A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de la novela, la cual forma parte de la trilogía El Papiro. En total son 287 páginas, divididas en veintisiete capítulos, por lo que la semana final dividiré en dos partes los últimos siete. Al terminar, se editará bajo el mismo procedimiento La estrella perdida y, al finalizar, La ventana de agua, las dos siguientes novelas de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.
SINOPSIS
Ante el temor de estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina inician la despiadada persecución de un joven predicador. La Santa Sede aprueba la acción porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el propósito de asesinar al predicador. Enigmas, romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde hasta las sombras tiemblan.
1
– ¡Rápido, al quirófano!... No hay tiempo que perder.
–Todo está listo, doctor. Ya le suministré un tranquilizante.
– ¡Saque a todos!... Incluidas las enfermeras. No quiero a nadie extraño en la sala. Únicamente estaremos tú y yo, ¿comprendes? –urgió nervioso el médico al anestesiólogo.
El reloj marcaba las dos y treinta de la madrugada en el Hospital Estatal de San Felipe, pequeña ciudad agrícola famosa por estar enclavada en los sagrados dominios de María Lionza, mítica reina hechicera que según una antigua leyenda india tiene su imperio en las cercanas montañas de Sorte, lugar coronado por imponentes sierras y estallidos de una misteriosa luz que todas las tardes corre a refugiarse en las profundidades mágicas de sus bosques.
La noche estaba iluminada por una gran constelación de estrellas presididas por una luna llena resplandeciente que hacía augurar una guardia tranquila y serena. De no haber sido por la emergencia presentada, tanto el médico como su equipo hubiesen estado durmiendo plácidamente en sus habitaciones.
El doctor Claudio Figueroa era el único, entre todo el personal del hospital, que sabía lo que tenía entre manos. Por ello su inquietud e impaciencia.
De la Misión Capuchina situada en las afueras de la ciudad le habían enviado a una mujer que estaba en los últimos momentos de embarazo para que fuese atendida directamente por él.
Figueroa conocía el caso, por demás delicado. Por eso el padre Serafino Anás, Superior de la Misión, le confió en el más absoluto secreto la responsabilidad del alumbramiento de aquella mujer.
María Coromoto se retorcía de dolor sobre la cama quirúrgica de la sala de partos cuando por la puerta aparecieron Figueroa y su asistente Wilfredo Landaeta.
La mujer sudaba copiosamente, pero no gritaba, sólo se contorsionaba de un lado a otro. Pese a los incesantes dolores que debía sentir, sus ojos brillaban de ternura.
Figueroa la miró enigmático y se le acercó.
–Ya estamos aquí, chica… ¡Serénate, qué todo terminará pronto! –dijo para calmarla.
María le sonrió y cerró por instantes los ojos en forma de asentimiento.
– ¡Anestesia! –ordenó a Landaeta y dándole la espalda a la parturienta hizo señas de un dos con los dedos.
El anestesiólogo lo miró desconcertado, pero, encogiéndose de hombros, se dispuso a cumplir el mandato.
Sacó una jeringa, la llenó de un líquido y aún pensativo por la orden recibida, caminó despacio hacia donde estaba María Coromoto y le aplicó la doble dosis en la columna.
Al no nacido no debió gustarle mucho, ya que el bajo vientre de María Coromoto, quien casi enseguida quedó dormida, comenzó a hincharse y tomar formas antropomorfas. Los pies del feto buscaban salir por el ombligo de la mujer, así como sus manos, que parecían desgarrarla por dentro en un desesperado intento de hallar una salida.
Los dos médicos estaban alucinados con aquel cuadro, poco común en un parto.
– ¡Rápido, el bisturí grande! –requirió intranquilo Figueroa–. Hay que hacerle cesárea, si no ambos se nos van.
Tenso, el cirujano comenzó a operar. A los pocos minutos, la cabeza de un hermoso niño, blanco como la leche, emergió en medio de un baño de sangre.
Landaeta permanecía al lado de Figueroa, ayudando y tratando de contener la hemorragia. Cuando ya tenía casi medio cuerpo afuera, el médico lo tomó en sus manos y haló con fuerza sacándolo del fondo del vientre de la madre.
– ¡Coño, que vaina es ésta! –reculó aterrado el anestesiólogo al ver que del cóccix del neonato pendía un rabo de casi medio metro de largo.
– ¡Apúrate, pásame las tijeras para cortar el cordón umbilical! –demandó Figueroa con mueca de asco, pero sin desconcierto ante lo que estaba viendo.
Landaeta le extendió el instrumento. Con destreza el médico buscó el centro que estaba aprisionado entre dos pinzas y se aprestó a cortar la unión entre madre e hijo.
Casi de inmediato la criatura comenzó a llorar y mover la cola de un lado a otro con tal intensidad, que propinó un lacerante latigazo en el rostro a Figueroa, quien por el inesperado impacto la dejó caer sobre el frío piso de baldosas blancas.
El recién nacido, pese al traumático golpe, continuaba moviéndose y, lo más alucinante, hacía esfuerzos por incorporarse utilizando su cola en forma de palanca.
Landaeta quedó sin habla, no así Figueroa, quien indignado por el coletazo que le dio aquella “cosa”, agarró un fórceps de acero y comenzó a golpearlo.
– ¡Muere bestia inmunda!... ¡Muere!... ¡Muere!... –maldecía enloquecido mientras malograba al neonato, quien lanzaba unos quejidos que más de sufrimiento parecían de imploración.
– ¿Te volviste loco?... ¡Déjalo en paz pedazo de mierda!... ¡Oh, Dios, lo destrozaste! –exclamó rabioso Landaeta mientras se le abalanzaba encima para arrancarle el hierro de las manos.
– ¡Quítate, si no tú también recibirás lo tuyo! –rumió ofuscado Figueroa apartándolo de un empellón.
El cirujano siguió martirizando a aquella criatura hasta desgarrarla por completo. Cuando volvió en sí, jadeante y con la mirada endiablada, se dirigió a Landaeta.
– ¡Ni una palabra de esto!… Nadie debe saber lo que ocurrió… ¡Nadie!… ¿Entiendes?...
–Sí... Está bien… Lo que digas… –respondió con sumiso terror el anestesiólogo.
–Siquiera a tú esposa. Si dices una frase, una palabra, lo pagarás caro… Nada debe salir de esta sala... Ni una palabra… Ni que ésta mujer estuvo aquí y mucho menos del monstruo que gestó… ¿Comprendes?
–Pero, las enfermeras sabían... –replicó medroso y aún perplejo el ayudante.
– ¡No sabían nada!... Si preguntan diremos que todo salió bien y que su esposo vino después del parto y se la llevó a casa, y punto. No más preguntas… ¡Cero comentarios!...
–Y a la mujer, ¿qué le dirás a ella?
