domingo, 10 de octubre de 2010

18 de agosto.

  La noche se roba al día y con el la efímera paz de mi corazón. ¡Qué largas son las noches y cuán grandes los demonios que deja emerger! 
  La otra noche, no recuerdo cual de las últimas, me recosté cansado, con ganas de dormir. Entregarme a un sueño profundo a fin de evitar ser torturado por los pensamientos. Cerré los ojos y tras de ellos vino la oscuridad, profunda y absoluta. No obstante duró sólo pocos segundos, ya que de la oscuridad comenzaron a surgir sombras difusas que fueron tomando formas de seres humanos. Todas de color ocre con suaves salpicones teñidos de verde y vino tinto. Parecían como dibujados al pastel. Uno a uno, en total eran unos siete u ocho, me fueron rodeando. Otros se sentaron en la cama, junto a mí. No proferían palabra. Únicamente me observaban y yo los observaba a ellos, ya que aún teniendo los ojos cerrados los veía como si los tuviese abiertos. Mis párpados parecían transparentes. No me asusté, tampoco me causaron alegría, sino una gran curiosidad. Por ello los miraba y volvía a mirar. Uno de ellos, que se sentó cerca de mis pies, en la cama, tenía un suéter manga larga en forma de “V” con unos arabescos de un color verde desteñido y opaco. No dejaba de observarme y yo a él. Ese, al menos, parecía de mí época, no así la mayoría de los otros que, con sus largas y despeinadas barbas parecían haber salido de siglos muy lejanos. Me deleitaba observándolos. En sus ojos había paz, una infinita e indescriptible paz. En la lejanía, aunque no era tan lejos ni tan cerca, otros seres iguales, desdibujados pero visibles, se venían acercando a mí. Al principio parecían nubes marrones llevadas al desdén por el viento, pero a medida que se aproximaban comenzaban a tomar las mismas formas humanas que los demás. Todos eran hombres, de diferentes edades y estaturas. Ni una mujer pude ver entre ellos. No se por cuán impreciso tiempo los acompañé y dejé que me acompañasen. Me daban tanta paz, que hubiese estado junto a ellos toda la noche o quizás toda la parte de vida que me queda. Por ello, no entiendo qué impulso repentino me hizo abrir los ojos. Quizás subconscientemente quería indagar que no se trataba de una visión, sino que verdaderamente estaban allí, conmigo, en la cabaña. No obstante no fue así. Al abrir los ojos no estaba nadie junto a mí. Sólo las sombras propias de la noche y de los objetos. Ellos habían desaparecido. Volví a cerrar los ojos y por más que los busqué entre las penumbras de la ansiedad, no los encontré. Repetí el procedimiento varias veces y nada. Resignado, no quedó más remedió que dejarme abrazar por el sueño.
Hoy, a las 8:33 a.m. recibí una llamada de Luis David. Me participó que ayer desayunó con el doctor César Vásquez y Dulce Inés Ramos, una antigua amiga de Rosalía Urbaneja, ya que trabajaron juntas como ejecutivas de publicidad en la revista donde yo era director. Ella también es una celestina.
  El doctor Vásquez, a quien profeso un profundo respeto, era mi “vecino” en las combativas y ácidas páginas de opinión del diario La mañana. Lo admiraba como articulista y el a mi, según me expresó en infinidad de oportunidades.
  En nuestra corta conversación Luis David me dijo que el doctor Vásquez, hombre culto, quien tuvo muchos cargos de relevancia en los últimos dos gobiernos, estaba dispuesto a invertir sesenta millones en el proyecto de nuestro semanario.
  Seco, preciso y con un odio infinito hacia ese canalla, le ratifique mi decisión de no seguir con el proyecto y de disolver, lo más pronto posible, la empresa debido a que tenía otros proyectos en vista.
  Por supuesto que no tenía nada en mente. ¡Y qué coño voy a tener si vivo inmerso en un tormento! Se lo dije para esquivarlo.
  –Tú estás muy equivocado. Yo soy tú amigo –ripostó molesto haciendo alusión a la supuesta o real recriminación que le hacía con relación a Carolina.
  No hay nada oculto entre cielo y tierra y algún día toda esa podrida verdad saldrá a flote.
