Caps. 16 al 20.
A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de la novela, la cual forma parte de la trilogía El Papiro. En total son 287 páginas, divididas en veintisiete capítulos, por lo que la semana final dividiré en dos partes los últimos siete. Al terminar, se editará bajo el mismo procedimiento La estrella perdida y, al finalizar, La ventana de agua, las dos siguientes novelas de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.
SINOPSIS
Ante el temor de estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina inician la despiadada persecución de un joven predicador. La Santa Sede aprueba la acción porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el propósito de asesinar al predicador. Enigmas, romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde hasta las sombras tiemblan.
16
Era viernes. Un viernes como cualquier otro en el barrio. La noche comenzaba a tender su manto festivo sobre la ciudad, y el barrio era parte de ella, por lo que desde muchos de los ranchos se escuchaba música de todos los colores y calibres. Los muchachos se contaban cuentos y hacían chistes mientras se tomaban sus mediajarras bien fría o fumaban un pito de marihuana. Los malandrines, algunos recién bañados y vestidos con sus mejores atuendos, se disponían a bajar a la gran ciudad. Para ellos no era el fin de semana, sino el comienzo de una noche de “trabajo” productivo. Los viernes, y los sabían bien, eran los días que conseguían los botines más suculentos, tanto cerca de los bares y restaurantes lujosos, como en las buenas casas de los alrededores del barrio, a las cuales preferían saquear porque si se les presentaba algún inconvenientes o los acosaba la policía, se refugiarían rápidamente en el barrio, donde los gendarmes no entrarían ni que les doblasen su paga mensual.
Ese día, ese viernes que se presagiaba agitado, Santiago no se alejó de su refugio. Había decidido no subir a La Bombilla. Se quedó en casa.
A través de la ventana podía vérsele arrodillado con la cabeza inclinada frente a una cruz artesanal hecha con dos robustas ramas. En el centro tenía trenzado un ramillete de flores lilas y blancas que parecían recién cortadas.
Rezaba abstraído. Tenía los dos brazos entrecruzados en forma de equis sobre el pecho y cada una de las manos ligeramente apoyadas en sus hombros.
Semejaba una imagen etérea. Estaba tan inmóvil, que la distancia cualquiera lo hubiese podido confundir con una estatua de mármol y no con un ser vivo inmerso en profunda oración, a no ser por el insólito evento que estaba por ocurrir.
El dorso de sus blancas manos, en la que se dibujaban con precisión la ruta de las venas, comenzó a teñirse con rosetones que poco a poco se transformaron en manchas de sangre que parecían fluir sin detenerse. Siquiera una gota, sólo sangre viva, germinaba de ellas mientras seguía arrodillado, orando.
En esa posición y con las manos brotadas en sangre, estuvo quieto un tiempo indeterminado. Luego, lentamente, los contornos de su cuerpo se fueron iluminando y comenzó a elevarse del suelo despacio, muy despacio, frente a la cruz, cuyas flores ahora brillaban con destellos vivos, casi humanos. Después, poco a poco, todo se fue tiñendo de blanco, un blanco reluciente y aperlado.
En ese estado de contemplación, nunca hubiese podido imaginar que alguien, desde fuera, lo miraba.
No obstante Raquel, la joven adolescente del barrio La Bombilla estaba allí, observándolo amparada tras una vieja pared de concreto. Hace semanas sabía donde vivía. Una noche, lo siguió junto a Juan, El Remedón, su entrañable amigo del barrio, en el desvencijado cacharro que este había comprado meses antes. Era su tercer intento para conocer dónde se metía Santiago y qué hacía en las noches y, esa vez, al fin tuvo éxito.
Raquel lo observaba con tierna complacencia. Por lo incómodo de su ubicación sólo lograba verle parte de la cabeza, la cual resplandecía. Creyó que era debido al farol que lo alumbraba. Inquieta, estiraba su cuerpo. Hacía esfuerzos para alcanzar a ver un poco más, pero no lo lograba. Sospechaba, al igual que cualquier otra mujer enamorada, que el hombre que amaba en silencio estuviese con otra. Que por eso no había ido esa noche, la noche de un viernes, al barrio.
Las dudas, esas incontrolables imágenes que los sentimientos vierten sobre la razón para turbarla, jamás le hicieron sospechar que el hombre que llevaba paz y sosiego al barrio, estaba sumido en un estado divino, levitando ante sus ojos.
Era evidente que desde hacía tiempo su interés por Santiago no era estrictamente espiritual, sino también femenino. Que cuando la veía, sus ojos no tenían otro camino que su cuerpo. Lo amaba en silencio, un silencio que la ahogaba. Aquel muchacho delgado, de palabras suaves y aterciopeladas, se prendó de tal forma de su corazón, que estaba a punto de desgarrarlo. Todo su ser latía con la energía y pasión de un amor incontrolado.
En su alma había fabricado un nido, pero estaba vacío, porque el pájaro no conocía el rumbo y ella quería revelárselo… Lo idealizaba tanto, que en sueños se veía atrapada en sus brazos, acariciándola con ternura mientras el crepúsculo desvanecía las penas en el horizonte.
En el barrio todos sabían que un amor puro y cristalino había germinado entre la miseria de los ranchos, pero nadie se atrevía a hacer comentarios. No querían herir la inmaculada imagen de Santiago, ni la de la dulce muchacha, a quien todos querían y estimaban mucho. “Se le pasará, son cosas de adolescentes”, decían.
Su ansiedad la arrastraba a hacer locuras, como la de esa tarde, pero no le importaba. Todo valía la pena, si con ello podía conquistar el amor de Santiago. Quería gritar con todo su aliento cuánto lo amaba. Revelarle al mundo las campanas y el coro de ángeles que escuchaban sus oídos apenas lo tenía frente a sus ojos.
Raquel sólo buscaba una señal, una chispa, para revelarle todo su amor… Decirle lo mucho que temblaba su cuerpo y cómo se le oprimía el corazón cuando lo tenía cerca.
Ese amor no correspondido, lejano, la ahogaba. Sólo la ilusión de ser querida algún día por Santiago, la sacaba de su aflicción y le devolvía, por instantes, la paz. Una paz que a veces no podía controlar. Por eso su alocada aventura de ir a espiarlo.
Agobiada por las dudas y el desespero, de no poder alcanzar a ver lo que quería, de no saber con quién estaba o qué hacía, la hizo, impulsivamente, subir por las escalinatas a medio construir que conducían a lo alto de la edificación.
A esa misma hora que Raquel comenzaba subir hacia el refugio de Santiago, en el cerro La Bombilla, confundidos entre la multitud que se había reunido esa noche para escuchar a Santiago, se encontraban Figueroa junto a Basilisco y el comisario Fernando Lisias.
Había más personas que de costumbre porque el predicador había dicho que ese viernes haría importantes anuncios, pero éste no se presentaba. Normalmente Santiago comenzaba sus prédicas a las siete de la noche, pero ya eran cerca de las siete y media y no aparecía. La multitud estaba impaciente y algunos comenzaron a dejar el grupo para regresar a sus ranchos y a sus sempiternos quehaceres.
De pronto una fuerte y bien timbrada voz se escuchó escaleras arriba.
–Jesucristo es la verdad… Es el camino, la verdad y la vida. Y yo, como hijo de Dios he venido a ustedes a dar testimonio de la verdad y alertarlos sobre los próximos acontecimientos… Para eso he nacido y por ello estoy aquí, con ustedes.
Era Santiago, quien bajaba con los brazos juntos en forma de cruz sobre el pecho. Nunca antes había aparecido de esa forma tan teatral e inesperada. Siempre, antes de comenzar sus prédicas, llegaba al lugar de encuentro antes que los demás, tiempo que aprovechaba para conversar con los primeros en arribar. Todos quedaron pasmados. Inmutable Santiago bajó unos cuantos escalones más y se detuvo en el sitio desde donde siempre acostumbraba a dirigirse a los habitantes del cerro.
–Todo el que esté con la verdad en su corazón escuchará mi voz y comprenderá que lo que les digo escrito está… –afirmó luego de un pausado suspiro–. Jesucristo es Dios, un Dios que por amor a nosotros se hizo hombre. Su misión era y será siempre la de sacarnos del error y del pecado, para luego perdonarnos y llevarnos junto a Él para que disfrutemos de la vida eterna... –precisó.
Los que se habían alejado, regresaron. Los de los ranchos cercanos, que pensaban escuchar sus palabras desde el interior de las casas, salieron. El grupo se fue haciendo poco a poco más grande y compacto.
–Para que disfrutemos de la vida eterna, para que eso suceda –repitió haciendo sobrevolar la mirada sobre los presentes–, hay que escuchar a Dios y abrir el corazón para que Él entre en ustedes. Y recuerden... Y nunca lo olviden, amigos míos, que Jesús nos salvó… Salvó a los hombres, amando y obedeciendo al Padre en todo. Su compromiso en la tierra lo llevó a entregar su vida por amor... Sufrió y murió en la cruz por nuestros pecados… ¡Por esta cruz!... –exclamó extendiendo los brazos hacia los lados, en forma de Cristo.
De pronto calló. El silencio se hizo prolongado, pero dulce. La multitud esperó absorta, sin hablar. Siquiera un suspiro se escuchó en el barrio. Todos lo observaban atentos. Con esfuerzo y sin pronunciar siquiera una sílaba, Santiago inclinó el cuerpo hacia adelante. Sus torpes movimientos hacían presumir que algo muy pesado, pero imperceptible al ojo humano, cargaba sobre su espalda.
Profusas gotas de sudor invadieron la frente de aquel joven que se había convertido en líder espiritual del barrio. Tambaleante, trató de dar unos pasos hacia el borde de las escalinatas, pero no pudo. Se notaba muy fatigado. Con dificultad alzó el rostro, que hasta ese momento apuntaba al suelo, y su semblante irradió un sufrimiento indescriptible.
