EL PAPIRO
SINOPSIS
Ante el temor de
estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina
inician la despiadada persecución de un joven predicador que hacía milagros en
los barrios donde enseñaba los evangelios. La Santa Sede aprueba la acción
porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar
Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de
sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el
propósito de asesinar al predicador, quien al ser capturado descubren que de su
cóccix pende un largo rabo y en su tetilla izquierda se desdibuja un extraño
tatuaje escrito en arameo, la misma lengua que hablaba Jesucristo. Enigmas,
romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia
ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde
hasta las sombras tiemblan.
Capítulo 1
–
¡Rápido, al quirófano!... No hay tiempo que perder.
–Todo está listo, doctor. Ya le suministré
un tranquilizante.
– ¡Saque a todos!... Incluidas las
enfermeras. No quiero a nadie extraño en la sala. Únicamente estaremos tú y yo,
¿comprendes? –urgió nervioso el médico al anestesiólogo.
El reloj marcaba las dos y treinta de la
madrugada en el Hospital Estatal de San Felipe, pequeña ciudad agrícola famosa
por estar enclavada en los sagrados dominios de María Lionza, mítica reina
hechicera que según una antigua leyenda india tiene su imperio en las cercanas
montañas de Sorte, lugar coronado por imponentes sierras y estallidos de una misteriosa
luz que todas las tardes corre a refugiarse en las profundidades mágicas de sus
bosques.
La noche estaba iluminada por una gran
constelación de estrellas presididas por una luna llena resplandeciente que
hacía augurar una guardia tranquila y serena. De no haber sido por la
emergencia presentada, tanto el médico como su equipo hubiesen estado durmiendo
plácidamente en sus habitaciones.
El doctor Claudio Figueroa era el único,
entre todo el personal del hospital, que sabía lo que tenía entre manos. Por
ello su inquietud e impaciencia.
De la Misión Capuchina situada en las
afueras de la ciudad le habían enviado a una mujer que estaba en los últimos
momentos de embarazo para que fuese atendida directamente por él.
Figueroa conocía el caso, por demás
delicado. Por eso el padre Serafino Anás, Superior de la Misión, le confió en
el más absoluto secreto la responsabilidad del alumbramiento de aquella mujer.
María Coromoto se retorcía de dolor sobre la
cama quirúrgica de la sala de partos cuando por la puerta aparecieron Figueroa
y su asistente Wilfredo Landaeta.
La mujer sudaba copiosamente, pero no
gritaba, sólo se contorsionaba de un lado a otro. Pese a los incesantes dolores
que debía sentir, sus ojos brillaban de ternura.
Figueroa la miró enigmático y se le acercó.
–Ya estamos aquí, chica… ¡Serénate, qué todo
terminará pronto! –dijo para calmarla.
María le sonrió y cerró por instantes los
ojos en forma de asentimiento.
– ¡Anestesia! –ordenó a Landaeta y dándole
la espalda a la parturienta hizo señas de un dos con los dedos.
El anestesiólogo lo miró desconcertado,
pero, encogiéndose de hombros, se dispuso a cumplir el mandato.
Sacó una jeringa, la llenó de un líquido y
aún pensativo por la orden recibida, caminó despacio hacia donde estaba María
Coromoto y le aplicó la doble dosis en la columna.
Al no nacido no debió gustarle mucho, ya que
el bajo vientre de María Coromoto, quien casi enseguida quedó dormida, comenzó
a hincharse y tomar formas antropomorfas. Los pies del feto buscaban salir por
el ombligo de la mujer, así como sus manos, que parecían desgarrarla por dentro
en un desesperado intento de hallar una salida.
Los dos médicos estaban alucinados con aquel
cuadro, poco común en un parto.
– ¡Rápido, el bisturí grande! –requirió
intranquilo Figueroa–. Hay que hacerle cesárea, sino ambos se nos van.
Tenso, el cirujano comenzó a operar. A los
pocos minutos, la cabeza de un hermoso niño, blanco como la leche, emergió en
medio de un baño de sangre.
Landaeta permanecía al lado de Figueroa,
ayudando y tratando de contener la hemorragia. Cuando ya tenía casi medio
cuerpo afuera, el médico lo tomó en sus manos y haló con fuerza sacándolo del
fondo del vientre de la madre.
– ¡Coño, que vaina es ésta! –reculó aterrado
el anestesiólogo al ver que del cóccix del neonato pendía un rabo de casi medio
metro de largo.
– ¡Apúrate, pásame las tijeras para cortar
el cordón umbilical! –demandó Figueroa con mueca de asco, pero sin desconcierto
ante lo que estaba viendo.
Landaeta le extendió el instrumento. Con
destreza el médico buscó el centro que estaba aprisionado entre dos pinzas y se
aprestó a cortar la unión entre madre e hijo.
Casi de inmediato la criatura comenzó a
llorar y mover la cola de un lado a otro con tal intensidad, que propinó un
lacerante latigazo en el rostro a Figueroa, quien por el inesperado impacto la
dejó caer sobre el frío piso de baldosas blancas.
El recién nacido, pese al traumático golpe,
continuaba moviéndose y, lo más alucinante, hacía esfuerzos por incorporarse
utilizando su cola en forma de palanca.
Landaeta quedó sin habla, no así Figueroa,
quien indignado por el coletazo que le dio aquella “cosa”, agarró un fórceps de
acero y comenzó a golpearlo.
– ¡Muere bestia inmunda!... ¡Muere!...
¡Muere!... –maldecía enloquecido mientras malograba al neonato, quien lanzaba
unos quejidos que más de sufrimiento parecían de imploración.
– ¿Te volviste loco?... ¡Déjalo en paz
pedazo de mierda!... ¡Oh, Dios, lo destrozaste! –exclamó rabioso Landaeta mientras se le
abalanzaba encima para arrancarle el hierro de las manos.
– ¡Quítate, si no tú también recibirás lo
tuyo! –rumió ofuscado Figueroa apartándolo de un empellón.
El cirujano siguió martirizando a aquella
criatura hasta desgarrarla por completo. Cuando volvió en sí, jadeante y con la
mirada endiablada, se dirigió a Landaeta.
– ¡Ni una palabra de esto!… Nadie debe saber
lo que ocurrió… ¡Nadie!… ¿Entiendes?...
–Sí... Está bien… Lo que digas… –respondió
con sumiso terror el anestesiólogo.
–Siquiera a tú esposa. Si dices una frase,
una palabra, lo pagarás caro… Nada debe salir de esta sala... Ni una palabra…
Ni que ésta mujer estuvo aquí y mucho menos del monstruo que gestó… ¿Comprendes?
–Pero, las enfermeras sabían... –replicó
medroso y aún perplejo el ayudante.
– ¡No sabían nada!... Si preguntan diremos
que todo salió bien y que su esposo vino después del parto y se la llevó a
casa, y punto. No más preguntas… ¡Cero comentarios!...
–Y a la mujer, ¿qué le dirás a ella?
–De eso me encargo yo. Tú puedes irte, no te
necesito más –señaló Figueroa en sofocos y con los ojos encendidos en rabia
mientras se palpaba la mejilla donde había recibido el fuetazo.
– ¿Y el cadáver del bebé?… ¿Qué harás con
él? –preguntó con ingenua inocencia el anestesiólogo.
–Te dije que yo me encargo de todo… Ahora,
por favor, ¿puedes largarte?
Landaeta refunfuñó, pero agarró sus cosas y
se fue tirando un portazo, como para que constase su desaprobación.
El reflector de la sala quirúrgica, testigo
indiferente de aquella absurda y despiadada ejecución, iluminaba el rostro
desfigurado del recién nacido mientras un pequeño charco de sangre se esparcía
entre las sombras del amplio quirófano.
María Coromoto seguía profundamente dormida
por el efecto de la doble anestesia que le había sido suministrada.
Parecía un ángel. Su semblante, pese a la
palidez propia del momento, reflejaba una cierta paz celestial, casi divina. No
así la parte descubierta de su vientre, la cual manaba hilillos de sangre que
iban descorriendo como arroyuelos por los bordes de la cama.
Figueroa permanecía de pie, a su lado, con
las dos manos metidas en los bolsillos de la bata médica y la vista fija en
ella.
Sus ojos habían recobrado el brillo normal.
No reflejaban aflicción ni remordimiento sino más bien serenidad. Escrutó detenidamente
la escena, se dirigió a la puerta de entrada, pasó el cerrojo y suspiró
profundamente, a manera de liberación.
Iba a regresar hacia el centro de la sala
quirúrgica pero se detuvo. Dio vuelta atrás, chequeó nuevamente la perilla
moviéndola hacia la derecha e izquierda, recostó el hombro contra la puerta y
empujó con fuerza a fin de cerciorarse de que había quedado bien cerrada.
Sintiéndose completamente solo y fuera de
alcance de miradas curiosas, fue al estante de medicamentos, tomó una de las
jeringas y, como si se tratase de un ritual, la llenó de un líquido viscoso.
En su mirada se percibía el goce interior
que se experimenta después del deber cumplido.
Jeringa en mano y la aguja apuntada hacia el
techo para que no se derramase siquiera una gota, camino tranquilo hasta el
borde de la camilla, tomó el brazo inerte de María Coromoto, lo apretó con una
liga más abajo del hombro, buscó la vena y le inoculó todo el contenido.
Ni un movimiento. Siquiera un quejido.
El silenció sólo fue roto por el canto de un
gallo que se escuchó a un costado del hospital principal de aquella apacible
ciudad situada al occidente de Venezuela.
Capítulo 2
Como fantasma escapado de los abismos del
infierno, un desvencijado auto rústico se abría paso entre la densa bruma que
esa madrugada tapizaba la región. Avanzaba con fatiga, como si los años y el
tiempo estuviesen por destruirlo.
Cerca de El
pantano de los zamuros sus faros ciegamente alumbraban los picachos del
campanario de la Misión Nuestra Señora del Carmen, enclave fundado en 1720 por
el misionero capuchino Fray Joseph de Cádiz y que hoy en día sigue siendo
albergue y monasterio de un grupo de monjes cuya tarea ya no es catequizar sino
entregarse al más puro y exigente estudio teológico.
Traviesa, la blanca neblina danzaba
alrededor de la nave central del templo desdibujando espectralmente sus
macilentos muros. La gran cruz de hierro de la cúpula parecía una visión
suspendida en el aire.
Al volante, Figueroa lucía exhausto, pero en
su mirada había un dejo de satisfacción y complacencia.
Cuando estuvo frente al monasterio detuvo el
jeep bajo una enorme ceiba milenaria.
Descendió, y pausado avanzó hacia un antiguo portón de madera que tenía
trenzada una cadena asegurada por un macizo candado.
Tomó entre los dedos el pesado picaporte de
bronce y lo dejo resonar con tal estridencia, que varias decenas de pájaros que
anidaban en la ceiba alzaron vuelo
chirriando despavoridos.
Esperó, pero su llamado no tuvo respuesta.
Volvió a insistir, esta vez tocando con mayor fuerza.
Segundos después, un anciano sacerdote,
abrigado con una gruesa y larga sotana color marrón tierra tostada, echó llave
al candado, desenrolló la cadena y tiró de la pesada puerta abriéndola a
medias, lo suficiente para que el visitante pudiese pasar.
–Entra y sígueme, hijo mío –invitó lacónico
el monje.
Era Serafino Anás, el superior de la Misión
y clérigo muy respetado y temido en su congregación.
Figueroa lo siguió callado hasta que
llegaron a una vieja sala donde el olor a moho destilaba putrefacción por todas
las paredes.
–Siéntate y cuéntame qué sucedió mientras
preparo café –indicó el sacerdote y arrastrando las sandalias se dirigió a una
estufa de leña, herencia de los primeros misioneros que habitaron aquel lugar.
–Tuve unas pequeñas complicaciones, padre…
Nada importante… Pero todo está arreglado –respondió recatado Figueroa, quien
por su tono parecía íntimo del monje.
– ¡Explícate, hijo, explícate! –solicitó
tolerante el monje mientras iba hacia un rincón en busca de la cafetera que, a
diferencia de la estufa, era muy moderna.
–El niño nació tal como usted predijo,
padre. Entre sus piernas tenía una cola inmensa, la cual movía como si tuviese
vida independiente del cuerpo. Mi compañero se aterró y en un descuido el
endiablado monstruo me dio un latigazo en la cara que hizo que lo soltase
–expresó mostrándole la huella que le había dejado en el rostro–. Cayó al suelo
y del porrazo murió en el acto… No dijo ni pío… ¡Gracias a Dios que la pobre
criatura no sufrió! –subrayó con cruel cinismo haciéndose la señal de la cruz a
fin de conmover al superior.
– ¿Y la marca?… ¿Tenía alguna marca?
–interrumpió impaciente Serafino sacudiendo la cafetera que tenía en las manos.
– ¿Cuál marca, padre? Yo no le vi ninguna
marca… Es muy difícil ver nada con los pedazos de cebo pegados por todo el
cuerpo, además de la sangre y todas esas porquerías que salen de la barriga de
la madre –ripostó el médico.
– ¡Está bien Figueroa!… Tú eres el médico y
debes saber lo que estás diciendo, pero eso es lo menos importante en estos
momentos… Yo examinaré el cuerpo… ¿Dónde está?... ¿Lo trajiste, no?...
–No, padre... No pude.
– ¿Cómo qué no pudiste?... Es imperativo
tenerlo aquí, entiendes. Ese fue nuestro arreglo… ¿Dime dónde está?
–En la zamurera,
padre.
– ¿Qué dices, imbécil? –rezongó el monje
tirando en un arrebato la taza de café al suelo.
–No podía traerlo, padre. Estaba destrozado
por todos lados... Landaeta, el anestesiólogo que me ayudó en el parto, se
asustó mucho con aquella criatura monstruosa… Se volvió como demente… El
maldito parecía poseído, padre… Fíjese que agarró un hierro y comenzó a
golpearlo por todo lados… ¡Lo destrozó!... Parecía una fiera endiablada, yo
quise detenerlo, pero...
–Lo que estás diciendo no me importa, pedazo
de idiota. Se te ordenó que lo trajeras aquí… ¡Anda a buscarlo!... ¡Sácalo de
dónde lo dejaste, que lo quiero ver aquí y pronto! –exigió Serafino totalmente
colérico.
–Ya es tarde, padre –contestó Figueroa
huidizo y atemorizado–. A estas alturas los zamuros
ya se lo deben haber comido. Temprano había cientos de ellos picando carroña
por ahí.
–Aunque tengas título de médico eres un
bruto campesino… ¡Maldito imbécil!... No sé cómo confié en ti –reprochó
mientras se paseaba intranquilo por aquel salón cuya luz se había oscurecido
debido a la tormenta que momentos antes se había desatado en el valle.
Al pasar cerca de donde estaba sentado el
médico, el monje repentinamente giró hacia él.
– ¿Y la mujer?... ¿Qué pasó con ella?...
–preguntó áspero.
–Le dio un ataque.
– ¡Explícate, idiota, explícate! –demandó
conteniendo la rabia entre sus labios.
–Después del parto sufrió un infarto y
murió… No pude hacer nada para salvarla… Yo no soy cardiólogo y a esa hora era
difícil ubicar a un especialista.
– ¿Estarás diciendo la verdad?, porque a
estas alturas no te creo nada.
– ¡Sí, padre!... ¡Se lo juro por la Virgen!
–exclamó Figueroa llevándose dos de sus dedos en forma de cruz a los labios.
–No metas a la Virgen en esto infeliz.
Ahora, dime qué hiciste con el cadáver... ¿Cómo justificarás lo ocurrido cuando
te pregunten por el niño en el hospital?
–Todo eso está arreglado padre, no se
preocupe. Antes de venir para acá hice unos pequeños cambios y nadie se
enterará de nada… Fíjese que la mano de Dios está con nosotros. La semana
pasada La Providencia –comenzó relatando con pasmoso descaro– hizo que un camión
atropellara en la autopista que va a Morón a una loca vagabunda y, fíjese, la
voluntad divina hizo que estuviese embarazada y a punto de parir. Yo atendí la
emergencia. Pese a mis esfuerzos, ambos murieron y los cadáveres los metí en la
cava de la morgue del hospital.
– ¿Y eso que tiene que ver con María
Coromoto? –interrumpió intranquilo Serafino dando un manotón sobre la mesa de
la cocina.
–No se me ponga así y escuche padre… La
verdad es que nadie, hasta ahora, ha reclamado el cuerpo de la infortunada.
Entonces, esta madrugada efectué un pequeño cambio. Saqué el feto del congelador
–afirmó con sádica mirada–, lo metí un rato en el microondas del hospital y,
calientico, se lo puse en los brazos a María Coromoto... ¡Nadie notará nada ni
pedirá explicaciones, padre!... ¡Quédese tranquilo y confíe en mí! –concluyó
frotándose las manos como si disfrutara de aquel momento.
–Eres un degenerado animal, pero hiciste
bien –asintió el monje con repulsión.
Capítulo 3
–Dios es luz, por eso está en todas partes.
Es la luz que vemos y que, sin verla, entra en nosotros con cada respiro, en
cada aliento, y se anida en nuestro corazón –predicaba con fascinación un joven
al pie del último peldaño de unas escalinatas–. Por eso Él mora en nosotros, en
nuestros propios cuerpos… Sólo hay que alimentarlo, cobijarlo, como si fuese un
niño desvalido y descubrirlo para que brote de nuestro ser en toda su
omnipotencia y misericordia… ¡Yo los amo! –exclamó levantando sus manos al cielo–.
¡A todos!... A todos ustedes, y los invito también a amar a su prójimo, porque
Dios es amor… Tan grande es el amor de Dios –afirmó con fe celestial deslizando
sus mirada sobre los presentes–, que el día que lo invoqué pidiendo por ustedes,
enseguida escuchó mis súplicas e inclinó hacia mí su oído… ¡Él los ama y yo
también!... Donde hay vida hay amor y ustedes son vida y también amor…
Más de un centenar de desposeídos, entre
ellos mujeres de todas las edades, jóvenes mozalbetes, niños descalzos
exhibiendo al aire sus abultadas barrigas llenas de parásitos, ancianos y algún
que otro mal encarado obrero curtido por el hambre y el desempleo, escuchaban
con atención las palabras de Santiago en lo alto del cerro La Bombilla, un
populoso barrio de Petare situado al este de Caracas que, al abrazarse con
otros tantos, forma parte del inmenso cinturón de miseria que circunda y estrangula
todo el valle de la capital venezolana.
De antemano todos sabían que aquel joven
delgado, de tez blanca y ojos pardos que les predicaba con dulzura cada primer
día de la semana, al igual que lo hacía otros días en otros barrios de la
ciudad, los reconfortaba y ayudaba a soportar sus penurias.
Lo oían con veneración porque creían en sus
palabras y acciones. Muchos lo llamaban El
Iluminado, otros El Profeta, porque decían que curaba a los enfermos. Por
eso todos los domingos lo esperaban con devoción, ya que después de cada una de
sus intervenciones andaba por el barrio y hacia ‘milagros’.
La mansedumbre de Santiago no sólo se
reflejaba en su rostro, sino también en la sencillez de su ropaje, tan humilde
y discreto, que cualquiera lo hubiese podido confundir con un harapiento
vagabundo. En su semblante había algo que hacía intuir un halo divino y
misterioso, por ello el fervor de los pobladores.
Mientras su cabello castaño discretamente
largo y ondulado danzaba al viento como impulsado por un soplo celestial, el
joven proseguía incansable con el sermón.
–Todo hombre tiene que estar listo para oír,
escuchar primero su voz interior antes de hablar, antes de disgustarse, porque
la ira del hombre no es obra de la justicia de Dios.
Un mechón de pelo que la brisa había
depositado sobre sus ojos hizo que callara por instantes. Mientras se lo
acomodaba hacia atrás, vio que una bella joven le sonreía coqueta. Sin
inmutarse le devolvió la sonrisa.
–Por eso debemos sacudir de nuestros espíritus
toda mancha y signo de malicia y recibir con suavidad la palabra ingerida,
porque ella tiene el poder de salvar nuestras almas…–exhortó mirando con
devoción a los asistentes–. El verdadero hombre de Dios obra con justicia y
piensa con la verdad en su corazón… ¡Su lengua no calumnia ni hace mal a sus
semejantes! –subrayó con fuerza y luego, suavizando el tono de su voz,
paternalmente agregó–: El que así vive, no será conmovido jamás. Por eso les
digo, en nombre y por mandato del Ser Supremo, que la hipocresía de la Iglesia
no tiene fin… ¡Se ha convertido en la Universidad de la Hipocresía! –acusó esta
vez con indignación haciendo mover frenéticamente sus manos–. ¡Tardó más de 500
años para admitir sus equivocaciones y crímenes en nombre de Dios!... Galileo
fue condenado a prisión y dejaron que muriese ciego y enfermo solo porque
afirmó que la Tierra era redonda y se movía alrededor del Sol…
Hizo una pausa, paseó con dulzura sus ojos
sobre la muchedumbre y levantó otra vez los brazos.
– ¡No podemos admitir más el oscurantismo y
los pecados de la Iglesia! No debemos quedarnos callados ante las injusticias y
los crímenes que, aún hoy, se cometen en nombre de Dios –sentenció acusador.
–Yo no hablo con ira, sólo expreso la voluntad divina –aclaró a sus absortos
escuchas que parecían estar hipnotizados.
Una etérea espiritualidad, que sólo se
presentía en la atención y corazones de aquella gente, se había posesionado del
barrio. Todos estaban extasiados con las palabras del joven. Era como si una
especie de droga, amalgamada en fe, esperanza y misericordia teñida de verdad,
los había atrapado y nadie tenía intención de marcharse del lugar mientras
siguiese hablando.
Torpemente un hombre bajo y regordete
comenzó a avanzar entre la multitud. A su paso tropezaba con algunos
parroquianos, quienes sin dejar de prestarle atención al sermón le dirigían
recriminatorias miradas. Sólo se detuvo al estar bastante cerca del predicador.
Miró a los lados y sigilosamente se acercó a un negro grandullón que apestaba a
alcohol y sudor rancio.
– ¿Ese es al qué le dicen El Iluminado? –le preguntó casi en
susurro.
–Sí, esta es la primera vez que vengo a
escucharlo, pero ese carajíto no me
inspira nada, más bien parece un desvariado –respondió el negro con mueca de
asco mostrando sus blancos y bien alineados dientes.
–Pero dicen que cura, que hace milagros… Que
es un santo venido del cielo –insistió su interlocutor.
–La misma vaina dicen siempre de todos, pero yo nunca he visto ningún
milagro… El que hace milagros es esto –dijo levantándose ligeramente la camisa
a la altura del abdomen para dejar al descubierto la empuñadura de un revólver
de gran potencia.
–Entonces, ¿por qué estás aquí?...
–interrogó haciendo caso omiso al arma que le había mostrado.
–Por curiosidad… Para escuchar bonitas
palabras, nada más… ¿Y usted?...
–Soy médico –afirmó el recién llegado y
poniendo cara de santurrón, enseguida afirmó–: Una
paciente que le tiene mucha fe se está muriendo en el hospital y me suplicó que
lo buscase y, si podía, lo llevase hasta allá para que le diese la extremaunción…
– ¡Coño!...Te admiro... ¡Carajo, eso sí es
un milagro!... Todo un gran médico metido en el barrio y sólo por una obra de
caridad… ¡Ese si es un milagro!... Ese y esto que está aquí –sentenció
acariciando por encima de la camisa la cacha del arma.
–Es su última voluntad y se la estoy
cumpliendo –argumentó demostrando compasión mientras se santiguaba.
–Tienes que tener un corazón de oro, porque
hoy en día nadie hace nada por nadie… –concluyó asombrado el negro mientras
volvía a dirigir la mirada hacia donde estaba el predicador.
El misterioso médico que se aventuró cerro
arriba en aquel peligroso barrio de Petare, era Claudio Figueroa. Había viajado
cerca de trescientos kilómetros desde San Felipe, en el estado Yaracuy, a
Caracas por indicación del padre Serafino, quien le pidió que investigase al
tal Santiago que se hacía llamar El Iluminado.
Antes de iniciar viaje el sacerdote le recomendó
mucha discreción, pero que buscase, por cualquier medio y sin importar
consecuencias, de llevar al joven predicador a la Misión. “Será tú última
oportunidad –le dijo contrariado–. Si vuelves a fallar no quiero verte más por
aquí… Te estimo mucho, pero, repito, si fracasas no responderé de mis actos”.
El monje fue terminante y la amenaza
irrefutable. El médico siquiera le contesto, sólo movió la cabeza en señal de
aprobación.
Figueroa se sentía en el deber de cumplir
con la tarea encomendada porque había sido criado en la Misión y protegido desde
niño por los curas capuchinos al ser abandonado por su padre luego que murió su
madre.
No sólo guardaba un respeto servil hacia el
monje, sino también un miedo subconsciente y una forma de dependencia
irreflexiva que él mismo no entendía. No era agradecimiento, no. Él lo sabía.
Había algo más que lo ataba al prior, pero no sabía explicarse qué.
“Yo obtuve el título de doctor por mí
inteligencia y capacidad, no por la ayuda de los capuchinos”, se reprochaba
cuando se sentía perdido en su interior.
Y
quizás era verdad, pero no por ello dejaba de ser algo semejante a un sirviente
ante los religiosos. Era tan evidente su sumisión, que se transformaba ante su
presencia.
El hombre rígido, seguro de sí mismo y de
sus palabras, inmune a las críticas y a la subordinación que aparentaba ser y
de hecho lo era, se desvanecía ante la presencia de cualquiera de los
sacerdotes de la Misión, aunque no sucedía lo mismo con monjes de otra orden. A
ellos, sólo a los capuchinos de San Felipe, les abrigaba un respeto masoquista,
un miedo oculto, un miedo que parecía remontarse a su infancia.
–La paciencia los mantendrá fuertes y
unidos –proseguía Santiago en su prédica–. Vean al labrador que espera el fruto
de la tierra aguardando con paciencia hasta que lleguen las lluvias de otoño y
de primavera. De esa misma forma, la misericordia divina los llenará a ustedes.
Sigan con rectitud y justicia vuestro camino, porque pronto vendrá la salvación
del Señor y revelará la verdadera justicia del mundo, que no es la misma que la
de los hombres… ¡Bienaventurado el que así obre –exclamó con júbilo–,
porque ni tan sordo es el oído de Dios para que no pueda oír, ni tan corta su
mano para que no pueda salvar! –finalizó profético.
Al terminar el sermón los vecinos no se
arremolinaron alrededor del predicador para abarrotarlo de preguntas y
peticiones, tal como es costumbre en casos similares. Tampoco hubo gritos
requiriendo su presencia o voces ahogadas en busca de ayuda.
Todo lo contrario. La multitud se quedó
tranquila y comenzó a disolverse cuando lo vieron subir cerro arriba. Apenas un
cortejo de niños se atrevió a seguirlo entre los ranchos del poblado barrio.
En eso se escuchó la débil voz de una
humilde anciana.
–Hoy es el día de las sanaciones. Él sabe
dónde ir y qué hacer. No hace falta molestarlo... ¡Es un santo! –concluyó con
palabras cinceladas en lo profundo de su corazón.
Figueroa, que alcanzó a oírla, se le acercó.
– Abuela, ¿dónde va, tú lo sabes? –preguntó
con disfrazada inocencia.
– ¡A curar a los enfermos del barrio!
–exclamó extrañada ante la pregunta, pero al notar que aquel hombre no era del
vecindario, explicó–: Él, sin que nadie le diga nada, sabe dónde están los
enfermos y cuáles son los de mayor urgencia y gravedad… Ya estamos acostumbrados
a eso. No hay que decirle nada… Él se presenta ante el rancho y toca la puerta…
¡Parece un adivino! –sentenció.
– ¿Sabes dónde vive?... ¿A qué lugar va
después de aquí? –interrogó astuto Figueroa.
–Nadie lo sabe, señor –aseguró con franqueza
la anciana–. El se queda por aquí hasta la nochecita y luego desaparece. No lo
volvemos a ver sino hasta que regresa. Hace seis meses que anda entre nosotros,
en este pobre barrio, y siempre sucede lo mismo... Nadie sabe adónde va y
tampoco nadie, ¡qué Dios lo libre!, se ha atrevido a seguirlo –precisó mientras
se disponía a marcharse.
Figueroa la atajó.
–Espere un momento abuela… ¿Cómo se sale de
aquí?... Yo subí por esas escalinatas –afirmó indicando un lugar detrás suyo–.
Pero seguramente habrá otra salida más corta, ¿verdad?...
–No, mijo. Esa es la única salida… Si te
quieres ir debes regresar por donde subiste.
El rostro de Figueroa tomó un aspecto
enigmático. Sus ojos se movían nerviosos de un lado a otro. Parecían un aparato
electrónico que se ponía en sintonía mientras recibía señales externas. De
pronto una sonrisa sarcástica comenzó a dibujarse en sus labios. Sus ojos ahora
brillaban de complacencia. Sin lugar a dudas en su oscura mente había fraguado
un plan para ganar la atención de Santiago. El éxito dependería de su habilidad
e histrionismo.
Dejó a la anciana y salió apresuradamente
del cerro, muy peligroso, tanto para moradores como para extraños, al igual que
todos los que circundan a Caracas como un manto de miseria con encajes de sangre.
Una vez en la avenida Francisco de Miranda,
que se abría bulliciosa colina abajo, y que en apenas un centenar de
metros dividía a la ciudad entre la vida y la muerte, el crimen y la ley,
Figueroa sacó del bolsillo interior de su chaqueta el teléfono celular. Marcó
varios números, se adhirió el aparato al oído y al obtener respuesta del otro
lado comenzó a hablar.
En la Misión había una agitación poco común.
El padre Serafino Anás, conductor durante los últimos treinta años de la
congregación católica establecida a finales del siglo XVII en una explanada
situada a unos quince kilómetros de San Felipe, estaba turbado.
Presidía un cónclave reunido alrededor de
una inmensa mesa redonda. Unos veinte frailes, todos con la cabeza cubierta por
unos grandes capuchones marrones que le ocultaban gran parte del rostro y
largas barbas, escuchaban al superior sentados en silencio.
Se habían congregado para discutir el futuro
de Santiago, a quien consideraban un sacrílego, un anticristo, un hijo de
Satán, que indisponía a los fieles contra la Iglesia Católica y tergiversaba
los postulados del catolicismo.
No podían permitir que aquel demoníaco
muchacho sin autoridad ni investidura alguna siguiese incitando a la feligresía
y a la curia a un cisma dentro de los barrios. Tenían ya varios meses
clasificando reportes, todos alarmantes, sobre las actividades del joven predicador,
los cuales les eran enviados por sus compañeros de orden desde la capital. El
expediente de Santiago ya era bastante “voluminoso y preocupante”, como lo
calificó en una oportunidad Serafino.
En sus sermones Santiago clamaba por una
pronta reforma de la Iglesia y sus normas para poner fin al celibato y permitir
el matrimonio entre los sacerdotes con el objeto de evitar el creciente
homosexualismo, las condenables violaciones de monjas y niños por parte de aberrados
clérigos católicos y, de una vez por todas, admitir el aborto, siempre que este
fuese legalmente justificado. Sus sermones, consideraban los monjes capuchinos,
herían de muerte los principios de la fe católica. Pero, lo que más les
chocaba, eran los pretendidos “milagros” que se le atribuían.
Pese a sus setenta años, el padre Serafino
se veía vigoroso y fuerte, quizás debido a la marcada genética española que
corría por todas sus venas, de la cual siempre se enorgullecía. Su cuerpo
fornido estaba muy bien dibujado a su voz, áspera y estrepitosa.
Frente a cada uno de los monjes,
armónicamente colocados sobre la mesa, había un pequeño pedazo de papel y un
grafito crudo, parecido a un trozo de carbón bien tallado, una copa con agua y
una porción de ácimo, especie de pan horneado sin levadura.
–Debemos votar para extirpar el mal. El
estigma maldito ha llegado y, por El Anciano
de los Días (Dios) y nuestra fe en Cristo, no podemos dejar que el tal Santiago
siga atentando contra la Iglesia y propagando falsos milagros –precisó
contundente el superior a su congregación.
–No tenemos pruebas concluyentes, abad. San
Juan nunca habló de un Anticristo con esas características. Además, Santiago no
odia la verdad cristiana, sino que la propaga y enseña. Las Escrituras dicen...
–No querido, Daniel, no es cómo crees –atajó
Serafino indulgente sin dejarlo concluir–. Aún eres muy joven para comprender y
te falta mucho que estudiar, no de teología, sino de otras verdades, como los
secretos del Quedemot –precisó didáctico al joven monje y luego, dirigiéndose a todos,
prosiguió–: Aunque nos tome toda la noche, deberemos decidir hoy mismo… Nadie
volverá a sus celdas sin que se haya votado.
–Nuestro Señor, por boca de Ezequiel dijo:
“En mi furor desencadenaré un huracán y a causa de mi cólera vendrán aguas
inundadoras, y de mi ira piedras de hielo para arrasar a los falsos e
insensatos profetas” –masculló el capuchino más viejo de la Misión.
–No es la hora ni el momento para prédicas,
padre Agustín. Esto es serio y alejado de toda lógica humana. Yo propongo a
este santo cónclave llamar al Gran Mestre, en Florencia, para que nos envíe a
uno de Los Caballeros de Dios. De esa forma resolveremos todo rápido y discretamente
–afirmó contundente Serafino a fin de que el punto medular de la reunión no se
dispersara en otros asuntos.
–Con todo respeto, padre Serafino, creo que
usted exagera –se atrevió a opinar uno de los sacerdotes en tono conciliador.
– ¡Nooo! –retumbó una voz seca y gutural en
la sala–. Ese hombre es estiércol del demonio y debemos aniquilarlo. Yo estoy
de acuerdo con el abad –concluyó estrellando sus nudillos contra la mesa.
Todos enmudecieron repentinamente. Quien
había osado levantar la voz de esa manera en aquel recinto sagrado era Lucindo,
un monje rudo, alto como una torre, de brazos fuertes y pronunciada joroba. En
la misión era, literalmente hablando, la mula de carga, ya que, pese a su congénita
malformación, realizaba las tareas más pesadas debido a su fortaleza y paradójica
agilidad.
La tensión fue rota por el padre Agustín, un
viejo sacerdote muy dado a las parábolas.
–“Surgirán falsos cristos y falsos profetas
y harán cosas estupendas y prodigios, hasta el punto de desviar, si fuera
posible, aún a los elegidos –expresó con el balbuceante sonido de su voz chillona–.
Porque, así como el relámpago… –un fuerte acceso de tos lo paralizó por
instantes. Repuesto, repitió–: Así como el relámpago sale del oriente y brilla
hasta el poniente, así será la Parusía del hijo del Hombre. –El viejo monje
titubeó. Carraspeó la garganta, limpió con la manga de su sotana un residuo de
saliva que le colgaba de la boca, y
masculló–: Allí, donde esté el cuerpo, allí se juntarán
las águilas”, dijo San Mateo. Por eso yo creo...
–Padre Agustín, ya basta de parábolas
–interrumpió compasivo Serafino al anciano monje que de cuando en cuando
cabeceaba vencido por el sueño. Y, con mofa, agregó–: Pero si en realidad
quieres convencerte, te diré, tal como anunció Isaías: “¡Despierta, despierta,
vístete de fortaleza, oh brazo de Dios! ¡Álzate como en los días antiguos, como
en las generaciones pasadas!... ¿No eres Tú quien aplastó al Rahab y traspasaste
al dragón?... ¿No eres Tú el que enjugó la mar, las aguas del grande abismo?
¿Quién eres tú para temer a un hombre mortal, a un hijo de hombre que no es más
que heno?”.
Todos echaron a reír por la ocurrencia del
padre Serafino. El único que calló fue el viejo Agustín, quien ante las risas
de sus compañeros de Orden elevó la mirada al techo, como invocando al
Altísimo. Luego cerró los ojos, bajó la cabeza y entrelazó sus manos sobre la
sotana.
–Sigamos con el punto que esta noche nos
tiene aquí reunidos –increpó Lucindo dirigiendo una fría mirada a
Serafino, quien estaba sentado a su izquierda en la gran mesa redonda.
–Prior, al hablar de Los Caballeros de Dios,
no estará usted refiriéndose a Los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén,
ya que desaparecieron hace mucho tiempo –inquirió incisivo uno de los sacerdotes.
–Pero qué ocurrencia… ¡Por supuesto qué no!
Los Caballeros de Dios, amigo mío, es una Orden tan transparente como este
cristal –dijo alzando la copa que tenía frente a él en la mesa y tomando un largo
sorbo de agua, agregó–: Los Hospitalarios,
te informaré por si no lo recuerdas, dejaron de existir hace siglos. ¿Qué raro
que usted pregunte eso, padre? –concluyó viendo de reojo a Lucindo.
Serafino mentía, no sólo engañaba adrede a
quien le había hecho la pregunta, sino a toda la congregación, a excepción de
Lucindo. Ellos eran los únicos que sabían, a ciencia cierta, quiénes eran Los
Caballeros de Dios.
El abad se refería a una hermandad temerosa
y sanguinaria, de la cual muy pocas personas conocían de su existencia porque
por mucho tiempo fue históricamente negada.
–Nos estamos desviando del propósito de la
reunión. Retome usted las riendas, padre Serafino –sugirió Lucindo acomodándose
la capucha sobre la cabeza, atuendo que hacía resaltar aún más su tétrica expresión.
–Queridos hermanos, espero que de ahora en
adelante nos ocupemos de lo que nos reunió aquí sin más estériles
interrupciones. El tema es uno y no otro. Por eso, padre Agustín, le ruego por
la Santísima Virgen María que me deje exponer el caso, porque necesitamos tomar
una decisión –expresó en tono grave el prior.
Esperó a que todos callaran. Algunos tomaron
el rosario entre las manos. Otros, simplemente escondieron su mirada sobre la
fría mesa de madera, haciendo denotar que estaban prestando mucha atención a
las palabras de su superior.
–Mi preocupación, que debe ser la misma de
todos ustedes, no es tanto que ese tal Santiago, a quien llaman El Iluminado –pronunció con desprecio y
acariciándose la barba–, ande predicando de manera sacrílega un supuesto
Evangelio, que no es el nuestro ni el de la Iglesia, en esos barrios de Caracas
abarrotados de ignorantes y hombres de poca fe. Aunque el asunto merezca su
debida atención, ese no es el verdadero problema. El problema es que durante mi
estancia en el Valle de la Gran Hendidura, en Burundi, donde pasé largos cinco
años como misionero mientras se desarrollaba una inhumana guerra civil entre
tropas del gobierno y los guerrilleros hutus,
personas similares a Santiago –apuntó con énfasis a fin de causar impresión
entre los monjes–, seres sin escrúpulos que se decían hombres de Dios y
profetas del Nuevo Milenio, luego de un tiempo de andar predicando por aquí y
por allá, se quitaron sus máscaras y no sólo quemaron iglesias y desencadenaron
guerras civiles por casi toda África, sino que asesinaron a más de un centenar
de sacerdotes de nuestra Iglesia Católica.
Serafino hizo una oportuna y meditada pausa
para cerciorarse si había logrado conmocionar a su congregación. Tomó un sorbo de
agua de la copa que tenía frente a él y estudió sus rostros. Al no estar
convencido, imprimió más firmeza a sus palabras y reanudó el relato.
–Por tal motivo, y en vista de mi
experiencia previa, a la cual pude sobrevivir gracias a unos nativos de la
etnia tutsis que me salvaron de morir
crucificado en una hoguera o desmembrado, tal como murieron muchos de nuestros
hermanos, es que nosotros, conocedores de los verdaderos caminos de Dios,
debemos actuar a fin de que no se propague el mal –subrayó haciendo otra pausa
para beber más agua.
Todos escuchaban al superior. Nadie se
atrevía a interrumpirlo. Callados, vieron como sorbía hasta la última gota que
quedaba en la copa. Al terminar la volvió a colocar sobre la mesa, frente a él.
–Bien –dijo mientras con la mano secaba un
resto de agua que le quedó en los labios–. La tarea que nos encomendó El Señor
es dura y harto difícil, pero es nuestro deber, y en nombre de la Iglesia
Católica y de todas las iglesias del mundo, debemos extirpar la amenaza, porque
tiempos de mal y de dolor se avecinan –expresó a fin de inducirlos a tomar la
decisión que él quería que se tomase–. Debemos, por misericordia divina, salvar
a nuestro rebaño de manos de la maldad. Por ello pido que esta noche se vote
afirmativamente para que se nos envíe ayuda espiritual especial desde Florencia
o Ravenna.
–Yo entiendo su preocupación prior, ¿pero
qué tienen que ver con todo esto los dichosos Caballeros de Dios que usted
menciona? –preguntó Oreste, un sacerdote muy inquisidor que hasta ahora había
permanecido callado, pero sin dejar de escuchar con atención cada una de las
intervenciones de sus predecesores…
–Veo que está confundido, hermano mío
–interrumpió Serafino.
– No, no lo creo – cortó Oreste–. No veo
porqué las palabras de un joven predicador sea un asunto tan grave como para
mantenernos en este estado de alerta. Debo suponer que usted, padre Serafino,
sabe cosas que aún no nos ha dicho –emplazó–. No obstante, opino que no es de
nuestra competencia tomar una decisión que afecte el buen nombre de la Iglesia.
Yo propongo comunicárselo a la Santa Sede.
–Roma ya está informada –atajó Serafino–. A
título personal –dijo uniendo sus dos manos en forma de plegaria–, le dirigí
una comunicación al cardenal Nocerino y éste contestó que todo lo que
hiciésemos para salvaguardar el poder y la estabilidad de la Iglesia, sería
bien visto por el Santo Padre.
Serafino calló. Se recreó por instantes
viendo el rostro de sus discípulos mientras el rictus de sus labios dejaba
asomar un inconfundible sabor a deleite.
–El cardenal recomendó, de manera muy
explícita, que correspondía a nosotros tomar todas las acciones y correctivos
debido a que el caso está dentro de nuestra jurisdicción –terminó tajante a fin
de evitar cualquier duda sobre el particular.
Con sus agudos y penetrantes ojos fijos en
los miembros del cónclave, Serafino cogió el crucifijo que pendía sobre su
pecho y comenzó a acariciarlo suavemente entre los dedos.
Un silencio de dudas y discernimiento
invadió el recinto. Los monjes parecían estar consultando en el interior de sus
propias conciencias antes de tomar una decisión. El prior había sido
concluyente en su intervención, empero dentro del grupo había incertidumbre y
duda. Por ello ese silencio momentáneo, el cual fue roto con otra interrogante.
– ¿A qué correctivos se refiere usted, padre
Serafino? –inquirió confuso Vinicio, clérigo estudioso de la teología de la
liberación y sus consecuencias dentro del mundo capitalista y uno de los
detractores más acérrimos de la apertura de la Iglesia Católica hacia las
religiones orientales y musulmanas.
–No seas tan incauto Vinicio. Tú, más que
nadie, sabes de qué hablo y conoces los peligros y consecuencias que seres como
ese tal Iluminado pueden acarrear
dentro de la población debido a la furia que sus palabras despierta en ellos.
Eres un estudioso del problema colombiano –dijo ambiguo, evadiendo adrede la
respuesta mientras tomaba otra vez el crucifijo entre sus dedos– y de todos los
supuestos sacerdotes, comenzando por Camilo Torres, que blandiendo la cruz en
alto, se enrolaron a las guerrillas para sembrar muerte, odio y división entre
el pueblo. ¿Cuántos miles de inocentes campesinos han muerto en aras de esa
teología revolucionaria? –preguntó con irritación.
Serafino comenzó a acariciarse las sienes
con los pulgares en espera de otra interrupción. Esta no vino.
– ¿Cuántos más deberán morir para que se den
cuenta de que están equivocados?... –expelió con énfasis y en son de triunfo–.
¿Es lo qué quieres para nuestro rebaño? Porque seres como el tal Santiago sólo
persiguen la división y el odio entre los hombres… ¡Son estiércol del demonio y
sólo buscan derramar sangre inocente esgrimiendo la bandera de la igualdad y la
repartición equitativa de la riqueza! Ellos no son profetas… ¡Son inmundos
comunistas! –gritó altivo, dejando resonar su áspera voz en aquellas sordas paredes.
–Gracias por abrirme los ojos abad... Nunca
pensé que la cosa podría ser tan seria –expresó aparentemente satisfecho
Vinicio.
–Bien, aclarado el punto, creo que ha
llegado el momento de iniciar la votación. Recuerden que el veredicto debe ser
unánime, sólo de esa forma será válido.
Dicho esto, el padre Serafino le pidió a
Lucindo que después que los monjes hubiesen terminado de votar, recogiese las
papeletas en un incensario de plata que reposaba a su lado.
Todos tomaron el grafito y el diminuto trozo
de papel que tenían delante de si, lo pusieron sobre sus piernas y tapándose
con la ancha manga de la sotana, lo marcaron.
Una mudez casi tangible arropó al cónclave.
Desde el techo del monasterio parecía desprenderse una sombra añil con olor a
sudor, un sudor crudo con matices de sufrimiento.
Escrutador, Serafino observó callado a sus
discípulos. Quería cerciorarse de que todos estaban cumpliendo con su mandato.
Satisfecho, hizo una mueca de aprobación, cogió el pedazo de lápiz acarbonado y
procedió también a emitir su voto.
Les tomó unos pocos segundos. Sólo tenían
que marcar una cruz si estaban de acuerdo o un círculo en caso negativo.
– ¿Listo? –preguntó Lucindo al ver que los
monjes doblaban en cuatro partes el pequeño papel y devolvían los grafitos a la
mesa.
Sin proferir palabra, todos asintieron
moviendo la cabeza.
Lucindo tomó el incensario y caminó
alrededor de ellos para que depositasen las papeletas en su interior. Terminado
el recorrido, regresó hacia donde estaba sentado el padre Serafino presidiendo
la reunión y le entregó el recipiente. Éste vació el contenido sobre la mesa y,
sin desdoblarlos, comenzó a contarlos.
– ¡Están completos! –participó a la
concurrencia–. Voy a empezar. ¿Están ustedes de acuerdo? –preguntó.
Esta vez los monjes respondieron
afirmativamente de viva voz, pero atropellándose en la respuesta.
Enseguida Serafino procedió con el
escrutinio, el cual realizó con la más absoluta y transparente de las formalidades.
Antes de abrir cada una de las papeletas las tomaba entre dos de sus dedos y la
enseñaba al cónclave a fin de demostrar la pulcritud del proceso. Así fue
procediendo hasta que clasificó el último de ellos.
–Veintisiete a favor y tres en contra
–anunció con evidente desengaño–. No hay acuerdo por ahora, por lo que creo
prudente tomarnos un descanso. Iremos a la capilla, donde oraremos y le
pediremos a Dios que ilumine nuestras mentes y nos enseñe el camino que debemos
seguir antes de volver a votar.
El abad metió los votos escrutados en el
incensario, hurgó en los bolsillos de su sotana, sacó una caja de cerillos y
les prendió fuego. Los dejó arder hasta verlos consumidos. Cuando el fuego se
apagó, puso a un lado el recipiente.
–La noche será larga y la decisión difícil.
No puede quedar el menor vestigio de duda... La votación debe ser totalmente
unánime –recordó mientras guardaba la cajetilla de fósforos en uno de los
bolsillos laterales de la sotana.
Después de un bufido con aroma a desencanto,
Serafino se incorporó del asiento, esperó que los demás hiciesen lo mismo y a
pasos lentos se dirigió hacia la capilla seguido por los demás frailes, quienes
caminaban detrás de él formando pareja y en fila india.
Siquiera un susurro, sólo el sordo ruido de
sandalias arrastradas sobre los adoquines del pasillo que conducían del salón
de reuniones a la capilla, se escuchaba en la noche.
Capítulo 5
Ataviado con una larga sotana negra que
evidenciaba casi a gritos que no le pertenecía y un rosario de perlas grises
colgando de una de sus manos, Figueroa subía afanosamente por las escalinatas
que conducen a lo alto del cerro La Bombilla.
El disfraz formaba parte del plan que había
urdido para penetrar sin despertar sospechas al barrio y, lo más importante,
para acercarse a Santiago fácilmente.
Un sacerdote amigo, de una orden distinta a
la de los capuchinos, le había prestado la indumentaria religiosa. Para que se
la diese el hábil médico lo embaucó miserablemente. Le dijo que pronto partiría
a una peregrinación al Santuario de Fátima, y como conocía de “su abnegación y
virtud cristiana”, no quería dejar pasar esa extraordinaria oportunidad para
salpicar uno de sus hábitos con las aguas benditas del riachuelo donde la
Virgen se le apareció a los pastores. Había tocado con tino la banal vanidad
humana, por lo que el clérigo le entregó el traje sin reparos.
Al llegar cerca de una pequeña bodega
enclavada al final de unas rudimentarias escalinatas, Figueroa se detuvo.
Extrajo un arrugado pañuelo del bolsillo de la sotana y, mientras escudriñaba
los alrededores, se lo frotó con agobio por la frente. Su obesa apariencia
contrastaba con las macilentas figuras de los lugareños.
Arriba, a pocos metros de donde se
encontraba, vio a Santiago hablando con una mujer que tenía a su pequeño crío
en brazos.
El reloj acariciaba la medianoche y en el
cerro la actividad seguía como si fuese aún de día.
Muy cerca de Figueroa, en un oscuro rincón
donde funcionaba una taguara que
estaba a punto de desprenderse al vacío, un grupo de malandrines que no pasaban de los catorce fumaban con desespero,
como si no existiese un mañana. En sus manos sostenían mediajarras bien frías de cerveza, cuyas botellas lanzaban en una
especie de fosa cercana luego de consumir su última gota. Alegres y aparentemente
desentendidos del mundo y sus miserias, escuchaban a través de un radio
portátil las incidencias de un juego de béisbol. Parecían unos jóvenes comunes
y corrientes, como otros cualquiera, sin embargo no era así. Sus ojos
destilaban odio, mucho odio, y un resentimiento social indescriptible. En sus
semblantes se tatuaba, de forma firme y clara, el rencor ancestral que venían
arrastrando a través de generaciones de privaciones, abusos y maltratos. Era la
herencia que el mundo, su país y la sociedad, le habían legado y adherido a sus
rostros como un sello de muerte y dolor.