  Porqué no expresó: “Habla con ella y verás que no existe nada de lo que te imaginas. O: “Definitivamente me obligas a hablar con ella para aclarar las cosas”.
  El muy bruto se pone en evidencia siempre que habla conmigo. No me dijo lo que yo preferiría oír de su boca debido a que, de antemano, sabía que ella no estaba en el país, sino en Aruba o en otro lado y que, por los momentos, no tenía acceso a ella si, realmente, la muy puta estaba de viaje.
  ¿Por qué las “defensas” que Luis David me esgrime son lacónicas y no tienen fuerza ni contundencia, cuando desde que lo conozco siempre ha sido un gran manipulador, un hombre de mil palabras, como buen comerciante y vendedor que es?...¡Claro!, porque carece de razón y argumentos sólidos.
  ¡Qué difícil es hablar con una persona que presumes se está follando a tú esposa!… ¡Qué difícil!... Imaginártelos desnudos, en la cama y haciendo las cosas que hacía contigo y quién sabe qué otras aberraciones más, mientras se burlan y ríen del pobre pendejo que andas por ahí sufriendo, padeciendo y con ganas de suicidarse… No se figuran lo doloroso que es… ¡Por eso es que las matan!... ¡Me cago en ellos!
  Estoy fumando demasiado. Anoche me chupé dos cajas y si no fuese por el Lexotanil de seis miligramos, no hubiese pegado un ojo. Hoy ya llevo ocho. Trato infructuosamente de quitarme con una esponja de metal los tatuajes, porque ya no son manchas, de nicotina de ambas manos, y lo único que logro es dañarme los dedos. Me acabo de tomar otra dosis de 6 mg. de lexo. Me siento dopado, pero parece que es lo único que aplaca un poco mi espíritu atormentado.
  PAUSA DE DUDA: Durante la conversación con Luis David, cuando el me expresó que estaba equivocado, yo le riposté que poseía grabaciones y él no dijo ni pío. ¿Raro, no?
  De la tal Dulce Inés Ramos, publicista del emporio editorial donde yo trabajaba, debo decir que es una reconocida celestina, la mujer que le suministraba “muchachitas tiernas y complacientes” a Luis David cuando éste quería “agasajar” a alguien o a un grupo de personas con quien pensaba cerrar un negocio que lo beneficiaría. Por supuesto que dependía de la clase o tipo de individuo, aunque a la mayoría de los hombres les encantaba que los premien con sexo. Luis David es un psicólogo social nato. Antes de dar un paso estudia muy bien al o los personajes. Los interroga en busca de su lado débil y si se trata de mujeres y tragos, allí entraba en juego Dulce Inés Ramos. La llamaba por teléfono y le decía que le preparara el “escenario” para la velada. Que necesitaba tantas o cuantas mujeres, todas jóvenes y bellas, por supuesto, ya que en la noche llevaría a unos personajes de suma importancia a su apartamento. Que tuviese lista la música –le decía de qué tipo, según el o los invitados- y que en la tarde le enviaría con uno de sus empleados el whisky y los canapés. Que arreglase bien las habitaciones y rociase perfumador, porque la noche iba a ser caliente. También, por supuesto, le aseguraba un buen pago por sus servicios.
  Normalmente el tipo de personas que van a esos encuentros de placer son militares, diputados e individuos con cargos de relativa importancia dentro del gobierno.
  Sé todo esto porque antes de casarme con Carolina, Luis David me invitaba a participar en esas bacanales que Dulce Inés preparaba en su casa, mujer que, por cierto, yo le presenté. Fue durante la celebración de un cumpleaños de Dulce Inés, el cual se llevó a cabo en un elegante club privado del este de la ciudad. Ese día, no se porqué motivo, andaba con Luis David, y, como tenía pendiente ese compromiso, lo invité a que me acompañase. Estaba reacio en asistir, ya que tenía problemas con Dolores, su esposa. Su hogar siempre ha sido un infierno de mil demonios. Pero cuando le dije que las más bellas y putas de las mujeres de la ciudad asistirían, se dejó de dudas y accedió de inmediato en acompañarme.
  Fue una espléndida velada, llena de gente hermosa y alegre. Dulce Inés, quien siempre nos mantuvo a su lado, nos presentó a varias de sus chicas, a quienes no perdimos tiempo para demostrarles nuestros “encantos”. Todo se desenvolvió entre risas, champaña y buen whisky, salpicado de seducción y promesas de amor.