–De eso me encargo yo. Tú puedes irte, no te necesito más –señaló Figueroa en sofocos y con los ojos encendidos en rabia mientras se palpaba la mejilla donde había recibido el fuetazo.
– ¿Y el cadáver del bebé?… ¿Qué harás con él? –preguntó con ingenua inocencia el anestesiólogo.
–Te dije que yo me encargo de todo… Ahora, por favor, ¿puedes largarte?
Landaeta refunfuñó, pero agarró sus cosas y se fue tirando un portazo, como para que constase su desaprobación.
El reflector de la sala quirúrgica, testigo indiferente de aquella absurda y despiadada ejecución, iluminaba el rostro desfigurado del recién nacido mientras un pequeño charco de sangre se esparcía entre las sombras del amplio quirófano.
María Coromoto seguía profundamente dormida por el efecto de la doble anestesia que le había sido suministrada.
Parecía un ángel. Su semblante, pese a la palidez propia del momento, reflejaba una cierta paz celestial, casi divina. No así la parte descubierta de su vientre, la cual manaba hilillos de sangre que iban descorriendo como arroyuelos por los bordes de la cama.
Figueroa permanecía de pie, a su lado, con las dos manos metidas en los bolsillos de la bata médica y la vista fija en ella.
Sus ojos habían recobrado el brillo normal. No reflejaban aflicción ni remordimiento sino más bien serenidad. Escrutó detenidamente la escena, se dirigió a la puerta de entrada, pasó el cerrojo y suspiró profundamente, a manera de liberación.
Iba a regresar hacia el centro de la sala quirúrgica pero se detuvo. Dio vuelta atrás, chequeó nuevamente la perilla moviéndola hacia la derecha e izquierda, recostó el hombro contra la puerta y empujó con fuerza a fin de cerciorarse de que había quedado bien cerrada.
Sintiéndose completamente solo y fuera de alcance de miradas curiosas, fue al estante de medicamentos, tomó una de las jeringas y, como si se tratase de un ritual, la llenó de un líquido viscoso.
En su mirada se percibía el goce interior que se experimenta después del deber cumplido.
Jeringa en mano y la aguja apuntada hacia el techo para que no se derramase siquiera una gota, camino tranquilo hasta el borde de la camilla, tomó el brazo inerte de María Coromoto, lo apretó con una liga más abajo del hombro, buscó la vena y le inoculó todo el contenido.
Ni un movimiento. Siquiera un quejido.
El silenció sólo fue roto por el canto de un gallo que se escuchó a un costado del hospital principal de aquella apacible ciudad situada al occidente de Venezuela.
2
Como fantasma escapado de los abismos del infierno, un desvencijado auto rústico se abría paso entre la densa bruma que esa madrugada tapizaba la región. Avanzaba con fatiga, como si los años y el tiempo estuviesen por destruirlo.
Cerca de El pantano de los zamuros sus faros ciegamente alumbraban los picachos del campanario de la Misión Nuestra Señora del Carmen, enclave fundado en 1720 por el misionero capuchino Fray Joseph de Cádiz y que hoy en día sigue siendo albergue y monasterio de un grupo de monjes cuya tarea ya no es catequizar sino entregarse al más puro y exigente estudio teológico.
Traviesa, la blanca neblina danzaba alrededor de la nave central del templo desdibujando espectralmente sus macilentos muros. La gran cruz de hierro de la cúpula parecía una visión suspendida en el aire.
Al volante, Figueroa lucía exhausto, pero en su mirada había un dejo de satisfacción y complacencia.
Cuando estuvo frente al monasterio detuvo el jeep bajo una enorme ceiba milenaria. Descendió, y pausado avanzó hacia un antiguo portón de madera que tenía trenzada una cadena asegurada por un macizo candado.
Tomó entre los dedos el pesado picaporte de bronce y lo dejo resonar con tal estridencia, que varias decenas de pájaros que anidaban en la ceiba alzaron vuelo chirriando despavoridos.
Esperó, pero su llamado no tuvo respuesta. Volvió a insistir, esta vez tocando con mayor fuerza.
Segundos después, un anciano sacerdote, abrigado con una gruesa y larga sotana color marrón tierra tostada, echó llave al candado, desenrolló la cadena y tiró de la pesada puerta abriéndola a medias, lo suficiente para que el visitante pudiese pasar.
–Entra y sígueme, hijo mío –invitó lacónico el monje.
Era Serafino Anás, el superior de la Misión y clérigo muy respetado y temido en su congregación.
Figueroa lo siguió callado hasta que llegaron a una vieja sala donde el olor a moho destilaba putrefacción por todas las paredes.
–Siéntate y cuéntame qué sucedió mientras preparo café –indicó el sacerdote y arrastrando las sandalias se dirigió a una estufa de leña, herencia de los primeros misioneros que habitaron aquel lugar.
–Tuve unas pequeñas complicaciones, padre… Nada importante… Pero todo está arreglado –respondió recatado Figueroa, quien por su tono parecía íntimo del monje.
– ¡Explícate, hijo, explícate! –solicitó tolerante el monje mientras iba hacia un rincón en busca de la cafetera que, a diferencia de la estufa, era muy moderna.
–El niño nació tal como usted predijo, padre. Entre sus piernas tenía una cola inmensa, la cual movía como si tuviese vida independiente del cuerpo. Mi compañero se aterró y en un descuido el endiablado monstruo me dio un latigazo en la cara que hizo que lo soltase –expresó mostrándole la huella que le había dejado en el rostro–. Cayó al suelo y del porrazo murió en el acto… No dijo ni pío… ¡Gracias a Dios que la pobre criatura no sufrió! –subrayó con cruel cinismo haciéndose la señal de la cruz a fin de conmover al superior.
– ¿Y la marca?… ¿Tenía alguna marca? –interrumpió impaciente Serafino sacudiendo la cafetera que tenía en las manos.
– ¿Cuál marca, padre? Yo no le vi ninguna marca… Es muy difícil ver nada con los pedazos de cebo pegados por todo el cuerpo, además de la sangre y todas esas porquerías que salen de la barriga de la madre –ripostó el médico.
– ¡Está bien Figueroa!… Tú eres el médico y debes saber lo que estás diciendo, pero eso es lo menos importante en estos momentos… Yo examinaré el cuerpo… ¿Dónde está?... ¿Lo trajiste, no?...
–No, padre... No pude.
– ¿Cómo qué no pudiste?... Es imperativo tenerlo aquí, entiendes. Ese fue nuestro arreglo… ¿Dime dónde está?
–En la zamurera, padre.
– ¿Qué dices, imbécil? –rezongó el monje tirando en un arrebato la taza de café al suelo.
–No podía traerlo, padre. Estaba destrozado por todos lados... Landaeta, el anestesiólogo que me ayudó en el parto, se asustó mucho con aquella criatura monstruosa… Se volvió como demente… El maldito parecía poseído, padre… Fíjese que agarró un hierro y comenzó a golpearlo por todo lados… ¡Lo destrozó!... Parecía una fiera endiablada, yo quise detenerlo, pero...