Unos cuantos escalones más arriba, otros
muchachos, que aún no habían llegado a la mayoría de edad, bebían ron a pico de
botella y hacían chistes de mal gusto rompiendo de cuando en cuando en sórdidas
carcajadas que iban acompasadas por eufóricos gritos y groserías. En el cinto
de sus pantalones podía verse las empuñaduras de grandes pistolas, las cuales
portaban sin ningún disimulo.
Tapizados con barrotes de hierro, puertas
cerradas y aseguradas con una espiral de cadenas y sólidos candados, los
tugurios y bares improvisados ubicados a orillas de las escalinatas del cerro
seguían con su comercio de víveres y alcohol. Las compras se hacían a través de
unas pequeñas ventanillas que semejaban el tragaluz de un calabozo, por las
cuales, en apretujadas bolsas plásticas, los taberneros deslizaban el pedido no
sin antes haber recibido la paga.
A lo lejos se escuchaban los gritos de una
madre requiriendo la presencia de sus pequeños para que se fuesen a dormir. De
otro rancho, construido con latas desdobladas y laminas de cartón piedra, la
voz de una jovencita que tarareaba la canción que oía en una emisora local, era
de vez en cuando ahogada por la tos seca de un anciano que parecía estar a punto
de asfixiarse. Gritos y peleas entre marido y mujer. Trastos viejos cayendo al
suelo con rítmico sonido y baldes de agua sucia que alguien arrojaba por la
ventana de los ranchos, formaba parte de los ruido de la noche en La Bombilla.
Por instantes todo callaba. Un irreal
silencio envolvía el barrio. A los pocos segundos otra vez el bullicio, las
risas y los gritos. Era la sempiterna rutina en el cerro, donde la droga y el
alcohol llegan más rápido que el agua y nunca faltan. Todos los días iguales,
todas las noches lo mismo. Nada importaba. Menos si fuese de día o de noche. Lo
importante era subsistir, sin saber por cuánto tiempo más. El futuro de los
jóvenes eran las balas de los policías o el ajuste de cuentas entre bandas
rivales por cuestiones de drogas o reparto de botín. Cada territorio, cada
palmo de la escalinata, tenía un amo y el que se atrevía a violar esa ley sin
pagar tributo, o piaje, como le dicen
en las barriadas, su vida no valdría nada. Muy pocos arribaban a la mayoría de
edad. Por ello la fingida alegría. No había tiempo para lágrimas, la miseria ya
las había enjugado mucho antes de que naciesen.
La misma puesta en escena se repetía día
tras día, año tras año y quién sabe hasta cuándo, en cada barrio de Venezuela.
El guión, aunque invisible, había sido escrito con palabras claras y precisas
por el hambre, la pobreza y el sufrimiento, la trilogía que lleva al dolor y al
delito.
–Buenas noches padre, ¿qué anda buscando por
estos lares? –escuchó Figueroa a sus
espaldas.
Sobresaltado giró como un resorte a punto de
salir de sus ejes. No había terminado de voltearse cuando encima de su sombra
vio a tres malandros bien embriagados
que le sonreían.
–Vine a ver a doña Camila, la madre de Juan
Honorio, quien está muy enferma –dijo mintiendo, pero con voz firme, sin
denotar miedo, aunque por dentro estaba tiritando.
– ¡Usted está perdío, padre!... Mejor pírese,
porque dentro de poco va comenzá una
rumba e’ plomo –advirtió fanfarrón
uno de ellos sacando su pistola del cinto, la cual apuntó amenazador hacia el
cielo oscuro.
Figueroa no contestó. Asintió moviendo la
cabeza, pero sin perder de vista a Santiago.
El predicador seguía en el mismo sitio, por
lo que, obviando las amenazas de los malandros
y amparado en la seguridad que le concedía la sotana, siguió subiendo unos
cuantos escalones. Al estar a unos pocos pasos de éste, repentinamente se
detuvo y levantó la mirada.
Santiago lo observaba. Él hizo lo mismo. Se
miraron fijamente durante instantes perdidos en el tiempo. Qué le transmitieron
aquellos ojos, sólo Figueroa podría decirlo, lo cierto es que dio marcha atrás
y regresó tambaleante por donde había subido.
Capítulo 6
Dos grandes cirios colocados a ambos lados
del altar y cuatro candelabros de bronce iluminaban la pequeña capilla de la
Misión, una especie de réplica renacentista, adornada por un conjunto de
retablos antiguos, entre ellos una reproducción exacta de Los Padres de la Iglesia, una famosa obra de Michel Pacher, cuyo
original está a buen resguardo en la Pinacoteca Antigua de Munich, así como un
cuadro, en mediano formato, de San Luis
adorando a la Virgen y al Niño,
del pintor barroco español Claudio Coello, un magnífico óleo que hoy en día
reposa en el Museo de El Prado.
Los monjes estaban arrodillados con las
manos entrecruzadas y sumergidos en profunda oración.
Apartado de los demás y en estado de
aparente abstracción, Serafino se veía impertérrito, sentado en la primera fila
de la pequeña bancada. De cuando en cuando, receloso, miraba de reojo a sus
acólitos.
Tres votos lo separaban de la victoria. De
hacerse lo que él, muy personalmente, ya había decidido hacer con Santiago. El
futuro de El Iluminado había sido fraguado mucho antes de que convocase al
cónclave y nadie podría alterarlo si en sus manos estaba poder evitarlo.
Una ráfaga de viento fresco entró por el
ventanal que daba al jardín posterior de la Misión. La lumbre de los cirios
bamboleó de un lado a otro, pero se negaron a apagar, no así la de los
candelabros, ocasión que aprovechó Serafino para hacer resonar la pequeña
campanilla que había colocado a su lado.
–Volvamos a la sala para hacer una segunda
votación –ordenó–, pero antes Lucindo irá a preparar café. Acompáñenlos ustedes
–dijo dirigiéndose al anciano Agustín y al padre Oreste.
Obedientes, los monjes señalados por el
prior se retiraron para cumplir con el deber exigido.
Sin prisa, los otros clérigos volvieron a
formarse y emprendieron el regreso a la sala.
Llegado al recinto se acomodaron
ordenadamente en sus puestos a la espera del regreso de Lucindo y los otros dos
frailes, tiempo que aprovecharon para hacer un voto de silencio.
Pasados algunos minutos, Lucindo,
sosteniendo entre sus manos una inmensa bandeja repleta de tazones de café,
volvió al sitio de reunión acompañado únicamente por el padre Agustín, quien
venía cabeceando y arrastrando sus sandalias.
– ¿Y el padre Oreste? –preguntó Serafino.
–Se quedó sentado en la cocina aquejado de
un dolor en el hombro, pero dijo que pronto nos alcanzaría –comunicó el
jorobado monje.
Se sirvió el café, que todos degustaron
mojándole el trozo de pan que tenían delante de si en la mesa. No hubo charla
ni comunicación, pero si algunos bostezos, por lo que Serafino le pidió a otro
de los sacerdotes que fuese a buscar al padre Oreste a fin de iniciar la
segunda votación.
La espera no se hizo larga, pero sí
dramática.
– ¡Abad, Abad, el padre Oreste está tirado
en el suelo y ya no respira! –regresó gritando el monje que había ido en su
busca.
Un desusado alboroto invadió la sala ante el
sorpresivo anuncio. Exclamaciones e interrogantes perturbadoras se escucharon
en agitación.
– ¡Tranquilícense!... ¡Tranquilícense, por
favor!... –reprendió frenético Serafino– y vayamos a ver qué ocurrió.
Como si fuesen un solo cuerpo, los monjes
dejaron atropelladamente sus asientos y siguieron al superior.
Al llegar a la cocina Serafino se arrodilló
y puso la oreja sobre el pecho de Oreste para cerciorarse si su corazón aún
latía. Escuchó un momento. Se separó y volvió a escuchar, esta vez con el
pabellón de la oreja bien apretada contra el cuerpo del desventurado monje.
Todos permanecieron callados y a la expectativa.
El superior no estaba seguro, por ello con
el pulgar le levantó uno de los párpados y agitó lentamente su otra mano a la
altura del ojo buscando una respuesta, pero la pupila no respondió.
– ¡Definitivamente, está muerto! –comunicó
el prior a su congregación mientras se incorporaba–. Llevémoslo a su celda.
Allí lo examinaré mejor –ordenó.
Mientras Lucindo y otros frailes levantaban
del suelo el cuerpo inerte de Oreste para trasladarlo al dormitorio, los demás
se hicieron la señal de la cruz y comenzaron a orar entre labios.
El cuerpo del monje fue tendido sobre la
pequeña litera de su celda. Serafino entró e hizo señas a los demás que
callasen y esperaran.
Los cuartos de la Misión eran tan diminutos
que, a lo sumo, sólo cuatro personas podían estar juntas y sin tropezarse en
uno de ellos.
Instantes después se escuchó el chirrido
característico de un roce de hierro con madera rancia. Serafino estaba a punto
de cerrar herméticamente la puerta.
–Lucindo, por favor ven acá –exigió el prior
asomando apenas la cara por un resquicio.
El jorobado se abrió paso entre sus hermanos
de orden y al traspasar el umbral la cerró de un golpe.
Los minutos pasaron lentamente y sin
respuesta. Afuera la inquietud comenzó a asaltar a los otros monjes, quienes se
paseaban nerviosos de un lado a otro de la pequeña galería que da acceso a las
celdas. Pronto la angustia se disipó.
– ¡En un instante estaremos con ustedes!
–exclamó nítida y claramente Serafino desde adentro a fin de aplacar la
excitación exterior.
El primero en salir al abrirse la puerta fue
Lucindo.
–No hay duda, está muerto –notificó
lacónico.
Alisándose el cabello con las manos y
sacudiendo algo de su sotana, Serafino apareció detrás de Lucindo.
–No hay nada que podamos hacer, hermanos
–dijo–. Mañana le daremos cristiana sepultura… Será enterrado bajo la trinitaria rosa de nuestro cementerio y con la cabeza en dirección al este…
Sí, hacia el este –repitió como si estuviese recordando algo–: Esa era su voluntad…
–precisó acariciándose la barba–. Así me lo pidió en varias ocasiones… La buena
y santa alma de Oreste será dignificada por esta congregación –finalizó.
Minutos después y con el pesar reflejado en
sus rostros, los frailes volvieron a la sala por indicación del superior.
Uno tras otro tomaron asiento en la más
absoluta compostura. Estaban descorazonados por la súbita desaparición de su
compañero. Sólo una silla permanecía vacía.
–Mi pesar y mi dolor son indescriptibles.
Lamento profundamente la muerte de Oreste, de la misma forma que me afligen
todas las demás muertes que parecen no tener sentido ni propósito –refirió
Serafino dirigiéndose al cofrade–. No obstante, esa fue la voluntad de Dios y
nosotros no somos nada ni nadie para oponernos a ella. Elevemos una sagrada oración
por el eterno descanso de su alma y, al concluir, proseguiremos con la votación
que nos tiene aquí reunidos.
– ¡Así se hará! –aseveró Lucindo con su
tosca voz que parecía emerger de lo profundo de una tumba.
Capítulo 7
Figueroa estaba colérico. Había fallado en
su intento de llevar ante los monjes a Santiago. Para colmo de males, durante
el apresurado descenso del barrio rasgó la sotana que le había prestado el
sacerdote al rozar con un trozo de madera repleto de clavos.
Amante del lujo, pero sobre todo de las
apariencias, a su arribo a la capital, gracias al respaldo financiero
suministrado por los monjes de la Misión, se hospedó en el Hotel Melía Caracas, una majestuosa
edificación que se levanta al cielo en pleno corazón de la avenida Casanova,
una céntrica y concurrida vía del este de la ciudad abarrotada de tiendas
exclusivas, avisos de neón y deslumbrantes centros comerciales.
Aunque era provinciano a todas luces,
siempre, al regresar de cualquiera de sus viajes, por cortos que fuesen,
gustaba presumir ante sus amigos de San Felipe lo bien que la había pasado y
los imponentes sitios que había visitado. Sin escatimar en gastos, tomó la
suite 305, estancia elegantemente decorada al estilo veneciano del settecento y
una de las más costosas.
Echado sobre la amplia cama de la alcoba
pensaba en su fracaso y en los movimientos que debería dar antes de regresar y
enfrentar la furia del padre Serafino. En su mente urdía una mentira que le
sirviese de excusa. No obstante, por más que le daba vueltas a la cabeza no
encontraba un argumento lo suficientemente consistente para respaldar la disculpa.
Por instantes pensó en decir la verdad.
Contarlo todo y punto. Que se había disfrazado de sacerdote para cumplir con el
encargo, pero que falló debido a lo peligroso del lugar donde se encontraba
Santiago.
Cada vez que pensaba en decir la verdad se
le erizaban los pelos. Había puesto todo su empeño en conseguir el éxito, pero
el asunto no salió como lo había ideado. El plan hubiese podido funcionar, sin
embargo ese día no lo acompañó la buena fortuna.
“No tuve suerte”, se reprochaba en sus
adentros una y otra vez. “¡Qué mala leche!… ¡Qué vaina!”. Luego reflexionaba y
entre alarmado y temeroso se contestaba a sí mismo: “¡No!... Fue algo más allá
de la suerte lo que me hizo fallar… ¡Esa mirada!... Esos ojos”, se repetía
tratando de esclarecer algo que él mismo no entendía.
La imagen de Santiago, aquellos ojos que por
instantes se clavaron en los suyos en lo alto del cerro La Bombilla, lo
torturaban, pero no podía descifrar porqué. “Esos ojos, esos ojos…”, se
remachaba mentalmente sin comprender absolutamente nada.
Pensó y pensó, pero en su mente no encontró
la respuesta. Después de tanto reflexionar y ya bien entrada la noche, volvió a
la realidad. A ser el hombre objetivo y práctico que siempre había sido y
desechó totalmente la idea de contar la verdad a los monjes. “Si lo hago
Serafino me tachará de torpe e inútil, de un bueno para nada, tal como es su
costumbre”, concluyó.
Para que su excusa fuese creíble, debería
inventar algo espectacular, relevante, aunque en lo profundo de su ser lo que
más deseaba era secuestrar al tal Santiago y llevarlo a San Felipe para
estrujárselo en la cara a Serafino. “De esa forma me liberaré de él y de todos
sus sarcasmos”, discurría.
Esa posibilidad, la del secuestro, que al
principio apenas había pasado como un chispazo por su cabeza, comenzó a
seducirlo. Tanto, que no le dejaba conciliar el sueño. Su cerebro era un
remolino de pensamientos que se traicionaban uno tras otro con la misma rapidez
con que iban fluyendo.
Casi al despuntar el alba, exhausto y
machacando la idea de seguir a Santiago para descubrir dónde vivía, lo venció
el sueño. “Esta vez -se había repetido mil veces antes de quedar profundo- lo
esperaré cerro abajo, en la única salida hacia la gran ciudad”.
Al despertar tomó una ducha rápida, hizo
varias llamadas telefónicas y comenzó con los preparativos del plan que había
ideado.
Pasadas las nueve de la noche, intranquilo y
calado de frío, el médico permanecía a bordo del lujoso auto que esa misma
tarde había alquilado en Dertz. Lo había aparcado cerca de una maloliente
callejuela, próxima a la salida del barrio, pero apartado de cualquier
tentación de atracadores o truhanes.
Con las puertas bien cerradas, los vidrios
ahumados subidos hasta el tope y el aire acondicionado a todo pulmón, no
despegaba sus ojos de una oscura pendiente, única vía de escape de La Bombilla.
Tenía firmes esperanzas que Santiago pasaría de un momento a otro por ese
lugar.
Los minutos transcurrían lentamente.
Figueroa comenzaba a mostrar signos de desespero. Manipulaba nervioso los
comandos de la radio buscando algo “bueno” que escuchar, pero sólo conseguía
unos deprimentes boleros y rancheras pasadas de moda que con su lamento lo
exasperaban aún más. Hastiado, de un golpe apagó el receptor y empezó a
tamborilear con los dedos sobre el volante.
Entre bostezos se reprochaba su treta.
Consideraba que no era la mejor forma de dar con El Iluminado. Creía que estaba perdiendo el tiempo y que si
Santiago era tan escurridizo como le habían dicho, no aparecería ni esa noche
ni ninguna otra por allí. Por ello, descorazonado y otra vez con ese amargo
sabor del fracaso en su paladar, decidió retirarse. Puso en marcha el motor y
distraído comenzó a rodar calle abajo.
El sonido del escape de una motocicleta que
se acercaba a toda velocidad por su lado izquierdo, hizo que voltease la cara.
Su asombro no pudo ser mayor al ver que el conductor era el mismísimo Iluminado. “¿Qué hace el predicador en
esa moto?”, se preguntó al tiempo que pisó con fuerza el pedal del acelerador
para seguirlo.
Una descarga de adrenalina inundó el cerebro
del médico electrificando cada milímetro de su cuerpo. Pensó que difícilmente
podría escabullírsele entre el tráfico nocturno porque, a esa hora, debido a la
inseguridad reinante en la ciudad, y mucho más en las bocas de entrada de los
barrios, pocos autos se aventuraban a circular en la inmediaciones.
A discreta velocidad, Santiago recorrió un
pequeño tramo de la avenida Francisco de Miranda. Al llegar a un semáforo dobló
a la izquierda y entró en una urbanización repleta de edificios residenciales.
Debido a la hora, la mayoría de los apartamentos tenían las luces apagadas.
Siguió por esa calle y al llegar a una pequeña redoma, cruzo a la derecha y
pasó por un rosario de quintas que se erguían a ambos lados de la vía. Al
terminar se encontró con una oscura y desolada carretera que de tanto en tanto
daba muestras de vida debido a las luces de algunos restaurantes, tugurios o
clubes ubicados en las adyacencias. Figueroa lo seguía sin problemas a relativa
distancia. En su rostro se tapizaba una socarrona sonrisa, mezcla de triunfo y
satisfacción.
De pronto, después de pasar un empalme, otra
vez el esplendor y las luces propias de una gran ciudad. En las inmediaciones
del Centro Comercial Plaza Las Américas, en el boulevard de El Cafetal,
Santiago enfiló la moto hacia la escarpada cuesta que conduce al complejo
residencial Los Naranjos. Después de sobrepasarlo, desvió la máquina hacia una
de las pequeñas lomas que fajan la ciudad y siguió ascendiendo, ahora
acelerando un poco más. Lo mismo hizo su perseguidor.
El muchacho vestía pantalón negro y franela
cuello en “V” del mismo color. Conducía una moto color roja que se hacía
visible a gran distancia. Más en esos días de abril que el cielo siempre estaba
inmaculado y lleno de estrellas.
Al final de la pendiente Santiago giró hacia
la carretera vieja del Alto Hatillo. De día ese lugar se abre a los ojos de los
conductores como un oasis en plena ciudad gracias a la consagración de un grupo
de labriegos portugueses que cultivan hermosas y verdes legumbres, las cuales
entremezclan en un bosque de radiantes y multicolores flores.
Figueroa no sabía dónde estaba, mucho menos
conocía aquel camino, pero siguió adelante. Su adrenalina estaba en plena
efervescencia y ya nada podría detenerlo.
Su determinación era superior a las dudas
que lo asaltaban. Aunque el verdadero impulso que lo hacía seguir era el temor
a las heridas del ego, a las burlas de los monjes y, más que nada, a Serafino,
a quien despreciaba enormemente, aunque frente a él era totalmente servil y
obediente. “Pueblo chico, infierno grande”, se repetía mentalmente en forma
masoquista intuyendo lo que le esperaba si regresaba con las manos vacías.
Luego de sortear varias curvas, Santiago
dejó el camino de asfalto, aminoró la marcha y dirigió la moto por una estrecha
y polvorienta vereda que apenas se notaba a la distancia.
“¡Gracias a la luna y a los dioses del
alba!”, exclamó entre labios citando un refrán pueblerino, cuando vio a
Santiago meterse por aquel camino.
Desactivó el encendido de las luces y dejó
rodar el auto tierra adentro a poca velocidad. Siguió avanzando a oscuras otros
cuarenta o cincuenta metros. No más. Aunque no distinguía nada, presentía que
estaba cerca de algo. Al llegar a un cruce en forma de codo apagó el motor y
detuvo totalmente el vehículo.
Alerta y con todos los sentidos puestos en
Santiago, esperó. Su tensión era tal, que manos y cuerpo le tiritaban.
Pasados algunos segundos, a corta distancia
oyó el sofoco moribundo de un motor. No cabía la menor duda, Santiago había
llegado a su destino.
El médico permaneció quieto. Siquiera un
movimiento. Sólo el sonido de su respiración y el croar de algunas ranas se
escuchaban en el lugar. Sus manos asían con tanta fuerza el volante, que
parecía estar a punto de desprenderlo. No sabía si bajarse del auto y seguir a
pie o esperar a que algo ocurriese. O, en todo caso, regresar al día siguiente,
con la mente despejada y a la luz del día ver el panorama en todos sus
detalles.
Sólo bastaron fracciones de segundos para
sacarlo de su indecisión. De un tirón abrió la portezuela y puso uno de sus
pies en tierra. Miró a su alrededor para cerciorarse de que, realmente, estaba
solo. Que no había nadie más en las cercanías. Convencido, descendió y
cauteloso comenzó a caminar por el declive.
A los pocos pasos se detuvo. Sus piernas
casi no le respondían. Repentinamente giró nervioso para ver si alguien lo
seguía. Nada, ni una sombra estaba al acecho. Como sus ojos todavía no se
habían adaptado a la oscuridad, sintió miedo, un miedo que se remontaba a su
niñez. Cerró los párpados y los apretó con fuerza. Espero unos segundos y los
volvió a abrir. Comenzó a ver mejor. Aliviado, exhaló una bocanada de aire y
siguió adelante pero un destello de luz lo inquietó.
Trastabillando se resguardó tras un paredón
y desde allí escudriñó con reptil mirada.
En una edificación cercana que se confundía
entre las sombras, vio la luz que lo había puesto en estado de alerta. Procedía
de un ventanal sin cortinas, por lo que podía ver su interior con total
claridad aún desde la distancia que se encontraba.
En aquel desolado paraje una cortina hubiese
sido innecesaria para protegerse de atisbos, ya que la zona estaba suficiente
alejada como para atraer miradas curiosas.
Figueroa clavó los ojos en aquella ventana.
No sabía qué esperaba o buscaba ver, pero no dejaba de verla. Con sigilo caminó
hasta llegarle a muy corta distancia.
Lo que a lo lejos parecía un edificio
ordinario era, en realidad, el esqueleto inconcluso, todavía en obras, de una
mansión victoriana de tres pisos, la cual, quién sabe porqué motivos, fue abandonada
a medio construir.
El médico fue acercándose cada vez más.
Quería escuchar voces o algo que le indicase, sin lugar a dudas, que dentro
estaba Santiago. Que esa era su casa. Sólo necesitaba una confirmación. Algo
que le señalase que estaba en lo cierto. No podía quedarse con la duda después
de haber llegado tan lejos.
Mientras avanzaba, vio la moto roja de Santiago recostada de una
pared a medio frisar.
La luz que tanto lo alertó provenía de una
pequeña buhardilla en forma de cono invertido situada en la parte superior de
la edificación. A sus lados, cuatro pequeños tragaluces en forma de arco
completaban aquella derruida torreta. Toda la construcción estaba rodeada por
un alto follaje que amenazaba con devorarla de un momento a otro.
Figueroa examinó minuciosamente el lugar
fotografiando con sus ojos cada rincón, cada detalle.
A la distancia, en el pórtico de una casita
de agricultores, un pálido bombillo que se balanceaba de un lado a otro, atrajo
su atención. Observó para ver si había alguien cerca. Nada. Ningún rastro de
actividad humana. A los flancos, sólo sembradíos y terrenos ásperos. El único
signo de vida era un roñoso perro que aullaba apuntando su hocico a la luna llena.
El médico volvió a mirar en dirección a la
ventana. Su luz había sido atenuada, pero no fue obstáculo para distinguir
entre las sombras a Santiago arrodillado frente a una cruz bastante extraña.
Lo contempló por instantes. No había más
signos de vida. Estaba sólo. Sin la menor duda vivía allí. Dio marcha atrás y
fue en busca del auto para salir del lugar. Ahora tenía un punto a su favor:
conocía el refugio de El Iluminado.
Capítulo 8
Después de sepultar a Oreste en el viejo
cementerio aledaño al monasterio, la calma volvió a la Misión.
Pese a la turbulenta noche anterior, los
monjes mansamente regresaron a sus quehaceres diarios. Los más viejos recogían
naranjas de las ramas bajas, otros cultivaban legumbres en el huerto principal
del monasterio. Sobre rústicas escaleras de madera construidas con ramas de
árboles, los más jóvenes podaban los cipreses que vestían el patio interior.
Era tanto su esmero, que parecían estar esculpiendo preciosas obras maestras.
No obstante, aquella aparente quietud no los
embargaba a todos.
Tenso y arrellanado en el confortable sillón
de su despacho, Serafino platicaba con Lucindo, quien también estaba
intranquilo. El jorobado monje permanecía de pie, al otro lado del escritorio.
–Me preocupa el asunto del tal Iluminado. Debemos proceder con cautela.
Recuerda que prácticamente estamos tú y yo solos en esto. Nadie debe enterarse
de nuestros planes –expresó discreto el prior, casi susurrando las últimas palabras.
Su ansiedad era evidente.
–Si Figueroa nos hubiese traído al monstruo
que gestó María Coromoto, tendríamos más elementos de juicio –opinó con enojo
Lucindo–. ¡Pruebas tangibles!... Pruebas que evidenciarían ante nuestros ojos
lo que apenas sabemos por referencia.
–Si no conseguimos la confirmación de la marca, la muerte de Oreste habrá sido en
vano –sentenció Serafino.
– ¡Bah!, ese viejo me tenía harto… Creo que
fue lo mejor que pudo suceder, de otra forma jamás habríamos logrado consenso
–escupió con desprecio Lucindo.
–La idea era anularlo por unos días, pero no
de matarlo… Creo que se te fue la mano con la droga –censuró Serafino pero sin
mostrar remordimiento.
– ¡Lo hecho hecho está!... Tenemos que
seguir adelante... Ya no podemos regresarlo a la vida.
–Es cierto –afirmó abstraído Serafino y
cambiando totalmente el tono de la voz, manifestó–: Estoy furioso, tuvimos la
oportunidad de ser los primeros en todo el mundo… En toda la bendita Tierra, de
tener la prueba en nuestras manos y el idiota de Figueroa la destruyó –dijo
retomando el verdadero motivo de aquella reunión–. Hubiésemos podido corroborar
las características de la marca con
los papiros. Comprobar su tamaño y ubicación y, lo más importante, tener la
evidencia viva de que las profecías de los papiros son verdaderas… Tantos años
de trabajo, de investigación –suspiró– y perderlo todo por la ineptitud de un
médico –concluyó rabioso dando un manotón sobre el escritorio.
Los dos monjes se referían a los llamados Papiros o Rollos del Mar Muerto,
documentos fechados en el año 30 a.C., donde se revelan muchos misterios de la
Biblia, entre ellos la supuesta ilegitimidad de algunos Evangelios.
Pero, lo sorprendente, era que tanto
Serafino como Lucindo conocían otra verdad, una verdad que sólo pocas, pero muy
pocas personas en el mundo sabían: la existencia secreta de un fragmento de
papiro marcado con las siglas 5Q9 y
de otro, con turbadores anuncios, del cual desconocían su numeración y
descripción.
Del primero, el 5Q9, cuya esencia y contenido parcial se filtró misteriosamente
desde las secretas paredes del Vaticano pese al hermetismo existente y al extremo
celo con el que era custodiado, los dos monjes conocían sólo una parte de su
texto total. Del otro nada.
Serafino y Lucindo estaban desconcertados
con la interpretación y significado real del papiro 5Q9, en cuyo contenido se anuncia: “Cuando las naciones del mundo se encuentren unidas en un globo y todas las lenguas serán conocidas,
nacerán nuevos y falsos profetas, del
cielo y el averno, y entre ellos el
nuevo Mesías”.
Los peor, es que presumían que en Venezuela
estaban naciendo seres vivos con la marca
del fragmento del papiro clasificado y numerado con las siglas 5Q9.
Por pertenecer Serafino a una congregación
hermética, donde la existencia de Dios no podía ser objeto de la menor duda
razonable posible, la cita del averno
(infierno) y la enunciación de falsos
profetas en el manuscrito 5Q9, lo
había puesto en estado de máxima alerta. No dudaba de la autenticidad del
texto, pero lo confundía la exégesis del mensaje. Deducía que debía estar vigilante,
ya que sospechaba que se avecinaban tiempos oscuros para la Iglesia.
En ese trozo de papiro, escrito en arameo,
también se afirmaba, claramente, que los nuevos guías celestiales de la
humanidad aparecerían en diferentes países de todos los continentes, y que, al
momento de nacer, tendrían una marca
en su cuerpo que los identificaría entre ellos y que de las palabras escritas
en su interior, además de otros símbolos, se sabría quienes eran falsos profetas
y quiénes no.
La
marca, la misma que ansiosamente
pensaba encontrar Serafino en el neonato de San Felipe, consistía en un tatuaje
de nacimiento ubicado en el costado superior, a un lado de la tetilla
izquierda, de los nuevos o falsos
profetas. O sea, en el mismo lugar donde el centurión romano le clavó la
lanza a Jesucristo mientras estaba crucificado en el Gólgota.
El otro misterioso fragmento, del cual nada
conocían Serafino y Lucindo, según aseveraciones de algunos de los pocos
clérigos que tuvieron el pequeño trozo de cuero de cabra en sus manos, tenía
dibujado en su centro la figura de un pez, semejante al que pintaban, en las
primeras décadas del siglo II, los antiguos cristianos que se sublevaron contra
Roma y se refugiaron en las catacumbas de San Calixto, en la Capella Greca y en
las cuevas donde se congregaban para invocar a Dios.
Los sacerdotes sabían que pez viene de la palabra griega Ichthys, que corresponden a las
iniciales de Iesous Crhistos Theou Yios
Soter, cuyo significado es: Jesús,
Cristo, Hijo de Dios, Salvador y que el símbolo del pez y el críptico
fueron adoptados por los cristianos de la Iglesia Primitiva para representar a
Jesucristo y manifestar su adhesión a la fe.
En aquel entonces, los cristianos, siendo
minoría en un mundo pagano, tenían su propio símbolo para identificarse y
avivar su fe. En el pez (Ichthys),
encontraban la profesión de la fe, la razón por la que adoraban a Jesús y por
quien estaban dispuestos a morir.
Los creyentes son “pequeños peces”, según un
conocido pasaje de Tertuliano: Nosotros,
pequeños peces, tras la imagen de nuestros Ichthys, Jesucristo, nacemos en el agua. Era una evidente
alusión al bautismo.
De acuerdo a la documentación existente,
Serafino conocía que los primeros rollos o papiros del Mar Muerto, un conjunto
de pergaminos cuya existencia había sido desconocida, fueron hallados por
casualidad a comienzos de 1947 por un joven pastor beduino llamado Mohammed
ed-Dhib, de la tribu de los Ta’amire, ocultos en el interior de una cueva en el
desierto de Jordania.
Como uno de los primeros pergaminos
encontrados fue adquirido a buen precio en un mercado del lugar, entre 1951 y
1956 se inició una auténtica cacería de “rollos” entre los pobladores de la
región, la cual culminó con la recopilación de unos 15.000 fragmentos, de los
cuales más de diez mil, pertenecientes a 850 manuscritos de diversos contenidos,
aún no han sido descifrados.
Todos los
rollos estaban en desigual estado de conservación, escritos en distintos
materiales y en varias lenguas, pero, principalmente, en hebreo, griego y
arameo y contenían partes del Viejo Testamento.
A su análisis se abocaron muchos estudiosos
en todo el mundo, entre ellos los monjes de la Misión de San Felipe, quienes
concluyeron que esos pergaminos fueron escondidos en las cuevas por una
comunidad de habitantes asentados en las márgenes del Mar Muerto, la cual, por
la austeridad de sus reglas y costumbres, fue identificada como una secta judía
conocida con el nombre de los esenios. Las ocultaron para evitar que fuesen
confiscadas y destruidas por las legiones de Vespasiano.
Tiempo después esos papiros, en su mayoría
descompuestos por el tiempo y reducidos a fragmentos, fueron denominados Los
Papiros de Qumrán, debido a que el pastor los descubrió en una cueva situada
aproximadamente a un kilómetro de un sitio conocido como Kibert Qumrán (Ruinas de la Luna), cerca de la ribera
noroccidental del Mar Muerto.
Este fascinante y misteriosamente inhóspito
escenario, que luego fue llamado El
Paraje en Ruinas, se encuentra a
pocos kilómetros de la mítica ciudad de Jericó.
En esa desértica región vivieron los esenios, una comunidad de judíos que se
bautizaban y creían en la resurrección y quienes voluntariamente decidieron apartarse
del resto con el fin de llevar una vida dedicada a la ascesis.
Se estableció que las cuevas del Qumrán (Gomorra, en hebreo) fueron abandonadas y
selladas en el año 68 a 69 de nuestra era, poco antes de la destrucción de
Jerusalén por los romanos.
Los manuscritos arrojaron luz sobre la secta
Qumrán, sus vidas, sus pasiones, su forma de ver las cosas y todos los aspectos
relacionados a la vida y muerte de los miembros de esa hermandad, de la que se
dice habría pertenecido Jesucristo y Juan el Bautista.
Serafino afirmaba ante su congregación que
estaba totalmente comprobado que la secta de Qumrán constituía un grupo
entregado al estudio obsesionado por la purificación y que se presumía que la
mayoría eran hijos de Cohanim y que
rechazaban el lujo en el que vivían los sacerdotes de la Jerusalén de entonces,
por ello se alejaban de las grandes ciudades de aquella época y se confinaban
en las laderas o montañas.
El prior les repetía constantemente a los
monjes de la Misión que el primero que tuvo algunos pedazos de los papiros en
sus manos fue su amigo, el arzobispo Jeschue Moisés, de la Iglesia Siria
Ortodoxa de Jerusalén, quien en abril de 1947 fue visitado por un misterioso
marchante que le propuso la venta de unos extraños rollos con raras
inscripciones. Eran algunos de los primeros siete papiros descubiertos, los
cuales provenían del primer siglo, o sea de los tiempos del mismo Jesús.
Las hipótesis que sugieren los fragmentos,
en su mayoría hechos de piel de cabra, son revolucionarias, tal como acontece
con el marcado con las siglas 5Q9,
que tenía de cabeza al padre Serafino.
Otro sacerdote del Instituto Bíblico de
Treviso, llegó a afirmar que en los Rollos
del Mar Muerto se encuentran textos del “Primer Evangelio”, lo que
supondría que fueron escritos poco después de la muerte de Jesús y muchos otros
datan de mil años antes del nacimiento de Jesucristo, cuando nadie hablaba de
cristianismo o sabía de su significado.
La importancia de todos estos documentos
históricos es extraordinaria. “Los rollos –explicaba Serafino– nos dan a
entender cuál era el mundo de Jesús y de la gente de esa época, qué leían, qué
y cómo pensaban, qué soñaban y qué mundo añoraban. Son documentos auténticos,
los cuales fueron tocados por las mismas manos de Jesús”.
Pocos conocen los secretos de los
pergaminos, sin embargo Hebel Dynhad, profesor de la universidad hebrea de Elizer L. Sukenik, pudo obtener unos rollos
y parte de su contenido lo reveló al mundo.
Uno de ellos había sido escrito por Isaías.
Otros contenían cánticos desconocidos de acción de gracias y un misterioso
escrito inconexo sobre la guerra escatológica entre los seguidores de Dios y
sus enemigos. Los títulos eran de por sí augurios de cosas extrañas y tenebrosas.
El manual de Las Normas de Guerra hablaba sobre la lucha de “Los hijos de la
luz” y “Los hijos de las tinieblas” a ocurrir en los últimos tiempos.
No obstante, el secreto de los papiros es
aún mayor y desconocido, de ahí el desconcierto de Serafino. Mucho más cuando a
través de ellos se ponía en duda la autenticidad de la primera epístola de San Pablo
a Timoteo, que hizo nacer la hipótesis de que no fue escrita por él, ya que al
compararse el estilo usado por éste con el de dicha epístola, así como en la
epístola a Tito, se infiere que el estilo de estas es notablemente diferente al
usado habitualmente por Pablo en sus demás epístolas.
Los misterios contenidos en los rollos han aumentado y causado el recelo
de los estudiosos cuando, a principios de los años noventa, Michael Weiss, distinguido
hebraísta de la Universidad de Chicago, se atrevió a acusar al Vaticano de
haber tenido un especial y “oscuro” interés de tomar bajo sus manos el
“control” de la investigación histórica relativa al siglo I, impidiendo a
través de la prestigiosa École Biblique
de Jerusalén, fundada por F. Marie Joseph Lagrange O.P., a quien el Rey
Hussein de Jordania cedió los manuscritos, la publicación y difusión de los
escritos, por considerar que las conclusiones contenidas en ellos podrían
llevar a cambiar la tesis y las ideas fundamentales sobre las que secularmente
se han basado las enseñanzas sobre el valor y el alcance del Nuevo Testamento.
Investigadores aún más atrevidos se
arriesgaron, so pena de excomunión, a afirmar que los rollos no sólo revelan la verdadera procedencia de Jesucristo,
quien era un judío esenio, sino que éste, mucho antes de salir a predicar, se
había internado con sabios maestros ascéticos en un poblado de la márgenes del
Mar Muerto y que allí había estudiado todos los textos y creencias de los
esenios, conocimientos los cuales, tiempo después, se daría a la tarea de
transmitir por toda Judea. Por ello se habla de Evangelios antes de los
Evangelios, tal cual como el mundo los conoce.
Desde todas partes del globo se alzan voces
contra la Iglesia por su afán de destruir, desestabilizar y extirpar cualquier
testimonio que haga tambalear las verdades fundamentales sobre las que,
equivocadamente o no, se ha sustentado la Iglesia Católica desde su nacimiento.
Los rollos
son su espada de Damocles, ya que sus revelaciones echarían por la borda de un
solo plumazo al Nuevo Testamento, el cual podría ser un plagio de los escritos
sagrados de los esenios.
Por ello, algunos estudiosos de los Pergaminos del Mar Muerto, entre quienes
no estaban los monjes de la Misión de San Felipe, sustentaban fervorosamente y creían, precisamente por haber sido
los rollos escritos antes del Nuevo
Testamento, que es a partir de ellos y no del Nuevo Testamento de donde hay que
obtener las bases históricas reales y las evidencias de lo que efectivamente
ocurrió durante el siglo I a.C. y el siglo I d.C.
Definitivamente, según los testimonios de
los papiros, el cristianismo predicado por Jesucristo no fue un movimiento
nuevo, ni enseñó un mensaje nuevo, como tampoco el cristianismo tuvo por origen
las comunidades primitivas asentadas en Roma durante la época de San Pedro y
San Pablo, sino en la época del Qumrán, donde vivían los judíos que, mucho
antes de Jesucristo y de San Juan Bautista, se bautizaban y creían, al igual
que Cristo, en la resurrección.
No obstante, hasta ahora todo estaba en el
plano de la especulación y las conjeturas, porque el Vaticano había
“secuestrado” y guardado bajo cien llaves las revelaciones esenciales de los
papiros. Sólo pocos y muy especiales personeros de la Iglesia tienen acceso a
esa información que conduce a la verdad total, la cual, al parecer, no favorece
en nada a la Iglesia y a los fundamentos de la religión católica.
Aunque Serafino desechaba esa teoría con
profunda rabia, no así Vinicio, el teólogo más experimentado de la Misión,
quien estaba convencido de la pureza de las revelaciones de los rollos pero,
por temor, callaba.
Sabía que Serafino tenía sus propias y
particulares ideas sobre su interpretación y que, de contradecirlo, se
convertiría en un desafío muy peligroso para él. Por ello callaba y asentía. En
la Misión nadie podía oponerse a los dictámenes de Serafino sin salir lastimado.
En una cueva -y esto lo sabía Serafino- se
descubrieron tres rollos de cuero, dañados y muy corroídos, de unos 30
centímetros de ancho.
Después de grandes esfuerzos se consiguió
descifrar uno de ellos. Contenía una paráfrasis sobre los primeros diecisiete
capítulos del Génesis.
En uno de ellos se describe detalladamente
los encantos de la hermosa Sara, la primera esposa de Abraham, que aunque ya
tenía 80 años, todavía era cortejada por Abimelech.
Era curioso que, precisamente los ascéticos
esenios, supiesen describir tan sugestivamente los encantos femeninos.
En otra cueva, que había sido construida
artificialmente en la antigüedad, aparecieron descubrimientos sorprendentes:
los textos de todos los libros del Antiguo Testamento, a excepción del libro de
Esther. Entre ellos también se encontraban fragmentos del Manual de las
Virtudes de los esenios y de los comentarios de los profetas, similares al de
Habakuk y fragmentos de otros manuscritos pertenecientes al Manual de la Vida
Espiritual y del Documento de Damasco.
En uno de los rollos se cita que entre los
esenios existió el profeta Habakuk, quien era llamado “Maestro de la virtud”, y
hombres, que por su pureza y misticismo, eran conocidos como Los Elegidos de Dios.
¿Fueron las palabras de Habakuk verdaderas
profecías o sólo la descripción de los acontecimientos de su tiempo? ¿Fue El Elegido de Dios y el redentor del
mundo un predecesor de Cristo?, ya que él también predicó, como el Hijo de Dios
-y 100 años antes que él-, la humildad, la caridad y el amor al prójimo. ¿Fue
también condenado y ajusticiado a causa de la hostilidad de los sacerdotes y de
la casta judía dominante, tal como le ocurrió a Cristo?
Eran las grandes interrogantes que se
planteaba el padre Vinicio, las cuales concatenaba con otras: “¿Por qué el
Vaticano y la Iglesia Católica tratan de ocultar y de destruir las verdades
reveladas en los rollos?... ¿Los
Evangelios son originales o copias de los escritos de los esenios?... ¿Fue
Jesucristo un plagiario?”.
Serafino y Lucindo sabían mucho sobre los
pergaminos del Mar Muerto, pero no todo. Además, su obsesión, su guerra
escatológica interior entre el bien y el mal, no los dejaba pensar con lúcida
claridad, por lo que su confusión era evidente.
No obstante, siguiendo órdenes muy precisas
y contundentes impartidas por el Vaticano, desde Ravenna, Italia, clérigos
investigadores de los pergaminos los mantenían al día, máxime cuando sabían que
los monjes de la Misión capuchina de San Felipe estaban por descubrir un gran
misterio: el nacimiento y la presencia en Venezuela de seres vivos con,
presumiblemente, la marca del
fragmento del rollo clasificado y numerado con las siglas 5Q9.
Sin embargo Serafino, ni los otros monjes de
la Misión, entre ellos Vinicio, el más sabio de toda la congregación, nada
sabían del caro e inviolable secreto que envolvía a otro de los fragmentos, que
estaba guardado con sumo celo en las bóvedas del Banco Vaticano y al cual sólo
se podía tener acceso con dos llaves. Una estaba en poder del Papa y la otra la
tenía una persona que misteriosamente y a fin de resguardar el secreto, se
mantenía anónima. En los círculos de la Santa Sede se especulaba que no
pertenecía a la curia ni al Tribunal Cardenalicio y que su identidad siquiera
era conocida por el Sumo Pontífice.
Para conservar su anonimato se había hecho
una especie de sorteo, en el cual concurrieron siete cardenales. Cada uno de
ellos sacó de un envase una papeleta blanca que tenía impresa dos letras, las
cuales reunidas en su conjunto formaban el nombre y apellido del escogido, El
Guardián de los Pergaminos. Esa persona podría ser cualquiera, y su identidad
revelada, si fuese necesario, sólo por otros siete cardenales asentados en
diferentes partes del mundo en cuyo poder se hallaba sólo uno de los trozos de
dos letras y que al armarlas tal si fuese un rompecabezas revelaba la identidad
de dicho Guardián. Todo un enredo propio del Vaticano.
Con la autoridad que le concedía la Santa
Sede, el prior de la Misión Capuchina de San Felipe orientó de buena fe, aunque
con depravada malicia una cacería de brujas sobre cualquier persona que le
pudiese parecer sospechosa de ser un falso profeta, a quienes satanizaba ante
los monjes de su congregación para justificar su conducta.
No contento con eso, amparado en la
impunidad que le proporcionaba su hábito y el poder de la Iglesia, sometía a
los supuestos “diabólicos sospechosos”, a los Anticristos, a un cruel y
despiadado interrogatorio en los calabozos de la Misión.
Por eso Serafino tenía en la mira a
Santiago, el llamado Iluminado. Quería
corroborar qué de cierto había en los supuestos milagros que se le atribuían,
pero, más que todo, saber si en su cuerpo tenía alguna marca, algún tatuaje que
hiciese presumir que era un falso profeta, un discípulo de Satán.
Nada de eso había salido a la luz pública. Y
si algo se coló alguna vez, todos hacían caso omiso o era rápidamente callado
por el poder, gloria y riqueza de la Iglesia.
Antes cualquier infame o real denuncia,
tanto la prensa como las autoridades le restaban crédito y decían que eran
habladurías. Era una forma de aplacar y contener cualquier investigación seria
y ridiculizar a sus acusadores. El poder del dinero todo lo calla y tergiversa.
Y el Vaticano y la Iglesia Católica son los más poderosos empresarios e
imperialistas que la humanidad jamás haya podido conocer a través de todos los
siglos. Su estructura sigue incólume y blindada contra poder alguno sobre la
tierra. “¡El Imperio es la Iglesia! El que lo dude, irremediablemente fenecerá,
sea país, nación u hombre, por más poderoso que se crea y sea”, sentenció en
una oportunidad Lucindo cuando uno de los monjes de la congregación le
recriminó la forma cruel y despreciable a que se refería a una protesta a favor
del aborto.
Capítulo 9
En el último piso de un mohoso hotel de vía
Bocaccio, en un lugar llamado El Sepulcro de Dante, en pleno corazón de
Ravenna, un hombre permanecía en penumbra sentado en la cama de su habitación.
Las agujas del reloj parecían inmóviles
sobre las dos de la madrugada. El hombre tenía la vista fija en un viejo
aparato telefónico que estaba a su lado, sobre una mesita de noche de caoba
desteñida por el tiempo y el uso.
Alto, bien fornido, de cabello rubio y
facciones finas y delicadas, tenía el aspecto mundano de un ejecutivo de Wall
Street, aunque el traje sacerdotal que vestía hablaba de otra cosa.
Su tez blanca, tostada por el sol, se
iluminó al escuchar los repiques del teléfono.
Impasible, lo dejó resonar seis veces. No
demostró impaciencia. Antes del séptimo toque alzó la bocina sin pronunciar
palabra. Con el aparato adherido al oído escuchó con atención a la persona que
le hablaba del otro lado del receptor.
– ¡Sí, entiendo!... Partiré lo más pronto
posible –refirió conciso, con voz grave, y colgó.
Dicha la última palabra, se dejó caer con su
metro noventa sobre la pequeña cama. Parecía aliviado.
Encendió un cigarrillo, colocó una de sus
manos debajo de la cabeza, al ras de la almohada, aspiró y exhaló con fuerza,
como si además del humo también librara un gran peso. Aunque el hombre alojado
en aquel oscuro hotel de Ravenna, estaba muy lejos de temores. Lo único que le incomodaban
eran las fastidiosas esperas.
Su nombre era John Dark, y aunque ahora
vestía traje sacerdotal, poco tiempo atrás llevaba uniforme militar.
Curtido en los campos de batalla desde muy
joven, fue protagonista de sangrientos combates y luchas desiguales donde
murieron familias enteras, niños, mujeres y ancianos. Fue testigo de horribles
matanzas ante la mirada indiferente del mundo y de sus compañeros de lucha,
pero un buen día decidió dejar todo atrás. Renunciar a la desventura humana que
le tocó vivir para unirse a la Iglesia y abrazar el sacerdocio. Ahora se sentía
feliz.
Cuando sirvió en Afganistán, era capitán de
asalto de un grupo aerotransportado del Ejército Norteamericano. La milicia era
toda su vida y se sentía cómodo sirviendo a su patria. Pero la gran desilusión
llegó al enterarse que el verdadero propósito de esa guerra no era librar de la
opresión a un pueblo inerme, o aniquilar a terroristas. No, nada de eso era
verdad o apenas era una verdad a medias. La verdad oculta tras tantas masacres
era otra: buscar una salida al mar después que satélites espías norteamericanos
descubrieran en la vecina Uzbekistán el mayor yacimiento de petróleo y gas
natural que el mundo jamás haya conocido. Había un propósito económico y de
pillaje. Eso lo hirió. Lo asqueó de tal manera que aceleró su retiro del
ejército. “¡Tantas vidas truncadas y sólo por ambición, dinero y poder”, se
recriminaba en lo profundo de su alma!
Tardíamente Dark conocía las oscuras
telarañas que se tejían alrededor de las guerras. Pero lo que no soportaba, lo
que más le perturbaba, eran las inútiles muertes de tantos muchachos inocentes
que ofrendaban sus vidas por una vil piratería. Con profundo pesar comprendió
que la lucha no era contra el terrorismo. Que esa fue la excusa esgrimida por
su país para quedar bien en el concierto de las naciones y obtener el visto
bueno del Consejo de Seguridad de la ONU para iniciar la masacre. Se dio cuenta
de que una de las movilizaciones armadas más importantes de la historia, tenía
un cariz económico y altos intereses políticos, donde el Dios Dólar, dueño
absoluto de la verdad verdadera,
imponía con su poder las condiciones de la confrontación.