  Llegó la hora de cortar la tarta. Dispuesta en una mesa adornada con flores estaba un espléndido pastel repleto de fresas y chocolate, presidido por una larga y fina vela color miel. Los invitados nos reunimos a su alrededor a fin de cantar el consabido Cumpleaños feliz. Con mi yesquero encendí la mecha y antes de comenzar a cantar, Dulce Inés pidió que esperásemos unos segundos. Se sacó un fino anillo de brillantes de su dedo y lo ensartó en la vela a fin de que el aro se deslizara hasta el final de la tarta. Cantamos disparatados y con frenesí la canción de cumpleaños. Al finalizar, Dulce Inés apagó de un sólo soplo la vela y enseguida seguimos bebiendo como locos. Varias amigas de Dulce Inés se encargaron de repartir el pastel a los invitados mientras Luis David y yo charlábamos. Él con Dulce Inés, a quien ya había seducido, y yo con una bella, joven y tierna maracuchita, quien desde que llegué se prendió de mí.
  Cuando la celebración estaba por llegar a su final, Dulce Inés, cautivada por la personalidad y desplantes de Luis David, nos invitó a ambos y a la maracucha, quien formaba parte de su corte, a proseguir la celebración en su casa.
  Nos fuimos a su apartamento. Una vez allí, más relajados y fuera del alboroto del club y la celebración, comenzaron las insinuaciones y los juegos de de palabras con cierta carga sexual.
  Al llegar, Luis David y yo nos habíamos desprendido de los sacos y aflojado la corbata. Alguien, creo que la misma Dulce Inés, después de deshacerse de los tacones, poner música romántica a volumen discreto y destapar una botella de escocés, propuso que jugásemos la botella. Tanto Luis David como yo accedimos con gusto. Los cuatro, la maracucha, Dulce Inés, Luis David y yo, nos sentamos en posición india y circular en el suelo con nuestros tragos apoyados en el piso.
  Cuando estábamos listos para comenzar, Dulce Inés sacó una botella semivacía de vino de la alacena y la hizo girar en torno a nosotros.
  Risas, alborto y chiflas. Se habló de penitencias y castigos. La alegría nos cobijaba a todos y el deseo también. Como casi siempre el pico de la botella señalaba hacia mi cuerpo, yo, quien ya me había despojado de camisa y correa, debido a las “penitencias” que me impusieron, fastidiado por tan insulso juego a esa hora de la madrugada e intuyendo lo que por obligación iba a pasar, ante la tenue luz que Dulce Inés había regulado en el sitio donde estábamos, me desnudé completamente.
  Ese fue el detonante para que nos encerráramos, cada uno con su mujer, en las habitaciones. Luis David se fue con Dulce Inés a la habitación principal. Yo con la maracuchita al cuarto contiguo.
  ¡Era una diosa!... La maracucha era una diosa salida del Edén… ¡Qué bien y en qué forma me complacía! … Estaba extasiado y feliz. Habría pasado con ella tres días seguidos sin parar, si no hubiese escuchado unos gritos aterradores cuando la tenía sentada encima de la peinadora penetrándola con pasión y contemplando embelesado a través del espejo como agitaba con placer sus nalgas firmes y bien formadas.
  La maracucha y yo nos detuvimos por instantes y nos pusimos escuchar. De pronto, con arrebato, Dulce Inés comenzó a tocar mi puerta, la cual estaba bajo llave. Del otro lado nítidamente pudimos escuchar:
  – ¡Mi brillante!… ¿Dónde está mi brillante?... ¡Leonardo, ayúdame!...
  Vestí apenas el calzoncillo y aún medio excitado salí de la habitación para ver qué ocurría. Dulce Inés se prendó de mí con desesperación. Hablaba con tal aceleración, quizás producto de los tragos o su intranquilidad, que costó un par de minutos entender qué sucedía: ¡Su anillo más preciado, una diadema de brillantes, había desaparecido!
  Culpaba a Luis David, quien momentos antes estuvo con ella en la cama. Lo tildó de ladrón, de aborrecido perro sucio y lo botó de la casa pese a los vanos esfuerzos de éste por librarse de tal acusación.
