domingo, 8 de julio de 2012

LA ESTRELLA PERDIDA - Quinta entrega

   


  
    A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de esta novela que forma parte de la trilogía de El Papiro, cuyo primer libro terminé de editar el pasado miércoles 8 de junio, pero si no lo ha leído y desea hacerlo, lo encontrará en su totalidad en el archivo del blog. La estrella perdida consta de 267 página word divididas en treinta y tres capítulos, por lo que la semana final publicaré los tres últimos. Al terminar La estrella perdida y a fin de concluir con la trilogía, editaré bajo el mismo procedimiento La ventana de agua, la tercera novela de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.



Sinopsis

   Un grupo de arqueólogos pertenecientes a la Cofradía del Omne Verum, reconocidos estudioso de los papiros de Getsemaní y de Jerusalén, descubren el misterio de la Vera Cruz, la cruz de la crucifixión de Cristo, que se hallaba perdida desde su muerte. Los escritos revelan que los esenios, hermandad de la cual formaba parte Jesucristo, la habían escondido en la cima del Kukenán, el llamado Tepuy de los Muertos, en La Gran Sabana, al sur de Venezuela. La Santa Sede, apoyada por los Dei Pax, un grupo gangsteril al servicio de la Iglesia, busca apoderase de ella, pero se topa con otro gran secreto: la aparición en la Tierra de los Nion, una especie de niños ángeles, quienes nacen asexuados. El doctor Aristócrates Filardo, un psiconeurólogo español de fama mundial, advierte que los Nion o Elegidos de Dios, tienen un par cromosómico muy diferente al de los humanos y que en una de sus células se observa una microscópica cruz brillante. Entre tanto, en una cueva subacuática de Las Cascadas del Ouzoud, en Marruecos, otro arqueólogo de la Cofradía del Omne Verum halla el enigmático Cuarzo de María Magdalena. En sus aristas la piedra tiene grabada una extraña inscripción con los códigos de la alineación del Triángulo Divino, el de la Santísima Trinidad, donde se revelarán nuevas e impresionantes profecías para la humanidad.
   Intrigas, muertes y confabulaciones se apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece la alineación del Triángulo Divino.






Caps. 21 al 25.


21

   Después de encontrarse con las dos mujeres, Filardo y Delamadrid desviaron la ruta. Ya no caminaban hacia Palazzo Massimo sino rumbo a la Basílica Santa María degli Angeli e dei Martiri, una imponente edificación religiosa enmarcada en uno de los ábsides abovedados de las Termas de Diocleciano, situada en Piazza della Repubblica.

Mientras caminaban Filardo le manifestó al arqueólogo que no confiaba en ninguna de las dos mujeres, especialmente en la Bertuccelli. Que les parecían falsas y que muchos de los honores que le confirieron por sus supuestos “logros” profesionales fueron obtenidos de forma fraudulenta, robando información a incautos colegas con quienes pasaban gratas noches de orgías y placer.

La Basílica hacia donde se dirigían fue el último grandioso proyecto emprendido por la genialidad arquitectónica de Miguel Ángel Buonarrotti antes de morir. Al iniciarlo tenía 86 años y, por supuesto, no pudo concluirlo, pero dejó marcado para la posteridad un monumento lleno de historia, fe, arte y ciencia.

Santa Maria degli Angeli e dei Martiri fue fundada en 1561 por requerimiento expreso de Antonio Lo Duca, un sacerdote siciliano dedicado a la adoración de los ángeles, a quienes consagró toda su vida hasta la hora de su muerte, acaecida el 30 de febrero de 1564, apenas doce días después de la muerte de Miguel Ángel.

La idea de Lo Duca había sido construir la iglesia en honor a los ángeles en las Termas de Diocleciano, aunque a través del tiempo casi todos los lineamientos de Miguel Ángel fueron corrompidos por manos que no tenían los toques mágicos de su genio arquitectónico. También se dedicó a los mártires porque en la construcción de las Termas se utilizó el trabajo y la sangre de esclavos cristianos.

− ¿Qué hora es? −interrogó intranquilo Filardo.

−Siete y diez, ¿por qué? −repondió Delamadrid luego de examinar su reloj pulsera.

−Aunque todavía es muy temprano tenemos que apresurarnos… Deben estar esperándonos y si no me ven comenzarán a intraquilizarse, al menos los más chicos −contestó el viejo científico apurando el paso.

−Espera un momento Aristócrates −expresó el arqueólogo deteniéndose−. ¿Hay algo qué deba saber y no me has dicho? −preguntó.

− ¡Oh, qué descuido!… Disculpa, amigo. Creí que te lo había dicho, pero veo que no lo hice… Que lo pasé por alto… ¡Ah, esta cabeza mía! −se disculpó dándose con la palma de la mano en la frente–. Sabes que Divor Klaus está en Venezuela, ¿verdad?

−Sí, en el Kukenán…

−Ciertamente es así. Y también sabes qué fue a buscar.

− ¡Claro, La Vera Cruz! Me ofrecí acompañarlo pero no quiso…

−No es que no quiso. Debía ir solo… Las escrituras que halló envueltas con la otra parte de la Lanza Sagrada así lo indicaban.

−Eso si no me lo dijo −manifestó pensativo Delamadrid.

−No podía decírtelo… Todo era muy complicado… Yo mismo le dije que partiese sin decir nada a nadie… Que se fuese…

−Cómo qué nada a nadie… ¿Yo soy parte de la Cofradía o no?

−Por supuesto que lo eres y una parte muy importante… Pero sigamos caminando −expresó tomándolo del brazo.

− ¿Entonces por qué tanto secreto?

−Ningún secreto, amigo mío. Sólo faltaban saberlo tú y el profesor Gagliardi. A ti te lo estoy diciendo ahora, y al escurridizo Gagliardi no lo consigo por ninguna parte.

− ¿Por qué esperaste tanto en decirme lo que vas a decirme?... Podías habérmelo dicho antes, ¿o no? −refunfuñó ligeramente molesto, pero con mucho respeto a la amistad que los unía y a la autoridad del científico.

−Sí lo hice, gruñón amigo. Pero primero deberías mandar a arreglar el teléfono de tú casa y llevar siempre contigo el aparatito por el que te acabo de localizar –reprendió cariñosamente Filardo dándole unas palmaditas en el hombro.

−Oh, disculpa… Tienes toda la razón.

−Tú siempre tan distraído… No cambias. Desde que te conozco eres así. Te encierras en tus documentos y te olvidas del mundo… De todo. Y, te diré, haces bien… Yo hago lo mismo gústele a quien le guste −manifestó con una complaciente sonrisita en su rostro.

−Es la única forma de tener un poco de paz –admitió Delamadrid–. De otra manera siempre te están molestando, distrayendo… Por eso me fui de España. No tenía paz… No adelantaba nada en mis investigaciones.

−Lo sé amigo… Me pasa lo mismo… En ese aspecto somos casi idénticos… Por eso me gustas y te aprecio.

