domingo, 7 de noviembre de 2010

5 de septiembre (Parte 1).


  Son las 8 p.m. Acabo de regresar del tour de la angustia. Fue tanta la intranquilidad y el tormento que creí que me iba a infartar. Que no saldría vivo del tour.
  Toda la tarde tuve un presentimiento, tan vívido que a ratos cortaba mi respiración. Inquieto, fumaba un cigarrillo tras otro sin saber porqué y qué estaba pasando en mi cuerpo y cerebro. Caminaba de un lado a otro de la cascarita y siquiera podía salir e irme a algún lugar distante a tomar un poco de aire porque Freddy, el ayudante de carpintería de Joaquín, pasó parte de la mañana instalando una portezuela y pegando unas repisas que faltaban en el interior de la despensa que está debajo de la hornilla de la cocina.
  Como llegó la hora del almuerzo se fue y regresó a las dos de la tarde a fin de concluir lo que había empezado.
  Freddy es inquieto y hablador. Como tenía puesta música clásica en la radio, comenzó una cháchara intelectualoide. Habló de todos los libros que había leído y de su experiencia como camarógrafo. No paraba mientras ponía clavo, tras clavo y trataba de cuadrar la puertezuela en su lugar. Aunque la charla era amena, mi mente estaba en otro lado y comencé a inquietarme. Quería salir e indagar sobre mi presentimiento: el regreso de Carolina a la ciudad. Hasta le serví de ayudante para que se apurara y terminase de una vez por todas con lo que había venido a hacer.
  ¡Al fin!... De repente dijo que había terminado y que volvería en la mañana para rematar los detalles. Antes de irse le regalé unas camisas que ya no usaba. Se fue agradecido y prometió que al día siguiente traería unos libros para que los leyese. Se despidió amablemente.
  Apenas lo vi subir la cuesta corrí a la ducha. Me aseé lo más rápido que pude, aunque estaba bastante sucio y sudado, porque mientras Freddy hacía lo suyo y no requería de ayuda, me puse a limpiar el traje negro de shantú en seda que se había vuelto blanco del moho que se le adhirió. Lo mismo hice con tres lienzos de mí última colección que, pese a la limpieza, creo que no tienen remedio. La parte de atrás de las telas están salpicadas de hongos y manchas verdosas producto de la humedad. No se las pude quitar por más que lo intenté. Bueno, al menos eliminé lo grueso. Después de limpiarlas la asoleé. Hoy el día está hermoso. Dios le concedió un poco de luz a esta mohosa montaña.
  Terminé de bañarme a eso de las cuatro y tanto de la tarde. Me vestí apresurado y salí en el auto. Corría y pensaba como un desesperado. O, era al revés: pensaba como un desesperado y corría. No lo recuerdo. En el cruce de Gavilán hacia Oripoto instintivamente marqué el 9613056, el número de casa, el mismo que con desesperada insistencia estuve marcando todos estos últimos días y hoy más que nunca.
  ¡Bingo!... Me atendió Pablito, el primer hijo de Carolina. Oí su voz: “¡Hola, quién es!”. Sin saber porqué, quizás por lo inesperado y la impresión, cerré la llamada. Enseguida me sobrevino una fuerte taquicardia salpicada de una mortal y negra angustia. En la vía me topé con un grupo de mongólicos automovilistas que se desplazan como tortugas debido a un repentino y fugaz chaparrón. Impaciente, comencé a adelantarlos con febril locura. Saqué del portaguantes la carterita repleta de un cuarto de litro de gin que siempre guardo allí para cualquier “emergencia” y, bajo la presunción de que iba “descubrir algo” que aniquilaría mi ser, nervioso comencé a beber sorbos de la relajante bebida. Mientras conducía centenares de interrogantes surcaron como relámpagos mi mente. “¿Será qué Pablito regresó del viaje con su padre y subió al pent house a buscar ropa o algo que le hacía falta y después se irá otra vez porque Carolina sigue en Aruba? Sí, así debe ser, ya que Carolina ante de partir e impregnarme de insultos y maldiciones, dijo que regresaría el 8 de septiembre”, respondió mi mente tratando de descifrar el enigma.
  Al rato mi parte lógica y pensante se recriminó: “¡Qué tonto fui! Porqué no lo saludé e interrogué para saber de Carolina”.

MAÑAÑA:                                                                              
  El tráfico, esa bestia corpulenta compuesta de latas que ruedan, atentaba contra mí vida y estabilidad emocional. Empecé a sentir la sensación de que el brazo izquierdo se estaba adormeciendo al tiempo que la garganta se volvía seca y pastosa.