domingo, 28 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 8).

  Según mi celular son las 11:41p.m. de un día que ya no recuerdo cuál es y tampoco me importa. Hoy al mediodía hice tres llamadas a casa. Una casi detrás de la otra. Hablé con Elsa y el bebé. Si ella no mintió, si dijo la verdad y no la que Carolina le dijo que dijera. Si no fue instruida y aleccionada por ella en tal sentido, el Diario debe morir. No sé si yo también.
  Nuestras tres conversaciones las grabé. Espero que las haya hecho en forma correcta para escucharlas y copiarlas en toda su fiel exactitud.
  Primera llamada:
  – Ah, ¿quién es? –pregunté al no reconocer la voz, quizás debido al angustioso tormento que llevo encima desde ya hace mucho tiempo.
  –Elsa, señor Leonardo –respondió extrañada la mujer de servicio.
  – ¿Cómo estás?… ¡Al fin llegaste! –pregunté un poco animado al saber que podía hablar con alguien que podría darme alguna pista sobre Carolina.
  – ¡Si! –contestó muy atenta y dispuesta.
  – ¿Supongo que estaba de vacaciones?
  –Si –respondió con otro monosílabo.
  – ¿Fuiste a Aruba? –interrogué con desenfado buscando una respuesta afirmativa.
  –No –negó en forma rotunda–. Espere un momento… Ya va…Ya va… –atinó a decir mientras la percibía alejarse un poco de la bocina.
  –Mire… ¿Y mi bebé?... ¡Póngamelo! –urgí presintiendo que me iba a dejar con la llamada colgada.
  – ¡Ya va!... Ya va…–dijo confusa, como si alguien, muy a su lado, le estaba dando instrucciones. Seguramente Carolina, de ahí las siguientes contradicciones.
  – ¡Ya!… Ya…–escuché de pronto del otro lado de la bocina. Era mi adorado Dorian.
  – ¡Hola papito!... ¡Qué niño tan lindo!... ¿Cómo está mi bebé querido y adorado?... ¿Te olvidaste de mi?... ¡Hola papito!... ¡Hola! –insistí con mis saludos, pero del otro lado mi amado Dorian no hablaba. Se había quedado ‘mudo’.
  Hacia el fondo escuchaba la voz de Elsa que le decía: “Dile que estás almorzando”.
  – ¡Hola!... ¡Hola! –dijo mi bebé en tono suave pero muy nítido y claro para su corta edad.
  – ¿Qué otras palabras dices? –pregunté, pero se quedó calladito, sin saber qué contestar o decir.
  – ¡Aló!.. Mire, señora Elsa…–requerí con cierta intranquilidad y desesperada premura.
  – ¡Papá! –pronunció Dorian, quien seguía a la bocina, en perfecta dicción.
  – ¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! –repetí yo y volví a insistir para que la señora Elsa se pusiese al teléfono–. Señora, Elsa… ¡Aló!... ¡Aló!... Señora Elsa, ¿usted está sola? –pregunté.
  La debía interrogar. Además, Dorian se había ya cansado de “hablar”.
  – ¡Claro!... Por eso es que le estoy hablando –contestó al tomar nuevamente el teléfono.
  – ¿Pero usted no fue para Aruba con ella? –pregunté.
  –Ella se fue antes –precisó–. Yo me fui con la señora Angelice (la hermana-confidente de Carolina) el día diecinueve (agosto).
  – ¿Para Aruba?... Ah, usted se fue con Angelice.
  – ¡Sí!… Sí… Primero estuve en mi casa, en el Guárico, y cuando regresé me fui para allá con la señora Angelice.
  – ¡Ah!... O sea que ella estuvo sola todo el tiempo.
  – Sí, ella se fue con el bebé –afirmó sin dubitar.
  –Mire dele mi bendición al niño, oyó –respondí entre pensativo y confuso.
  –Bueno… Mire, le tengo que dar unos mensajes –precisó Elsa–. Usted sabe que yo cumplo órdenes.
  –Bien dígamelos –accedí con el corazón acelerado.
  –Ella dice que no tiene ningunas ganas de hablar con usted.
  –Lo sé… Ayer me cayó a paraguazos –respondí haciéndole ver que había entendido el mensaje.
  – ¿Ayer? –repreguntó ella algo extrañada.
  –Sí, ayer –reconfirmé.
  –Bueno, ella también dice que van a hablar sólo cuando estén en el bufete de su abogado. Que lo va dejar ver al niño después que hable con el abogado, pero señor Leonardo, no se preocupe, puede llamar para acá a eso de las doce y veinte del mediodía, hora que aquí, como usted sabe, no está la señora, ¿entiende?
  –Sí, a la misma hora que estoy llamando ahora –la interrumpí.
  –Así es… O como a eso de las nueve y media (de la mañana). Ella, por ahora, siquiera quiere que hable con el niño… Yo, por mí lado no quiero problemas, ¿entiende?... Es un favor que le voy a hacer porque sé que usted es buena persona…
  – ¿Pero qué le pasa a ella? –la atajé.
  – ¡Ay, yo no sé! Ahorita se fue para casa de su papá a llevarle unas cosas a su hermana que llegó de viaje…
  –Pero ella está como enloquecida –sentencié tajante con un dolor que me perforaba el alma.
  –Usted sabe que ahí yo no me meto.
  –Sí, pero ¿está mal?… ¿Muy intranquila?…
  –No, señor Leonardo. Ella está tranquila. Yo no lo veo así.
  –Sí, pero por dentro está que arde, porque ayer, como le dije, me cayó a paraguazos. ¿Usted estaba en la casa ayer? –indagué para saber si el supuesto amante de la Cherokee azul o cualquier otro hombre estaba arriba con ella.
  –Si, ayer yo estaba aquí. Ayer fue que llegó su hermana.
