Prólogo
EL UMBRAL
EL UMBRAL
Quizás cuando comiencen a leer estas líneas ya no estaré entre ustedes. Quizás ya haya muerto… Quizás.
Por ello, ante de que suceda, antes de que sea tarde, aparté a un lado el Diario, mi fiel compañero de los últimos infernales meses, y decidí contar unas cuantas cosas… El umbral de la pesadilla. Algo que les haga comprender mi proceder, actual y futuro. No es que me importe mucho el futuro o su comprensión, pero necesito, a fin de expirar tranquilo, un aliento de esperanza. Un juez imparcial, silencioso y desconocido aquí en la tierra, porque con el que está arriba, en el cielo, me las arreglo yo cuando sea el momento.
Es de madrugada. Mis manos temblorosas apenas pueden sostener un cigarrillo entre los dedos. No es producto del alcohol y la gran cantidad de tranquilizantes que he ingerido últimamente, sino por el dolor, la impotencia y la angustia que mancilla mi ser. O, tal vez, por ambas y muchas otras cosas. ¡A quién le importa!
Hoy presiento que mi vida se irá pronto, por eso consideré la necesidad de escribir los inicios de mi pesadilla. Lo que a continuación leerán es un sucinto resumen. Lo poco que mi adolorida humanidad ha podido hilvanar.
Cuento. Andaba sólo por el mundo, feliz y disfrutando a mis anchas de la vida, la cual no dejaba de sonreírme a cada paso. Era, verdaderamente, un hombre feliz, inmensamente feliz. Mi dicha era tal que me sentía inmerso en una burbuja celestial y fantástica. Pese a que no poseía, ni poseo, ningún bien de fortuna, sólo el dinero conquistado con el esfuerzo de mi trabajo, mi dicha abarcaba los confines del mundo. Me sentía el dueño de todo y yo parte de ese todo, el cual parecía haber sido confeccionado a mi medida y placer.
Ante mí se abrían mágicamente todas las puertas, tal como si fuese un magnate o un gran personaje. Aunque, pensándolo bien y para hacer honor a la verdad, si era un personaje admirado e imitado por muchos, pero también envidiado por algunos, más en la alta sociedad, la perversa, la que no perdona y odia.
¿Qué de qué me ocupaba?... Era… Bien, para qué contarlo si eso no tiene la menor importancia para lo que ocurrió después.
Resulta que durante mis correrías como hombre de mundo, un buen día conocí a una bella, melancólica y misteriosa mujer. Precisamente lo último, lo de misteriosa, fue lo que me prendó de ella, aunque también fue lo que años después acabó con mi vida y felicidad.
Yo también le gusté a ella. Se inició el ritual del romance, muy corto, por cierto. Era tan ignota y misteriosa su mirada, que comencé a llamarla “mi princesita veneciana”. Eso le gustaba, a mí me entretenía, ya que daba rienda suelta a mi mal habida fama de Casanova.
Luego vino lo que, por obligación debía venir: sexo. Todo pasó muy rápido, tan rápido que, además de sorprenderme, sembró en mí la semilla subconsciente de la duda y la desconfianza.
Esa primera vez, la primera vez que estuve con ella, les confieso, fue desastrosa.
Acostumbrado a estar durante toda mi vida con mujeres con cuerpos esculturales, casi perfectos, esa noche -aunque me lo esperaba, pero no de forma tan desconcertante- mi decepción fue colosal.
Ella poseía un rostro bastante agradable, nada desdeñable, aunque su cuerpo era una calamidad, pero lo disfrazaba con sorprendente destreza tras los artilugios que pone a disposición de las mujeres las casas de moda.
Había imaginado que así sería, que su cuerpo no era nada del otro mundo, aunque nunca pensé que podría espantarme.
Creí, en esa época de eufórica autoestima y mujeres a granel, que era sumamente difícil que alguien pudiese engañarme en esas cuestiones. Empero sucedió cuando, por primera vez, la vi totalmente desnuda ante mis ojos.
Verdaderamente, no me lo esperaba. Ese día no había salido con ella con la intención de hacerle el amor, sino para pasear y estar juntos a fin de concederle más tiempo al romance y al deseo. Para que juntos pudiésemos urdir un lujurioso encuentro para cuando llegase el momento del acoplamiento.