–Lo que estás diciendo no me importa, pedazo de idiota. Se te ordenó que lo trajeras aquí… ¡Anda a buscarlo!... ¡Sácalo de dónde lo dejaste, que lo quiero ver aquí y pronto! –exigió Serafino totalmente colérico.
–Ya es tarde, padre –contestó Figueroa huidizo y atemorizado–. A estas alturas los zamuros ya se lo deben haber comido. Temprano había cientos de ellos picando carroña por ahí.
–Aunque tengas título de médico eres un bruto campesino… ¡Maldito imbécil!... No sé cómo confié en ti –reprochó mientras se paseaba intranquilo por aquel salón cuya luz se había oscurecido debido a la tormenta que momentos antes se había desatado en el valle.
Al pasar cerca de donde estaba sentado el médico, el monje repentinamente giró hacia él.
– ¿Y la mujer?... ¿Qué pasó con ella?... –preguntó áspero.
–Le dio un ataque.
– ¡Explícate, idiota, explícate! –demandó conteniendo la rabia entre sus labios.
–Después del parto sufrió un infarto y murió… No pude hacer nada para salvarla… Yo no soy cardiólogo y a esa hora era difícil ubicar a un especialista.
– ¿Estarás diciendo la verdad?, porque a estas alturas no te creo nada.
– ¡Sí, padre!... ¡Se lo juro por la Virgen! –exclamó Figueroa llevándose dos de sus dedos en forma de cruz a los labios.
–No metas a la Virgen en esto infeliz. Ahora, dime qué hiciste con el cadáver... ¿Cómo justificarás lo ocurrido cuando te pregunten por el niño en el hospital?
–Todo eso está arreglado padre, no se preocupe. Antes de venir para acá hice unos pequeños cambios y nadie se enterará de nada… Fíjese que la mano de Dios está con nosotros. La semana pasada La Providencia –comenzó relatando con pasmoso descaro– hizo que un camión atropellara en la autopista que va a Morón a una loca vagabunda y, fíjese, la voluntad divina hizo que estuviese embarazada y a punto de parir. Yo atendí la emergencia. Pese a mis esfuerzos, ambos murieron y los cadáveres los metí en la cava de la morgue del hospital.
– ¿Y eso que tiene que ver con María Coromoto? –interrumpió intranquilo Serafino dando un manotón sobre la mesa de la cocina.
–No se me ponga así y escuche padre… La verdad es que nadie, hasta ahora, ha reclamado el cuerpo de la infortunada. Entonces, esta madrugada efectué un pequeño cambio. Saqué el feto del congelador –afirmó con sádica mirada–, lo metí un rato en el microondas del hospital y, calientico, se lo puse en los brazos a María Coromoto... ¡Nadie notará nada ni pedirá explicaciones, padre!... ¡Quédese tranquilo y confíe en mí! –concluyó frotándose las manos como si disfrutara de aquel momento.
–Eres un degenerado animal, pero hiciste bien –asintió el monje con repulsión.
3
–Dios es luz, por eso está en todas partes. Es la luz que vemos y que, sin verla, entra en nosotros con cada respiro, en cada aliento, y se anida en nuestro corazón –predicaba con fascinación un joven al pie del último peldaño de unas escalinatas–. Por eso Él mora en nosotros, en nuestros propios cuerpos… Sólo hay que alimentarlo, cobijarlo, como si fuese un niño desvalido y descubrirlo para que brote de nuestro ser en toda su omnipotencia y misericordia… ¡Yo los amo! –exclamó levantando sus manos al cielo–. ¡A todos!... A todos ustedes, y los invito también a amar a su prójimo, porque Dios es amor… Tan grande es el amor de Dios –afirmó con fe celestial deslizando sus mirada sobre los presentes–, que el día que lo invoqué pidiendo por ustedes, enseguida escuchó mis súplicas e inclinó hacia mí su oído… ¡Él los ama y yo también!... Donde hay vida hay amor y ustedes son vida y también amor…
Más de un centenar de desposeídos, entre ellos mujeres de todas las edades, jóvenes mozalbetes, niños descalzos exhibiendo al aire sus abultadas barrigas llenas de parásitos, ancianos y algún que otro mal encarado obrero curtido por el hambre y el desempleo, escuchaban con atención las palabras de Santiago en lo alto del cerro La Bombilla, un populoso barrio de Petare situado al este de Caracas que, al abrazarse con otros tantos, forma parte del inmenso cinturón de miseria que circunda y estrangula todo el valle de la capital venezolana.
De antemano todos sabían que aquel joven delgado, de tez blanca y ojos pardos que les predicaba con dulzura cada primer día de la semana, al igual que lo hacía otros días en otros barrios de la ciudad, los reconfortaba y ayudaba a soportar sus penurias.
Lo oían con veneración porque creían en sus palabras y acciones. Muchos lo llamaban El Iluminado, otros El Profeta, porque decían que curaba a los enfermos. Por eso todos los domingos lo esperaban con devoción, ya que después de cada una de sus intervenciones andaba por el barrio y hacia ‘milagros’.
La mansedumbre de Santiago no sólo se reflejaba en su rostro, sino también en la sencillez de su ropaje, tan humilde y discreto, que cualquiera lo hubiese podido confundir con un harapiento vagabundo. En su semblante había algo que hacía intuir un halo divino y misterioso, por ello el fervor de los pobladores.
Mientras su cabello castaño discretamente largo y ondulado danzaba al viento como impulsado por un soplo celestial, el joven proseguía incansable con el sermón.
–Todo hombre tiene que estar listo para oír, escuchar primero su voz interior antes de hablar, antes de disgustarse, porque la ira del hombre no es obra de la justicia de Dios.
Un mechón de pelo que la brisa había depositado sobre sus ojos hizo que callara por instantes. Mientras se lo acomodaba hacia atrás, vio que una bella joven le sonreía coqueta. Sin inmutarse le devolvió la sonrisa.
–Por eso debemos sacudir de nuestros espíritus toda mancha y signo de malicia y recibir con suavidad la palabra ingerida, porque ella tiene el poder de salvar nuestras almas…–exhortó mirando con devoción a los asistentes–. El verdadero hombre de Dios obra con justicia y piensa con la verdad en su corazón… ¡Su lengua no calumnia ni hace mal a sus semejantes! –subrayó con fuerza y luego, suavizando el tono de su voz, paternalmente agregó–: El que así vive, no será conmovido jamás. Por eso les digo, en nombre y por mandato del Ser Supremo, que la hipocresía de la Iglesia no tiene fin… ¡Se ha convertido en la Universidad de la Hipocresía! –acusó esta vez con indignación haciendo mover frenéticamente sus manos–. ¡Tardó más de 500 años para admitir sus equivocaciones y crímenes en nombre de Dios!... Galileo fue condenado a prisión y dejaron que muriese ciego y enfermo solo porque afirmó que la Tierra era redonda y se movía alrededor del Sol…
Hizo una pausa, paseó con dulzura sus ojos sobre la muchedumbre y levantó otra vez los brazos.