Entendió que su país, para poder sacar el
petróleo de tan apartada región a un menor costo, necesitaba una salida al mar
y la única forma era construyendo un oleoducto que, partiendo desde Uzbekistán
atravesara Afganistán para concluir en Pakistán, de donde sería embarcado hacia
los Estados Unidos. Pero su nación, la que tanto amaba y por la que estaba
dispuesto a dar la vida, tenía un problema: ¡los talibanes!, casta hasta ese
entonces olvidada por el mundo. Seres desconocidos y de los que nadie hablaba
ni en sueños. El planeta Tierra se enteró de su existencia cuando los Estados
Unidos comenzó la primera guerra contra ellos: la informática. La preparatoria,
ante de la invasión. Había que inundar al mundo con noticias e informaciones
crueles, denigrantes sobre su salvajismo criminal, para luego, camuflados como
corderitos y guardianes del mundo, asaltar a la nación asiática y aniquilar a
sus líderes y combatientes. Todo había sido dirigido y coordinado por los
Estados Unidos y sus naciones cómplices en el negocio y posterior reparto del
botín.
Dark recordó con indignación que antes del
descubrimiento del gran yacimiento de Uzbekistán a nadie le interesaba la
cultura, religión o creencias supuestamente prehistóricas de los talibanes, que
en persa significa estudiosos del Corán. Menos de las atrocidades que cometían
en nombre de sus supuestas creencias religiosas. ¡Todo era una trampa!… Una
puesta en escena para vender más armas y adueñarse del petróleo, que era el
verdadero negocio de la guerra.
“El gobierno no iba a dejar el control del
oleoducto en manos de los talibanes. Había que hacer algo y rápido. Algo que no
despertara sospechas internacionales. Una guerra era lo más efectivo”,
reflexionaba para sí mismo Dark.
El ataque del 11 de septiembre a Las Torres
Gemelas le puso en bandeja de plata el motivo. Fue la coartada perfecta.
Antes de salir al frente de batalla, al
veterano capitán sabía sobre las verdaderas motivaciones de la guerra de
Afganistán. Un familiar cercano que trabajaba en el Departamento de Estado, en
Washington, capital mundial del espionaje, se lo había referido, pero John se
negaba a creerlo. Pensó que algo tan sucio era imposible, mucho menos
propiciado por el país que tanto amaba y por el que estaba dispuesto a dar la
vida y, si tuviese otra, también se la daría.
Discutió tan acaloradamente con su pariente,
que poco faltó para que se fuesen a las manos. Estuvo a punto de tildarlo de
traidor, pero se abstuvo porque sabía que era una persona honesta y funcionario
de confianza en el Pentágono.
Sólo se convenció cuando recibió de su
pariente y tuvo en sus manos un informe del Pentágono considerado clasificado.
El documento, archivado en el Departamento de Estado bajo el nombre de “La
Carpeta Maresca”, titulado así por el apellido de su artífice, el petrolero
John J. Maresca, revelaba con crudeza los verdaderos motivos que indujo a los
Estados Unidos a invadir a Afganistán.
En el informe, las cifras, en billones de
barriles de petróleo, eran más importantes que las vidas humanas, las cuales ni
se tomaban en consideración.
“La carpeta”, que aún está en poder de Dark,
fue fechada en Washington el 12 de febrero de 1998, más de tres años antes del
ataque a las Torres Gemelas y de la invasión a Afganistán. Tres años antes ya
se había comenzado a planificar el genocidio.
John J. Maresca, vicepresidente de
Relaciones Internacionales de “Unocal Corporation” (Unión Oil Company of
California), una de las productoras de gas y petróleo más grande del planeta,
en su declaración a puerta cerrada ante el subcomité de Relaciones Internacionales
de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, entre otras cosas, afirmó:
“Me gustaría
centrarme en tres asuntos. Primero, la necesidad de multiplicar las rutas para
el transporte del petróleo y el gas del Asia Central. Segundo, la urgencia que
tiene EEUU de apoyar los esfuerzos internacionales y regionales con el fin de
conseguir acuerdos políticos duraderos para los conflictos regionales,
incluyendo el de Afganistán. Tercero, la obligación de una asistencia integral
para impulsar las reformas económicas necesarias con el propósito de crear un
clima adecuado para la inversión en la zona.
La región del
Caspio posee enormes e inexploradas reservas de hidrocarburos. Sólo para dar
una idea de su dimensión, las reservas probadas de gas natural ascienden a más
de 236 billones de metros cúbicos, y las reservas totales de petróleo podrían
ser de más de 60 mil millones de barriles. Algunos estimativos llegan a la
cifra de 200 mil millones.
No obstante,
un inmenso problema ha de ser resuelto: ¿cómo llevar los vastos recursos
energéticos de la región a los mercados donde se necesitan? Además, un
obstáculo técnico mayúsculo que enfrenta la industria para transportar el
petróleo es la actual infraestructura de los oleoductos de la región.
Un proyecto
auspiciado por la compañía “Caspian Pipeline Consortium" planea construir
un oleoducto occidental desde el norte del Caspio hasta el puerto ruso de
Novorossisk, en el mar Negro. El otro proyecto es patrocinado por la empresa
“Azerbaiján International Operating Company" un consorcio internacional en
el que incluye a cuatro compañías estadounidenses, Unocal, Amoco, Exxon y
Pennzoil. Este consorcio considera dos posibles rutas. Una atravesando el norte
del Cáucaso hasta Novorossisk; la otra a través de Georgia hasta un terminal de
embarque en el Mar Negro. Esta segunda ruta podría ser extendida al occidente y
al sur a través de Turquía hasta el puerto de Ceyhan, en el Mediterráneo.
En
“Unocal" creemos que la opción es trazar un oleoducto hacia el sur, desde
Asia Central al Océano Indico. Una ruta obvia hacia el sur atravesaría Irán,
pero esto está excluido para las compañías de los EEUU, a causa de la
legislación sancionatoria existente al respecto. Queda una única ruta posible,
que es a través de Afganistán, la cual tiene, desde luego, sus propios desafíos
singulares. Desde el comienzo hemos tenido claro que la construcción del
oleoducto que hemos propuesto a través de Afganistán no podría empezarse hasta
tanto no haya un gobierno reconocido que tenga la confianza de los demás
gobiernos, de los prestamistas y de nuestra compañía.
El Asia Central y la región del Caspio han
sido favorecidas con petróleo y gas en abundancia, que pueden mejorar la vida
de sus habitantes y suministrar energía para el crecimiento de Europa y Asia.
El impacto de estos recursos sobre los intereses comerciales y la política
exterior de los EEUU es también significativo. Sin soluciones pacíficas a los
conflictos de la región, no será posible construir las redes de construcción
transfronterizas para transportar petróleo y gas. Urgimos a la administración y
al Congreso a dar decidido apoyo a los procesos de pacificación liderados por
las Naciones Unidas en Afganistán. El gobierno de los Estados Unidos debería
usar su influencia para ayudar a hallar soluciones a todos los conflictos de la
región.
La asistencia
de EEUU en el desarrollo de estas nuevas economías será crucial para el éxito
de los negocios. Igualmente estamos a favor de grandes programas de asistencia
técnica en toda la región. Específicamente urgimos la eliminación de la sección
907 del Acta de Apoyo a la Libertad. Esta sección restringe injustamente la
asistencia del gobierno de EEUU al gobierno de Azerbaiján y limita su influencia
en la zona.
Desarrollar
rutas rentables de explotación para los recursos del Asia Central es una tarea
formidable, pero no imposible. “Unocal" y otras compañías estadounidenses
están totalmente preparadas para acometer este trabajo y para hacer de nuevo
del Asia Central la encrucijada que fuera en el pasado”, concluía Maresca ante la Cámara de Representantes.
En realidad Unocal –según informes
publicados en los diarios norteamericanos– ya había constituido un consorcio
llamado “CentGas" en la que “Delta Oil Company Ltd" de Arabia Saudita
disponía de un 15% y el gobierno de Turkmenistán un 7%. El acuerdo lo firmó, en
octubre de 1997 en Asgabat (Turkmenistán), el propio presidente de la Unocal, John Imle Jr. Se proponía
construir un gasoducto de 1.271 kilómetros desde los yacimientos de gas de
Dauletabad, siguiendo la carretera de Herat a Kandahar (Afganistán), hasta
Multan (Pakistán) y el mar de Arabia y el océano Índico, pero la guerra se lo
impidió.
Por su parte, la ruta rusa desde los campos
petroleros de Kazajstán hasta el puerto de Novorossisk fue inaugurada en
presencia del secretario de comercio norteamericano D. Evans. No en vano la
empresa Chevron es la que lidera el consorcio internacional, en donde Rusia
participa con un 24%, Kazajstán con el 19% y Omán con el 7%. El gasoducto tiene
una longitud de 1.580 kilómetros.
La ruta afgana hacia el mar de Arabia del
gas natural de Turkmenistán (no solamente de los yacimientos de Dauletabad sino
de Kuruk, Naip, Acak, Kirpihli, Kandyum, Malai, Satliyk y otras localidades) es
también la ruta para los inmensos yacimientos de Uzbekistán.
Islam Karímov, presidente de Uzbekistán y
antiguo jefe del partido comunista uzbeko en época soviética, es el primer
aliado de los Estados Unidos en Asia Central. Las instalaciones aéreas de
Tuzel, las de Kukaida y la base de Termez, en la frontera de Afganistán, han
estado prontas a disposición de las fuerzas militares norteamericanas.
Uzbekistán es el sexto comercializador de
gas natural del mundo a través de la empresa Ubekneftegaz. Sus recursos mineros son muy importantes: gas
natural, petróleo, carbón, lignito, uranio, cobre, zinc, plomo, bauxita,
tungsteno y molibdeno.
El último informe sobre derechos humanos
criticaba la brutalidad del régimen de Karímov, la desaparición de los
adversarios políticos, la tortura y la represión. No cabe duda que ante este
enjambre de intereses de las grandes compañías energéticas en la zona del Asia
Central, Afganistán ocupa un lugar destacado. El modelo de desarrollo
occidental depende del petróleo y del gas natural. A toda costa, a cualquier
precio.
Por eso John Dark, después de integrar el
grupo elite de asalto de las fuerzas norteamericanas en Afganistán y palpar en
carne viva el genocidio que se estaba cometiendo contra asentamientos tribales,
pastores y labradores de ese país, que de guerrilleros o terroristas no tenían
nada, decidió abandonar el ejército.
Salido de una familia norteamericana de
arraigadas convicciones religiosas protestantes -su padre era pastor
presbiteriano, aunque él, en su fuero interno era católico- asqueado de sus crímenes,
de matar a gente indefensa en nombre de la libertad y de su nación en
Afganistán, pidió la baja y se ordenó como sacerdote en Italia.
Fuerte, cimbrado en el dolor más absoluto,
es precisamente en Italia donde conoce a un grupo de monjes estudiosos de Los
rollos del Mar Muerto, papiros sagrados que contienen muchos secretos que el
Vaticano oculta para evitar un cisma dentro de la Iglesia Católica.
El hombre que le concedió un nuevo renacer
fue el cardenal Vittorio Nocerino, alto prelado y parte del grupo de los
poderosos de la Santa Sede. Sutil, a fin de no abrir aún más sus heridas, pero
muy convincente en los argumentos, le hizo abandonar los sentimientos de culpa
que arrastraba. Entender que no había cometido asesinatos, porque cumplía órdenes,
los mandatos de los gobernantes de su país, quienes reclamaban “justicia” por
el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York. Trató de persuadirlo de
que no había matado a sangre fría o con alevosía, sino honrado a su pueblo.
Dark, a fin de congraciarse con las buenas
intenciones del cardenal, le hacía ver que su alma había comenzado a curarse,
pero no era así. No estaba satisfecho. Nunca lo estuvo, pero se dejó llevar por
la expiación que le concedía el cardenal Nocerino. No tenía alternativa. Era el
último refugio que le quedaba para conciliar su alma atormentada.
El veterano soldado estaba defraudado de su
país. No entendía cómo una nación que proclamaba libertad y justicia en casa,
propiciaba, al mismo tiempo, un terrorismo de Estado, sólo por afán de poder y
beneficios económicos.
Advertía que la historia, con débiles
variantes, seguía repitiéndose siglo tras siglos “Ayer fue Afganistán, hoy es
Irak, mañana quién sabe”, se decía. “La codicia mancha de horror y deshonor a
mi país”, se reprochaba con furia. Y luego, en ahogos que sólo se escuchaban en
su profundos interior, gritaba: “¡Hasta cuándo tanta sangre!... ¡Dios castíganos!”.
Sabía que la política emprendida por su país
en los lugares donde era descubierto un recurso natural, siempre era la misma:
por medio de una gran cortina de coartadas atizaba el conflicto entre los
pobladores, ya que en un mundo de fronteras políticas creadas por las grandes potencias,
era fácil que el conflicto tomase un cariz étnico, tribal o religioso. El desenlace
también siempre era el mismo: miles de muertos, desolación, destrucción y éxodo.
Después, sobre la tierra calcinada y
ensangrentada y con los sobrevivientes sin medios de subsistencia, venían las
grandes compañías a imponer el “orden y la paz”.
En lo más profundo de su corazón Dark
albergaba un sentimiento de culpa atroz, aunque a veces trataba de disimularlo
a fin de hacer menos agudo su dolor.
Sabía, porque era un soldado, que había
servido a un país genocida, cruel y sin sentimientos y, por más que quería
apartar esa idea de su cerebro, esta la perseguía como una sombra.
Durante la “Operación Anaconda”, el veterano
guerrero, hoy converso en sacerdote, estuvo ‘cazando’, conjuntamente con
infantes canadienses y combatientes afganos aliados, a miembros de la red terrorista
de Al Qaeda y el Talibán que se habían apertrechado en más de treinta cuevas
ubicadas en los alrededores del Valle de Bagram.
La “Operación” fue un éxito: exterminio y
muerte de civiles.
Dark pertenecía a la Décima División de
Montaña del ejército norteamericano y, por su valentía en combate, recibió la
medalla al valor “Estrella de Bronce” de manos del general Tommy Franks, líder
del Comando Central del Ejército de los Estados Unidos y jefe de las fuerzas
aliadas en Afganistán.
En su cerebro aún retumban las palabras que
el general Franks pronunció cuando le impuso, junto a otros cuatro militares,
la condecoración: “Esto es para ustedes, porque lo hicieron a tiempo, lo
hicieron con un buen plan y con violenta ejecución”, señaló el general,
orgulloso por la matanza, antes de prenderles las insignias en el pecho.
Al dejar el frente y regresar a los Estados
Unidos, Dark hablaba muy poco acerca de la guerra en la que luchó.
En las raras ocasiones que lo hacía, nunca
señalaba a cuántas personas había matado. Se irritaba si alguien le preguntaba
eso.
“Es irrelevante”, expresaba mal encarado a
fin de no hablar del asunto.
De su mutismo se desprendía que fueron
muchas y en forma brutal, tal como es la guerra.
Durante las primeras semanas posteriores a
su regreso de Afganistán, en esas noches que era dominado por el alcohol, su
integridad se resquebrajaba.
Transportado por los recuerdos, le refería a
sus amigos de copas los horrores que sufrió junto a sus soldados en una
incursión que hicieron en el nevado macizo montañoso Shah I Kot, a 30
kilómetros al este de Surmad, al oeste de la cordillera Jarwar, en la provincia
de Logar, donde se creía que estaba refugiado Osama Bin Laden, el líder de la
red terrorista Al Qaeda, abatido luego en una mansión de Islamabad, Pakistán.
Recordaba cada detalle, cada lugar con tal
exactitud geográfica, que parecía que un mapa, con vías, coordenadas y colores,
hubiese quedado tatuado en su cerebro.
Hablaba sobre los impresionantes bombardeos
que estremecieron la tierra en Surmad, donde él y sus compañeros de la Unidad
Aerotransportada 101, vivieron momentos de verdadero terror.
“Los B-52 habían estado lanzando bombas
pesadas toda la noche, por lo que creímos que todo iba a ser muy fácil –contaba
sin soltar una botella de whisky que atenazaba con fuerza en su mano–, pero no
fue así… No fue como los anteriores ataques, donde los renegados morían como
gallinas. Fue diferente… Nosotros éramos más de mil quinientos hombres bien armados…
Ellos se defendían valientemente con cohetes, morteros, metrallas y fuego de
artillería... Comenzamos a caer como venados en plena cacería… –narraba con
pesar–. Muchos murieron…Muchos…–un profundo suspiro lo interrumpió. Luego
empinó la botella, tomó un gran sorbo y continuó–: No sé cuántos… Nunca se
sabrá… ¡El gobierno no dice la verdad sobre nuestras bajas!… ¡Nunca la dice!...
Si no hubiese sido por tres helicópteros Chinook que nos lanzaron municiones y
suministros, la masacre hubiese sido total… –Los sorbos de whisky se convertían
en pausas obligadas, casi necesarias para no estallar en llanto, y proseguía–:
Para nuestra buena suerte, durante la noche llegaron los F-16… Dejaron caer sus
BLUS-118S (bombas termobáricas de destrucción total) dentro de los túneles y
cuevas de los talibanes…”.
Siempre que estaba saturado de alcohol y
rabia, Dark contaba una y otra vez la misma historia sin más variantes que las
pausas, que se debían a los largos sorbos de licor, más que a otra cosa.
Sus amigos se sabían esa historia de
memoria, aunque, a veces, según el número de tragos o estado de excitación, los
recuerdos lo transportaban a un espejismo aún más alucinante, con el que casi
siempre concluía el relato: “Al día siguiente pensábamos que los tendríamos en
nuestras manos, porque la onda explosiva de esas bombas es mortífera… ¡Succiona
el oxígeno de las cavernas y sofoca potencialmente todo lo que está
dentro!…–Miraba a su alrededor para cerciorase que todos sus compañeros le
estaban prestando la atención que él creía merecerse, volvía a llevar la
botella a su boca con desesperación y sin que el trago le terminase de pasar
por la garganta, continuaba–:¡Cada una tiene 907 kilogramos de explosivos y son
guiadas por láser!, por lo que debían matar hasta los piojos de esos desgraciados…
¡Pero no!... Al amanecer ahí estaban, batallando… Nos tuvieron que desplazar a
una zona más segura”, contaba con el rostro descompuesto por el dolor que le
causaban esos recuerdos.
“Muchos quedaron tendidos sobre la nieve…
Sólo tres días después pudimos rescatar los cadáveres… ¡Qué carnicería!... Nos
hicieron lo mismo que nosotros hicimos con sus poblados… Esos políticos de
mierda asquean… ¡No tienen dignidad ni honor!… ¡Son unos criminales!”,
finalizaba lanzando un escupitajo de rabia al suelo.
Ese mismo hombre, el aguerrido ex capitán
del ejército más poderoso del mundo, ahora estaba sólo, sin tropa, ni aviones,
ni soldados y tendido sobre la cama de un oscuro hotel de Ravenna, ciudad
conocida mundialmente por su arte, artistas y los personajes que la han
visitado, vivido o muerto entre sus muros.
Pero no estaba allí por su voluntad, sino
porque había sido escogido entre un grupo muy especial de clérigos para cumplir
con una misión secreta, una misión en la cual el color de las banderas no
tenían sentido y mucho menos las fronteras o el nombre de los países.
Ahora combatía para otro ejército, quizás
tan poderoso o más que el de su país, pero que a diferencia de este realizaba
sus guerras en la sombra, cobijado en el anonimato o, cuando le convenía, en el
esplendor que representada la Iglesia Católica con su ejército compuesto por
centenares de millones de soldados en todo el mundo que luchaban con un arma
más poderosa que mil bombas atómicas: la fe.
Quizás Dark lo ignoraba, pero esa misma
Iglesia, cuando así se lo proponía, podía ser más sanguinaria y mortal que
cualquier ejército del mundo. No hay nación sobre la tierra ni en el universo
que no le tema o que no haya sufrido los rigores de su despiadada crueldad.
Capítulo 10
Rodeado por un grupo de alegres muchachos,
Santiago escuchaba complacido sus impetuosos requerimientos. Vestido de blue jean y franela blanca, estaba sentado
en el borde de una de las escalinatas que conducen a lo alto del cerro La
Bombilla. Había acabado de llegar al barrio, pero antes de proseguir para cumplir
con lo que ese día lo había llevado hasta el lugar, se detuvo para atenderlos.
Atropellándose, los curiosos jovencitos le pedían casi a gritos que les
aclarase muchas de sus dudas sobre la religión.
El día estaba tan inmaculado y claro, que el
cielo, teñido de un brillante azul blanquecino, parecía haber sido proyectado
por un reflector que provenía desde el centro del mismo universo.
–Pastor, ¿por qué nos piden tener fe cuando
estamos llenos de sufrimiento y miseria? –preguntó con firmeza uno de los
jovencitos mientras se frotaba nerviosamente las manos sobre sus muslos.
–Porque sólo a través del sufrimiento se
obtiene la paz y la gloria, joven amigo –precisó Santiago con dulzura mientras
le acariciaba el cabello–. El hombre sin fe se condena a la desesperación, por
eso sufre y siente dolor… La fe, muchachos –afirmó dirigiéndose a todos–, es
más poderosa que cualquier poder que pudiese existir en el universo… Más que mil
bombas atómicas… La fe es el Dios que tenemos dentro de nosotros –expresó con
transparente convencimiento–. Es la fuerza invisible, pero vigorosa, que nos
permite creer aun sin comprender… Vive dentro de nosotros y a nosotros, a cada
uno individualmente, nos toca descubrirla para que llene de gozo nuestras almas…
El que tiene fe nunca perece y es más fuerte que cien hombres –resumió para ilustrar
su idea.
–A veces me cuesta creer lo que dices Iluminado… Sé que eres bueno y que por
aquí todos te quieren… Que curas enfermos… Pero a veces creo que te burlas de
nosotros –recriminó uno de los más mocitos.
– ¿Qué te inquieta?... ¿Qué es lo que te
parece anormal? –preguntó paternalmente Santiago.
–Eso de la fuerza invisible… De creer sin
comprender… Todo me parece una comiquita de televisión… Así como Mazinger Z,
que dice: ¡La fuerza está en mí!
Al escuchar la espontánea ocurrencia del
pequeño, la mayoría de los chicos no pudieron contener las carcajadas. Los más
tímidos se aguantaron por respeto al predicador. Otros torpemente se taparon la
boca, pero era tan enérgica e incontenible su inocente risa, que las manos les
temblaban entre los labios.
–Entiendo… –respondió después que los
muchachos se calmaron–. Entiendo tú angustia, pequeño, pero la verdad sólo se conquista a través de
la fe… El que no tiene fe nada es… Si no tienes fe, nada eres… El guerrero que
no tiene armas ni coraza y carece de defensa, pronto morirá a manos de sus
enemigos… La fe es tú armadura, la fuerza que te hará conquistar al mundo… Sin
la fe nada eres, porque estás de espalda a Dios… Si tienes fe ella te hará
comprender y te dará valor… A través de la fe conocemos a Dios en su infinita
bondad…
– ¿Entonces la fe es como la gasolina que
mueve los carros? –preguntó con socarronería otro de los jovencitos que buscaba
causar juerga entre sus compañeros.
Santiago lo observó y sonrió, pero no le
respondió.
–Si la fe nos guía –continuó–, entenderemos
que el sufrimiento no es tal como lo percibimos, sino una forma de estar más
cerca de la verdad y de Dios… Sin la fe la existencia sería un vil peregrinar
por el mundo, donde nada, ni la riqueza terrenal más opulenta, tendría sentido
o razón… El que no tiene fe está atrapado en la nada –precisó arreglándose un
mechón de cabello que la brisa le posó sobre los ojos.
–Iluminado,
¿qué es la fe?... ¿Dónde está? –se escuchó de pronto una voz ronca y seca.
La interrogante procedía de un hombre que
subía las escalinatas con una mugrienta mochila terciada en la espalda. Su
pálido rostro hablaba de dolor y hambre. Los ojos, de sufrimiento y dolor. Sus
manos, fuertes y callosas, sostenían una abollada vianda de aluminio que estaba
a punto de deshacerse.
–La fe, querido amigo, y lo dije hace rato,
es creer sin comprender… Creer en Dios sobre todas las cosas… Es entender y
cumplir sus mandamientos… El que no tiene fe deambula como sonámbulo en un mundo
donde hasta el placer sería una atormentante alucinación… Es el estar muerto
aún estando vivo…
El fornido mulato que lo había interrumpido
se conmovió por segundos. Lo miró vacilante. De pronto su rostro cambió. Le
sonrió y siguió subiendo cerro arriba, hacia su rancho de cartón, pero ahora
con decisión y fuerza, como si en lo alto lo esperase la misma providencia
divina.
Santiago dejó de hablar y comenzó a observar
mansamente los rostros de los jovencitos.
–El que no tiene fe está atrapado en la
nada…–explicó con convicción–. Sin fe el hombre está atrapado dentro de una
máscara de inexistencia.
El joven predicador parecía ausente,
extasiado. Una tenue paz se palpaba en el ambiente.
Los muchachos escuchaban deslumbrados
aquellas palabras que se les hacían difíciles de entender, pero que, sin
embargo, les producía sosiego y esperanza. Nunca nadie les había hablado así.
Comenzaron a comprender que no todo era pobreza o riqueza, maldad o bondad,
sino que había otro mundo, un mundo paralelo y que si ellos lo deseaban,
podrían alcanzarlo y tenerlo entre sus manos.
La voz de Santiago, dulce y suave, despedía
olor a esperanza, a vida y amor. Los muchachos presagiaban un nuevo horizonte
sin tantos sufrimientos. No obstante, a otros lo absorbían terrenas inquietudes.
– ¡Palabras!... Sólo palabras bonitas, Iluminado, pero con eso no comemos –se
atrevió a interrumpirlo con ironía Juan, El
Remedón, un jovenzuelo de unos veinte años, cuyo martirio en esta vida
comenzó antes de cumplir los tres de edad al recibir de su madre una olla de
agua hirviente en el cuerpo. El pecado cometido: llorar porque tenía hambre.
Aun hoy las llagas de las quemaduras siguen soldadas a su cuerpo como fiel
testimonio de dolor, terror, maldad y sufrimiento.
Santiago entrecerró los ojos con devota humildad.
–Es cierto, tienes toda la razón, chico
–respondió–. Pero no hay que desesperarse, porque Dios proveerá al necesitado…
Dios es amor… Dios es perdón… La vida y la gloria…
– ¿Pero cuándo?… ¿Cuándo será eso? –insistió
receloso Juan, quien en los últimos meses se había convertido en su más
inseparable seguidor.
–A veces, no sé porqué designios del destino,
la ayuda divina parece abandonarnos –contestó dubitativo Santiago.
– ¿Qué debemos hacer cuando eso ocurre?
–pregunto un negrito que estaba recostado de una derruida una plancha de zinc.
–Cuando eso sucede, hay que entregarse a la
oración más interna… Entregarnos al Padre Nuestro –afirmó Santiago con devoción
mientras se hacía la señal de la cruz– porque Él nos dará el pan de cada día. A
veces si sustituimos el alimento de nuestros estómagos por el alimento del
alma, veremos que pronto esa sensación de hambre tenderá a desaparecer.
Tan jóvenes y con tantos pesares sobre sus
vidas, con tantos ayunos obligados y tantas torturas contra sus estómagos, las
aseveraciones de Santiago parecían una burla al destino, aunque no protestaron.
Sólo se miraron entre ellos y después de algunas muecas y uno que otro encoger
de hombros, sonrieron irónicos.
Santiago advirtió el desconcierto, pero nada
podía hacer para confortarlos en ese momento. Su única herramienta era el poder
de sus palabras y la esperanza de que algún día, todos, todos ellos, fueran
recompensados.
–Iluminado,
explícanos… ¿Cómo se puede ser puro sin comer?
–Es una forma de purificarnos, tal como lo
hacen los monjes del Tíbet… Aunque no son cristianos, son místicos entregados a
la oración más profunda, tal como deberíamos hacerlo todos nosotros, los que
nos decimos devotos de Cristo.
– ¿Cómo es eso? … ¡Yo no entiendo Iluminado! –indagó un morenito de ojos
tristes y tan desnutrido que su piel se adhería a los huesos como si fuese una
cubierta de hule.
–Si despiertan la fuerza de sus almas verán
que podrán hacer maravillas. No quiero tapar el sol con un dedo, ni justificar
injusticias… Sé que una de las mayores crueldades del mundo es el hambre, joven
amigo –expresó afligido–. No hay mayor violencia que el hambre…
– ¡Yo lo sé! – afirmó el morenito abriendo
descomunalmente sus ojos negros con tan dramática expresión que parecía revivir
su última pasantía en el infierno.
– ¡Es la peste del siglo!... Tan diabólica y
letal, que cada vez que parpadeamos muere de hambre un ser humano en el mundo.
Niños inocentes, madres parturientas, viejos, hombres y mujeres de todas las
edades y razas, son sometidos a diario a la tortura del hambre en todo el
mundo, tal como la gran mayoría de ustedes… Es tanta la agresión que padecen y
tan irracional esa tortura, que muchos no tienen siquiera la oportunidad de
quejarse antes del último suspiro… Yo, muchachos, como soplo de viento, estoy
aquí para corregir esa plaga… Pero antes debo, por mandato divino, apagar la
soledad de los espíritus y encender nuevamente la llama de la esperanza en el corazón
del hombre.
Las palabras de Santiago penetraban sus
jóvenes almas. Todos estaban hechizados. Era tanta la fuerza que irradiaba sus
ojos, que parecía absorber con ellos el néctar de sus pensamientos más
profundos. No obstante el joven predicador sufría en silencio. Sufría por su
impotencia. Por no poder resolver, de una vez por todas, y prodigiosamente, el
drama de los humildes desposeídos de los cerros. Sentía que el peso del mundo
reposaba sobre sus hombros, pero también sabía que debía esperar. Que el nuevo
renacer estaba por llegar. Que, al fin, después de siglos de espera, el mundo
volvería a reconquistar la espiritualidad perdida. Que pronto los corceles divinos
retumbarían por los cielos para anunciar con mil trompetas celestiales la
victoria del espíritu sobre el diabólico materialismo que empaña y destruye la
bondad en el corazón de los hombres. Que la semilla del amor y el perdón
volverían a renacer. Que nadie, entonces, podría arrebatarle su alegría, porque
le pertenecía como el rojo rubí.
–El milagro de la vida, no es la vida en sí
misma como se cree, sino la muerte, porque sólo a través de ella conoceremos a
Dios, momento en el cual nos será develado el Misterio de la Santísima Trinidad
–expresó con exaltación.
–Eso es demasiado enredado para nosotros, Iluminado –inquirió Raquel, una bella
adolescente que poco antes se había incorporado al grupo.
Era la misma jovencita a la que Santiago le
sonrió durante su último sermón en La Bombilla.
–Si tú crees que Dios es uno, haces bien.
También los demonios lo creen, y tiemblan… Pero sólo a través de la fe
encontrarás una explicación a mis palabras. Sólo la fe te dará el don de
comprenderlas… No soy yo el indicado para esclarecer lo que está destinado a tu
corazón…
–Pero, pastor –interrumpió burlonamente un
flacuchento mozalbete–, dime entonces porqué nacemos, si la alegría de la vida
está en la muerte.
–Nosotros, los humanos, los moradores de la
tierra, vivimos en el Vestíbulo del Purgatorio –explicó mirando a Raquel, quien
se había sentado justo frente a él–, donde aún persiste la maldad y únicamente
después de la muerte conoceremos la verdad absoluta… El mundo –dijo luego de un
enérgico suspiro– nuestro mundo, no es tal como lo percibimos en el
espacio-tiempo a través de los sentidos, ya que encima y debajo de nosotros hay
otros mundos, a los que no vemos, pero sí intuimos a través de la imaginación
que nos fue legada desde el principio de los principios, y a la que llamamos
otra dimensión, la cual no será de sufrimiento sino del goce celestial más
puro… La muerte no es el fin, sino el comienzo –sentenció agitando las manos
para ayudarse a comprender.
Pese a su esfuerzo, a la afanosa explicación,
lo muchachos movieron la cabeza de un lado al otro indicando no entender.
Un bello araguaney
enclavado en lo alto del cerro, mostraba orgulloso sus espléndidas flores
amarillas. Su brillo era tan intensamente hermoso, que le daba gracia y
apariencia de pesebre incultivado a los destartalados ranchos que con sus
techos de zinc y paredes de cartón se erguían en el cerro como un monumento a
la miseria. ¡Bucólica imagen donde la sublime hermosura se viste de luto y
dolor!
Santiago era parte de esa escenografía y con
sus palabras conjugaba miseria con amor y sentimientos puros. Extraña mezcla.
Sin embargo, brindaba un efecto reconfortante entre los humildes pobladores del
barrio.
–“Venid conmigo y os haré pescadores de
hombres”, le dijo Jesús a Simón, el llamado Pedro, y a su hermano Andrés
mientras caminaba junto al Mar de Galilea… Estos dejaron todo y lo siguieron. Y
yo les digo lo mismo a ustedes… ¡Síganme en su bondad y en sus acciones, porque
pronto se revelará la Verdad Suprema!
Santiago había comenzado a relatar un
versículo del Evangelio de San Mateo, pero súbitamente cambió el rumbo de su discurso.
–Recuerden muchachos, y grábenlo muy bien en
sus memorias: el cristiano vive en las aguas del bautismo, es decir en la
gracia del Espíritu Santo. El cristiano que se aparte de esa agua muere
interiormente y poco a poco… Se deshace como ser y como persona…
–Yo no creo en eso –interrumpió Raquel
respingando su pequeña y bien delineada nariz–. Los ateos y los comunistas
andan por ahí y nada les pasa… Siguen viviendo, pecando y muchos de ellos
robando y hasta matando, sin que nada les suceda.
–Igual como el pez muere al salir del agua,
el cristiano muere si se deja seducir por la mente del mundo –le contestó
obviando su argumento y, dirigiéndose a todos, agregó–: No busquen entender,
sólo tengan fe y cuídense mucho, porque no quiero perderlos de mí rebaño
–sugirió presintiendo que no todos los que estaban esa allí tarde, con él, lo
acompañarían el día de la exaltación.
–Palabras, sólo palabras, Iluminado, pero todo sigue igual –atajó
Raquel arrogante e incómoda–. El tiempo pasa y las injusticias siguen.
Entonces, ¿por qué creer y a quién creer?... ¿A quién?... A mí me parece que
todo esto es un espejismo, una farsa… Hasta nosotros mismos somos un espejismo…
–Así como uno no se da cuenta que la tierra
gira debajo de nuestros pies en todo momento, de la misma forma el ser humano
no se percata de la oscuridad y confusión en la que vive… Sólo hay que buscar
la luz que hay dentro de nosotros y al encontrarla hallaremos a Dios. No hay
otra forma… Sin fe no somos nada, porque…
–Creo en Dios, pero eso no me sirve de
mucho –interrumpió otra vez, pero en tono retador, la hermosa joven. Pese a las
privaciones y su pobreza, Raquel poseía una distinción poco común entre la
gente del barrio–. Mi fe nunca ha sido corrompida, pero si mi esperanza… Basta
con mirar a nuestro alrededor… ¡Mira!... ¿Qué ves?... ¿No te das cuenta?... ¡Esta
es la realidad!... ¡Mira!... ¡Mira a tu alrededor Iluminado!... ¿Es qué acaso no ves la miseria?... ¿No la ves?
–soltó con disgusto e impotencia al percibir que sus observaciones no eran
tomadas muy en serio por aquel piadoso y apuesto predicador que desde hace
meses se había transformado en el guía espiritual del barrio.
–No
creas que estoy ciego, pero hay que esperar… –contestó sosegado–. Recobra tú
esperanza y únela a la fe y serás invencible ante los ojos de Dios.
–No es tan fácil… Son palabras… Sólo
palabras que al final no sirven para nada cuando no se tiene siquiera un pedazo
de arepa para comer ni agua limpia
para beber.
–La fe proveerá, bella e inquieta jovencita
–respondió Santiago sonriéndole a fin de contener sus arremetidas, las cuales
podrían causar más confusión de la que existía entre los otros jóvenes
presentes.
–Lo sé, pero a veces me desespero… ¡Estoy al
borde!... Disculpa, no era mi intención molestar –reconoció bajando la guardia
y devolviéndole la sonrisa.
–No creas que no sé por lo que están
pasando… No sólo tú, sino todos… Aquí y en otras partes… Por eso he venido.
Para aplacar sus penas y brindarles una esperanza… Lo mismo hago en otros
barrios… Todo es tan difícil y complicado… Por ahora son sólo palabras… ¡Lo
sé!... Pero pronto vendrán los hechos, la revelación que nos liberará…
–Iluminado, ¿vendrá Jesucristo?… ¿Volverá a la Tierra?... Mi tía dice
que sí… Que si vendrá. ¿Es verdad o mentira?…–interrogó el más chico del grupo,
un muchachito que no conocía otro mundo más allá de aquel lugar poblado de
miseria, ranchos de cartón y hojalata y que en vez de calles o avenidas tenían
largas escalinatas que como serpientes sin cabeza surcaban los cerros.
– ¡Sí!… Ya está con
nosotros en La Eucaristía, en la oración… Es cierto pequeño amigo, vendrá
pronto… No desesperes y escucha a tú tía… Muy pronto se materializará… ¡Vendrá
lleno de gloria y poder para clausurar la historia y juzgar a vivos y muertos!…
–No entiendo… Eso es muy
complicado… –replicó el pequeño.
– Lo sé… Yo sólo soy un
mensajero –sentenció Santiago como si frente a sus ojos tuviese la visión de
una imagen divina–. Pero cuando venga el Consolador, él dará testimonio acerca
de mí –concluyó con regocijo.
Capítulo 11
John Dark daba los últimos toques a un
bigote postizo rubio que momentos antes se había adherido con un pegamento especial.
Estaba frente al espejo, en la sala de baño,
presto a salir del hotel de Ravenna.
Vestía un traje de discreta confección color
gris plomo. Debajo de este, y con los botones abrochados hasta arriba, una chemise negra completaba su nuevo atuendo.
Sobre el lecho, dentro de una voluminosa
bolsa plástica, asomaba parte de la sotana que endosaba la noche anterior.
Miró el reloj. Las agujas marcaban las nueve
y treinta de la mañana.
Se dirigió hacia la cama, tomó una pequeña
valija que estaba sobre ella y el envoltorio con su traje sacerdotal. Dio un
último vistazo a la habitación a fin de cerciorarse de que no había olvidado
nada, fue hacia la puerta, giró la perilla y salió escaleras abajo.
Una vez en la calle caminó sin parecer tener
prisa ni norte preciso, aunque su mirada estaba alerta y en busca de algo
determinado.
Cerca de Piazza del Popolo, en un gran
depósito de basura que estaba alineado junto a otros similares al costado de un
frondoso árbol, echó la bolsa con el hábito monacal y prosiguió a pie hasta
llegar a una transitada intersección.
Con la vista fija en la avenida esperó unos
instantes en la acera. Al primer taxi libre que vio pasar, le hizo señas de
detenerse. Se subió y, en perfecto italiano, como si fuese su lengua natal, le
indicó al conductor que lo llevase al aeropuerto Guglielmo Marconi, en Bologna.
Aunque la distancia era considerablemente
larga, John tenía el tiempo calculado con precisión militar. Sabía que el avión
que pensaba abordar no partiría sino hasta las tres y media de la tarde, por lo
que tenía tiempo de sobra para estar antes de la hora prevista en la Terminal
aérea.
Se relajó en el asiento trasero y distraído
se puso a observar el paisaje que pasaba velozmente ante sus ojos a medida que
el auto avanzaba por una amplia autopista.
Atrás dejaba a Ravenna y a la majestuosa
belleza natural que circunda a la ciudad que inspiró a Dante, Bocaccio y Bayron.
Pasado el mediodía, el taxi se detuvo frente
a la puerta principal del aeropuerto. Dark, disculpándose por no tener monedas
de baja denominación le pagó con un billete de doscientos euros y le dijo que
se quedase con el cambio, por lo que el agradecido conductor le brindó toda
clase de lisonjas y agradecimientos.
Al llegar a la taquilla de la British vio
que pocas personas esperaban para ser atendidas. Se puso en fila y al llegar su
turno sacó del bolsillo interior de la chaqueta el boleto y pasaporte y se lo
extendió al empleado de la línea aérea. Después del chequeo de rutina, este se
lo devolvió y le anunció que su vuelo a Caracas tenía demora de una hora debido
al mal tiempo reinante en el aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, en Venezuela.
Debido a la demora, Dark, sin otra
preocupación por el momento, entró al primer bar del aeropuerto que encontró a
su paso.
Sentado en una de las mesitas del local,
estuvo absorbiendo con calma toda la cantidad de whisky que le permitió el retraso.
Al oír por los parlantes anunciar el número
de su vuelo y puerta de embarque, pagó y se dirigió hacia ella.
Después del despegue John permanecía todavía
con el cinturón abrochado observando por la ventanilla. Veía con infantil
embeleso como las nubes se deslizaban en las montañas del cielo. En su mano
sostenía el escocés que la azafata le había servido momentos antes.
Sosegado, recostó la cabeza del respaldar y,
con el vaso plástico lleno de whisky, se puso a pensar en la guerra, en sus
tiempos de luchas en Afganistán y en lo absurdo que había sido todo.
En su mente bullían muchas interrogantes.
Las que más le turbaban estaban aderezadas de terror, conspiración y muerte.
Aunque vacilante, siempre que tenía un
momento de reflexión o cuando el alcohol lo libraba temporalmente de deberes
patrióticos o monacales, se atrevía a repetírselas: “¿El atentado contra Las
Torres Gemelas fue un acto terrorista producto de la ira de un grupo
fundamentalista o la confabulación de varios estados terroristas?… O de
sectores manipulados y dirigidos por oscuros intereses… ¿Habrá sido, por el
contrario, un golpe protagonizado por poderes armamentistas y petroleros
ligados al gobierno y urdido dentro de los mismos Estados Unidos?”.
Y de esas nacían otras, igualmente
perturbadoras: “¿O todo fue producto de una gran coartada del gobierno para
afrontar la gran hecatombe económica que se avecinaba?… ¿O una mezcolanza de
intereses económicos para justificar la guerra y la destrucción?... ¿Por qué
meses antes del atentado los Estados Unidos desató una guerra mediática a nivel
mundial con el objeto de desacreditar al Talibán y sus costumbres? ¿Preparaban
el terreno para la otra guerra, la de muerte, ruina y ocupación de la nación afgana?
En sus reflexiones Dark no exoneraba a los
terrorista islámicos y a su líder, el multimillonario saudí Osama Bin Laden,
quien paradójicamente, mucho años antes, durante la invasión soviética a Afganistán
fue aliado de los Estados Unidos y era espía de la CIA contra los rusos.
Dudaba, tenía grandes y sustentadas dudas
sobre el porqué de la guerra y sus verdaderas motivaciones, pero al final, al
no encontrar repuestas lógicas, les atribuía toda la culpa a Bin Laden y a su
ejército mercenario.
Aunque no tenía de pruebas para develar una
conspiración interna propiciada por su propio país, de una fuente muy
confiable, Dark se enteró que mucho, pero mucho antes de comenzar la Operación
“Libertad Duradera”, la gran batalla contra el Talibán, el gobierno
norteamericano había suscrito un acuerdo secreto con la Alianza Norteña, el
grupo afgano aliado e incondicional a los Estados Unidos. En el convenio, como
punto central, se prometía ayuda militar y dinero para la reconstrucción del
país una vez terminada la guerra, la cual sería corta, a cambio de vía libres
para los oleoductos que las transnacionales norteamericanas trazarían desde
Uzbekistán.
El tratado se concretó cuando, por presiones
norteamericanas, se nombró como presidente de Afganistán a Hamid Karzai, en ese
entonces líder del gobierno interino y controlador absoluto del loya jirga, el consejo tribal de esa
nación.
De tener fundamento esas conjeturas, se
habrían seguido al pie de la letra todas las recomendaciones hechas en el
Informe Maresca.
Pero las dudas de Dark rasgaban una realidad
aún más profunda y ciertamente aterradora. Sospechaba que el asesinato de Abdul
Rahman, Ministro de Aviación y Turismo del nuevo gobierno afgano en el interior
de un avión a manos de cinco miembro de las fuerzas militares de la Alianza Norteña,
había sido planificada por la CIA debido a que habían fundados indicios de que
Rahman no era lo que aparentaba ser, sino un agente infiltrado de Al Qaeda y la
persona que espiaba a favor del ahora fallecido Bin Laden y de su
lugarteniente, el Molá Mohammad Omar. Este último considerado el gran estratega
de la resistencia Talibán y conocido por los servicios secretos de occidente
como El hombre sin rostro, ya que se desconocen sus facciones, edad precisa
y de qué país islámico es nativo. Sólo se sabe, o creen, que era el segundo de
Bin Laden, que su barba es cana y usa lentes oscuros.
Hasta los momentos la inteligencia
norteamericana únicamente ha podido obtener una foto, bastante desenfocada, que
presumen corresponda al Molá Omar.
Hace mucho tiempo Dark sabía que su país no
jugaba limpio en los juegos de la guerra, que muy poco les interesaba las vidas
humanas o la aniquilación de pueblos enteros si de ello dependía su poderío
económico y de imperio sobre toda la humanidad, aunque la respuesta, a través
de la guerra, fuese un acto criminal.
Un día, con la guerra en plena efervescencia
y mientras se encontraba en Kabul, Dark conoció a Alberto Cairo, un médico
italiano que dirige un hospital convertido en centro de rehabilitación de la
Cruz Roja Internacional y a quien los lugareños llaman cariñosamente “La Madre
Teresa de Kabul” debido a su abnegación hacia los enfermos y heridos de guerra.
Éste le contó que casi todos los días
recibía a más de trescientos pacientes, la mayoría mutilados por las minas
antipersonales lanzadas desde los aviones norteamericanos, las cuales se habían
convertido en un verdadero flagelo en esa nación. “Esas minas no sólo están
matando a hombres, sino a mujeres y niños”, le confesó el médico consternado.
Dark estaba ese día ahí porque había sido
comisionado, junto a otros seis oficiales de mayor rango, a realizar una
inspección en el hospital ortopédico.
Durante el recorrido, el cual hicieron
conducidos por Cairo y otros médicos, un anciano delgado, alto, de barba larga
y blanquecina, ataviado con la vestimenta típica de la región y con un
desteñido turbante color vino tinto sobre su cabeza, se le fue acercando
disimuladamente.
Avanzaba ayudado por un par de muletas
porque su pierna izquierda había sido amputada un poco más arriba de la
rodilla. Cuando estuvo al lado de Dark, a fin de que los otros oficiales no lo
entendiesen, en dari, dialecto que
sólo hablan en Kabul, le dijo: “Esto –indicó mostrándole la pierna mutilada–
fue por servir a tu nación”. Luego miró por sobre su hombro y con sigilo
agregó: “Duncan, tengo información vital para usted. Véame mañana, a las dieciséis
horas, en la entrada norte de la Mezquita Azul”.
Extrañado, Dark le contestó, también en dari, que se había equivocado de hombre.
Que él se llamaba John Dark y que no conocía a nadie en su regimiento con el
nombre de Duncan.
Mientras trataba de convencer al anciano de su
confusión, uno de los oficiales de la comitiva que supervisaba el hospital
requirió su presencia, por lo que Dark giró instintivamente hacia el sitio de
donde provenía la voz.
Sin moverse del lugar apenas cruzó un par de
palabras con su compañero de tropa. Cuando volteó para reiniciar la
conversación con el anciano, éste había desaparecido entre la hilera de camas y
la procesión de parapléjicos que se arrastraban ayudados por bastones y muletas
dentro de la sala hospitalaria.
Cómo sabía aquel hombre que tanto él como su
pelotón estarían al día siguiente en Mazar-i-Sharif, donde está la Mezquita
Azul, a más de 300 kilómetros de distancia de donde se encontraba en ese momento,
nunca se enteró. Esas órdenes, la de trasladarse a Mazar-i-Sharif, estaban
cifradas y su alto mando se la había comunicado solo pocas horas antes.
Al otro día, muy temprano, llegó a la ciudad
y sus intenciones eran las de no moverse del cuartel. No obstante en la tarde,
impulsado por la curiosidad, cambió de parecer y decidió acudir a aquella
extraña cita, aunque llegó minutos más tarde de lo indicado.
Cuando estuvo frente a la Mezquita Azul,
conocida como la Tumba de Alí, sitio de oración de los musulmanes chiítas, un
alboroto inusual en la zona atrajo su atención. Poco a poco se fue abriendo
paso entre la multitud que estaba formando un círculo junto a algo que no
alcanzaba a ver. Sólo escuchaba voces de pesar y maldiciones.
Inquieto, apartó de un empellón a un barbudo
cincuentón que tenía los dientes destruidos de tanto mascar goma de tabaco.
Bajó la vista y sobre el piso vio, rodeado por un charco de sangre cuyo color
comenzaba a cambiar de rojo en ocre desteñido debido al penetrante sol y al
calor, al anciano que lo había abordado el día anterior en el hospital de
Kabul.
Yacía en el suelo degollado. Tenía una de
sus manos cerca de la boca. Parecía que alguien, deliberadamente, se la había
puesto en esa posición en una suerte de ritual. El cuerpo, según apreciación de
los curiosos, fue arrastrado y volteado por sus asesinos con la cara en
dirección a la Meca, igual que sus muletas, signo inequívoco de que había sido
ajusticiado.
A lo lejos, el plañidero silbido de sirenas
indicaba que varios autos patrulla se acercaban a toda velocidad a la mezquita.
Aunque estaba vestido de civil, Dark se
apartó del grupo lentamente a fin de no llamar la atención y se escabulló del
lugar, corazón de luchas y disputas tribales entre los musulmanes y reino de
traficantes y asesinos.
Capítulo 12
En la tarde Figueroa se comunicó con la
Misión y le relató a Serafino sus logros. Al finalizar le dijo que, muy a su
pesar, debería regresar de inmediato a San Felipe.
El monje le pidió que se quedase. Que
solicitara un permiso indefinido en el hospital, porque su presencia en Caracas
era de vital importancia. Tenía ubicado a Santiago. Conocía de cerca sus
características físicas, por dónde se movía, de qué hablaba, a qué grupo de
personas se dirigía y los barrios que frecuentaba.
