaba arriba con ella.
  –Si, ayer yo estaba aquí. Ayer fue que llegó su hermana.
  –Ah,… ¿Quién?... ¿Indira?
  –Sí, Indira. Llegó a las cuatro de la tarde.
  –Pero yo ayer al mediodía fui a buscar unos materiales de pintura que están en el maletero y coincidí con ella cuando llegaba… Después vinieron los paraguazos y ese poco de golpes… –mentí para disimular las verdaderas intenciones que me llevaron a estar en el sótano a esa hora, aunque ciertamente tengo un montón de cosas arrumadas en ese maletero, hasta ropa, zapatos y buenos trajes que ella, después de vaciar todo el closet con mis pertenencias, las “archivó” en ese nido de ratas y cucarachas.
  – ¡Jajaja!… Ja –respondió con una risita de asombro y complacencia.
  –Supongo que debe estar fúrica por eso –indagué para saber si sufría igual que yo.
  Acabado de decir esto el diálogo telefónico sufrió una pequeña interrupción. De repente dejó la bocina. No sé si fue para ir a atender a Dorian o para escuchar “órdenes” de quién sabe quién, porqué enseguida, al retomar la conversación, cambió de tema enseguida. De seguro había alguien a su lado. Quizás la propia Carolina.
  Además, si su hermana llegó de Italia y ella fue a visitarla a casa de su padres, porqué no llevarse a Dorian. Pudo haberlo hecho ayer. Lo pudo haber llevado ayer para que su tía viese lo grande y hermoso que está. Pero, ¿por qué dejarlo solo con el servicio en casa un día sábado? Mientras me hacía estas interrogantes y esperaba a que Elsa volviese a tomar el teléfono, vino su cambio de tema y otra corroboración de que mentía, ya que en mi sorpresiva pregunta de que si había ido a Aruba afirmó que “no”. La había traicionado el subconsciente. Luego, para resarcir el error y por indicación de quien tuviese al lado en ese momento, dijo que “sí”, que había ido a Aruba. Cambió todo el panorama en instantes y eso es raro, propio de una persona que miente. Bajo presión o no, pero miente. No dice la verdad o la tergiversa a su antojo y eso, esa táctica malévola, es propia de Carolina, toda una artista en el camuflaje de la verdad. Tanto, que a veces la martiriza. A veces martiriza la verdad de tal forma que ella, siendo la victimaria, la que comete el delito, enseguida se convierte en víctima. Es tan descarada, que aunque la sorprendas in fraganti en una cosa banal y más que insignificante, como, por ejemplo comerse una ración de leche condensada, que le encanta, ella sostendrá hasta la muerte que no fue así, que no fue ella, que a quien vieron no era ella… Lo sé, una persona de temer, pero la sigo amando.
  Retomo y transcribo la primera y atormentante conversación con Elsa y su mar de contradicciones.
  –Bueno, me imagino. En Aruba estuvo su hermana… (Aquí utilizó el verbo en tiempo pasado, como si alguien a su lado se lo hubiese indicado en ese momento y ella lo único que hizo fue repetirlo. Extraña, su forma de hablar). La cuñada de ella se fue prim… Ellas se fueron juntas…
  – ¿Con quién? –pregunté dócil, suave y con mucho desenfado, como si no me importase aunque, la verdad, estaba que ardía de furia, impotencia y a punto de estallar.
  – Con Marisela… Estaban todos…
  –Ah, se fue con Marisela a Aruba.
  – ¡Ajá! Después yo me fui con la Angelice.
  –Bueno, por favor bendiga a Dorian y dele un montón de besos de mi parte. Dígale que no volveré a llamar. Que es mejor así… –afirmé con una contenida ganas de llorar porque me sentí burlado, humillado y más que engañado.
  –Pero…
  –Lo haré a las horas que usted me indicó –aseguré recapacitando y echando a tierra mi impulsiva decisión anterior–. Bueno, chao señora Elsa… Voy a trancar porque el teléfono están por cortármelo, okey…
  – ¡Okey!... Bueno, pues.
  –Chao, besos al bebé.
  La conversación estuvo llena de contradicciones. Además, cómo iban a caber todos en la Explorer. Supongamos que Carolina iba al volante aunque no le guste conducir. Marisela a su lado, en el asiento delantero. Atrás, el bebé bien asegurado en su silla de viaje, la cual ocupa bastante espacio, junto a Milángela y Federico, los hijos de Marisela, y Elsa, la nana y, para colmo, un poco más atrás todo el equipaje. No cabían. Elsa se enredó. Olvidó echar bien el cuento. Se evidenció cuando titubeó y casi se descubre en su propia mentira cuando dijo: “Marisela se fue prim…”, cosa que pronto corrigió al decir “se fueron juntas”. La perdono. Elsa es buena persona y se ve que no sabe mentir. Fue inducida a hacerlo. Tenía que preservar su trabajo. No tenía otra alternativa. Carolina la hubiese despedido y sacado enseguida de la casa si no hacía lo que le pidiese.

MAÑANA:                                                                    
  Y después, delante de sus amigotas del Club de Enrolladas en Busca de Expiación al que pertenece, y pasar el tiempo patrocinando cursos de costura y manualidades, se la da de dama caritativa con infladas ínfulas de filantropía.


sábado, 27 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 7).