– ¡Por esta cruz!... ¡Por esta!... ¡Cristo murió por esta cruz! –repitió desconsolado, mientras movía una de las piernas hacia adelante para recobrar el equilibrio.
Con mofa Figueroa y sus acompañantes se miraron burlones. Era una forma de disfrazar su confusión. Habían sido estremecidos, no tanto por las palabras del joven, sino por la inesperada escena y la extraña sudoración del predicador.
Sin darle mayor explicación a aquella unción espiritual que acababan de presenciar, cada uno comenzó a examinar minuciosamente a Santiago, el lugar donde estaban y el tipo de personas que asistían a sus prédicas, único motivo que los había llevado hasta lo alto del cerro esa noche.
–Ese muchacho está perdiendo el tiempo hablando de Dios. –rompió mordaz el silencio Fernando Lisias–. Eso no da dividendos. Si con esa pasta de líder, ese carisma que tiene, se hubiese metido a político, ya estaría bien enchufado en el alto gobierno.
–Vinimos a otra cosa y me parece estúpido que distraigamos nuestra atención en tonterías –recriminó tenso Basilisco, haciendo gala de su mal humor y talante infernal.
– ¡Tranquilízate, chamo!… Esto es pan comido. A ese muchacho me lo llevo yo con una sola mano –puntualizó Ferrnando a fin de serenar a su impaciente amigo.
–Es verdad, hijo. Tiene razón. Si perdemos la calma, toda esta gente se nos vendrá encima... Esperaremos el momento preciso y cuando el comisario lo indique actuaremos –recomendó Figueroa casi susurrándole al oído en tono conciliador.
–Donde esté el cadáver, allí se juntarán los buitres, decía San Mateo y tenía razón… ¡Mucha razón!... –sentenció Santiago–. En esas palabras no hay ningún enigma, sino el anuncio de la venida del hombre, de nuestro Dios –precisó tajante y calló.
Al oírlas Figueroa se estremeció de pies a cabeza. Comenzó a temblar epilépticamente y sintió como un frío mortuorio recorría cada centímetro de su cuerpo. Segundos después, tal como vino, el temblor desapareció. Cuando pensó que el peligro había sido conjurado, que el malestar experimentado se debía a una súbita baja de tensión y que sus signos vitales estaban reestableciéndose rápidamente, fue sorprendido por un sofocante calor. Sus poros, los millones de ellos que se juntaban milímetro a milímetro en los espacios de su piel, se abrieron descomunalmente empapándole la ropa. El corazón se le aceleró de tal forma que creyó que un infarto estaba a punto de hacerlo estallar. Aterrado, levantó los ojos en busca de ayuda y se encontró con los de Santiago, quien lo miraba fijamente. En ese instante las pupilas del médico se tiñeron de horror al ver a poco centímetros de su nariz, como si se tratase de la proyección de una película en cámara rápida, las escenas del momento que masacró al neonato en San Felipe y el instante en que arrojó el cuerpecito del bebé en la zamurera para que los buitres carroñeros se lo comieran.
El silencio de Santiago fue breve, no así el terror y la angustia de Figueroa. El predicador desató sus ojos de los del médico e imperturbable prosiguió con el sermón.
–No pretendo ser apocalíptico, pero ya se están viendo las señales cósmicas que precederán la llegada del final de los tiempos… Reflexionen sobre lo que les voy a decir. Escuchen bien, porque aunque estas palabras salgan de mi boca, no son de mi invención –anunció. Luego, en tono profético, señaló–: Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre y entonces se golpearán el pecho todas las razas de la Tierra y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. Él enviará a sus ángeles con sonoras trompetas y reunirán de los cuatro vientos a sus elegidos, desde un extremo de los cielos hasta el otro…
Santiago inclinó la cabeza y volvió a callar. Dejó volar entre los fieles el mensaje que acababa de transmitir, aunque sabía que esas alegorías no podían ser absorbidas en toda la profundidad que el hubiese querido por los humildes moradores del barrio.
Figueroa, intranquilo, trataba de secarse con un ridículo pañuelo de cuadros verdes el copioso sudor que no cesaba de manarle de la frente. Todavía confuso por lo que le había ocurrido, no comprendía el interés de Serafino por aquel muchacho que parecía inofensivo. Sus sermones no representaban peligro para nadie y mucho menos para “la Iglesia, su poder y ramificaciones”. Pensó que el prior de la misión exageraba o, en el peor de los casos, comenzaba a tener los primeros síntomas de Alzheimer. “La edad lo ha convertido en un viejo paranoico que ve demonios hasta en la sopa”, se dijo a si mismo.
En el cerro la multitud permanecía expectante. Quería escuchar de boca de Santiago los importantes anuncios que había prometido, pero estos no llegaban.
Sereno, el predicador retomó la palabra.
–Aprendan de la parábola de la higuera que dice: Cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca… Así también ustedes, cuando vean que lo que les digo se avecina, sabrán que Él, El Omnipotente, el Dios del cielo y la tierra, está cerca.
Santiago no estaba hablando por hablar, ni recitando frases inconexas o proverbios extraídos al azar de la Biblia. No, trataba de alertar a la muchedumbre sobre lo que pronto devendría, aunque para ello citaba párrafos de Las Sagradas Escrituras. No podía revelar con palabras llanas lo que sabía, lo que por designio divino conocía, ya que habría causado un gran pánico y desconcierto.
Sin hacer el más mínimo ruido Raquel subió por las derruidas escaleras. Cuando se encontró frente a la puerta del apartamento de Santiago no sabía qué hacer. Dudaba. Se debatía entre tocar o dar media vuelta atrás e irse. Su indecisión se disipó al golpear instintivamente la madera con sus frágiles nudillos.
Esperó. No obtuvo respuesta. Segundos después volvió a tocar, pero con mayor fuerza e insistencia. Aguzó los oídos para percibir cualquier ruido que viniese del interior y aguardó callada. Nada, nadie contestaba. Intranquila, porque sabía que Santiago estaba ahí, volvió a hacerlo, pero esta vez en forma impertinente y decidida. De pronto, desde adentro el silencio fue roto por una interrogante.
– ¿Quién es?
– ¡Soy yo, Raquel! –afirmó tímidamente la joven.
– ¿Raquel?... –se escuchó con asombro desde el fondo del apartamento–. ¿Qué haces aquí?… ¿Cómo supiste dónde vivía? –preguntó mientras abría la pequeña puerta de par en par.
–Discúlpame, Santiago, pero necesitaba verte –refirió al tenerlo frente a ella.
El predicador tenía la camisa ligeramente desabrochada, dejando al descubierto los incipientes vellos castaños de su pecho.
– ¡Pasa y cuéntame!... ¿Qué sucede? –inquirió afectuoso mientras abotonaba con premura la camisa.
–No, no es nada… Perdóname que haya venido a molestarte… Tenía un presentimiento y quería saber si estabas bien… Que nada malo te había ocurrido –argumentó mintiendo a fin de disculpar su presencia.
–Todo está bien Raquel. Pero cómo te enteraste que vivía aquí.
–Disculpa… ¡Qué locura!... Bueno, una vez te seguí con Juan, un amigo mío del barrio… Tú lo conoces –expresó meciendo apenada la cabeza–. Fue una estupidez… Una niñería... Vine porque creí que estabas en peligro –concluyó para justificarse.
–Lo que ha de pasar pasará y será pronto, pero no hoy, querida amiga… Todo acabará por el bien de la humanidad –aseveró sereno.
– ¿Queeeé?... ¿Qué dices?... –soltó abriendo de par en par sus espléndidos ojos azules–. Entonces tenemos que… –intempestivamente se contuvo al ver que las manos de Santiago estaban vendadas–. ¿Qué te pasó?... ¿Quién te hizo daño? –preguntó.
–No es nada…Nadie me lastimó… Sólo son unos rasguños… Estuve trabajando en la moto y tuve un pequeño accidente, pero pronto estaré bien –refirió con disimulo sin saber dónde esconder las manos.
–No me mientas, por favor… Lo de tus manos te lo creo, pero, por Dios, dime quién te quiere hacer daño… ¡Dímelo, porque quiero ayudarte!… En el cerro hay mucha gente que daría la vida por ti –afirmó maternalmente.
–Gracias amiga, pero no hay nada que se pueda hacer ni nada que pueda evitarse –respondió tranquilo–. Sólo debo esperar la voluntad de Dios… Él sabrá qué hacer conmigo… –precisó metiendo las manos en los bolsillos del pantalón a fin de ocultarlas–. Es su voluntad, yo sólo soy su instrumento –concluyó.
Raquel lo escrutó de arriba a abajo. Tan aguda fue su mirada, que Santiago bajó la cabeza. Después la fue subiendo lentamente y fijó los ojos en un punto neutro de la pared.
–Mis acciones no son mías, sino de Dios y su amor es mi amor… Es el amor del mundo el que habla…– afirmó como si estuviese distante, fuera de la presencia de de cualquier otra persona.
Raquel no podía contener los nervios, pero asintió moviendo la cabeza, como si entendiese lo que decía, aunque estaba totalmente perdida.
Al terminar la última frase, Santiago repentinamente entró en una especie de trance espiritual y comenzó a recitar en voz suave, casi en susurro, pero con tal claridad que cada una de sus palabras parecían desprenderse del cielo.
–Si yo hablase lenguas humanas y angélicas y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o como címbalo que retiñe… Y si tuviese el don de la profecía y entendiese todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy…Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve… El amor es sufrido, es benigno. El amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece. No hace nada indebido. No busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor. No se goza de la injusticia, más se goza de la verdad… Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta…
Por momentos Raquel creyó que Santiago había enloquecido. Trató de interrumpirlo, pero sus esfuerzos fueron vanos. Se echó sobre el viejo sillón que había en la sala y no le quedó más remedio que escucharlo. De la incredulidad pasó al embeleso al oír aquellas palabras que salían de su boca.