  Ante la furia de Dulce Inés, a regañadientes y defendiendo en todo momento su inocencia, Luis David optó por una retirada digna. Y fue así, porque me consta. Fue digna, aunque yo también tuve mis dudas, ya que, en ese entonces, no lo percibía como ladrón.
  En su desvarío, la madame le exigió a mi tierna y encantadora maracuchita que se quedase en la habitación donde estaba y, agarrándome de la mano, me arrastró a la suya. Ella estaba ataviada con una bata de seda verde botella, yo en calzoncillos. Detrás de mí, luego de entrar a su “santuario” de placer -en el cual nunca había estado- pasó el cerrojo y comenzó a desparramar una gran verborrea, en la cual inculpaba a Luis David del robo de su diamante y a mí por habérselo presentado.
  Tal como lo había hecho desde que se in inició el incidente, defendí la honestidad de mi amigo, aunque no con mucha convicción.
  Después de tomarnos otro par de whiskies, aparentemente tranquila, Dulce Inés me aprisionó contra su cuerpo, presentó su boca y las dos se estrellaron en pasión desbocada. Enseguida metió la mano en mis genitales, se bajó y comenzó a chupar mi miembro. Lo que vino después no hay porqué contarlo. Sólo puedo decir que fue maravilloso, no tanto como el que momentos antes había disfrutado con la maracucha, bella, joven, sensual y de carnes firmes y frescas, sino de otras sensaciones y placeres que sólo las veteranas saben dar, dada su experiencia en vida, años y hombres.
  Lo insólito de todo esto es que como a eso de las dos de la tarde del día siguiente, mientras Dulce Inés y yo dormíamos desnudos aferrados el uno del otro en un solo cuerpo, el repicar de su teléfono privado, el cual estaba sobre una mesita de noche, nos despertó.
  Quien llamaba era una amiga de Dulce Inés. Entre risas y chanzas, le notificó que su anillo de brillantes lo había dejado terciado en el fondo de la gran vela de la tarta de cumpleaños y que como se había ido tan de inesperadamente, ella lo rescató y tenía en su poder. La felicidad de Dulce Inés, al escuchar esas palabras, no pudo ser mayor. Luego me pidió disculpas y rogó que se las transmitiese a Luis David. Que le dijese que todo fue por el furor de la noche y los tragos.
  Feliz, con su anillo recuperado, Dulce Inés pidió que me quedase con ella un rato más. Almorzamos desnudos y luego me fui.
  No hay remordimiento en mi alma, ni pecado alguno. En esa época estaba soltero. No soy promiscuo, ni nunca lo he sido. La ocasión y el momento me condujeron a serlo esa noche. No había alternativa. Después que conocí a Carolina, jamás la traicioné y, ni por error de ensueño, esas imágenes volvieron a aparecer en mi mente o seducir mí ser.
  ¡Qué gente tan bella, desprendida y reconfortante he conocido en los últimos días!
  Comenzaré por Patricio Leyton, el tío de Fernando y Sonia, su mujer, también bellísimas personas. Ellos son mis vecinos de la cascarita que está a la izquierda de la mía.
  Patricio es un chileno bonachón y vivaz. Algunos fines de semana se presenta en la montaña junto a su esposa con el objeto de visitar a su sobrino. Él me conocía por referencia debido a mis escritos y trayectoria en los medios de comunicación. Fernando y Sonia se establecieron en la montaña dos semanas después que yo. El domingo siguiente a su arribo me invitaron a una parrillada que habían organizado con el objeto de recibir a su tío.
  Luego de los primeros tragos y esperando que la carne y salchichas -era lo que menos nos importaba a todos- estuviese a punto, Patricio, zorro viejo y gran observador se dio cuenta enseguida de mi pena, la cual llevó tatuada en el rostro y pupilas como si fuese un aviso luminoso. A los minutos de llegar al sitio de reunión, detrás de la cabaña, casi en el mismo sitio donde Ranger y yo jugueteábamos antes de caer por el barranco, me percaté de la forma como, con vano disimulo, me observaba. Se estaría preguntando “qué hace un hombre cómo él en la montaña”. En un momento, a fin de atajar su mirada escrutadora, quise decirle, contestarle las interrogantes que tejían su mente. Apenas hice el intento de abrir la boca, me contuvo y pidió con gentileza que no le dijese nada. Por supuesto que no pensaba soltar nada, mucho menos la verdad. En todo caso, le hubiese dicho que estaba allí con la intención de escribir un libro. Sabía de antemano que no me creería, pero quedarían las dudas.
  Todos bebíamos como unos cosacos. Entre tragos, Patricio, hombre de aparente holgada posición económica, aunque su sobrino parecía tan indigente como yo (de otra forma no se podría concebir viviendo allí), me invitó a participar en un “plan familiar” que tenía en mente para desarrollar una “pequeñísima urbanización” por los lados de la montaña.
  Por aquí hay tanta tierra, aunque todas son montañas, que la idea no me pareció descabellada. El trabaja en bienes raíces, por ello nos encomendó a Fernando y a mí que fuéramos viendo terrenos, los cuales por estos lados hay muchos, y muy económicos, en venta. Nos dijo que el pondría el dinero para la compra y que para levantar las casas cada quien aportaría lo que pudiese. Que si no alcanzaba el dinero el pondría el resto. Afirmó que el plan consistía en unas seis u ocho casas, dos de las cuales eran para nosotros, para Fernando y para mí, y que las demás las alquilaríamos a “seres espirituales y con don de gente como nosotros”. En mi desesperación, el proyecto, aunque utópico, me pareció maravilloso en aquellos momentos de amargura.
  Patricio me encomendó que pensase un nombre para el “conjunto residencial”. Entre los vapores etílicos, que ya estaban haciendo su efecto, le contesté, de sopetón: “El remanso. El nombre será El remanso”, dije seguro de mí mismo. Le agradó muchísimo, mucho más la forma tan rápida como imaginé el nombre.
  ¡Qué personas tan plenas de desprendimiento son Patricio y su mujer! No creo que nos estuviese, o me estuviese engañando. No lo percibí. Él adora a Fernando y a Sonia. Me dijo que le encantaba que fuese su vecino. Durante la conversación me invitó a un party, en su villa de Los Naranjos, un lujoso conjunto residencial de la ciudad. ¡Qué hombre tan afable! En su mirada presentí paz y sabiduría y un gran sentido de pragmatismo. Mucho más cuando nos expresó que para la construcción de las casas utilizaríamos a los chiquillos-obreros, los guariqueños, quienes en total son nueve (Beto, José Ángel, Jhonny, Augusto, Ricardo, El indio, Martín, Antonio y Perucho, el más joven de todos). Todos ellos son seres muy nobles y serviciales.
  Hoy, al menos, sin siquiera pedírselo, Beto lavó mi auto. Desde que llegué les he ido regalando, a todos, parte de la ropa, camisas y franelas más que nada, que usaba muy poco.
  Los vecinos de la cascarita de la derecha, Antonello y Luna, también son excelentes personas. Mañana, creo, se mudará otra pareja en la cuarta cabaña de este grupo.
  Pese a la compañía me siento sólo y sin amor. Abandonado y derrotado y, por supuesto, desesperado.
  No sé si lo había dicho, pero Fernando es profesor de Kendo y Spinning en un importante gimnasio ubicado en un centro comercial del este de la ciudad. Da clases en las tardes y noches. En la mañana trabaja como instructor en un centro de rehabilitación cardiovascular propiedad de Patricio.
  Antonello es italiano. De Messina, Sicilia, para ser más preciso. No recuerdo ahora su apellido. Su pareja, Luna, es diseñadora gráfica y él era chef de una pequeña pizzería de su propiedad.
  Anoche, al cobijo de las estrellas, estuvimos conversando (¡y fumando!) hasta tarde. El me contó, en breves extractos, toda su vida. Me dijo que estudió filosofía en Berkeley, que estuvo casado con una italiana, que ahora vive en Roma con sus tres hijos y que, en segundas nupcias, se matrimonió con la hija de Octavio Lepanto, un gran dirigente político demócrata y varias veces ministro de Estado durante dos gobiernos, con quien tuvo un niño. Que duró con ella tres años, pero la cosa no funcionó, por lo que devino el divorcio. Que Luna, su actual compañera, de apenas veintidós años y el de treinta y nueve, es su soporte espiritual, su muleta hacia la nueva vida que emprendió en la montaña.
  La conversación se tornó tan límpida y despojada de todo engaño que, lo juro, me provocó brindar por su honestidad y sinceridad. Lo invité a pasar a mi cascarita, saqué de la “despensa” una de las dos botellas de ginebra que allí tenía guardadas, y comenzamos a beber. Al rato Luna se nos unió. Como comenzamos a hablar de arte, Luna regresó a su cascarita y volvió con unos dibujos para mostrármelos. Le elogié su trabajo, no fue hipocresía, ya que eran de excelente factura. Luego le mostré mis cuadros, tres que me había llevado de la casa, y un pequeño dossier con fotos de mis obras y el álbum con recortes de prensa de las exposiciones que había hecho.
  A Antonello le regalé mi último poemario, Más allá de la razón. La dedicatoria le emocionó. A Luna le obsequié uno de mis dibujos, lo cual agradeció con desprendido asombro.
  Después, entre tragos y tragos, los cuales yo servía en unas pequeñas tazas de café que había comprado días antes, comenzamos a filosofar sobre la vida. Hablamos de Kant, Aristóteles, Sócrates y quién sabe cuántos carajos más. Luego le dimos una pequeña ojeada a los grandes maestros de la pintura, sus logros y genialidades. Divagamos sobre el porqué lo habían logrado y a las circunstancias de la época en que vivieron. Más tarde se nos unió Joaquín, un joven administrador español, quien abandonó todo, su casa, familia y profesión para convertirse en el carpintero de las cascaritas, y un amigo que fue a visitarlos, un muchacho muy inteligente y agudo.
  Pasé una noche “gloriosa”. Por un momento mis pensamientos estaban lejos de Carolina y el sufrimiento que ello implicaba. Le agradezco a Dios esa tregua.
 En la tarde recibí otra llamada anónima. Al otro lado de la línea un hombre, hablando muy rápido y teniendo de fondo el ruido ensordecedor de una calle muy transitada, me decía cosas. Con tanta confusión y ruido, realmente no pude captar el mensajes, pero sí el nombre de Carolina.
  Fue como a las dos y treinta o tres de la tarde. Esta vez si anoté el número, el cual quedó grabado en el registro de llamadas entrantes de mi móvil. El número era el 9430299. Lo remarqué varias veces y por respuesta sólo recibí el mensaje de una grabadora que indicaba: “El número que usted marcó no puede ser procesado”.
  En la mañana lo estuve llamando al bufete de Alfredo Díaz, m amigo y abogado, pero no pude hablar con él. Al final, de tanto insistir, como a las cuatro de la tarde lo ubiqué a través del celular. Me comunicó que estaba todavía “almorzando”. Le referí mi urgencia, que necesitaba de sus consejos profesionales, por lo que me prometió que promediando las cinco estaría en el restaurante “Spada Vecchia”. Que lo esperase en la barra.
  Como andaba como alma en pena transitando por las inmediaciones, tratando de ubicarlo en esa zona plena de restaurantes donde el es habitué, lo que tuve que hacer fue retroceder el auto unos pocos metros, ya que instantes antes de hablar con el, mientras chequeaba su número celular en mi agenda de bolsillo, había pasado frente al “Spada Vecchia”.
  Aunque faltaba casi una hora para la cita, decidí entrar. Apenas pasé el lobby me encontré con Ralph Lepped, quien estaba con unos amigos. Lo saludé afectuosamente. Quiso brindarme un trago, cosa que rechacé. En cambio pedí un “piloto”. Hablamos. Me refirió detalles del nuevo proyecto que tenía para televisión. Él es productor de programas deportivos, muy exitosos por cierto. Por mi parte le referí que estaba sin hacer nada y lo del fracaso del semanario político que había fundado. A fin de sopesar su opinión fui a buscar en el auto un par de ejemplares que tenía guardados en el maletero y se los di. Le gustó y expresó su asombro sobre el porqué del fracaso, si era “tan bueno”. No le di detalles. Al rato se acercó Luis Muñoz, un superatleta ex pentacampeón de atletismo, quien hoy en día está adherido a las barras de bares y restaurantes. Me refirió que iría a las Olimpíadas. Que había recibido un buen contrato de los representantes de una conocida marca de teléfonos digitales para que prestase su imagen. Atormentado de tantos saludos y gente a mí alrededor, le pedí al mesero un whisky, el cual absorbí con furia, casi de inmediato. Seguí charlando con Ralph, Luis y con todos los que se aceraban a saludarnos, hasta que apareció Alfredo.