   Cuando regresé a la montaña ya eran las cinco y algo de la madrugada de hoy sábado. Me refugié en la cascarita y enseguida me puse a elucubrar, pero un coro de impertinentes gallos no me dejaba pensar en paz ni en silencio. Sorbí el poco de gin que todavía le quedaba al vaso que dejé sobre la repisa, me chupé un cigarrillo y con los pocos que quedaban en la cajetilla fui hacia la parte trasera de la cabaña y me quedé observando el despuntar del nuevo día que se colaba entre los árboles. ¡Qué espectáculo más hermoso!... ¡Qué amanecer tan celestial!
  “Lo describiré ahora. Mañana olvidaré toda esa alucinante fantasía”, pensé mientras lo veía. Tomé papel y pluma y, como pude, ya que la borrachera volvió a tomar cuerpo, anoté lo siguiente en la hoja que estoy releyendo y transcribiendo ahora. “Al principio todo es bruma. El color negro, la muerte que cabalga sobre sus corceles de furia, es el rey del firmamento. No se conmueve con nada, apenas deja ver una débil silueta de la Cordillera de la Costa. La más distante. Todo está dormido en el cielo y la lontananza. Hasta los sueños duermen. Pero, poco a poco, la vida, la primavera del nuevo día comienza a murmurar en la lejanía y paleta en mano El Creador esboza un boceto al carboncillo. Líneas tenues, otras difuminadas al azar, danzan al movimiento creador de sus manos. Ha comenzando la sinfonía silente del amanecer. El Dios del universo trabaja apasionado, con armonía y subyugante precisión. Pronto, lo que apenas era una mancha en el cielo se convierte en la montaña más lejana, pero no es color verde selva sino de un gris triste y melancólico. Todavía sueña y, en medio de bostezos, empieza, majestuosa, a erguirse escoltada en su cima por cuatro danzarinas nubes pinceladas al desdén de un alegre gris. Las laderas, las pequeñas doncellas que con su encanto visten a la montaña, comienzan a juguetear a las escondidas y sólo dejan asomar sus ondulantes y moteadas curvas. Poco a poco todo va tomando cuerpo y presencia. Parecía que el hada de la primavera había roto las cadenas de la noche y escapaba hacia la libertad del nuevo día. Corría, corría, en busca de la verdad que le habían ocultado tras un paño de seda negra pero aún estaba lejana. Entretanto, tres estrellas, que reunidas una al lado de la otra forman un celestial triángulo titilante, brillaban sobre mi cabeza. La de la punta superior emitía un destello divino. La miré varias veces invocando paz a mi atormentada alma. Luego le lancé, con todas las fuerzas de mi deshecha alma, un furtivo beso. No quería que las otras se encelaran por mi atrevimiento, por eso lo hice en forma clandestina. Mientras me deleitaba viéndola, hacia el este, el cielo comenzó a teñirse mansamente de color naranja aperlado. Se percibían sus esfuerzos por desembarazarse de la cobija de la noche. Más allá, en el fondo, en la lejanía más lejana, el horizonte nacía bajo un cortejo de bien formadas caravanas de ribetes rojos. Precedían el dorado carruaje del majestuoso astro rey que, aún somnoliento, se resistía a despertar al nuevo día. En un abrir y cerrar de ojos toda la inmensa bóveda del universo comenzó a tornarse en pálido celeste y de las tres estrellas que acompañaban mi soledad sólo queda una, la más titilante. Me despedí de ella en sollozo interior porque sabía que también pronto partiría. En un arrebato la montaña se tornó verde oscuro. Unas pinceladas más y aquel verde menos distante se convirtió en más claro y las sombras a sus costados comenzaron a darle volumen y belleza. Las pocas nubes, que como motas de algodón estaban cerca, a varios codos de las tres estrellas, iniciaron su huida al suspiro de la madre de los vientos. El sol aún no había asomado su reluciente calva. Pero hacia el este, todo lo que estaba alrededor de su reluciente lecho, empezó a sublimizarse en perfecta armonía. Era como si el duende de la inmensidad hubiese encendido la luz en la casa del sol, pero este se negaba a abrir sus ojos todavía. El escenario estaba impecablemente montando, sólo faltaba la presencia de su protagonista en escena. Pronto, del fondo del proscenio del universo, bajo luminosos reflectores y marquesinas multicolores, se anunció la salida del rey. En amoroso abrazo, la bruma se resistía despedirse en algunos recodos de la montaña. En soplos, el cielo, todo el inmenso cielo se teñía en azul seda claro y límpido, no así mí vida de desesperado, pero no importa. Aquí me quedo, tiritando de frío. Tratando de comprender el mágico encanto de la vida y los misterios del universo. Aprendiendo de su silencio. Aunque mi alma agonice, seguiré extasiado viendo el amanecer, el crecimiento, el parto del niño-día. En segundos todo cambia, así como cambian los pensamientos. Adivinando mis tristezas, con una sonrisa dibujada en sus labios el rey sol me muestra sus ojos. El cielo comienza a ser cielo como el cielo nuestro de cada día, con su color de fantasía y vida, y yo vuelvo a ser atormentado por mis desespero. No hay tregua. Ni paz, ni perdón, misericordia o felicidad. Pero no importa, hoy me deleito con las aves, esos seres de bellos plumajes, porque ya comenzaron su sublime concierto lleno de canciones de amor. Los sigo en su vuelo y los busco en la espesura. Traviesos, ellos juegan a las escondidas conmigo. Los buscó pero no los encuentro. Sólo escucho su música y en mi búsqueda el fulgurante sol punza mis cansados y enfermos ojos. El nuevo día brilla pleno de felicidad y estoy feliz por ello. Me alegra haber presenciado su renacer. Ahora lo dejaré solo, para que arrulle a la vida. Yo regresaré a la cabaña y trataré de dormir al canto de los armonios acordes de los pájaros”.
  Fue lo escribí en la madrugada y acabo de transcribir ahora.
  Siento ahogos en el alma. Gritos en la conciencia y desespero en mi paz. El alucinante tormento que me acompaña indica que debo concluir este Diario hoy. Que no tiene objeto que lo siga escribiendo.

MAÑANA:                                                                   
  No dice la verdad o la tergiversa a su antojo y eso, esa táctica malévola, es propia de Carolina, toda una artista en el camuflaje de la verdad. Tanto, que a veces la martiriza. A veces martiriza la verdad de tal forma que ella, siendo la victimaria, la que comete el delito, enseguida se convierte en víctima.

viernes, 26 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 6).