–El amor nunca deja de ser, pero las profecías se acabarán y cesarán las lenguas y la ciencia acabará… Porque en parte conocemos y en parte profetizamos, más cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte acabará… Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, jugaba como niño, más cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño… Ahora vemos por espejo, oscuramente, mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como fui conocido… Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres, pero el mayor de ellos es el amor –finalizó con un suspiro.
Al concluir Santiago quedó inmóvil. Su mirada seguía fija en el mismo lugar de la pared donde minutos antes la había hundido. Su rostro reflejaba una paz indescriptible.
– ¡Aquí estoy!... ¡Epa!... ¡En el sofá!… –exclamó la joven agitando las manos para recordarle su presencia.
– ¡Lo siento, Raquel!… Estaba pensando en otra cosa y de repente me distraje.
– Lo sé… ¡Me di cuenta!... De eso no me queda la menor duda porque hasta te olvidaste que estaba aquí…–dijo sonriéndole.
Raquel no se molestó en preguntarle el porqué de su súbita abstracción.
Era evidente que por la experiencia vivida antes de que ella llegase, el predicador había entrado en un profundo éxtasis, en un desdoblamiento, por lo que declamó con santa devoción el capítulo trece de la primera epístola de San Pablo a Los Corintios.
Después de aquello Raquel quedó totalmente convencida de que Santiago era una persona diferente y muy especial. Como un ángel enviado por Dios para aplacar las aflicciones y angustias de los pobres del barrio. Además, ella lo amaba tan intensamente, que nunca hubiese percibido nada malo en sus acciones. Todo lo que hacía estaba bien y su comportamiento no necesitaba explicación o razón alguna para ella.
17
A la misma hora que Raquel conversaba con Santiago en el refugio del Alto Hatillo, a unos diez kilómetros de distancia de donde se encontraban, Figueroa, Basilisco y el comisario Fernando Lisias, no daban crédito a lo que acababan de ver en lo alto del cerro La Bombilla: El mismo Santiago, que hasta hace sólo instantes estaba frente a ellos pronunciando un sermón, desapareció como por arte de magia.
Todo sucedió en instantes, al mejor estilo de los grandes magos. Moradores y extraños presenciaron atónitos como, en un parpadeo, el predicador se evaporó ante sus propias narices.
Estupefactos, los más jóvenes se dividieron en pequeños grupos y comenzaron a buscarlo. Aunque el barrio es grande y con muchos escondrijos, era difícil moverse entre sus veredas sin ser notado. Allí hasta las sombras tenían ojos. Los más acuciosos escudriñaron en cada recoveco posible donde podría haberse escondido. Preguntaron aquí y allá, pero nadie supo decirles dónde estaba o qué había pasado con Santiago. El suceso tomó tan de sorpresa a los habitantes del cerro, que muchos, más que todo las ancianas, se retiraron a sus viviendas a rezar. Los muchachos, los que todavía no habían cumplido los nueve o diez años, asumieron la cuestión deportivamente y empezaron a tejer las más disparatadas conjeturas y hacer chistes sobre lo ocurrido.
No hubo humo ni bambalinas o magia blanca o negra detrás del escenario. Santiago, que momentos antes estaba pronunciando el sermón en un rincón de las escalinatas, de pronto se esfumó.
John Dark, por instrucciones recibidas desde la Misión, también estaba esa noche en el cerro La Bombilla. Fue otro de los testigos de la desaparición.
El veterano ex capitán no se sentía desorientado. Después de las penurias sufridas en Afganistán ya nada podría espantarlo. Hace tiempo que había perdido toda capacidad de asombro. En su mente tenía una sola idea: atrapar al tal Santiago. “He viajado desde tan lejos para cumplir con un encargo y no habrá nada ni nadie en el mundo que me detenga, menos un simple juego de prestidigitación”, se decía mentalmente.
Entendía que su misión como Justiciero de Dios era sagrada. Que era un monje guerrero y que debía cumplir, lo antes posible, con el divino y secreto compromiso que le había sido confiado.
Aunque no se quebraba ante ningún peligro o misión por más dura que esta fuese, Dark tenía un lado oscuro. Un secreto que le era difícil controlar, y que él, más que ninguna otra persona en el mundo, lo sabía: dependía del alcohol. Era un enfermo, un alcohólico que a veces no podía dominar el diablo que vivía dentro de cada copa.
Durante toda su vida manejó a la perfección las situaciones más difíciles, tanto en combate como en la sociedad civil, pero en ocasiones el alcohol se convertía en su oponente más letal. No obstante, tenía a su favor que en más de una oportunidad, cuando se lo proponía, dejaba de beber por varios meses…Su haraquiri mental consistía en una desintoxicación espontánea, por muy dolorosa que fuese. Buscaba la sobriedad y al alcanzarla la cumplía con rigidez militar en las sombras de su propia conciencia. Era una forma de autocontrol, de decirse a sí mismo que aún estaba vivo.
Al salir del barrio, pese a no haber adelantado ni un milímetro en la misión encomendada, se sentía satisfecho. Por ello se concedió un momento de relax y se instaló en la barra del Tamanaco, hotel donde había decidido permanecer algunos días más.
En la turbulencia de su mente planificaba, entre tragos y tragos, la forma y el momento en que debería capturar a Santiago y cómo se las arreglaría para llevarlo, de acuerdo a las órdenes recibidas de Ravenna, ante la presencia del abad y los monjes de San Felipe.
Ignoraba que tenía competidores, aunque esa misma noche estuvieron sólo a unos pasos de él. Una cosa segura tenía entre cejas y cejas: “A ese conejo me lo llevó mansito al monasterio capuchino. Ese triunfo nadie podrá arrebatármelo”, se decía.
Mientras sorbía en silencio su séptimo whisky, pensaba que el mundo en el que vivía era transitorio y la vida del hombre efímera, tal como el vuelo de un ave que en instantes rasga el cielo libre, feliz y al otro, antes de llegar al nido, podría caer muerto y sin saber porqué.
En el fondo de su alma atormentada, estaba plenamente convencido de que la vida definitiva, pura y real, se alcanzaba complaciendo la voluntad de Dios, y que, como recompensa, El Señor lo trasladaría a un paraje infinito donde no habría más dolor, ni llanto, ni enfermedad, pues la muerte habría sido vencida definitivamente y que él, John Dark, aunque no conocía el motivo, ni el porqué, debía someter y asesinar, si era preciso, a Santiago. Creía, firmemente, que era un elegido, El Sagrado Elegido, que cumplía un designo divino y que con su acción ganaría el perdón eterno y el tan añorado y misterioso paraíso.
18
Un vendaval que amenazaba a lluvia azotaba los predios de la Misión.
En un pequeño dormitorio ubicado en el fondo del monasterio, Lucindo, recostado cuan largo era en un rústico catre de hierro, fumaba despreocupado el cigarrillo que había encendido momentos antes.
Al notar que la manija de la pesada puerta de madera giraba, botó la colilla al suelo y esperó a que la puerta se abriese.
Segundos después, como una sombra apareció debajo del marco la figura de Serafino, el viejo regente de la Misión.
No hubo palabras, ni saludos. Serafino entró y tras él aseguró con llave la puerta.
Los dos monjes se miraron y en silencio recorrieron con la vista sus cuerpos.
Lucindo deshizo su posición inicial, se incorporó levemente y levantó su sotana hasta la cintura, dejando al descubierto medio cuerpo.
Ni una señal. Los dos monjes sólo se entrecruzaron miradas seductoras, como si fueran dos quinceañeras enamoradas.
Con impaciente lascivia reflejada en el rostro, Serafino se le acercó, se sentó en el borde de la cama y comenzó a acariciarle sus partes íntimas, las cuales estaban cubiertas por un grueso pantalón de gamuza color verde oliva.
Pasados algunos instantes, lentamente, como si se tratase de un ritual, descorrió la cremallera del pantalón sin apartar la vista de la protuberancia que de ella asomaba. Cuando estuvo totalmente abierta, metió la mano en su intimidad, tomó el miembro erecto del jorobado monje y se lo llevó a la boca.
Instantes de silencio monacal. A los pocos minutos se escucharon jadeos y suspiros secos de placer, hasta que Lucindo se vino y Serafino englutió en su boca el caliente semen de su compañero de votos.
Afuera la tormenta ya había tomado cuerpo. Rayos y relámpagos tronaban en el oscuro cielo, el cual parecía querer partirse en mil pedazos.
Todavía jadeante, el viejo prior de la Misión se tendió del lado contrario del lecho. Lucindo se incorporó, tomó la caja de cigarrillos que estaba sobre una rústica mesita de madera y encendió dos. Se acercó a Serafino y le puso uno entre los labios.
– ¿Has sabido algo del Justiciero? –preguntó tirando la cerilla al suelo.
– ¡Nada!… Espero que ese demente se comunique pronto conmigo –dijo después de exhalar una gran bocanada de humo.
Allí, como dos amantes furtivos, permanecieron conversando unos quince minutos más. Hablaron de la forma como debían dirigir el interrogatorio de Santiago al tenerlo entre sus manos y quiénes podían estar presentes cuando se diese el momento.
Recuperado de la fatiga, Serafino se incorporó de la cama, se acarició el estómago y le sonrió a Lucindo.
– ¡Vamos!… Hay muchas cosas que hacer –expresó y ambos salieron asegurando tras ellos la puerta de la celda con un candado.
En la noche la tormenta había desencadenado toda su furia. La calma reinante en la Misión sólo era rota por el sonido del agua que presurosa corría por los drenajes del techo para bajar y estrellarse con estrepitosa violencia sobre las viejas baldosas de terracota del patio trasero.
Serafino dormitaba en la mecedora de su despacho cuando escuchó el insistente repiqueteo del teléfono.
Con hastío se incorporó y fue a atender la llamada.
Era John Dark totalmente borracho. Solicitaba su aprobación para matar a Santiago en caso de que fracasase en su intento de llevarlo con vida a la Misión.