– ¡No podemos admitir más el oscurantismo y los pecados de la Iglesia! No debemos quedarnos callados ante las injusticias y los crímenes que, aún hoy, se cometen en nombre de Dios –sentenció acusador. –Yo no hablo con ira, sólo expreso la voluntad divina –aclaró a sus absortos escuchas que parecían estar hipnotizados.
Una etérea espiritualidad, que sólo se presentía en la atención y corazones de aquella gente, se había posesionado del barrio. Todos estaban extasiados con las palabras del joven. Era como si una especie de droga, amalgamada en fe, esperanza y misericordia teñida de verdad, los había atrapado y nadie tenía intención de marcharse del lugar mientras siguiese hablando.
Torpemente un hombre bajo y regordete comenzó a avanzar entre la multitud. A su paso tropezaba con algunos parroquianos, quienes sin dejar de prestarle atención al sermón le dirigían recriminatorias miradas. Sólo se detuvo al estar bastante cerca del predicador. Miró a los lados y sigilosamente se acercó a un negro grandullón que apestaba a alcohol y sudor rancio.
– ¿Ese es al qué le dicen El Iluminado? –le preguntó casi en susurro.
–Sí, esta es la primera vez que vengo a escucharlo, pero ese carajíto no me inspira nada, más bien parece un desvariado –respondió el negro con mueca de asco mostrando sus blancos y bien alineados dientes.
–Pero dicen que cura, que hace milagros… Que es un santo venido del cielo –insistió su interlocutor.
–La misma vaina dicen siempre de todos, pero yo nunca he visto ningún milagro… El que hace milagros es esto –dijo levantándose ligeramente la camisa a la altura del abdomen para dejar al descubierto la empuñadura de un revólver de gran potencia.
–Entonces, ¿por qué estás aquí?... –interrogó haciendo caso omiso al arma que le había mostrado.
–Por curiosidad… Para escuchar bonitas palabras, nada más… ¿Y usted?...
–Soy médico –afirmó el recién llegado y poniendo cara de santurrón, enseguida afirmó–: Una paciente que le tiene mucha fe se está muriendo en el hospital y me suplicó que lo buscase y, si podía, lo llevase hasta allá para que le diese la extremaunción…
– ¡Coño!...Te admiro.... ¡Carajo, eso si es un milagro!... Todo un gran médico metido en el barrio y sólo por una obra de caridad… ¡Ese si es un milagro!... Ese y esto que está aquí –sentenció acariciando por encima de la camisa la cacha del arma.
–Es su última voluntad y se la estoy cumpliendo –argumentó demostrando compasión mientras se santiguaba.
–Tienes que tener un corazón de oro, porque hoy en día nadie hace nada por nadie… –concluyó asombrado el negro mientras volvía a dirigir la mirada hacia donde estaba el predicador.
El misterioso médico que se aventuró cerro arriba en aquel peligroso barrio de Petare, era Claudio Figueroa. Había viajado cerca de trescientos kilómetros desde San Felipe, en el estado Yaracuy, a Caracas por indicación del padre Serafino, quien le pidió que investigase al tal Santiago que se hacía llamar El Iluminado.
Antes de iniciar viaje el sacerdote le recomendó mucha discreción, pero que buscase, por cualquier medio y sin importar consecuencias, de llevar al joven predicador a la Misión. “Será tú última oportunidad –le dijo contrariado–. Si vuelves a fallar no quiero verte más por aquí… Te estimo mucho, pero, repito, si fracasas no responderé de mis actos”.
El monje fue terminante y la amenaza irrefutable. El médico siquiera le contesto, sólo movió la cabeza en señal de aprobación.
Figueroa se sentía en el deber de cumplir con la tarea encomendada porque había sido criado en la Misión y protegido desde niño por los curas capuchinos al ser abandonado por su padre luego que murió su madre.
No sólo guardaba un respeto servil hacia el monje, sino también un miedo subconsciente y una forma de dependencia irreflexiva que él mismo no entendía. No era agradecimiento, no. Él lo sabía. Había algo más que lo ataba al prior, pero no sabía explicarse qué.
“Yo obtuve el título de doctor por mí inteligencia y capacidad, no por la ayuda de los capuchinos”, se reprochaba cuando se sentía perdido en su interior.
Y quizás era verdad, pero no por ello dejaba de ser algo semejante a un sirviente ante los religiosos. Era tan evidente su sumisión, que se transformaba ante su presencia.
El hombre rígido, seguro de sí mismo y de sus palabras, inmune a las críticas y a la subordinación que aparentaba ser y de hecho lo era, se desvanecía ante la presencia de cualquiera de los sacerdotes de la Misión, aunque no sucedía lo mismo con monjes de otra orden. A ellos, sólo a los capuchinos de San Felipe, les abrigaba un respeto masoquista, un miedo oculto, un miedo que parecía remontarse a su infancia.
–La paciencia los mantendrá fuertes y unidos –proseguía Santiago en su prédica–. Vean al labrador que espera el fruto de la tierra aguardando con paciencia hasta que lleguen las lluvias de otoño y de primavera. De esa misma forma, la misericordia divina los llenará a ustedes. Sigan con rectitud y justicia vuestro camino, porque pronto vendrá la salvación del Señor y revelará la verdadera justicia del mundo, que no es la misma que la de los hombres… ¡Bienaventurado el que así obre –exclamó con júbilo–, porque ni tan sordo es el oído de Dios para que no pueda oír, ni tan corta su mano para que no pueda salvar! –finalizó profético.
Al terminar el sermón los vecinos no se arremolinaron alrededor del predicador para abarrotarlo de preguntas y peticiones, tal como es costumbre en casos similares. Tampoco hubo gritos requiriendo su presencia o voces ahogadas en busca de ayuda.
Todo lo contrario. La multitud se quedó tranquila y comenzó a disolverse cuando lo vieron subir cerro arriba. Apenas un cortejo de niños se atrevió a seguirlo entre los ranchos del poblado barrio.
En eso se escuchó la débil voz de una humilde anciana.
–Hoy es el día de las sanaciones. Él sabe dónde ir y qué hacer. No hace falta molestarlo... ¡Es un santo! –concluyó con palabras cinceladas en lo profundo de su corazón.
Figueroa, que alcanzó a oírla, se le acercó.
– Abuela, ¿dónde va, tú lo sabes? –preguntó con disfrazada inocencia.