Del otro lado del auricular el médico lo
escuchaba con atención y respeto, pero con deliberada obstinación se resistía a
las peticiones del prior.
Cada palabra de Serafino, cada exigencia del
monje, sonaba en su mente como el retintín de una caja registradora. Pensaba
que si por el caso de María Coromoto, por atender aquel parto de forma
“discreta y silenciosa” le había pagado seis millones, otro tantos, o quizás
muchos más, podría sacarle por este asunto que tanto le inquietaba y que
parecía ser todavía más importante.
–Mis gastos son elevados, padre.
Difícilmente podré quedarme un día más aquí. Me encantaría, pero no puedo
–argumentó astuto–. Mi maleta está lista y, si Dios quiere, pasado mañana salgo
para allá –comunicó decidido, aparentemente inflexible, pero calculando cada
una de sus frases.
Conociendo de antemano la codicia del médico
y en lo truhán que se convertía cuando sabía que tenía ventaja sobre algo,
Serafino se comprometió en transferirle de inmediato una considerable suma de
dinero a su cuenta bancaria, prometiéndole que, concluido su encargo,
duplicaría esa cantidad.
–Este no es un trabajo común y corriente,
Figueroa. Tus servicios van en beneficio de la Iglesia y el pueblo de Dios
–concluyó el prior a fin de hacerle entender que estaba haciendo algo correcto
y honorable.
Aunque seducido de inmediato por la
irresistible proposición, el hábil médico aparentó restarle importancia a la
cuestión del dinero con la intención de sacarle aún más provecho a la
situación, de exprimir hasta el máximo aquella oportunidad, la cual raramente
se le volvería a presentar en todo lo que le restase de vida.
Con el auricular adherido a la oreja y como
si la bocina fuese el micrófono de una emisora de radio, Figueroa comenzó un
discurso apasionado sobre los casos y los pacientes que tenía en el hospital, a
quienes, decía, de ninguna manera podía abandonar. Que esa gente humilde lo
necesitaba. Que él era como un padre para ellos. Que era cuestión de ética profesional
y no de dinero.
Con cada palabra que pronunciaba su
histrionismo aumentaba en vigor y decisión.
Poco a poco su discurso se fue apagando al
percibir el desespero que el monje comenzaba a demostrar del otro lado del hilo
telefónico.
Serafino era un zorro viejo y lo conocía muy
bien. Sabía que aquellos argumentos hubiesen sido totalmente válidos si se
tratase de otra persona, pero no en el caso de Figueroa.
–Patrañas, Figueroa… Sabes que te conozco
muy bien… Sé que siempre que puedes te escapas del hospital y te vas de
parranda con alguna mujerzuela… Deja de parlotear y chequea esta tarde tu
cuenta… Seguro que se te alegrará el día y se te olvidarán tus pacientes.
El prior fue tan contundente que al médico
no le quedó más remedio que aceptar.
–Que conste, padre, que lo hago por la
Iglesia… Porque soy un cristiano devoto y no por dinero –advirtió sumiso.
–Está bien, hombre… Por lo que sea, pero
hazlo. Busca la manera de convencerlo y traerlo hasta aquí –afirmó resignado el
monje antes de colgar.
Pese a la confianza que había depositado en
Figueroa y el dinero que estaba invirtiendo en aquel “encargo”, Serafino
ignoraba que éste sabía el lugar exacto dónde vivía El Iluminado. Adrede el médico había obviado revelárselo. Esa era
una carta que se reservaría para posterior beneficio.
Después de concluir la conversación con el
prior, Figueroa tomó el móvil y llamó a su hijo Basilisco para que lo
acompañase esa noche al teatro, invitación que el joven aceptó a regañadientes.
Basilisco, quien desde hace algunos años se
había residenciado en Caracas, era el único hijo de Figueroa. Fue el producto
de su fallido matrimonio con Hidra Pérez Mago, una despótica mujer descendiente
de una humilde familia campesina que de la noche a la mañana se convirtió en
adinerada terrateniente debido al abigeato, remarca de ganado y otros delitos.
Hidra, por azares del destino, nació en un esquelético palafito que se
levantaba, junto a una veintena más, sobre las aguas de Santa Rosa,
destartalado caserío enclavado en las márgenes del Lago de Maracaibo. El
infortunio y el acecho de la justicia habían llevado hasta allí a su padre,
quien en ese entonces tenía su centro de operaciones delictivas en Ureña, en
los límites de la frontera colombo-venezolana, en el estado Táchira, y era buscado
por las autoridades locales bajo la acusación de abigeato y contrabando de
ganado desde Colombia.
En ese refugio, tanto ella como muchos otros
miembros de la familia Pérez Mago y la banda, permanecieron hasta que todo el
alboroto que se suscitó en torno a su captura se fue disipando.
Cuando el asunto fue totalmente “olvidado”
gracias a las jugosas sumas de dinero que tuvo que pagar su padre para contener
el voraz chantaje de jueces y funcionarios policiales para que el expediente
del caso fuese “archivado y enterrado”, regresaron al hato “Los gavilanes”, en
Yaracuy. Ahí su progenitor era accionista principal y mandamás de una gran
central azucarera. Además poseía inmensos sembradíos de naranja, sin contar
otras grandes extensiones de tierra donde pastaban más de tres mil cabezas de
ganado, cerdos y otros animales.
Hidra Pérez Mago, delgada, de tez
aceitunada, ojos achinados y poseedora de una de exótica hermosura, presumía
erradamente que debido al poder y a la supuesta impunidad que le otorgaba la
fortuna de su familia, podía insultar y avergonzar a mansalva a Figueroa frente
a su hijo Basilisco. Era la humillante constante de la relación. En su
arrogancia consideraba a su esposo un ser sin valor, un bueno para nada, por
carecer de bienes y riqueza, aunque era un hombre inteligente y poseedor de una
cultura superior a muchos en esas tierras de cuatreros y bandidos. Desgraciadamente,
debido a la perniciosa influencia de Hidra, las relaciones con su hijo siempre
estuvieron signadas por la tirantez, que rayaba en un sórdido irrespeto a la
autoridad paterna. No obstante, Figueroa almacenaba en Basilisco un amor
incomprendido y desolado. Soportaba estoicamente sus insultos y humillaciones,
perversiones que desde niño le habían sido inculcadas con odio profundo por su
propia madre.
Por ello, siempre que tenía un motivo que
podría engrandecerle ante sus ojos, lo buscaba, de ahí la invitación que le
hizo al teatro. Quería presumir ante él la responsabilidad que le habían
encomendado los monjes. Pero, más que nada en el mundo, quería intentar, otra
vez, reconquistar su amor, un amor que sabía perdido, pero no irrecuperable.
Sus esfuerzos eran honestos. Era el único
ser en el mundo que llevaba su sangre y, no obstante, éste le prodigaba un odio
cruel. Eso lo atormentaba. No entendía en qué había fallado, aunque sabía que
gran parte de la culpa, de la animadversión de su hijo, la tenía Hidra, quien
con el pasar del tiempo pagó con creces todos sus pecados.
El desprecio de Basilisco impulsó a
Figueroa, quizás a través de una suerte de conducta inconsciente o tal vez con
deliberada intención, a no tener más hijos después de su divorcio de Hidra.
Su experiencia matrimonial fue tan
traumática, que jamás pensó en casarse de nuevo. Aunque por su vida pasaron
otras mujeres, muy hermosas y de amor genuino, siempre, instintivamente, buscó
ahuyentarlas. Escapaba de ellas despavorido y en forma inexplicable. La idea de
otro matrimonio lo flagelaba tanto mentalmente, que de sólo imaginarlo caía en
una abismal depresión.
Consultó con colegas psiquiatras, pero estos
nada le hallaron.
“¡Estás muy bien, chico! –le decían–.
¡Gracias a Dios no tienes nada! Tú mente funciona bien, no así la de tu esposa…
Lo único que tienes es una depresión post divorcio, pero eso es normal. ¡Pronto
estarás bien!”.
Siempre que recordaba esas palabras u otras
semejantes, enardecía. “¿Cómo voy a estar bien si le tengo terror a una
relación estable?… ¿Cómo voy a estar bien si le temo al amor?”, se preguntaba.
Después de andar de aquí y allá, de tener
una que otra aventura, Figueroa comenzó a despreciar al sexo femenino.
Llegado un momento, siquiera frecuentaba
prostitutas, prefería masturbarse antes que estar con una mujer. Su trauma era
serio y, por supuesto, sus amigos psiquiatras totalmente errados en sus diagnósticos.
Su aversión a las mujeres la trasladó a un
frenético afán de reconocimiento, tanto en su campo, la medicina, como en
cualquier situación que se le presentase y que él consideraba propicia para
alimentar su ego.
Por ello abrigaba la esperanza que ahora,
cuando Basilisco estaba por cumplir los veinticinco años de edad, podría
reconquistarlo. Que la época sombría de la niñez y la adolescencia habían
pasado. Que el joven ya tenía la suficiente madurez para discernir sobre el bien
y el mal, mucho más ahora que estaba lejos de la perversa influencia de la
madre, quien con su infamante desprecio, su absurdo insulto a la cordura, había
infectado su espíritu desde la infancia.
Basilisco era un hombre apuesto, tan altivo
y pretencioso como su padre, aunque heredero de los rasgos indígenas de la
madre, los cuales se evidenciaban en sus ojos rasgados de mirada gélida e
impenetrable. Parecía que en su esencia no tenía cabida fragilidad ni
sentimientos, aunque, cuando se proponía transmitir dulzura, lo lograba en
forma impecable.
Cerca de las ocho de la noche Figueroa se
paseaba impaciente por los alrededores de las escaleras mecánicas que dan
acceso a la Sala Ríos Reyna del
Teatro Teresa Carreño, en Los Caobos.
Durante esos días se desarrollaba en Caracas
el XIV Festival Internacional de Teatro y esa noche se presentaría el grupo
“Berliner Ensemble” con su obra Der
aufhaltsame aufstieg des Arturo Ui (La
resistible ascensión de Arturo Ui), de Bertolt Brecth. La pieza, dirigida
por Heiner Müller, escenificaba una sátira ambientada en la Chicago de 1920, en
la que un ambicioso y despiadado gangster servía para ilustrar la historia del
ascenso de Hitler al poder y el nefasto crecimiento del nazismo.
De improviso, el médico sintió una suave
palmadita sobre el hombro. Al voltear vio a Basilisco, quien estaba acompañado
por otra persona.
– ¡Hola, doctor! –saludó irónicamente
menospreciando su condición de padre.
– ¡Hijo, qué alegría!... ¡Dichosos los ojos
que te ven!... ¡Acércate para darte un abrazo! –pronunció Figueroa
evidentemente emocionado y con el rostro iluminado de felicidad.
–Te presento a Fernando Lisias, un buen
amigo mío, Comisario de la DIBISE –contestó esquivo, haciendo caso omiso al
regocijo de su padre.
Figueroa, sin apartarle la vista, extendió
la mano y saludó al extraño. Luego, con excitación, ya que tenía más de dos
años sin verle y apenas sabía de él a través de esporádicas llamadas
telefónicas.
– ¡Qué placer verte, hijo!... –expresó con
dulce sinceridad– Sigues
creciendo cada día más... ¡Ni te imaginas la felicidad que siento! –exclamó orgulloso, mientras lo examinaba de arriba abajo.
Sin contenerse, lo tomó por los hombros, lo
acercó contra su cuerpo y lo abrazó con cariño.
–Eres un muchacho muy apuesto… Tan hermoso
como tú madre –aseveró en tono complaciente sin soltarlo.
– ¡Gracias!, pero no es para tanto
–respondió hosco y apartándolo con un ademán, agregó–: Sólo vamos al teatro,
nada más… Conmigo traje a este experto –dijo señalando a Fernando–, quien es
todo un actor frustrado, pero gran conocedor de las artes escénicas, aunque su
trabajo en la DIBISE supera toda ficción y arte.
–Muy bien, hijo, pero tenemos un problema
–atajó Figueroa a fin de evitar disertar sobre las actividades policiales de su
amigo–. Sólo tengo dos boletos y somos tres –dijo sacando los ticket del bolsillo de su chaqueta.
–Eso no es ningún inconveniente para un
hombre como Fernando. Su placa es milagrosa… Abre puertas instantáneamente
–precisó arrogante.
Y, ciertamente, era así. DIBISE corresponde
a las siglas de la Dirección de Inteligencia, Seguridad e Investigaciones Especiales,
la temida y bien armada policía política venezolana. Una especie de GESTAPO
tropical, pero con la variante de que está plagada de asesinos, los cuales
gozan de total impunidad y obran a espalda de la ley amparados por los grandes
jerarcas del gobierno. Con ellos nadie está seguro, siquiera los mismos
miembros del régimen.
Solventado el contratiempo de los tickets, los tres hombres entraron al
teatro y se sentaron uno al lado del otro en la fila D, en el patio.
Estuvieron callados, observando la obra un
buen rato y leyendo incómodamente la traducción que se hacía del alemán al
español en una pantalla en forma de cinta ubicada en la parte superior del
escenario, la cual se iba moviendo y cambiando a medida que los actores decían
sus parlamentos.
Durante el primer intermedio, con el tedio
reflejado en sus rostros, salieron a fumar y comentar las escenas que habían
visto hasta ese momento. Cada quien tenía su propia opinión sobre la obra, pero
en una sola cosa eran unánimes: ¡No les gustaba para nada!
Argumentaron que era muy pesada y que, lo
más torturante, era leer la traducción, por lo que decidieron no reingresar a
la sala.
– ¡Eso
es para locos!... La obra dura dos horas y cuarenta y cinco minutos… ¡Es una tortura!...
Yo no vuelvo a entrar a la sala ni amarrado –espetó Basilisco mientras
estrellaba la colilla de su cigarrillo contra el suelo.
–Te apoyo, amigo –ratificó Fernando–. ¡Esa
obra es para dementes!... Yo ya tengo suficiente con todos esos locos fanáticos
que andan tratando de desestabilizar al régimen –enfatizó dándole gran
importancia a su trabajo en la policía secreta.
– ¡Está bien!... Está bien… Estoy totalmente
de acuerdo con ustedes… Pero como la noche es joven y larga, los invito a tomar
unos tragos –afirmó con comedida sonrisa Figueroa a fin de enmendar aquel
fiasco al que los había arrastrado.
– ¡Espero que no se te ocurrirá meternos en
cualquier cuchitril de mala muerte! A nosotros nos gusta lo bueno, lo mejor…
–advirtió sarcástico Basilisco.
– ¡Escojan ustedes el lugar!…Ya les dije, yo
invito. Conozco muy poco Caracas y no sabría dónde llevarlos –contestó el
médico con fingida modestia encogiéndose de hombros–. Pero eso sí, ¡yo pago!
–remachó categórico.
–Entonces, ¿qué estamos esperando?… ¡En
marcha! –apuró risueño Fernando.
En realidad, tal cortesía no obedecía a
ningún acto espontáneo, mucho menos benévolo de Figueroa, ya que de antemano, horas
antes de salir hacía el teatro, tenía proyectado invitar a su hijo a un bar
cuando finalizase la función. No obstante, los acontecimientos se adelantaron.
Tampoco la invitación era del todo social.
Tenía un cariz humano. El médico quería aprovechar la ocasión, la cual muy poca
veces se le presentaba, para revelarle a su hijo la importante misión que le
habían encomendado desde la Misión de San Felipe.
Desde que Basilisco era niño, esa necesidad,
esa profunda motivación interior de sentirse respetado y exitoso ante sus ojos,
estaba cosida a su sombra.
¿Culpa, expiación, amor, dolor, sentimiento
puro o simplemente rabia e indignación por no lograr lo que quería alcanzar?...
O, quizás, un poco de todo ello. ¿Quién sabe? Sólo su misteriosa mente podía
develar ese enigma. Posiblemente nunca se sabrá, ya que siquiera en confesión
Figueroa hablaba de ello.
A veces, cuando los monjes le preguntaban
por su hijo, éste les respondía con monosílabos o simplemente no contestaba.
Pronto decidieron el sitio donde beberían
los tragos. No quedaba tan lejos de donde estaban, por lo que todos estuvieron
de acuerdo.
Figueroa propuso trasladarse en un sólo auto
ya que no tenía sentido separarse y así “podremos hablar por el camino”,
argumentó. Aunque la idea no fue del total agrado de Basilisco, al final éste
accedió.
Al llegar al estacionamiento, ubicado en el
sótano del teatro, los dos jóvenes quedaron deslumbrados ante el lujoso
vehículo del médico y, curiosos, le preguntaron de dónde lo había sacado.
–Apenas es un carrito… ¡Lo alquilé esta
mañana! –presumió con indiferencia a fin de impresionar a Basilisco.
Al salir del aparcadero tomaron por la
amplia avenida Libertador y se dirigieron hacia Las Mercedes, centro
gastronómico de Caracas.
Ya en la vía principal, los jóvenes le
indicaron a Figueroa que cruzase a la izquierda y avanzara despacio. Cuando
estaban muy cerca de un lujoso restaurante, le pidieron que se detuviese.
Casi al instante, un valet-parking presuroso
abrió la puerta del auto para que descendiesen. El primero en hacerlo fue
Basilisco, quien iba en el puesto delantero, junto a su padre.
Al entrar al restaurante, deslumbrado por el
fino y elegante decorado interior, Figueroa no pudo dejar de exclamar con
asombro.
– ¡Huao, ustedes sí saben vivir!... ¡Esto es
apoteósico! –exclamó.
Un maître
con claro acento francés presto fue a recibirlos y los ubicó en una mesa
cercana a la barra principal.
Figueroa se sentía cómodo, a sus anchas.
Pensaba que ese era el escenario perfecto, digno, para revelarle a su hijo con
toda la fuerza de su ego “el importante señor que era”.
Pidió una botella del mejor escocés y
algunos canapés de langosta. Les preguntó a los otros si estaban de acuerdo o
si querían algo más. Estos aprobaron la elección y se dispusieron a esperar
mientras seguían despotricando la obra teatral.
Pronto un mesonero, que más bien parecía un
modelo de televisión, llegó con la bebida y protocolarmente descorchó delante
de ellos la botella y comenzó a servirla en finos vasos de cristal. Al
concluir, todos chocaron las copas para el primer brindis. La risa, un fingido
deleite y los chistes subidos de tono pronto comenzaron a surgir.
Figueroa estaba inmensamente feliz. Para
completar aquel cuadro, para darle el toque mágico a su dicha, sólo faltaba
buscar la ocasión propicia para descorrer la cortina y hablar sobre el
verdadero motivo que lo había llevado esa noche hasta allí.
Paciente, esperó a que Basilisco y Fernando
se sirviesen su tercera copa. Aunque la inquietud lo dominaba, se concedió un
poco más de tiempo. Siguió brindando con ellos y haciendo chistes.
Cuando juzgó que el momento había llegado,
liberado de las inhibiciones iniciales y con los vapores etílicos danzando en
su cerebro, levantó el vaso.
– ¡Brindemos por mí éxito!... Hoy
depositaron mucho, pero mucho dinero, en mi cuenta –expresó jactancioso.
Lanzado el mensaje, se acomodó en la silla y
con aire triunfal esperó las inevitables interrogantes que ocasionarían sus
palabras, aunque estas no fueron las que imaginó.
– ¿A quién mataste? –preguntó Basilisco con
humillante desprecio–. Que yo sepa, tú sólo eres un médico provinciano…–espetó
mientras fruncía el ceño.
–Te equivocas, hijo –respondió
inmediatamente y sin rencor–. Soy médico y aunque ejerza mi profesión en la
provincia, no quiere decir que sea menos competente que los de la capital
–puntualizó sin mostrar resentimiento por la ironía–. Además, soy el Jefe de
Obstetricia de un hospital, cargo que no le dan a cualquier tonto.
Fernando le prestaba poca atención a la
conversación. Mientras padre e hijo charlaban, se distraía pescando con las
pinzas pedazos de hielo en el fondo de la deslumbrante cubeta plateada, la cual
estaba casi vacía. Luego de depositar varios cubitos en el vaso se sirvió un largo
trago.
Acostumbrado a los desprecios más viles,
Figueroa no se inmutó por las palabras de Basilisco y siguió hablando.
– ¡Figúrense lo importante que soy, que
sobre mis hombros recae el poder de la
Iglesia y el pueblo de Dios! –dijo luego de una estudiada pausa y a fin de
requerir su total atención repitiendo las palabras que en la tarde le había
dicho Serafino.
Fernando Lisias permanecía callado. Lo que
decía el médico no tenía ningún sentido para él. Le importaba un carajo. Su atención estaba centrada en
una bella joven que momentos antes había entrado al local en compañía de un
hombre bastante viejo, muy cerca de la senilidad. En su cerebro se preguntaba
con asco: “¿Qué coño hace esa hembrota con ese viejo baboso?”. Y él mismo se
respondía: “¡El maldito dinero compra cualquier vaina!”.
Por el contrario, Basilisco, en su aparente
indiferencia, estaba al acecho de cualquier palabra fuera de contexto que
pudiese pronunciar su padre para replicarle en tono denigrante.
– ¡Tú si eres arrecho!... Como que el whisky te pegó antes de tiempo. “En mi
recae el poder de la Iglesia y el pueblo de Dios” –remedó con chanza cruel–.
¡Pero tú crees que uno es pendejo!…
¿Quién coño de madre eres tú en el mundo, en el universo, para que la Iglesia,
con su poder, se fije en ti?... ¿Tú nos crees imbéciles?… ¡Coño, por favor!,
deja esa vaina y vamos a tomarnos estos whiskys tranquilos –sentenció
transmitiendo una aversión incontrolada que se reflejaba en su hiriente mirada.
–Está bien, hijo, no te sulfures –aplacó
Figueroa tolerante–. Entiendo que no comprendas nada de lo que te estoy
diciendo… Es mi error, lo siento –dijo disculpándose–. Lo que pasa es que no
empecé por el principio… La vaina es rara, pero real… Espera… ¡Espera!… No te
pongas así –atajó al ver que su hijo se retorcía con desespero en el asiento–.
Te lo voy a contar todo desde el principio y después me das tú opinión.
Figueroa comenzó a relatarlo todo. El asunto
de María Coromoto lo disfrazó hábilmente, pero lo que ocurrió después lo contó
casi con relativa fidelidad.
Basilisco escuchaba nervioso. El comisario
seguía entretenido en sus elucubraciones sobre aquella hermosa mujer de ojos
verdes que poco antes había entrado al local con el anciano.
– ¡Fueron quince millones! Lo sé, porque
verifiqué el saldo por teléfono antes de salir hacia el teatro –precisó
Figueroa al concluir el relato.
Al oír la cantidad, Fernando, quien
aparentaba estar desentendido, volteó los ojos, hasta ese momento clavados en
la mujer, hacia el médico.
– ¡Entonces la vaina es buena!... ¡Quince
millones son quince millones!, aunque en esta época no es mucho, no caen nada
mal.
Sacó un cigarrillo de la cajetilla que
reposaba sobre la mesa, lo encendió y exhaló lentamente una larga bocanada.
–Me está gustando el cuentico
tuyo…–precisó–. Si puedo servirte de algo, te pongo mis servicios a la orden…
Eso sí, ¡de gratis no hay nada!… Tú sabes, la crisis económica del país nos
pone a…
– ¡No le hagas caso Fernando, son cosas de
tragos!… Yo no le creo… Lo conozco más que tú, nunca ha servido para…
– ¡Deja que tú padre conteste! –cortó el
comisario al impetuoso joven.
Al escuchar la palabra padre, aunque fuese pronunciada por un extraño, Figueroa se hinchó
de orgullo. Se sintió salpicado por una aureola espiritual inmensa, aunque él
fuese todo lo contrario. En ese instante percibió al comisario como el “ángel”
que lograría el tan añorado respeto que buscaba de su hijo.
–Si me ayudas te daré la mitad de todo lo
que me den –afirmó sin pensar ni mediar palabra– Tú manejas la infraestructura
policial necesaria para que triunfemos, tienes las armas y…
– ¡Fernando, no te metas en eso! No te das
cuenta que el viejo está medio loco –interrumpió Basilisco.
–No arriesgo mucho y si la vaina es como dice tu padre, de agarrar
a ese carajíto y llevarlo a San Felipe, me ganaré un dinerillo extra que me cae
al pelo –contestó el comisario decidido a intervenir en el asunto, y
dirigiéndose a Figueroa, preguntó–: ¿Cuándo empezamos?
– ¡Mañana mismo! –afirmó terminante el médico.
Figueroa, entre satisfecho y confuso, cerró
los ojos a fin de absorber el aroma de aquel triunfo, pero se encontró con una
inmensa oscuridad. En ese fugaz instante, desde lo profundo de su ser se
preguntó mentalmente: “¿Qué es la oscuridad, si no una percepción de la nada,
donde todo es negro, menos los pensamientos que aún brillan de color?
Capítulo 13
Una tenue brisa soplaba en lo alto del cerro
La Bombilla. La tarde se aprestaba a regalarle su luz a la noche.
Santiago se dirigía a los parroquianos. En
su grácil rostro comenzaba a resaltar una incipiente barba que le daba cierto
aire místico. Vestía unos desgastados jean celestes, una larga camisa blanca
que le rozaba las rodillas, la cual llevaba con las mangas recogidas hasta los
codos, y unos zapatos deportivos de goma, de esos que usan los basquetbolistas.
Se notaba turbado, aunque sus palabras eran
firmes y precisas.
–Otra de las pestes escritas en las
profecías está haciendo su aparición –anunció calmado–. ¡Esa peste inmunda
revelará la maldad y la corrupción que reina entre los hombre de la Iglesia de
Dios! –dijo en tono acusador levantando la voz–. En mi alma hay desaliento
porque yo sabía que así sucedería, por eso mi dolor ahora es más profundo… ¡La
Iglesia, viciada, comienza a mostrar los signos de su perversión! –exclamó
imperturbable, pero reflejando congoja.
Una bandada de periquitos de montaña que
escandalosamente volaban en retirada hacía el este, en busca de sus nidos,
ahogó por instantes su voz. Santiago elevó los ojos al cielo y siguió el curso
de los pájaros mientras se alejaban.
–Una sola manzana podrida pudre todo el saco
–continuó al atenuarse el estridente chirrido– Pero en el caso de la Iglesia,
son muchas y muy putrefactas las manzanas y nadie hace nada para corregir su
maldad… Con dolor, hoy debo confesarles que cientos de monjas están siendo
violadas por sacerdotes católicos y obligadas a abortar bajo amenazas.
El joven predicador estaba consternado.
Sabía que de su boca salían palabras que nunca hubiese querido pronunciar, pero
que debía hacerlo porque la fe que los hombres habían depositado en la Iglesia
había sido traicionada, lesionada y pisoteada, por ello su indignación.
–Además de monjas, también miles de
inocentes niños… Almas puras que albergan en sus cuerpos el símbolo del candor
divino, han sido sometidos a la aberrante tortura del abuso sexual por seres
que indignamente visten traje sacerdotal, pero que en realidad son demonios
–afirmó lacerante, denotando en su rostro una gran congoja–. Nuestra Iglesia,
la Iglesia de Dios, fue penetrada por la maldad, la aberración y la injusticia…
¡Nadan en el pecado!… ¡En la codicia!… En la soberbia y la envidia… ¡El odio,
la prepotencia, la venganza y la sodomía son parte de su vida!… El fin está
próximo... Sólo nos resta orar y esperar la Justicia Divina, pues ¡vamos a
destruir este lugar, porque es grande el clamor ante Dios! –sentenció sudoroso.
Terminada la última frase, la suave brisa
que envolvía el lugar se fue transformando hasta convertirse en viento
enfurecido. Las láminas de zinc de los ranchos, los cartones y maderos de sus
endebles construcciones, así como la basura que se apilaba como alfombra
maloliente en las escalinatas y recovecos del cerro, comenzaron a batir incontrolables
al viento. Polvo, tierra agreste y desechos se elevaron al aire en torbellino
pestilente.
Inmutable, sin percibir la angustia que los
despavoridos pobladores reflejaban ante aquel imprevisto fenómeno, Santiago
levantó la voz, como si no estuviese ocurriendo nada.
– ¡Hipócritas!… ¡Fariseos!… ¡Falsos de mil
falsedades! –gritó deslumbrado–. Condenan el aborto que busca reivindicar a las
víctimas de un depravado sexual, de la barbarie humana, mientras que amparados
en sus sotanas obligan a abortar bajo amenaza de muerte a las religiosas que
ellos mismos han violado y embarazado… Miles de muchachas y cientos de monjas
han sido deshonradas por curas en todo el mundo y la Iglesia calla… ¡No hace
nada! –denunció con rabia e impotencia–. ¡Centenares de niños han sido
prostituidos por los pederastas y homosexuales de la Iglesia y nada se ha
hecho!… No pagan sus pecados porque sus crímenes son encubiertos por los
jerarcas de la Iglesia… ¿Por qué los cardenales y obispos de Cristo, en su
imperturbable y pecadora hipocresía, guardan silencio?... –preguntó sin tratar
de buscar respuesta–. No hay duda, son cómplices de la maldad… Su silencio y
protección los condena… ¡La Iglesia está prostituida! –afirmó irritado.
Aquella furiosa ventisca que poco antes
inquietó a los vecinos, tal como había aparecido se disipó. No obstante, los
moradores de La Bombilla estaban pasmados. Muchos se miraban la cara atónitos,
otros entrecruzaban interrogantes. La confusión era evidente.
En sus corazones se palpaba un leve temor,
pero también una profunda comprensión, porque creían en Santiago y sus
palabras. Sabían que era incapaz de mentirles y que todo, todo lo que había
dicho y hecho hasta ahora, estaba dirigido por la mano de Dios o, en todo caso,
por algo divino que escapaba a su entendimiento. Nunca dudaron de las palabras
del predicador, ya que aquel joven de ojos tristes y mirada lánguida no sólo
les hizo recobrar la fe, sino que los regresó a la vida. A una vida nueva, a
una vida que le había sido negada y arrebatada tanto por gobernantes como por
la Iglesia, la cual los había desheredado.
La fe, la alegría de sentir a Dios
nuevamente en su interior, fue una conquista que sólo pudo lograrla Santiago a
través de su humildad y la verdad que reflejaba su verbo
Cuando el joven predicador percibió que la
gente había comprendido la gravedad de su acusación, prosiguió.
– ¿Por qué encubrirlos?... ¿Por qué ningún
ser humano se atreve a ponerle freno a tan diabólica maldad?... ¡La dictadura
de la falsa y doble moral de la Iglesia acabará pronto!… Dios me ha enviado a
prevenirlos… ¡La dictadura de la Iglesia perecerá!... ¡Ellos serán castigados
por su maldad criminal!... –vaticinó–. Yo soy, por designio divino, el
mensajero de los tiempos que se avecinan… ¡Yo estoy aquí para acabar con las
aberraciones de la Iglesia!... Por eso les pido, amigos míos, vivir en la
abundancia de la fe, aunque la miseria terrena los atribule y desespere en
estos instantes.
La aflicción de Santiago era tan palpable
como real. Estaba conmovido por lo que ocurría en el seno de la Iglesia,
eventos, en su mayoría, acallados por siglos. A veces, sólo algunas líneas eran
publicadas en medios de comunicación de escasa circulación.
–Vayan… ¡Váyanse a sus casas!... ¡Oren y
piensen en lo que hoy les he revelado y nunca olviden que Dios vive en sus
corazones! –concluyó y, dándoles la espalda comenzó a caminar hacia lo alto del
cerro.
Raquel, que lo escuchaba sentada sobre un
escaloncillo de concreto, corrió tras él.
– ¡Santiago!… ¡Santiago, no te
vayas!...–clamó, pero el predicar no contestó.
En largas zancadas corrió tras el subiendo
de par en par las tortuosas escalinatas.
– ¿Por qué huyes? –preguntó agitada cuando
logró alcanzarlo.
–No huyo Raquel. Sólo necesito silencio…
¡Por favor, déjame solo! –solicitó afligido–. Mañana volveré y conversaré
contigo –prometió indulgente aquel joven de tez blanca que destilaba divinidad.
–Santiago, no comprendí las cosas que
dijiste y estoy confusa –insistió la joven.
–Pronto entenderás lo que a tu entendimiento
está permitido entender… ¡Ten fe, y no desmayes, joven amiga!
–Pero… –expresó impaciente a fin de
retenerlo, pero no pudo.
Santiago le dio la espalda y se alejó
cabizbajo. La joven lo siguió con la vista hasta que su sombra se perdió entre
unos destartalados ranchos.
La tristeza de Santiago tenía un motivo. Esa
misma mañana se enteró que el Vaticano había admitido las denuncias presentadas
por las religiosas María O’Donohue y Maura McDonald, en las cuales, en forma
cruda, revelaban la violación de centenares de monjas por sacerdotes y
misioneros católicos en más de veintitrés países del mundo.
Horas antes de dirigirse a sus seguidores en
La Bombilla había leído el informe que indicaba que los abusos dentro de las
congregaciones religiosas habían comenzado en los años noventa y que desde
entonces, en vez de irse reduciendo, se habían incrementado en forma alarmante.
Que María O’Donohue, coordinadora del
programa sobre el Sida de Caritas Internacional y del Cafod (Fondo Católico de
Ayuda al Desarrollo), presentó una relación sobrecogedora al presidente de los
Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, el cardenal español
Eduardo Martínez Somal, sobre la violación indiscriminada de monjas por parte
de sacerdotes católicos.
El cardenal, sorprendido por las dimensiones
del problema, encargó investigar la situación a un grupo de trabajo presidido
por la misma O’Donohue.
La nueva investigación –y Santiago tenía el
informe más reciente en sus manos– dibujó un panorama aún más inquietante.
La lista de abusos era variada y
descorazonadora. Las pesquisas incluyeron casos de novicias violadas por
sacerdotes que debían otorgarles los certificados para trabajar en la diócesis.
Hablaba de médicos de hospitales católicos asediados por sacerdotes que les
llevaban “monjas y otras jóvenes para abortar”.
En el documento que estaba en poder de El Iluminado, O’Donohue escribió: “Un
sacerdote obligó a abortar a una monja, pero ella murió durante la operación,
no obstante él ofició la misa de difuntos por el eterno descanso del alma de la
fallecida”.
El joven predicador sabía que los delitos de
los sacerdotes son agravados por la propagación del Sida, como demostraba otro
escrito redactado por la misma religiosa y entregado a las autoridades eclesiásticas.
O’Donohue comprobó que el flagelo del Sida
había convertido a las religiosas en un grupo “seguro” desde el punto de vista
sanitario, lo que aumentaba el interés de los sacerdotes por ellas.
A ese respecto citó el caso de la superiora
de un convento que fue contactada por unos sacerdotes interesados en mantener
relaciones sexuales seguras con las religiosas de su congregación.
Santiago leyó estupefacto en el informe
O’Donohue que los sacerdotes les sugerían a las monjas que recurriesen a la
píldora.
Se aludía, específicamente, a un convento de
monjas en el que la superiora solicitó la intervención del obispo tras
comprobar que un grupo de sacerdotes de la diócesis habían dejado embarazadas a
veintinueve monjas. La reacción del obispo fue fulminante: la superiora fue
suspendida y sustituida por otra.
Por su parte, Maura McDonald, superiora de
las Hermanas Misioneras de Nuestra Señora de África, con quien Santiago tenía
una gran amistad y comunicación a través de correos electrónicos, afirmaba en
su informe que a veces los sacerdotes reclaman contraprestación sexual a cambio
de la confesión.
En algunos países –le contó McDonald a El Iluminado las monjas tienen que
afrontar las dificultades que implica el verse obligadas a abandonar la
congregación si salen embarazadas. En cambio, el sacerdote trasgresor puede
seguir desempeñando su ministerio.
Más allá de la rectitud moral y religiosa,
hoy en día se plantea una cuestión de justicia social, y Santiago lo sabía, ya
que las monjas daban a luz a sus bebés en condición de madres solteras, por lo
que a menudo eran estigmatizadas y abandonadas en circunstancias
socioeconómicas de suma pobreza.
Por ello, al perder su estatus dentro de la
iglesia y en el sector donde vivían, eran forzadas a convertirse en la segunda
o tercera mujer de un hombre. De negarse, la alternativa era prostituirse.
“La Iglesia, pensaba Santiago, en su
obcecada protección a los sacerdotes criminales estaba creando monjas prostitutas
en todo el planeta”.
En sus manos también reposaban documentos
con denuncias probatorias de cómo muchísimos curas sostenían relaciones
sexuales con mujeres y muchachas de su propia parroquia. Algunas de ellas
esposas de feligreses, quienes se divorciaban por las aberraciones, tanto de
sus mujeres como de los sacerdotes.
Muchos testimonios citados en la tenebrosa
denuncia que Santiago había leído daban fe de que algunos sacerdotes se
relacionaban con varias mujeres y tenían hijos con más de una de ellas.
El informe de O’Donohue citaba el caso de
una mujer que recién convertida del Islam al cristianismo fue aceptada, después
de muchas penurias, como novicia en una congregación local. Cuando fue a
solicitarle al párroco el certificado correspondiente, éste la violó como
requisito previo.
Como ella había sido repudiada por su
familia por haber abandonado el Islam, no pudo volver a casa, por lo que se
unió a la congregación, donde fue pasto de la depravación del sacerdote.
Poco tiempo después quedó embarazada.
Atormentada y desolada, la novicia huyó sin rumbo fijo. Diez días después fue
hallada deambulando por la selva sumida en estado catatónico.
Luego de largos dos meses, recuperada
físicamente, pero marcada de por vida con un daño psíquico imborrable, fue a
ver al obispo para denunciar al sacerdote. Éste aceptó la acusación, pero ante
su estupor, el obispo condenó al sacerdote a tres Ave María y dos semanas de
retiro.
Santiago estaba asqueado por lo que había
leído en el informe que, por supuesto, no tuvo ninguna, o muy poca, repercusión
en los más importantes medios de comunicación del mundo ya que la poderosa
maquinaria de la Iglesia se habían encargado de silenciarlo. Lo poco que se
difundió fue casi en forma clandestina. El predicador también sabía que esas
aberraciones no eran nada nuevo. Que los mismos crímenes se venían cometiendo
siglos tras siglos en la Iglesia de Cristo, la cual era traicionada y profanada
por su sus propios mentores, y que muchos de los delitos cometidos en nombre de
Dios eran aún más crueles y diabólicos, ya que la tortura y el asesinato
también estaban presentes. Por eso, no podía evitar sentir ese dolor que le
minaba su corazón. La Iglesia y sus ministros estaban al borde del abismo. Pese
a todos los intentos que se hicieron durante milenios para ocultar esos
crímenes, el aumento substancial de la podredumbre dentro de la curia era tal,
que ya nadie podría contenerla. El excremento comenzaba a sobrepasar la
letrina.
El predicador percibía que todo se había
desbordado con furia y que brotaba por las cañerías como peste humana. Una
peste que contaminaba la fe cristiana de cientos de millones de personas en el
mundo. Y todo por la demencia y codicia de los conductores de la Iglesia. De
jerarcas que se oponían al matrimonio de los sacerdotes pero que sí aceptaban y
ocultaban, con complicidad criminal, violaciones de mujeres y niños,
laceraciones, pederastia, homosexualidad entre cardenales, obispos, monseñores
y demás categorías eclesiásticas, prostitución de monjas y novicias, psicopatías
criminales y toda una rica y monstruosa gama de trastornos mentales entre los
sacerdotes.
Sabía que la depravación llegaba a tales
extremos, que hoy en día, en un insolente reto a la cordura y a la moral, los
sacerdotes gay tienen sus propias website
donde destapan sin tapujo todo su sucio libertinaje con diabólica y alucinante
maldad.
A todo ello, a toda la descomposición que
corroía los cimientos de la Iglesia, debía el predicador su indignación.
Tenía el alma desecha. No había gozo en su
interior sino amargura. Esa tarde su melancolía parecía presentirla otra
bandada de pájaros que regresaban a sus nidos silenciosos, sin su acostumbrado
alegre trinar.
Quería estar solo. Por eso se alejó a toda
prisa después de concluir sus palabras. Subió hasta lo alto del cerro y se
sentó en el borde de una enmohecida baranda construida en ese desolado rincón
para evitar que algún desprevenido niño o anciano cayese por el profundo
barranco que apenas estaba a unos pasos. Al fondo y a la distancia, tal como
una ilusión inalcanzable para los pobres pobladores de La Bombilla, se
distinguía un conjunto de lujosas villas de urbanizaciones vecinas.
Aquel indómito viento que afloró de la nada
durante el sermón aún susurraba en el cerro como un llanto imperecedero.
Santiago estaba tan ensimismado en sus
reflexiones, que parecía no percatarse del mundo que giraba a su alrededor.
A lo lejos una delicada voz femenina rompió
con la quietud del lugar. Poco a poco fue haciéndose más nítida y sonora.
– ¡Santiago!… ¡Santiago!… –se escuchaba con
agobio.
Era Raquel. Respiraba con dificultad, aunque
sus vivaces ojos vibraban de emoción por haberlo encontrado. Interrumpiendo la
carrera se detuvo justo frente a él. Entre sofocos le sonrió, pero el
predicador parecía no haberse dado cuenta de su presencia.
– ¡Qué te sucede!… ¿Te sientes mal?
–preguntó impetuosa asiéndolo de los hombros.
– ¡Disculpa, Raquel!… Estaba orando y no
te oí – expresó el predicador con docilidad levantando los ojos.
–No te preocupes…–manifestó mientras se
sentaba a su lado–. Perdona que te haya seguido… Quería conversar contigo sobre
esas denuncias… Son terribles…
–Lo sé, pero es la verdad y nadie podrá
ocultarla esta vez. Debí decirlo antes… Mucho antes de que esos criminales
desviasen los hechos y encubriesen a los culpables.
– ¿Cómo qué antes?... Yo creí que eso
acababa de ocurrir… En la Iglesia hay mucha gente buena y de seguro harán algo
–contestó afligida la joven, quien ya había recuperado el aliento.
–Si lo sé, hay gente buena entre ellos
–asintió Santiago–, pero hoy en día la Iglesia es como un animal muerto y
corrupto que comienza a ser invadido por gusanos... Mi misión es evitar que la
destruyan totalmente… Por eso he venido… ¡Por eso estoy aquí!... Debo cumplir
con los designios del Todopoderoso… Tengo que salvar a la Iglesia Católica y
reconstruirla en base a la verdadera palabra de Dios.
– ¿Pero cómo podrás? –interrogó asombrada la
joven–. ¡Por favor, Santiago, tranquilízate!... Necesitas descansar… No me
gusta verte así –dijo para consolarlo mientras cariñosamente le acariciaba el
cabello.
Raquel lo miraba con ternura. En sus ojos se
percibía algo más que preocupación.
Sus pupilas resplandecían con el brillo inconfundible
que sólo el amor puede pincelar. Su piel, tersa y blanca, semejaba una
escultura inmaculada bajo aquel ligero vestido color rosa que cubría su delgada
y bien contorneada figura.
El predicador estaba demasiado sumergido en
sus pensamientos para advertir la primaveral belleza de aquella jovencita que
con sus esplendorosos ojos azules se lo devoraba.
–Son tantos los crímenes cometidos en nombre
de Dios, que no puedo estar tranquilo. Mi corazón sangra de igual forma como
sangran las heridas de los mártires, de aquellos que mueren por la violencia de
la guerra y del hambre –sentenció tomándole la mano, la cual apretó contra su pecho.
– ¡Lo sé! –exclamó la joven en largo
suspiró.
–Lo que he revelado no es nada nuevo ni el
comienzo, sino otro signo de la perversión en que ha caído la Iglesia…–añadió
Santiago conmovido–. ¿A cuántos centenares de miles torturaron y mataron
durante la Inquisición por el sólo hecho de ignorar o desconocer algunas
“verdades” de la Iglesia?... Se divertían friéndolos en las hogueras por herejes…
¡Eran unos sádicos y no monjes de Dios!... Y ahora, en pleno siglo XXI, siguen
pecando impunemente… ¿Por qué el Vaticano no intervino si sabía que los nazis
estaban exterminando a millones de judíos?... –se preguntó agitando la cabeza,
condenado aquellos miserables crímenes.
– ¡No lo sé!… Hablas de cosas que poco
entiendo –contestó con dulce franqueza recostando su rostro sobre el hombro del
predicador.
–El Papa Pío XII lo sabía y no hizo nada…
¿No es eso un crimen?... ¿No fue cómplice por omisión?... ¿No fue tan criminal
su actitud como la de los verdugos?... La Iglesia, sin duda alguna, fue
cómplice del festín sangriento… El que calla otorga… Más importante era, y lo
sigue siendo, preservar el poder de los parásitos que moran en el Vaticano que
salvar a millones de seres humanos.
Santiago estaba desconsolado. Su dolor
destilaba amargura e indignación. Infructuosamente Raquel trataba de interrumpirlo.
– ¡Qué asquerosa deshonra!.. ¿Error
imperdonable?... ¿A la Iglesia se le ocurrirá la sabia decisión de esperar
quinientos años para pedirle perdón a los judíos por el holocausto que ellos
mismos impulsaron?... ¡Por destruirlos en nombre de Dios!... ¿Qué están
haciendo ahora cuando anualmente más de un millón de niños, sólo en África,
mueren de hambre?… ¿Qué hacen cuando cada tres segundos muere un niño de hambre
en el mundo?... ¡Nada, por supuesto! ¿Estará el Vaticano planificando pedir
dentro de mil años disculpas a la humanidad por su indolencia?… ¿Es esa, según
la Iglesia, la voluntad de Dios?... ¿Es voluntad de Dios que el Vaticano se
cruce de brazos siendo el Estado más pequeño y al mismo tiempo el más rico del
mundo?... ¿Dónde está la caridad humana que predican farisaicamente en las
iglesias?... ¡No, amiga mía!... ¡El mundo está podrido y la Iglesia es su más
indigno reflejo!
Santiago estaba desatado. Pese al furor, al
verbo fogoso, en sus palabras podía percibirse una plegaría con olor a misericordia.
–Por favor, no te atormentes más –rogó
Raquel–. Te hace daño. Tú ya haces demasiado. Para nosotros eres nuestro
salvador, nuestro guía, la única luz que nos ha iluminado…
–Es sólo parte de mi misión, Raquel, pero
todo es muy complejo, más de lo que imaginas…
–Te queremos porque nos hablas con la verdad
y la practicas y eres de los pocos que se han quedado entre nosotros… Los
políticos suben el cerro cuando necesitan nuestros votos… Van y vienen, pero tú
no, Santiago… Tú estás con nosotros, eres de nosotros… ¡De los nuestros!…
–expresó sonriendo a fin de sacarlo de su tribulación.
Raquel hablaba con el corazón abierto. Sus
palabras florecían con sentimiento puro.
Santiago comenzó a prestarle atención.
Aquella delicada y hermosa muchacha había aprendido más del mundo que muchos
otros jóvenes que, a diferencia de ella, tuvieron la oportunidad de estudiar en
costosos colegios y posteriormente en universidades privadas.
–Los políticos creen –continúo después de un
suspiro y batir su larga cabellera al aire– que somos ignorantes y que nos
convencen con sus mentiras cada vez que vienen al barrio… Se los hacemos creer…
¡Después votamos por quien nos da la gana o, simplemente, no votamos!… Nos da
igual gane quien gane, ya que siempre nos olvidan y nunca hacen nada por
nosotros. Pero tú sí, Santiago… Tú nos has devuelto la fe –dijo emocionada
dejando rodar una pequeña lágrima por su mejilla.
–No es suficiente Raquel, no es suficiente –
señaló Santiago abrazándola mientras con uno de sus dedos contenía aquella
perla reluciente que descorría por el rostro de la muchacha. Luego, ansioso y
apretándola fuerte contra el pecho, agregó: –Raquel, tengo que hacer algo y
pronto… El tiempo se me acaba, lo sé… El momento se acerca…
– ¿Qué quieres decir con eso de que el tiempo se te acaba? –indagó intranquila la joven.
–No es nada Raquel, sólo un decir… Una forma
de hablar… –apresuró a contestarle evadiendo una respuesta precisa–. Me
impaciento, es todo… A veces me siento indefenso y no sé cómo contener el
desastre y las injusticias.
–Te entiendo, porque lo mismo me pasa a mí.
–Lo que sucede Raquel, es que el mundo se ha
convertido en una nueva Torre de Babel. Aunque la gente hoy en día hable el
mismo idioma y tenga formas de comunicación superavanzadas, está sucediendo lo
mismo que en la bíblica Babel: ¡Nadie se entiende! –profirió mientras con ambas
manos se alisaba el cabello hacia atrás.
–La vida es un embrollo… Todo está pata pa´arriba…
Es la pura verdad –ratificó pensativa la joven.
–El odio y la ambición tienen sumida a la
humanidad en una sórdida confusión, en depredaciones intestinas y guerras...
–expresó convencido el predicador–. Hermanos contra hermanos luchan diariamente
entre sí, tanto en guerras fratricidas o militares, donde el olor a sangre y
muerte los seduce. Como en luchas económicas, donde el barniz del papel moneda
y la riqueza obnubilan sus almas y enloquece su ser sin saber realmente porqué
combaten… ¿Por los territorios?... ¿Por el poder y el dinero? –se preguntó
frenético–. ¡No!... No… Luchan para dominarse, para aniquilarse o poseerse los
unos a los otros. En sus atormentados propósitos sólo hay fines banales y de
riqueza, tan perecederos como ellos mismos… Y si para conseguirlo hay que
matar, no dudan en hacerlo… El hombre se ha convertido en un animal abominable…
En un instrumento de muerte…
–Son tan transparentes tus palabras, que
ahora te entiendo mejor… Esa es la realidad… Cruel, pero es la realidad.
–Lo que más atemoriza al hombre, Raquel, es
la conciencia de su propia e irremediable muerte –aseveró juntando sus manos en
forma de rezo –. Con su actitud humillan a Dios. Y mientras ellos se aniquilan,
el hambre y las injusticias se apoderan del mundo, exterminándolo y
envileciéndolo, querida y joven amiga –sentenció acariciándole el rostro.
–No es nada nuevo… Siempre ha sido así, lo
sé hasta yo, que apenas he estudiado unos pocos años.