Serafino encolerizó. Le prohibió terminantemente hacerlo. Le dijo que antes él y los otros monjes debían interrogarlo y examinar minuciosamente su cuerpo. No obstante, para tranquilizarlo, le aseguró que, de comprobarse lo que sospechaba, podría hacerlo después, cómo y dónde quisiese, siempre y cuando no dejase ningún rastro que involucrase a la Misión.
Antes de colgar, el prior le rogó que no volviese a llamarlo en las condiciones que estaba, de otra forma elevaría una queja ante sus superiores en Italia. Le recordó la extremada confidencialidad del asunto, cosa que el monje-guerrero sabía de sobra, y que su importancia iba más allá de la vida o la muerte, porque de ello dependía la subsistencia de la Iglesia Católica.
Al escuchar las recomendaciones, John, debido a su estado etílico, soltó una grotesca carcajada.
–Dios es mi guía y nadie podrá destruir a mi Iglesia, porque yo vine aquí a instancias del Señor y El Señor me dio la espada para acabar con todo impío que camine sobre la faz de la tierra –recitó con voz firme, sin titubeos y dominio absoluto de su voz pese a la borrachera, algo que seguramente había aprendido durante su estancia en Roma.
–Pero a este no lo matarás, ¿de acuerdo?... ¡Te lo prohíbo! –censuró el monje.
–No ahora, quizás después, o cuando Dios me lo ordene –afirmó Dark, pero esta vez con voz engolada.
Para dar por terminada la espinosa conversación, Serafino consintió a regañadientes y colgó el auricular con disgusto.
Comenzaba a dudar sobre las destrezas y cordura del Justiciero de Dios que le enviaron, pero debía resignarse. No tenía alternativas, aunque, bajo la sotana, guardaba otro as: Figueroa.
Pese a que el torpe médico había acabado con la única prueba tangible que habría podido tener en sus manos después de tantos años de intensa búsqueda, el monje confiaba en su astucia y malicia. Él podría ser la carta de triunfo en caso de que el Justiciero fallase. Conocía el terreno que pisaba y a su gente, aval suficiente para triunfar en tierras pobladas de picardía y desconfianza.
Mientras Serafino permanecía enfrascado en sus reflexiones balanceándose otra vez en la mecedora, el padre Agustín, el más viejo de la Misión, bruscamente abrió la puerta y entró al despacho clerical.
–Prior, estuve meditando mucho todas estas noches, y al releer a Mateo me di cuenta de muchas cosas que, todavía a mi edad, no había comparado con la actualidad presente –expresó con agitación.
– ¡Dime!... ¿Qué es lo que te inquieta ahora? –preguntó arrogante el Superior.
–Cuando Mateo relata: “Vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo, y a muchos engañarán”, podría significar que el tal Santiago que usted y nosotros perseguimos podría ser un anticristo, un hijo de Satán ¿Es eso correcto?
–Totalmente cierto, amigo mío. Más aún cuando Mateo prosigue: “Y oiréis de guerras y rumores de guerras. Mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca pero aun no es el fin, porque se levantará nación contra nación y reino contra reino, habrá pestes y hambre y terremotos en diferentes lugares”… ¿Y no es eso lo que está ocurriendo en todo el mundo, padre Agustín?... ¿Y usted todavía lo duda?
–No me hable usted de dudas a mi, que si las tengo y muchas, pero entre ellas jamás la de la eterna gracia y misericordia del Señor. Pero sí dudo sobre la presunta peligrosidad del joven Santiago… ¿Qué le hace a usted presumir que es algo diabólico?
–Ya que hablas de Mateo, recuerda que él dijo que “muchos falsos profetas se levantarán y engañarán a muchos, y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará”… ¡Cómo el de usted, padre Agustín!... No lo entiendo, ¿a su edad y aún dudando?... ¡Por favor!
– ¡No!, no dudo de Dios, prior, sino de las intenciones de usted –refutó Agustín imperturbable y preciso.
– ¡Cómo se atreve, padre Agustín!... –respondió exaltado el Superior–. Lo perdono por su senilidad. Sin embargo, por su atrevimiento lo confino a tres días de oración, ayuno y encierro en su celda y con una sola ración de pan y agua al día… ¡Qué Dios purifique tu alma!
Terminada la última frase Serafino hizo resonar una estridente campanilla de bronce que estaba sobre su escritorio.
Dos monjes entraron presurosos al despacho. Con un ademán indicó que sacasen al padre Agustín.
– ¡Acompáñenlo a su celda, aseguren bien la puerta y tráiganme de vuelta la llave! –ordenó.
Agustín lo miró desorientado. No entendía qué cosa tan grave había dicho o cometido para desatar esa repentina ira en el prior, no obstante aceptó el castigo.
–Usted nos miente a todos… Está ocultando algo… Pero, juro por Dios, que lo averiguaré –sentenció antes de salir.
– ¡Bah!... ¡Sáquenlo! –escupió con despreció incorporándose con arrebato de la mecedora.
La personalidad turbada y sádica de Serafino estaba muy acorde con su hedonismo, el cual no lo percibía desde la óptica de Eudoxo de Cnido, quien a principios del siglo IV a.C. consideraba que el placer era el bien supremo de todos los seres. Aunque Eudoxo se refería al placer a la vida, a la belleza en sí misma y al placer de amar al amor con pureza infinita para obtener la felicidad.
Pero, por sus desviaciones, a fin de justificar lo glotón y depravado que era, Serafino lo interpretaba con errónea malicia desde el punto de vista de Epicuro de Samos.
Para el prior de la Misión, la presencia del placer era sinónimo de ausencia de dolor o de cualquier tipo de aflicción, como el hambre, la tensión sexual o el aburrimiento. Por ello su relación sodomita con Lucindo, ya que pensaba que “ningún placer era malo en sí mismo”.
A veces, durante los momentos de intimidad con Lucindo, le decía: “Yo no sé cómo se puede concebir lo bueno si eliminamos los deleites del paladar y los placeres del amor, o los del oído y las emociones confortantes causadas por la visión. ¡Eso sería como eliminar el placer de querer y amar a Dios!”.
Para justificar su aberración Serafino evadía pensar conscientemente que en la realidad las situaciones que producen algunos placeres conllevan a alteraciones que muchas veces son mayores que los mismos placeres, como la locura, pérdida total de la razón y los principios más elementales de la moral y la vida, tal como se hallaban él y Lucindo.
19
Después de estar con Santiago en el Alto Hatillo hasta muy entrada la noche, Raquel regresó a La Bombilla.
Mientras avanzaba por el sombrío sendero que conduce a lo profundo del barrio, notó un alboroto poco común. Ávida por saber qué estaba pasando, apuró el paso y comenzó a subir de dos en dos los inclinados escalones.
Entre un grupo distinguió a Juan, El Remedón, que estaba junto a otros jóvenes de su misma edad. A paso veloz se dirigió hacia ellos.
Al verla los muchachos corrieron a recibirla y virtualmente la aturdieron. Cada uno quería contarle lo acontecido en el barrio, pero hablaban tan atropelladamente, que Raquel no lograba comprender nada.
–Un momento –atajó–. Vamos a organizarnos y comiencen a hablar uno por uno, porque, en verdad, no entiendo lo que me están diciendo... Empieza tú, Juan –pidió señalándolo con el dedo.
Desordenadamente y con su característica forma de hablar, Juan le narró la forma cómo desapareció El Iluminado ante la presencia de todo el mundo.
–Yo estaba muy cerca, Raquel… Tú sabes que siempre me acomodo en el piso, a unos pasos de donde El predicador comienza a hablar… ¡Lo vi todo clarito!... ¡Bien clarito! –concluyó el muchacho.
Después, casi como si se tratase de una copia al carbón, un desgarbado negrito de ojos saltones daba su versión, aunque la dibujó de macabro terror. Al finalizar le tocó el turno a otro, y después a otro. Todos los relatos eran confusos y absurdos. Cada quien le ponía su pizca de fantasía al suceso, por lo que pronto atontaron a la pobre muchacha.
– ¡Basta, ya entendí!… –los contuvo molesta–. ¡Eso no puede ser!... Es imposible porque yo estaba…
– ¡Claro qué fue posible!… Ocurrió a mi ladito, Raquel… ¡Nunca había visto una vaina como esa! –refirió todavía perplejo Juan.
–Eso fue así: ¡puffff! –dijo expeliendo de su boca aire con fuerza otro de los muchachos, y haciendo con sus manos movimientos aerodinámicos como si se tratase de un acto de magia, agregó–: y el carajo ya no estaba… ¡Se esfumó!
– ¡No le digas carajo!... ¡No te lo permito! –recriminó Raquel.
– ¡Coño!, no te pongas así… Es una forma de decir… Tú sabes que lo queremos que jode…
–Es verdad –ratificó El Remedón saliendo en defensa de su amigo–. Yo a veces lo veo como si fuese mi hermano mayor, aunque no tengo hermanos… Bueno, como a mi padre, que tampoco se quién carajo es… Bueno… ¿Tú entiendes, verdad?...
– ¡No!, no te entiendo Juan, y a veces me das vergüenza… Y, por favor, no vuelvas a decir groserías delante de mí… ¡Respétame! –reprochó molesta, pero con dulzura la joven.
– ¡Está bien!... Está bien, discúlpame… Te voy a decir la verdad, pero no se vayan a reír –pidió Juan dirigiéndose a todos los del grupo–. ¡Lo veo como a un santo, coño! –afirmó radiante, con los ojos brillando de dicha.
Raquel le dirigió una mirada rabiosa por la grosería que había vuelto a decir, pero pronto la borró de su rostro. La afirmación de su amigo la había enternecido de tal manera que sus labios esbozaron una placentera sonrisa.
–No eres el único, Juan. Yo, al igual que muchos otros, lo vemos así. No te apenes en decirlo… Todos sabemos que es casi un santo…Un verdadero santo –concluyó convencida, expresando, tal como lo hizo Juan, su pensamiento más profundo.