– ¡A curar a los enfermos del barrio! –exclamó extrañada ante la pregunta, pero al notar que aquel hombre no era del vecindario, explicó–: Él, sin que nadie le diga nada, sabe dónde están los enfermos y cuáles son los de mayor urgencia y gravedad… Ya estamos acostumbrados a eso. No hay que decirle nada… Él se presenta ante el rancho y toca la puerta… ¡Parece un adivino! –sentenció.
– ¿Sabes dónde vive?... ¿A qué lugar va después de aquí? –interrogó astuto Figueroa.
–Nadie lo sabe, señor –aseguró con franqueza la anciana–. El se queda por aquí hasta la nochecita y luego desaparece. No lo volvemos a ver sino hasta que regresa. Hace seis meses que anda entre nosotros, en este pobre barrio, y siempre sucede lo mismo... Nadie sabe adónde va y tampoco nadie, ¡qué Dios lo libre!, se ha atrevido a seguirlo –precisó mientras se disponía a marcharse.
Figueroa la atajó.
–Espere un momento abuela… ¿Cómo se sale de aquí?... Yo subí por esas escalinatas –afirmó indicando un lugar detrás suyo–. Pero seguramente habrá otra salida más corta, ¿verdad?...
–No, mijo. Esa es la única salida… Si te quieres ir debes regresar por donde subiste.
El rostro de Figueroa tomó un aspecto enigmático. Sus ojos se movían nerviosos de un lado a otro. Parecían un aparato electrónico que se ponía en sintonía mientras recibía señales externas. De pronto una sonrisa sarcástica comenzó a dibujarse en sus labios. Sus ojos ahora brillaban de complacencia. Sin lugar a dudas en su oscura mente había fraguado un plan para ganar la atención de Santiago. El éxito dependería de su habilidad e histrionismo.
Dejó a la anciana y salió apresuradamente del cerro, muy peligroso, tanto para moradores como para extraños, al igual que todos los que circundan a Caracas como un manto de miseria con encajes de sangre.
Una vez en la avenida Francisco de Miranda, que se abría bulliciosa cerro abajo, y que en apenas un centenar de metros dividía a la ciudad entre la vida y la muerte, el crimen y la ley, Figueroa sacó del bolsillo interior de su chaqueta el teléfono celular. Marcó varios números, se adhirió el aparato al oído y al obtener respuesta del otro lado comenzó a hablar.
4
En la Misión había una agitación poco común. El padre Serafino Anás, conductor durante los últimos treinta años de la congregación católica establecida a finales del siglo XVII en una explanada situada a unos quince kilómetros de San Felipe, estaba turbado.
Presidía un cónclave reunido alrededor de una inmensa mesa redonda. Unos veinte frailes, todos con la cabeza cubierta por unos grandes capuchones marrones que le ocultaban gran parte del rostro y largas barbas, escuchaban al superior sentados en silencio.
Se habían congregado para discutir el futuro de Santiago, a quien consideraban un sacrílego, un anticristo, un hijo de Satán, que indisponía a los fieles contra la Iglesia Católica y tergiversaba los postulados del catolicismo.
No podían permitir que aquel demoníaco muchacho sin autoridad ni investidura alguna siguiese incitando a la feligresía y a la curia a un cisma dentro de los barrios. Tenían ya varios meses clasificando reportes, todos alarmantes, sobre las actividades del joven predicador, los cuales les eran enviados por sus compañeros de orden desde la capital. El expediente de Santiago ya era bastante “voluminoso y preocupante”, como lo calificó en una oportunidad Serafino.
En sus sermones Santiago clamaba por una pronta reforma de la Iglesia y sus normas para poner fin al celibato y permitir el matrimonio entre los sacerdotes con el objeto de evitar el creciente homosexualismo, las condenables violaciones de monjas y niños por parte de aberrados clérigos católicos y, de una vez por todas, admitir el aborto, siempre que este fuese legalmente justificado. Sus sermones, consideraban los monjes capuchinos, herían de muerte los principios de la fe católica. Pero, lo que más les chocaba, eran los pretendidos “milagros” que se le atribuían.
Pese a sus setenta años, el padre Serafino se veía vigoroso y fuerte, quizás debido a la marcada genética española que corría por todas sus venas, de la cual siempre se enorgullecía. Su cuerpo fornido estaba muy bien dibujado a su voz, áspera y estrepitosa.
Frente a cada uno de los monjes, armónicamente colocados sobre la mesa, había un pequeño pedazo de papel y un grafito crudo, parecido a un trozo de carbón bien tallado, una copa con agua y una porción de ácimo, especie de pan horneado sin levadura.
–Debemos votar para extirpar el mal. El estigma maldito ha llegado y, por El Anciano de los Días (Dios) y nuestra fe en Cristo, no podemos dejar que el tal Santiago siga atentando contra la Iglesia y propagando falsos milagros –precisó contundente el superior a su congregación.
–No tenemos pruebas concluyentes, abad. San Juan nunca habló de un Anticristo con esas características. Además, Santiago no odia la verdad cristiana, sino que la propaga y enseña. Las Escrituras dicen...
–No querido, Daniel, no es como crees –atajó Serafino indulgente sin dejarlo concluir–. Aún eres muy joven para comprender y te falta mucho que estudiar, no de teología, sino de otras verdades, como los secretos del Quedemot –precisó didáctico al joven monje y luego, dirigiéndose a todos, prosiguió–: Aunque nos tome toda la noche, deberemos decidir hoy mismo… Nadie volverá a sus celdas sin que se haya votado.
–Yahvé, nuestro Señor, por boca de Ezequiel dijo: “En mi furor desencadenaré un huracán y a causa de mi cólera vendrán aguas inundadoras, y de mi ira piedras de hielo para arrasar a los falsos e insensatos profetas” –masculló el capuchino más viejo de la Misión.
–No es la hora ni el momento para prédicas, padre Agustín. Esto es serio y alejado de toda lógica humana. Yo propongo a este santo cónclave llamar al Gran Mestre, en Florencia, para que nos envíe a uno de Los Caballeros de Dios. De esa forma resolveremos todo rápido y discretamente –afirmó contundente Serafino a fin de que el punto medular de la reunión no se dispersara en otros asuntos.
–Con todo respeto, padre Serafino, creo que usted exagera –se atrevió a opinar uno de los sacerdotes en tono conciliador.
– ¡Nooo! –retumbó una voz seca y gutural en la sala–. Ese hombre es estiércol del demonio y debemos aniquilarlo. Yo estoy de acuerdo con el abad –concluyó estrellando sus nudillos contra la mesa.
Todos enmudecieron repentinamente. Quien había osado levantar la voz de esa manera en aquel recinto sagrado era Lucindo, un monje rudo, alto como una torre, de brazos fuertes y pronunciada joroba. En la misión era, literalmente hablando, la mula de carga, ya que, pese a su congénita malformación, realizaba las tareas más pesadas debido a su fortaleza y paradójica agilidad.
La tensión fue rota por el padre Agustín, un viejo sacerdote muy dado a las parábolas.