En la mañana ella me llamó muy temprano para que la acompañase, en horas de la tarde, a una Bienal de Arte que se llevaba a cabo en un lujoso cinco estrellas. Estaba cansado, ya que la noche anterior -un sábado, si mal no recuerdo- estuve de fiesta y me había acostado con mi odontóloga.
Aunque me sentía algo extenuado, ante su insistencia accedí.
Luego de pasearnos durante más de dos horas por todo el amplio y concurrido recinto y admirar las maravillosas obras de arte que se exponían ante la selecta concurrencia y charlar con varios pintores y algún eventual amigo que nos encontrábamos a nuestro paso, decidimos retirarnos. Mientras íbamos en busca del coche que estaba aparcado en el estacionamiento del hotel, ella me insinuó que la invitase a tomar un trago. Aunque me extrañó, no sospeché malsanas intenciones. La complací y en su auto fuimos a un restaurante-pianobar donde yo era asiduo.
Entre tragos y tragos, no muchos, y una aburrida y banal conversación, sin que siquiera se lo insinuara, de sus labios escuché a manera de proposición: “No tengo más responsabilidad por hoy. Dispongo de toda la noche para ti… Soy toda tuya”, dijo con desfachada frialdad y decisión.
En un primer momento quedé desconcertado. Creí haber oído mal. Recapacité lentamente. Estaba desnivelado, como si alguien hubiese movido con intensidad la banqueta donde estaba sentado frente a la barra del lujoso restaurante. Realmente aquello, con esas palabras tan glaciales, sin siquiera haber habido antes una caricia y menos un beso, me tomó por sorpresa. Me confundió. Los soliloquios de la seducción habían sido inmolados.
No sé si me comprenden. A los hombres, aunque las mujeres siempre tienen la última palabra y son las verdaderas seductoras en cuestiones del amor, nos gusta que nos hagan sentir que las hemos conquistado por nuestros “encantos”. Nos excita “acorralarlas” entre el sí y el no. Entre la indecisión y la aprobación.
Debo, obligatoriamente, hacer un paréntesis: escribo esto con dolor y profunda amargura en la certeza de que pronto volaré a la dimensión donde se aplacan los sufrimientos. Quizás en estas líneas denoten algún dejo de frivolidad, pero ha tenido que ser así, de otra forma no sería objetivo y sincero y yo mismo me condenaría al infierno.
Cuando escuché de la sensual boca de “mi princesita veneciana” aquellas palabras, confieso, quedé desarmado y por disimulados segundos sin habla. Esa sucesión de decisivos vocablos y otros que vinieron después, oídos de su dulce voz, me turbaron.
No obstante, sucedió lo que debía suceder. Esa primera noche la lleve a un hotelucho que estaba cerca de donde nos bebíamos los tragos. Ella, sin poner reparos, accedió a que la llevase donde quisiese, pese a su donaire y esas grandes ínfulas y pretensiones de dama de la alta sociedad que demostraba en cada uno de sus pasos.
Era nuestra primera noche de sexo.
Apenas cerré la puerta de la habitación que nos habían asignado, ella se desvistió prontamente, sin esperar a que yo con seductoras caricias y besos lo hiciese. Carecía de pudor. Fue tanta la decepción que sentí al ver aquel cuerpo amorfo desnudo delante de mí que, por los tragos o quizás por los nervios, reí a carcajadas. No dije nada. Siquiera una palabra. Fue todo muy espontáneo. No obstante, al notar la expresión de confusión e indignación que se dibujaba en su rostro, me contuve. Con besos, caricias y explicaciones traté de reparar el error, aunque ella notó que me mofaba de su cuerpo. Pero como estaba tan desesperada por sexo, apartó a un lado su dignidad y aguantó todas mis impertinencias, esa y otras más que siguieron, ya que no podía, por más esfuerzo que hacía, dominar su fofo cuerpo en ninguna de las formas o posiciones posibles. La cama parecía deshacerse ante la furia de su impaciencia.
Hicimos sexo, pero un sexo deprimente… ¡Manipular a noventa y ocho kilos de peso en la cama, más para un hombre tan delgado como yo, parecía una misión imposible! Había que ser un verdadero mercenario del sexo, un guerrero de la lujuria. Aunque no era ni una cosa ni la otra, lo logré, pero con mucho esfuerzo.