–Yo creo que es más que eso –discrepó Juan moviendo la cabeza–. ¡Pa’mí es un Dios! –insistió.
– ¡Ay, no!… –exclamó Raquel–. Eso es imposible… Es tan joven que no podría ser un Dios… Prefiero que sea un hombre espiritual, aunque con dones divinos… Pero no, por favor, un Dios ¡no!
Raquel pensaba como mujer. Una mujer profundamente enamorada. En su corazón la idea de que Santiago fuese un Dios le aterraba. No concordaba con sus deseos femeninos. Le bastaba con que fuese un predicador bien parecido, un hombre misericordioso, dulce y hasta milagroso, pero hasta ahí. Eso era más que suficiente. Lo quería como a un ser humano de carne y huesos, al que pudiese tocar y palpar, pero nunca como a un Dios.
Después de hablar con Juan y los muchachos, Raquel se acercó a otros vecinos. Le contaron la misma historia. Algunas versiones eran más exageradas que otras, pero el denominador común siempre era el mismo: la desaparición mágica de Santiago frente a todo el barrio.
Raquel se quedó un buen rato charlando con ellos. Al percatarse de la hora, de lo tarde que se le había hecho, se disculpó y en largas zancadas fue hacia su rancho.
Al entrar su madre, Doña Ruth, estaba de espaldas, frente a una cocinilla de gas. Recalentaba un café con leche en una ollita que, por las magulladuras que tenía, parecía haber sobrevivido a las más horrendas calamidades.
– ¡Hola, ma’! –saludó con afecto.
– ¡Muchacha!... ¿Dónde te habías metido?… Estaba bien preocupada… –afirmó con un suspiro de alivio al verla.
–Después te cuento, ma’ –respondió cerrando suavemente la puerta del rancho, confeccionada con pedazos de cartón piedra de diferentes tamaños y colores y sus bordes burdamente reforzados con tiras de hojalata para que pudiese resistir un poco más antes de que el tiempo la derrumbase.
–Estoy recalentando un cafecito… ¿Quieres un poquito, mija? –indagó con maternal cariño. Enseguida agregó –: ¿Cenaste?... ¿Quieres que te prepare una arepita?... En el refrigerador hay masa y en un momentico te la pongo a freí pá que te la comas calientica– dijo afectuosa.
–No, ma’… Gracias, pero no tengo hambre.
– ¡Tienes qué comé mija!... Si sigues así va a desaparecé –insistió Doña Ruth a fin de persuadirla.
–Ya comí ma’ –se excusó mintiendo a fin de que su madre no perseverase más, tal como solía hacerlo.
El cerebro de Raquel estaba por estallar con lo que le habían contado sobre Santiago. Pensaba en todo, menos en comer. Su apetito lo había centrado en otro bocadillo. El de su amor solitario, que con tanto celo atesoraba en su corazón de joven e inocente adolescente.
–Cuéntame, ¿qué pasó por aquí mientras no estaba? –preguntó desentendida a su madre a ver si le decía algo sobre la desaparición.
Necesitaba con ansias que le desmintiesen todo lo que había escuchado, que el asunto de Santiago era sólo un invento estúpido de la gente del barrio. Una fantasía. Que al que vieron esfumarse fue otra persona. Que era imposible que fuese Santiago, porque a esa misma hora ella estaba con él en El Alto Hatillo. Nadie mejor que su madre podría darle una versión clara de lo ocurrido en el barrio.
– ¡Ay, mijita, muchas cosas!… ¿Ya te dijeron lo del Iluminado?
–Si, ma’ –asintió Raquel–. Pero no les creo nada…
–Pero fue verdá, mija… Yo estaba ahí –aseveró–. Fue algo raro, milagroso, creo yo…
–Si tú lo viste, a ti te creo ma’… –respondió la muchacha resignada, pero más confundida que al principio, ya que esperaba otra respuesta de su madre.
– ¿A qué hora fue eso?… ¿A qué hora, supuestamente –dijo deletreando las palabras– se “esfumó” Santiago?
–Nada de supuestamente, mija… Yo lo vi con mis propios ojos –expresó señalándose ambos con los dedos índices–. Fue a eso de la siete y media, si este relojito que me regalaste el Día de las Madres todavía dice la verdá… Estoy segura, porque al ratico una vecina me preguntó la hora y...
– ¡Claro que está bueno má!... Me costó unos cuantos riales y es de buena marca –interrumpió para disimular el pasmo que sintió cuando su madre le puntualizó la hora.
–Por ahí andan diciendo que unos extraños estuvieron escuchando a Santiago... Que eran personas malas y que uno de ellos era policía… De la secreta, de la matagente –manifestó Doña Ruth extendiéndole un tazón repleto de café con leche.
–Pero, ¿cómo pueden estar tan seguros de que eran personas malas?…Yo no entiendo, ma’.
–Bueno, mija, por la actitud... Yo no los vi, tampoco sé quiénes son, pero la gente del barrio sabe de esas cosas y los tiene “fichados” por si vuelven a aparecé por aquí.
Antes y después de la hora señalada por Doña Ruth y hasta pasadas las nueve y media de la noche, Raquel charlaba con Santiago en su refugio del Alto Hatillo, muy distante del cerro. La muchacha no entendía cómo podría haber estado en dos sitios al mismo tiempo.
Navegaba en un mar de confusiones. Los pensamientos le laceraban la mente. En busca de una explicación lógica, de pronto le vino la idea de que la persona que había desaparecido podría haber sido un doble, un hermano gemelo de Santiago, pero enseguida la desechó. Era muy difícil que un doble o dos hermanos, por más gemelos que fuesen, tuviesen la misma vocación católica y fuerza espiritual. Además, Santiago le había dicho que aborrecía la mentira, porque era la contraseña del diablo.
No hallaba la forma de decirle a su madre que todo ese asunto no pudo haber sucedido porque a la hora que decían que ocurrió la desaparición, ella estaba con Santiago en su casa. Que estuvieron juntos, conversando hasta tarde, y que ninguno de los dos se movió del lugar… “¿Era realmente tan tarde?”, se interrogó mentalmente, pero enseguida concluyó: “Deben haberse equivocado en cuanto a la hora”. Tratando de convencerse a sí misma de que así había sido puso, de momento, punto final al asunto de la “desaparición”. Insistir era enloquecer.
– ¡Estoy muy cansada, má! –afirmó bostezando a fin de cortar la conversación con su progenitora.
Bien, mija… Vete a dormí, porque mañana tengo un día pa’ locos… Si supieras… ¡Mejó ni te cuento!... Sucedió que…
– ¡No, ahora!...Ahora no, má… No me cuentes nada… –atajó Raquel intuyendo que le vendría, tal como lo hacía siempre, con otro de sus largos y pesarosos cuentos.
–Esta bien hijita. Lo dejaremos para mañana…
–Anda a dormir má… Te ves más molida que yo… Anda, y mañana me cuentas… Yo voy dentro de un ratico. Primero voy a lavá los corotos.
Raquel estaba demasiado turbada como para prestar atención a los cuentos de su madre. Además, su apariencia denotaba la fatiga de día inusual en su vida.
Se levantó del taburete donde estaba sentada, fue hacia el fregadero y se puso a lavar los trastos sucios. Al terminar fue hacía donde estaba recostada su madre, le dio un beso en la mejilla, le pidió la bendición y dio un par de pasos hacia su cama, la cual estaba a centímetros de la de su progenitora. Una cortina cosida a mano con dibujos de grandes rosas rojas las separaba. La mayoría de los ranchos del sector eran casi todos iguales. Un sólo ambiente, el cual era dividido con cortinas y tablones, dependiendo del número de personas que habitaban en el, piso de tierra o cemento rústico y paredes y techo fabricados con laminas de zinc y maderas de deshecho. El tamaño dependía del gusto o el pedazo de tierra ociosa que el humilde “constructor” conseguía en el cerro.
Esa noche Raquel no pudo conciliar el sueño. Estuvo retorciéndose inquieta sobre la cama. Cuando apenas lograba dormitar un poco, pavorosas y locas pesadillas la despertaban.
Amor, dudas y duendes vestidos de luto cabalgaban sobre sus pensamientos de joven enamorada. No podía apartar la imagen de Santiago del sitio del corazón donde lo había anclado.
Los eventos de ese viernes tan agitado y nada común, la tenían despabilada. Pensaba que todo era una absurda locura. Un invento sin sentido de la gente del barrio. Pero, lo que más le intranquilizaba, era lo que el mismo predicador le había dicho en el Alto Hatillo: “Lo que ha de pasar pasará y será pronto, pero no ahora”.
Al día siguiente, todavía somnolienta y tendida sobre la cama con los ojos cerrados, pensaba. Pensaba mucho. La necesidad de ir buscar a Santiago para alertarlo sobre los hombres que estuvieron merodeando el barrio y haciendo preguntas, la tenían vacilante.
De pronto, como impulsada por un resorte, se levantó y descalza caminó hacia el pequeño altar que su mamá había construido en un rincón del rancho.
Dos velones amarillos colocados sobre un delgado listón de madera alumbraban varias estampitas de vírgenes y santos. Unas estatuillas de yeso del Sagrado Corazón de Jesús, San Miguel Arcángel y La Milagrosa, la virgen más santa entre las santas después de María, presidían el altar.
De un pequeño cajón ubicado en la base del altar tomó una delgada vela blanca, la encendió y colocó frente a una estampita descolorida de la Virgen de Fátima que se hallaba en el sitio más profundo del modesto santuario. Se arrodilló sobre el frío piso de cemento, cerró los ojos y comenzó a orar.
Estaba tan sumergida en sus rezos, que no notó un resplandor que comenzaba a iluminar el rancho.
Pasados algunos minutos, un sonsonetillo, parecido al gorjeo de un ave, atrajo su atención. Instintivamente volteó hacia el sitio donde creyó escuchar el sonido.
