Después de la infructuosa llamada a Rafael del Talante, llamé a casa para que me pusiesen a la bocina a Dorian. Quería, al menos, escuchar sus tiernos y cariñosos balbuceos. Atendió Pablito.
– ¡Aló! –dijo.
– ¡Hola, Pablito!, es Leonardo. ¿Cómo estás? –pregunté con gracia y amabilidad, pero terminada la frase colgó, presumo, asustado y sorprendido.
Su madre seguramente ya lo había aleccionado. No debía hablar conmigo y tampoco recibir llamadas provenientes de mi celular. Antes de atender el teléfono, debería primero chequear en el localizador de qué número provenía la llamada entrante. Esa es una práctica muy vieja en Carolina. Cuando no quiere hablar con alguien hace una lista con números telefónicos que con los días se va agrandando o acortando, depende de cómo le pegue la luna, y se las entrega a los servicios para que, antes de levantar la bocina y de atender la llamada, revisen muy bien y cotejen los números que aparecen la pantalla del localizador con los de la lista. Si no es ninguna de ellos, puede recibir la llamada, de otra forma no. Otras copias de la misma lista las pega con cinta plástica al lado de los otros teléfonos que hay en la casa para que no haya excusa del la servidumbre. Se irrita mucho si hay alguna distracción en el asunto. Una vez, cuando estábamos casados, se puso fuera de si porque el servicio atendió una llamada de la lista por ella considerada “prohibida”. Hasta les ponía señales o cruces de advertencia o un NO, grande y mayúsculo al lado del número telefónico.
A pesar de todo, sé que Carolina todavía me ama. Tuve ese presentimiento. Un presentimiento fuerte, muy fuerte. Lo que sucede es que está muy resentida por todas las cosas que, enardecido, le dije. ¡Ojalá se le pase y volvamos juntos! Me sentí, por fracciones de segundos, iluminado, bañado por una luz que le transmitió seguridad a mí atormentado espíritu. El fenómeno no aconteció después que llamé a casa, sino una hora, o un poco menos, más tarde. Porque enseguida que Pablito interrumpió la comunicación, llamé a Doris, el “servicio de por día”. Sé que va a casa a hacer limpieza a fondo todos los lunes y jueves de la semana. Marqué su número celular y atendió enseguida.
–Hola, Doris, es Leonardo.
–Hola, cómo está señor Leonardo –contestó cariñosa.
–Doris, te llamo temprano porque como sé que hoy vas a casa, quiero que, por favor, le digas a Elsa que a las doce en punto del mediodía voy a llamar para que me ponga a Dorian al teléfono.
–No, señor Leonardo –ripostó nerviosa y confusa–. Parece que ellos no han regresado todavía.
–No, Doris. Si regresaron –le aclaré–. Apenas acabo de llamar y Pablito, al escuchar mi voz colgó el teléfono –precisé–. Dile a Elsa que no alerte a la señora. Que no diga nada de mi llamada. Lo único que quiero es hablar con el bebé.
–Pero, hoy no voy a ir para allá –contestó dubitativa con evidente intención de evadirme y sacudirse de la petición que le hacía.
– ¿Pero, la señora no te llamó para que vayas a trabajar hoy? –pregunté extrañado.
– ¡Sí! –afirmó enseguida–. Me dejó unos mensajes en el celular, pero sin precisarme qué días debo ir y yo la llamé en varias ocasiones y nadie me contesta el teléfono –concluyó muy serena.
Era cierto, Doris no mintió. En las casi de tres docenas de veces que he llamado nadie lo toma. Excepto el día que regresaron y me pusieron a Dorian y yo, tontamente, fingí la voz. Otras tres veces mis llamadas fueron atendidas por Pablito, pero como presentía, tal como ocurrió hoy, que iba a colgar al escuchar mi voz, me desconectaba yo primero.