−Lo mismo digo… Lo mismo digo…

−Bueno, volvamos a lo que estábamos −propuso mientras con sumo cuidado cruzaban una de las locas calles romanas que algunos conductores utilizan como pistas de carrera−. Te explico, cuando Divor Klaus me notificó del descubrimiento del Monte Tabor, enseguida se hicieron las conexiones aéreas hacia Venezuela. Fue cuando nos dimos cuenta que tenía que partir de inmediato. De otra forma no lograría llegar a tiempo al Kukenán. Así lo hizo. Cuando se despidió le prometí que me encargaría de comunicárselo a todos ustedes. ¿Vas entendiendo? −preguntó.

− ¡Claro!... Prosiga usted doctor.

−Entre los papiros que recubrían el pedazo faltante de la punta de la Lanza Sagrada, los cuales según Divor Klaus fueron escritos por los esenios, se explicaba en forma clara que La Vera Cruz, si realmente está en el Kukenán, donde fue a buscarla nuestro amigo, se materializará el Domingo de Resurrección, exactamente a las tres de la tarde, la misma hora en que expiró Jesús en la cruz. O sea hoy. A las tres, hora de Venezuela y nueve y media, de aquí, en Roma.

−Eso no lo sabía −interrumpió Delamadrid totalmente asombrado y deleitándose profesionalmente con cada una de las palabras que decía su sabio amigo.

−Y hay más. Debemos esperar ese momento en la Basílica de Santa María degli Angeli e dei Martiri, lugar donde se refugian muchos Nion, muchos Elegidos de Dios…

−Tampoco tenía conocimiento de eso… Usted me habló de los Nion, pero no me dijo donde se encontraban.

−El único que lo sabía era yo, amigo mío. Después del hallazgo del Tabor, se lo dije a Divor Klaus… A más nadie.

− ¿Y por qué a los demás no?

−No fue mi elección, fue de los mismos Elegidos… Ellos me pidieron mantenerlo en secreto hasta ahora…

−No es que sea falta de confianza, pero por qué a Divor sí y a mí no −preguntó con cierto celo profesional ya que ambos eran antropólogos y arqueólogos.

–Porqué los pergaminos del Tabor explícitamente señalaban que para lograr la alineación de la otra punta del Triángulo Divino los ángeles deben despertar a los mártires que están en las Termas de Diocleciano, y donde estaban anteriormente parte de las Termas ahora está Santa Maria degli Angeli e dei Martiri, adonde nos estamos dirigiendo ahora… ¿comprendes?

−Algo, pero no todo… Por lo visto yo soy una autoridad arqueológica y no sabía nada de esto.

−No se apene profesor. Nadie lo sabía… Nadie, absolutamente nadie hasta el miércoles después del Domingo de Ramos, que fue cuando Divor Klaus descifró todo… O sea, hace apenas días.

− ¿Y qué es eso de la otra punta del Triángulo Divino?... Me siento estúpido. Yo a mi edad haciendo este tipo de preguntas cuando debería ser yo quien tuviese todas las respuestas −se quejó abatido, como si alguien le hubiese quitado de las manos un gran pedazo de torta.

−Tampoco yo lo sabía. Me enteré ese mismo día. El Triángulo Divino consiste, querido profesor, en las líneas imaginarias que forman tres puntos: Kukenán-Santa María degli Angeli-Tabor, los cuales vuelven a cerrarse otra vez, en su base, en el Kukenán. ¡Ese es El Triángulo Divino!... Pero hay un problema… No he podido comunicarme con José Pedro… Si encontraron el Cuarzo de María Magdalena es necesario que sepa que deben alinearlo allá, en Marruecos, en correspondencia a las tres de la tarde, hora de Venezuela… Espero que él o Simón me llamen, sino todo habrá sido en vano −expresó angustiado el científico.

Mientras caminaba Filardo hurgaba en el interior de los bolsillos de su chaqueta para cerciorarse si tenía consigo el celular y no lo había perdido durante la refriega de Piazza Barberini.

−Seguramente se comunicarán. ¿No hay otra forma de decirles lo qué deben hacer?… Qué tienen que alinear el cuarzo a esa hora –preguntó Delamadrid todavía sin comprender mucho del asunto.

−Que yo sepa no... Espero que José Pedro no se haya quedado dormido o ido por allí con alguna mujerzuela.

−Por favor, doctor. El muchacho es todo un profesional.

−Lo sé, pero también un incorregible Don Juan… Por cierto, ¿qué hora es?

−Siete y media, doctor.

−Debemos darnos prisa… Santa María está en la próxima calle.

−Perdóname Aristócrates, pero en los últimos minutos me he sentido como un tonto. Podrías decirme ¿por qué es tan necesaria esa alineación?…

− ¡Para el milagro, hombre!… Para el milagro…

− ¿Cuál milagro?

− ¡El de la revelación de La Vera Cruz!



22

   Pellegrino y el cardenal Ribera seguían enfrascados en sus conversaciones. Algunas eran ambiguas, otras sobre temas netamente religiosos e inherentes a la Iglesia, pero por nada volvieron a tocar el asunto de los Nion, los secretos de la Iglesia, La Lanza Sagrada o el Tabor. Parecía no importarles en lo absoluto. Cuando los abordaron fue netamente para bajar la presión que les producía la larga espera y el no saber nada de la suerte corrida por José Pedro y sus acompañantes y, sobre todo, por conocer qué había ido a buscar a Marruecos y si lo halló.

A esa inquietud ahora se le sumaba otra: los resultados de la operación que los Dei Pax habían realizado para despojar de una “documentación valiosa”, de la que tampoco tenían certeza de qué se trataba, al doctor Aristócrates Filardo.

La tensión que recaía sobre los hombros de Pellegrino era todavía mayor que la del cardenal Ribera, por ser el responsable directo ante la Santa Sede de todo lo que estaba sucediendo. Él era el motor, el líder de toda una antigua organización vaticana dedicada al espionaje y contraespionaje sobre asuntos relativos, más que nada, a la Iglesia Católica, aunque a veces también era utilizada en actividades políticas, económicas y otra índole, dentro y fuera de Italia.

La organización de inteligencia estaba camuflada bajo el nombre UFFICIO PER LE RELAZIONI SOCIALI E AIUTO PER I DISASTRATI DEL MONDO, que funcionaba en el edificio de Via Veneto donde se realizó la reunión con los arqueólogos y científicos. La oficina donde se encontraban reunidos Pellegrino y el cardenal Ribera era la Dirección General de la SSV, Servicios Secretos Vaticanos, nombre real de la organización secreta. Aunque trabajaban las veinticuatro horas del día en tres turnos de ocho horas, ese día había poca actividad en los pasillos por ser Domingo de Resurrección.

Normalmente, y por estrictas cuestiones de seguridad, todas las labores se realizaban a puerta cerrada y las oficinas y diferentes departamentos se comunicaban entre si a través de portezuelas secretas, especie de trampas, que tenían camufladas, en la mayoría de los casos, con grandes copias de cuadros o tapices con motivos religiosos.