Envuelta en una aureola luminosa que a duras penas pudo advertir, creyó ver la diminuta figura de un niño que le sonreía. Incrédula, se frotó los ojos y volvió a mirar hacia el fondo del rancho, pero no distinguió nada. Volvió a girarse hacia el altar, juntó las manos y siguió orando, esta vez en forma entrecortada porque seguía percibiendo esos extraños ruidos.
Cuando estaba por terminar las últimas líneas del Padre Nuestro, oyó a sus espaldas la voz de un niño.
– ¡No te asustes!... He venido a prevenirte… Tú serás mi clarín… –le decía.
Espantada, se incorporó tan impulsivamente que casi pierde el equilibrio. Miró a los lados pero no logró ver nada. Buscó nerviosa la procedencia de la voz, pero otra vez nada. De pronto advirtió un raro fulgor que se desplazaba de un lado a otro del rancho. Quedó paralizada y con el corazón saliéndosele del pecho, pero alerta y con los ojos fijos en aquella luz.
–He venido a ti para que seas mi mensajera. Quiero que le reveles al mundo lo que pronto habrá de acontecer sobre la Tierra –oyó en eco apagado la voz infantil.
– ¿Quién eres?... ¿Dónde estás? –atinó a pronunciar sobresaltada.
–No busques verme, porque no lo lograrás –precisó suave, pero en forma dulce la etérea criatura que le hablaba–. Cuando crea que estés lista me mostraré… Ahora presta atención a la profecía de Nuestra Señora de Fátima, la misma que ha sido ocultada durante años al mundo, porqué lo que voy a decir no lo repetiré: Los hombres abandonaron los Mandamientos de Dios y dejaron que el demonio se posesionara del mundo, sembrando odio, muerte y destrucción por todas partes. Con las propias armas de su invención, ellos acabarán con el mundo en poco tiempo, por lo que la mitad de la humanidad será horrorosamente aniquilada. Una purificación comenzará contra los imperios y hará tambalear sus cimientos creando el caos entre órdenes religiosas, porque también los sacerdotes han sido poseídos por Satán –escuchó desde lo profundo de aquella luz que parecía tener vida propia.
– ¿Cómo entraste?... ¿Qué quieres de mi? –preguntó estremecida mientras seguía buscando el origen de la voz, la cual ahora apreciaba más cerca.
–Soy Francisco, el pastorcillo de Fátima –afirmó con quietud divina aquella imagen de mejillas rosadas, piel blanca y cabellos color de miel, que poco a poco se fue materializando frente a ella–. No tengas miedo… No te hagas preguntas que no puedas contestarte y escucha con fe mis palabras… –dijo sosegado a fin de calmarla.
El tono de la voz, que parecía emerger del mismo paraíso, tranquilizó a Raquel, quien pronto dejó de temblar. La expresión de su rostro ahora era de fascinación, más que de miedo.
– ¿Qué quieres de mi? –insistió–. ¿Por qué estás aquí?
–No preguntes, porque nada puedo decir y nada entenderás… Sólo abre tú corazón y deja penetrar en él la verdad divina, porque pronto Dios consentirá que los fenómenos naturales, como el granizo, el gélido frío, el agua, el fuego, el aire y devastadores terremotos, maremotos y huracanes purifiquen la Tierra… Contra esos desastres los hombres nada podrán… Ni con su ciencia ni con sus armas lograrán detener lo que vendrá…
– ¿Por qué tanta destrucción? –preguntó alarmada.
–No es destrucción joven niña, sino purificación. Será necesaria… Forzosamente necesaria, porque en su ciega maldad la humanidad no se ha dado cuenta que la única forma de vencer las guerras no es con armas, ni con dinero o poder, sino a través de lo más simple y puro: la fe y el amor a Dios.
– ¿Y a nosotros, los humildes, qué nos espera?… Nosotros nada tenemos y nada hemos hecho –indagó.
Raquel estaba repuesta completamente de sus temores. Mientras hablaba, la aparición, ahora más visible, se movía tranquila por el rancho. Al llegar al punto más apartado de la humilde vivienda, aquel niño, mitad luz y mitad cuerpo, se sentó en el suelo y la observó inmutable.
– ¡Oh, pobreza santa, a la cual Dios recompensará con el Reino de los Cielos y la vida bienaventurada! –exclamó–. En el mundo se habla hipócritamente de paz y tranquilidad, pero el castigo vendrá…
– ¿Cuál castigo? –averiguó temblorosa–. ¿A qué te refieres?
–Un hombre muy importante para la humanidad será asesinado y provocará la guerra y la aniquilación de la peste más dañina que ha invadido la tierra, que no es otra que el odio… Ese odio profundo que ha minado a la humanidad. Una armada muy poderosa se desplazará a través de Europa y América hacia Oriente y la Guerra Nuclear se desatará. Musulmanes y judíos se aliarán –profetizó–. Un solo Cristo, resucitado en cuatro, unirá en un solo cuerpo al islamismo, al budismo, al hinduismo y al cristianismo, en una única religión en Dios… Esa guerra destruirá todo y la oscuridad caerá sobre los hombres… Luego, en una noche muy fría, diez minutos antes de la media noche del Año Nuevo Diez, un gran terremoto sacudirá a la Tierra durante siete horas perpetuas… Esa será la tercera señal para que el mundo comprenda que Dios es el que gobierna y dirige al mundo. Los buenos y los que propaguen este mensaje, que fue dado por la Madre Santísima encarnada en la Virgen de Fátima hace ya muchos años, no deberán temer, porque el manto divino de Nuestro Señor los protegerá.
Raquel estaba paralizada. Las palabras de aquel niño divino y los augurios anunciados, la dejaron sin habla.
–Pero, ¿qué podemos hacer nosotros, que a nadie le importamos? –preguntó con sus bellos ojos azules pincelados de desesperación.
–A Dios, el Ser Supremo, que todo lo sabe y todo lo ve, sí les importan… ¡Y mucho!... Por eso, cuando llegue el momento, arrodíllense y pidan perdón a Dios –sugirió aquel niño de pómulos rosados llenos de vida, que más que una aparición semejaba una figura de pesebre–. No salgan de sus hogares y no dejen que nadie extraño entre en él –advirtió– porque sólo el bueno no estará en posesión del mal y sólo el alma incorrupta sobrevivirá a la catástrofe…
– ¿Cómo sabremos cuando llegará ese día? –tartamudeó con evidente desconcierto.
– No dejen de percibir la señal de sus espíritus porque el alerta llegará cuando la noche se convierta en muy fría y soplen fuerte los vientos del norte… Habrá angustia y en pocos momentos toda la Tierra comenzará a temblar... Cierren puertas y ventanas y no hablen con nadie que no esté en sus casas. No miren hacia fuera, no sean curiosos, porque sería ir en contra de la ira del Señor… Enciendan velas benditas, ya que durante tres días ninguna otra luz se encenderá…
– ¿Por qué me lo dices a mí? … ¿Qué tengo que ver con esto? Apenas soy una muchacha de barrio… Nada malo he hecho y…
–Para que transmitas mis palabras a los hombres… Recuérdales que sólo los que tengan fe y creen en Dios se salvarán –expresó con amor divino mientras de sus mejillas rosadas se desprendía un polvo luminoso que comenzó a borrar su figura como si alguien estuviese pasando un paño sobre un espejo empañado.
– ¡No te vayas!... ¡Por favor, no te vayas! –imploró Raquel–. Antes dime, cómo puedo lograr que los demás me escuchen y entiendan lo que has dicho… ¿Cómo puedo transmitir tú mensaje?
–El Elegido de Dios en la tierra te ayudará. El Todopoderoso no reclama cosas imposibles… Él derramará sobre ti sus bendiciones y será tu defensor, tu consolador, tu redentor y tu recompensa en la eternidad –se oyó en reverberación lejana antes que todo volviese a la normalidad en la soledad del rancho.
Desconcertada, la joven se tendió sobre la cama. No sabía qué hacer. Estaba tan aturdida que no entendía si lo que había visto era algo real o simplemente un sueño, una alucinación producto del trasnocho, de la mala noche anterior.
En las últimas veinticuatro horas había experimentado cosas nunca imaginadas. Presentía que debía controlar su angustia, de otra forma enloquecería.
Sólo la vívida presencia de Santiago en su mente, el olor de su piel, sus ojos y esa mirada que sólo Dios sabe prodigar, la tranquilizaron y dieron fuerzas para seguir adelante. Para decirse y repetirse mentalmente que no estaba loca y que todo había sucedido tal cual como lo había vivido.
De un salto fue hacia un pequeño armario elaborado con pedazos de tablones viejos pintados de amarillo. Descorrió la desteñida cortina de tela que una vez fue rosada y de su interior sacó unos jeans y una franelilla. Se deshizo del camisón de dormir dejando su cuerpo desnudo a las miradas vacías del tiempo, y se vistió. Se inclinó y de abajo de la cama extrajo unos viejos y desgastados zapatos de goma, los calzó y salió del rancho. Del apuro olvidó cerrar la puerta.
Descendió a la carrera las escalinatas y se dirigió hacia las empinadas callejuelas por donde pasa el transporte que cubre las rutas del cerro. Se trata de unos jeep especialmente acondicionados que transitan constantemente desde las faldas del cerro hasta el punto más empinado del barrio, siempre y cuando exista un camino en el lugar. Cobran apenas una módica suma, pero apretujan en sus asientos a casi una docena de personas para que el negocio les sea rentable. Últimamente bajar o subir del cerro se había convertido en una suerte de ruleta rusa. En una aventura peligrosa en la cual la vida no valía nada. Podía llegarse rápido y sin problemas, pero si por mala suerte se topaban con los malandros del sector, jóvenes criminales que apenas rozaban los quince años de edad, se corría el peligro de morir abaleado sólo por robarle un par de zapatos nuevos, si es que les gustaban, o por unos pocos billetes. Centenares de chóferes y pasajeros han sido víctimas de su brutalidad. Más de una docena de conductores son atracados y asesinados mensualmente en los diferentes barrios de la capital por estos desadaptados y peligrosos criminales. El dinero de sus fechorías lo utilizan para comprar drogas, las cuales también trafican, y alcohol.