–La violencia del hambre, mi bella amiga,
es asesina, es el holocausto de los desposeídos, y a nadie parece importarle.
En la Tierra hoy en día todo es guerra, confusión y muerte. Es la locura del
hombre la que mata al hombre… El hombre será víctima de su codicia y perecerá
aniquilado por su propia confusión…
– ¿Qué dices?... Creo que eso nunca
sucederá… Santiago, no soy tan tonta como parezco. He leído periódicos y
algunos libros… ¿Por qué ese sentimiento tan negativo?
–Amiga mía, porque han despreciado la
omnipotencia del poder de Dios, poder el cual, absurdamente, en su miopía, los
hombres han sustituido y creen encontrarlo en el dinero y posesiones… El mundo
está huérfano de fe… La maldad se ha apoderado del mundo.
Raquel, cobijada al calor del cuerpo de
Santiago, lo escuchaba embelesada. Su semblante irradiaba una luz que sólo la
felicidad podía prodigar. En cada uno de sus profundos suspiros parecía
encender una esperanza que sólo ella, en sus adentros, y el Altísimo conocían.
De pronto Santiago calló y se puso a
contemplar el cielo.
Los latidos del corazón de Raquel se
percibían como sordos tañidos de campanas que hablaban un lenguaje que sólo el
amor sabe hablar.
Los últimos resplandores de la tarde
comenzaban a robarle el brillo al cerro La Bombilla. Abajo, en la gran ciudad,
como dirigidas por los acordes de una sinfonía de Bach, el centenar de luces
que alfombraban las extensas autopistas y avenidas comenzaban a encenderse
ondulantes al ritmo de sueños y fantasías.
Los dos jóvenes permanecían apretados uno al
otro como si el tiempo estuviese detenido. Callados miraban a la distancia como
la ciudad que tenían a sus pies, abajo, se iba transfigurando entre sombras y
luces.
El bufido de un perro callejero que
escarbaba entre un montón de basura, regresó a Santiago a la realidad.
– ¡Observa fijamente a un perro manso en los
ojos y verás a un ángel! –soltó imprevistamente.
– ¿Qué?... ¿Te has vuelto loco o te estás
burlando de mí? –respondió vivaz Raquel.
– ¡No!... No… –sonrió Santiago apartándola
delicadamente de su cuerpo–. Lo que pasa es que nunca te has detenido a verlo.
¡Hazlo y lo comprobarás por ti misma!... Es una experiencia maravillosa. Cuando
lo logres, sentirás un goce interior indescriptible… ¡Verás a un ángel de
verdad-verdad! –aseveró risueño, como si el disparate que acaba de salir de su
boca fuese lo más común y normal del mundo.
– ¿Un ángel?… ¿Ángeles aquí en el barrio?
–interrogó asombrada la joven abriendo incrédula sus enormes ojos.
–Hay muchos ángeles aquí, en la Tierra, pero
nadie se fija, Raquel….Nadie quiere verlos… Están a su lado y no se percatan de
ello… Los hombres están muy atareados matándose los unos a los otros a fin de
conseguir equivocadamente la felicidad a través de los bienes materiales y no
saben que la felicidad está en cada rincón, en cada esquina, como en la que nos
encontramos ahora.
– ¡Sí, es verdad!… Aquí me siento muy feliz
y dichosa –expresó, y para sus adentros, con un suspiro, se dijo: “¡Y no sabes
cuánto!”.
–El secreto de la felicidad es el amor y el
amor es símbolo indisoluble de la fe. No puede existir el uno sin el otro...
¿Los ángeles?… ¡Claro que los hay!... Muchos, por montones... Aquí, y muy cerca
de nosotros...
El tono de la voz de Santiago fluía natural,
como si lo que estaba diciendo era algo tan obvio y normal como el cielo y las
estrellas que tenían sobre sus cabezas.
–Sólo hay que saber mirar con fe y sumisión
sincera, de otra manera nunca los verás –arguyó mientras la joven, pasmada, no
se perdía ni uno de sus más mínimos movimientos–. Un loco callejero, un
solitario vagabundo o el más sucio y harapiento de los mendigos, puede ser un
ángel.
– ¿Cómo?... ¿No te estarás burlando de mí,
verdad? –rezongó Raquel frunciendo el ceño.
–Sólo obsérvalos en los ojos con fe y te
será develado el don y la verdad divina… ¿Ángeles?... Ángeles hay por doquier
en la Tierra. Están en la mirada de un niño, en el aroma de una flor o en una
gota de rocío. Únicamente esperan el momento preciso para despojarse de sus
camuflajes y tocar las trompetas cuando el día haya llegado.
–Pero en la iglesia nunca nos han dicho eso.
Tampoco, hasta ahora, he visto a un sacerdote ayudar a un pordiosero
–reflexionó la joven–. Más bien los sacan de las iglesias para que no molesten
con sus pedideras a los ricos que van
a escuchar misa, que son los mismos a los que después los sacerdotes les quitan
dinero porque les dicen que Dios los va a perdonar y que serán salvados el día
del Juicio y todo esa vaina que ellos
se inventan… Tú sabes… Todo para sacarles dinero… En cambio a los mendigos los
botan, sólo pueden estar fuera de las iglesias y de vaina…
– ¡Lo sé!... Lo sé Raquel, pero no debe ser
así. Esa no es la Iglesia que fundó Jesucristo ni la que quiere Dios. Esa es la
Iglesia de los hombres, hecha por ellos a su imagen y semejanza, con sus
defectos, imperfecciones y maltrechas virtudes, pero no la de Dios –comentó–.
Al no cumplir con el mandato divino de humildad y misericordia se convierten en
farsantes, en unos simples políticos de la cristiandad.
–Es verdad, no existe piedad en la Iglesia
–confirmó pensativa la muchacha.
–Pero no debería ser así, amiga mía. Además,
¿quién o qué es la Iglesia actual para adulterar los mandatos de Dios?
–preguntó esperando una respuesta que no llegó.
La muchacha no salía de su encanto. Una
fascinación irrefrenable absorbía cada centímetro de su piel. Percibía que el
corazón estaba a punto de desbordársele.
– ¿Por qué a través de los siglos muchos de
sus jerarcas, Papas y cardenales y otros bandidos vestidos con hábitos de
monje, tergiversaron en forma inmoral las escrituras y confundieron a los
hombres en su fe?... Estas, Raquel, son dos preguntas que me repito
constantemente… ¡Eran hijos del diablo, no de Dios!...
– ¡Estoy de acuerdo contigo! –asintió la
muchacha sin comprender las reflexiones de Santiago, aunque lo escuchaba con
atención.
–Esa no fue la misión encomendada por
Jesucristo a sus apóstoles... El no quería división ni discriminaciones, por el
contrario, buscaba la unión de todos los pueblos a través de la fe cristiana…
Pecadores y no pecadores, bajo los ojos de Dios, son un mismo todo amoroso,
único e indisoluble.
– ¿Cómo es eso? –preguntó desconcertada
agitando las manos.
–El
mal, bella niña, se corrige con el bien. Y el bien promueve la reconciliación y
el perdón entre los hombres –explicó tomándole la mano con ternura–. El perdón
es fe, no humillación. Sólo aquellos que pueden perdonar están con Dios, porque
en Dios no hay condena, sino reconciliación y paz. ¡Allá de aquellos que no
perdonan ni se arrepienten!
–Entiendo Santiago, pero no me digas niña
porque soy una mujer hecha y derecha… Ya tengo diecinueve años, ¿sabes? –señaló
retirando suavemente la mano de la suya–. Creo en lo que dices… Lo viví en carne
propia con mi mamá… Tú la conoces, sabes que es una mujer buena, que ayuda a la
gente aunque no tenga ni para nosotros… –explicó. Luego, abriendo más que de
costumbre sus grandes ojos, como buscando mayor contundencia a sus palabras,
agregó–: Mi mamá es tan devota, que la he visto ayunar luego que le regala a
los vecinos la poca comida que nos queda… Cuando la veo orar, y lo hace todos
los días, parece una santa –afirmó inquieta mientras se acariciaba las rodillas
con ambas manos–. Ella es muy pura, pero los sacerdotes la tienen confundida…
Le niegan la comunión porque dicen que es una mujer divorciada…
– Farsantes... ¡Hipócritas pecadores!
–exclamó Santiago interrumpiéndola–. ¡Pero ellos si toman la comunión después
de violar aberradamente a jóvenes y monjas!
– ¡Qué barbaridad!... ¿Será por eso que
mucha gente ya no va a misa?… Mis amigos ya no creen en esos zamuros… Dicen que son mala gente… Gente
acomplejada… –remachó Raquel.
–No todos… Hay que ser justos y no se puede
generalizar… El peor mal está en las cabezas, en los jefes de la Iglesia…
–Santiago, si me permites, te voy a contar
algo que me dejó pasmada. Quiero que me des tú opinión.
–Dime… Te escucho… Si está en mi poder
valorizar lo que me dirás lo haré –afirmó el joven predicador.
–Hace varios meses una amiga mía fue a
buscar al cura porque su mamá se estaba muriendo… Quería que le diese la
extremaunción. Llorando y con el corazón deshecho salió corriendo cerro abajo.
Eran casi las dos de la tarde… Como a la media hora llegó a la iglesia y
desesperada se puso a tocar la puerta de la sacristía. –Contenta por la
atención que le estaba prestando el predicador, la joven hizo una corta pausa
para tomar aire y enseguida prosiguió–: Como nadie respondía, se iba a ir.
Apenas dio la espalda a la puerta una señora la abrió para atenderla. Mi amiga
le explicó la urgencia, pero la señora le dijo que no podía hacer nada, que
volviera más tarde. Que el cura estaba haciendo la siesta y que sus órdenes
eran terminantes: por nada en el mundo deberían despertarlo… La pobre se fue.
Volvió al cerro y vio que su mamá empeoraba. Sabía que pronto moriría. Por eso,
pasadas algunas horas volvió a la iglesia, pero esta vez le vinieron con el
cuento de que el cura no estaba, que se había ido a la barbería…
–Fue una indolencia criminal… Son las
actitudes que socavan la fe en Cristo…Sé que eso ocurre Raquel, pero hay cosas
aún peores… Mucho peores, donde la vida de millares de personas está en peligro.
–Si tú lo dices, te creo… Santiago, tú nos
has abierto los ojos en muchas cosas… ¡Gracias a Dios qué estás en el
barrio!... Le has devuelto la fe a muchos… A muchos, y yo los conozco, que
estaban metidos en la maldad… ¡Tú entiendes! –afirmó tomándole ahora ella la mano.
–Pronto se revelará la verdad, Raquel… La
justicia divina caerá sobre los hombres y la Iglesia será reconstruida
–sentenció para serenarla.
–Mi papá, y me duele decirlo, era un hombre
malo, confundido –refirió Raquel arrastrada por los recuerdos, como queriendo
contarle en un momento toda su vida–. Maltrataba mucho a mi mamá. Siempre que
llegaba borracho, que eran casi todos los días, excepto los lunes, porque,
según decía, “tenía que llegar ‘sanito’ al trabajo”, le daba grandes palizas,
¡y por nada!... Era un bruto… ¡Un frustrado cobarde!... Un día casi la mata
–relató aterrorizada, como si aquellas terribles escenas del pasado se repetían
delante de sus ojos como en una película. Tragó saliva y ansiosa continuó–: Los
vecinos me ayudaron a llevarla al Puesto de Socorro… Tenía un ojo casi
desprendido… Los médicos que la atendieron le hicieron varias radiografías y
dijeron que también tenía dos costillas rotas, además de moretones,
excoriaciones y todo eso, en piernas y brazos…
–No sigas… No te sigas haciendo daño Raquel…
Con eso no solucionarás nada… Solo te harás daño…
–Lo sé, pero tengo que desahogarme… Disculpa
y escúchame sólo un minutito más… Esa vez pasó dos semanas hospitalizada… ¡Te
lo juro!... Después que se recuperó huimos del barrio. Nos fuimos lejos… Estábamos
felices y vivíamos sin angustias… –Calló. Su rostro, que momentos antes parecía
iluminado de esperanza, ensombreció de nuevo–. Pasado un año nos encontró y se
volvió a prender la pelea… Lo de siempre… Peleas y discusiones, pero esa vez,
pese a que mi madre recibió varios golpes, no lo dejó entrar a la casa. Al poco
tiempo salió el divorcio, que fue otro problema, pero al fin mi mamá pudo
sacárselo de encima… No fue fácil, pero lo logró. Por eso Santiago me parece
una injusticia que después de todo lo que pasó no la dejen comulgar.
–No te preocupes bella amiga, Dios hará
justicia. Negar la comunión a los divorciados es otra aberración de esta
decadente Iglesia Católica que, después de tantos siglos de progresos y
enseñanzas cristianas, todavía vive en un conveniente y medieval oscurantismo.
– ¡No entiendo!… Y no me reproches…No me
digas que esa es mi palabra preferida porque me voy a poner brava, pero dime:
¿Por qué si uno busca acercarse a la Iglesia esta le cierra la puerta? –indagó
con ingenuidad infantil.
–Todo, hoy en día, es muy confuso. Hay
muchos intereses… La Iglesia está corrompida… –trató de explicar Santiago con
palabras simples–. Lo que le pasa a tú mamá es, además de injusto, es absurdo
–aclaró–. Lo mismo sucede con millones de creyentes en todo el mundo… La
Iglesia, en vez de sumar, se empeña con terquedad en dividir, ya que no es
capaz de organizar y soportar en sus hombros el poder omnipotente y supremo de
la fe en Cristo.
–Entonces, ¿por qué tratan de obligar a la
gente a que vaya a misa? –preguntó embrollada la joven.
–A la Iglesia actual le interesa muy poco, o
nada, que el mundo entero se vuelque a la palabra de Cristo –sentenció Santiago
con voz grave y seguro de lo que estaba diciendo–. Sería complicarle la
comodidad de sus vidas… A ellos únicamente les importa preservar su poder
compacto, sin mucho alboroto ni más fieles, ya que serían, y de hecho lo son,
incapaces de manejar y, entiende bien, de ma-ni-pu-lar –dijo deletreando cada
sílaba con énfasis y dicción inequívoca– a tantos millones de personas al mismo
tiempo. Eso escapa de su radio organizativo. Entonces, lo mejor para la Iglesia
es seguir la maquiavélica sugerencia de dividir para seguir reinando en ‘paz’
pecadora…
Santiago calló deliberadamente y le brindó
una tierna mirada. Raquel estaba emocionada, ya que nunca había visto a
Santiago hablar de esa forma. Mucho menos tenerlo tan cerca y haberse recostado
de su hombro o de posar su mano en la suya. Nunca hubiese imaginado tanta
dicha.
–Que un divorciado no pueda comulgar no es
un mandato de Dios, sino una superficial interpretación humana de las
escrituras. Una interpretación discriminatoria que conlleva un soberbio odio en
sus entrañas... Un hombre de amor y fe como Jesucristo nunca hubiese permitido
semejante atropello… Como tampoco es Ley de Dios que los sacerdotes no puedan
casarse… ¡Eso es mentira!... Es otra manipulación de la Iglesia.
– ¿Entonces en la Iglesia todo es engaño?
–preguntó Raquel con espontánea inocencia.
–Te responderé, inquieta muchachita,
diciéndote que todos los profetas y muchos de los apóstoles de Cristo eran
hombres casados, con hijos y una familia numerosa.
–Nunca pensé en eso... Pero, por favor,
Santiago, ya no me llames más muchachita porque ya soy una mujer hecha y
derecha.
–Está bien, mujer hecha y derecha –repitió
parodiándola–. A los sacerdotes no les permiten casarse por una decisión
unilateral, incoherente y sumamente egoísta de la Iglesia, que no proviene de
Dios ni de las enseñanzas de Cristo… ¿Comprendes? –interrogó para cerciorase de
que estaba siendo claro.
– ¡Sí!... Si, entiendo –contestó Raquel,
aunque ahora estaba más pendiente del hombre, de sus ojos y expresiones, que de
sus instructivas palabras.
–Es una decisión –repitió el predicador–
egoísta y malvada, porque, según obvias y oscuras intenciones, para mantener a
los sacerdotes bajo su control, dominio y vigilancia, la Iglesia necesita
supervisar cada uno de sus pasos las veinticuatro horas del día en cada uno de
los instante de toda su vida y para lograrlo deben tenerlos ubicados y
encerrados en sus claustros… Para alcanzar ese fin, durante siglos formaron una
red de espionaje e inteligencia a través de parroquias y obispados… Por eso en
sus inicios todos son confinados, a fin de lavarles el cerebro, en conventos,
monasterios y retiros… ¿Entiendes lo que digo? –preguntó observando su reacción.
– ¡Sí!... Si… –remachó–. Pero, ¿por qué
ocurre eso? –preguntó extrañada por semejante enredo.
–Las autoridades eclesiásticas ven como
insano que los sacerdotes se casen, que se distraigan en la Sagrada Familia y
en sus propios hijos, un sólo segundo de sus vidas y quehaceres apostólicos.
Esa es, simple y llanamente, la esclavitud del sacerdocio. Una esclavitud
pecaminosa y denigrante a la condición humana… ¡Es la “santa” dictadura de la
Iglesia!
– ¿Por qué el matrimonio te parece tan
importante entre los sacerdotes? –interrumpió Raquel, esta vez totalmente
desorientada.
–Porque es injusto pedirle a un hombre, por
más votos de castidad que haga y por más vocación hacia Cristo que tenga,
veinticuatro horas sobre veinticuatro horas de abstención en pensamientos,
palabras y obras en un mundo donde hay tanta provocación, placer, insinuación y
libertinaje… Es algo imposible de dominar –precisó–. Por eso entre los sacerdotes,
obispos, monseñores y en quien tú menos te imaginas, hay tantas aberraciones y
desviaciones sexuales, espirituales y mentales.
– Ahora sí entendí… Pienso que si le
permitiesen casarse no pasarían por tantas cosas malas… ¡Pobrecitos! –exclamó
apiadándose.
El joven predicador la observó fijamente,
sin embargo su mente estaba divagando en un tiempo que no parecía terrenal.
Sus ojos irradiaban un esplendor etéreo. En
su brillo se revelaba algo divino e inexplicable. Era apenas un muchacho, un
muchacho como cualquier otro, pero sus reflexiones brotaban de su boca con tal
espiritual sabiduría, que cualquiera lo hubiese confundido con un ilustrado
anciano o un ser ungido por un don celestial, de allí el apodo de El Iluminado, que le endosaron en el
barrio.
– Raquel, el matrimonio es un sacramento
instituido por Dios y protegido por sus mandamientos... Es un sacramento
divino… Es el símbolo de la unión del hombre con Dios. ¿Quién dijo que está
permitido para unos y para otros no? –se interrogó, y luego, como impulsado por
una revelación, continuó–: Dios me pidió que le recordase a los sacerdotes de
la Tierra que, por voluntad divina, pueden casarse libremente y sin presión,
cuándo, dónde y con quién quieran y que por ello serán bendecidos, así como las
familias que procreen… ¡Serán bendecidos por la gracia de Dios!... – hizo una
corta pausa, y como si hubiese regresado del infinito, agregó–: La familia es
un don divino y para todos por igual… Si la Iglesia cumpliese ese precepto
acabarían las aberraciones y locuras “benditas”… Se evitaría el cisma que está
por venir…
Santiago guardó silencio. La noche, en su
apresurada marcha, parecía querer tragarse en las penumbras cada rastro de luz
que quedaba en el cerro. De su semblante se fue disipando aquel indescriptible
aspecto que tenía segundos antes. Su voz ya no parecía venir de las bóvedas
celestes. Era otro ser, más terreno, más elemental, que pocos segundos antes.
–Perdona que te atormente con mis palabras,
pero no puedo dejar de pensar en la maldad de algunos seres –se justificó casi
en murmullo.
–Santiago, estoy feliz de estar a tu lado,
escuchándote, aprendiendo… En nada me molestas –objetó la joven prodigándole
una tierna mirada que hablaba de amor.
–Gracias por entender… Pero es tarde… Tengo
que irme –expresó inesperadamente y a manera de disculpa, adujo: –Tengo
problemas con la moto... Hoy no quería encender y me costó un rezo a San
Ignacio hacerla volver en sí –afirmó bosquejando una impaciente sonrisa–…
Mañana, si Dios quiere, le chequearé la batería y…
– ¡Por favor, no te vayas todavía! –rogó
Raquel dibujando una tierna mirada en su rostro–. ¡Quédate un poquito más!…
Todo lo que has dicho me hace sentir bien y estoy totalmente de acuerdo contigo
en todo.
–Lo sé, dulce amiga, Dios es justicia
todopoderosa, pero la Iglesia parece haberlo olvidado. Pregonan y publican en
sus libros religiosos que “sin el derecho al matrimonio y a la procreación no
existe la dignidad humana”. De acuerdo a esos postulados los sacerdotes son
seres indignos a la condición humana porque no tienen derecho a casarse ni a
tener hijos… ¡Absurdo! –sentenció mientras Raquel no dejaba de clavarle sus
hermosos ojos–. ¿O será qué unos simples votos de castidad dispensan a los sacerdotes
de ser indignos?... ¡Qué imbecilidad más ruin!... ¡Todos los sacerdotes
deberían casarse y tener hijos! –recalcó convencido de que era lo mejor para
ellos.
–Tienes razón Santiago… ¿Qué tiene que ver
el matrimonio con la pureza del alma?… Hacen ver como si casarse fuese un
pecado mortal.
–Creo que un sacerdote con esposa e hijos
sería más útil para el cristianismo y la fe. El sacerdote casado estará más
cerca de la comprensión humana cuando tenga su propia familia. Podrá palpar en
carne propia el milagro de la vida a través del nacimiento de sus hijos… No sé
si me explico, Raquel –preguntó haciendo un gesto con las manos.
– ¡Claro que sí!… Es tan simple, que hasta
yo lo entiendo.
Santiago la contempló satisfecho. La joven
absorbía con relativa facilidad lo que la Iglesia se había resistido admitir
tercamente durante muchos siglos.
–Estando unido en matrimonio, el sacerdote
viviría la experiencia católica de su propia familia en Cristo… Experimentaría
su crecimiento, conduciría la educación de sus hijos y observaría su posterior
comportamiento como hombres de Dios en la sociedad… ¿Te parece eso malo,
Raquel? –indagó, y al ver que la joven movía la cabeza negativamente, agregó–:
Serían vivencias únicas. Experiencias que les darían más sabiduría y
comprensión sobre la santa misión que tiene que cumplir un cristiano en la
Tierra… Pero, bajo los actuales preceptos, todo es incomprensible… Todo es
confusión… La Iglesia confunde… –sentenció agitando las manos.
Hizo una pausa. En sus ojos se percibía un
rasgo que sólo la duda puede bosquejar. Vacilante se pasó la mano por la
frente. Sentía las sienes estallar. Dudó una vez más. No estaba seguro si debía
decir lo que iba a decir. Pensaba que Raquel era demasiado joven para
comprenderlo. De pronto, pese a la momentánea indecisión, sus labios comenzaron
a moverse.
–Raquel, la Iglesia está contra el aborto no
por motivos éticos o divinos. ¡No!... Se burla del mundo… ¿Por qué entonces
exige el aborto de monjas violadas y sometidas a las más aberrantes torturas
sexuales por sacerdotes que se dicen hombres de Dios, pero que en realidad son
discípulos del diablo?... A eso yo le llamo complicidad criminal –señaló.
– ¡Oh, qué Dios nos libre de tanta
maldad!... ¡María Santísima evita que eso siga sucediendo! –exclamó la muchacha
haciéndose la señal de la cruz.
En su frágil hermosura Raquel semejaba una
flor virginal. Con cada palabra de Santiago sus pupilas reclamaban a gritos
justicia y, también, porque ya no podía ocultarlo más, ¡amor!... Un amor puro y
sublime.
–Esos indignos sacerdotes no sólo violan la
ley de los hombres sino también pisotean, en nombre de Cristo, todos los
principios de la Ley Divina…
–No sigas… ¡Por favor, no sigas Santiago!...
Hablemos de otra cosa…
–Pisotean el nombre de ese Dios que ellos
dicen representar en la Tierra. Es una actitud repugnante y vil… Pero hoy… Hoy…
–expresó turbado sin poder concluir lo que pensaba decir.
Bajó la cabeza. Apoyó los codos sobre sus
muslos y con los pulgares se palpó las sienes. Cuando sus dedos se posaron
sobre aquellas venas incoloras y palpitantes, sus ojos humedecieron.
– ¡Tranquilízate, Santiago!... ¡Tranquilízate! –apremió Raquel–. No
sigas torturándote porque me destrozas el corazón… ¡No pienses más en eso, por
favor!… Pero si te desahoga… Si aplaca tu sufrimiento, dime lo que quieras…
Estoy contigo y te apoyaré en todo –expresó abrazándolo.
–Me entristece que tantas monjas misioneras
hayan sido violadas por sacerdotes de su misma congregación.
– ¡Qué criminales!... Ya nadie puede confiar
en ellos…
–También hay otras cosas, igualmente
funestas, Raquel… Me enteré de algo muy maligno... Existen miles de millares de
curas gay que con la complicidad de la Iglesia abusan, perversa y
constantemente, de los inocentes niños que los padres confían a sus cuidados en
escuelas y colegios católicos… Lo más abominable de todo esto, es que algunos
de ellos solicitan permiso a sus superiores para casarse en rito homosexual… No
lo quise decir en el cerro porque era demasiado duro –confesó compungido–. En
el barrio ya hay suficiente dolor, no merecen sufrir por los crímenes de otros…
Por eso no lo dije…
– Lo sé Santiago… Durante el sermón yo
estaba entre la gente... Todos estábamos asombrados… ¿Y es qué nunca se acabará
la maldad?... ¡Qué asco, qué basura, Dios mío! –se lamentó la joven echando
hacia atrás su rubio y largo cabello.
–En las iglesias hay muchos sacerdotes
buenos, casi santos, aunque los malos los superan tres a uno… En el día de la
revelación ellos serán nuestros aliados… Los muros de la Iglesia tienen que ser
removidos para expulsar a los adictos del mal… ¡Por eso estoy aquí!... Por eso
el Padre me envió… Debo limpiar y purificar la Iglesia… ¡Satán la ha invadido!
–afirmó categórico, acariciándose la incipiente barba que comenzaba a despuntar
en su rostro.
Capítulo 14
John Dark acababa de aterrizar en el
Aeropuerto Internacional de Maiquetía. En el avión se había cambiado de ropa.
La chemise negra la sustituyó por una
camisa blanca de puños y en el bolsillo superior del saco acomodó con desenfado
un pañuelo blanco.
El ex combatiente de Afganistán pasó por
inmigración como cualquier otro turista, sin ningún problema. De ahí siguió
directo hacia la salida llevando el pequeño maletín, único equipaje que traía
consigo, el cual las autoridades aduanales de Bologna le permitieron embarcarlo
como bulto de mano.
Antes de dejar las instalaciones
aeroportuarias se dirigió al lavabo, donde de un tirón se arrancó el bigote
postizo. Después se lavó bien las manos con un pequeño jabón que sacó de un
estuche que tenía guardado en unos de los bolsillos de la chaqueta.
Una vez en la calle solicitó los servicios
de un taxi que estaba aparcado a pocos metros de una de las salidas de la
Terminal Aérea. Cuando el auto se detuvo a su lado abrió la portezuela y se
sentó en el asiento trasero.
–Al hotel Tamanaco, por favor – ordenó con
claro acento español.
El chofer, abobado por el sofocante calor
del litoral playero donde está ubicado el aeropuerto, no preguntó nada de momento.
Sin embargo, después que tomó la autopista que conducía a Caracas, buscó
entablar conversación. No lo hacía por ninguna cortesía, sino para sopesar que
tan incauto era aquel turista recién llegado. Si no tenía un adecuado
conocimiento de las vías de la capital o el cambio de la moneda local, sería
víctima ideal para ser timado al momento de requerir la cuenta. No era nada
nuevo. Sólo un viejo y astuto truco que utilizan algunos inescrupulosos
taxistas en casi todos los aeropuertos del mundo.
– ¿Viene de paseo o de negocios?... ¿Le
gusta Caracas? –preguntó con naturalidad.
John, no dispuesto a hablar con extraños, se
hizo el desentendido. Se reclinó del respaldar y cerró los ojos, denotando
cansancio, por lo que al conductor no le quedó más remedio que encender la
radio, la cual puso a bajo volumen, y quedarse callado.
Luego de subir por la autopista de La
Guaira, que es la única vía rápida a la capital, y de resignarse a varios
quilómetros del infernal tráfico urbano, el taxi se detuvo frente al lobby del
majestuoso Hotel Tamanaco, una joya arquitectónica construida en los albores de
los años cincuenta y el cinco estrellas más antiguo de la ciudad.
En la recepción Dark mostró el pasaporte y
se registró sin problemas. Su reservación había sido hecha con antelación por
sus mentores días antes de salir de Ravenna.
Después de pasar la tarjeta electrónica por
la ranura de la habitación 515, ubicada en el quinto piso del hotel, entró y
cerró la puerta tras de sí. Apoyó el pequeño maletín sobre el sofá que estaba
cerca del guardarropa y sin siquiera lavarse la cara después de aquel viaje tan
caluroso ya que el taxista tenía el aire acondicionado dañado, tomó el
teléfono, marcó un número que tenía anotado en una pequeña agenda de cuero
negra y esperó unos segundos.
–Soy El
Caballero enviado desde Ravenna.
Acabo de llegar… ¿Todo sigue igual, no hay cambios? –expresó al escuchar una
voz del otro lado de la línea.
– Sí, todo sigue igual, pero, por favor,
deme la contraseña –solicitaron del otro lado de la línea.
–La
espada de Dios vencerá –precisó John Dark.
–Y
nunca será doblegada –contestó su misterioso interlocutor, quien era nada
menos que Serafino Anás, el Prior de la Misión de San Felipe.
– ¿El paquete con los utensilios de trabajo están
listos? –indagó el recién llegado.
–Todo, tal como ustedes lo pidió y le será
entregado en la dirección convenida.
–Bien, me volveré a comunicar con usted
cuando lo crea conveniente –puntualizó el ex veterano de Afganistán antes de
colgar.
John Dark era la persona a la que se refería
Serafino durante la celebración del conclave. Era el Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia, que había
solicitado a sus superiores de Roma que le enviase. Cuando le preguntó al prior
sobre “los utensilios de trabajos” se refería a armas.
Los
Justicieros de Dios pertenecen a una congregación muy especial y hermética
del Vaticano y únicamente siguen órdenes de algunos altos prelados de la Santa
Sede, cuya identidad es conocida por muy pocos. Al ser admitidos a la orden, Los Justicieros hacen un riguroso voto
de silencio y juran sacrificar sus propias vidas y la de quien fuese necesario,
a fin de no revelar la verdad sobre su existencia.
Desde tiempos remotos hombres como Dark y
hasta legiones de ellos, han servido a la Santa Iglesia. Su pasado se remonta a
Los Caballeros de Dios, una secta secreta que nació en el siglo XIII debido a
una escisión que sufrió la Orden de Los Templarios, unos duros
monjes-guerreros, la cual había sido fundada en 1118 por Hugo de Payns y otros
ocho caballeros franceses, compañeros de Godofredo de Bouillon, Duque de
Lorena, conquistador, libertador de Jerusalén y jefe de la primera cruzada.
Inicialmente los Caballeros del Temple eran
los más acérrimos defensores de la Iglesia y su verdadero nombre, en aquel
entonces, fue el de los Hospitalarios de
San Juan de Jerusalén, Orden militar y religiosa que dio origen a Las
Cruzadas. La misma que renegó de su existencia Serafino durante el conclave en
la Misión Capuchina.
Esa
Orden estaba libre de toda jurisdicción temporal y dependía directamente de la
Santa Sede. No obstante, en nombre de Dios y de la Iglesia cometieron muchos
crímenes, entre ellos el robo, saqueos, exterminio de pueblos enteros y el
homicidio. Se creían poseedores de la verdad absoluta y justificaban sus
atrocidades en nombre de la fe cristiana y en la defensa del Santo Sepulcro.
La historia cuenta que a instancias de un
insigne señor, llamado Bernardo de Claraval, luego convertido en San Bernardo,
dos caballeros francos, dos Hugos: de Payns y de la Champaña, fundaron en 1118
la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, cuya originalidad radicaba en que
los integrantes eran monjes guerreros.
Siendo ya nueve, se presentaron ante el Rey
Balduino II de Jerusalén y se ofrecieron para cuidar el camino de Jaffa,
infestado de ladrones que asaltaban a los peregrinos. Antes de emprender su
misión, tomaron los tres votos monacales: pobreza, obediencia y castidad. Poco
después el rey les entrega como vivienda una parte del templo de Jerusalén, lo
que les da el nombre definitivo de Caballeros Templarios. Diez años
permanecieron en esa condición, sin aumentar su número ni inmiscuirse en las
guerras santas en que estaba sumida la zona.
En 1128, San Bernardo logró concitar un
Concilio (de Troyes) para que se aprobara la Orden del Temple, sujeta única y
exclusivamente a los mandatos del Papa, sin dependencia alguna a las
autoridades eclesiásticas o terrenales y liberada de todo impuesto.
Es precisamente en ese entonces cuando los
Caballeros visten la túnica blanca que los diferenció de sus
aliados-adversarios, los Caballeros de San Juan (hoy de Malta), que vestían
túnica negra. Si bien el blanco era el color elegido por el Cister, casualidad
o no, era también el de los Levitas que cuidaban el Arca, el de los esenios, el
de los sufíes y el mismo que utilizó Jesucristo. En 1147 el papa Eugenio III
los autorizó a lucir la cruz griega de ocho puntas de color rojo.
Fue Bernardo de Claraval quien compactó la
Orden, le confió su misión, le transmitió sus enseñanzas y finalmente redactó
sus reglas iniciales. Parte de estos hechos permanecerán por siempre en secreto.
A partir del Concilio, sus principales
miembros recorrieron el mundo de entonces reclutando fondos y enrolando
efectivos para asumir, una vez organizados, la Guerra Santa. La respuesta fue
generosa y concluyente. Los caballeros fueron alineados de a dos, en díadas.
Ambos caballeros comían de la misma escudilla.
En la campaña de Oriente la disciplina hubo
de ser feroz, la retirada imposible, la mínima falta duramente castigada y la
vida comunitaria emparejada, tanto en armamento como en Padrenuestros.
Muerte, sangre y victoria, amor, salvajismo,
abnegación y derrota fueron hitos anónimos en los campos de Galilea mientras el
“otro” Temple, el que había quedado en Occidente (excepto España, donde también
guerreaban), se transformaba en un factor de crecimiento, pacificación y
civilización.
En un plano de respeto al conocimiento y
creencias monoteístas, los templarios entablaron en Oriente relaciones, entre
batalla y batalla, con musulmanes y rabinos a los que invitaron a su base en
Francia para discutir y aprender de ellos.
Las relaciones entre templarios y musulmanes
fueron corteses, tal vez de una comprensión casi perfecta, lo cual no evitó que
se degollaran con saña si caían prisioneros uno del otro. Sin embargo, pese a
su bravura en combate, fueron proclives e intentaron treguas para ahorrar
sangre. Estos hechos merecieron críticas de casi todos (incluso de San Luis),
algunas hijas del fundamentalismo religioso de la época y de otras montadas en
la cresta de la ola de la envidia a la grandeza de cuerpo y espíritu de los
caballeros, ya que la riqueza del Temple no solo fue material sino también espiritualmente
trascendente.
Paralelamente a su enriquecimiento, forjaron
y ampararon una legión de artesanos. Desarrollaron el arte gótico (sistema sin
precedente que alivió el peso de los muros) y características arquitectónicas
muy peculiares en todos sus edificios. Construyeron o ayudaron a construir más
de 70 catedrales en menos de 100 años, que liberadas del románico, se alzaron
al cielo en abierto desafío a la ley de gravedad. Protegieron “fraternidades”
constructoras (los “Hijos del Maestre Jaques” o los “Hijos de Salomón”) las
que, desprotegidas al caer el Temple, se transformarían en la semilla de la
francmasonería. Despejaron los caminos de ladrones y feudales salteadores con
lo que abrieron las rutas al comercio. Difundieron la letra de cambio (ya
practicada por venecianos y lombardos) y con sus extensos cultivos alimentaron
como nunca a hombres y bestias de Europa. Durante los casi doscientos años de
su existencia no hubo hambruna en Europa. Elaboraron una simbología y un código
para su comunicación interna, ante la ignorante desesperación de reyes y obispos.
La buena administración, la exención de
impuestos, los botines de guerra, las continuas donaciones y buenos negocios,
dieron como fruto el enriquecimiento de la Orden. Enriquecimiento que regresaba
al pueblo al mejorar las condiciones de vida para todos.
En términos modernos puede decirse que se
transformó en una “multinacional ética” con deudores prominentes, lo que
resultaría a la larga peligroso. Más de un Rey de Francia recurrió al Temple en
busca de dinero, entre ellos Felipe IV (El Hermoso), quien sumido en deudas,
motines e inflación creyó encontrar la solución en hacerse de sus bienes. Tuvo
como colaborador tardío en la empresa al Papa Clemente V.
La noche del 14 de octubre de 1307 Felipe El
Hermoso hizo arrestar a Los Templarios de su reino.
Acusados de herejía, sodomía, confesión
comunitaria, escupir el crucifijo y otros argumentos de indudable efecto
popular, elegidos hábilmente por Nogaret, el consultor legal, los nobles
caballeros sufrieron lo indecible en cárceles pestilentes, frías, oscuras,
hostiles hasta el destino final: la hoguera.
La “justicia” de la Inquisición estuvo a
cargo de los dominicos, sus enemigos ya conocidos. Las confesiones fueron
compradas o arrancadas bajo tortura.
Cada uno trataba de obtener su parte del
botín. Si bien Felipe quería los bienes de la Orden, también el clero secular,
el propio Papa y nobles de la época, apuraban como buitres hambrientos los
trámites para tratar de conseguir algún bien del Temple, algún despojo, por
pequeño que fuera y todo “por amor a Dios”. La codicia hizo presa de todos,
incluida la Iglesia.
El 18 de marzo de 1311, el último Gran
Maestre, Jaques de Molay, analfabeto, virilmente prefirió el fuego a la cadena perpetua.
Godofredo de Charnay lo siguió.
Según relatos, en cuanto vio el fuego
preparado, Jaques de Molay se desnudó sin titubear y le dijo a los verdugos:
“Por lo menos dejadme juntar un poco las manos para elevar mi plegaria a
Dios..., ya que voy a morir, sabe Dios, injustamente. Pronto caerá la desgracia
sobre quienes nos condenan inicuamente. Dios vengará nuestra muerte, con esta
convicción muero”. La muerte lo tomó tan dulcemente que fue motivo de
admiración para los presentes.
En 1328 ya no reinaba en Francia
descendiente alguno de Felipe El Hermoso. Después llegaron las guerras, el
hambre y la peste y el galope sombrío de los jinetes del Apocalipsis.
Se cuenta que cuando la cabeza de Luis XVI
rodó, de la multitud salió el grito: “¡Jaques de Molay, por fin has sido
vengado!”. Es que se decía que Felipe había reencarnado en Luis XVI.
San Bernardo, que según la leyenda bebió
tres gotas de leche brindadas por la Virgen Negra mientras oraba y que, de
acuerdo a la tradición, había sido instruido por druidas, fue el mentor de la
Orden del Temple. Pretendió una Orden que se inmiscuyera sin vergüenza en los
asuntos mundanos y que pese a que sus miembros fueran absolutamente pobres, la
orden en sí fuera inmensamente rica. Que se implicara en todas las actividades
humanas para ser su reformadora, organizadora, juez y custodia.
Es decir, hubo un enriquecimiento voluntario
desde el inicio y necesario para el despliegue de las actividades posteriores.
Una de las misiones secretas que le impuso
San Bernardo era la búsqueda del Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley, que
suponía enterradas en el Templo de Jerusalén. Es probable que junto a las
Tablas de la Ley hubiese copias de algunos documentos sagrados egipcios que
Moisés se habría llevado en el éxodo, motivo determinante, tal vez, de la
encarnizada persecución del Faraón.
Aparentemente, los templarios se
establecieron siempre en enclaves mágicos, sagrados, lugares de mucha energía,
donde por otra parte, ya habían existido otros cultos y construcciones
sagradas.
Se dice que bebieron de fuentes más
antiguas, a veces no conocidas, que su sincretismo religioso conjugó el
esoterismo esenio y judío con el sufismo, el gnosticismo, la alquimia, el
hermetismo egipcio y el mundo mágico de las runas y el mito del Santo Grial.
La riqueza de Los Templarios, muy bien
administrada, alentó la codicia de reyes y papas.
Imperdonable ha de haber sido también que en
lo religioso hayan sido tolerantes y hasta ecuménicos, cuando tal cosa era
sinónimo de traición, herejía o cobardía. Que hayan sido lo suficientemente
fieles a la tradición, a la Orden y a sí mismos como para elegir, hasta el
último de ellos, la hoguera en vez de la cadena perpetua, los hace guerreros
excepcionales.
Por ello no tuvieron perdón ni compasión de
la Iglesia. Menos aún cuando su lema fue: “Non
nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam” (No a nosotros Señor,
no a nosotros, sea la gloria en Tú Nombre).
Los Templarios fueron infundadamente
acusados y encarcelados por ultrajar imágenes religiosas y sagradas, adorar a
perros y gatos, realizar orgías, obtener riquezas por métodos criminales y
estar íntimamente relacionados con la sociedad secreta de Los Asesinos, pecados
que, en su época, eran absueltos por las altas dignidades eclesiásticas sin
mediar entre ellos la confesión.
En pocas palabras, Los Caballeros de Dios y
Los Templarios eran hojas de un mismo árbol.
Al igual que hoy en día, en pleno siglo XXI,
lo es John Dark. Un Justiciero de Dios,
un heredero de los Hijos del Temple, que en vez de usar la espada o el
cuchillo, usa armas de guerra sofisticadas y gases letales, y que sin estar
agrupado en díadas o sectas, siendo uno sólo puede causar más daño que cien
Templarios juntos de los siglos pasados.
Capítulo 15
La mañana siguiente Figueroa amaneció con un
aturdimiento bestial. Estuvieron bebiendo hasta bien entrada la madrugada y
siquiera recordaba la hora en que había llegado al hotel. Llamó a la recepción
para que le subiesen aspirinas y dos frascos de bebida reconstituyente.
La resaca era grande, pero estaba contento.
Había logrado involucrar a Basilisco y a su amigo Fernando en el proyecto para
llevar a Santiago ante los monjes de la Misión de San Felipe.
Aunque creía que lo hubiese podido lograr solo,
sin ninguna ayuda, prefirió compartir la aventura y las ganancias con tal de
intentar, otra vez, recobrar el cariño de su hijo, afecto el cual la vida le
había negado desde hacía veinticinco años.
De pronto en sus pensamientos cruzó la
imagen de Hidra, su ex esposa. El sólo recuerdo lo indisponía porque aquella
mujer había destrozado su existencia, la de su propio hijo y de todo lo que
estaba a su alcance.
En un lugar muy especial e inviolable de su
memoria almacenaba con celo sádico todos los detalles de la venganza que
concretó Don Ernesto Alvarado Redondo, el padre de Hidra, al bautizarla con ese
extraño nombre.
Esbozando una sonrisa de satisfacción, la
mente de Figueroa lo transportó al día que su suegro conoció a Ninfa Mago, la
madre de Hidra.
En aquellos tiempos Don Ernesto se dedicaba
al abigeato, contrabando y otros delitos. Era conocido en las montañas de
Ureña, al oeste del estado Táchira, como “El loco” Ernesto, alias que después
de amasar una cuantiosa fortuna y alcanzar el respeto, poder e impunidad que
concede el dinero, se transformó en Don Ernesto.
Durante los primeros meses de matrimonio el
poderoso terrateniente se deleitaba narrándoles a sus amigos cómo había
conocido a aquella diosa bendita que luego convirtió en su mujer.
“Ese día el sol estaba inmóvil, estacionado
en el centro en el cielo, y el calor era insoportable -contaba a sus más
íntimos, entre quienes se encontraba Figueroa, mientras se balanceaba en una
mecedora tejida con paja cruda-. Mis hombres y yo decidimos ir hacia el
manantial para refrescar los caballos… Aunque nos perseguía todo un ejército,
mientras cabalgábamos me abrazó un presentimiento… Sabía que algo hermoso me
iba a ocurrir. Lo intuía mucho antes de llegar”, describía el astuto hacendado
haciendo gala de su verbo y cultura, porque antes de meterse a bandolero cursó
un par de años en la Escuela de Filosofía y Letras en la universidad de su
región. Cuando estaba con sus amigos le encantaba utilizar palabras
“desconocidas”, porque “le divertía un mundo verlos abrir los ojos desorientados,
como unos tontos”.
“Desde lejos vi a ese encanto de muchacha
-proseguía relatando- y a sus dos amigas bañándose casi desnuítas, con las teticas
al aire, en El Pozo de la Araña Azul, cerca del Gran cují de los Lamentos, ese que tiene forma de inmenso paraguas y que dicen trajeron de Tierra Santa. Yo
andaba con mi caporal, que era mi segundo al mando, y unas dos docenas de
valientes llaneros. Las tres mujeres estaban provocativas. Era tanta su
belleza, que el manantial envolvía sus
cuerpos con furia, como queriéndolas desflorar. Retozaban de felicidad y
pegaban unos griticos que me hacían
estremecer de deseo cuando el chorro de agua fría de la cascada reventaba sobre
sus cuerpos… La pequeña pantaletica de la más jovencita transparentaba
un matorral lleno de virginal sensualidad. Al vernos llegar comenzaron a
cuchichear y reír entre ellas con picardía, sin ningún rubor… ¡Eran unos
ángeles!… Una obra perfecta de la naturaleza. Yo quedé flechado por una sola,
la más mocita, que tenía el pelo más negro que la misma noche. Después supe que
se llamaba Ninfa Reyes y que iba a ser mí mujer, o si no dejaría de llamarme Ernesto Alvarado Redondo”, contaba el
viejo hacendado.
Y la verdad es que aquella mujer quedó
tatuada en los ojos de Don Ernesto desde ese instante y hasta el día de su
muerte. Después de verla todo corrió más aprisa que el viento.
Pese a la diferencia de origen y edad, Don
Ernesto pasaba de los cuarenta y nueve y Ninfa apenas acababa de salir de la
adolescencia, la perfecta hermosura de aquella jovencita, que le parecía una
ilusión inalcanzable, lo atrapó tan ciegamente que faltó poco para que del
manantial la llevase directo al altar.
De esa alocada unión pronto nació Hidra, su
primera y única hija.
Atrás
quedaron los días de bandolerismo y persecuciones. La felicidad al fin le había
sonreído a Don Ernesto, tanto, que al dejar sus andanzas compró una gran
hacienda cerca de San Felipe, muy lejos del lugar de sus operaciones delictivas
y donde su verdadera identidad y andadas eran desconocidas.
Aquella alegría primaveral de los comienzos
se vio opacada casi inmediatamente después del parto. Como si hubiese sido
poseída por un maleficio, Ninfa dejó emerger del pozo de sus entrañas una
inusitada y aberrante personalidad. Se hablaba de depresión post parto y otras
tonterías, pero nada de eso era real. Ciertamente había ocurrido una
metamorfosis en aquella mujer después del alumbramiento. Sus encantos
femeninos, sus modales, sus principios morales y hasta su forma de caminar
cambiaron radicalmente. Ahora, más que el ama y señora de una inmensa y productiva
finca, parecía una prostituta callejera. No tanto por los exagerados escotes y
rocambolesco maquillaje facial que comenzó a usar, sino por la forma como
provocaba a los hombres que se le atravesaban en la vía.
Toda la región sabía de sus continúas
infidelidades. En el pueblo la apodaban “La loca adúltera” y, realmente, tenía
de ambas cosas. Don Ernesto decidió no volver a pronunciar nunca más, mientras
viviese, su nombre. Se conformaba con llamarla La Doña o, simplemente, La
mujer. Varias veces pensó en matarla, pero no se atrevió a hacerlo. Su
presencia y juventud le transmitían vida y vigor. Además, pese a todo, la
seguía amando con locura. “Si lo mato -se decía- perderé todo. También moriré.
No puedo vivir sin verla, aunque sea una inmunda ramera”.
Con el pasar de los meses su joven esposa
parecía haberlo olvidado completamente, por lo que sus amigos le gastaban rudas
bromas a Don Ernesto.
Ninfa había experimentado una transformación
irreconocible. De la mujer atenta, generosa y dulce de los inicios, no había
quedado absolutamente nada. Todo se había esfumado, hasta parte de su innata
belleza.
Deslumbrada por las enseñanzas de una
anciana que vivía en una pequeña choza en los alrededores de la hacienda, la
joven comenzó a dedicarle casi todo el día a la práctica de la hechicería y
magia negra, la cual usaba tanto para lastimar o ahuyentar a extraños, como
para domeñar y poseer a quien quisiese. Eso le divertía. Le hacía percibir que,
al fin, tenía algo propio, lejos de la miseria y privaciones de la niñez y de
la influencia de su poderoso, rico y temido marido.
Las tierras de Don Ernesto no estaban lejos
de La Montaña de Sorte, una montaña encantada dominio de la mítica María
Lionza, llamada entre los espiritistas La Reina de Las Cuarenta Legiones, las
cuales estaban formadas por diez espíritus cada una. Junto a La Reina siempre
aparecía Guaicaipuro, cacique que luchó aguerrida y valientemente contra los conquistadores
españoles en el Valle de Caracas y considerado líder de la Corte Indígena, así
como Negro Primero, único negro con rango de oficial en el ejército libertario
de Simón Bolívar que, según la leyenda popular, dirigía La Corte Negra.
María Lionza, de acuerdo a notables
espiritistas, aparecía sentada sobre grandes boas y vestida con un largo manto
azul, plumas de colores y joyas o, cuando la jungla se transformaba en cobriza,
cabalgando sobre el lomo de una gigantesca danta que era escoltada por feroces
pumas, jaguares y chivos.