  Anoche, pese a la súper borrachera, me acosté con una idea fija en mente: despertar en la madrugada y meterme en el sótano del conjunto residencial donde vivía y anotar la matrícula del jeep.
  A las 4:05 a.m., en pleno corazón de la madrugada, de un salto dejé la cama. Me quité el blue jean negro con el que me había quedado dormido, me puse un mono de gimnasia y zapatos tenis. Lavé la cara, me tomé otro trago que había dejado servido en un vaso y salí. La borrachera casi había pasado. La noche estaba fría y la carretera solitaria, pero llegué. Al fin llegué frente a la puerta eléctrica que da acceso a los estacionamientos. Les di un corto toque de corneta a los guardias. Uno, que al parecer estaba dormitando, abrió sin chistar ni preguntar nada. Mientras con el auto bajaba hacía el sótano me sorprendió una taquicardia, pero seguí. Quería estar pronto frente a mi rival: la Cherokee azul. Esperaba no verlo o, lo peor, verlo estacionado en mi puesto, pero estaba allí, tal como lo vi en la tarde, con la tropa hacia delante. Al parecer no había sido movido. Anoté las placas: NAT 47N y abajo Monagas, el estado donde había sido matriculado. Las dos camionetas, la Explorer de Carolina y la Cherokee, estaban una al lado de la otra. Parecían dos amantes furtivos. ¡Qué rabia!... ¡Qué celos!
  Sólo olvidé algo. Tocar el capó de cada uno de los vehículos para ver si estaban calientes, tibios o fríos. De esa forma sabría si alguno de ellos había aparcado recientemente (en caso de que salieron y regresaron al ‘nido de amor’ de madrugada) o, por el contrario, no habían sido movidos por horas. Esa corroboración la aprendí de la propia Carolina. De esa forma chequeaba, cuando me quedaba sólo en casa, pintando o escribiendo, si había salido o no durante su ausencia. ¡Mujeres!... No obstante, yo debía hacerlo por “causas vitales” y era imperativo, pero fallé. Quizás por los nervios. Era evidente que ella había ido a la peluquería y, normalmente, siempre lo hace cuando tiene una fiesta, reunión o salida nocturna. Si hubiese estado caliente o tibio alguno de los dos, obviamente habían salido a parrandear.

MAÑANA:                                                                                
  Me despedí de ella en sollozo interior porque sabía que también pronto partiría.

jueves, 25 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 5).

  Al llegar me conseguí a María, la psicóloga, y a su amiga Mariana. Habían ido a chequear los adelantos en la construcción de su cabaña, la cual ya reservó dejando un depósito. María me dijo que quería mudarse pronto, lo más pronto posible, porque no podía seguir viviendo donde estaba. Me reveló el porqué en un cuento corto, rápido y preciso, el cual no entendí con claro convencimiento.
  –A la mujer se le fue el yo-yo (o sea que enloqueció). El tipo (o sea el esposo de la mujer que se volvió loca de bola) se adueñó de la casa y echó a todos afuera, hasta a sus hijos y a mí me dio poco plazo para desocupar y se me está acabando... Urge que me venga –fue su muy particular explicación, pese que yo no se la había pedido.
  Invité a las dos mujeres a tomarse un trago en mi cascarita. Pese que tenía los ojos ocultos tras los lentes oscuros notaron que destilaba desespero por cada uno de mis poros. María se excusó diciéndome que era muy temprano para ella. Mariana, en cambio, expresó que no tomaba licor. Que era abstemia.
  Charlamos un ratico más. Más que todo fue un cruce de banales palabras y hechos sin relevancia. Pronto se despidieron. Ambas son muy lindas y simpáticas. Deben estar cerca de los treinta años. La vi subir por la empinada cuesta en busca de su auto. Mientras observaba sus buenas y contorneadas figuras, se me ocurrieron muchas ideas no muy santas. María es chiquita, un metro sesenta y cinco a lo sumo, de pelo rubio artificial, el cual lleva desordenado, aparentando ser toda una desenvuelta femme fatal. Marina es un poco más alta, debe estar en el metro setenta y dos, y tiene un hermoso pelo negro, el cual le baja con perfumada delicadeza más abajo de los hombros.
  Al irse entré en la cabaña, tomé la carterita, la cual había vuelto a llenar, un paquete de cigarrillo, que destapé con pensativa parsimonia, el yesquero y me dirigí hacia la parte trasera de la cabaña de Antonello y Luna. Les hice una pregunta, di media vuelta y regresé a la mía con la intención de seguir escribiendo, pero no pude.

PAUSA DE HAMBRE: Son las 8:53 p.m. Acaba de entrar Antonello con un plato. Me trajo una exquisita arepa de jojoto (mazorca de maíz amarillo) frita en mantequilla, cuya masa anteriormente había sido mezclada en papelón, leche y un poquito de harina pan. Arriba de la arepa estaban dos lonjas de queso amarillo, del paquetico que en la tarde yo les obsequié cuando me dijeron que iban a preparar ese tipo de arepas. Nunca, en mi vida, había probado algo así. Su sabor, textura -crocante por fuera y mórbida por dentro- y con el maíz, algunas perlitas de maíz, que se desprenden de la masa con cada mordida, las hacían únicas. Me la comí con tantas ganas que casi la devoré. Ahora voy a devolver el plato y al regresar seguiré con el Diario… Aunque, mejor espero por la otra “tanda” que dijo están tostando y que me iba a traer. Pensándolo bien, ya que se está demorando mucho, mejor me le asomó por detrás de su cascarita.