De pronto Raquel detuvo la carrera. Recordó haber dejado la puerta abierta. Miró hacía atrás y, haciendo un ademán, prosiguió rauda cerro abajo. Tuvo la buena fortuna de que al llegar a la parada una camionetica, como llaman comúnmente a esos vehículos, estaba a punto de salir. Presurosa subió.
– ¡Buenos días! –saludó con viva voz y en tono cordial a todos los presentes.
La amabilidad y los buenos modales era costumbre entre la gente del barrio, quienes pese al rosario de penurias que debían soportar y humilde condición en la que vivían, mantenían intacta su habitual gentileza.
– ¡Buenos días! –contestó la mayoría, algunos con pereza o mecánicamente, otros con auténtica sinceridad.
Esos armatostes son una bala letal. Bajan con tanta velocidad y sin ninguna prevención, que al menos uno, cada dos o tres meses, desbarranca, no por la impericia de los conductores, que son tan hábiles como cualquier avezado piloto de Fórmula 1, sino por defectos mecánicos. No hay dinero para mantenimiento y todo se hace con las uñas y a la buena de Dios.
Un poco más de una hora le tomó a Raquel estar frente a la casa de Santiago. Tocó la puerta y enseguida éste le abrió. Esta vez no hubo asombro ni sorpresa.
–Te esperaba –dijo–. Pasa y siéntate… Te traeré un vaso con agua porque te ves extenuada –expresó afectuoso invitándola a entrar.
– ¿Cómo que me esperabas?... Si hace apenas un rato decidí venir para decirte… –indagó la joven mientras Santiago iba en busca del agua.
–Qué unos hombres me andan buscando… Sí, no te extrañes, ya lo sabía… Pero hay otra cosa que tienes que decirme y que también sé, pero esta vez prefiero escucharla de tú boca.
– ¿También? –preguntó confusa–. Entonces, señor sabelotodo, dime, aunque dudo mucho que lo sepas, qué vine a decirte, además de aquellos hombres extraños que…
–Que tuviste una visión divina –expresó sin dejarla terminar.
– ¿Queeé? …¿Y cómo lo sabes? –inquirió esta vez incrédula, incorporándose tan bruscamente de la vieja butaca que derramó parte del agua sobre el piso.
–Sólo te diré que lo sé, porque tú serás mi mensajera en caso de que me pase algo… Aunque, no obligatoriamente, me deberá suceder.
–Disculpa Santiago, pero no entiendo tu trabalenguas… Podrías ser un poco más preciso. Recuerda que yo sólo estudié hasta el primer año de bachillerato.
–Te diré, en parte, lo esencial… Lo demás no me está autorizado… De todas formas, si te lo revelara, nada podrías entender, no porque no seas inteligente, que sí lo eres, sino porque no son cosas de este mundo y…
–Pero tú… –trató de interceder Raquel.
Santiago levantó mansamente una de sus manos para atajarla. Raquel se percató que sus vendas ya no estaban. Quiso preguntar, pero otra vez el predicador le indicó que se quedase tranquila.
–Por favor, no me interrumpas y escucha, porque quizás esta sea la última oportunidad que tenga para entregarte algo que escribieron mis manos anoche. –Calló, y sosegado, como si lo que estaba diciendo era muy normal, prosiguió–: Aunque lo que allí está escrito no fue dirigido por mi mente sino por una fuerza divina, tienes el deber, tal como te lo dijo el pastorcillo –precisó haciendo entrever que conocía los detalles de la revelación que había experimentado– de difundir el manuscrito que te voy a entregar. No digas cómo –expresó intuyendo otra interrupción–, sólo hazlo… Pase lo que pase, aunque te sientas impotente o acorralada, no desmayes… Habrá fuerzas que correrán en tu ayuda… –subrayó para indicarle que no estaba sola–. No trates de preguntarme nada porque nada diré –finalizó y dándole la espalda se dirigió hacia la única habitación del pequeño refugio.
– ¿A dónde vas?... ¡Explícate porque no entiendo nada de lo que me has dicho!... No me dejes sola, ven…
–Nunca te dejaré sola… Sólo voy buscar el escrito… Espera, vuelvo enseguida…
Raquel estaba otra vez pasmada. No salía de un asombro para entrar en otro. Se sentía perdida en un laberinto lleno de situaciones sin sentido. Todo, en las últimas horas, en cada segundo, a cada instante, parecía atentar contra su cordura.
– ¿Cuáles fuerzas? –preguntó sin aliento antes de que Santiago entrase al cuarto.
– ¡Las de tú fe! –contestó noble, pero enfático el predicador.
Tranquilo, como si nada le perturbase, Santiago caminó despacio hacia el dormitorio.
–No te impacientes… Vuelvo enseguida… expresó para serenarla y sin mirar hacia atrás . Voy a buscar el manuscrito…
Raquel estaba muy confusa. Sus vivaces ojos comenzaron a moverse impertinentemente. Parecían buscar en el aire una respuesta a aquel acertijo lleno de palabras ambiguas que la tenían turbada.
Como Santiago demoraba en volver, se levantó del asiento e impaciente comenzó a caminar por la diminuta sala. Al pasar cerca de la habitación, notó la puerta entreabierta. Pasó frente a ella y, disimuladamente, dejó volar con curiosidad el rabillo del ojo por el resquicio, pero no vio nada. Dio vuelta atrás con la intención de retornar a la butaca, pero inmediatamente cambió de parecer.
Regresó de puntillas y atisbó por la rendija. Entre las sombras vio claramente a Santiago con los pantalones bajos desatándose unos papeles que tenía sujetos con esparadrapo en uno de los muslos. Discreta, conteniendo cada suspiro para evitar ser descubierta, siguió observando hasta que el predicador se inclinó para recoger el pantalón, el cual había rodado hasta la altura de los tobillos.
En ese instante Raquel apenas pudo contener un chillido aterrador al notar que del cóccix de Santiago, de una abertura que había en su ropa interior, a unos diez centímetros más arriba del ano, pendía un rabo de más de medio metro de longitud.
Horrorizada, corrió hacia el sillón donde momentos antes estaba sentada. Se derribó sobre el y entrecruzó las piernas para aplacar el temblor que estremecía casi todo su cuerpo. No pudo hacer ni una cosa ni la otra. No lograba disimular el pánico, mucho menos los impertinentes movimientos de sus piernas, que se movían con tal fuerza que tuvo que sujetárselas con ambas manos para controlarlas.
Mientras lo hacía, escuchó ruido de pisadas. Santiago salía del dormitorio y regresaba a la sala. Siquiera volteó a mirarlo.
Sosteniendo unos papeles, no más de dos páginas escritas a mano, y un acolchado sobre amarillo, se detuvo justo frente a ella.
– ¡Hoo...la! –tartamudeó Raquel.
Santiago no respondió. Dobló los papeles en cuatro partes, los guardó en el sobre, el cual rotuló con una gruesa cinta adhesiva que sacó de uno de los bolsillos del pantalón, y se los extendió.
– ¡Guárdalo! –solicitó mansamente–. Protégelo con tú vida si es necesario… Esconde el paquete en un sitio seguro y, por ninguna circunstancia, lo abras… Sólo podrás hacerlo a las tres de la tarde del primer viernes de Pascua, día en el que comenzarás a difundir su contenido al mundo.
Aunque Raquel estaba a punto de desfallecer a los pies de Santiago, tomó el pequeño fajo y se lo llevó al regazo.
Temblando, tanto de miedo como de decepción, al haber visto que el hombre que amaba en silencio era un ser infrahumano, mitad animal y mitad quién sabe qué otra cosa, no articuló palabra.
– ¿Qué es esto?… ¿Qué me estás dando? – preguntó desconfiada a los pocos instantes.
–La vida del mundo… Su presente y su futuro… Todo lo que, en su momento, tendrá que suceder.
– ¿Quién eres en realidad? –requirió la muchacha contundente, aplacando por instantes la turbación que le afligía.
–Simplemente Santiago… Un hombre común y corriente, como cualquier otro… Sólo si no me vuelves a ver podrás abrir el paquete antes de la fecha prevista –advirtió.
Atolondrada, Raquel asintió con la cabeza.
–El peligro universal se ha extendido… La maldad ha contaminado el mundo… La avaricia es hija del crimen… El dinero el pasaporte al Infierno… El materialismo aniquila el espíritu… La prepotencia la fe… La arrogancia a los sentidos… Todo está por terminar –fue sentenciando telegráficamente el predicador.
– ¿Qué está pasando?... Esto parece un testamento –expresó Raquel aparentemente repuesta aferrando el bulto que le había entregado–. Si eres un hombre de fe, ¿por qué huyes?... ¿Por qué no me dices la verdad? … ¿Si estás en peligro, por qué tú Dios no te ayuda?... ¿Quién eres en realidad?...
–Mi bella y querida amiga, no huyo –explicó suavemente para que la joven comprendiese–. Sólo busco evitar un inútil derramamiento de sangre y que muchos inocentes sufran por acciones de la que ellos nada tienen que ver… Esa es la voluntad de Dios y eso es lo que quiere que haga y yo no me opongo a sus intenciones, las comparto.
– ¿Podrías ser un poco más explícito?... Tú no eres un hombre violento, sino todo lo contrario. ¿Cómo, entonces, puedes hablar de sangre y muertes?
–Es algo que pronto entenderás. Por ahora es suficiente con lo que te he dicho… Ten fe y no seas tan ansiosa… Ahora, más que nunca, deberás tener fe... –solicitó–. Prueba que mis palabras no fueron sembradas en el vacío y que aprendiste algo de mis enseñanzas… ¡Confía en mí porque por mi fuiste la escogida!