–“Surgirán falsos cristos y falsos profetas y harán cosas estupendas y prodigios, hasta el punto de desviar, si fuera posible, aún a los elegidos –expresó con el balbuceante sonido de su voz chillona–. Porque, así como el relámpago… –un fuerte acceso de tos lo paralizó por instantes. Repuesto, repitió–: Así como el relámpago sale del oriente y brilla hasta el poniente, así será la Parusía del hijo del Hombre. –El viejo monje titubeó. Carraspeó la garganta, limpió con la manga de su sotana un residuo de saliva que le colgaba de la boca, y masculló–: Allí, donde esté el cuerpo, allí se juntarán las águilas”, dijo San Mateo. Por eso yo creo...
–Padre Agustín, ya basta de parábolas –interrumpió compasivo Serafino al anciano monje que de cuando en cuando cabeceaba vencido por el sueño. Y, con mofa, agregó–: Pero si en realidad quieres convencerte, te diré, tal como anunció Isaías: “¡Despierta, despierta, vístete de fortaleza, oh brazo de Yahvé! ¡Álzate como en los días antiguos, como en las generaciones pasadas!... ¿No eres Tú quien aplastó al Rahab y traspasaste al dragón?... ¿No eres Tú el que enjugó la mar, las aguas del grande abismo? ¿Quién eres tú para temer a un hombre mortal, a un hijo de hombre que no es más que heno?”.
Todos echaron a reír por la ocurrencia del padre Serafino. El único que calló fue el viejo Agustín, quien ante las risas de sus compañeros de Orden elevó la mirada al techo, como invocando al Altísimo. Luego cerró los ojos, bajó la cabeza y entrelazó sus manos sobre la sotana.
–Sigamos con el punto que esta noche nos tiene aquí reunidos –increpó Lucindo dirigiendo una fría mirada a Serafino, quien estaba sentado a su izquierda en la gran mesa redonda.
–Prior, al hablar de Los Caballeros de Dios, no estará usted refiriéndose a Los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, ya que desaparecieron hace mucho tiempo –inquirió incisivo uno de los sacerdotes.
–Pero qué ocurrencia… ¡Por supuesto qué no! Los Caballeros de Dios, amigo mío, es una Orden tan transparente como este cristal –dijo alzando la copa que tenía frente a él en la mesa y tomando un largo sorbo de agua, agregó–: Los Hospitalarios, te informaré por si no lo recuerdas, dejaron de existir hace siglos. ¿Qué raro que usted pregunte eso, padre? –concluyó viendo de reojo a Lucindo.
Serafino mentía, no sólo engañaba adrede a quien le había hecho la pregunta, sino a toda la congregación, a excepción de Lucindo. Ellos eran los únicos que sabían, a ciencia cierta, quiénes eran Los Caballeros de Dios.
El abad se refería a una hermandad temerosa y sanguinaria, de la cual muy pocas personas conocían de su existencia porque por mucho tiempo fue históricamente negada.
–Nos estamos desviando del propósito de la reunión. Retome usted las riendas, padre Serafino –sugirió Lucindo acomodándose la capucha sobre la cabeza, atuendo que hacía resaltar aún más su tétrica expresión.
–Queridos hermanos, espero que de ahora en adelante nos ocupemos de lo que nos reunió aquí sin más estériles interrupciones. El tema es uno y no otro. Por eso, padre Agustín, le ruego por la Santísima Virgen María que me deje exponer el caso, porque necesitamos tomar una decisión –expresó en tono grave el prior.
Esperó a que todos callaran. Algunos tomaron el rosario entre las manos. Otros, simplemente escondieron su mirada sobre la fría mesa de madera, haciendo denotar que estaban prestando mucha atención a las palabras de su superior.
–Mi preocupación, que debe ser la misma de todos ustedes, no es tanto que ese tal Santiago, a quien llaman El Iluminado –pronunció con desprecio y acariciándose la barba–, ande predicando de manera sacrílega un supuesto Evangelio, que no es el nuestro ni el de la Iglesia, en esos barrios de Caracas abarrotados de ignorantes y hombres de poca fe. Aunque el asunto merezca su debida atención, ese no es el verdadero problema. El problema es que durante mi estancia en el Valle de la Gran Hendidura, en Burundi, donde pasé largos cinco años como misionero mientras se desarrollaba una inhumana guerra civil entre tropas del gobierno y los guerrilleros hutus, personas similares a Santiago –apuntó con énfasis a fin de causar impresión entre los monjes–, seres sin escrúpulos que se decían hombres de Dios y profetas del Nuevo Milenio, luego de un tiempo de andar predicando por aquí y por allá, se quitaron sus máscaras y no sólo quemaron iglesias y desencadenaron guerras civiles por casi toda África, sino que asesinaron a más de un centenar de sacerdotes de nuestra Iglesia Católica.
Serafino hizo una oportuna y meditada pausa para cerciorarse si había logrado conmocionar a su congregación. Tomó un sorbo de agua de la copa que tenía frente a él y estudió sus rostros. Al no estar convencido, imprimió más firmeza a sus palabras y reanudó el relato.
–Por tal motivo, y en vista de mi experiencia previa, a la cual pude sobrevivir gracias a unos nativos de la etnia tutsis que me salvaron de morir crucificado en una hoguera o desmembrado, tal como murieron muchos de nuestros hermanos, es que nosotros, conocedores de los verdaderos caminos de Dios, debemos actuar a fin de que no se propague el mal –subrayó haciendo otra pausa para beber más agua.
Todos escuchaban al superior. Nadie se atrevía a interrumpirlo. Callados, vieron como sorbía hasta la última gota que quedaba en la copa. Al terminar la volvió a colocar sobre la mesa, frente a él.
–Bien –dijo mientras con la mano secaba un resto de agua que le quedó en los labios–. La tarea que nos encomendó El Señor es dura y harto difícil, pero es nuestro deber, y en nombre de la Iglesia Católica y de todas las iglesias del mundo, debemos extirpar la amenaza, porque tiempos de mal y de dolor se avecinan –expresó a fin de inducirlos a tomar la decisión que él quería que se tomase–. Debemos, por misericordia divina, salvar a nuestro rebaño de manos de la maldad. Por ello pido que esta noche se vote afirmativamente para que se nos envíe ayuda espiritual especial desde Florencia o Ravenna.
–Yo entiendo su preocupación prior, ¿pero qué tienen que ver con todo esto los dichosos Caballeros de Dios que usted menciona? –preguntó Oreste, un sacerdote muy inquisidor que hasta ahora había permanecido callado, pero sin dejar de escuchar con atención cada una de las intervenciones de sus predecesores…
–Veo que está confundido, hermano mío –interrumpió Serafino.