   Bien, suficiente.
  Comí cuatro de esas delicias. Al terminar la última y mientras le ofrecía un trago a Antonello, me disculpe por no asistir a su cumpleaños.
  –Ayer no pude acompañarte porque me sentí muy mal, pero hoy si puedo hacerlo –expresé sincero y con ganas de comenzar una desesperada “parranda”.
  Después de escuchar mi disculpa Antonello tomó mi carterita y apuró un largo trago. Al concluir me invitó a entrar a su cabaña, donde nunca había estado.
  – ¡Espérate! –aguanté animado–. Primero voy a buscar una botella de verdad verdad y unos Cds. para escucharlos.
  Regresé a la cabaña tomé las cosas, entre ellas el CD de Soledad Bravo Con amor.
  –Este es mi preferido –manifesté mostrándoselo apenas sobrepasé la puerta de su cascarita–. Ponlo de primero… Y la que me mata es la canción Nº 12, Quiero ser feliz.
  Me hizo bien la invitación. Antonello, Luna y yo comenzamos una amena charla. Al principio yo llevaba la voz cantante. En mi monólogo les confesé todo lo que me estaba pasando. Con lágrimas en los ojos les conté lo que me había sucedido horas antes. El asunto de los paraguazos y todo lo demás. Antonello y Luna me aconsejaron. Me dijeron que le diera tiempo al tiempo y si se ponía muy estúpida que la mandar a fanculo (o sea, pal carajo). Que lo que importaba era yo, un hombre valioso y de buenos sentimientos. Luego de este, mi primer y verdadero desahogo, eché a llorar como un niño. Me consolaron y volvieron a consolar. Ya nos habíamos tomado la segunda botella de gin, porque al terminarse la primera, yo corrí a buscar otra en la cabaña. Luna destapó una lata de aceitunas rellenas y preparó unas galletitas con queso derretido encima. Yo tenía en el estómago sólo las dos lonjas de pan con mermelada que comí en el desayuno. La mona fue rápida y grande. De pronto perdí la brújula y todo sentido de ubicación.
  Hoy Fernando me dijo que le diera las gracias a Antonello porque me cuidó, que estuvo todo el tiempo a mi lado como hada madrina. También, a fin de hacerme sentir peor de lo que me sentía, me dijo que anoche estaba fuera de mí. Que me llevaron a dormir pero que de repente aparecí con un largo cuchillo militar, de los que usan los soldados Cazadores de selva y con una franelilla toda desgarrada. Que se asustaron mucho. Que me le metí en la cabaña a Andreína y le dije: “¿Qué te pasa, tú no eres la parlanchina, la que habla mucho?”. Y la pobre se asustó mucho. Estaba muda, gélida, aterrorizada por mi inesperada irrupción en su cabaña, me contó Fernando. Su mujer, Sonia, también se espantó porque creyó que por la borrachera me podría caer y clavarme el cuchillote que cargaba. Sin alboroto y con persuasión me volvieron a llevar a la cascarita y allí me quedé dormido tal como estaba vestido. Me dijo que no hubo falta de respeto, pero que, por hoy, “estaba castigado”. Ellos ahora (son las 9:30 p.m.) están reunidos y tomándose unos tragos en las afueras de las cabaña junto a un amigo de Fernando y Sonia. Yo aquí, escribiendo y tomándome media botella de gin que tenía a buen resguardo. Gracias a Dios que voy a concluir, creo que esta misma noche, el Diario. Debo dejarlo hasta aquí, es imperativo. De otra forma voy a terminar verdaderamente alcoholizado o loco.

MAÑANA:                                                                  
  Las dos camionetas, la Explorer de Carolina y la Cherokee, estaban una al lado de la otra. Parecían dos amantes furtivos. ¡Qué rabia!... ¡Qué celos!

miércoles, 24 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 4).