Luego, en unos de los varios descansos, le sugerí con dulzura, a fin de no entristecerla, que debía hacer ejercicios o someterse, si era posible, a una liposucción. Pese la sutileza de mis palabras, se puso iracunda y estalló. Sacó de lo profundo de su ser toda la soberbia y prepotencia con la que me aniquiló tiempo después.
Dije lo que dije porque soy irreverentemente franco. Además, en esa época, lo que menos pasaba por mi mente era la palabra amor. Menos cuando vi ese cuerpo tan amorfo y ajado. Era una más y quizás después de aquella casi macabra experiencia, jamás volvería a estar con ella.
Gorda, llena de cicatrices desde el pecho hasta el abdomen, producto de una mala gastroplastia, estrías por abdomen, glúteos, senos y celulitis hasta por las axilas, realmente, más que asco, sentí repugnancia.
Mientras la penetraba echado boca arriba sobre la cama con su cuerpo sobre el mío, pensé no volverla a ver nunca más. No sucedía lo mismo con ella. Mientras jadeaba de placer, de sus ojos brotaban otros códigos. Mujer abandonada por su ex esposo y amantes, y de obligada abstinencia durante un largo período, estaba ávida de lujuria, sexo y pasión.
Pese a sus esfuerzos por complacerme, esa fue una noche de amor para paralíticos, ya que en esos momentos no estaba entrenado para tan fofa anatomía.
Después del cuarto orgasmo, recuperado su equilibrio, se dio cuenta del rechazo. No aguantó más mi mirada, mucho menos mi actitud. Más pudo su orgullo de mujer que el placer, por ello optó, sin proferir palabra malsana, salir corriendo y sollozando del hotel.
No obstante, como el destino signa los caminos más insólitos e insondables, al mes hicimos las paces y nuestras vidas se unieron en un sólo suspiro.
No me pregunten qué sucedió, pero, se lo juro ante Dios, aquella pesadilla de la primera noche se convirtió en pasión desenfrenada y sublime. Fueron mañanas, tardes y noches de sexo, en el auto o en un ascensor, en la sala de su casa o en las escaleras, en la bañera o en el suelo, eso no importaba. El sexo estaba presente las veinticuatro horas del día en la mente de ambos. Fue algo maravilloso y exquisito. Así pasamos casi un año: amor y sexo sin reparos ni límites. Era amor puro, lujuria, aberración y hedonismo al mismo tiempo. ¡A quién le importaba, si nos amábamos hasta la locura!
Mucho, pero mucho tiempo después me enteré de que era una mujer multimillonaria, aunque eso a mí me importaba un carajo, ya que con anterioridad había estado con varias de las llamadas “aristócratas del valle”. No me había percatado de su holgada situación económica porque, en su soledad, vivía alquilada en un modesto anexo, tipo garaje, de una casa y apartada de sus padres y familia.
Creerán que estoy blasfemando o que me estoy vengando. No, nada más lejos de la verdad.
Lo que al principio parecía una aventura sin sentido, al poco tiempo se convirtió en un plenilunio de amor sublime y descarnado, despojado de cualquier mezquindad.
Nos llegamos a amar como dos adolescentes. Como si para cada uno de nosotros hubiese sido nuestro primer amor y al mismo tiempo el último. ¡Qué dulce pasión y qué amor tan infinito!
Al verla, y ella decía lo mismo, sentía campanadas en mi corazón y, en el sexo, el más enloquecedor de los éxtasis.
¿Qué cómo pasó y por qué pasó?, se preguntarán. Esa interrogante se la dejo al Altísimo, porque yo nunca, hasta ahora, me la he podido responder.
¿Me embrujó?… ¿Usó alguna poción mágica para atraparme?
Todavía, a estas alturas de mi desespero, me hago la misma pregunta sin que mi cerebro logre dar con una respuesta concreta y real.
La realidad es que al poco tiempo me casé con ella. Al principio, como todos los principios, la felicidad fue suprema, casi celestial.
Pronto tuvimos un hijo, un hermoso hijo, Dorian. Es un ángel. Durante la gestación creía, y aún lo creo, que es un predestinado, un elegido de Dios para conducir a la humanidad hacia un mundo espiritual lleno de paz, amor, comprensión y perdón.