– No, no lo creo – cortó Oreste–. No veo porqué las palabras de un joven predicador sea un asunto tan grave como para mantenernos en este estado de alerta. Debo suponer que usted, padre Serafino, sabe cosas que aún no nos ha dicho –emplazó–. No obstante, opino que no es de nuestra competencia tomar una decisión que afecte el buen nombre de la Iglesia. Yo propongo comunicárselo a la Santa Sede.
–Roma ya está informada –atajó Serafino–. A título personal –dijo uniendo sus dos manos en forma de plegaria–, le dirigí una comunicación al cardenal Nocerino y éste contestó que todo lo que hiciésemos para salvaguardar el poder y la estabilidad de la Iglesia, sería bien visto por el Santo Padre.
Serafino calló. Se recreó por instantes viendo el rostro de sus discípulos mientras el rictus de sus labios dejaba asomar un inconfundible sabor a deleite.
–El cardenal recomendó, de manera muy explícita, que correspondía a nosotros tomar todas las acciones y correctivos debido a que el caso está dentro de nuestra jurisdicción –terminó tajante a fin de evitar cualquier duda sobre el particular.
Con sus agudos y penetrantes ojos fijos en los miembros del cónclave, Serafino cogió el crucifijo que pendía sobre su pecho y comenzó a acariciarlo suavemente entre los dedos.
Un silencio de dudas y discernimiento invadió el recinto. Los monjes parecían estar consultando en el interior de sus propias conciencias antes de tomar una decisión. El prior había sido concluyente en su intervención, empero dentro del grupo había incertidumbre y duda. Por ello ese silencio momentáneo, el cual fue roto con otra interrogante.
– ¿A qué correctivos se refiere usted, padre Serafino? –inquirió confuso Vinicio, clérigo estudioso de la teología de la liberación y sus consecuencias dentro del mundo capitalista y uno de los detractores más acérrimos de la apertura de la Iglesia Católica hacia las religiones orientales y musulmanas.
–No seas tan incauto Vinicio. Tú, más que nadie, sabes de qué hablo y conoces los peligros y consecuencias que seres como ese tal Iluminado pueden acarrear dentro de la población debido a la furia que sus palabras despierta en ellos. Eres un estudioso del problema colombiano –dijo ambiguo, evadiendo adrede la respuesta mientras tomaba otra vez el crucifijo entre sus dedos– y de todos los supuestos sacerdotes, comenzando por Camilo Torres, que blandiendo la cruz en alto, se enrolaron a las guerrillas para sembrar muerte, odio y división entre el pueblo. ¿Cuántos miles de inocentes campesinos han muerto en aras de esa teología revolucionaria? –preguntó con irritación.
Serafino comenzó a acariciarse las sienes con los pulgares en espera de otra interrupción. Esta no vino.
– ¿Cuántos más deberán morir para que se den cuenta de que están equivocados?... –expelió con énfasis y en son de triunfo–. ¿Es lo qué quieres para nuestro rebaño? Porque seres como el tal Santiago sólo persiguen la división y el odio entre los hombres… ¡Son estiércol del demonio y sólo buscan derramar sangre inocente esgrimiendo la bandera de la igualdad y la repartición equitativa de la riqueza! Ellos no son profetas… ¡Son inmundos comunistas! –gritó altivo, dejando resonar su áspera voz en aquellas sordas paredes.
–Gracias por abrirme los ojos abad... Nunca pensé que la cosa podría ser tan seria –expresó aparentemente satisfecho Vinicio.
–Bien, aclarado el punto, creo que ha llegado el momento de iniciar la votación. Recuerden que el veredicto debe ser unánime, sólo de esa forma será válido.
Dicho esto, el padre Serafino le pidió a Lucindo que después que los monjes hubiesen terminado de votar, recogiese las papeletas en un incensario de plata que reposaba a su lado.
Todos tomaron el grafito y el diminuto trozo de papel que tenían delante de si, lo pusieron sobre sus piernas y tapándose con la ancha manga de la sotana, lo marcaron.
Una mudez casi tangible arropó al cónclave. Desde el techo del monasterio parecía desprenderse una sombra añil con olor a sudor, un sudor crudo con matices de sufrimiento.
Escrutador, Serafino observó callado a sus discípulos. Quería cerciorarse de que todos estaban cumpliendo con su mandato. Satisfecho, hizo una mueca de aprobación, cogió el pedazo de lápiz acarbonado y procedió también a emitir su voto.
Les tomó unos pocos segundos. Sólo tenían que marcar una cruz si estaban de acuerdo o un círculo en caso negativo.
– ¿Listo? –preguntó Lucindo al ver que los monjes doblaban en cuatro partes el pequeño papel y devolvían los grafitos a la mesa.
Sin proferir palabra, todos asintieron moviendo la cabeza.
Lucindo tomó el incensario y caminó alrededor de ellos para que depositasen las papeletas en su interior. Terminado el recorrido, regresó hacia donde estaba sentado el padre Serafino presidiendo la reunión y le entregó el recipiente. Éste vació el contenido sobre la mesa y, sin desdoblarlos, comenzó a contarlos.
– ¡Están completos! –participó a la concurrencia–. Voy a empezar. ¿Están ustedes de acuerdo? –preguntó.
Esta vez los monjes respondieron afirmativamente de viva voz, pero atropellándose en la respuesta.
Enseguida Serafino procedió con el escrutinio, el cual realizó con la más absoluta y transparente de las formalidades. Antes de abrir cada una de las papeletas las tomaba entre dos de sus dedos y la enseñaba al cónclave a fin de demostrar la pulcritud del proceso. Así fue procediendo hasta que clasificó el último de ellos.
–Veintisiete a favor y tres en contra –anunció con evidente desengaño–. No hay acuerdo por ahora, por lo que creo prudente tomarnos un descanso. Iremos a la capilla, donde oraremos y le pediremos a Dios que ilumine nuestras mentes y nos enseñe el camino que debemos seguir antes de volver a votar.
El abad metió los votos escrutados en el incensario, hurgó en los bolsillos de su sotana, sacó una caja de cerillos y les prendió fuego. Los dejó arder hasta verlos consumidos. Cuando el fuego se apagó, puso a un lado el recipiente.
–La noche será larga y la decisión difícil. No puede quedar el menor vestigio de duda... La votación debe ser totalmente unánime –recordó mientras guardaba la cajetilla de fósforos en uno de los bolsillos laterales de la sotana.
Después de un bufido con aroma a desencanto, Serafino se incorporó del asiento, esperó que los demás hiciesen lo mismo y a pasos lentos se dirigió hacia la capilla seguido por los demás frailes, quienes caminaban detrás de el formando pareja y en fila india.
Siquiera un susurro, sólo el sordo ruido de sandalias arrastradas sobre los adoquines del pasillo que conducían del salón de reuniones a la capilla, se escuchaba en la noche.
5
Ataviado con una larga sotana negra que evidenciaba casi a gritos que no le pertenecía y un rosario de perlas grises colgando de una de sus manos, Figueroa subía afanosamente por las escalinatas que conducen a lo alto del cerro La Bombilla.