   Ideas, ideas y más ideas aterradoras me asaltaron durante mi retorno a la montaña mientras bebía gin de mi carterita cuarto de litro y fumaba un cigarrillo tras otro. Me importaba un bledo que los demás conductores me viesen empinar de esa forma tan epiléptica el envase plateado forrado en cuero marrón donde tenía mi pequeña reserva de alcohol. En ese instante había perdido la vergüenza, el amor propio y todo deseo de vida. De mis ojos, los cuales estaban ocultos tras grandes lentes oscuros de plástico negro, salían lágrimas que se unían y confundían en una danza de dolor junto a las de mi lagrimeo “natural”. No recuerdo cuántas veces estuve a punto de chocar, de estrellarme contra otros autos, aunque no iba a gran velocidad pero debido a la angustia mordía sin percatarme las líneas de los otros canales. No sólo me salía de la vía, también estaba a punto de salirme de mis cabales. Conductores que venían por la vía contraria me alertaban tocando frenéticamente las bocinas de sus autos y alguna que otras maldiciones que yo no escuchaba por tener los vidrios subidos.
  Sería eso de la una y veinte de la tarde porque cuando salí del estacionamiento vi el reloj y marcaba las 12:54 p.m.
  De pronto, el timbre del celular me regresó un poco a la realidad. Era Alfredo Díaz. Me informó que había hablado con Luis David y éste le dio una serie de explicaciones sobre mis infundadas sospechas. Dijo que él le creyó. (Ahora sí lo entiendo y también le creo porque ya lo saqué de mi lista de virtuales sospechosos. Apenas había sido la primera ‘víctima’ de mis sospechas). También me dijo que el crédito para el periódico nos fue concedido por ciento veinte millones de bolívares y que estaban esperando por mí. En el desespero que tenía le dije que ya no me importaba nada. Le conté con todos los matices de angustia que vibraban en mi ser lo que me había pasado con Carolina momentos antes. Me aconsejó que me quedase tranquilo y que no le provocase ira. Que le diese tiempo al tiempo. Que el tiempo iba lo aclarará todo. Sé que así es. Qué esa es la realidad. Pero el consejo estaría muy bien para una persona calma, tranquila y sin problemas, pero para un desesperado por amor el tiempo es su peor enemigo porque te mata física, mental y espiritualmente.
  Terminé la conversación con Alfredo suplicándole que si Carolina lo llamaba le dijese que la amaba. Que sólo su amor me importaba.
  A llegar a la cabaña, del cuarto de litro de gin ya no quedaba ni un una gota. Sentía que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Me eché boca abajo en la cama y rompí en corto llanto.
  Tendido en la cama, el azul cobalto de jeep reflejaba en mi cerebro. Instintivamente me incorporé, cambié la camisa manga larga azul a cuadros que vestía y puse una franela mangas cortas Banana Republic color gris con rayas negras, saqué otro par de lentes (por eso del disfraz, de pasar un poco desapercibido) y volví a salir con la idea de ir a espiar por los alrededores de casa.
  Mientras conducía las elucubraciones volvieron a granel: “Si es médico o quién coño sea, deberá regresar al trabajo en la tarde. Quizás si, quizás no”. Aparcaré a una distancia prudencial para verlo bien cuando pase. En cuanto a lo del puesto de estacionamiento, pudo haber sido que un nuevo residente se equivocó y aparcó donde no debía. El mío era el 283 y él estacionó en 282. ¿Una simple equivocación? Y si no era así, y si ese era el amante sin rostro, “Carolina tuvo que haberle dado el control que yo usaba para franquear el enverjado. Yo pude entrar porque los guardias me conocen y abrieron la reja eléctrica. No deben saber nada de mi separación… ¿Quién sabe? Con lo chismosas que son las mujeres de servicios seguramente le habrán comentado algo. Ellos, los guardias, siempre le hacen fiesta a ver si pescan en río revuelto y se las llevan a la cama. A muchas les gusta la rochela, más aún si son solteritas”.
  Pensaba en todo, hasta en las cosas más insólitas y absurdas. No obstante la impaciencia mezclada con una buena y rica dosis de desespero mortífero, casi suicida, me hizo abandonar esa fantasía por otra “mejor”. Busqué un punto de observación en una colina, por la carretera del El Saltillo, ubicado en el estacionamiento de un buen surtido establecimiento de venta de frutas, verduras y legumbres. Saqué los binoculares y apunté hacia la terraza del pent house en la esperanza de penetrar con ellos a través de los ventanales ligeramente ahumados. Pero nada. Los lentes son de poco alcance y no pude ver nada. Además, ambas manos me temblaban de forma tal, que siquiera pude lograr un buen foco.
  Decidí entrar a la frutería para evitar sospechas, suspicacias y preguntas incómodas, como las de “qué estaba usted haciendo tanto tiempo en el estacionamiento”, y adquirir algo. Vi unas lentejas y las compré. Pregunté si tenían bicarbonato. El dependiente contestó afirmativamente mientras me observaba con ojos recelosos (Quizás me vio observando con los binoculares). También adquirí el dichoso bicarbonato. Al regresar al auto volví a intentar con los binoculares, pero las manos me traicionaron nuevamente. Abandoné el sitio y me puse a buscar otros puntos de observación más cercanos. No los encontré, pero si llegué a un automercado. Me bajé, compré dos botellas de gin y decidí volver a la cabaña, pero los reflejos de mi mente condujeron el auto hacia la urbanización La Manzanita, donde vive el hermano mayor de Carolina, quien tiene una Cherokee idéntica a la que vi en el sótano de estacionamiento, pero, creo, color verde botella o azul. Quería cerciorarme de que si la que estaba ahí, en el estacionamiento de la casa, no era la de ningún amante sino la de su hermano. Mientras seguía machacando en mi mente: “¿Qué hacía allí esa camioneta?... ¿De quién es en realidad?”. Quería dilucidar de una vez por toda esa martirizadora interrogante. Los vecinos, los dos viejitos de Swit verde, estacionaban a veces ahí su otro auto, uno plateado y de modelo reciente. “¿Será de ellos?... ¿Habrán cambiado de auto en estos cuarenta días que he estado en la montaña? ¿Y por qué cuando llegaron, cuando Carolina me tenía sometido a paraguazos, no estacionaron en su lugar habitual? ¿Estarían ellos antes, desde hace mucho tiempo atrás, usurpando un puesto que no les correspondía pero que al mudarse el nuevo propietario tuvieron que desocuparlo? ¿O el cambio fue idea de Carolina a fin de no levantar sospechas?... Pero ese puesto, ¿en realidad nos corresponde a nosotros. Es de Carolina o no?”… ¡Oh, confusión maldita!... Ahora tengo dudas de que así sea… Creo que el puesto no es nuestro… No lo sé… Ahora no sé nada, Sólo la confusión palpita en mi mente.
  Al llegar a la quinta de su hermano vi un sirviente lavando el piso de la entrada. El estacionamiento está enrejado y la visibilidad es mínima, pero pasando a poca velocidad se puede observar qué autos y cuántos hay adentro. Estaba vacío. Nada. Ni la Cherokee de su hermano ni ningún otro auto.
  Decepcionado, amargado en grado de frustración excesiva y con una alta dosis de desespero recorriendo todos los circuitos eléctricos de mi cuerpo al fallar en todos mis intentos y con el corazón burlado, humillado y pisoteado, otra vez conduje hacia la montaña.

MAÑANA:                                                                   
  …que de repente aparecí con un largo cuchillo militar, de los que usan los soldados Cazadores de selva y con una franelilla toda desgarrada. Que se asustaron mucho.

martes, 23 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 3).