La leyenda también afirma que La Reina, una
mujer de belleza sin igual, se manifestaba ante creyentes y seguidores como una
gran mariposa azul, la cual revoloteaba antes sus ojos para indicarles el
camino a seguir, revelándole su destino en el mundo del más allá.
El culto a María Lionza se remonta al siglo
XIV, a muchos años antes de la llegada de los conquistadores españoles a
Venezuela. Para ese entonces los indígenas que habitaban el territorio que actualmente
conforma el estado Yaracuy veneraban a Yara, diosa de la naturaleza y el amor.
La tradición popular describe a Yara como
una bella mujer de ojos verdes, pestañas largas, amplias caderas y cabello liso
adornado por tres orquídeas abiertas. “Su sonrisa era dulce y su voz suave y
tenía el don de poder comunicarse con los animales”, se asevera en un documento
indígena escrito sobre piel de leopardo que fue encontrado dentro de un pequeño
cofre tallado en reluciente cuarzo rosado enterrado cerca de una gran cascada
al oeste de la Montaña de Sorte.
Según la fábula, Yara era una princesa
indígena que fue raptada por una enorme anaconda que se enamoró de ella. Cuando
los espíritus de la montaña se enteraron de lo sucedido, decidieron ir en busca
de la serpiente y cuando la encontraron hicieron que se inflara hasta reventar
y morir. Luego nombraron a Yara reina de las lagunas, ríos y cascadas, madre
protectora de la naturaleza y reina del amor.
El mito de Yara sobrevivió a la conquista
española. Así fue como tomó el nombre católico de Nuestra Señora María de la
Onza del Prado Talavera de Nivar, título que con el paso del tiempo se
convirtió en María de la Onza o María Lionza.
Los hechizos que estaba haciendo Ninfa no
tenían nada, ni remotamente, que ver con María Lionza, La Reina del Bien, cuyos
devotos veneraban en Semana Santa para que les curase las enfermedades o le
otorgase poder, riqueza y amor.
Ninfa era todo lo contrario. Se decía que
había hecho un pacto con los demonios y los seres de las cavernas abismales del
más allá. Un más allá muy tenebroso, más en tierras de Yaracuy, donde desde
Chivacoa hasta los confines del cielo, parecía que el infinito absorbía al mal
y hechos venidos de la dimensión de los muertos.
La habilidad que Ninfa fue adquiriendo con
el pasar del tiempo, la cegó de tal manera, que estaba totalmente convencida de
poder controlar las almas, tanto de vivos como de muertos, sin importar hace
cuantos siglos hubiesen dejado de existir.
Esa sensación la tenía soldada con tanta
fuerza en las entrañas, que hizo desbordar con furia sus profundos
resentimientos. Muy rápido comenzó a tejer oscuras represalias contra quienes
consideraba sus enemigos. Ahora percibía que lo tenía todo y que nadie podría
arrebatárselo ni detenerla.
Con los artificios obtenidos de la
hechicería, se creía el ama y señora del llano y las montañas, de seres vivos o
muertos y con poder sobre cualquier voluntad, proviniese de la tierra o de
ultratumba.
Los pobladores contaban que su fuerza era entrañablemente
misteriosa y que durante las noches de luna llena enviaba a un grupo de peones
de la hacienda, a quienes previamente escogía entre los más fuertes, para que
fuesen a extraer rocas de las profundidades de un río cercano. Todas debían ser
planas y en forma de punta de lanza o triángulo.
Con ellas comenzó a construir un altar para
que fuese morada de los espíritus que invocaba. Cinco meses le tomó la
selección de las rocas y otros tres la construcción del altar, el cual mandó a
edificar en la cima de una colina aledaña a la hacienda, cerca de un cementerio
rural, de cuyo costado brotaba un arroyo de aguas turbias.
Cuando Ninfa estaba en plena oración
maléfica, los campesinos que se aventuraban a espiarla en las noches de luna
clara. Decían que se cubría la cara con una máscara hecha con la cabeza de un
chacal y se embriagaba con ron añejo para que de las sombras, de los lugares
húmedos y de los mundos subterráneos, apareciesen ante ella las bestias
infernales del mal y los espíritus de los difuntos.
Contaban que rodeados de gusanos y
serpientes, los dioses del mal, pestilentes como cadáveres en descomposición,
comenzaban a materializarse frente a ella de entre las sombras.
En ese momento Ninfa tomaba la púa de un
peine negro, le prendía fuego a modo de tea y se abría paso entre las almas que
aullaban de dolor. Muchos de los grandes cirios que alumbraban el altar, así
como las pequeñas velas, que las había por cientos dispuestas en forma de
círculo en el piso o entre las rocas, comenzaban a extinguirse. Las llamas
parecían llorar de dolor y casi se podía percibir en coro un susurro maléfico
mientras todo era envuelto por las tinieblas.
Luego, relataban los peones, todo eran
órdenes, que los espíritus salían a cumplir lanzando unos espantosos gritos que
hacían erizar a la sabana.
Esas noches los ríos dejaban de arrullar por
instantes. Pasados algunos minutos, parecían contorsionarse furiosos y sus
aguas volvían a fluir dejando resonar un murmullo triste, como si algo les
hubiese sido arrebatado del fondo de sus entrañas.
Todo era negro en esa época. Hasta los días
azules habían perdido su brillo. La paz apenas era una palabra. Hablar se
convertía en pesar porque todo era muerte más allá de Chivacoa. María Lionza,
La Reina, jamás hubiese podido socorrer a los necesitados, siquiera montada en
su danta como guerrera del bien. Otras fuerzas, y muy poderosas, habían
invadido sus dominios. El mal se había desatado y sólo restaba esperar.
Ninfa tenía el control. De su pequeño feudo
sólo algunos podían salir o entrar, siempre y cuando ella se lo permitiese.
Don Ernesto no escapó a sus conjuros. Era su
víctima más cercana y preferida, por lo que el viejo bandido poco a poco
comenzó a ver minada su fortuna y salud.
Frente a sus compañeros atribuía al desvelo
sus malas inversiones, ya que poco dormía, aunque estos sospechaban que se
debían a los siniestros maleficios de su otrora bella mujer.
Era tanta la perversión que se había
posesionado de Ninfa, que a Don Ernesto, católico por tradición familiar y
fanático estudioso de la Biblia desde su más tierna edad, se le hacía
virtualmente imposible convencerla para llevar ante la pila bautismal a su pequeña
hija.
Ninfa se había convertido, o tal vez lo era
desde un principio, en una atea retorcida en el fango del espiritismo y la
idolatría indígena. Con obcecación se oponía a que su hija recibiese el santo
sacramento del bautizo.
Por un tiempo Don Ernesto buscó inútilmente
convencerla. La mujer nunca dio muestras de ceder, todo lo contrario, lo
maldecía cuando osaba tocarle el tema.
Pese a su intransigencia y maldad, Ninfa
tenía un lado débil y Don Ernesto lo sabía: la ciega ambición y desmedido amor
al dinero.
Por ello un día, en un arranque de
deliberada indulgencia, prometió cederle dos mil hectáreas de tierra de
cualquiera de sus haciendas si accedía a bautizar en el lapso de quince días a
la pequeña, con la condición de que él escogería el nombre y que el de Lorena,
que había llevado hasta ese entonces, sería descartado.
Ninfa le hizo un minucioso interrogatorio
antes de acceder. Al final, convencida de que las intenciones de su marido eran
honestas, pidió, para concretar el pacto, que le revelase el nombre que había
escogido para su hija y Don Ernesto, inofensivamente, mencionó: “Hidra”.
Luego de un premeditado silencio que parecía
no finalizar nunca y con sus ponzoñosos ojos clavados sobre Don Ernesto, aprobó
la decisión acompañándola con una estrepitosa carcajada.
Pasmada por el singular nombre que había
escogido su marido, se pasó las manos por el cabello y con mirada centelleante,
expresó: “Creí que le ibas a poner Virgen María… Como ahora te la das de
santurrón y puro…” y sin concluir explotó otra vez en ensordecedora y
desatinada carcajada que hizo volar despavoridas a unas perdices que anidaban
en unos arbustos cercanos a la finca.
Don Ernesto sonrió manso, aparentando no
importarle nada aquella escena, pero en sus adentros quería asesinarla.
Recobrado el sentido, la mujer examinó de
arriba abajo a su desacoplado esposo y, presintiéndolo indefenso, buscó
aprovecharse de la ocasión.
“¡Hidra!... ¡Está bien!... ¡Del carajo!... Si a ti te gusta ese nombre
para nuestra hija, por mí no hay inconvenientes, pero eso sí, primero me firmas
los papeles cediéndome las tierras. De otra forma no hay arreglo”, exigió Ninfa
según cuenta el caporal de la finca, quien fungía de testigo del pacto.
Intuyendo una trampa, Don Ernesto, bandido
experto y siempre alerta pese a las fatigas de los últimos años, aprobó el
término de su mujer haciendo la salvedad de que firmaría el documento el mismo
día del bautizo y dentro de la misma iglesia donde se concelebraría el
sacramento. Esta aprobó sin aspavientos la condición impuesta.
Blanca, como todas las iglesias de la tierra
donde se le reza con veneración a Dios y a los santos y vírgenes de todos los
días, estaba pintada la capilla de Santa Inés de los Ríos, en la provincia de
Chivacoa. Aunque maltrechas por los años y el uso, cuando las viejas campanas
tañían alegraban a la sabana. Sin embargo, el día de la ceremonia bautismal el
recinto estaba en semisombras, adormecido.
Para que no quedasen dudas y el pacto
tuviese testigos de excepción, a la iglesia fueron invitados todas las
autoridades civiles y militares de la región, entre quienes se encontraban el
juez que una vez condenó a Don Ernesto y luego, a los años, lo absolvió, así
como el general, ya retirado, que comandaba el ejército que una vez lo
perseguía, además de las familias más prominentes de la región, todos ricos
terratenientes.
Aquel roble que durante su juventud fue
temerario bandolero, considerado invencible, adorado por unos y temido por
otros, ahora estaba entregado dócilmente a la voluntad de Ninfa. Pero nadie
sabía que con ello concretaba su venganza, la cual quedaría sembrada en la
llanura como recuerdo imperecedero.
Estaba convencido de que el mayor desastre
de su vida había sido desposar a Ninfa, mujer que le arrebató el sosiego y
llenó de penas. También sabía que con lamentos no solucionaría nada. El daño
estaba hecho. Sólo tenía una carta y se la había jugado. Pasase lo que pasase,
ya no podría devolverla al mazo.
A veces, en los momentos de pesar, quería
arrebatarle al tiempo las horas para borrar el día en que conoció a Ninfa. Sin
embargo la mesa estaba servida. Aunque la mujer con quien se había desposado le
quitó las ganas de vivir, ahora daría, aunque le costase la vida, el último combate.
Se sentía dichoso por haber tenido una hija
legítima, a una verdadera hija, legal y habida en santo matrimonio. La amaba
con ternura, no obstante, cuando su mente era asaltada por escabrosos
pensamientos, maldecía la hora en que la criatura brotó del vientre de aquella
adúltera y diabólica mujer. En esos momentos se asqueaba y arrepentía de
haberla traído al mundo.
Don Ernesto no exageraba. Ciertamente Ninfa
era una bruja indeseable y malvada, a quien le atribuían muchas muertes
extrañas y sucesos inexplicables por todo Yaracuy.
Cuando Ninfa estaba embarazada, sin
imaginarse siquiera, ni remotamente lo que devendría después, Don Ernesto les
decía a sus amigos que vislumbraba que su hija sería el vivo retrato de la
madre. Aunque en ese entonces se refería tan sólo a su belleza, a su alegría,
no se había ciertamente equivocado.
Pasado el tiempo, y a medida que Hidra iba
creciendo, se semejaba cada vez más, tanto en maldad como en arrogancia, a su
madre. Desde que era muy pequeña los vecinos murmuraban que la niña estaba poseída.
Cuando las habladurías llegaban a oídos de
Don Ernesto, éste entraba en cólera profunda y en más de una ocasión amenazó
con matar a quien se atreviese a repetir, en público o en privado, tan grotesca
infamia.
Sin embargo, a veces él también era invadido
por borrascosas dudas que no le hacían conciliar el sueño. En las noches despertaba
sobresaltado víctima de horribles pesadillas. Pesadillas premonitorias que
presagiaban una realidad que se resistía aceptar.
Cuando eso ocurría, durante las madrugadas
se sentaba en una mecedora en el zaguán de la casa y con la mirada perdida en
el vacío se sumergía en amargas reflexiones hasta que despuntase el alba. Sus
pensamientos se paseaban entre Dios y Lucifer y de allí a los confines de lo
efímero y lo eterno, afligiendo aún más su abatido corazón. Al volver otra vez
a la realidad, se sentía más confundido que al principio.
Una vez, cuando Hidra todavía no había
cumplidos los tres años de edad, la niña tuvo uno de sus constantes ataques de
“furia” frente a unos comerciantes que lo visitaban esa tarde en la hacienda.
Al ver que la niña se arrojaba al suelo
después de una furibunda rabieta y comenzaba a contorsionarse con los ojos
desvariados, más por ignorancia que por otra cosa y sin conocer del tormento
del hacendado, en son de broma uno de ellos refirió: “A esa niña hay que hacerle
un exorcismo”.
Más vale que jamás hubiese pronunciado
semejante desatino. Don Ernesto se descompuso de tal forma que buscó una
escopeta de repetición de dos cañones, cargada con guaimaros calibre 12, de las tigreras,
y obligó al infeliz a que corriese hacia la salida, de otra forma lo mataría
“como a un perro”, según contaron los presentes. Mientras empujaba al
desdichado con el cañón del arma aprisionada a la espalda, Don Ernesto escupía
por su boca las más repugnantes maldiciones. Dicen que pálido como la muerte
misma, el despavorido comerciante daba traspiés hacia la salida mientras Don
Ernesto, descargaba una y otra vez, el arma apuntado al aire. Sólo se detuvo
cuando se le terminaron los cartuchos.
En su yo más íntimo lo abatía un sentimiento
de culpa mortal. Estaba convencido y esa idea no podía borrársela de la mente,
que él, sólo él, provocó la maldad en su hija al bautizarla con el nombre de
Hidra. Con masoquista maledicencia se reprochaba su conducta. Haberse dejado
llevar por el odio y la venganza.
Recordaba con amargura el día de la
celebración del bautismo y los sucesos posteriores, casi simultáneos a este.
En su cerebro estaba grabado el momento en
que el sacerdote, con voz firme y clara, pronunció: “En nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo y en nombre de la Santa Iglesia Católica, yo te
bautizo con el nombre de Hidra”. Y como, segundos después, sintió en su cuerpo
el castigo de la ira divina por haber consumado tan sacrílego episodio en la
casa de Dios y con su propia hija.
Cuentan los presentes a la ceremonia que Don
Ernesto vestía un impecable liqui-liqui
de lino blanco y que en el cuello llevaba abotonado una deslumbrante yunta de
oro cochano grabado con la efigie del
indio Guaicaipuro. Se notaba complacido y sereno, aparentemente feliz, según la
concurrencia. Estaba justo al lado de Ninfa, quien sostenía entre sus brazos a
la pequeña criatura.
De pronto, pese a que ese día la región
había sido invadida por un gélido frío, en el preciso instante en que el
sacerdote hacía la señal de la cruz y rociaba el agua bendita sobre la frente
de la niña, Don Ernesto comenzó a sudar y abrir la boca jadeante, como si
estuviese ahogándose. Hubo alarma y susurros. Muchos rostros ensombrecieron.
Nadie se explicaba aquel repentino cambio, por lo que se acercaron al ganadero
para socorrerle y preguntar qué le sucedía.
“Antes de perder el conocimiento trató de
hablar, pero las palabras nunca salieron de su boca. Una saliva ocre descorría
por sus labios y sólo se escuchaban jadeos en vez de palabras. Parecía querer
gritar, pero no podía”, testimoniaron después algunos de los invitados presentes.
Don Ernesto fue socorrido por sus amigos. A
los pocos minutos volvió en si tembloroso, presentando síntomas de asfixia y
empapado en sudor. Por supuesto, la fiesta de celebración fue suspendida.
Después de aquel día nada volvió a ser
igual. Algo, y muy grave, en su interior, en mente, atacó al viejo bandolero.
Estuvo varias semanas en cama y bajo tratamiento, pero ninguno de los médicos que
lo atendió se atrevió a emitir un diagnóstico preciso.
“Fue un soponcio”, dijo uno, el más anciano
de los galenos. Fue tan banal y nada convincente su dictamen, que todos lo
tomaron en broma.
Después de muchos estudios y exámenes de
laboratorio, su ataque fue considerado como “algo inexplicable y fuera de toda
lógica médica conocida hasta el momento”.
Tal como nació la enfermedad vino el
remedio. Un buen día, como si nada hubiese ocurrido, Don Ernesto, totalmente
restablecido, despertó muy temprano y silbando una tonada llanera se presentó
ante los asombrados campesinos de la hacienda que a esa hora ordeñaban las
vacas.
Cuando contaba el incidente a sus allegados,
de cómo él recordaba el día del bautizo, refería que pedía a gritos que
detuviesen la ceremonia, que parasen todo y que no bautizaran a su hija con ese
nombre, pero que nadie lo escuchaba por más esfuerzo que hacía. Decía que él si
se escuchaba. Que oía sus propios gritos retumbar por toda la iglesia, pero que
nadie volteaba a verlo. Por eso comenzó a gritar más fuerte, siempre más
fuerte, tanto, hasta que no pudo respirar más y pasó lo que pasó.
A partir de ese entonces, Don Ernesto notaba
como su alma se fragmentaba en varios y diminutos pedazos. Vivió otros diez
largos años sumido en un tormento bestial y martirizador. No dormía. El
insomnio era parte de su existencia y ojeras tan negras como el carbón moteaban
sus ojos haciendo muy tétrica su apariencia. Nunca más conoció la paz. Hasta el
día de su muerte se arrepintió el haber escogido, impulsado por el
resentimiento, aquel nombre para su hija.
Como apasionado estudioso de teología y del
Bestiario Románico, Don Ernesto sabía, desde mucho antes de bautizar a su hija,
que Hidra, a quien San Juan menciona en varios pasajes concretos del
Apocalipsis, representaba en la antigüedad a una serpiente de varias cabezas
que simbolizaba al demonio.
Y, peor aún, había leído El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges, donde el escritor
describía con terrorífica claridad el nacimiento y la muerte de Hidra, algunos
de cuyos pasajes Don Ernesto se sabía de memoria, los cuales en sus momentos de
obnubilado arrepentimiento, recitaba en soledad y para sí mismo: Tifón, hijo disforme de la Tierra y del
Tártaro, y Equidna, que era mitad hermosa mujer y mitad serpiente, engendraron
la Hidra de Lerna. Cien cabezas le cuenta Diódoro el historiador, nueve la
Biblioteca de Apolodoro. Lempriere dice que esta última cifra es la más exacta.
Lo atroz es que, por cada cabeza cortada, dos le brotaban en el mismo lugar. Se
ha dicho que las cabezas eran humanas y que la del medio era eterna. Su aliento
envenenaba las aguas y secaba los campos. Hasta cuando dormía, el aire
ponzoñoso que la rodeaba podía causar la muerte de un hombre. Juno la crió para
que se midiera con Hércules, pero Hidra parecía destinada a la eternidad. Su
guarida estaba en los pantanos de Lerna. Hércules y Yolao la buscaron. El
primero le cortó las cabezas y el otro fue quemando con una antorcha las
heridas sangrantes. A la última cabeza, que era inmortal, Hércules la enterró
bajo una gran piedra, y donde la enterraron estará ahora odiando y soñando.
Don Ernesto llevó a cuestas su pecado hasta
el día de su muerte. Nunca supo si fue o no perdonado por El Altísimo, ya que
expiró antes de que el sacerdote, el mismo que ofició el bautizo de Hidra,
llegase a su hacienda para darle la extremaunción.
El tiempo nunca fue garantía de impunidad.
Por eso, como las historias de venganzas y locuras se repiten, Hidra, enterada
desde la adolescencia del profano origen de su nombre, antes de dar a luz al
hijo no deseado de Figueroa, juró sobre la tumba de Ninfa, su madre amada,
llamarlo Basilisco. Con ese tributo póstumo pretendía saldar, tal como hizo su
padre en el pasado, su tormento y su venganza.
Ninfa murió muchos años antes que Don
Ernesto carcomida por un cáncer de estómago. Tuvo una muerte espantosa. Nueve
meses de agonía no sirvieron para pagar sus pecados y perversidades. Pisoteó
como quiso el Sexto Mandamiento y muchos más, por lo que provocó repetidamente
la ira de Dios y de ángeles y arcángeles.
Ni el falso arrepentimiento, con el que
quiso justificarse ante su familia al exhalar el último suspiro, pudo salvarla
del fuego infernal. Menos los demonios que siempre invocó en sus conjuros.
Ahora debe estar pudriéndose en las profundidades satánicas donde moran los
inmundos espíritus que despertó de las tinieblas mientras vivía.
Sin embargo una semilla había quedado. Fue
sembrada en el mal y en el mal estaba germinado sin saber porqué, ni cuándo su
capullo maligno saldría de su oscura perversidad al mundo.
Como el implacable tiempo todo lo aclara, de
la misma forma que el día disipa la noche y el bien se impone sobre el mal
aunque le lleve siglos de luchas y muertes, se concretó la última revelación.
Todo fue causal y no por casualidad, sino
producto de una ley universal que nunca hierra, jamás perdona y mucho menos se
equivoca.
Aconteció que durante uno de sus
interminables días de farras, Basilisco, en aquel entonces joven pretencioso y
arrogante que no se refrenaba en despotricar de su familia por haber perdido
casi toda la fortuna que poseía, se topó con Don Justino, un rencoroso y eterno
rival de su abuelo, el finado Don Ernesto.
Luego de toscos juegos de palabras, entre
tragos y con provocativa chanza, éste le dijo al muchacho que su madre había
sacado su nombre del fondo del mismo infierno y que él nunca podría entrar a
una iglesia porque estaba signado por el Diablo.
Las paredes de la cantina temblaron aquel día
cuando, endemoniado y fuera de sí, Basilisco se abalanzó sobre el viejo
terrateniente blandiendo un filoso cuchillo de montaña. Su acción fue tan
rápida, que los guardaespaldas de Justino no tuvieron tiempo de reaccionar.
Si no hubiese sido por los otros mayorales
que componían el grupo, esa noche la sangre hubiese corrido en la sabana.
Ante los ruegos de sus compañeros de
farras, Basilisco, con los ojos infectados de profunda ira, pensó durante unos
segundos interminables antes de apartar el cuchillo de la garganta de Justino.
Al día siguiente, aún con los efectos de la
borrachera en plena efervescencia, despertó temprano y llevándose por delante
todo lo que encontraba a su paso, se dirigió hacia la bien equipada biblioteca
que había dejado su abuelo.
Al llegar frente a la puerta principal la
abrió de un empellón. Ante sus ojos se alzaron media docena de inmensos
estantes de pura y noble caoba repletos de libros.
Todavía aturdido por el alcohol, escrutó con
impaciencia cada rincón de la biblioteca, a la que muy pocas veces había
entrado porque no era muy amigo de la lectura y odiaba todo lo que oliese a
libros.
Sin saber por dónde empezar y qué buscar,
impetuoso hojeó toscamente algunos tomos, los cuales sacaba desordenadamente y
luego de una rápida mirada los tiraba al suelo al no encontrar lo que
pretendía.
Se sentó en un amplio diván y volvió a mirar
en su entorno. Aunque no sabía qué carajo hacía metido ahí, entre esa montaña
de libros, siguió buscando.
Su desesperada pesquisa pronto dio frutos
cuando en un volumen titulado “Bestiario”, que su abuelo había dejado bien
oculto detrás de otro montón de libros apilados en la parte más oscura de la
biblioteca, leyó: “Basilisco, animal con
cabeza monstruosa, cresta de gallo y cuerpo y cola de reptil o en forma de
lanza. Personifica al demonio y su misión es la de custodiar tesoros y el
encargado de conducir al infierno las almas de los condenados”.
Trastornado, el joven lanzó el libro con
furia contra una lámpara que adornaba el viejo escritorio de su abuelo, se echó
a un lado del sillón y comenzó a llorar desconsoladamente.
Así pasó más de una hora. Su pesar no había
terminado aún. Tambaleante se incorporó y fue a recoger el libro que había
tirado y regresó con él hasta el diván.
Más
calmado, volvió a releer los párrafos que explicaban el origen de su nombre.
Con la vista fija en ellos los repasó una y otra vez. De sus ojos brotaban
dardos incendiarios. Furioso, más que indignado, de un tirón volteó la página.
El azar le tenía deparada otra triste
sorpresa cuando fijó los ojos sobre unas líneas donde estaba escrito Ninfas o Nereidas. Extrañado e impulsado
por una elemental curiosidad, ya que Ninfa era el nombre de su abuela, leyó: Ninfas, animal con cabeza y tronco de mujer
rematado por cola de pez que a veces puede ser doble. Representan a la
voluptuosidad, los vicios y las tentaciones…”.
Sin terminar de leer aquello dejó caer el
pesado tomo que tenía apoyado en su regazo y descompuesto salió corriendo de la
biblioteca.
Ese día la cólera se extendió como peste por
toda la hacienda. Incendió un establo, descargó su revólver una y otra vez
contra el tractor que estaba utilizando el caporal, mató a tiros a casi media
docena de reses y no se calmó hasta que, desfallecido por la borrachera, quedó
dormido.
Pasó tres días encerrado en su habitación.
No quiso ver ni hablar con nadie. Apenas comía y sólo pedía a gritos botellas
de aguardiente.
Al cuarto día salió del encierro. Altivo se
dirigió al potrero, ensilló un caballo y a trote raudo se internó llano
adentro.
Regresó muy tarde, en la noche. En su rostro
ya no se percibía tormento ni furia, menos arrogancia, sino un odio mortal.
Capítulo 16
Era viernes. Un viernes como cualquier otro
en el barrio. La noche comenzaba a tender su manto festivo sobre la ciudad, y
el barrio era parte de ella, por lo que desde muchos de los ranchos se
escuchaba música de todos los colores y calibres. Los muchachos se contaban
cuentos y hacían chistes mientras se tomaban sus mediajarras bien fría o fumaban un pito de marihuana. Los malandrines, algunos recién bañados y
vestidos con sus mejores atuendos, se disponían a bajar a la gran ciudad. Para
ellos no era el fin de semana, sino el comienzo de una noche de “trabajo”
productivo. Los viernes, y los sabían bien, eran los días que conseguían los
botines más suculentos, tanto cerca de los bares y restaurantes lujosos, como
en las buenas casas de los alrededores del barrio, a las cuales preferían
saquear porque si se les presentaba algún inconvenientes o los acosaba la
policía, se refugiarían rápidamente en el barrio, donde los gendarmes no
entrarían ni que les doblasen su paga mensual.
Ese día, ese viernes que se presagiaba
agitado, Santiago no se alejó de su refugio. Había decidido no subir a La
Bombilla. Se quedó en casa.
A través de la ventana podía vérsele
arrodillado con la cabeza inclinada frente a una cruz artesanal hecha con dos
robustas ramas. En el centro tenía trenzado un ramillete de flores lilas y
blancas que parecían recién cortadas.
Rezaba abstraído. Tenía los dos brazos entrecruzados
en forma de equis sobre el pecho y cada una de las manos ligeramente apoyadas
en sus hombros.
Semejaba una imagen etérea. Estaba tan
inmóvil, que la distancia cualquiera lo hubiese podido confundir con una
estatua de mármol y no con un ser vivo inmerso en profunda oración, a no ser
por el insólito evento que estaba por ocurrir.
El dorso de sus blancas manos, en la que se
dibujaban con precisión la ruta de las venas, comenzó a teñirse con rosetones
que poco a poco se transformaron en manchas de sangre que parecían fluir sin
detenerse. Siquiera una gota, sólo sangre viva, germinaba de ellas mientras
seguía arrodillado, orando.
En esa posición y con las manos brotadas en
sangre, estuvo quieto un tiempo indeterminado. Luego, lentamente, los contornos
de su cuerpo se fueron iluminando y comenzó a elevarse del suelo despacio, muy
despacio, frente a la cruz, cuyas flores ahora brillaban con destellos vivos,
casi humanos. Después, poco a poco, todo se fue tiñendo de blanco, un blanco
reluciente y aperlado.
En ese estado de contemplación, nunca
hubiese podido imaginar que alguien, desde fuera, lo miraba.
No obstante Raquel, la joven adolescente del
barrio La Bombilla estaba allí, observándolo amparada tras una vieja pared de
concreto. Hace semanas sabía donde vivía. Una noche, lo siguió junto a Juan, El Remedón, su entrañable amigo del
barrio, en el desvencijado cacharro que este había comprado meses antes. Era su
tercer intento para conocer dónde se metía Santiago y qué hacía en las noches
y, esa vez, al fin tuvo éxito.
Raquel lo observaba con tierna complacencia.
Por lo incómodo de su ubicación sólo lograba verle parte de la cabeza, la cual
resplandecía. Creyó que era debido al farol que lo alumbraba. Inquieta,
estiraba su cuerpo. Hacía esfuerzos para alcanzar a ver un poco más, pero no lo
lograba. Sospechaba, al igual que cualquier otra mujer enamorada, que el hombre
que amaba en silencio estuviese con otra. Que por eso no había ido esa noche,
la noche de un viernes, al barrio.
Las dudas, esas incontrolables imágenes que
los sentimientos vierten sobre la razón para turbarla, jamás le hicieron
sospechar que el hombre que llevaba paz y sosiego al barrio, estaba sumido en
un estado divino, levitando ante sus ojos.
Era evidente que desde hacía tiempo su
interés por Santiago no era estrictamente espiritual, sino también femenino.
Que cuando la veía, sus ojos no tenían otro camino que su cuerpo. Lo amaba en
silencio, un silencio que la ahogaba. Aquel muchacho delgado, de palabras
suaves y aterciopeladas, se prendó de tal forma de su corazón, que estaba a
punto de desgarrarlo. Todo su ser latía con la energía y pasión de un amor
incontrolado.
En su alma había fabricado un nido, pero
estaba vacío, porque el pájaro no conocía el rumbo y ella quería revelárselo…
Lo idealizaba tanto, que en sueños se veía atrapada en sus brazos,
acariciándola con ternura mientras el crepúsculo desvanecía las penas en el
horizonte.
En el barrio todos sabían que un amor puro y
cristalino había germinado entre la miseria de los ranchos, pero nadie se
atrevía a hacer comentarios. No querían herir la inmaculada imagen de Santiago,
ni la de la dulce muchacha, a quien todos querían y estimaban mucho. “Se le pasará,
son cosas de adolescentes”, decían.
Su ansiedad la arrastraba a hacer locuras,
como la de esa tarde, pero no le importaba. Todo valía la pena, si con ello
podía conquistar el amor de Santiago. Quería gritar con todo su aliento cuánto
lo amaba. Revelarle al mundo las campanas y el coro de ángeles que escuchaban
sus oídos apenas lo tenía frente a sus ojos.
Raquel sólo buscaba una señal, una chispa,
para revelarle todo su amor… Decirle lo mucho que temblaba su cuerpo y cómo se
le oprimía el corazón cuando lo tenía cerca.
Ese amor no correspondido, lejano, la
ahogaba. Sólo la ilusión de ser querida algún día por Santiago, la sacaba de su
aflicción y le devolvía, por instantes, la paz. Una paz que a veces no podía
controlar. Por eso su alocada aventura de ir a espiarlo.
Agobiada por las dudas y el desespero, de no
poder alcanzar a ver lo que quería, de no saber con quién estaba o qué hacía,
la hizo, impulsivamente, subir por las escalinatas a medio construir que
conducían a lo alto de la edificación.
A esa misma hora que Raquel comenzaba subir
hacia el refugio de Santiago, en el cerro La Bombilla, confundidos entre la
multitud que se había reunido esa noche para escuchar a Santiago, se
encontraban Figueroa junto a Basilisco y el comisario Fernando Lisias.
Había más personas que de costumbre porque
el predicador había dicho que ese viernes haría importantes anuncios, pero éste
no se presentaba. Normalmente Santiago comenzaba sus prédicas a las siete de la
noche, pero ya eran cerca de las siete y media y no aparecía. La multitud
estaba impaciente y algunos comenzaron a dejar el grupo para regresar a sus
ranchos y a sus sempiternos quehaceres.
De pronto una fuerte y bien timbrada voz se
escuchó escaleras arriba.
–Jesucristo es la verdad… Es el camino, la
verdad y la vida. Y yo, como hijo de Dios he venido a ustedes a dar testimonio
de la verdad y alertarlos sobre los próximos acontecimientos… Para eso he
nacido y por ello estoy aquí, con ustedes.
Era Santiago, quien bajaba con los brazos
juntos en forma de cruz sobre el pecho. Nunca antes había aparecido de esa
forma tan teatral e inesperada. Siempre, antes de comenzar sus prédicas,
llegaba al lugar de encuentro antes que los demás, tiempo que aprovechaba para
conversar con los primeros en arribar. Todos quedaron pasmados. Inmutable
Santiago bajó unos cuantos escalones más y se detuvo en el sitio desde donde
siempre acostumbraba a dirigirse a los habitantes del cerro.
–Todo el que esté con la verdad en su
corazón escuchará mi voz y comprenderá que lo que les digo escrito está…
–afirmó luego de un pausado suspiro–. Jesucristo es Dios, un Dios que por amor
a nosotros se hizo hombre. Su misión era y será siempre la de sacarnos del
error y del pecado, para luego perdonarnos y llevarnos junto a Él para que disfrutemos
de la vida eterna... –precisó.
Los que se habían alejado, regresaron. Los
de los ranchos cercanos, que pensaban escuchar sus palabras desde el interior
de las casas, salieron. El grupo se fue haciendo poco a poco más grande y
compacto.
–Para que disfrutemos de la vida eterna,
para que eso suceda –repitió haciendo sobrevolar la mirada sobre los
presentes–, hay que escuchar a Dios y abrir el corazón para que Él entre en
ustedes. Y recuerden... Y nunca lo olviden, amigos míos, que Jesús nos salvó…
Salvó a los hombres, amando y obedeciendo al Padre en todo. Su compromiso en la
tierra lo llevó a entregar su vida por amor... Sufrió y murió en la cruz por
nuestros pecados… ¡Por esta cruz!... –exclamó extendiendo los brazos hacia los
lados, en forma de Cristo.
De pronto calló. El silencio se hizo
prolongado, pero dulce. La multitud esperó absorta, sin hablar. Siquiera un
suspiro se escuchó en el barrio. Todos lo observaban atentos. Con esfuerzo y
sin pronunciar siquiera una sílaba, Santiago inclinó el cuerpo hacia adelante.
Sus torpes movimientos hacían presumir que algo muy pesado, pero imperceptible
al ojo humano, cargaba sobre su espalda.
Profusas gotas de sudor invadieron la frente
de aquel joven que se había convertido en líder espiritual del barrio.
Tambaleante, trató de dar unos pasos hacia el borde de las escalinatas, pero no
pudo. Se notaba muy fatigado. Con dificultad alzó el rostro, que hasta ese
momento apuntaba al suelo, y su semblante irradió un sufrimiento indescriptible.
– ¡Por esta cruz!... ¡Por esta!... ¡Cristo
murió por esta cruz! –repitió desconsolado, mientras movía una de las piernas
hacia adelante para recobrar el equilibrio.
Con mofa Figueroa y sus acompañantes se
miraron burlones. Era una forma de disfrazar su confusión. Habían sido
estremecidos, no tanto por las palabras del joven, sino por la inesperada
escena y la extraña sudoración del predicador.
Sin darle mayor explicación a aquella unción
espiritual que acababan de presenciar, cada uno comenzó a examinar
minuciosamente a Santiago, el lugar donde estaban y el tipo de personas que
asistían a sus prédicas, único motivo que los había llevado hasta lo alto del
cerro esa noche.
–Ese muchacho está perdiendo el tiempo
hablando de Dios. –rompió mordaz el silencio Fernando Lisias–. Eso no da
dividendos. Si con esa pasta de líder, ese carisma que tiene, se hubiese metido
a político, ya estaría bien enchufado
en el alto gobierno.
–Vinimos a otra cosa y me parece estúpido
que distraigamos nuestra atención en tonterías –recriminó tenso Basilisco,
haciendo gala de su mal humor y talante infernal.
– ¡Tranquilízate, chamo!… Esto es pan comido. A ese muchacho me lo llevo yo con una
sola mano –puntualizó Fernando a fin de serenar a su impaciente amigo.
–Es verdad, hijo. Tiene razón. Si perdemos
la calma, toda esta gente se nos vendrá encima... Esperaremos el momento
preciso y cuando el comisario lo indique actuaremos –recomendó Figueroa casi
susurrándole al oído en tono conciliador.
–Donde esté el cadáver, allí se juntarán los buitres, decía San Mateo y tenía razón… ¡Mucha razón!...
–sentenció Santiago–. En esas palabras no hay ningún enigma, sino el anuncio de
la venida del hombre, de nuestro Dios –precisó tajante y calló.
Al oírlas Figueroa se estremeció de pies a cabeza. Comenzó a temblar
epilépticamente y sintió como un frío mortuorio recorría cada centímetro de su
cuerpo. Segundos después, tal como vino, el temblor desapareció. Cuando pensó
que el peligro había sido conjurado, que el malestar experimentado se debía a
una súbita baja de tensión y que sus signos vitales estaban restableciéndose
rápidamente, fue sorprendido por un sofocante calor. Sus poros, los millones de
ellos que se juntaban milímetro a milímetro en los espacios de su piel, se
abrieron descomunalmente empapándole la ropa. El corazón se le aceleró de tal
forma que creyó que un infarto estaba a punto de hacerlo estallar. Aterrado,
levantó los ojos en busca de ayuda y se encontró con los de Santiago, quien lo
miraba fijamente. En ese instante las pupilas del médico se tiñeron de horror
al ver a poco centímetros de su nariz, como si se tratase de la proyección de
una película en cámara rápida, las escenas del momento que masacró al neonato
en San Felipe y el instante en que arrojó el cuerpecito del bebé en la zamurera para que los buitres carroñeros
se lo comieran.
El silencio de Santiago fue breve, no así el terror y la angustia de
Figueroa. El predicador desató sus ojos de los del médico e imperturbable
prosiguió con el sermón.
–No pretendo ser apocalíptico, pero ya se están viendo las señales
cósmicas que precederán la llegada del final de los tiempos… Reflexionen sobre
lo que les voy a decir. Escuchen bien, porque aunque estas palabras salgan de
mi boca, no son de mi invención –anunció. Luego, en tono profético, señaló–: Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se
oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, y
las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Entonces aparecerá en el cielo la
señal del Hijo del hombre y entonces se golpearán el pecho todas las razas de
la Tierra y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran
poder y gloria. Él enviará a sus ángeles con sonoras trompetas y reunirán de los
cuatro vientos a sus elegidos, desde un extremo de los cielos hasta el otro…
Santiago inclinó la cabeza y volvió a callar. Dejó volar entre los
fieles el mensaje que acababa de transmitir, aunque sabía que esas alegorías no
podían ser absorbidas en toda la profundidad que él hubiese querido por los
humildes moradores del barrio.
Figueroa, intranquilo, trataba de secarse con un ridículo pañuelo de
cuadros verdes el copioso sudor que no cesaba de manarle de la frente. Todavía
confuso por lo que le había ocurrido, no comprendía el interés de Serafino por
aquel muchacho que parecía inofensivo. Sus sermones no representaban peligro
para nadie y mucho menos para “la Iglesia, su poder y ramificaciones”. Pensó
que el prior de la misión exageraba o, en el peor de los casos, comenzaba a
tener los primeros síntomas de Alzheimer. “La edad lo ha convertido en un viejo
paranoico que ve demonios hasta en la sopa”, se dijo a sí mismo.
En el cerro la multitud permanecía expectante. Quería escuchar de boca
de Santiago los importantes anuncios que había prometido, pero estos no
llegaban.
Sereno, el predicador retomó la palabra.
–Aprendan de la parábola de la higuera que dice: Cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca… Así también ustedes, cuando vean que lo que les digo se avecina,
sabrán que Él, El Omnipotente, el Dios del cielo y la tierra, está cerca.
Santiago no estaba hablando por hablar, ni
recitando frases inconexas o proverbios extraídos al azar de la Biblia. No,
trataba de alertar a la muchedumbre sobre lo que pronto devendría, aunque para
ello citaba párrafos de Las Sagradas Escrituras. No podía revelar con palabras
llanas lo que sabía, lo que por designio divino conocía, ya que habría causado
un gran pánico y desconcierto.
Sin hacer el más mínimo ruido Raquel subió
por las derruidas escaleras. Cuando se encontró frente a la puerta del
apartamento de Santiago no sabía qué hacer. Dudaba. Se debatía entre tocar o
dar media vuelta atrás e irse. Su indecisión se disipó al golpear
instintivamente la madera con sus frágiles nudillos.
Esperó. No obtuvo respuesta. Segundos
después volvió a tocar, pero con mayor fuerza e insistencia. Aguzó los oídos
para percibir cualquier ruido que viniese del interior y aguardó callada. Nada,
nadie contestaba. Intranquila, porque sabía que Santiago estaba ahí, volvió a
hacerlo, pero esta vez en forma impertinente y decidida. De pronto, desde
adentro el silencio fue roto por una interrogante.
– ¿Quién es?
– ¡Soy yo, Raquel! –afirmó tímidamente la
joven.
– ¿Raquel?... –se escuchó con asombro desde
el fondo del apartamento–. ¿Qué haces aquí?… ¿Cómo supiste dónde vivía?
–preguntó mientras abría la pequeña puerta de par en par.
–Discúlpame, Santiago, pero necesitaba verte
–refirió al tenerlo frente a ella.
El predicador tenía la camisa ligeramente
desabrochada, dejando al descubierto los incipientes vellos castaños de su
pecho.
– ¡Pasa y cuéntame!... ¿Qué sucede?
–inquirió afectuoso mientras abotonaba con premura la camisa.
–No, no es nada… Perdóname que haya venido a
molestarte… Tenía un presentimiento y quería saber si estabas bien… Que nada
malo te había ocurrido –argumentó mintiendo a fin de disculpar su presencia.
–Todo está bien Raquel. Pero cómo te enteraste
que vivía aquí.
–Disculpa… ¡Qué locura!... Bueno, una vez te
seguí con Juan, un amigo mío del barrio… Tú lo conoces –expresó meciendo
apenada la cabeza–. Fue una estupidez… Una niñería... Vine porque creí que
estabas en peligro –concluyó para justificarse.
–Lo que ha de pasar pasará y será pronto,
pero no hoy, querida amiga… Todo acabará por el bien de la humanidad –aseveró
sereno.
– ¿Queeeé?... ¿Qué dices?... –soltó abriendo
de par en par sus espléndidos ojos azules–. Entonces tenemos que… –intempestivamente
se contuvo al ver que las manos de Santiago estaban vendadas–. ¿Qué te pasó?...
¿Quién te hizo daño? –preguntó.
–No es nada…Nadie me lastimó… Sólo son unos
rasguños… Estuve trabajando en la moto y tuve un pequeño accidente, pero pronto
estaré bien –refirió con disimulo sin saber dónde esconder las manos.
–No me mientas, por favor… Lo de tus manos
te lo creo, pero, por Dios, dime quién te quiere hacer daño… ¡Dímelo, porque
quiero ayudarte!… En el cerro hay mucha gente que daría la vida por ti –afirmó
maternalmente.
–Gracias amiga, pero no hay nada que se
pueda hacer ni nada que pueda evitarse –respondió tranquilo–. Sólo debo esperar
la voluntad de Dios… Él sabrá qué hacer conmigo… –precisó metiendo las manos en
los bolsillos del pantalón a fin de ocultarlas–. Es su voluntad, yo sólo soy su
instrumento –concluyó.
Raquel lo escrutó de arriba a abajo. Tan
aguda fue su mirada, que Santiago bajó la cabeza. Después la fue subiendo
lentamente y fijó los ojos en un punto neutro de la pared.
–Mis acciones no son mías, sino de Dios y su
amor es mi amor… Es el amor del mundo el que habla…–afirmó como si estuviese
distante, fuera de la presencia de cualquier otra persona.
Raquel no podía contener los nervios, pero
asintió moviendo la cabeza, como si entendiese lo que decía, aunque estaba
totalmente perdida.
Al terminar la última frase, Santiago
repentinamente entró en una especie de trance espiritual y comenzó a recitar en
voz suave, casi en susurro, pero con tal claridad que cada una de sus palabras
parecían desprenderse del cielo.
–Si yo
hablase lenguas humanas y angélicas y no tengo amor, vengo a ser como metal que
resuena o como címbalo que retiñe… Y si tuviese el don de la profecía y
entendiese todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviese toda la fe, de
tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy…Y si repartiese
todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para
ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve… El amor es sufrido, es benigno.
El amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece. No hace
nada indebido. No busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor. No se goza de
la injusticia, más se goza de la verdad… Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta…
Por momentos Raquel creyó que Santiago había
enloquecido. Trató de interrumpirlo, pero sus esfuerzos fueron vanos. Se echó
sobre el viejo sillón que había en la sala y no le quedó más remedio que
escucharlo. De la incredulidad pasó al embeleso al oír aquellas palabras que
salían de su boca.
–El
amor nunca deja de ser, pero las profecías se acabarán y cesarán las lenguas y
la ciencia acabará… Porque en parte conocemos y en parte profetizamos, más
cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte acabará… Cuando yo era
niño, hablaba como niño, pensaba como niño, jugaba como niño, más cuando ya fui
hombre, dejé lo que era de niño… Ahora vemos por espejo, oscuramente, mas
entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré
como fui conocido… Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos
tres, pero el mayor de ellos es el amor –finalizó con un suspiro.
Al concluir Santiago quedó inmóvil. Su
mirada seguía fija en el mismo lugar de la pared donde minutos antes la había
hundido. Su rostro reflejaba una paz indescriptible.
– ¡Aquí estoy!... ¡Epa!... ¡En el sofá!…
–exclamó la joven agitando las manos para recordarle su presencia.
– ¡Lo siento, Raquel!… Estaba pensando en
otra cosa y de repente me distraje.
– Lo sé… ¡Me di cuenta!... De eso no me queda la
menor duda porque hasta te olvidaste que estaba aquí…–dijo sonriéndole.
Raquel no se molestó en preguntarle el
porqué de su súbita abstracción.
Era evidente que por la experiencia vivida
antes de que ella llegase, el predicador había entrado en un profundo éxtasis,
en un desdoblamiento, por lo que declamó con santa devoción el capítulo trece
de la primera epístola de San Pablo a Los Corintios.
Después de aquello Raquel quedó totalmente
convencida de que Santiago era una persona diferente y muy especial. Como un
ángel enviado por Dios para aplacar las aflicciones y angustias de los pobres
del barrio. Además, ella lo amaba tan intensamente, que nunca hubiese percibido
nada malo en sus acciones. Todo lo que hacía estaba bien y su comportamiento no
necesitaba explicación o razón alguna para ella.
Capítulo 17
A la misma hora que Raquel conversaba con
Santiago en el refugio del Alto Hatillo, a unos diez kilómetros de distancia de
donde se encontraban, Figueroa, Basilisco y el comisario Fernando Lisias, no
daban crédito a lo que acababan de ver en lo alto del cerro La Bombilla: El
mismo Santiago, que hasta hace sólo instantes estaba frente a ellos
pronunciando un sermón, desapareció como por arte de magia.
Todo sucedió en instantes, al mejor estilo
de los grandes magos. Moradores y extraños presenciaron atónitos cómo, en un
parpadeo, el predicador se evaporó ante sus propias narices.
Estupefactos, los más jóvenes se dividieron
en pequeños grupos y comenzaron a buscarlo. Aunque el barrio es grande y con
muchos escondrijos, era difícil moverse entre sus veredas sin ser notado. Allí
hasta las sombras tenían ojos. Los más acuciosos escudriñaron en cada recoveco
posible donde podría haberse escondido. Preguntaron aquí y allá, pero nadie
supo decirles dónde estaba o qué había pasado con Santiago. El suceso tomó tan de sorpresa a los habitantes del cerro, que
muchos, más que todo
las ancianas, se retiraron a sus viviendas a rezar. Los
muchachos, los que todavía no habían cumplido los nueve o diez años, asumieron
la cuestión deportivamente y empezaron a tejer las más disparatadas conjeturas
y hacer chistes sobre lo ocurrido.
No hubo humo ni bambalinas o magia blanca o
negra detrás del escenario. Santiago, que momentos antes estaba pronunciando el
sermón en un rincón de las escalinatas, de pronto se esfumó.
John Dark, por instrucciones recibidas desde
la Misión, también estaba esa noche en el cerro La Bombilla. Fue otro de los
testigos de la desaparición.
El veterano ex capitán no se sentía
desorientado. Después de las penurias sufridas en Afganistán ya nada podría
espantarlo. Hace tiempo que había perdido toda capacidad de asombro. En su
mente tenía una sola idea: atrapar al tal Santiago. “He viajado desde tan lejos
para cumplir con un encargo y no
habrá nada ni nadie en el mundo que me detenga, menos un simple juego de
prestidigitación”, se decía mentalmente.
Entendía que su misión como Justiciero de Dios era sagrada. Que era
un monje guerrero y que debía cumplir, lo antes posible, con el divino y
secreto compromiso que le había sido confiado.
Aunque no se quebraba ante ningún peligro o
misión por más dura que esta fuese, Dark tenía un lado oscuro. Un secreto que
le era difícil controlar, y que él, más que ninguna otra persona en el mundo,
lo sabía: dependía del alcohol. Era un enfermo, un alcohólico que a veces no
podía dominar el diablo que vivía dentro de cada copa.
Durante toda su vida manejó a la perfección
las situaciones más difíciles, tanto en combate como en la sociedad civil, pero
en ocasiones el alcohol se convertía en su oponente más letal. No obstante,
tenía a su favor que en más de una oportunidad, cuando se lo proponía, dejaba
de beber por varios meses…Su haraquiri
mental consistía en una desintoxicación espontánea, por muy dolorosa que fuese.