− ¿Qué hora es?... ¿Por qué no llaman esos imbéciles? −explotó Pellegrino tratándose de halar unos pelos inexistentes en su cabeza.

−Quince minutos para las ocho −respondió obediente el cardenal Ribera.

−Debería estar ya aquí –dijo el monseñor.

− ¿Quién?... ¿A quién espera con tanta ansiedad, si se puede saber?

El cardenal Ribera no había terminado de hacer la pregunta cuando se escuchó el timbre de la puerta de entrada de la oficina, cuyo singular sonido reproducía la melodía del Ave María.

− ¡Al fin!... Debe ser él −exclamó Pellegrino dejando exhalar bastante aire de sus pulmones−. De todas maneras veré a través del monitor antes de abrir la puerta −manifestó dirigiéndose hacia un lado del escritorio.

Empotrado en una fina armazón de madera había una pequeña pantalla de TV. Vio a través de ella y accionó un botón para que la pesada puerta de caoba se abriese automáticamente.

−Ya era hora… Dijiste que el avión aterrizaría en Roma al mediodía y mira la hora que es −recriminó Pellegrino en forma suave.

−Tuvimos un retraso de dos horas y media… Creí que ese avión nunca partiría… Usted sabe cómo son las cosas en esos países −se excusó el recién llegado, quien era nada más y nada menos que Pier Francesco Gagliardi, el quinto miembro de La Cofradía del Omne verum.

– ¿Era la persona qué ansiosamente esperabas? −preguntó con premeditada indiscreción el cardenal Ribera al ver al pequeño y regordete hombre de gafas y cara rojiza que acaba de entrar.

−Te presento al cardenal Ribera. Un viejo amigo y hombre de confianza de esta casa −participó el monseñor.

El recién llegado estaba extrañado por la presencia de una tercera persona en aquella oficina.

−Acordamos que esto quedaría entre usted y yo −contestó sorprendido Gagliardi haciendo una reverencia al cardenal Ribera a fin de dar por cumplida la presentación.

−Él es de fiar…

−Pero su excelencia me prometió que…

−Nada de excelencia y nada de promesas Gagliardi… Vamos directo al grano porque he esperado mucho y estoy a punto de perder la paciencia… Ya te dije que es de confiar −sentenció alterado y frunciendo su larga y curva nariz aguileña.

−Bien… No se irrite que le puede dar un infarto −lo tranquilizó el regordete arqueólogo, a quien la inesperada humillación le puso la cara más roja que un tomate.

−Infarto me va a dar si no comienza a hablar profesor.

− ¡Tranquilo!… ¡Tranquilo!... −exclamó para aplacar al furibundo Pellegrino−. Bueno, le diré que la operación fue todo un éxito. Pulcra, propia de profesionales…

−Al grano Gagliardi, al grano… ¿Pulcra y destrozaron todo el laboratorio?… ¡Por favor!... Dígame lo que vino a decirme antes de que me ponga a gritar.

El cardenal Ribera fue a sentarse en el acolchado sillón donde estuvo momentos antes. Permanecía callado. La conversación tenía visos de ponerse interesante. “Éste viejo imbécil debe ser el súper espía en que tanto confiaba Pellegrino. Dan lástima los dos”, especulaba en sus adentros sin quitarles los ojos de encima.

–Llegamos a la Universidad de Caracas sin problemas. Con mucha amabilidad nos indicaron donde quedaba el laboratorio de José Pedro. Les dije a los otros que se adelantarán y que cuando…

− ¿Supongo que trajiste contigo el papiro? −lo interrumpió abruptamente al ver que tenía todas las intenciones de alargar el cuento.

−No… No pudimos encontrarlo… −contestó levantando las manos y haciendo un impertinente movimiento de cabeza.

− ¿Entonces qué traes?... ¿De qué sirvió ese largo viaje? −preguntó Pellegrino a punto de salirse de sus casillas.

−Bueno, lo que le dije por teléfono. Que se había ido a Marruecos, a Las Cascadas del Ouzoud y…

Gagliardi se contuvo. Temió que lo que iba a decir volvería a enfurecer al prelado.

− ¿Y?... −interrogó Pellegrino levantando las dos manos y haciéndole señas de proseguir.

El hombre que había traicionado la confianza de sus amigos y a la hermética Cofradía del Omne verum, no por dinero, siquiera por honores, sino por un gran sentimiento de envida hacia sus colegas, muy especialmente hacia José Pedro, calló. No sabía si lo que estuvo a punto de decir agradaría al irascible monseñor o, por el contrario, lo pondría aún más de mal humor. El detalle que pensaba revelar él mismo lo había calificado de insustancial y bastante infantil. No obstante, ante la impaciente espera de una respuesta por parte del clérigo y para dejar como a un tonto a su oponente profesional, decidió soltar la boca, aunque Pellegrino fuese a enfurecer.

−Otro del grupo… Un impertinente aprendiz de arqueólogo llamado Divor Klaus Ranieri, se subió a un avión y salió corriendo a Venezuela, al Kukenán, a buscar La Vera Cruz −manifestó con burlona risita.

− ¿La Vera Cruz? −interrogó fuera de sí monseñor Pellegrino.

− ¿La Cruz de la Crucifixión? −repreguntó el cardenal Ribera levantándose inquieto de donde estaba sentado.

− ¡Si!… Si… −contestó titubeando y con temor impreso en su rostro el regordete y traicionero espía.

− ¿Cómo estás tan seguro? −indagó el monseñor.

−Bueno… No es que esté muy seguro, pero entre las notas que encontramos en el laboratorio de José Pedro había un papel donde tenía anotadas unas coordenadas y a su lado el dibujo de una montaña que decía “Divor Klaus-Kukenán (Venezuela)” y en su centro, marcada con una equis en tinta negra, “Vera Cruz”. Como soy arqueólogo y también hago esa especie de mapas y pongo señales, deduje que había ido hasta allá a perseguir una infatilada −concluyó sin desatar la burlona expresión de su rostro. Parecía disfrutar de su traición.

−Porqué no lo dijiste antes, hombre de Dios… Ese descubrimiento…

El resonar del celular del cardenal Ribera interrumpió las últimas palabras del recio monseñor.

Momentos de sereno silencio. Los ojos de Pellegrino y Gagliardi instintivamente se dirigieron hacia la humanidad del cardenal.

− ¡Les dije que no se excedieran!... Era una orden y no la cumplieron −gritó descompensado el cardenal a través del auricular.

Fue tanta la ira y el estado de excitación que reflejaba, que Pellegrino despidió al achaparrado arqueólogo.

−Anda con Dios… Te llamaré pronto −le prometió mientras le abría la puerta del despacho a fin de que saliese.

−Son unos inútiles asesinos −escupió iracundo Ribera a la persona que estaba al otro lado de la línea.