Ella, con escéptica ternura, siempre aprobaba todas mis fantasías y quimeras mientras con mi rostro apoyado suavemente en su barriga le hablaba al retoño, a esa vida que se estaba germinando en su vientre. Le decía lo tanto que lo amaba, le profetizaba que sería el Nuevo Mesías, el conductor que la humanidad estaba esperando durante milenios para que nos guiase hacia un mundo lleno de amor, paz y armonía, en el cual la maldad y el odio sería desterrado por siempre.
¡No!... No exagero porque se trate de mi hijo. Antes y ahora, y después de los eventos que fueron sucediéndose, creo firmemente que así será: ¡Dorian es un predestinado de Dios en la Tierra !
Con el nacimiento de nuestro hijo todo hacía presumir que la felicidad se incrementaría y llegaría a los niveles de lo supremo.
Sin embargo, antes de que Dorian cumpliese los tres meses, comenzaron los cambios, cambios inesperados y sin sentido lógico en su personalidad y comportamiento. Ella aducía que su estado de ánimo se debía a una depresión post parto y que pronto pasaría.
Le creí. No obstante mentía.
Diosa del engaño como era, ocultaba que día tras día en su alma florecía un jardín podrido de traición.
“¡Ah!, ahora el amor de tú vida es una maldita perra mentirosa”, pensarán con entendida desconfianza.
Después de más de un año de convivencia se dilucidan muchas cosas, contesto.
¿Por qué no la dejé en ese entonces?, se interrogan.
–Con mí hijo gestándose en su vientre, ¿cuál oprobioso criminal puede abandonar a una mujer?
Estaba tan enamorado, que me convertí en un ciego de bastón y lentes oscuros. Nada ni nadie, aunque me lo habían advertido en varias ocasiones y por varios conductos, pudo hacerme comprender que mi esposa, mi querida y amada esposa, estaba enferma. Que su enfermedad la conducía hacia los placeres carnales más desbocados, absurdos e incoherentes.
El ingenuo y devoto amor que le profesaba cegó con tanta furia mi ser, que nubló mis sentidos. Cuando al fin desperté era demasiado tarde. El fatal error, el más grande y doloroso de mí vida, había iniciado su destructivo proceso.
Después vino lo que debía devenir: la ruptura. La cual fue planificada y detallada con malevolencia infinita por ella, aunque en mi ciego amor yo le imploraba perdón.
¿Perdón de qué?, se podría preguntar con sabia y desconfiada razón. ¡De amarla con locura!, contesto. ¡Ese fue mi único y fatal delito!... ¿Quién está más loco: el que ama con amor desprendido o el que engaña al amor?, les pregunto a ustedes. ¡Difícil pregunta!
–No se preocupen si no saben la respuesta… ¡Nadie, desde que el mundo es mundo, lo sabe!...
No estoy aquí para filosofar sobre el amor, sino para contarles mi paso por el infierno. No pretendo conmoverlos, mucho menos que me entiendan, sino, simplemente, revelarles cuán corto y delgado es el camino al dolor y el desespero.
Sentí la obligación de legar este Diario a la humanidad, a todas las personas afligidas y atormentadas por el amor, a todos los desposeídos y desesperados, para que comprendan cómo se vive y padece en los confines del sufrimiento y la tristeza, donde la muerte es la fiel y vigilante compañera.
Confieso que todo lo que leerán en este Diario fue escrito con la indiscutible realidad de un amor desprendido y sublime, pero en el más ahogado y desesperante de los tormentos.
Cuando empiecen a leer se darán cuenta que no les miento. Ustedes no me conocen, por ello me presento:
–Me llamo Leonardo… Leonardo Vento y este es mi Diario.
¿Ella?... ¿Cómo se llama ella?...
Aunque me había prometido nunca más volver a pronunciar su nombre, estoy obligado a decírselo.
–Carolina… Carolina Di Stazio, la Princesita Veneciana.
MAÑANA:
EL PRIMER PASO AL INFIERNO
(COMENCÉ LA TRANSCRIPCIÓN POR LA PÁGINA 12 DEL DIARIO. LAS PRIMERAS ESTÁN PERDIDAS EN LA JUNGLA DE MI SUFRIMIENTO).
22 de julio de un año cualquiera.
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