Buscaba la sobriedad y al alcanzarla la cumplía con rigidez militar en las
sombras de su propia conciencia. Era una forma de autocontrol, de decirse a sí
mismo que aún estaba vivo.
Al salir del barrio, pese a no haber
adelantado ni un milímetro en la misión encomendada, se sentía satisfecho. Por
ello se concedió un momento de relax y se instaló en la barra del Tamanaco,
hotel donde había decidido permanecer algunos días más.
En la turbulencia de su mente planificaba,
entre tragos y tragos, la forma y el momento en que debería capturar a Santiago
y cómo se las arreglaría para llevarlo, de acuerdo a las órdenes recibidas de
Ravenna, ante la presencia del abad y los monjes de San Felipe.
Ignoraba que tenía competidores, aunque esa
misma noche estuvieron sólo a unos pasos de él. Una cosa segura tenía entre
cejas y cejas: “A ese conejo me lo llevó mansito al monasterio capuchino. Ese
triunfo nadie podrá arrebatármelo”, se decía.
Mientras sorbía en silencio su séptimo
whisky, pensaba que el mundo en el que vivía era transitorio y la vida del
hombre efímera, tal como el vuelo de un ave que en instantes rasga el cielo
libre, feliz y al otro, antes de llegar al nido, podría caer muerto y sin saber
porqué.
En el fondo de su alma atormentada, estaba
plenamente convencido de que la vida definitiva, pura y real, se alcanzaba
complaciendo la voluntad de Dios, y que, como recompensa, El Señor lo
trasladaría a un paraje infinito donde no habría más dolor, ni llanto, ni
enfermedad, pues la muerte habría sido vencida definitivamente y que él, John
Dark, aunque no conocía el motivo, ni el porqué, debía someter y asesinar, si
era preciso, a Santiago. Creía, firmemente, que era un elegido, El Sagrado
Elegido, que cumplía un designo divino y que con su acción ganaría el perdón
eterno y el tan añorado y misterioso paraíso.
Capítulo 18
Un vendaval que amenazaba a lluvia azotaba
los predios de la Misión.
En un pequeño dormitorio ubicado en el fondo
del monasterio, Lucindo, recostado cuan largo era en un rústico catre de
hierro, fumaba despreocupado el cigarrillo que había encendido momentos antes.
Al notar que la manija de la pesada puerta
de madera giraba, botó la colilla al suelo y esperó a que la puerta se abriese.
Segundos después, como una sombra apareció
debajo del marco la figura de Serafino, el viejo regente de la Misión.
No hubo palabras, ni saludos. Serafino entró
y tras él aseguró con llave la puerta.
Los dos monjes se miraron y en silencio
recorrieron con la vista sus cuerpos.
Lucindo deshizo su posición inicial, se
incorporó levemente y levantó su sotana hasta la cintura, dejando al
descubierto medio cuerpo.
Ni una señal. Los dos monjes sólo se
entrecruzaron miradas seductoras, como si fueran dos quinceañeras enamoradas.
Con impaciente lascivia reflejada en el
rostro, Serafino se le acercó, se sentó en el borde de la cama y comenzó a
acariciarle sus partes íntimas, las cuales estaban cubiertas por un grueso
pantalón de gamuza color verde oliva.
Pasados algunos instantes, lentamente, como
si se tratase de un ritual, descorrió la cremallera del pantalón sin apartar la
vista de la protuberancia que de ella asomaba. Cuando estuvo totalmente
abierta, metió la mano en su intimidad, tomó el miembro erecto del jorobado monje
y se lo llevó a la boca.
Instantes de silencio monacal. A los pocos
minutos se escucharon jadeos y suspiros secos de placer, hasta que Lucindo se
vino y Serafino englutió en su boca el caliente semen de su compañero de votos.
Afuera la tormenta ya había tomado cuerpo.
Rayos y relámpagos tronaban en el oscuro cielo, el cual parecía querer partirse
en mil pedazos.
Todavía jadeante, el viejo prior de la
Misión se tendió del lado contrario del lecho. Lucindo se incorporó, tomó la
caja de cigarrillos que estaba sobre una rústica mesita de madera y encendió
dos. Se acercó a Serafino y le puso uno entre los labios.
– ¿Has sabido algo del Justiciero? –preguntó
tirando la cerilla al suelo.
– ¡Nada!… Espero que ese demente se
comunique pronto conmigo –dijo después de exhalar una gran bocanada de humo.
Allí, como dos amantes furtivos,
permanecieron conversando unos quince minutos más. Hablaron de la forma como
debían dirigir el interrogatorio de Santiago al tenerlo entre sus manos y
quiénes podían estar presentes cuando se diese el momento.
Recuperado de la fatiga, Serafino se
incorporó de la cama, se acarició el estómago y le sonrió a Lucindo.
– ¡Vamos!… Hay muchas cosas que hacer –expresó
y ambos salieron asegurando tras ellos la puerta de la celda con un candado.
En la noche la tormenta había desencadenado
toda su furia. La calma reinante en la Misión sólo era rota por el sonido del
agua que presurosa corría por los drenajes del techo para bajar y estrellarse
con estrepitosa violencia sobre las viejas baldosas de terracota del patio
trasero.
Serafino dormitaba en la mecedora de su
despacho cuando escuchó el insistente repiqueteo del teléfono.
Con hastío se incorporó y fue a atender la
llamada.
Era John Dark totalmente borracho.
Solicitaba su aprobación para matar a Santiago en caso de que fracasase en su
intento de llevarlo con vida a la Misión.
Serafino encolerizó. Le prohibió
terminantemente hacerlo. Le dijo que antes él y los otros monjes debían
interrogarlo y examinar minuciosamente su cuerpo. No obstante, para tranquilizarlo,
le aseguró que, de comprobarse lo que sospechaba, podría hacerlo después, cómo
y dónde quisiese, siempre y cuando no dejase ningún rastro que involucrase a la
Misión.
Antes de colgar, el prior le rogó que no
volviese a llamarlo en las condiciones que estaba, de otra forma elevaría una
queja ante sus superiores en Italia. Le recordó la extremada confidencialidad
del asunto, cosa que el monje-guerrero sabía de sobra, y que su importancia iba
más allá de la vida o la muerte, porque de ello dependía la subsistencia de la
Iglesia Católica.
Al escuchar las recomendaciones, John,
debido a su estado etílico, soltó una grotesca carcajada.
–Dios es mi guía y nadie podrá destruir a mi
Iglesia, porque yo vine aquí a instancias del Señor y El Señor me dio la espada
para acabar con todo impío que camine sobre la faz de la tierra –recitó con voz
firme, sin titubeos y dominio absoluto de su voz pese a la borrachera, algo que
seguramente había aprendido durante su estancia en Roma.
–Pero a este no lo matarás, ¿de acuerdo?...
¡Te lo prohíbo! –censuró el monje.
–No ahora, quizás después, o cuando Dios me
lo ordene –afirmó Dark, pero esta vez con voz engolada.
Para dar por terminada la espinosa
conversación, Serafino consintió a regañadientes y colgó el auricular con
disgusto.
Comenzaba a dudar sobre las destrezas y
cordura del Justiciero de Dios que le
enviaron, pero debía resignarse. No tenía alternativas, aunque, bajo la sotana,
guardaba otro as: Figueroa.
Pese a que el torpe médico había acabado con
la única prueba tangible que habría podido tener en sus manos después de tantos
años de intensa búsqueda, el monje confiaba en su astucia y malicia. Él podría
ser la carta de triunfo en caso de que el Justiciero fallase. Conocía el
terreno que pisaba y a su gente, aval suficiente para triunfar en tierras
pobladas de picardía y desconfianza.
Mientras Serafino permanecía enfrascado en
sus reflexiones balanceándose otra vez en la mecedora, el padre Agustín, el más
viejo de la Misión, bruscamente abrió la puerta y entró al despacho clerical.
–Prior, estuve meditando mucho todas estas
noches, y al releer a Mateo me di cuenta de muchas cosas que, todavía a mi
edad, no había comparado con la actualidad presente –expresó con agitación.
– ¡Dime!... ¿Qué es lo que te inquieta
ahora? –preguntó arrogante el Superior.
–Cuando Mateo relata: “Vendrán muchos en mi
nombre, diciendo: Yo soy el Cristo, y a muchos engañarán”, podría significar
que el tal Santiago que usted y nosotros perseguimos podría ser un anticristo,
un hijo de Satán ¿Es eso correcto?
–Totalmente cierto, amigo mío. Más aún
cuando Mateo prosigue: “Y oiréis de guerras y rumores de guerras. Mirad que no
os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca pero aun no es el fin,
porque se levantará nación contra nación y reino contra reino, habrá pestes y
hambre y terremotos en diferentes lugares”… ¿Y no es eso lo que está ocurriendo
en todo el mundo, padre Agustín?... ¿Y usted todavía lo duda?
–No me hable usted de dudas a mí, que si las
tengo y muchas, pero entre ellas jamás la de la eterna gracia y misericordia
del Señor. Pero sí dudo sobre la presunta peligrosidad del joven Santiago… ¿Qué
le hace a usted presumir que es algo diabólico?
–Ya que hablas de Mateo, recuerda que él
dijo que “muchos falsos profetas se levantarán y engañarán a muchos, y por
haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará”… ¡Cómo el de usted,
padre Agustín!... No lo entiendo, ¿a su edad y aún dudando?... ¡Por favor!
– ¡No!, no dudo de Dios, prior, sino de las
intenciones de usted –refutó Agustín imperturbable y preciso.
– ¡Cómo se atreve, padre Agustín!...
–respondió exaltado el Superior–. Lo perdono por su senilidad. Sin embargo, por
su atrevimiento lo confino a tres días de oración, ayuno y encierro en su celda
y con una sola ración de pan y agua al día… ¡Qué Dios purifique tu alma!
Terminada la última frase Serafino hizo
resonar una estridente campanilla de bronce que estaba sobre su escritorio.
Dos monjes entraron presurosos al despacho.
Con un ademán indicó que sacasen al padre Agustín.
– ¡Acompáñenlo a su celda, aseguren bien la
puerta y tráiganme de vuelta la llave! –ordenó.
Agustín lo miró desorientado. No entendía
qué cosa tan grave había dicho o cometido para desatar esa repentina ira en el
prior, no obstante aceptó el castigo.
–Usted nos miente a todos… Está ocultando
algo… Pero, juro por Dios, que lo averiguaré –sentenció antes de salir.
– ¡Bah!... ¡Sáquenlo! –escupió con despreció
incorporándose con arrebato de la mecedora.
La personalidad turbada y sádica de Serafino
estaba muy acorde con su hedonismo, el cual no lo percibía desde la óptica de
Eudoxo de Cnido, quien a principios del siglo IV a.C. consideraba que el placer
era el bien supremo de todos los seres. Aunque Eudoxo se refería al placer a la
vida, a la belleza en sí misma y al placer de amar al amor con pureza infinita
para obtener la felicidad.
Pero, por sus desviaciones, a fin de
justificar lo glotón y depravado que era, Serafino lo interpretaba con errónea
malicia desde el punto de vista de Epicuro de Samos.
Para el prior de la Misión, la presencia del
placer era sinónimo de ausencia de dolor o de cualquier tipo de aflicción, como
el hambre, la tensión sexual o el aburrimiento. Por ello su relación sodomita
con Lucindo, ya que pensaba que “ningún placer era malo en sí mismo”.
A veces, durante los momentos de intimidad
con Lucindo, le decía: “Yo no sé cómo se puede concebir lo bueno si eliminamos
los deleites del paladar y los placeres del amor, o los del oído y las
emociones confortantes causadas por la visión. ¡Eso sería como eliminar el
placer de querer y amar a Dios!”.
Para justificar su aberración Serafino
evadía pensar conscientemente que en la realidad las situaciones que producen
algunos placeres conllevan a alteraciones que muchas veces son mayores que los
mismos placeres, como la locura, pérdida total de la razón y los principios más
elementales de la moral y la vida, tal como se hallaban él y Lucindo.
Capítulo 19
Después de estar con Santiago en el Alto
Hatillo hasta muy entrada la noche, Raquel regresó a La Bombilla.
Mientras avanzaba por el sombrío sendero que
conduce a lo profundo del barrio, notó un alboroto poco común. Ávida por saber
qué estaba pasando, apuró el paso y comenzó a subir de dos en dos los
inclinados escalones.
Entre un grupo distinguió a Juan, El Remedón, que estaba junto a otros
jóvenes de su misma edad. A paso veloz se dirigió hacia ellos.
Al verla los muchachos corrieron a recibirla
y virtualmente la aturdieron. Cada uno quería contarle lo acontecido en el
barrio, pero hablaban tan atropelladamente, que Raquel no lograba comprender nada.
–Un momento –atajó–. Vamos a organizarnos y
comiencen a hablar uno por uno, porque, en verdad, no entiendo lo que me están
diciendo... Empieza tú, Juan –pidió señalándolo con el dedo.
Desordenadamente y con su característica
forma de hablar, Juan le narró la forma cómo desapareció El Iluminado ante la presencia de todo el mundo.
–Yo estaba muy cerca, Raquel… Tú sabes que
siempre me acomodo en el piso, a unos pasos de donde El predicador comienza a
hablar… ¡Lo vi todo clarito!... ¡Bien clarito! –concluyó el muchacho.
Después, casi como si se tratase de una
copia al carbón, un desgarbado negrito de ojos saltones daba su versión, aunque
la dibujó de macabro terror. Al finalizar le tocó el turno a otro, y después a
otro. Todos los relatos eran confusos y absurdos. Cada quien le ponía su pizca
de fantasía al suceso, por lo que pronto atontaron a la pobre muchacha.
– ¡Basta, ya entendí!… –los contuvo
molesta–. ¡Eso no puede ser!... Es imposible porque yo estaba…
– ¡Claro qué fue posible!… Ocurrió a mi ladito, Raquel… ¡Nunca había visto una vaina como esa! –refirió todavía perplejo
Juan.
–Eso fue así: ¡puffff! –dijo expeliendo de
su boca aire con fuerza otro de los muchachos, y haciendo con sus manos
movimientos aerodinámicos como si se tratase de un acto de magia, agregó–: y el
carajo ya no estaba… ¡Se esfumó!
– ¡No le digas carajo!... ¡No te lo permito! –recriminó Raquel.
– ¡Coño!, no te pongas así… Es una forma de
decir… Tú sabes que lo queremos que jode…
–Es verdad –ratificó El Remedón saliendo en defensa de su amigo–. Yo a veces lo veo como
si fuese mi hermano mayor, aunque no tengo hermanos… Bueno, como a mi padre,
que tampoco sé quién carajo es…
Bueno… ¿Tú entiendes, verdad?...
– ¡No!, no te entiendo Juan, y a veces me
das vergüenza… Y, por favor, no vuelvas a decir groserías delante de mí…
¡Respétame! –reprochó molesta, pero con dulzura la joven.
– ¡Está bien!... Está bien, discúlpame… Te
voy a decir la verdad, pero no se vayan a reír –pidió Juan dirigiéndose a todos
los del grupo–. ¡Lo veo como a un santo, coño! –afirmó radiante, con los ojos
brillando de dicha.
Raquel le dirigió una mirada rabiosa por la
grosería que había vuelto a decir, pero pronto la borró de su rostro. La
afirmación de su amigo la había enternecido de tal manera que sus labios
esbozaron una placentera sonrisa.
–No eres el único, Juan. Yo, al igual que
muchos otros, lo vemos así. No te apenes en decirlo… Todos sabemos que es casi
un santo…Un verdadero santo –concluyó convencida, expresando, tal como lo hizo
Juan, su pensamiento más profundo.
–Yo creo que es más que eso –discrepó Juan
moviendo la cabeza–. ¡Pa’mí es un
Dios! –insistió.
– ¡Ay, no!… –exclamó Raquel–. Eso es
imposible… Es tan joven que no podría ser un Dios… Prefiero que sea un hombre
espiritual, aunque con dones divinos… Pero no, por favor, un Dios ¡no!
Raquel pensaba como mujer. Una mujer
profundamente enamorada. En su corazón la idea de que Santiago fuese un Dios le
aterraba. No concordaba con sus deseos femeninos. Le bastaba con que fuese un
predicador bien parecido, un hombre misericordioso, dulce y hasta milagroso,
pero hasta ahí. Eso era más que suficiente. Lo quería como a un ser humano de
carne y huesos, al que pudiese tocar y palpar, pero nunca como a un Dios.
Después de hablar con Juan y los muchachos,
Raquel se acercó a otros vecinos. Le contaron la misma historia. Algunas
versiones eran más exageradas que otras, pero el denominador común siempre era
el mismo: la desaparición mágica de Santiago frente a todo el barrio.
Raquel se quedó un buen rato charlando con
ellos. Al percatarse de la hora, de lo tarde que se le había hecho, se disculpó
y en largas zancadas fue hacia su rancho.
Al entrar su madre, Doña Ruth, estaba de
espaldas, frente a una cocinilla de gas. Recalentaba un café con leche en una
ollita que, por las magulladuras que tenía, parecía haber sobrevivido a las más
horrendas calamidades.
– ¡Hola, ma’!
–saludó con afecto.
– ¡Muchacha!... ¿Dónde te habías metido?…
Estaba bien preocupada… –afirmó con un suspiro de alivio al verla.
–Después te cuento, ma’ –respondió cerrando suavemente la puerta del rancho, confeccionada
con pedazos de cartón piedra de diferentes tamaños y colores y sus bordes
burdamente reforzados con tiras de hojalata para que pudiese resistir un poco
más antes de que el tiempo la derrumbase.
–Estoy recalentando un cafecito… ¿Quieres un
poquito, mija? –indagó con maternal
cariño. Enseguida agregó –: ¿Cenaste?... ¿Quieres que te prepare una arepita?... En el refrigerador hay masa
y en un momentico te la pongo a freí pá
que te la comas calientica– dijo afectuosa.
–No, ma’…
Gracias, pero no tengo hambre.
– ¡Tienes qué comé mija!... Si sigues así va
a desaparecé –insistió Doña Ruth a fin de persuadirla.
–Ya comí ma’
–se excusó mintiendo a fin de que su madre no perseverase más, tal como solía
hacerlo.
El cerebro de Raquel estaba por estallar con
lo que le habían contado sobre Santiago. Pensaba en todo, menos en comer. Su
apetito lo había centrado en otro bocadillo. El de su amor solitario, que con
tanto celo atesoraba en su corazón de joven e inocente adolescente.
–Cuéntame, ¿qué pasó por aquí mientras no
estaba? –preguntó desentendida a su madre a ver si le decía algo sobre la
desaparición.
Necesitaba con ansias que le desmintiesen
todo lo que había escuchado, que el asunto de Santiago era sólo un invento
estúpido de la gente del barrio. Una fantasía. Que al que vieron esfumarse fue
otra persona. Que era imposible que fuese Santiago, porque a esa misma hora
ella estaba con él en El Alto Hatillo. Nadie mejor que su madre podría darle
una versión clara de lo ocurrido en el barrio.
– ¡Ay, mijita,
muchas cosas!… ¿Ya te dijeron lo del Iluminado?
–Si, ma’
–asintió Raquel–. Pero no les creo nada…
–Pero fue verdá, mija… Yo estaba
ahí –aseveró–. Fue algo raro, milagroso, creo yo…
–Si tú lo viste, a ti te creo ma’… –respondió la muchacha resignada,
pero más confundida que al principio, ya que esperaba otra respuesta de su madre.
– ¿A qué hora fue eso?… ¿A qué hora,
supuestamente –dijo deletreando las palabras– se “esfumó” Santiago?
–Nada de supuestamente, mija… Yo lo vi con mis propios ojos –expresó señalándose ambos con
los dedos índices–. Fue a eso de la siete y media, si este relojito que me
regalaste el Día de las Madres todavía dice la verdá… Estoy segura, porque al ratico una vecina me preguntó la
hora y...
– ¡Claro que está bueno má!... Me costó unos cuantos riales
y es de buena marca –interrumpió para disimular el pasmo que sintió cuando su
madre le puntualizó la hora.
–Por ahí andan diciendo que unos extraños
estuvieron escuchando a Santiago... Que eran personas malas y que uno de ellos
era policía… De la secreta, de la matagente
–manifestó Doña Ruth extendiéndole un tazón repleto de café con leche.
–Pero, ¿cómo pueden estar tan seguros de que
eran personas malas?…Yo no entiendo, ma’.
–Bueno, mija,
por la actitud... Yo no los vi, tampoco sé quiénes son, pero la gente del
barrio sabe de esas cosas y los tiene “fichados” por si vuelven a aparecé por aquí.
Antes y después de la hora señalada por Doña
Ruth y hasta pasadas las nueve y media de la noche, Raquel charlaba con
Santiago en su refugio del Alto Hatillo, muy distante del cerro. La muchacha no
entendía cómo podría haber estado en dos sitios al mismo tiempo.
Navegaba en un mar de confusiones. Los
pensamientos le laceraban la mente. En busca de una explicación lógica, de
pronto le vino la idea de que la persona que había desaparecido podría haber
sido un doble, un hermano gemelo de Santiago, pero enseguida la desechó. Era
muy difícil que un doble o dos hermanos, por más gemelos que fuesen, tuviesen
la misma vocación católica y fuerza espiritual. Además, Santiago le había dicho
que aborrecía la mentira, porque era la contraseña del diablo.
No hallaba la forma de decirle a su madre
que todo ese asunto no pudo haber sucedido porque a la hora que decían que
ocurrió la desaparición, ella estaba con Santiago en su casa. Que estuvieron
juntos, conversando hasta tarde, y que ninguno de los dos se movió del lugar…
“¿Era realmente tan tarde?”, se interrogó mentalmente, pero enseguida concluyó:
“Deben haberse equivocado en cuanto a la hora”. Tratando de convencerse a sí
misma de que así había sido, puso, de momento, punto final al asunto de la “desaparición”.
Insistir era enloquecer.
– ¡Estoy muy cansada, má! –afirmó bostezando a fin de cortar la conversación con su
progenitora.
Bien, mija…
Vete a dormí, porque mañana tengo un
día pa’ locos… Si supieras… ¡Mejó ni te cuento!... Sucedió que…
–
¡No, ahora!...Ahora no, má… No me cuentes nada… –atajó Raquel intuyendo
que le vendría, tal como lo hacía siempre, con otro de sus largos y pesarosos
cuentos.
–Está bien hijita. Lo dejaremos para mañana…
–Anda a dormir má… Te ves más molida que yo… Anda, y mañana me cuentas… Yo voy
dentro de un ratico. Primero voy a lavá los corotos.
Raquel estaba demasiado turbada como para
prestar atención a los cuentos de su madre. Además, su apariencia denotaba la
fatiga de día inusual en su vida.
Se levantó del taburete donde estaba
sentada, fue hacia el fregadero y se puso a lavar los trastos sucios. Al
terminar fue hacía donde estaba recostada su madre, le dio un beso en la
mejilla, le pidió la bendición y dio un par de pasos hacia su cama, la cual estaba
a centímetros de la de su progenitora. Una cortina cosida a mano con dibujos de
grandes rosas rojas las separaba. La mayoría de los ranchos del sector eran
casi todos iguales. Un sólo ambiente, el cual era dividido con cortinas y
tablones, dependiendo del número de personas que habitaban en el, piso de
tierra o cemento rústico y paredes y techo fabricados con laminas de zinc y
maderas de desecho. El tamaño dependía del gusto o el pedazo de tierra ociosa
que el humilde “constructor” conseguía en el cerro.
Esa noche Raquel no pudo conciliar el sueño.
Estuvo retorciéndose inquieta sobre la cama. Cuando apenas lograba dormitar un
poco, pavorosas y locas pesadillas la despertaban.
Amor, dudas y duendes vestidos de luto
cabalgaban sobre sus pensamientos de joven enamorada. No podía apartar la
imagen de Santiago del sitio del corazón donde lo había anclado.
Los eventos de ese viernes tan agitado y
nada común, la tenían despabilada. Pensaba que todo era una absurda locura. Un
invento sin sentido de la gente del barrio. Pero, lo que más le
intranquilizaba, era lo que el mismo predicador le había dicho en el Alto
Hatillo: “Lo que ha de pasar pasará y
será pronto, pero no ahora”.
Al día siguiente, todavía somnolienta y
tendida sobre la cama con los ojos cerrados, pensaba. Pensaba mucho. La
necesidad de ir buscar a Santiago para alertarlo sobre los hombres que
estuvieron merodeando el barrio y haciendo preguntas, la tenían vacilante.
De pronto, como impulsada por un resorte, se
levantó y descalza caminó hacia el pequeño altar que su mamá había construido
en un rincón del rancho.
Dos velones amarillos colocados sobre un
delgado listón de madera alumbraban varias estampitas de vírgenes y santos.
Unas estatuillas de yeso del Sagrado Corazón de Jesús, San Miguel Arcángel y La
Milagrosa, la virgen más santa entre las santas después de María, presidían el
altar.
De un pequeño cajón ubicado en la base del
altar tomó una delgada vela blanca, la encendió y colocó frente a una estampita
descolorida de la Virgen de Fátima que se hallaba en el sitio más profundo del
modesto santuario. Se arrodilló sobre el frío piso de cemento, cerró los ojos y
comenzó a orar.
Estaba tan sumergida en sus rezos, que no
notó un resplandor que comenzaba a iluminar el rancho.
Pasados algunos minutos, un sonsonetillo,
parecido al gorjeo de un ave, atrajo su atención. Instintivamente volteó hacia
el sitio donde creyó escuchar el sonido.
Envuelta en una aureola luminosa que a duras
penas pudo advertir, creyó ver la diminuta figura de un niño que le sonreía. Incrédula,
se frotó los ojos y volvió a mirar hacia el fondo del rancho, pero no
distinguió nada. Volvió a girarse hacia el altar, juntó las manos y siguió
orando, esta vez en forma entrecortada porque seguía percibiendo esos extraños
ruidos.
Cuando estaba por terminar las últimas
líneas del Padre Nuestro, oyó a sus espaldas la voz de un niño.
– ¡No te asustes!... He venido a prevenirte…
Tú serás mi clarín… –le decía.
Espantada, se incorporó tan impulsivamente
que casi pierde el equilibrio. Miró a los lados pero no logró ver nada. Buscó
nerviosa la procedencia de la voz, pero otra vez nada. De pronto advirtió un
raro fulgor que se desplazaba de un lado a otro del rancho. Quedó paralizada y
con el corazón saliéndosele del pecho, pero alerta y con los ojos fijos en aquella
luz.
–He venido a ti para que seas mi mensajera.
Quiero que le reveles al mundo lo que pronto habrá de acontecer sobre la Tierra
–oyó en eco apagado la voz infantil.
– ¿Quién eres?... ¿Dónde estás? –atinó a
pronunciar sobresaltada.
–No busques verme, porque no lo lograrás
–precisó suave, pero en forma dulce la etérea criatura que le hablaba–. Cuando
crea que estés lista me mostraré… Ahora presta atención a la profecía de
Nuestra Señora de Fátima, la misma que ha sido ocultada durante años al mundo,
porqué lo que voy a decir no lo repetiré: Los
hombres abandonaron los Mandamientos de Dios y dejaron que el demonio se
posesionara del mundo, sembrando odio, muerte y destrucción por todas partes.
Con las propias armas de su invención, ellos acabarán con el mundo en poco
tiempo, por lo que la mitad de la humanidad será horrorosamente aniquilada. Una
purificación comenzará contra los imperios y hará tambalear sus cimientos creando
el caos entre órdenes religiosas, porque también los sacerdotes han sido
poseídos por Satán –escuchó desde lo profundo de aquella luz que parecía
tener vida propia.
– ¿Cómo entraste?... ¿Qué quieres de mi?
–preguntó estremecida mientras seguía buscando el origen de la voz, la cual
ahora apreciaba más cerca.
–Soy Francisco, el pastorcillo de Fátima
–afirmó con quietud divina aquella imagen de mejillas rosadas, piel blanca y
cabellos color de miel, que poco a poco se fue materializando frente a ella–.
No tengas miedo… No te hagas preguntas que no puedas contestarte y escucha con
fe mis palabras… –dijo sosegado a fin de calmarla.
El tono de la voz, que parecía emerger del
mismo paraíso, tranquilizó a Raquel, quien pronto dejó de temblar. La expresión
de su rostro ahora era de fascinación, más que de miedo.
– ¿Qué quieres de mi? –insistió–. ¿Por qué
estás aquí?
–No preguntes, porque nada puedo decir y
nada entenderás… Sólo abre tú corazón y deja penetrar en él la verdad divina,
porque pronto Dios consentirá que los fenómenos naturales, como el granizo, el
gélido frío, el agua, el fuego, el aire y devastadores terremotos, maremotos y
huracanes purifiquen la Tierra… Contra esos desastres los hombres nada podrán…
Ni con su ciencia ni con sus armas lograrán detener lo que vendrá…
– ¿Por qué tanta destrucción? –preguntó
alarmada.
–No es destrucción joven niña, sino
purificación. Será necesaria… Forzosamente necesaria, porque en su ciega maldad
la humanidad no se ha dado cuenta que la única forma de vencer las guerras no es
con armas, ni con dinero o poder, sino a través de lo más simple y puro: la fe
y el amor a Dios.
– ¿Y a nosotros, los humildes, qué nos
espera?… Nosotros nada tenemos y nada hemos hecho –indagó.
Raquel estaba repuesta completamente de sus
temores. Mientras hablaba, la aparición, ahora más visible, se movía tranquila
por el rancho. Al llegar al punto más apartado de la humilde vivienda, aquel
niño, mitad luz y mitad cuerpo, se sentó en el suelo y la observó inmutable.
– ¡Oh, pobreza santa, a la cual Dios
recompensará con el Reino de los Cielos y la vida bienaventurada! –exclamó–. En
el mundo se habla hipócritamente de paz y tranquilidad, pero el castigo vendrá…
– ¿Cuál castigo? –averiguó temblorosa–. ¿A
qué te refieres?
–Un hombre muy importante para la humanidad
será asesinado y provocará la guerra y la aniquilación de la peste más dañina
que ha invadido la tierra, que no es otra que el odio… Ese odio profundo que ha
minado a la humanidad. Una armada muy poderosa se desplazará a través de Europa
y América hacia Oriente y la Guerra Nuclear se desatará. Musulmanes y judíos se
aliarán –profetizó–. Un solo Cristo, resucitado en cuatro, unirá en un solo
cuerpo al islamismo, al budismo, al hinduismo y al cristianismo, en una única
religión en Dios… Esa guerra destruirá todo y la oscuridad caerá sobre los hombres…
Luego, en una noche muy fría, diez minutos antes de la media noche del Año
Nuevo Diez, un gran terremoto sacudirá a la Tierra durante siete horas perpetuas…
Esa será la tercera señal para que el mundo comprenda que Dios es el que
gobierna y dirige al mundo. Los buenos y los que propaguen este mensaje, que
fue dado por la Madre Santísima encarnada en la Virgen de Fátima hace ya muchos
años, no deberán temer, porque el manto divino de Nuestro Señor los protegerá.
Raquel estaba paralizada. Las palabras de
aquel niño divino y los augurios anunciados, la dejaron sin habla.
–Pero, ¿qué podemos hacer nosotros, que a
nadie le importamos? –preguntó con sus bellos ojos azules pincelados de desesperación.
–A Dios, el Ser Supremo, que todo lo sabe y
todo lo ve, sí les importan… ¡Y mucho!... Por eso, cuando llegue el momento,
arrodíllense y pidan perdón a Dios –sugirió aquel niño de pómulos rosados
llenos de vida, que más que una aparición semejaba una figura de pesebre–. No
salgan de sus hogares y no dejen que nadie extraño entre en él –advirtió–
porque sólo el bueno no estará en posesión del mal y sólo el alma incorrupta
sobrevivirá a la catástrofe…
– ¿Cómo sabremos cuando llegará ese día? –tartamudeó
con evidente desconcierto.
– No dejen de percibir la señal de sus
espíritus porque el alerta llegará cuando la noche se convierta en muy fría y
soplen fuerte los vientos del norte… Habrá angustia y en pocos momentos toda la
Tierra comenzará a temblar... Cierren puertas y ventanas y no hablen con nadie
que no esté en sus casas. No miren hacia fuera, no sean curiosos, porque sería
ir en contra de la ira del Señor… Enciendan velas benditas, ya que durante tres
días ninguna otra luz se encenderá…
– ¿Por
qué me lo dices a mí? … ¿Qué tengo que ver con esto? Apenas soy una muchacha de
barrio… Nada malo he hecho y…
–Para que transmitas mis palabras a los
hombres… Recuérdales que sólo los que tengan fe y creen en Dios se salvarán
–expresó con amor divino mientras de sus mejillas rosadas se desprendía un
polvo luminoso que comenzó a borrar su figura como si alguien estuviese pasando
un paño sobre un espejo empañado.
– ¡No te vayas!... ¡Por favor, no te vayas!
–imploró Raquel–. Antes dime, cómo puedo lograr que los demás me escuchen y
entiendan lo que has dicho… ¿Cómo puedo transmitir tú mensaje?
–El
Elegido de Dios en la tierra te ayudará. El Todopoderoso no reclama cosas
imposibles… Él derramará sobre ti sus bendiciones y será tu defensor, tu consolador,
tu redentor y tu recompensa en la eternidad –se oyó en reverberación lejana
antes que todo volviese a la normalidad en la soledad del rancho.
Desconcertada, la joven se tendió sobre la
cama. No sabía qué hacer. Estaba tan aturdida que no entendía si lo que había
visto era algo real o simplemente un sueño, una alucinación producto del
trasnocho, de la mala noche anterior.
En las últimas veinticuatro horas había
experimentado cosas nunca imaginadas. Presentía que debía controlar su
angustia, de otra forma enloquecería.
Sólo la vívida presencia de Santiago en su
mente, el olor de su piel, sus ojos y esa mirada que sólo Dios sabe prodigar,
la tranquilizaron y dieron fuerzas para seguir adelante. Para decirse y
repetirse mentalmente que no estaba loca y que todo había sucedido tal cual
como lo había vivido.
De un salto fue hacia un pequeño armario
elaborado con pedazos de tablones viejos pintados de amarillo. Descorrió la
desteñida cortina de tela que una vez fue rosada y de su interior sacó unos
jeans y una franelilla. Se deshizo del camisón de dormir dejando su cuerpo
desnudo a las miradas vacías del tiempo, y se vistió. Se inclinó y de abajo de
la cama extrajo unos viejos y desgastados zapatos de goma, los calzó y salió
del rancho. Del apuro olvidó cerrar la puerta.
Descendió a la carrera las escalinatas y se
dirigió hacia las empinadas callejuelas por donde pasa el transporte que cubre
las rutas del cerro. Se trata de unos jeep especialmente acondicionados que
transitan constantemente desde las faldas del cerro hasta el punto más empinado
del barrio, siempre y cuando exista un camino en el lugar. Cobran apenas una
módica suma, pero apretujan en sus asientos a casi una docena de personas para
que el negocio les sea rentable. Últimamente bajar o subir del cerro se había
convertido en una suerte de ruleta rusa. En una aventura peligrosa en la cual
la vida no valía nada. Podía llegarse rápido y sin problemas, pero si por mala
suerte se topaban con los malandros
del sector, jóvenes criminales que apenas rozaban los quince años de edad, se
corría el peligro de morir abaleado sólo por robarle un par de zapatos nuevos,
si es que les gustaban, o por unos pocos billetes. Centenares de chóferes y pasajeros
han sido víctimas de su brutalidad. Más de una docena de conductores son
atracados y asesinados mensualmente en los diferentes barrios de la capital por
estos desadaptados y peligrosos criminales. El dinero de sus fechorías lo
utilizan para comprar drogas, las cuales también trafican, y alcohol.
De
pronto Raquel detuvo la carrera. Recordó haber dejado la puerta abierta. Miró
hacía atrás y, haciendo un ademán, prosiguió rauda cerro abajo. Tuvo la buena
fortuna de que al llegar a la parada una camionetica,
como llaman comúnmente a esos vehículos, estaba a punto de salir. Presurosa
subió.
– ¡Buenos días! –saludó con viva voz y en
tono cordial a todos los presentes.
La amabilidad y los buenos modales era
costumbre entre la gente del barrio, quienes pese al rosario de penurias que
debían soportar y humilde condición en la que vivían, mantenían intacta su
habitual gentileza.
– ¡Buenos días! –contestó la mayoría,
algunos con pereza o mecánicamente, otros con auténtica sinceridad.
Esos armatostes son una bala letal. Bajan
con tanta velocidad y sin ninguna prevención, que al menos uno, cada dos o tres
meses, desbarranca, no por la impericia de los conductores, que son tan hábiles
como cualquier avezado piloto de Fórmula 1, sino por defectos mecánicos. No hay
dinero para mantenimiento y todo se hace con las uñas y a la buena de Dios.
Un poco más de una hora le tomó a Raquel
estar frente a la casa de Santiago. Tocó la puerta y enseguida éste le abrió.
Esta vez no hubo asombro ni sorpresa.
–Te esperaba –dijo–. Pasa y siéntate… Te
traeré un vaso con agua porque te ves extenuada –expresó afectuoso invitándola
a entrar.
– ¿Cómo que me esperabas?... Si hace apenas
un rato decidí venir para decirte… –indagó la joven mientras Santiago iba en
busca del agua.
–Qué unos hombres me andan buscando… Sí, no
te extrañes, ya lo sabía… Pero hay otra cosa que tienes que decirme y que
también sé, pero esta vez prefiero escucharla de tú boca.
– ¿También? –preguntó confusa–. Entonces,
señor sabelotodo, dime, aunque dudo mucho que lo sepas, qué vine a decirte,
además de aquellos hombres extraños que…
–Que tuviste una visión divina –expresó sin
dejarla terminar.
– ¿Queeé? …¿Y cómo lo sabes? –inquirió esta
vez incrédula, incorporándose tan bruscamente de la vieja butaca que derramó
parte del agua sobre el piso.
–Sólo te diré que lo sé, porque tú serás mi
mensajera en caso de que me pase algo… Aunque, no obligatoriamente, me deberá suceder.
–Disculpa Santiago, pero no entiendo tu
trabalenguas… Podrías ser un poco más preciso. Recuerda que yo sólo estudié
hasta el primer año de bachillerato.
–Te diré, en parte, lo esencial… Lo demás no
me está autorizado… De todas formas, si te lo revelara, nada podrías entender,
no porque no seas inteligente, que sí lo eres, sino porque no son cosas de este
mundo y…
–Pero tú… –trató de interceder Raquel.
Santiago levantó mansamente una de sus manos
para atajarla. Raquel se percató que sus vendas ya no estaban. Quiso preguntar,
pero otra vez el predicador le indicó que se quedase tranquila.
–Por favor, no me interrumpas y escucha,
porque quizás esta sea la última oportunidad que tenga para entregarte algo que
escribieron mis manos anoche. –Calló, y sosegado, como si lo que estaba
diciendo era muy normal, prosiguió–: Aunque lo que allí está escrito no fue
dirigido por mi mente sino por una fuerza divina, tienes el deber, tal como te
lo dijo el pastorcillo –precisó haciendo entrever que conocía los detalles de
la revelación que había experimentado– de difundir el manuscrito que te voy a
entregar. No digas cómo –expresó intuyendo otra interrupción–, sólo hazlo… Pase
lo que pase, aunque te sientas impotente o acorralada, no desmayes… Habrá fuerzas que correrán en tu ayuda…
–subrayó para indicarle que no estaba sola–. No trates de preguntarme nada
porque nada diré –finalizó y dándole la espalda se dirigió hacia la única
habitación del pequeño refugio.
– ¿A dónde vas?... ¡Explícate porque no
entiendo nada de lo que me has dicho!... No me dejes sola, ven…
–Nunca te dejaré sola… Sólo voy buscar el
escrito… Espera, vuelvo enseguida…
Raquel estaba otra vez pasmada. No salía de
un asombro para entrar en otro. Se sentía perdida en un laberinto lleno de
situaciones sin sentido. Todo, en las últimas horas, en cada segundo, a cada
instante, parecía atentar contra su cordura.
– ¿Cuáles
fuerzas? –preguntó sin aliento antes de que Santiago entrase al cuarto.
– ¡Las de tú fe! –contestó noble, pero
enfático el predicador.
Tranquilo, como si nada le perturbase,
Santiago caminó despacio hacia el dormitorio.
–No te impacientes… Vuelvo enseguida… ‑expresó
para serenarla y sin mirar hacia atrás ‑. Voy a buscar el manuscrito…
Raquel estaba muy confusa. Sus vivaces ojos
comenzaron a moverse impertinentemente. Parecían buscar en el aire una
respuesta a aquel acertijo lleno de palabras ambiguas que la tenían turbada.
Como Santiago demoraba en volver, se levantó
del asiento e impaciente comenzó a caminar por la diminuta sala. Al pasar cerca
de la habitación, notó la puerta entreabierta. Pasó frente a ella y, disimuladamente,
dejó volar con curiosidad el rabillo del ojo por el resquicio, pero no vio
nada. Dio vuelta atrás con la intención de retornar a la butaca, pero
inmediatamente cambió de parecer.
Regresó de puntillas y atisbó por la
rendija. Entre las sombras vio claramente a Santiago con los pantalones bajos
desatándose unos papeles que tenía sujetos con esparadrapo en uno de los
muslos. Discreta, conteniendo cada suspiro para evitar ser descubierta, siguió
observando hasta que el predicador se inclinó para recoger el pantalón, el cual
había rodado hasta la altura de los tobillos.
En ese instante Raquel apenas pudo contener
un chillido aterrador al notar que del cóccix de Santiago, de una abertura que
había en su ropa interior, a unos diez centímetros más arriba del ano, pendía
un rabo de más de medio metro de longitud.
Horrorizada, corrió hacia el sillón donde
momentos antes estaba sentada. Se derribó sobre él y entrecruzó las piernas
para aplacar el temblor que estremecía casi todo su cuerpo. No pudo hacer ni
una cosa ni la otra. No lograba disimular el pánico, mucho menos los
impertinentes movimientos de sus piernas, que se movían con tal fuerza que tuvo
que sujetárselas con ambas manos para controlarlas.
Mientras lo hacía, escuchó ruido de pisadas.
Santiago salía del dormitorio y regresaba a la sala. Siquiera volteó a mirarlo.
Sosteniendo unos papeles, no más de dos
páginas escritas a mano, y un acolchado sobre amarillo, se detuvo justo frente
a ella.
– ¡Hoo...la! –tartamudeó Raquel.
Santiago no respondió. Dobló los papeles en
cuatro partes, los guardó en el sobre, el cual rotuló con una gruesa cinta
adhesiva que sacó de uno de los bolsillos del pantalón, y se los extendió.
– ¡Guárdalo! –solicitó mansamente–.
Protégelo con tú vida si es necesario… Esconde el paquete en un sitio seguro y,
por ninguna circunstancia, lo abras… Sólo podrás hacerlo a las tres de la tarde
del primer viernes de Pascua, día en el que comenzarás a difundir su contenido
al mundo.
Aunque Raquel estaba a punto de desfallecer
a los pies de Santiago, tomó el pequeño fajo y se lo llevó al regazo.
Temblando, tanto de miedo como de decepción,
al haber visto que el hombre que amaba en silencio era un ser infrahumano,
mitad animal y mitad quién sabe qué otra cosa, no articuló palabra.
– ¿Qué es esto?… ¿Qué me estás dando? – preguntó
desconfiada a los pocos instantes.
–La vida del mundo… Su presente y su futuro…
Todo lo que, en su momento, tendrá que suceder.
– ¿Quién eres en realidad? –requirió la
muchacha contundente, aplacando por instantes la turbación que le afligía.
–Simplemente Santiago… Un hombre común y
corriente, como cualquier otro… Sólo si no me vuelves a ver podrás abrir el
paquete antes de la fecha prevista –advirtió.
Atolondrada, Raquel asintió con la cabeza.
–El peligro universal se ha extendido… La
maldad ha contaminado el mundo… La avaricia es hija del crimen… El dinero el
pasaporte al Infierno… El materialismo aniquila el espíritu… La prepotencia la
fe… La arrogancia a los sentidos… Todo está por terminar –fue sentenciando
telegráficamente el predicador.
– ¿Qué está pasando?... Esto parece un
testamento –expresó Raquel aparentemente repuesta aferrando el bulto que le
había entregado–. Si eres un hombre de fe, ¿por qué huyes?... ¿Por qué no me
dices la verdad? … ¿Si estás en peligro, por qué tú Dios no te ayuda?... ¿Quién
eres en realidad?...
–Mi bella y querida amiga, no huyo –explicó
suavemente para que la joven comprendiese–. Sólo busco evitar un inútil
derramamiento de sangre y que muchos inocentes sufran por acciones de la que
ellos nada tienen que ver… Esa es la voluntad de Dios y eso es lo que quiere
que haga y yo no me opongo a sus intenciones, las comparto.
– ¿Podrías ser un poco más explícito?... Tú
no eres un hombre violento, sino todo lo contrario. ¿Cómo, entonces, puedes
hablar de sangre y muertes?
–Es algo que pronto entenderás. Por ahora es
suficiente con lo que te he dicho… Ten fe y no seas tan ansiosa… Ahora, más que
nunca, deberás tener fe... –solicitó–. Prueba que mis palabras no fueron
sembradas en el vacío y que aprendiste algo de mis enseñanzas… ¡Confía en mí porque
por mi fuiste la escogida!
La mañana olía a jazmín en flor. Los
sembradíos ubicados al noroeste, sobre la explanada del Alto Hatillo, estaban
siendo rociados con poderosos dispositivos de presión que hacían girar el agua
en grandes círculos, como si fuesen molinos de lluvia plantados en el viento.
En el barrio, en cambio, todo olía a
estiércol. Las montañas de basura que se acumulaban día tras día en cada uno de
sus rincones sin que nadie la recogiese, semejaban estatuas fantasmagóricas
erigidas en honor a la pobreza y a la miseria.
Capítulo 20
Después de pasar horas y horas hablando a
fin de trazar una buena estrategia, no fue sino hasta entrada la madrugada que
Figueroa, Fernando Lisias y Basilisco se pusieron de acuerdo con el plan que
deberían seguir para llevar a Santiago hasta la Misión Capuchina.
El frío del aire acondicionado, que tenían
al máximo de sus posibilidades, y la
pesadumbre causada de tanto pasar y repasar insistente y obstinadamente los
detalles, así como las tres botellas del escocés que se empinaron hasta la
última gota, los obligó a recostarse un rato antes de, a la mañana siguiente, emprender
la acción.
Con la luz del nuevo día cegándoles las
pupilas, los tres hombres despertaron instintivamente y casi al mismo tiempo.
Pese a la gran cantidad de whisky ingerido, lucían vivaces y dispuestos a
afrontar la tarea que se habían impuesto.
– ¡Es la hora! Debemos apurarnos si queremos
atrapar al tal Iluminado –alertó Fernando
mientras se alisaba el cabello con las manos.
–Espero que todo salga como lo planificamos,
si no lo quemo –espetó Basilisco,
quien permanecía acostado y arropado con una larga cobija que apenas le dejaba
ver el rostro.
– ¡Estoy listo!… Sólo falta asearme y…
–trató de terciar con cara de trasnocho Figueroa, cuando fue interrumpido por
su hijo.
–Revisemos las armas antes de salir… Estas
mierdas que nos trajiste a veces se atascan –afirmó Basilisco, ya fuera de la
cama, dirigiéndose al comisario.
Claudio Figueroa lo observaba complacido. Se
sentía dichoso, más que nada por tenerlo junto a él y por haber accedido a
compartir su habitación del hotel Melía. Percibía que al fin, después de tanto
tiempo, lo tenía entre sus brazos y que la maldad que lo arrebató de su lado
había sido conjurada. En su sangre fluía como manantial el orgullo de padre. No
le agradaba el asunto de las armas. Pese a haber nacido y crecido en una región
donde el abigeato, las trifulcas y los arreglos
de cuentas se dirimían a punta de pistola, sólo había tenido en sus manos
libros de medicina. Se conformaba con creer que sólo servirían para intimidar
al predicador y no para matarlo.
Superados los fugaces chispazos de amor
paterno, vio con tristeza como su hijo manipulaba con exquisito placer una
vieja pistola Taurus. Aunque él había cometido varios despreciables “asesinatos
clínicos”, en ese momento cruzó por su mente el juramento Hipocrático y, sin
poder contenerla, del subconsciente le brotó la interrogante: “¿Qué hace un médico como yo aquí?”.
– ¡Vamos, Figueroa!… ¡Despabílate, hombre,
que estamos sobre la hora! –protestó acentuando su voz ronca el comisario
Fernando Lisias.
El médico agarró toscamente su chaqueta a
cuadros que en la noche había dejado colgando en el respaldar de una silla y
trató de endosárselo, pero, quizás por efectos de la resaca o el temor a las
armas, no pudo. Después quiso ir a cerrar las cortinas que habían dejado
abiertas toda la noche, pero dio vuelta atrás y las dejó como estaban.
Con la puerta abierta, Basilisco esperaba
recostado del resquicio a sus compañeros. Tranquilo, sin la evidente excitación
de los otros, de su mirada brotaba un sádico goce.
El plan que concibieron después de horas de
charlas y tragos para atrapar a Santiago era muy elemental, aunque para
coordinarlo les tomó toda una noche.
De tanto planificar y planificar,
concluyeron que si seguían a Santiago después de que éste saliera de su
refugio, en la primera oportunidad que se le presentara darían con el auto un
pequeño golpecito a la motocicleta para arrojarlo al pavimento. Una vez en el
suelo y antes de que pudiese incorporase lo atraparían y meterían en el
vehículo. Después había que tomar velozmente hacia el cruce que lleva a la
urbanización El Placer para de allí conectar con la Autopista del Centro y
tomar el camino a la Misión Capuchina.
“El procedimiento”, tal como llaman en el
argot policial a estos asuntos, era infantil y bastante mediocre, pero factible,
incluso en una ciudad tan caótica e impredecible como Caracas, siempre
abarrotada de un tráfico infernal.