La mañana olía a jazmín en flor. Los sembradíos ubicados al noroeste, sobre la explanada del Alto Hatillo, estaban siendo rociados con poderosos dispositivos de presión que hacían girar el agua en grandes círculos, como si fuesen molinos de lluvia plantados en el viento.
En el barrio, en cambio, todo olía a estiércol. Las montañas de basura que se acumulaban día tras día en cada uno de sus rincones sin que nadie la recogiese, semejaban estatuas fantasmagóricas erigidas en honor a la pobreza y a la miseria.
20
Después de pasar horas y horas hablando a fin de trazar una buena estrategia, no fue sino hasta entrada la madrugada que Figueroa, Fernando Lisias y Basilisco se pusieron de acuerdo con el plan que deberían seguir para llevar a Santiago hasta la Misión Capuchina.
El frío del aire acondicionado, que tenían al máximo de sus posibilidades, y la pesadumbre causada de tanto pasar y repasar insistente y obstinadamente los detalles, así como las tres botellas del escocés que se empinaron hasta la última gota, los obligó a recostarse un rato antes de, a la mañana siguiente, emprender la acción.
Con la luz del nuevo día cegándoles las pupilas, los tres hombres despertaron instintivamente y casi al mismo tiempo. Pese a la gran cantidad de whisky ingerido, lucían vivaces y dispuestos a afrontar la tarea que se habían impuesto.
– ¡Es la hora! Debemos apurarnos si queremos atrapar al tal Iluminado –alertó Fernando mientras se alisaba el cabello con las manos.
–Espero que todo salga como lo planificamos, si no lo quemo –espetó Basilisco, quien permanecía acostado y arropado con una larga cobija que apenas le dejaba ver el rostro.
– ¡Estoy listo!… Sólo falta asearme y… –trató de terciar con cara de trasnocho Figueroa, cuando fue interrumpido por su hijo.
–Revisemos las armas antes de salir… Estas mierdas que nos trajiste a veces se atascan –afirmó Basilisco, ya fuera de la cama, dirigiéndose al comisario.
Claudio Figueroa lo observaba complacido. Se sentía dichoso, más que nada por tenerlo junto a él y por haber accedido a compartir su habitación del hotel Melía. Percibía que al fin, después de tanto tiempo, lo tenía entre sus brazos y que la maldad que lo arrebató de su lado había sido conjurada. En su sangre fluía como manantial el orgullo de padre. No le agradaba el asunto de las armas. Pese a haber nacido y crecido en una región donde el abigeato, las trifulcas y los arreglos de cuentas se dirimían a punta de pistola, sólo había tenido en sus manos libros de medicina. Se conformaba con creer que sólo servirían para intimidar al predicador y no para matarlo.
Superados los fugaces chispazos de amor paterno, vio con tristeza como su hijo manipulaba con exquisito placer una vieja pistola Taurus. Aunque él había cometido varios despreciables “asesinatos clínicos”, en ese momento cruzó por su mente el juramento Hipocrático y, sin poder contenerla, del subconsciente le brotó la interrogante: “¿Qué hace un médico como yo aquí?”.
– ¡Vamos, Figueroa!… ¡Despabílate, hombre, que estamos sobre la hora! –protestó acentuando su voz ronca el comisario Fernando Lisias.
El médico agarró toscamente su chaqueta a cuadros que en la noche había dejado colgando en el respaldar de una silla y trató de endosárselo, pero, quizás por efectos de la resaca o el temor a las armas, no pudo. Después quiso ir a cerrar las cortinas que habían dejado abiertas toda la noche, pero dio vuelta atrás y las dejó como estaban.
Con la puerta abierta, Basilisco esperaba recostado del resquicio a sus compañeros. Tranquilo, sin la evidente excitación de los otros, de su mirada brotaba un sádico goce.
El plan que concibieron después de horas de charlas y tragos para atrapar a Santiago era muy elemental, aunque para coordinarlo les tomó toda una noche.
De tanto planificar y planificar, concluyeron que si seguían a Santiago después de que éste saliera de su refugio, en la primera oportunidad que se le presentara darían con el auto un pequeño golpecito a la motocicleta para arrojarlo al pavimento. Una vez en el suelo y antes de que pudiese incorporase lo atraparían y meterían en el vehículo. Después había que tomar velozmente hacia el cruce que lleva a la urbanización El Placer para de allí conectar con la Autopista del Centro y tomar el camino a la Misión Capuchina.
“El procedimiento”, tal como llaman en el argot policial a estos asuntos, era infantil y bastante mediocre, pero factible, incluso en una ciudad tan caótica e impredecible como Caracas, siempre abarrotada de un tráfico infernal.
Aproximadamente a las diez y treinta de la mañana, muy cerca de la salida del refugio, los tres hombres aguardaban dentro del auto alquilado por Figueroa. Al volante estaba el comisario Fernando Lisias, quien aparcó a un costado de la carretera. Adentro, los tres hombres se entretenían fumando un cigarrillo tras otro y escuchando la radio a bajo volumen. Como los minutos pasaban y Santiago no aparecía, comenzaron a inquietarse.
Ahora Basilisco era el más ansioso. Siquiera esperaba que su cigarro se consumiese. Poco después de encenderlo impulsivamente lo lanzaba por la ventanilla y se llevaba otro a la boca. Al parecer, la adrenalina fluía por su cuerpo con más fuerza que en la de sus compañeros.
La espera duró largas dos horas. El grupo había investigado con antelación la hora en que salía el predicador en las mañanas, pero ese día se retrasó más que de costumbre, por ello la intranquilidad.
“¿Qué demonios habrá pasado?... ¿Salió antes?... ¿Alguien lo alerto?” –se interrogaba Figueroa en silencio.
Durante la espera no hubo diálogos. Sólo movimientos torpes, gestos, tufos y una que maledicencia lanzada al vacío. El nervioso mirar de las manecillas de los relojes y el encender y apagar cigarrillos fueron los códigos mudos de su comunicación.
Cuando estaban por abandonar la misión, el roncar de los pistones de una motocicleta que se acercaba los puso sobre aviso.
De pronto vieron a Santiago despuntar la colina a bordo de su moto roja. Al pasar a un lado del auto, Fernando aceleró ligeramente y comenzó a seguirlo a corta distancia para que no se le escabullese.
Debido al entusiasmo los tres hombres no se percataron que a pocos metros John Dark, quien también había estado desde temprano espiando la zona, los seguía a bordo de otro auto.
La persecución se inició con cautela. Después, debido al desequilibrante tráfico, Fernando comenzó a desesperarse al perder momentáneamente de vista a Santiago. Para alcanzarlo hizo imprudentes maniobras que le costaron los insultos de otros conductores que transitaban la vía, la cual ese día no estaba tan despejada como pensaron.
Santiago había tomado El Camino de la montaña, como le dicen a la carretera vieja de El Hatillo, una suerte de serpiente de asfalto que bordea el sureste del Valle de Caracas entre pequeñas colinas. Pese a que era domingo, la vía estaba atestada de autos.
El predicador descendía veloz por el camino que conduce a la intersección que une a La Tahona con otras urbanizaciones del este de la ciudad. De ahí tomó hacia la autopista. De vez en cuando miraba hacia atrás con el rabillo del ojo. Era evidente que no iba a La Bombilla, su lugar preferido de predicación, ya que tomó una vía más larga y opuesta a la que siempre hacía.
John Dark se quedó atrás, muy atrás, tanto de la moto como del auto donde iban Figueroa, Basilisco y Fernando al volante.
Estaba tranquilo, escuchando por una emisora de radio Emperador, un concierto para piano de Beethoven, mientras musicalmente movía la cabeza y las manos, como si estuviese sosteniendo una baqueta imaginaria con la cual dirigía la filarmónica.
Su imperturbable actitud tenía un motivo. Experto y cauteloso, el ex veterano de guerra era de los hombres que no dejaba escapar a sus presas con facilidad. Había sido entrenado no sólo para matar sin compasión, sino también en las artes del espionaje y camuflaje. La misma noche que Figueroa y sus secuaces tejían el plan para secuestrar al predicador, se coló entre las sombras e instaló un microsonar en la moto de Santiago. Su poderoso radio de acción le permitiría ubicar a la máquina y, por ende a su conductor, a más de diez kilómetros de distancia gracias a un diminuto receptor portátil. El dispositivo era tan sofisticado, que no sólo transmitía coordenadas sino, con precisión milimétrica, también el lugar exacto, indicando calle o avenida, con un margen de error de apenas algunos metros, siempre y cuando el programa fuese alimentado con anterioridad con el mapa de la ciudad o sitio de búsqueda. Un tipo de GPS especial, con códigos para el espionaje urbano y de seguimiento.
Santiago abandonó la autopista y dirigió la moto hacia la desembocadura de la urbanización Las Mercedes. En el empalme de dos vías frenó bruscamente, dio vuelta en “U” y tomó otra vez, pero esta vez en sentido contrario, hacia la autopista que va a Prados del Este, un lujoso complejo del este de la ciudad. Al parecer tenía intención de regresar al refugio. No tenía sentido que después de adelantar tanto hiciese marcha atrás y tomase el mismo camino, pero al revés.
Fernando, bajo el coro de maldiciones y vulgaridades que escupían por la boca Figueroa y Basilisco, hizo un viraje forzoso, mordió la acera y casi se estrella contra otro auto a fin de no perderlo de vista.
PRÓXIMO MIÉRCOLES CAPS. 21 AL 24
Adelanto...
A la sombra de un cují cercano a la Misión, un hermoso pájaro, de alas rojas y lomo amarrillo moteado con un plumaje tejido en forma de círculos muy blancos que le envolvían en espiral el penacho, picoteaba sobre un montón de desechos.
Estaba cerca de la zamurera donde Figueroa había lanzado los restos del bebé de María Coromoto, aquel que nació con cola y descuartizó con salvaje saña después del alumbramiento.