Como a eso de las once de la mañana salí de la montaña con la misma misión que la de ayer, pero esta vez con ligeros cambios. Pasar únicamente por casa de Rosalía para chequear, por última vez, si el rústico con placas de “carga” sigue ahí.
Antes de llegar, muy cerca de su casa, en el cruce de la Clínica Latinoamericana, apenas sobrepasé el semáforo vi el auto de Rosalía, un viejo Ford. Nos cruzamos. Pasé a su lado, pero en sentido contrario de la vía. La tuve tan cerca que casi nos “rozamos”. Bajo la presunción de que me había visto y reconocido, le toqué la corneta, pero la vieja celestina no se dio por enterada. Era obvio que no me había visto. Siempre va pegada del volante, muy ensimismada. Quizás pensando en su próxima fechoría sentimental. Bueno, me haya visto o no, a estas alturas eso me tiene sin cuidado.
De ahí, después de franquear su casa, bajé por un atajo para volver a la montaña. En el camino me detuve para hacer tres llamadas. Como ya eran las doce en punto, la primera fue Dorian, pero luego de varios repiques “una mano desconocida” desconectó el aparato. Siquiera se disparó la contestadora con la voz de Carolina. Quedé apesadumbrado y contrariado. Creí que esa misma mañana, en un impulsivo ataque de furia, Carolina había mandado a cambiar el número telefónico de casa para que yo no siguiese molestando con mis continuas llamadas. Decepcionado al ver otra vez frustrado un intento de hablar con Dorian, hice la segunda llamada. Fue para mi abogado, Alfredo Díaz. Con desfachatez, y quizás bastante obstinación, me conminaba a llamar yo mismo a Luis David para fijar la fecha del finiquito de la compañía. Insistentemente le repetí que lo hiciese él, ya que no quería hablar con ese “señor”. Me solicitó nuevamente sus teléfonos. Se los di y el me prometió que lo llamaría y que yo lo volviese a llamar a él dentro de una hora. La tercera llamada fue para la Galería de Arte Andrómaca. La persona que atendió me dijo que el personal de la galería seguía de vacaciones y que reabrirían el martes. Llamaré ese día. Necesito dinero y si vendieron algunos de mis cuadros me vendría muy bien.
PAUSA DE TERROR: Comencé a sudar copiosamente. No sé si es a causa del excesivo sol que tomé hoy mientras trataba de quitarle, otra vez, las manchas de moho a un cuadro, el que estaba más invadido por esa marabunta de montaña. Con la manguera que me prestó Fernando, rocié a toda presión mucha agua en la parte trasera, otrora blanca, del lienzo. Después estrujé la tela con un cepillo y detergente en polvo, y nada. Mientras pensaba en qué más podía hacer para quitarle esas feas y perniciosas manchas, lo dejé expuesto al sol. Mientras se secaba, se me ocurrió una “fabulosa” idea, no sé si para bien o para mal de la obra: pasarle un algodón empapado de cloro (por la parte trasera de lienzo, por supuesto). Lo hice y enseguida, al secarse bajo los inclementes rayos del sol, sucedió algo increíble. ¡El milagro! Mágicamente las odiosas y dañinas manchas desaparecieron. No sé si dañé la tela. No sé si con el tiempo el cloro pueda afectarla, pero la verdad es que la parte trasera de la tela quedó impecable, como nueva, de un blanco puro. No creo que le pase nada. El lino es fuerte y de buena calidad y, además, la gente blanquea hasta ropa delicada con cloro. Claro, por una sola vez no le hará nada. Ahora si la baño constantemente en cloro seguramente con el tiempo se le abrirá un hueco. El miedo que me aterrorizó al iniciar esta pausa, está volviendo. Algo raro ocurre en mí cuerpo y temo un infarto o derrame cerebral. Tomaré un duchazo con agua bien fría, como la de esta montaña, a ver si cesa de martirizarme esa sensación.
MAÑANA:
Buscaba aire, respirar… Estaba intranquilo y solo. Solo con mi miedo.