  Seguí de largo y mientras rodaba se me ocurrió otra “brillante” idea. Sin saberlo y menos intuirlo fue, de cierto modo, reconfortante. Tanto, que mi alma se iluminó por escasos instantes. Una luz alumbró las tinieblas de mi atormentado corazón.
  Cuento y asiento en este Diario: Se me ocurrió ir al edificio donde vivía, entrar, aunque no tenía el control de la verja de hierro y, primero, chequear en el sótano los puestos de estacionamiento. Una vez concluida esa tarea, ir hasta el buzón de correspondencia con la sibilina idea en mi mente de que podría conseguir el sobre del recibo telefónico del pasado mes a fin de chequear los números, días y horas de llamadas hechas durante ese período, el cual, por supuesto, yo estuve ausente.
  En todo eso lo que más interesaba a mi turbada mente era conseguir en el recibo el número del ambulatorio y el del ‘fantasmagórico’ médico.
  Pero, mal rayo me parta. Al entrar al sótanos dos, que es donde están nuestros puestos de estacionamiento (son tres en total, aunque únicamente utilizábamos dos) vi aparcado, no en “mí puesto”, sino en el de al lado, un flamante jeep Cherokee azul cobalto último modelo. Al verlo me estremecí de pies a cabeza. En segundo mí mente se volvió un calderero. “¡Es el auto de su amante”!, pensé en automático. “Como hoy es viernes, seguramente mandó a Pablito con su papá y ella la pasará divino, sin estar escondiéndose de nada, con su nuevo hombre. El bebé, mi amado Dorian es tan pequeño que ni cuenta se dará de lo que está pasando. Y como tiene servicio nuevo a quien, seguramente, le habrá dicho que ella es “viuda” todo parecerá “normal”, cavilaba en reflexión paranoica. Mientras mi mente andaba en esos confines, como autómata nervioso mis manos fueron en busca del bolígrafo que siempre guardo en el portapapeles izquierdo de la puerta del auto con el objeto de anotar la matrícula del vehículo, el cual me serviría para posteriores indagaciones. Cuando me dispuse hacerlo, de pronto vi la camioneta dorada de Carolina cruzar la esquina del sótano e ir hacia su puesto a fin de aparcarse. Al notar mi auto y presencia, se detuvo, pensó unos instantes y enfiló la Explorer entre los pilares del estacionamiento zigzagueando a los otros autos que estaban estacionados allí a esa hora con la intención de dar la vuelta y marcharse del sótano. Al intuir sus intenciones, reaccioné, me le adelanté y tranqué el paso con mi auto. Ella frenó y se me quedó viendo fijamente, indecisa, buscando qué hacer. Su camioneta tenía la boca enfilada hacia el estómago del mío, el cual estaba en posición transversa. Bajé el vidrio derecho, levanté la mano a modo de espera y le dije:
  –Un momentico. Sólo quiero decirte unas palabras.
  Sin hablar y con mirada gélida, se bajó de la camioneta y dirigió hacia mí. Estaba bella, bellamente hermosa, como nunca. Con su esplendido y reluciente cabello rubio ángel parecía regresar del Edén, aunque en realidad venía de la peluquería.
  –Yo no tengo nada que hablar contigo –expresó indignada al tenerme cerca y enseguida agregó–: ¿Sabes lo qué me provoca?
  Dicho eso, con la interrogante flotando en el aire, a pasos largos regresó a su camioneta y buscó algo en la parte trasera. Yo estaba paralizado de dicha al verla, aunque por instantes pensé que había ido en busca de una pistola. Agarrado in fraganti husmeando en su edificio. “Acoso y maltrato inhumano” veía escrito en el sumario policial. ¡Listo! Todas las atenuantes estarían en mi contra. No sabía qué hacer. Impávido esperé, fuese lo que fuese, con el cinturón de seguridad todavía abrochado. Es que todo pasó tan de repente que siquiera tuve tiempo de pensar en una reacción defensiva. Y no podía pensarla jamás, porque en todo mí ser, como perfume de dioses sólo flotaba su olor y lo hermosa que estaba.
  Fueron instantes, segundos. Pronto la vi regresar con un paraguas plástico color lila y comenzó, a través de la ventanilla que tenía abierta, a golpearme levemente ya que no tenía espacio para tomar impulso y hacerlo más fuerte.
  – ¡Esto es lo qué me provoca!... Darte duro, desgraciado –decía iracunda mientras me golpeaba.
  Con mi mano derecha, que era con la única que tenía facilidad de movimiento, en dos oportunidades le inmovilicé el paraguas para que su punta no fuese a perforarme un ojo e, igualmente, pudiese escuchar mis razones. Mientras lo sostenía, balbuceaba nervioso: “Porqué mí amor, si yo te quiero mucho… ¡Te amo!... No hagas eso mí amor. Te quiero mucho”. No obstante ella no entendía nada. Estaba tan fúrica, que creo que ni se dio cuenta de que le estaba hablando. Sólo buscaba desahogarse. Hacia lo imposible para liberar su furia. Me puyaba y daba bastonazos cortos. Pese a ello, su cara y sus ojos no denotaban odio. Seguía bella, pura y hermosa.
  –Pero mi amor… Mi amor, yo te amo mucho… –seguía diciendo entre dichoso y nervioso mientras recibía mi paliza.
  –Eso a mí no me interesa –al fin expresó mientras seguía bastoneándome con el paraguas.
  Mientras todo sucedía, por detrás de mi auto, entre el poco espacio que tenía libre, se coló el Swit Chevrlotet verde oscuro que solía estacionarse donde está ahora el jeep Cherokee. Del vehículo se bajaron el viejo y su esposa, quienes, cuando todavía vivía allá, siempre que nos cruzábamos me saludaban con mucho afecto y respeto.
  En ese preciso instante, extenuada y en vista de que no podía hacerme el suficiente daño que quería a través de la ventanilla, Carolina comenzó a golpear con fuerza el techo del auto. Mientras lo hacía, y con los ancianos de espectadores, gritaba:
  –Lo que no te perdono es lo de Luis David… ¿Cómo se te ocurre?... Me ofendiste mucho… Me llamaste puta… –recriminaba mientras seguía golpeando con el paraguas el techo.
  – ¡Está bien!… Está bien… ¡Perdóname!... Al menos déjame ver al niño –supliqué con dolor.
  –Eso lo decidirán en el tribunal –gritó.
  Como siquiera me escuchaba y seguía enloquecida golpeando el techo y luego el capó, adelanté un poco ya que tenía el motor enmarca, con la intención de irme. Al percatarse de ese mínimo movimiento, ella, paraguas totalmente destrozado en manos, se retiró hacia la camioneta. Con la vista fija en sus movimientos, esperé otros instantes. Luego decidí marcharme, dejar las cosas hasta ahí y evitar que se enfureciese aún más.
  Fue reconfortante verla. Estaba tan bella que ni la furia pudo opacar su hermosura. Presentí que aún me ama. Pero que por su orgullo y carácter nunca perdonará mis ofensas y dudas.
  Pero esa la felicidad, la dicha que me causó verla, duró poco y mis esperanzas se fueron con ellas.
  Apenas salí del edificio mi alucinante mente volvió a torturarme: “¿Si toda esa escena de mujer indignada fue sólo un teatro para evitar que anotase la matrícula del jeep?”, pensé. Y seguí alucinado: “De seguro que cuando llegó presintió que esas eran mis intenciones. Por eso el teatro. Para proteger a su amante. Ahora estarán almorzando juntos. Él estará sentado en el puesto que me correspondía en la mesa, y riéndose de lo lindo de la paraguada que me dio. Y después, para celebrarlo, se encerrarán en el cuarto para hacer amor”.
  ¡Maldita mente la mía! ¿Por qué, mi Dios, no me llevas de una vez por todas hacia la locura más absoluta y me liberas de la tortura del pensamiento?... Dicen que los locos no piensan. ¡Qué felices ellos!... ¡Qué afortunados son!

MAÑANA:                                                                   
  Saqué los binoculares y apunté hacia la terraza del pent house en la esperanza de penetrar con ellos a través de los ventanales ligeramente ahumados.

lunes, 22 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 2)

 Mientras pensaba y descartaba posibilidades, daba vueltas y vueltas alrededor del ambulatorio. La distancia para dar un giro completo y volver a pasar frente a la instalación, es relativamente corta y como había poco tráfico en la zona, la hacía rápido.
  El auto parecía gobernarse sólo. Yo estaba en otra dimensión. En los parajes de la oscura incertidumbre.
  Tantos pensamientos lacerantes estaban a punto de acabar con mi cordura. Pensaba en tantas, pero en tantas posibles situaciones, que sentía que el corazón se me desangraba por dentro. Los veía, como si los tuviese frente a mí, cuando entrecruzaban un brindis. Luego, cuando se prodigaban furtivos besos y delicadas caricias. Eso me mortificaba, pero más aún no poder ver el rostro del supuesto amante. No le veía nada. Siquiera mi imaginación me lo permitía. Su cara estaba tapada con una fina capucha de hule blanco, similar a la piel, que se le adhería perfectamente al rostro pero no dejaba ver sus facciones. No le distinguía nada. Ni pelo, ni ojos, nariz o si tenía o no bigotes. Poseía una forma ambigua pero humana. En mi imaginación sólo intuía su elegancia y donjuanería. A veces, borrosamente veía sus manos mientras se deslizaban sobre la falda de Carolina, a la altura de las piernas. Ella, satisfecha, lo permitía. Eso me ponía a punto de un ataque de pánico. Al rato comenzaba a vislumbrar las voluptuosas miradas que se prodigaban, las del preámbulo y, después, ya fuera del restaurante, a ambos desnudos en una cama, dedicados al placer, al sexo apasionado como sólo saben derrochar los amantes que no conocen límites, tal como lo hacíamos los dos, y cuya única frontera es la piel, el deseo ardiente y fundirse en un solo cuerpo en el placer más infinito… Todo, todo eso estaba en mi mente mientras como borrico daba vueltas y más vueltas en los alrededores del ambulatorio.
  Al terminar una de ella, distinguí un lugar para estacionarme. Me orillé a la acera y paré al lado de un camión. Era el sitio perfecto. De allí podía ver todo. Al frente, la entrada del ambulatorio y por el espejo retrovisor los autos que daban vuelta en la esquina para acceder a esa vía. Todos los ángulos estaban cubiertos. Y, si mis sospechas eran correctas, si Carolina iba para allá debería, obligatoriamente, cruzar por la esquina que veía por el retrovisor. Era el único camino para llegar al ambulatorio y si iba a recoger a su supuesto amante, yo la tendría en la mira.
  Al volante del auto y con el motor encendido, fumaba más que penado a punto de patíbulo. Esperaba y pensaba. Eran las 11:35 a.m. Muy temprano. No era hora para salir a almorzar. Me prepuse esperar y quedar al acecho hasta las 12:13 minutos. Decidí hasta esa hora específica, porque el 13 es mi número de buena suerte.
  Estaba tan decidido de terminar de una vez por todas con la angustia que me oprimía, que estuve tentado de entrar al ambulatorio. Mi cerebro ya había concebido un plan: mostraría mis credenciales de periodista y utilizaría cualquier pretexto. Que el diario La mañana me había enviado para hacer un reportaje sobre la efectividad y funcionamiento de esos centros y, grabador en mano, entrevistaría a todo el personal médico en cada una de sus especialidades. De esa forma conocería los nombres de toda la plantilla masculina y fotografiaría sus rostros en mi memoria. Sabía que me las ingeniaría, que haría lo que fuese necesario, con tal de estar en su interior y averiguar lo que pudiese. Ver cómo eran los médicos. Si había entre ellos uno joven y apuesto. Y, si lo había, seguramente ese era el fulano que se estaba follando a mi mujer. Porqué todavía es mi mujer. No nos hemos divorciado. Apenas está comenzando todo.
  Al principio la idea me pareció excelente, pero no me atreví. Estaba muy ansioso y me hubiesen tildado de desvariado. Aunque fenomenal, de primera, descarté la idea. No era el momento y mis condiciones anímicas tampoco las más adecuadas para que mi ‘camuflaje’ fuese creíble. Sólo esperaría a que Carolina cruzase por la esquina con su camioneta.
  Pasaron varias del mismo color y modelo. Mi corazón saltaba cada vez que avistaba una, aunque no fuese la de ella. Chequeaba. Cuando la matrícula no correspondía, como tampoco los conductores, dejaba escapar un suspiro de alivio. Además, ninguna se detuvo frente al ambulatorio. Mientras esperaba, fumaba y fumaba y por momentos ya no pensaba. Sólo estaba al acecho, como fiera herida, y con todos los sentidos puestos en la dichosa camioneta. Estaba paranoico. Fue un día de total y enfermiza paranoia. Apenas estuve por esos lados cerca de media hora y con cada segundo que pasaba me enfermaba más y envejecía un par de meses.
 Pronto, el espiral diabólico de la mente repetía la dosis letal y pensamiento tras pensamiento invadían con fuerza destructora mi ser. Un cigarrillo tras otro y chequeos epilépticos del retrovisor para poder ver “la aparición” que le diera sentido a aquella locura.
  El parlante de un auto de la Policía de Chacao me sacó del infernal tormento.
 –A todos los conductores que están parados en la línea amarilla, circulen o serán inmediatamente multados y remolcados –conminaba amenazante uno de los funcionarios por el altavoz.
  Yo era uno de ellos, y como tenía el motor encendido, fui el primero en moverme. Pensaba irme y dejar todo de esa manera, no obstante di otra vuelta. La del ‘por si acaso’ y por la ‘infalible’ ley de casualidad. Por supuesto, nada.
  Decepcionado y prometiéndome que no me daría por vencido, que volvería, decidí abandonar el acecho y regresar a la montaña. No pude quedarme cerca del ambulatorio hasta las 12:13 p.m. como me había prometido por culpa de los policías de tránsito. Abortadas mis esperanzas, me dije: “Iré a la cabaña y me prepararé un buen plato de pasta y, en la tarde, veré qué hago”. Pero mis intenciones se torcieron en el camino cuando la alarma del celular comenzó a sonar alertándome que eran las 12:30 p.m. Y, como aún era temprano y estaba en una vía cercana, decidí dar una vuelta frente a la casa de los padres de Carolina con la esperanza de ver su camioneta aparcada en el garaje. Aunque no tuve ningún presentimiento, me cobijó la idea de que, probablemente, podría haber ido allá, a almorzar con sus progenitores.
  Nada. Sólo vi al gendarme que cuida la casa. Creo que él también me vio pese a que puse el tapasol de la izquierda ocultando gran parte de mi rostro. En la parte de afuera de la casa estaba aparcado un auto viejo con varias personas dentro, aparentemente trabajadores.