  –Ah,… ¿Quién?... ¿Indira?
  –Sí, Indira. Llegó a las cuatro de la tarde.
  –Pero yo ayer al mediodía fui a buscar unos materiales de pintura que están en el maletero y coincidí con ella cuando llegaba… Después vinieron los paraguazos y ese poco de golpes… –mentí para disimular las verdaderas intenciones que me llevaron a estar en el sótano a esa hora, aunque ciertamente tengo un montón de cosas arrumadas en ese maletero, hasta ropa, zapatos y buenos trajes que ella, después de vaciar todo el closet con mis pertenencias, las “archivó” en ese nido de ratas y cucarachas.
  – ¡Jajaja!… Ja –respondió con una risita de asombro y complacencia.
  –Supongo que debe estar fúrica por eso –indagué para saber si sufría igual que yo.
  Acabado de decir esto el diálogo telefónico sufrió una pequeña interrupción. De repente dejó la bocina. No sé si fue para ir a atender a Dorian o para escuchar “órdenes” de quién sabe quién, porqué enseguida, al retomar la conversación, cambió de tema enseguida. De seguro había alguien a su lado. Quizás la propia Carolina.
  Además, si su hermana llegó de Italia y ella fue a visitarla a casa de su padres, porqué no llevarse a Dorian. Pudo haberlo hecho ayer. Lo pudo haber llevado ayer para que su tía viese lo grande y hermoso que está. Pero, ¿por qué dejarlo solo con el servicio en casa un día sábado? Mientras me hacía estas interrogantes y esperaba a que Elsa volviese a tomar el teléfono, vino su cambio de tema y otra corroboración de que mentía, ya que en mi sorpresiva pregunta de que si había ido a Aruba afirmó que “no”. La había traicionado el subconsciente. Luego, para resarcir el error y por indicación de quien tuviese al lado en ese momento, dijo que “sí”, que había ido a Aruba. Cambió todo el panorama en instantes y eso es raro, propio de una persona que miente. Bajo presión o no, pero miente. No dice la verdad o la tergiversa a su antojo y eso, esa táctica malévola, es propia de Carolina, toda una artista en el camuflaje de la verdad. Tanto, que a veces la martiriza. A veces martiriza la verdad de tal forma que ella, siendo la victimaria, la que comete el delito, enseguida se convierte en víctima. Es tan descarada, que aunque la sorprendas in fraganti en una cosa banal y más que insignificante, como, por ejemplo comerse una ración de leche condensada, que le encanta, ella sostendrá hasta la muerte que no fue así, que no fue ella, que a quien vieron no era ella… Lo sé, una persona de temer, pero la sigo amando.
  Retomo y transcribo la primera y atormentante conversación con Elsa y su mar de contradicciones.
  –Bueno, me imagino. En Aruba estuvo su hermana… (Aquí utilizó el verbo en tiempo pasado, como si alguien a su lado se lo hubiese indicado en ese momento y ella lo único que hizo fue repetirlo. Extraña, su forma de hablar). La cuñada de ella se fue prim… Ellas se fueron juntas…
  – ¿Con quién? –pregunté dócil, suave y con mucho desenfado, como si no me importase aunque, la verdad, estaba que ardía de furia, impotencia y a punto de estallar.
  – Con Marisela… Estaban todos…
  –Ah, se fue con Marisela a Aruba.
  – ¡Ajá! Después yo me fui con la Angelice.
  –Bueno, por favor bendiga a Dorian y dele un montón de besos de mi parte. Dígale que no volveré a llamar. Que es mejor así… –afirmé con una contenida ganas de llorar porque me sentí burlado, humillado y más que engañado.
  –Pero…
  –Lo haré a las horas que usted me indicó –aseguré recapacitando y echando a tierra mi impulsiva decisión anterior–. Bueno, chao señora Elsa… Voy a trancar porque el teléfono están por cortármelo, okey…
  – ¡Okey!... Bueno, pues.
  –Chao, besos al bebé.
  La conversación estuvo llena de contradicciones. Además, cómo iban a caber todos en la Explorer. Supongamos que Carolina iba al volante aunque no le guste conducir. Marisela a su lado, en el asiento delantero. Atrás, el bebé bien asegurado en su silla de viaje, la cual ocupa bastante espacio, junto a Milángela y Federico, los hijos de Marisela, y Elsa, la nana y, para colmo, un poco más atrás todo el equipaje. No cabían. Elsa se enredó. Olvidó echar bien el cuento. Se evidenció cuando titubeó y casi se descubre en su propia mentira cuando dijo: “Marisela se fue prim…”, cosa que pronto corrigió al decir “se fueron juntas”. La perdono. Elsa es buena persona y se ve que no sabe mentir. Fue inducida a hacerlo. Tenía que preservar su trabajo. No tenía otra alternativa. Carolina la hubiese despedido y sacado enseguida de la casa si no hacía lo que le pidiese.

MAÑANA:                                                                    
  Y después, delante de sus amigotas del Club de Enrolladas en Busca de Expiación al que pertenece, y pasar el tiempo patrocinando cursos de costura y manualidades, se la da de dama caritativa con infladas ínfulas de filantropía.


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