El disfraz formaba parte del plan que había urdido para penetrar sin despertar sospechas al barrio y, lo más importante, para acercarse a Santiago fácilmente.
Un sacerdote amigo, de una orden distinta a la de los capuchinos, le había prestado la indumentaria religiosa. Para que se la diese el hábil médico lo embaucó miserablemente. Le dijo que pronto partiría a una peregrinación al Santuario de Fátima, y como conocía de “su abnegación y virtud cristiana”, no quería dejar pasar esa extraordinaria oportunidad para salpicar uno de sus hábitos con las aguas benditas del riachuelo donde la Virgen se le apareció a los pastores. Había tocado con tino la banal vanidad humana, por lo que el clérigo le entregó el traje sin reparos.
Al llegar cerca de una pequeña bodega enclavada al final de unas rudimentarias escalinatas, Figueroa se detuvo. Extrajo un arrugado pañuelo del bolsillo de la sotana y, mientras escudriñaba los alrededores, se lo frotó con agobio por la frente. Su obesa apariencia contrastaba con las macilentas figuras de los lugareños.
Arriba, a pocos metros de donde se encontraba, vio a Santiago hablando con una mujer que tenía a su pequeño crío en brazos.
El reloj acariciaba la medianoche y en el cerro la actividad seguía como si fuese aún de día.
Muy cerca de Figueroa, en un oscuro rincón donde funcionaba una taguara que estaba a punto de desprenderse al vacío, un grupo de malandrines que no pasaban de los catorce fumaban con desespero, como si no existiese un mañana. En sus manos sostenían mediajarras bien frías de cerveza, cuyas botellas lanzaban en una especie de fosa cercana luego de consumir su última gota. Alegres y aparentemente desentendidos del mundo y sus miserias, escuchaban a través de un radio portátil las incidencias de un juego de béisbol. Parecían unos jóvenes comunes y corrientes, como otros cualquiera, sin embargo no era así. Sus ojos destilaban odio, mucho odio, y un resentimiento social indescriptible. En sus semblantes se tatuaba, de forma firme y clara, el rencor ancestral que venían arrastrando a través de generaciones de privaciones, abusos y maltratos. Era la herencia que el mundo, su país y la sociedad, le habían legado y adherido a sus rostros como un sello de muerte y dolor.
Unos cuantos escalones más arriba, otros muchachos, que aún no habían llegado a la mayoría de edad, bebían ron a pico de botella y hacían chistes de mal gusto rompiendo de cuando en cuando en sórdidas carcajadas que iban acompasadas por eufóricos gritos y groserías. En el cinto de sus pantalones podía verse las empuñaduras de grandes pistolas, las cuales portaban sin ningún disimulo.
Tapizados con barrotes de hierro, puertas cerradas y aseguradas con una espiral de cadenas y sólidos candados, los tugurios y bares improvisados ubicados a orillas de las escalinatas del cerro seguían con su comercio de víveres y alcohol. Las compras se hacían a través de unas pequeñas ventanillas que semejaban el tragaluz de un calabozo, por las cuales, en apretujadas bolsas plásticas, los taberneros deslizaban el pedido no sin antes haber recibido la paga.
A lo lejos se escuchaban los gritos de una madre requiriendo la presencia de sus pequeños para que se fuesen a dormir. De otro rancho, construido con latas desdobladas y laminas de cartón piedra, la voz de una jovencita que tarareaba la canción que oía en una emisora local, era de vez en cuando ahogada por la tos seca de un anciano que parecía estar a punto de asfixiarse. Gritos y peleas entre marido y mujer. Trastos viejos cayendo al suelo con rítmico sonido y baldes de agua sucia que alguien arrojaba por la ventana de los ranchos, formaba parte de los ruido de la noche en La Bombilla.
Por instantes todo callaba. Un irreal silencio envolvía el barrio. A los pocos segundos otra vez el bullicio, las risas y los gritos. Era la sempiterna rutina en el cerro, donde la droga y el alcohol llegan más rápido que el agua y nunca faltan. Todos los días iguales, todas las noches lo mismo. Nada importaba. Menos si fuese de día o de noche. Lo importante era subsistir, sin saber por cuánto tiempo más. El futuro de los jóvenes eran las balas de los policías o el ajuste de cuentas entre bandas rivales por cuestiones de drogas o reparto de botín. Cada territorio, cada palmo de la escalinata, tenía un amo y el que se atrevía a violar esa ley sin pagar tributo, o piaje, como le dicen en las barriadas, su vida no valdría nada. Muy pocos arribaban a la mayoría de edad. Por ello la fingida alegría. No había tiempo para lágrimas, la miseria ya las había enjugado mucho antes de que naciesen.
La misma puesta en escena se repetía día tras día, año tras año y quién sabe hasta cuándo, en cada barrio de Venezuela. El guión, aunque invisible, había sido escrito con palabras claras y precisas por el hambre, la pobreza y el sufrimiento, la trilogía que lleva al dolor y al delito.
–Buenas noches padre, ¿qué anda buscando por estos lares? –escuchó Figueroa a sus espaldas.
Sobresaltado giró como un resorte a punto de salir de sus ejes. No había terminado de voltearse cuando encima de su sombra vio a tres malandros bien embriagados que le sonreían.
–Vine a ver a doña Camila, la madre de Juan Honorio, quien está muy enferma –dijo mintiendo, pero con voz firme, sin denotar miedo, aunque por dentro estaba tiritando.
– ¡Usted está perdío, padre!... Mejor pírese, porque dentro de poco va comenzá una rumba e’ plomo –advirtió fanfarrón uno de ellos sacando su pistola del cinto, la cual apuntó amenazador hacia el cielo oscuro.
Figueroa no contestó. Asintió moviendo la cabeza, pero sin perder de vista a Santiago.
El predicador seguía en el mismo sitio, por lo que, obviando las amenazas de los malandros y amparado en la seguridad que le concedía la sotana, siguió subiendo unos cuantos escalones. Al estar a unos pocos pasos de éste, repentinamente se detuvo y levantó la mirada.
Santiago lo observaba. Él hizo lo mismo. Se miraron fijamente durante instantes perdidos en el tiempo. Qué le transmitieron aquellos ojos, sólo Figueroa podría decirlo, lo cierto es que dio marcha atrás y regresó tambaleante por donde había subido.
EL MIÉRCOLES QUE VIENE CAP. 6 AL 10:
En ese trozo de papiro, escrito en arameo, también se afirmaba, claramente, que los nuevos guías celestiales de la humanidad aparecerían en diferentes países de todos los continentes, y que, al momento de nacer, tendrían una marca en su cuerpo que los identificaría entre ellos y que de las palabras escritas en su interior, además de otros símbolos, se sabría quienes eran falsos profetas y quienes no.
http://www.artilandiadediegofortunato.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario