Seguí de largo y mientras rodaba se me ocurrió otra “brillante” idea. Sin saberlo y menos intuirlo fue, de cierto modo, reconfortante. Tanto, que mi alma se iluminó por escasos instantes. Una luz alumbró las tinieblas de mi atormentado corazón.
Cuento y asiento en este Diario: Se me ocurrió ir al edificio donde vivía, entrar, aunque no tenía el control de la verja de hierro y, primero, chequear en el sótano los puestos de estacionamiento. Una vez concluida esa tarea, ir hasta el buzón de correspondencia con la sibilina idea en mi mente de que podría conseguir el sobre del recibo telefónico del pasado mes a fin de chequear los números, días y horas de llamadas hechas durante ese período, el cual, por supuesto, yo estuve ausente.
En todo eso lo que más interesaba a mi turbada mente era conseguir en el recibo el número del ambulatorio y el del ‘fantasmagórico’ médico.
Pero, mal rayo me parta. Al entrar al sótanos dos, que es donde están nuestros puestos de estacionamiento (son tres en total, aunque únicamente utilizábamos dos) vi aparcado, no en “mí puesto”, sino en el de al lado, un flamante jeep Cherokee azul cobalto último modelo. Al verlo me estremecí de pies a cabeza. En segundo mí mente se volvió un calderero. “¡Es el auto de su amante”!, pensé en automático. “Como hoy es viernes, seguramente mandó a Pablito con su papá y ella la pasará divino, sin estar escondiéndose de nada, con su nuevo hombre. El bebé, mi amado Dorian es tan pequeño que ni cuenta se dará de lo que está pasando. Y como tiene servicio nuevo a quien, seguramente, le habrá dicho que ella es “viuda” todo parecerá “normal”, cavilaba en reflexión paranoica. Mientras mi mente andaba en esos confines, como autómata nervioso mis manos fueron en busca del bolígrafo que siempre guardo en el portapapeles izquierdo de la puerta del auto con el objeto de anotar la matrícula del vehículo, el cual me serviría para posteriores indagaciones. Cuando me dispuse hacerlo, de pronto vi la camioneta dorada de Carolina cruzar la esquina del sótano e ir hacia su puesto a fin de aparcarse. Al notar mi auto y presencia, se detuvo, pensó unos instantes y enfiló la Explorer entre los pilares del estacionamiento zigzagueando a los otros autos que estaban estacionados allí a esa hora con la intención de dar la vuelta y marcharse del sótano. Al intuir sus intenciones, reaccioné, me le adelanté y tranqué el paso con mi auto. Ella frenó y se me quedó viendo fijamente, indecisa, buscando qué hacer. Su camioneta tenía la boca enfilada hacia el estómago del mío, el cual estaba en posición transversa. Bajé el vidrio derecho, levanté la mano a modo de espera y le dije:
–Un momentico. Sólo quiero decirte unas palabras.
Sin hablar y con mirada gélida, se bajó de la camioneta y dirigió hacia mí. Estaba bella, bellamente hermosa, como nunca. Con su esplendido y reluciente cabello rubio ángel parecía regresar del Edén, aunque en realidad venía de la peluquería.
–Yo no tengo nada que hablar contigo –expresó indignada al tenerme cerca y enseguida agregó–: ¿Sabes lo qué me provoca?
Dicho eso, con la interrogante flotando en el aire, a pasos largos regresó a su camioneta y buscó algo en la parte trasera. Yo estaba paralizado de dicha al verla, aunque por instantes pensé que había ido en busca de una pistola. Agarrado in fraganti husmeando en su edificio. “Acoso y maltrato inhumano” veía escrito en el sumario policial. ¡Listo! Todas las atenuantes estarían en mi contra. No sabía qué hacer. Impávido esperé, fuese lo que fuese, con el cinturón de seguridad todavía abrochado. Es que todo pasó tan de repente que siquiera tuve tiempo de pensar en una reacción defensiva. Y no podía pensarla jamás, porque en todo mí ser, como perfume de dioses sólo flotaba su olor y lo hermosa que estaba.
Fueron instantes, segundos. Pronto la vi regresar con un paraguas plástico color lila y comenzó, a través de la ventanilla que tenía abierta, a golpearme levemente ya que no tenía espacio para tomar impulso y hacerlo más fuerte.
– ¡Esto es lo qué me provoca!... Darte duro, desgraciado –decía iracunda mientras me golpeaba.
Con mi mano derecha, que era con la única que tenía facilidad de movimiento, en dos oportunidades le inmovilicé el paraguas para que su punta no fuese a perforarme un ojo e, igualmente, pudiese escuchar mis razones. Mientras lo sostenía, balbuceaba nervioso: “Porqué mí amor, si yo te quiero mucho… ¡Te amo!... No hagas eso mí amor. Te quiero mucho”. No obstante ella no entendía nada. Estaba tan fúrica, que creo que ni se dio cuenta de que le estaba hablando. Sólo buscaba desahogarse. Hacia lo imposible para liberar su furia. Me puyaba y daba bastonazos cortos. Pese a ello, su cara y sus ojos no denotaban odio. Seguía bella, pura y hermosa.
–Pero mi amor… Mi amor, yo te amo mucho… –seguía diciendo entre dichoso y nervioso mientras recibía mi paliza.
–Eso a mí no me interesa –al fin expresó mientras seguía bastoneándome con el paraguas.
Mientras todo sucedía, por detrás de mi auto, entre el poco espacio que tenía libre, se coló el Swit Chevrlotet verde oscuro que solía estacionarse donde está ahora el jeep Cherokee. Del vehículo se bajaron el viejo y su esposa, quienes, cuando todavía vivía allá, siempre que nos cruzábamos me saludaban con mucho afecto y respeto.
En ese preciso instante, extenuada y en vista de que no podía hacerme el suficiente daño que quería a través de la ventanilla, Carolina comenzó a golpear con fuerza el techo del auto. Mientras lo hacía, y con los ancianos de espectadores, gritaba:
–Lo que no te perdono es lo de Luis David… ¿Cómo se te ocurre?... Me ofendiste mucho… Me llamaste puta… –recriminaba mientras seguía golpeando con el paraguas el techo.
– ¡Está bien!… Está bien… ¡Perdóname!... Al menos déjame ver al niño –supliqué con dolor.
–Eso lo decidirán en el tribunal –gritó.
Como siquiera me escuchaba y seguía enloquecida golpeando el techo y luego el capó, adelanté un poco ya que tenía el motor enmarca, con la intención de irme. Al percatarse de ese mínimo movimiento, ella, paraguas totalmente destrozado en manos, se retiró hacia la camioneta. Con la vista fija en sus movimientos, esperé otros instantes. Luego decidí marcharme, dejar las cosas hasta ahí y evitar que se enfureciese aún más.
Fue reconfortante verla. Estaba tan bella que ni la furia pudo opacar su hermosura. Presentí que aún me ama. Pero que por su orgullo y carácter nunca perdonará mis ofensas y dudas.
Pero esa la felicidad, la dicha que me causó verla, duró poco y mis esperanzas se fueron con ellas.
Apenas salí del edificio mi alucinante mente volvió a torturarme: “¿Si toda esa escena de mujer indignada fue sólo un teatro para evitar que anotase la matrícula del jeep?”, pensé. Y seguí alucinado: “De seguro que cuando llegó presintió que esas eran mis intenciones. Por eso el teatro. Para proteger a su amante. Ahora estarán almorzando juntos. Él estará sentado en el puesto que me correspondía en la mesa, y riéndose de lo lindo de la paraguada que me dio. Y después, para celebrarlo, se encerrarán en el cuarto para hacer amor”.
¡Maldita mente la mía! ¿Por qué, mi Dios, no me llevas de una vez por todas hacia la locura más absoluta y me liberas de la tortura del pensamiento?... Dicen que los locos no piensan. ¡Qué felices ellos!... ¡Qué afortunados son!
MAÑANA:
Saqué los binoculares y apunté hacia la terraza del pent house en la esperanza de penetrar con ellos a través de los ventanales ligeramente ahumados.
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