  Después de las habituales e hipócritas reverencias propias de esos encuentros, prosiguieron los chistes, chanzas y cuentitos, ya que todos nos conocíamos.
  En las precarias condiciones en que me encontraba, aunado al desespero, esa felicidad y risas que esbozaban al saludarse, orgullosos por los triunfos que estaban por venir o que habían sido logrados o que de momento inventaban para darse ínfulas de grandes y exitosos personajes, me obligó a pedir dos whiskyes más, los cuales apuré en largos y tormentosos sorbos.
  No me afectaba su frívola prepotencia, ya que esas escenas yo la protagonicé, en ese mismo lugar, infinidad de veces. Sólo me inquietaba verlos como si nada hubiese cambiado. Como si mi sufrimiento no importaba, que eso a ellos les sabía a mierda. Que se era mi peo y nada más. Era como si me dijesen “el muerto al hoyo y el vivo o al bollo”. Es doloroso sentirse en esa encrucijada, mucho más después de haber sido un gran triunfador, un hombre asechado siempre por adulantes y aprovechadores, entre ellos los que estaban allí, menos, quizás por Alfredo. ¡Eso me hizo sentir menos que un mojón! De todos modos fui fuerte y resistí los embates que me deparaba el destino en ese momento. Además, eso era nada comparado con el verdadero sufrimiento que me carcomía las entrañas.
  Cuando todo volvió a una aparente normalidad, le di la espalda a Ralph, quien estaba sentado a mi izquierda en la barra del restaurante, y me puse a hablar con Alfredo. Le expliqué, a grosso modo, lo que estaba pasando. Para tortura mía, la estridente música que sonaba de fondo hizo pésima nuestra comunicación. Creo, o mejor dicho, estoy seguro, que por los tragos que traía después de su tardío almuerzo, Alfredo entendió muy poco o nada de lo que le decía. O, quizás, adrede estaba evitando el funesto panorama que le estaba pincelando… Eran momentos de tragos y felicidad. No para soportar la cara de enterrador que tenía. Por ello me invitó, para el día siguiente, a un almuerzo que daría en su casa en honor a unos colegas abogados. Sin casi entender mi preocupación, Alfredo me decía: “Vamos a hornear una porquetta. Va a ser algo muy petit comité… Sólo tengo unos siete invitados especiales. Allí podremos hablar con calma”.
  Para evitar que volviese a tocar el tema de la separación, Alfredo me obsequiaba trago tras trago y en esa sucesión de brindis, cuando lo creyó oportuno, acercó su boca a mi oído y en susurro, cuya inquietud se denotaba pese a los tragos, me aconsejó que no me deprimiese, que lo más importante era yo y nadie más. Que no me preocupase tanto, que fuerte y que pronto saldría a flote. De Carolina, simplemente me dijo que era una loca. Su afirmación me sorprendió, por ello le pregunté con ingenuidad: “¿Cómo lo sabes?”. A lo cual contestó: “Desde el primer día que la conocí, aquí mismo -expresó indicando el lugar y refiriéndose al día en que en ese mismo restaurante yo se la presenté- me di cuenta. Pero tú la preñaste. No podías hacer más nada”.
  Antes de irme me ofreció toda su ayuda. Dijo que si no tenía para comer comería con él. Que si durante el día no tenía dónde ir, que me fuese a su bufete y que, por cualquier necesidad, enseguida lo llamase.
  Me preguntó dónde estaba viviendo. Al notar en mi cara evasión y duda, expresó: “Debe ser muy malo, ya que no quieres decirlo”.
  Conmovido con tanta bondad, le dije, a medias, en el lugar dónde vivía. Que estaba en la finca de un amigo, muy lejos de dónde nos encontrábamos y que la carretera era muy peligrosa, mucho más de noche. “Entonces vete ya”, sugirió. Apuré el trago que tenía delante, no se si el noveno o décimo, y salí hacia la montaña.


MAÑANA:                                                                   FUEGO EN MI TORMENTO.

Ensayo en el circo (1987)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre cartón 66 x 48 cm.
Colección familia Denis Bourne.