Después que Gagliardi salió, Pellegrino cerró la puerta de un manotón, como si la presencia de aquel ser que acababa de salir le causase repulsión, y regresó al centro de la oficina.

− ¿Qué pasó?... ¿Qué te tiene en ese estado? −indagó con cara de aspaviento.

Por respuesta obtuvo las espaldas del cardenal, quien se volteó a fin de no responderle.

− ¿Al menos tienen el encargo?... ¿Mi sobrino está bien?... −preguntó Ribera, pero como respuesta sólo escuchó una ráfaga de ametralladora.

Después silencio, sólo silencio. Siguió por un rato con el aparato adherido a la oreja, pero nada. Todavía de espaldas a Pellegrino remarcó automáticamente varias veces el número que quedó grabado en su celular, pero la línea sonaba ocupada.

− ¿Qué pasó? −interrogó el monseñor situándose frente a él.

− ¡Qué esos desgraciados hicieron una carnicería!



23

   Ninguno de los tres pasajeros de la Hummer herida de muerte salían del interior del malogrado vehículo. Dark corrió a guarecerse en otro lugar al verse asediado por el helicóptero. Antes acabó con la última camioneta negra y sus milicianos mientras husmeaban en los alrededores del rústico volcado. Fueron los disparos que escuchó el cardenal Ribera a través del teléfono cuando uno de los Pax, creyéndolos a todos muertos, lo llamó para emitir el parte de guerra. Fue lo último que dijo.

Ahora sólo restaba el helicóptero, pero no sería tarea fácil. Les quedaban pocas municiones y debía racionarlas. Cuando se arrojó de la camioneta se metió en los bolsillos apenas dos granadas fragmentarias y las de señales. En aquel momento no contaba con la presencia del Súper Puma y la tropa asesina que lo tripulaba.

Dark buscó acercarse a la Hummer. Sabía que era un intento suicida, pero si seguían con vida tenía que auxiliarlos. Trató en dos oportunidades, pero las continuas descargas provenientes del aire se lo impidieron. Entendió que no era el momento. Se quedó quieto, agazapado tras unas rocas y paciente esperó un error de sus enemigos. No volvió a disparar. Reservó las municiones para cuando fuese el instante preciso, si es que se presentaba. Su instinto de soldado le indicaba silencio y calma. Debía confundir a sus atacantes, hacerles creer que estaba muerto o herido.

Siquiera una paja se movía en el sitio donde se encontraba. Su vestimenta de camuflaje color arenisco estaba integrada a aquel árido paisaje. Todo hacía presumir que en el lugar no había nadie.

Así esperó el regreso del Súper Puma. Sabía que para vengar la muerte de los Pax que quedaron sembrados en el camino se lanzaría sobre su humanidad con todo lo que tenía. Sería su única y última oportunidad, no habría otra. Dark lo sabía. Él o ellos. Sólo un bando saldría vencedor. No había espacio para el empate.

La nave había completado el giro y regresaba hacía él a toda velocidad. Ahora, la vida o la muerte dependían de su valor, paciencia, sangre fría y buena puntería. De lo contrario todo acabaría en un instante.

La muerte tenía alas y surcaba el aire con toda su letal furia. Armados de metralletas y con medio cuerpo fuera del aparato, varios Pax examinaban el terreno. A una señal, el piloto redujo la velocidad y comenzó a avanzar despacio para que pudiesen ubicar la presa.

Dark lo oía aproximar. Siquiera pestañeaba. Como si se tratase de un reptil, esperaba inmóvil y con todos los sentidos alertas.

Cuando presintió que en milésimas de segundos tendría el aparato sobre su cabeza, con agilidad felina se puso boca arriba y desde el suelo disparó parte de la carga.

La panza del pájaro quedó totalmente agujereada y su rotor de cola vuelto añicos. Herido de muerte, comenzó a dar vueltas sin control hasta que chocó contra una pequeña colina y precipitó a tierra con sus endemoniadas aspas destrozando todo lo que encontraba a su paso. La polvareda se disipó pronto. El helicóptero seguía allí, inservible para volar, pero casi intacto. Sólo se advertía un pequeño incendio cerca de la cabina de mandos. El golpe no fue suficiente para destruirlo.

Dark corrió a campo abierto hacia el aparato. A la distancia vio a cuatro de sus tripulantes salir casi a rastras por una de las portezuelas en llamas. Al avistar que iba hacia ellos, de un tirón uno de los Pax zafó la metralleta que llevaba terciada en la espalda y la apuntó hacia él. Cuando estaba a punto de halar el gatillo, el ex veterano de Afganistán accionó la última carga de los 5.56 mm. contra el mercenario, quien quedó lleno de agujeros. Quedó municiones, pero se sentía feliz.

Sorprendidos por la acción, los otros tres Pax recurrieron a todo su armamento y comenzaron a dispararle. Sin pestañear y mientras las balas pasaban como misiles cerca de su cuerpo, Dark tiró al piso la M-249 y sacó del bolsillo una de las granadas fragmentarias. Echó el cuerpo hacia atrás para tomar impulso, tal como si fuese un jugador de tenis preparado para el saque, y la lanzó. Los tres mercenarios volaron por los aires totalmente desmembrados. No tuvieron tiempo de nada. Siquiera un quejido rompió el silencio en la sedienta ladera cuya tierra suplicaba por una gota de agua pero la providencia quiso que fuese regada de sangre.

Dark siguió hacia la boca del helicóptero. Ahí estaban otros Pax muertos y los dos navegantes malheridos, pero aún vivos. En berebere, lengua que conocía muy bien el ex capitán de asalto, le suplicaron ayuda. El veterano guerrero los miró y les dio la espalda con la intención de marcharse colina abajo, donde estaba la Hummer con sus compañeros, a quienes presumía muertos. Apenas había dado un par de pasos, cuando detrás suyo escuchó el ruido de una carrilera de pistola.

− ¡Tomen!... ¡Estos es por mis amigos! −sentenció sin clemencia mientras sobre su hombro lanzaba la última granada.

En un instante la explosión convirtió en infierno y humo al helicóptero. Alerta, pero cabizbajo caminó hacia donde estaba accidentaba la camioneta. Tenía la esperanza de que alguno de ellos siguiese vivo.

Al estar cerca escuchó ruidos dentro del vehículo. Lleno de confianza corrió hacia allá. Al llegar su rostro se iluminó y las fuerzas volvieron como por prodigio divino.

José Pedro y Débora trataban de zafar una pierna de Simón que quedó atorada entre los pedales y un bulto de herramientas que rodó desde abajo de uno de los asientos. El Elegido sangraba profusamente por su hombro izquierdo. Una de las balas de los Pax lo había atravesado. También tenía hematomas en brazos y rostro, pero nada alarmante. Milagrosamente Débora y José Pedro no sufrieron daños graves. Apenas unos rasguños en cara y brazos.

−Déjenme ayudarlos −solictó Dark.

El veterano guerrero se tendió boca abajo en el suelo y se deslizó hacia el interior de la camioneta.

− ¿Qué pasó con los que nos perseguían?... ¿Se fueron? −preguntó con ingenuo temor José Pedro.

−Sí… ¡Todos se fueron al infierno!

− ¿Están muertos? −preguntó Débora con cierta preocupación.

−No hubo alternativa… Tuve que deshacerme de todos −le respondió Dark sin remordimiento−. Eran ellos o nosotros −sentenció mientras sacaba el cuerpo inerte de Simón, quien se había desmayado.

−Me hubiese gustado otra solución −precisó la dulce jovencita mientras lo ayudaba a sacarlo.

− ¿Es la primera vez que pierde el sentido? −preguntó el ex soldado.

−No. También después que volcamos −refirió José Pedro inquieto, como si aquel hombre que había conocido pocas horas antes fuese su amigo de toda la vida.

−Ha perdido mucha sangre y se está debilitando. Tenemos que hacer algo o lo perderemos.

−No te preocupes… Déjamelo a mí. Yo me encargaré. ¿Lo pueden recostar con la espalda apoyada en la camioneta? −pidió Débora sin apremio.

− ¡Claro!… ¿Dónde te parece mejor? −preguntó Dark mientras tomaba el cuerpo del Elegido entre los hombros.

−Allí −solicitó la joven.

Había señalado el paral de las puertas traseras de la camioneta a fin de que la espalda de Simón quedase firme y en posición recta.

Ayudado por José Pedro, quien lo tomó por los pies, lo llevaron al sitio indicado y lo sentaron tal como dijo la muchacha, quien no daba signo de perturbación ante la gravedad de su compañero.

−Ahí está bien... −manifestó con dulzura a los dos hombres.

La joven se arrodilló cerca del herido, levantó las manos al cielo y entre labios se puso a rezar una oración.

Un angelical silencio invadió el agreste paraje donde se encontraban. Momentos antes siquiera soplaba una brizna de viento. De pronto, una suave brisa comenzó a acariciar el rostro de los viajeros. Hierbas y rastrojos cercanos comenzaron a mecerse al paso de aquella inesperada ventisca que parecía susurrar una apacible melodía.

Dark y José Pedro estaban de pie, al lado de la joven, observándola.

Al concluir la oración Débora bajó las manos y las giró con sus palmas al cielo. Estaban repletas de una diminuta escarcha multicolor que relumbraba a los últimos rayos del sol. Las acercó al hombro sangrante de Simón. Puso una a cada lado de las perforaciones dejadas por la bala y cerró sus hermosos ojos color miel. Así los mantuvo por breves instantes, luego los abrió y retiró las manos de la herida. Cuando lo hizo ya no estaba. No había sangre ni perforaciones. Siquiera una diminuta cicatriz. Simón pronto recuperó el conocimiento.

Dark y José Pedro estaban pasmados. Sin embargo ni una palabra, ni una pregunta.

− ¿Terminó todo verdad? −preguntó incorporándose como si nada hubiese sucedido.

− Sí, amigo… Todo terminó… ¡Bienvenido al mundo otra vez! −dijo Dark con evidente satisfacción.

−Debo hacer una llamada… Necesito pronto un teléfono −requirió pausado el fortachón que regresó de la muerte mientras se sacudía rastros de polvo y pajas adheridas a su pantalón.

−Es difícil… De aquí estamos lejos de todas partes −señaló Dark.

− ¿Y tú celular? −preguntó−. Ya lo puedes volver a armar.

−Ya no sirve −manifestó sacando el aparato del bolsillo donde lo había guardado−. Cuando me tiré de la camioneta se volvió trizas… Lo siento −se excusó botando los pedazos hacia unos arbustos cercanos, los cuales ya no se movían como minutos antes.

La brisa se disipó tan rápido como apareció y con ella el susurro celestial.

−Creo que sí puedes hacer la llamada −manifestó Débora−. Cuando estabas desmayado uno de los Pax cayó abaleado mientras hablaba por teléfono… Es posible que el aparato no haya sufrido daños… Debe estar cerca, tirado en el suelo −afirmó.

− ¡Vamos a buscarlo! −exclamaron emocionados y caminaron hacia la camioneta, la cual estaba a unos treinta metros de donde se encontraban.



24

   Santiago seguía inmerso en oración. Las Carrozas de la Oscuridad se detuvieron por breves instantes. Sus pestilentes tripulantes, seres salidos de los abismos del averno, se movían inquietos y hacían girar sus cabezas en forma circular como si fuesen independientes del cuerpo. No sabían qué hacer o esperaban una orden. Las bestias que arrastraban las carrozas infernales lanzaban bufidos teñidos de azufre mientras estrellaban sus coces invadidas de gusanos sobre las nubes negras que resonaban como tambor de ultratumba.

−Cabalgó sobre un querubín y voló. Voló sobre las alas del viento. Puso tinieblas por su escondedero, por cortina suya alrededor de sí. Oscuridad de aguas, nubes de los cielos. Por el resplandor de su presencia, sus nubes pasaron. Granizo y carbones ardientes. Tronó en los cielos el Creador y el Altísimo dio su voz. Granizo y carbones de fuego. Envió sus saetas y las dispersó. Lanzó relámpagos y los destruyó −proseguía Santiago alerta y con la punta de la espada clavada en la nube.

Juan Diego y Luis Rafael cerraron de nuevo los ojos y también siguieron rezando el Salmo que inició aquel ángel vestido con ropa de adolescente.

Con sigilo las carretas comenzaron a cerrar el cerco en torno a Santiago. Parecían haber recibido el mandato que ansiosos esperaban sus monstruosos ocupantes.

El Kukenán había perdido todo su brillo. Aquella montaña siempre deslumbrante que se alzaba al cielo como centinela de gracia, estaba apagada. Las lágrimas de su cascada ya no se escuchaban. Tal vez huyeron temerosas por lo que estaba por acontecer. Tampoco el trinar de aquellos pájaros venidos del fondo de la sabana se escuchaba. Todo olía a muerte y pestilencia.

−Entonces aparecieron los abismos de las aguas y quedaron al descubierto los cimientos del mundo, a tu represión, oh Dios, por el soplo del aliento de tu nariz −continuaba Santiago sin levantar la vista del suelo.

Mientras rezaba, su cuerpo prodigiosamente se fue vistiendo con una brillante armadura color plata. Santiago siquiera parecía percibirlo. En pocos instantes le recubrió todo el cuerpo, menos la cabeza, que permanecía desnuda.

−Envió desde lo alto. Me tomó, me sacó de las muchas aguas. Me libró de mi poderoso enemigo y de los que me aborrecían, pues eran más fuertes que yo. Me asaltaron en el día de mi quebranto, pero el Señor fue mi apoyo. Me sacó a lugar espacioso, me libró porque se agradó de mí… −rezaba mientras lentamente se ponía de pie y con el escudo de la fe protegía su cuerpo.

A su alrededor el círculo se iba cerrando cada vez más.

El ensordecedor ruido de los cascos de las bestias infernales estaba enloqueciendo a Luis Rafael y a Juan Diego. Apoyaron Biblia y crucifijo en el suelo y siguieron orando con sus manos tapándose los oídos, aunque no solucionaba absolutamente nada. No había forma de escapar de aquel endemoniado destino.

− ¡El Señor es mí apoyo! −exclamó esta vez Santiago levantando la vista al cielo y apuntando su espada en alto−. ¡El Señor es mi apoyo! −repitió aún más fuerte y agregó−: Me sacó a lugar espacioso porque se agradó de mí.

Al decir la última frase, un deslumbrante caballo blanco con alas de ángel le pasó por debajo, lo montó en su lomo y se lo llevó hacia el infinito de donde había salido. Los relinchos de las bestias que tiraban Las Carrozas de la Oscuridad parecían llanto de ultratumba. Las monstruosas figuras, mitad humanas y mitad bestias que las guiaban, enloquecieron y en estridente coro maligno invocaron al Rey de los Infiernos, al Satanás de la morada del mal, al Lucifer de los cuernos teñidos de muerte.

Santiago fue salvado por el caballo blanco alado del Espíritu Santo, muy similar a lo que le sucedió a Santiago Apóstol, su hermano de devoción, quien jineteando un hermoso caballo blanco entró en el remoto año 843 a la batalla de Clavijo enarbolando en alto la Cruz de Santiago y portando en su diestra la espada de la verdad y la justicia legada por El Creador. Por mucho tiempo todos los cristianos de España festejaron su victoria sobre los conquistadores moros por lo que se animaron a salir a combatir en las guerras de la reconquista. El temple y el valor de Santiago Apóstol inspiraron a santos, devotos y varones de bien, por lo que nació una orden de caballería con su nombre.

De la impresión Luis Rafael estuvo a punto de perder el sentido e irse de cabeza sobre el pedregoso suelo. Juan Diego lo agarró a tiempo y lo recostó de su cuerpo.

−Sigue orando −le susurró al oído−. Si debemos morir, que la muerte nos tome como almas de Dios.

Luis Rafael siquiera pudo pronunciar una palabra. Estaba paralizado. El terror le impedía hablar. Sólo movió la cabeza para aprobar la decisión de su compañero.




   Faltando diez minutos para las ocho Filardo y Delamadrid estaban sobrepasando la puerta principal de la Basílica Santa María degli Angeli e dei Martiri. En la iglesia sólo quedaban pocos feligreses porque la última misa se había celebrado a las seis de la tarde. Por ser Domingo de Resurrección sus puertas permanecerían abiertas hasta las ocho de la noche en punto. Luego serían cerradas hasta el día siguiente, las cuales volverían a abrir a las seis de la mañana.

En la entrada fueron recibidos por dos jovenzuelos y una muchacha, quienes le hicieron señas de seguirlos.

− ¿Quiénes son? −preguntó suave Delamadrid acercándose al oído de Filardo.

−Elegidos de Dios, Nion… Recuerde, hoy los ángeles deben despertar a los mártires que están en las Termas de Diocleciano.

−Sí, claro −contestó el arqueólogo no muy convencido de las palabras de su amigo.

Al pasar cerca del altar principal, tanto Delamadrid como Filardo se hincaron e hicieron una rápida señal de la cruz. Al terminar apuraron el paso para alcanzar a los tres jóvenes, quienes se les adelantaron algunos metros. El resonar de un teléfono celular hizo que todos se detuviesen. Era el aparato de Filardo. Éste lo sacó del bolsillo interior del saco y adhirió a la oreja.

− ¡Aló!... Sí, ¿dígame? −contestó en forma automática− ¡Gracias al cielo, hombre!... Sabía que no me fallarías −agregó dichoso−. ¡Es Simón! −comunicó a todos tapando con uno de sus dedos la bocina.

− ¡Dígale lo del Triángulo Divino! −le recordó Delamadrid al verlo tan alborozado mientras levantaba la manga de su camisa para chequear las manecillas del reloj.

− ¿Cómo dijiste qué dice la inscripción? −repreguntó al no haber escuchado bien–. Sólo a la luz de Sirios podrán leer lo no leído −repitió Filardo para que todos los demás escuchasen lo que le decía el fortachón Elegido.

−Lo de la alineación −volvió a recordarle el arqueólogo moviendo con desespero las manos.

−Pásame a José Pedro que debo decirle algo −solicitó en vista de que la comunicación tenía mucho ruido de retorno y comenzó a entrecortarse.

Segundos de silencio y espera. La hermosa imagen del Cristo Crucificado del vestíbulo circular, a la derecha de la entrada de la basílica, parecía moverse al compás de las lumbres de los cirios que tenía encendidos. Haciéndole frente, entre las sombras podía verse, la Capilla de María Magdalena, donde en un hermoso cuadro atribuido a Cesare Nebbia se representa el momento en que Jesús Resucitado se aparece a la Magdalena en forma de jardinero y, una vez reconocido, a fin de que no lo tocase, Jesús le dijo Noli me tangere, que significa No me toques porque aún no he subido al Padre.

− ¡Hola Pedro! −saludó con afecto al oír la voz del joven del otro lado de la línea. Lo quería como a un hijo y escucharlo le causó una infinita emoción−. Voy a ser breve porque la comunicación se está poniendo defectuosa y Simón dijo que podría cortarse de un momento a otro. También me contó algo de lo sucedido −afirmó dándole la espalda a Delamadrid y a los jóvenes Elegidos mientras avanzaba en busca de una mejor recepción.

Unas sombras que se movían entre las columnas de la basílica tenían en estado de alerta a los tres Elegidos. El arqueólogo se dio cuenta y también comenzó a escudriñar en la oscuridad.

−Escucha atentamente −solicitó mientras se movía− Debes alinear… −infames ruidos que se colaron a través del auricular interrumpieron la conversación. Parecía como si alguien estuviese friendo una docena de huevos dentro del teléfono−. ¡Alo!... ¡Aló! −alzó la voz desesperado Filardo haciéndola retumbar con eco en todo el sagrado recinto.

En la iglesia ya no quedaban feligreses, no obstante las sombras seguían moviéndose entre las sólidas columnas romanas de la basílica.

− ¡Aló!... ¿Me escuchas? −preguntó al borde de un ataque de nervios.

La línea seguía muerta. El nefasto ruido cesó, pero no se escuchaba nada ni a nadie del otro lado del receptor. Sólo silencio.

− ¡Por Dios, José Pedro!…Si estás escuchando oye bien lo que voy a decir −precisó desesperado−. A las tres en punto de la tarde, hora de Venezuela… Dentro de poco tiempo… No sé qué hora tendrán ustedes allá −comezó diciéndole a un aparato mudo−. Deberás alinear el Cuarzo Sagrado hacia el Tabor… Hacia el Tabor −repitió casi asfixiado por la angustia al no oír a nadie del otro lado de la línea−. Debes hacerlo… Debes unir el Triángulo Sagrado… A las tres en punto de la tarde… Recuer… −un manotón le arrebató el celular del oído.

Todos miraron hacia el aparato que iba dando tumbos de un lado a otro hasta que rodó más allá de la capilla dedicada a San Pedro, el Príncipe de los Apóstoles.


25

   El cardenal Ribera le contó a Pellegrino parte, sólo parte, de lo que el “correo” de los Dei Pax le había dicho por teléfono. No podía informarle más porque la línea quedó muerta a los pocos minutos de haber recibido la llamada. Los dos clérigos estaban irritados por el desastroso resultado. Y, lo peor, no supieron si los Pax lograron arrebatarle a José Pedro lo que fue a buscar en el Ouzoud. Y, aún más grave, visto de la óptica de Ribera, si su sobrino había salido con vida o estaba muerto después de aquella sangrienta operación.

−Volverán a llamar… Quédate tranquilo. Tú sobrino está bien −afirmó Pellegrino a fin de aplacar la angustia que abatía al cardenal.

−Es que son unos brutos, monseñor… Usted escuchó cuando les dije que no se excedieran… Que evitasen hechos violentos −expresó en tono de indefenso cordero demostrando un fingido respeto al llamarlo “monseñor”, aunque, a decir verdad, no le tenía ninguno. Más bien, su actitud arrogante le causaba asco y repulsión ilimitada su tosco aspecto físico.

−Te voy a responder con una frase de Einstein, querido cardenal. Todo es relativo, amigo mío. A lo mejor desde su punto de vista no excederse era lo que hicieron.

−No me venga con estupideces −rebatió indignado en contradicción a su anterior hipócrita respeto−. Ellos son profesionales… Oiga bien, monseñor, pro-fe-sio-na-les −deletreó mirándolo en los ojos− y sus servicios le salen muy caros a la Iglesia.

−No te la agarres conmigo, hombre de Dios… Tú sobrino va a estar bien… No te preocupes −dijo en tono conciliador Pellegrino, pero maldiciéndole interiormente su falta de respeto y respuesta.

Una luz roja se encendió en la pequeña centralilla telefónica del despacho indicando que una llamada estaba a punto de entrar. Pellegrino, pese a sus setenta y dos años, se movió rápido hacia el escritorio y tomó el auricular cuando apenas había resonado en dos ocasiones.

− ¡Pronto! −contestó en italiano y enseguida se puso a escuchar−. Sí, capisco… Capisco −ratificaba para aseverar que entendía todo.

Escuchó por otros largos minutos. Siempre afirmaba. De su boca sólo salían monosílabos. Definitivamente Pellegrino era un hombre bien entrenado para la intriga y la discreción.

Ribera lo miraba en silencio y escuchaba. Trataba de adivinar sobre qué estaba hablando. Con quién, era misión imposible porque siquiera un susurro se escuchaba a través del otro lado del auricular, aunque estaba bastante cerca de Pellegrino. Su curiosidad lo tenía descompuesto. Él, que era tan espontáneo y explícito en sus conversaciones telefónicas que hasta el más distraído podía adivinar de qué y con quién hablaba, y su compañero de votos tan cauto, tan sigiloso, que parecía un mudo tratando de sostener una conversación.

De improviso se levantó del mullido y confortable sofá color escarlata y se acercó al escritorio con la intención de sacar de la caja de habanos un puro pero, más que nada, quería acercarse un poco para tratar de escuchar. Intuyendo sus intenciones, Pellegrino se alejó con el inalámbrico hacia el ventanal y siguió hablando.

Pronto colgó y volvió hacia el escritorio para poner el teléfono en su puesto. Ribera había encendido el habano y daba grandes bocanadas. No dijo una sola palabra. Sólo esperó a que el monseñor hablase.

−Uno de los de la Hermandad salió herido. No es nada grave y se pondrá bien. Pero esos imbéciles no pudieron sacar el documento de los bolsillos del viejo −indicó escueto.

− ¿Eso es todo?… ¿Y de qué tanto hablaban? −preguntó desorientado Ribera al ver que Pellegrino no tenía ninguna intención de compartir la información recibida.

− Son cosas de Estado. Sólo te diré que ahora, en este mismo instante, lo tienen bajo custodia, junto al profesor Delamadrid y otros tres muchachos que estaban con ellos.

− ¿Dónde?... ¿Dónde los tienen?… ¿Saben algo de mi sobrino? −preguntó ansioso el cardenal.

−Tú sobrino murió en un accidente automovilístico mientras regresaba del Ouzoud… Todos los que iban con él también murieron…

−Disculpe, monseñor, pero usted me está mintiendo.

− ¡Qué falta de respeto es esa!... Usted bien sabe quién soy y qué represento… Le exijo más respeto cardenal.

−Está bien, monseñor. Sé de su autoridad y jerarquía, pero antes de que se cayera la llamada mi informante afirmó que los habían ametrallado y la camioneta donde se desplazaba volcó… No dijo que hubiese sido un accidente vial, sino producto de las balas. Tampoco dijo que mi sobrino estaba muerto, sino que en ese instaste iba a revisar el vehículo pero se escuchó otro tiroteo y la llamada se cortó… ¿Me entiende bien?... Esa es la versión que yo manejo −afirmó casi retándolo a un duelo de argumentos, donde la primera víctima con toda seguridad sería la verdad.

−No voy a polemizar con usted. Como dije, mi información es otra. Del accidente sólo quedó vivo un hombre, al parecer norteamericano, que salió vagando trastornado y sin rumbo del auto… Posiblemente por efectos del golpe. Lo están buscando… Hasta ahí puedo informarle cardenal. Soy magnánimo con usted porque es mi amigo −expresó haciéndole un gesto de buena voluntad.

−Bien… Si es su última palabra la aceptaré. Aunque esperaré el informe de fray Benítez, quien siempre es muy preciso y no se anda con rodeo.

−Si es su voluntad, que así sea… Nunca me opongo a la voluntad de un santo cardenal −expresó Pellegrino casi mofándose.

−Tampoco podrá decirme nada de los profesores, supongo.

− ¿Cuáles profesores? −preguntó haciéndose el desentendido.

−El científico ese de los Nion y sus pruebas y del profesor Delamadrid.

−Creo que esta conversación ha concluido cardenal Ribera… ¿Qué hora es? −indagó haciendo caso omiso a la iracunda actitud de Ribera, quien apagó de mala gana el habano que fumaba.

Cenizas aún humeantes quedaron esparcidas sobre el pulido escritorio de madera veneciana del cinquecento.

−Está bien… Disculpe mi actitud infantil −respondió tratando de limpiar las cenizas del escritorio−. Pero dígame algo −manifestó mirándolo fijamente en los ojos− ¿Supo algo de La Vera Cruz?

−Pero no seas ingenuo Ribera… ¿Cuál Vera Cruz de mil demonios? ¿Es qué acaso no sabes que está perdida desde el año 33 después que murió Cristo?

−Claro que sí. Pero como su espía dijo que un arqueólogo del grupo de los facinerosos había ido a buscarla a Venezuela, creí que le habían informado algo sobre el asunto.

−Me sigues asombrando. Y tú crees que un imbécil arqueólogo va encontrar La Vera Cruz si la Iglesia tiene casi dos mil años buscándola y no la ha encontrado.

−Nunca se sabe… Un golpe de suerte…

− ¿Cuál suerte de mil demonios?... Reflexiona un momento y dime quién la llevó hasta esa montaña dónde la están buscando… Cómo es que se llama…

−El Kukenán… Es una de las primeras formaciones rocosas de la tierra… Cuando la Pangea…

−Déjalo hasta ahí y no me venga usted con lecciones de geografía o como se llame... Te estaba diciendo y dame una respuesta coherente y sabia, que quién y cómo llevaron La Vera Cruz hasta el…

−El Kukenán.

−Hasta el Kukenán… −repitió para completar la frase que había dejado inconclusa−. ¿Cómo cruzaron el océano en el año 33 d.C. los ladrones que se robaron la cruz?... ¿Cómo sabían que existía América si apenas fue descubierta en 1492?...

−Fácil, amigo monseñor −respondió rápido y contundente el cardenal con una burlona risita en sus labios−. No fue llevada en la época que usted pretende, sino mucho después del descubrimiento… Pudo haber sido el año pasado, o el antepasado y habrían cruzado el océano en avión o barco… ¿No le parece?... Y hoy en día hasta un niño de primaria sabe que América existe −concluyó con sarcasmo vil.

− ¡Bah!, tú con tu lógica del Opus Dei… Pero tienes razón y es bastante racional…

−Así es, hombre de poca fe.

−Bastardo cardenal… Me has ganado esta vez…

−Sin ofensas monseñor… Sin ofensas. Se lo perdono porque usted y yo somos iguales y somos buenos amigos.

La Vera Cruz de que hablaban los clérigos era la cruz en la que fue crucificado Jesús de Nazaret en el Monte de la Calavera. Sobre su destino y qué pasó con ella se sabe muy poco o casi nada. Las especulaciones en torno a su desaparición o quién o quiénes pudieron habérsela robado son infinitas. Existen muchas leyendas. Unas disparatadas otras no tanto. Comentaristas de la antigüedad afirmaban que a finales del año 326 la emperatriz Helena de Constantinopla, madre del emperador Constantino I, El Grande, ordenó que tiraran abajo el templo en honor a Venus, el cual se encontraba en el Monte del Calvario o Monte de la Calavera, para que sus súbditos excavaran en aquella dura y rocosa tierra en busca de La Vera Cruz. Después de tanto remover escombros y piedras, encontraron tres cruces. Las que se creen pertenecían al martirio de Jesús y de Dimas y Gestas, los dos ladrones crucificados junto al Nazareno. Como era imposible saber cuál de las tres correspondía a la de Jesucristo, la leyenda cuenta que Helena, tiempo después convertida en Santa Helena por obra y gracia de un Papa, hizo traer a un hombre muerto, cuyo cadáver ordenó que lo recostaran sobre la que creía era La Vera Cruz y aquel ser pronto resucitó.

La leyenda narra que la emperatriz le pidió a su hijo Constantino que fabricase en el sitio donde se encontró La Vera Cruz el templo más hermoso que ojos algunos hubiesen visto. Fue así como se construyó la Basílica del Santo Sepulcro, en la que se guardó la santa reliquia. Pero mucho tiempo después, en el año 613, Cosroes II, rey de los persas, que estaba en guerra con el imperio de Constantinopla, conquistó Damasco y en 614 entró a Jerusalén, saqueando y causando graves daños a la Iglesia del Santo Sepulcro. Como botín de guerra se llevó La Vera Cruz y otras reliquias sagradas a Ctesifonte. Cosroes II, para simbolizar su desprecio a la religión cristiana, la puso bajo los pies de su trono. Pero gracias al emperador Heraclio, quien después de sangrientas batallas derrotó a los persas, se pudo recuperar la Santa Cruz. Cumpliendo con su promesa, el emperador marchó triunfante hacia Jerusalén donde la repuso en el Santo Sepulcro. En al año 313 mediante el famoso Edicto de Milán, el emperador Constantino legalizó el cristianismo y junto a su madre, Helena, se convierten a la religión cristiana y desde ese momento comienzan a ser llamados San Constantino y Santa Helena.

No obstante esas eran sólo leyendas, fábulas sin ninguna sustentación científica valedera, porque ciertamente La Vera Cruz desapareció en el año 33 d.C., pero nunca nadie jamás volvió a saber de ella. Además, en el mismo lugar y montes vecinos fueron crucificados centenas de miles de cristianos durante el Imperio Romano y toda la madera que quedaba tirada después del sacrificio y condena, era robada y llevada a otros lugares para hacer casas y hogueras. ¿Pasó algo similar con La Vera Cruz?

Durante la Edad Media se decía que había tantos pedazos y astillas falsas de La Vera Cruz esparcidas por el mundo, que con ellas se podrían formar varios bosques. Hoy en día, en muchas iglesias dicen tener un pedazo de La Vera Cruz, pero todas son falsas, incluido el mayor de todos los fragmentos, el Lignum Crucis, que se encuentra en Santo Toribio de Liébana, en Cantabria. Calvino afirmó en su época que con la gran cantidad de madera que se decía formaba parte de La Vera Cruz, “podría haberse llegado a construir una buena flota de barcos”. La lista de fraudes, absurdas reliquias y todo tipo de objetos santos en posesión de la Iglesia Católica es tan infinita como vergonzosa. Muchos prelados e iglesias en el mundo aseguran poseer en sus recintos y a buen resguardo, todo tipo de huesos, dientes, pelo, tela y ropa de santos que nunca existieron o cuyo origen es dudoso.

Todas esas leyendas eran conocidas por Divor Klaus y la alta jerarquía de la Iglesia Católica, pero la Santa Sede no hacía ningún esfuerzo por desvirtuarlas. No le interesaba. Más bien le convenía, porque así mantenían a la feligresía bajo el signo de la duda y el temor, y, por supuesto, totalmente controlada.

¿Qué hizo, entonces, movilizar con tanto apremio a Divor Klaus desde el Monte Tabor hasta el Kukenán? ¿Qué decía el papiro que el etiquetó como el 3T5?

PRÓXIMO DOMINGO Caps. 26 al 30.           

Adelanto...
      La efectividad de la organización de inteligencia de la Santa Sede dirigida por Giuseppe Pellegrino, ex arzobispo de Milán y hombre clave del Vaticano, había sido puesta a prueba, aunque en una muy pequeña escala. No había pasado siquiera un minuto cuando el teléfono de su despacho sonó. Era uno de los monjes-agentes del Departamento Internacional que le suministrada la información que había requerido momentos antes.
 




1 comentario:

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