MAÑANA:                                                                               
  Pronto la vi regresar con un paraguas plástico color lila y comenzó, a través de la ventanilla que tenía abierta, a golpearme levemente ya que no tenía espacio para tomar impulso y hacerlo más fuerte.
  – ¡Esto es lo qué me provoca!... Darte duro, desgraciado –decía iracunda mientras me golpeaba.

domingo, 21 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 1)


UNA LUZ EN LAS TINIEBLAS

  Son las tres y cuarenta y cinco de la tarde. Salto el día de ayer porque fue el más perturbador de mis cuarenta días en la montaña, los cuales cumplo hoy.
  Aunque me había prometido no volverlo a hacer, casi enseguida después de despertar mi estúpida paranoia me indujo a otro pequeño recorrido. Si hubiese sabido de antemano lo que iba a ocurrir, me habría quedado tranquilo, aunque desesperado, en la cabaña. Pero, para aderezo de mi tormento, no fue así.
  Debido a mi obsesión con el asunto del rústico, como a las diez y media enfilé el auto rumbo a casa de Rosalía. Estaba ahí, como siempre, sin signos de que alguien hubiese movido una sola de sus ruedas. En el camino de regreso una mortal vorágine de pensamientos negativos comenzaron a hacer ebullición en mi cerebro. ¿Quién será?… ¿Quién me la robó? ¿Quién es el ladrón de mi amor? Lo del rústico es pura fantasía, pero de todas formas debe haber otro, me decía. ¿Quién será? ¿Cómo es su cara?... ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica? ¿Será uno de los entrenadores de spinning? ¿Luis David?... ¡No!… Luis David no, ya mi intuición lo descartó. Pero de que hay otro, lo hay. Estoy tan seguro como de que algún día voy a morir. Pero, ¿quién coño de la madre será?... ¡Ah!, me indica un chispazo de cordura. Debe ser el médico. Un médico del ambulatorio de Bello Campo, centro asistencial cuyo número, junto a otros nueves, saqué y copié de las llamadas “entrantes” y “salientes” del celular de Carolina durante los últimos ocho o diez días que permanecí en casa.
  En ese entonces las cosas ya estaban malas y dormíamos en cuartos separados. En las noches, mientras ella estaba profunda, me levantaba a hurtadillas y con papel y lápiz en mano me ponía a espiar en su celular. Sólo conseguí nueve. Los fatídicos nueve números, de los cuales durante el día me imponía la tarea de averiguar, corroborar a quién o a quiénes pertenecían. Por supuesto que, a fin de no ponerme en evidencia, hacía las llamadas indagatorias desde teléfonos públicos, todos diferentes y, en muchos casos, fingía la voz, a fin de que si el número al que estaba llamando pertenecía a alguien que me conocía, éste no fuese a reconocerme. Todo un trabajo investigativo que sólo produjo estúpidos y tormentosos resultados.
  Aunque desde el momento en que se me ocurrió la “fabulosa” idea de hurgar en su celular seguí haciéndolo durante casi todas las noches que duré en la casa, excepto los primeros nueve números entrantes y los nueve saliente, no pude sacar ni uno más. Carolina es muy astuta. Creo que se dio cuenta y llamada que hacía o recibía, después de hablar las borraba. Eliminaba todo vestigio ellas. ¡Las quitaba de la memoria y archivo del teléfono!
  Que tuviese el número telefónico de un centro clínico popular me puso suspicaz. ¿Qué hacía con ese número? Y, lo peor, ella fue quien realizó esa llamada. Y no fue ninguna llamada equivocada porque duró muchos minutos. ¿Y qué hacía Carolina, toda una dama popof, acostumbrada a la atención de las mejores clínica de la ciudad, llamando a un ambulatorio popular dedicado a la atención de personas de bajos recursos?... ¿Por qué?... ¡Será su amante un joven médico que trabaja allí?
  Con esa idea fija en la mente y temblando de angustia me trasladé hacia allá. Pasé varias veces frente a la entrada principal del ambulatorio. Realmente no sabía qué estaba buscando O, mejor dicho, sí lo sabía: una pista. Una pista que me entrelazara con las llamadas y el supuesto médico amante de Carolina. Y esa pista me conduciría a otra. Verla a ella entrar al sitio o ubicar su camioneta estacionada en los alrededores.
  Mi mente parecía un volcán a punto de erupción. Me decía: “Hoy es viernes. Seguramente vendrá a buscarlo para salir a almorzar juntos, tal como lo hacía conmigo”. Y en el mismo espiral de sospechas, dudas y conjeturas seguía: “Pero, ¿a dónde irán? ¿A qué restaurante? En alguno de Las Mercedes, no. Descartado. Esa zona es frecuentada por muchos de mis amigos y se pondría al descubierto. Seguramente se irán a un sitio lejos de las miradas curiosas o de mis posibles amigos”.
  Carolina es experta en eso, en subterfugios. Cuando estábamos de amantes, a fin de que sus padres y familiares no se enterasen de lo nuestro, conseguía cada huequito, cada refugio, que yo, que conozco muy bien la ciudad y sus lugares de moda o ‘reservados’, siquiera imaginaba que existían. De pronto llegó a mi turbulenta mente una visión: “¡Tarzilandia! Ese restaurante es perfecto para amantes furtivos… ¡No!... Mucho mejor sería La cacerola, en El Placer, donde yo había husmeado en días pasados. Sí, ese es el lugar ideal”.

MAÑANA:                                                                     
  A veces, borrosamente veía sus manos mientras se deslizaban sobre la falda de Carolina, a la altura de las piernas. Ella, satisfecha, lo permitía. Eso me ponía a punto de un ataque de pánico.