Aproximadamente a las diez y treinta de la
mañana, muy cerca de la salida del refugio, los tres hombres aguardaban dentro
del auto alquilado por Figueroa. Al volante estaba el comisario Fernando
Lisias, quien aparcó a un costado de la carretera. Adentro, los tres hombres se
entretenían fumando un cigarrillo tras otro y escuchando la radio a bajo
volumen. Como los minutos pasaban y Santiago no aparecía, comenzaron a inquietarse.
Ahora Basilisco era el más ansioso. Siquiera
esperaba que su cigarro se consumiese. Poco después de encenderlo
impulsivamente lo lanzaba por la ventanilla y se llevaba otro a la boca. Al
parecer, la adrenalina fluía por su cuerpo con más fuerza que en la de sus compañeros.
La espera duró largas dos horas. El grupo
había investigado con antelación la hora en que salía el predicador en las
mañanas, pero ese día se retrasó más que de costumbre, por ello la intranquilidad.
“¿Qué demonios habrá pasado?... ¿Salió
antes?... ¿Alguien lo alerto?” –se interrogaba Figueroa en silencio.
Durante la espera no hubo diálogos. Sólo
movimientos torpes, gestos, tufos y una que maledicencia lanzada al vacío. El
nervioso mirar de las manecillas de los relojes y el encender y apagar
cigarrillos fueron los códigos mudos de su comunicación.
Cuando estaban por abandonar la misión, el
roncar de los pistones de una motocicleta que se acercaba los puso sobre aviso.
De pronto vieron a Santiago despuntar la
colina a bordo de su moto roja. Al pasar a un lado del auto, Fernando aceleró
ligeramente y comenzó a seguirlo a corta distancia para que no se le
escabullese.
Debido al entusiasmo los tres hombres no se
percataron que a pocos metros John Dark, quien también había estado desde
temprano espiando la zona, los seguía a bordo de otro auto.
La persecución se inició con cautela.
Después, debido al desequilibrante tráfico, Fernando comenzó a desesperarse al
perder momentáneamente de vista a Santiago. Para alcanzarlo hizo imprudentes
maniobras que le costaron los insultos de otros conductores que transitaban la
vía, la cual ese día no estaba tan despejada como pensaron.
Santiago había tomado El Camino de la montaña, como le dicen a la carretera vieja de El
Hatillo, una suerte de serpiente de asfalto que bordea el sureste del Valle de
Caracas entre pequeñas colinas. Pese a que era domingo, la vía estaba atestada
de autos.
El predicador descendía veloz por el camino
que conduce a la intersección que une a La Tahona con otras urbanizaciones del
este de la ciudad. De ahí tomó hacia la autopista. De vez en cuando miraba
hacia atrás con el rabillo del ojo. Era evidente que no iba a La Bombilla, su
lugar preferido de predicación, ya que tomó una vía más larga y opuesta a la
que siempre hacía.
John Dark se quedó atrás, muy atrás, tanto
de la moto como del auto donde iban Figueroa, Basilisco y Fernando al volante.
Estaba tranquilo, escuchando por una emisora
de radio Emperador, un concierto para
piano de Beethoven, mientras musicalmente movía la cabeza y las manos, como si
estuviese sosteniendo una baqueta imaginaria con la cual dirigía la filarmónica.
Su imperturbable actitud tenía un motivo.
Experto y cauteloso, el ex veterano de guerra era de los hombres que no dejaba
escapar a sus presas con facilidad. Había sido entrenado no sólo para matar sin
compasión, sino también en las artes del espionaje y camuflaje. La misma noche
que Figueroa y sus secuaces tejían el plan para secuestrar al predicador, se
coló entre las sombras e instaló un microsonar en la moto de Santiago. Su
poderoso radio de acción le permitiría ubicar a la máquina y, por ende a su
conductor, a más de diez kilómetros de distancia gracias a un diminuto receptor
portátil. El dispositivo era tan sofisticado, que no sólo transmitía
coordenadas sino, con precisión milimétrica, también el lugar exacto, indicando
calle o avenida, con un margen de error de apenas algunos metros, siempre y
cuando el programa fuese alimentado con anterioridad con el mapa de la ciudad o
sitio de búsqueda. Un tipo de GPS especial, con códigos para el espionaje
urbano y de seguimiento.
Santiago abandonó la autopista y dirigió la
moto hacia la desembocadura de la urbanización Las Mercedes. En el empalme de
dos vías frenó bruscamente, dio vuelta en
“U” y tomó otra vez, pero esta vez en sentido contrario, hacia la autopista
que va a Prados del Este, un lujoso complejo del este de la ciudad. Al parecer
tenía intención de regresar al refugio. No tenía sentido que después de
adelantar tanto hiciese marcha atrás y tomase el mismo camino, pero al revés.
Fernando, bajo el coro de maldiciones y
vulgaridades que escupían por la boca Figueroa y Basilisco, hizo un viraje
forzoso, mordió la acera y casi se estrella contra otro auto a fin de no
perderlo de vista.
Capítulo 21
Serafino se paseaba inquieto en su despacho
del recinto clerical. En las manos sostenía un libro abierto, pero lo que menos
hacía era leerlo.
Durante las últimas cuarenta y ocho horas no
había sabido nada de John Dark y eso le preocupaba. Habían acordado comunicarse
al menos una vez al día, preferiblemente en las noches, pero el Justiciero no cumplió con lo pactado.
Suponía que la reprimenda que le pegó cuando
llamó borracho, le hizo desistir del encargo.
La obsesión del monje, el hecho de estar tan
próximo a desentrañar el misterio del Anticristo, de ver con sus propios ojos
la marca que evidentemente tendría Santiago tatuada en el cuerpo, en la cual
imaginaba encontrar el apocalíptico 666, lo tenía más perturbado que de costumbre.
Cuando volvió a pasar cerca del escritorio
se detuvo de golpe, dejó el libro a un costado y toscamente tomó entre índice y
pulgar la campanilla de bronce y la agitó con insistencia.
De inmediato aparecieron ante la puerta tres
monjes, entre quienes se encontraba Lucindo con su perversa expresión de
siempre diseñada en el rostro.
–Quiero que todos, en este mismo instante,
dejen sus labores y se dirijan a la capilla… ¡Quiero que oren profundamente!…
Quiero… Quiero que abatan al diablo, pero que al mismo tiempo lo invoquen para
que pronto esté entre nosotros… ¡Quiero al diablo aquí, hoy mismo!…–exclamó en
total estado de ebriedad mental–. ¡Debemos, por el Dios Todopoderoso que guía
nuestros pasos, conocer la figura de Satán!
Serafino se refería a Santiago, a quien, en
su demencial ofuscación, creía la viva reencarnación del demonio.
– ¡Tranquilícese prior! –demandó Lucindo
abrazándolo y llevándoselo contra el pecho ante el asombro de los otros dos monjes.
– ¡Estoy desesperado! –lloriqueó el regente
de la Misión–. ¡Lucindo!… Lucindo… –balbuceó jadeante–, ayúdame a revelar la
verdad… ¡Ayúdame a rescatar al Cristo que abandoné!
–No diga tonterías abad… Usted es nuestro
guía y nosotros lo seguimos como a un enviado del Redentor…–pronunció el
jorobado.
–Hay que extirpar al mal o él lo hará con
nosotros –sentenció con el rostro ensombrecido el prior.
–Pronto, muy pronto, abad, tendremos en
nuestras manos lo que con tantos y sacrificados estudios de teología buscamos
entender…
– ¡La Iglesia es la representación de la
verdad absoluta y quien esté contra ella es un hereje y debe morir! –sentenció
con patética frialdad Serafino agitando las manos.
– ¿De qué están hablando ustedes? –intervino
uno de los monjes que acudió al alerta.
– ¡Retírense! –ordenó categórico Lucindo–.
Yo me encargaré de todo… Lo importante es que sigan la orden del prior y vayan
a la capilla a rezar e invocar al… –cortó sin concluir y luego precisó–:
Nosotros los alcanzaremos enseguida.
A la sombra de un cují cercano a la Misión, un hermoso pájaro, de alas rojas y lomo
amarrillo moteado con un plumaje tejido en forma de círculos muy blancos que le
envolvían en espiral el penacho, picoteaba sobre un montón de desechos.
Estaba cerca de la zamurera donde Figueroa había lanzado los restos del bebé de María
Coromoto, aquel que nació con cola y descuartizó con salvaje saña después del
alumbramiento.
De pronto se detuvo y comenzó a trinar. El
canto de aquella extraordinaria ave, nunca antes vista por esos parajes,
silenció mágicamente la sofocante llanura. Por instantes todo quedó estático en
el tiempo. Sólo el eco de su canto y el de una bandada de cristofué que momentos antes habían llegado para posarse en las
ramas de unos árboles cercanos, se escuchaban en la inmensidad de la planicie.
Pese al estridente coro de los cristofués, fácil era adivinar la
melodía que entonaba aquella paradisíaca ave de vistoso plumaje. Con sonoridad
celestial, de su garganta salían acordes de flautas y violines que exclamaban
“¡Aleluya! … ¡Aleluya!”, y como si se
tratase de celebrar un hallazgo esplendoroso, extendió sus largas alas y
comenzó a batirlas en veloz y frenética alegría. Al dejar de agitarlas, recogió
del suelo algo parecido a un pedazo de raído cartón. Lo aprisionó con firmeza
entre su pico y, señorial, estiró su hermoso cuello circundado de relucientes
aros blancos y lo apuntó hacia el ancho cielo en dirección al este infinito.
Había un motivo para tal regocijo. En su
pico, de un color tan rojo que semejaba la sangre de Cristo, el ave sujetaba el
único trozo de piel recocida por el sol que quedaba de la inocente criatura
brutalmente destrozada por Claudio Figueroa.
De improviso, tal como apareció, remontó vuelo
llevándose el preciado tesoro. Fue tan vertiginoso el ascenso, que pronto su
silueta se perdió entre un manto de nubes blancas que tapizaban el cielo ese
día.
Muy cerca, el padre Vinicio, al igual como
lo venía haciendo durante los últimos veinte años, descansaba de su caminata
matinal sentado al pie de una gigantesca ceiba.
Estuvo todo el tiempo observando fijamente
los movimientos de aquel curioso pájaro.
En su rostro esbozaba adrede una placentera
sonrisa. Debió haberse imaginado muchas cosas, ya que por la distancia que lo
separaba del ave era virtualmente imposible que pudiese ver qué sostenía en el
pico. No obstante, el monje aparentaba entenderlo todo.
Imitándolo, estiró el cuello a más no poder
y dirigió la mirada al firmamento. Luego, como si fuese un pájaro, comenzó a
volar imaginariamente en la profundidad de aquel cielo que se abría ante sus
ojos como un espejismo único e irrepetible.
El éxtasis del padre Vinicio era inagotable.
Sus pequeños ojos color miel tomaron angelical expresión durante su viaje
imaginario.
Parecía haber entrado en los jardines del
Edén guiado por el vuelo del ave, y que esta, a su paso, le iba mostrando los
caminos que conducen a Dios y a la corte celestial.
El monje siquiera pestañeaba. Quedó inmóvil
hasta mucho después de perder de vista al pájaro.
Pasados algunos minutos, instintivamente,
como si nada hubiese sucedido, volvió a tomar su posición normal y lanzó un
profundo y prolongado suspiró.
Se quedó un rato más sentado bajo el
frondoso árbol, en cuya sombra se percibía un aroma apaciguante. Después tomó
la pequeña rama que reposaba a su lado, la cual le servía de bastón y, sin
apartar la vista del firmamento, se incorporó.
Con una áurea luz reflejada en el rostro y
el fatigar de los años a cuestas, emprendió camino de regreso por la larga
vereda que conduce al monasterio.
– ¡Aleluya!… ¡Aleluya!… Vino a buscar la
marca para entregársela a Dios… ¡La marca está a salvo! –repetía en susurros
profundos y alegres mientras caminaba.
A medida que se alejaba y mientras más lejos
estaba, su voz semejaba el silbido de trompetas con acordes de vida y
esperanza.
Capítulo 22
Santiago aceleraba frenéticamente la moto.
Quería llegar lo antes posible al refugio. Igual hacía Fernando, quien estaba a
punto de alcanzarlo.
Pasada la entrada de la urbanización Santa
Fe, el predicador dirigió la máquina hacía el empalme donde un pequeño pulpo de
vías conecta a la autopista con otros centros residenciales. Indeciso, subió
por el puente que va hacia el Club Hípico.
En la parte más alta Fernando logró
alcanzarlo y, sin siquiera pensarlo, con premeditada alevosía golpeó reciamente
el parafango
trasero de la motocicleta.
Santiago y la moto rodaron hasta el borde
del viaducto. Del impacto, Fernando perdió el control del vehículo y raspó
bruscamente la defensa de concreto del puente en varias ocasiones. Figueroa,
quien iba sentado en el puesto trasero y sin el cinturón de seguridad ajustado
al cuerpo, se dio un duro golpe en la cabeza.
Recuperado el dominio del auto el comisario
pisó a fondo el pedal de frenos y después de un fuerte chirrido se detuvo. En
fracciones de segundos se bajó pistola en mano y corrió hacia el sitio donde
había caído el predicador.
Con esfuerzo Santiago trataba de incorporase.
Sangraba por frente y codos, aunque las heridas no eran profundas. Sólo ligeros
raspones.
– ¡Agarra rápido a ese hijo de puta! –gritó
Basilisco mientras seguía a corta distancia a su compañero.
Dos largas zancadas bastaron para que
Fernando lo tuviese bajo control y con la pistola clavada en el pecho.
Al instante apareció Basilisco, quien con
los ojos maníacamente desorbitados, apartó a Fernando, volteó a Santiago boca
abajo y se le sentó encima a fin de inmovilizarlo.
– ¡Si te mueves te quemo aquí mismo!
–amenazó mientras del bolsillo trasero del pantalón sacaba unas esposas.
Aturdido por el golpe, Figueroa se bajó a
duras penas y recostó del barandal de aluminio del puente. En ruegos vagamente
audibles lanzaba gritos de socorro a su hijo.
Basilisco estaba ocupado con el predicador
por lo que desatendió los pedidos de su padre. Al escuchar el click de los grilletes de acero que
daban por finalizado su trabajo, se incorporó lentamente y dirigió la mirada
hacia su progenitor, quien lo observaba suplicante en la seguridad de que iría
en su ayuda.
Basilisco caminó hacia él bosquejando en el
rostro una inescrutable expresión de paz y liberación. Al verlo ir en su
auxilio, Figueroa le sonrió. “Mi hijo, mi amado hijo, viene a ayudarme”, pensó
orgulloso.
Cuando el joven estuvo a un par de pasos de
su padre, los ojos se le inyectaron en sangre. Sus pupilas ahora hablaban de
odio y muerte.
Al notar el cambio, Figueroa intuyó sus
intenciones. Desesperadamente trató de aferrarse a las defensas del puente,
pero fue inútil. El empujón fue tan poderoso, que nadie hubiese podido contener
la caída.
– ¡Muere, viejo de mierda, muere!
…¡Púdrete en el infierno por darme la vida! –fue lo último que se escuchó
mientras el cuerpo de Figueroa volaba por los aires antes de estrellarse quince
metros más abajo.
Gélido como un témpano desprendido del
refrigerador del infierno, Basilisco se asomó desde lo alto y esbozó una
diabólica sonrisa al ver como los autos que se desplazaban en la parte inferior
hacían infructuosos esfuerzos para evitar hacer contacto con el cuerpo inerte
de su padre, el cual por los impactos se balanceaba de un lado a otro de la vía
semejando un despojo picoteado por buitres.
Durante lo que ellos mismos denominaron
burlonamente “Operación secuestro”, el auto en que viajaban quedó atravesado en
el puente impidiendo el paso de otros vehículos. Los demás conductores
comenzaron a hacer resonar las bocinas impacientes.
A unos veinte metros de distancia, John
Dark, con un pie apoyado en el estribo de la puerta del auto para elevar un
poco más su punto de observación, había visto todo. Detrás de él, la tranca
comenzaba a crecer.
Después de amordazar y asegurar a Santiago
en el asiento trasero, Fernando esperaba al volante el regreso de Basilisco,
quien desde lo alto del puente seguía regocijándose con las maromas que hacían
los autos para no pasar encima de los restos de su padre.
– ¡Apúrate!... ¡Todos nos están mirando!
–gritó el comisario con media cabeza afuera de la ventanilla a fin de apresurar
su regreso.
Basilisco le hizo señas de que se
tranquilizara y caminó sin ninguno apremio hacia el auto.
Apenas entró y cerró la puerta, Fernando
apoyó la pistola en el asiento, entre sus dos piernas, y aceleró a fondo. Al
pasar cerca de la moto que estaba en el pavimento, la golpeó tan violentamente
que la hizo girar en molinete.
Sin esperar que los otros autos se moviesen,
Dark los sobrepasó rasgando puerta y parachoques contra la defensa del viaducto
mientras a su paso dejaba una estela de polvo y concreto envuelto en centellas.
En pocos segundos estaba tras ellos.
El comisario tomó hacia la carretera
montañosa de El Placer, la cual en pocos minutos desemboca en uno de los tantos
ramales de la Autopista del Centro que, casi directamente, conduce a San Felipe
y de allí a la Misión Capuchina.
Estuvo chequeando un buen rato los espejos
laterales y el retrovisor. Al percatarse que nadie los seguía, se pasó la mano
por la frente para secar parte del sudor que le corría hasta la barbilla.
Después giró el rostro hacia Basilisco. Éste, inexpresivo, no apartaba la vista
del camino. Su camisa estaba empapada de sudor, pero no parecía incomodarle.
– ¿Por qué lo mataste, hijo de perra?
–explotó Fernando sin poder aguantar más la fría indolencia del joven.
–Si me vuelves a llamar así te perforo el
cerebro aquí mismo –rumió Basilisco poniéndole el arma en la sien.
– ¡Está bien!… ¡Está bien, chico! … No es
para tanto. Pero dime porqué lo empujaste –preguntó el comisario apartando
suavemente de su cabeza el cañón de la pistola.
–Es una larga historia –le explicó mientras
apoyaba el arma en su muslo sin quitar el dedo del gatillo–. Ese maldito viejo
de mierda merecía morir desde hace mucho tiempo… Lo que pasa es que nunca se me
había presentado una oportunidad tan preciosa como la de hoy.
–Pero, ¿era tú padre o no? –indagó curioso
Fernando.
–Sí, pero déjalo de ese tamaño… Ese no es
problema tuyo y no quiero oír más del asunto.
El comisario notó que el joven estaba por
enfurecerse otra vez. Para calmarlo le dio una palmadita en el hombro.
– ¡Está bien, compañero!… Ni una palabra más
–expresó–. Pero recuerda que había muchos testigos y podrían reconocerte… Lo
mío lo puedo justificar diciendo que era un procedimiento policial, pero tú…
– ¡Me importa un carajo!… ¡Lo hecho hecho está!... Mejor te concentras en la vía
porque el camino es largo.
–Bien, ni una palabra más –transigió el
comisario a fin de evitar mayores problemas. Luego tomó la pistola que reposaba
entre sus piernas y alargando la mano abrió la guantera y la guardó.
Aunque presumía hacia dónde iban, John Dark
los seguía, esta vez a muy corta distancia, ya que al quedar destrozada la moto
de Santiago se quedó sin receptor de señales.
Pasadas las seis de la tarde y después de un
recorrido de más de cuatro horas y media bajo un sofocante sol, Fernando y
Basilisco se dieron cuenta que habían extraviado el camino.
Se detuvieron en un polvoriento pueblo y
preguntaron por la Misión. Pese a que la ruta que le indicaron unos campesinos
de la zona fue bastante precisa, volvieron a perderse.
Sólo cuando la noche había caído sobre la
carretera avistaron a la distancia el viejo campanario de la Misión.
Durante casi todo el trayecto Fernando y
Basilisco permanecieron callados. Apenas cruzaron algunas palabras a fin de
cerciorarse que los desvíos que estaban tomando eran los correctos, pero nada
más.
En la parte trasera, tirado en el piso del
auto, Santiago respiraba con dificultad. Basilisco lo había amordazado con tape de embalaje y cubierto el rostro
con una capucha de tela negra con un hueco a la altura de la nariz, lo
suficientemente grande para que pudiese llegar vivo a la Misión.
– ¿Quién coño eres tú carajíto?… ¿Por qué esos curas te quieren joder? –preguntó el joven
rompiendo el silencio mientras le quitaba capucha y mordaza.
Sus palabras más que odio denotaban
desorientación. En Basilisco no había propósito sano. Quería averiguar, a
través de una presunta inocente conversación, el verdadero valor que tenía
aquel endeble muchacho para sacarle una mayor ganancia al secuestro.
–Soy el hombre que iluminará tú camino y el
de toda la humanidad –contestó luego de recobrar el aliento y que su
respiración volviese a la normalidad.
– ¡Tú lo qué eres es un pendejo! … ¡Bájate de esa nube y dinos la verdad! –recriminó con
enojo.
– ¡Déjalo tranquilo, hombre!… ¡Qué coño nos
importa a nosotros quién es!… Cobramos y nos vamos. Ese fue nuestro trato…
Además, ya no tenemos que repartir el dinero entre tres –comentó punzante a fin
de distraerlo y que dejase en paz al predicador que ya bastante lastimado estaba.
–No seas tan ingenuo –espetó viendo al
comisario con desprecio–. Si nos están pagando esa bola de billetes, quiere decir que este carajito vale que jode…
Mucho más de lo que nos van a dar –concluyó ambicioso, muy parecido a su ahora
finado padre.
–Basilisco, después que seas incinerado,
resucitarás en un hombre sin odio y bondadoso –sentenció compasivo Santiago.
– ¿Coño, y cómo sabes mi nombre?–preguntó
confuso y exaltado el joven parricida.
–Yo sé muchas cosas… Sé lo que está por
venir y lo que vendrá.
– ¡Matémoslo de una vez! –propuso con saña–.
¡Éste coño es un diablo!...
–Nos lo pidieron vivo y vivo lo vamos a
entregar… ¡Deja la paranoia por un momento!... –replicó iracundo Fernando.
–Los curas te harán hablar más rápido que
inmediatamente. Ellos conocen a la perfección el arte de la tortura –dijo a fin
de acobardarlo–. Para que te libres de ese suplicio mejor hablas con nosotros…
¡Todavía estás a tiempo! –argumentó con falsa compasión Basilisco.
Santiago no respondió. Giró el cuerpo como
pudo y se acomodó cerca del respaldar.
– ¡Bah! … ¡Vete pal’ carajo y púdrete en el infierno! –rumió dándole un manotón después
de volverle a tapar la boca con cinta adhesiva y retomar su posición en el
asiento. Ya de espaldas a su víctima, resignado agregó–: Por lo que a nosotros
concierne, tomamos el dinero y nos vamos de aquí… ¡Qué los curas te jodan! …Yo
no voy a gastar mis balas en ti.
Un par de kilómetros antes de llegar al
intrincado sendero que lleva a la Misión, Basilisco tomó el celular y se
comunicó con el padre Serafino. Era su tercera llamada desde que emprendieron
viaje con su botín humano a bordo.
El monje denotaba una impaciencia
irresistible a través del auricular. Al fin podría ver el rostro del Iluminado y, lo más importante, examinar
minuciosamente su cuerpo.
Antes de colgar, el abad le indicó que al
llegar a la Misión detuviesen el auto justo frente al campanario y luego, en
cortos intervalos de tiempo, hiciesen tres cambios de luces. Al asegurarse que
la contraseña era la convenida, saldrían a su encuentro.
Una opaca luna llena se desdibujaba entre
las caprichosas nubes para ser testigo de la entrega.
Al
pasar por una vereda repleta de cipreses a ambos lados del camino y con el
campanario ante los ojos, Fernando aminoró la marcha. Aparcó el auto, desactivó
el encendido del motor y tal, como habían acordado, accionó los tres cambios de
luces con un intervalo de unos cinco segundos entre uno y otro. Luego volteó
hacia Basilisco y le hizo señas de que callase y estuviese atento.
Con la adrenalina fluyendo a borbotones por
los laberintos de sus cuerpos y los sentidos en estado de máxima alerta,
esperaron la llegada de los monjes. Siquiera el sonido del viento perturbaba
aquella lúgubre quietud que hablaba de desolación y muerte.
Sólo una sinfonía de grillos y sapos se
atrevieron a impregnar de vida la noche.
Con los faros del auto apuntando hacia el
ala central de la Misión, los dos hombres vieron como varias figuras
fantasmagóricas empezaban a acercárseles. En alto, sobre sus cabezas, llevaban
lo que parecían lámparas de kerosén. El mortecino reflejo de lumbre agigantaban
y desdibujaban en la noche aquellas figuras que a ratos se perdían en las
sombras.
Camuflado en los murmullos de la noche se
escuchaba el escabroso rasgueo de sandalias arrastradas con pesadumbre, las
cuales eran acompasadas por el tenebroso crujir de viejas sotanas embadurnadas por
el uso y el tiempo. Todo hacía presumir que una procesión de monjes iba hacia
ellos.
Temiendo una trampa, Basilisco empuñó la
pistola y la apuntó hacia afuera. Fernando sacó la suya del portaguantes y lo
imitó.
Cuando los tenían casi encima, con las
pupilas dilatadas hasta el estallido por el esfuerzo que hacían para penetrar
la luctuosa oscuridad, pudieron distinguir al viejo abad y a otros ocho monjes,
entre ellos al fuerte y jorobado Lucindo.
Ambos lanzaron un liberador bufo, bajaron
las armas y engancharon con los dedos las manillas de las puertas con la
intención de abrirlas e ir a su encuentro. Fernando lo logró, pero el viejo
abad trabó la acción de Basilisco al meter la cabeza y larga barba por la ventanilla
de su lado.
– ¿Dónde está? –preguntó ansioso buscando
con la vista en el interior del auto.
– ¡Aquí atrás! –indicó Basilisco sin
parpadear–. Y más atado que un saco de papas –señaló regocijado.
– ¿Y Figueroa, por qué no vino? –interrogó
mientras con el farol iluminaba el asiento posterior.
– ¡Se acobardó! –afirmó tajante el joven–.
Te aseguro que nunca más lo volveremos a ver –agregó con monstruosa ironía.
–Bien, después me explicas. Ahora no hay
tiempo que perder. Llevémoslo adentro –precisó el abad sin dar mucha importancia
a la ausencia de Figueroa.
Muy cerca, usando unos binoculares
infrarrojos, John Dark los tenía a todos en la mira.
El veterano ex combatiente observaba cada
uno de sus movimientos y en su mente calculaba estatura, peso, edad y fortaleza
a fin de tener una radiografía exacta de cada uno de ellos en caso de que,
obligatoriamente, tendría que entrar en acción.
Vio cuando entre Lucindo y Basilisco sacaron
del auto a Santiago y se lo llevaron a rastras hacia el interior de la Misión y
como, luego de que el último de los monjes entraba, aseguraban con cadenas el
viejo portón.
Dark estaba irritado. Le habían arrebatado
su presa. Había viajado desde tan lejos para que unos novatos se la
escamotearan. Se sentía defraudado y, otra vez, engañado, esta vez por la
Iglesia. “¿Por qué me llamaron si tenían otros planes con ese grupo de
principiantes ineptos?”, se preguntaba.
Capítulo 23
Ese mismo día, mucho antes de que el gallo
cantara tres veces, Raquel tuvo otra visión del pastorcillo, quien le informó
sobre el secuestro de Santiago y lo que pretendían hacer con él.
Con una lacerante angustia que le incendiaba
el estómago, fue en busca de Juan, El Remedón.
Tocó la puerta de su rancho con tanta fuerza que se lastimó los nudillos. Nadie
contestó. Insistió, pero nada, ni las sombras se movían dentro. Quería que el
muchacho la condujese en su viejo automóvil hasta la Misión de San Felipe,
donde el pastorcillo le indicó que llevarían a Santiago.
Descorazonada, regresó a su rancho y se tiró
sobre la cama a llorar. Así estuvo gran parte de la mañana. No sabía qué hacer
ni a quién acudir por ayuda. Agotada de tanto llorar, se quedó dormida.
Al filo del mediodía, un persistente silbido
la despertó.
Era Juan, El Remedón, quien con su típico chiflido y golpeando con ímpetu la
puerta, demandaba su presencia.
Sin dar crédito a sus oídos, Raquel se
incorporó rápidamente y fue hacia la entrada del rancho.
– ¡Juan, amigo, te estuve buscando toda la
mañana! –manifestó al abrir la puerta.
– Si, alguien me dijo… ¿Cuál es el apuro?
–preguntó curioso el muchacho.
– ¡Van a matar a Santiago!… Debes ayudarme a
evitarlo –exclamó agitada conteniendo el intenso dolor que le oprimía el pecho.
– ¿Qué?... ¿Quién?... ¿Yo?... –balbuceó
Juan.
– ¡Sí!… Pero tenemos que darnos prisa… No
hay tiempo que perder... En el camino te lo explicaré todo.
– ¿Cuál camino? –interrogó suspicaz.
– ¡El de San Felipe! –precisó Raquel
saliendo del rancho con un bolso colgado del hombro.
– ¿Queeeé? –soltó incrédulo otra vez El Remedón.
Faltando algunos minutos para las nueve de
la noche, y después de una descabellada carrera, el cacharro de Juan estaba en
las cercanías de la Misión. Al divisar entre las sombras al monasterio siguió
avanzando despacio hacia unos matorrales aledaños y detuvo la marcha. Parecía
un refugio perfecto. Desde allí podrían observar sin ser vistos.
Su propósito, el de llegar a la Misión, lo
habían logrado en forma impecable, pero ahora se les presentaba otro dilema:
qué hacer, cómo entrar sin ser vistos y por dónde empezar.
Resguardados por la penetrante oscuridad,
bajaron del auto y se recostaron del capó
con la vista fija en la edificación religiosa.
–Esto no me gusta –comentó Juan–. De sólo
ver el campanario me dan escalofríos.
–
¿Cómo vamos a entrar?... Nos hay escaleras y tampoco tenemos cuerdas –razonó
cabizbaja Raquel haciendo caso omiso al comentario de su amigo.
No hubo respuesta ni más palabras.
Preocupados y en silencio comenzaron a cavilar en sus adentros la forma cómo
penetrar en el monasterio que, vista de lejos, parecía una fortaleza inexpugnable.
Absortos en sus reflexiones de pronto
sintieron a sus espaldas dos fuertes manos que le atenazaban el cuello. Era
tanta la presión que imprimían aquellas garras, que siquiera lograron voltear,
mucho menos podían moverse.
Sofocados, comenzaron a abrir
desesperadamente la boca en busca de un poco de aire para respirar. El terror
se remarcaba en cada línea de sus rostros. Cuando estaban a punto de perder el
sentido, fueron liberados bruscamente y empujados hacia adelante.
Como una aparición, mientras trataban
afanosamente de recuperar el aliento, frente a ellos se plantó la figura de un
hombre alto y rubio, que los veía con cara de pocos amigos. Era John Dark.
– ¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí?
–indagó el Justiciero de Dios apuntándolos
con una pistola.
–Venimos a salvar a mi novio –tartamudeó
Raquel, mientras Juan tosía petrificado de miedo y sin reponerse todavía del
agarrón.
– ¿Tu novio?... ¿Y quién es tu novio?
– ¡Santiago, El Iluminado, lo tienen preso en el monasterio y lo van a matar!
–afirmó temblando de pies a cabeza.
– ¿Te refieres al predicador? –preguntó
Dark.
– ¡Sí, al santo que hace milagros en mi
barrio!... ¿Usted lo ha visto? –indagó con ingenuidad tratando de disimular el
pánico.
– ¿Santo?... ¿Milagros? –repitió extrañado
Dark.
–Sí, señor, Santiago es un hombre muy bueno
y ha curado a muchos enfermos que estaban por morirse… ¡Es un santo! –repitió.
–Entonces fui engañado… No es un...
– ¿Un qué? –increpó la joven.
– ¡Nada!… No tiene ninguna importancia…
Niña, ¿estás segura de lo que estás diciendo?
–Señor, yo no soy ninguna niña, y no
solamente yo estoy segura, sino toda la gente de mi barrio y de otros vecinos y
quién sabe de cuántos otros más… ¡El es un santo!... ¡Un enviado de Dios!
–precisó enfática y con tal fervor que conmovió hasta a la noche.
–Para mí es un Dios –intervino también Juan
mientras se palpaba el cuello–. De eso estoy seguro… ¿Y usted quién es?
–Entonces ese muchacho no debe morir
–sentenció Dark obviando contestar–. Los voy a ayudar, pero con una condición…
Deben seguir al pie de la letra mis instrucciones, de otra forma no sólo el
predicador morirá, sino también nosotros.
–Haremos lo que usted diga –accedió Juan
carraspeando la garganta y sin dejarse de sobar el cuello.
– ¡Entonces apurémonos!... ¡Ojalá todavía
esté vivo! –apremió Raquel desesperada.
Capítulo 24
Las paredes del Vaticano bullían de
conmoción. Los máximos jerarcas de la Iglesia, los que sabían de la existencia
del Justiciero de Dios en Venezuela y
los motivos de su misión, estaban impacientes.
John Dark tenía varios días sin reportarse
con sus superiores y la intranquilidad comenzaba a hacer pasto en ellos. Los
teléfonos de algunas abadías en Ravenna y Roma repicaban incesantemente. El
cardenal Nocerino no encontraba más qué explicaciones dar.
Una inusitada llamada del Papa al convento
de Ravenna puso a todos sobre alerta.
–Nadie debe saber nada sobre el contenido
del papiro archivado con el número 3J3, de lo contrario la Iglesia se
hundirá –advirtió el Santo Pontífice severa y contundentemente a Nocerino.
Después ordenó–: Infórmele a su hombre en Venezuela que es preciso que cumpla
rápida y calladamente con la obligación que se le encargó, de otra forma asegure
su inmediato regreso.
–No se preocupe Santo Padre. Es una persona muy
especial. Estoy seguro que a riesgo de su propia vida ejecutará en forma rápida
e impecable el mandato que le asignamos.
–Nocerino, espero que, por su bien, así sea –expresó lacónico el Papa antes
de colgar.
– ¡Así se… –alcanzó a decir el cardenal
antes de escuchar del otro lado de la línea el click que cortaba la comunicación.
La inquietud de la Santa Sede era evidente,
ya que los altos prelados sabían, con harta comprobación científica, que además
del papiro numerado con las siglas 5Q9,
cuya marca creían encontrar tatuada en el cuerpo de Santiago, existían otros
fragmentos donde se ponía al descubierto una sombría verdad: el fraude
atribuido a San Mateo, quien irrefutablemente se copió “su Santo Evangelio” y
el de San Pablo, cuyas Epístolas no son propias, sino burdas transcripciones de
los escritos de los esenios.
También ocultaban, en aras de sustentar el
poder omnímodo de la Iglesia Católica, otros terribles y siniestros plagios
cometidos por los primeros cristianos y sus líderes.
No obstante, el secreto que más les abrumaba
era el del fragmento signado con el número 3J3.
Su contenido únicamente era conocido por el Papa, el cardenal Giuliano Vespa, a
quien en una oportunidad se le ligó a la Mafia, y por otros tres misteriosos
altos miembros de la Iglesia. ¿Qué terrible profecía podía contener aquel trozo
de papiro para tener a la Santa Sede en vilo?
Desde las postrimerías de la década de los
ochenta, entre los estudiosos de Los
Papiros del Mar Muerto se sabía, con milimétrica sustentación científica,
que Jesucristo, el llamado Jesús de
Nazareth, y base fundamental de toda la fe católica, era un asceta que había
sido educado durante su adolescencia bajo la tutela y control de una secta
esenia que estaba asentada en las orillas del Mar Muerto, en Jordania, donde se
dice que estuvo durante sus años perdidos, que fueron desde los doce a los
treinta años. Ningún escrito, siquiera los Evangelios, revelan dónde estuvo
Jesús durante ese largo período. Sus prédicas comenzaron a los treinta años,
según algunos estudiosos y, para otros, sólo predicó un año antes de su muerte,
acaecida a los treinta y tres.
Se cree que el joven Jesús, seducido por la
pureza y virginal doctrina ascética de los esenios, se convirtió pronto en uno
de sus más devotos seguidores y líderes. Impaciente y aún no maduro en las
enseñanzas, decidió volver a Judea para verter al pueblo los nuevos conocimientos
adquiridos. No obstante, en sus sermones repetía, simple y cacofónicamente,
todo lo que un siglo antes habían escrito, digerido y dilucidado los esenios.
Al contar Jesucristo su experiencia a los apóstoles, entre ellos San Pablo y
San Mateo, éstos también fueron a visitar a los esenios ubicados en el Qumrán.
De ellos extrajeron su gran aprendizaje,
pero también copiaron, casi al carbón, sus escritos místicos, los cuales fueron
la esencia total de sus Epístolas y Evangelios. En realidad, todo fue el vil
hurto de unas enseñanzas que propiciaban una vida mejor, noble y signada en la
verdad pura e inobjetable. San Pablo y San Mateo fueron de los primeros
plagiaros de la humanidad que no recibieron castigo, sino loas, por su delito.
El Vaticano lo sabía, por ello mantenía bajo
cien llaves y en total secreto los papiros que develaban el plagio de que
fueron víctima los esenios por parte de algunos de los más “virtuosos”
cristianos.
De descubrirse esa verdad, de acusar a
santos y apóstoles de rateros, todos los fundamentos de la Santa, Apostólica y
Romana Iglesia Católica se irían a pique y con ellos el Papa, cardenales,
prelados y todo lo ligado a la Iglesia se desmoronaría como una torre de naipes
porque sus bases estaban putrefactas. O sea, sería el fin de la Iglesia
Católica y de sus ramificaciones.
Por supuesto que el problema era grave, muy
grave, por ello la inquietud de sus máximos conductores.
En su ceguera, pese a las sacras e
inobjetables, además de contundentes revelaciones de los papiros, la Iglesia se
resistía en creer que hombres puros, inspirados en la palabra de Dios, tal como
lo era Santiago, pudiesen existir en una época tan materialista y mucho menos
que se tratase de un nuevo profeta.
Siquiera se tomaron la molestia de
investigarlo o conocerlo de cerca y personalmente a fin de poder concluir un
juicio firme, claro y totalmente objetivo sobre el basamento teológico de sus
prédicas antes de descalificarlo y enviarlo al matadero.
A la Santa Sede nada le importaba. Sus dictados
eran aterradores, casi diabólicos: Ordenar el asesinato de un joven predicador
basado solamente en la suposición de que pudiese ser un anticristo, era criminal y todo por preservar
el poder de una Iglesia decadente e hipócrita.
Si se hubiesen incomodado en hurgar en la
profundidad del pensamiento de Santiago, habrían concebido en su verbo los
evidentes destellos de una figura divina. No obstante eso no se hizo, pero si
se decretó su muerte sumaria y despiadada.
En realidad, al tratarse de la Iglesia
aquello no era nada sorprendente, ya que peor aún fue lo sucedido con Juan
Pablo I, El Papa Efímero.
John Dark, como miembro de una exclusiva
secta secreta de la Iglesia, tenía una teoría muy particular sobre esa oscura
muerte. Discretamente la investigó con obcecada obstinación y sobre sus sospechas
había elaborado un informe, el cual mantenía a buen resguardo. Sólo unos
cuantos habían recibido sus reportes.
Una de las hipótesis sobre la cual trabajó,
y que a la postre era la que le complacía por estar más cerca de la verdad,
señalaba que Albino Luciani, llamado Juan Pablo I, había sido asesinado, a
escasos treinta y tres días de haber sido investido con la Bula Papal, con una
especie de arsénico vegetal después que le anunció al Sacro Colegio
Cardenalicio que a través de una encíclica, la cual bautizaría con el nombre de
Vita Nova, iba a revelar al mundo los
secretos de Los Rollos del Mar Muerto
y, entre ellos, especialmente el numerado con las siglas 3J3.
El veneno utilizado fue tan meticulosamente
disimulado y letal, conjeturó Dark, y así lo asentó en sus escritos, que ni la
más minuciosa y científica de las autopsias hubiese podido detectarlo, ya que
era el resultado de un compuesto de cristales de ácidos vegetales ligados con
ázoe y carbono.
Debido a ello, dedujo, el escueto parte
médico de la época sólo se limitó a decir que “el Santo Padre sufrió un colapso
y su corazón dejó de latir”. Por supuesto que fue un infarto, debido a que “ese
tipo de arsénico produce una paralización del músculo cardíaco”, concluyó Dark
cuando ahondó en sus investigaciones.
El método utilizado para asesinarlo,
consideró el ex veterano de guerra y Justiciero
de Dios, fue a través de sus medicamentos, el Efontil y el Cortiplerx, los
cuales tomaba para controlar su hipotensión.
“Posiblemente el homicidio -deducía Dark en
sus anotaciones- se llevó a cabo durante la noche, cuando se le suministró el
Efontil, que es un jarabe. El sicario pudo introducir en el líquido la pequeña
porción de arsénico vegetal que acabó con la vida del Papa rápida y
silenciosamente”.
La inobjetable verdad, la cual sigue oculta
y se seguirá ocultando siglo tras siglo, es que Juan Pablo I fue víctima de su
propia Iglesia. Quién o quiénes conspiraron para cometer el crimen, se sabía,
aunque nunca se supo el nombre de pila del verdugo, la mano siniestra que acabó
con su vida. Lo cierto e indudable es que fue un miembro de la Iglesia.
En ello centraba Dark ahora sus pesquisas.
Sabía que la hora exacta de la muerte de Juan Pablo I nunca fue establecida. El
certificado de defunción, el cual absurdamente carecía de firma, indicaba
escuetamente que el Santo Padre murió de “un paro cardíaco fulminante”. Y, como
cosa curiosa, en su embalsamamiento no se le extrajo ni una gota de sangre para
ser analizada y la autopsia se realizó apresuradamente, a menos de catorce
horas de haberse encontrado el cadáver, cuando las leyes italianas especifican,
y son muy estrictas en ello, que bajo ninguna circunstancia, trátese de quien
se trate, la autopsia debe ser hecha antes de las veinticuatro horas de sobrevenida
la muerte.
Después del asesinato de Juan Pablo I,
ocurrido entre las 9:30 de la noche del 28 y las 4:30 de la madrugada del 29 de
septiembre del año 1978, mucho se especuló sobre su muerte, pero nada en claro
se concluyó en ese entonces.
Casi treinta años después, John Dark se
había propuesto reabrir el caso e ir hasta el fondo, hasta las últimas
consecuencias, si no era antes descubierto en sus actividades, las cuales
realizaba solo y en el más absoluto sigilo.
Muchos sabuesos, entre ellos el periodista
David A. Yallop, especialista en investigar crímenes no resueltos, señalaron
poco después del homicidio que El Papa de
los 33 Días había sido asesinado
porque descubrió los estrechos vínculos que había entre sus más altos colaboradores
y la Mafia, los negocios bancarios fraudulentos, el lavado de dólares y el
crimen organizado.
Dark conjeturó que Yallop estuvo, en ese
entonces, sobre la pista correcta, pero que en su obsesión por desentrañar la
relación de las altas autoridades de la Iglesia con la Mafia y el fraude
bancario, le hizo descuidar las revelaciones, a manera de mea culpa, que iba a
publicar el Papa Juan Pablo I en su encíclica Vita Nova, una especie de expiación de los pecados de la Iglesia.
Ahí radicaba el verdadero motivo del homicidio y no en los vínculos de la
Iglesia con la Mafia, que desde hace décadas bien se sabían o sospechaban.
En las páginas de la silenciada y
desaparecida encíclica, el Papa asesinado no sólo revelaría los secretos de Los
Papiros, sino también explicaría al mundo el porqué la Iglesia se estaba
alejando cada vez más de la gente y seguía el camino de una aberrante y
continúa seducción hacia la esclavitud del dinero. Igualmente desenmascararía
la desunión e hipocresía reinante entre obispos y cardenales, su afán
irresistible de propiedad y las aberraciones mentales y sexuales de sus
sacerdotes, características que estaban llevando a la Iglesia hacia el abismo.
Entre los acorazados muros del Vaticano se
sabía que el tema principal y base fundamental de la encíclica en la que
trabajaba Juan Pablo I, era el anuncio a la humanidad de la existencia del
papiro 3J3 y de otros de
significativa importancia que, según su criterio, lejos de acabar con el catolicismo
lo reforzaría porque, pese a que las enseñanzas de Jesucristo provenían de los
esenios, no por ello dejaba de ser hijo de Dios. Esa confidencia, el sólo deseo
de revelar al mundo lo que durante tantos años la Iglesia había ocultado, fue
su sentencia de muerte.
Los apuntes, borradores e incluso el papel y
la máquina de escribir en la que el Papa redactaba la encíclica,
desaparecieron, así como sus dos secretarios, de quienes hasta ahora no se sabe
nada y ya nadie pregunta. ¿Estarán muertos, huyeron, cambiaron de identidad o
simplemente están enterrados en algún pasadizo secreto del Vaticano?
En sus investigaciones Dark se remontó al
año 1972, a las circunstancias que rodearon el asesinato de Juan Pablo I, para
poder entender el porqué la Iglesia se molestaba tanto y ponía a girar todo su
poderoso engranaje para asesinar a Santiago, un predicador insignificante y sin
ningún aparente peligro para el catolicismo o sus instituciones.
En esa fecha, en los albores de la década de
los setenta, se comenzaba a vislumbrar lo que vendría. La olla podrida había
sido destapada.
Los primeros indicios de podredumbre
salieron a la luz pública cuando el Banco Católico del Véneto, llamado el banco
de los “sacerdotes”, sobre el cual el Banco del Vaticano tenía el cincuenta y
uno por ciento de las acciones, fue vendido por Paúl Marcinkus, presidente del
Banco del Vaticano, a Roberto Calvi, del Banco Ambrosiano, en Milán.
Las pesquisas de Dark arrojaron que el Papa
Juan Pablo I ordenó investigar a Marcinkus y a Calvi, cosa que lo condujo al
nombre de Michele Sindona, un oscuro banquero siciliano residente en Milán.
Pese a su tenebroso pasado, Sindona había
sido un gran colaborador de Montini, luego llamado Papa Pablo VI, cuando este
era Arzobispo de Milán. La relación entre ambos era muy estrecha y amigable,
por ello cuando Montini fue elegido Papa, Sindona fue nombrado enseguida
Consejero Financiero del Vaticano.
Todas estas sucias maniobras fueron
descubiertos por Juan Pablo I, sucesor de Pablo VI, quien con detestable furia
se enteró que la venta del Banco Católico del Véneto había sido producto de una
transacción ilegal y fraudulenta hecha por Marcinkus, Calvi y Sindona a fin de
obtener jugosas ganancias a expensas de la Iglesia.
Los obispos y cardenales montaron en cólera,
aunque nada de ello salió a la luz pública ni a través de la prensa.
Eso lo tenía bien claro Dark, quien estuvo
husmeando entre unos documentos que el cardenal Vittorio Nocerino tenía a buen
resguardo en una caja de caudales oculta detrás de un gran cuadro de la
Inmaculada Concepción que colgaba de la pared principal de su despacho.
A través de esos papeles, cartas,
inventarios y balances cifrados, se enteró que Marcinkus y Sindona eran
estrechos colaboradores del Papa y protegidos incondicionales de éste. De esa
forma se evitó un gran escándalo, el cual, luego del asesinato de Juan Pablo I,
salió a flote sobrepasando los límites de la imaginación debido a la serie de
ajusticiamientos mafiosos que lo siguieron y a la cadena de fraudes
descubiertos, no sólo en Italia sino en otros países del mundo.
El peligro que corría Santiago era
espeluznante. Más si se recuerda los prontuarios de los siete grandes
sospechosos del asesinato de Juan Pablo I, los cuales John Dark había estudiado
minuciosamente antes de meterse de lleno en la investigación.
Entre los involucrados más temibles, cuyo
historial sobrepasa cualquier fantasía por tratarse de la Iglesia y el
Vaticano, estaban:
Paúl Casimir Marcinkus,
alias El Gorila, un sacerdote que fue
guardaespaldas del Papa Pablo VI. Años más tarde fue nombrado obispo e
inmediatamente, sin tener experiencia alguna, secretario del Banco Ambrosiano.
En 1973 fue investigado por el FBI por su participación directa en el lavado de
dinero de la Mafia por parte del Banco Vaticano. Fue quien encontró, a las 6:45
de la mañana, al Papa Juan Pablo I muerto. Él vivía fuera del Vaticano. Su
presencia allí, tan temprano, nunca fue explicada. Michele Sindona, alias El Tiburón, un contrabandista siciliano
ligado a la Mafia y al mercado negro de Palermo durante la Segunda Guerra
Mundial. En 1946 fue recomendado por el arzobispo de Messina, Sicilia, para
trabajar en Milán para una firma de consultores de negocios. Tenía clientes de
la Mafia y se sospechaba que él fuese también miembro de la organización
delictiva. En 1957 la Familia Gambino, la organización mafiosa más poderosa del
mundo, se puso en contacto con Sindona y sus parientes sicilianos, los
Inzerillo, para lavar dinero proveniente de la heroína. Poco tiempo después de
esta reunión, Sindona compró su primer banco. Hacía los 60 Sindona siguió comprando
bancos por todo el mundo con el objeto de lavar dinero de la Mafia y falsificar
los enlaces financieros con el Vaticano. El Papa Pablo VI lo nombró su consejero
financiero y desde entonces recibió múltiples reconocimientos internacionales,
entre ellos “El Hombre del Año” en los Estados Unidos. A pesar del poder que
detentaba, su castillo de naipes se fue al suelo en 1974 por sus desaciertos
financieros y huyó a Ginebra. Ese mismo año fue arrestado en los Estados Unidos
por malversar fondos sobre veintitrés cuentas bancarias. En 1979, un abogado
que lo investigaba y otros dos hombres que tenían estrecha vinculación con el
caso, fueron asesinados. En el mismo año 79 Sindona arregló un auto secuestro
con la participación de la Familia Gambino con el fin de pasar los fondos del
rescate a la Mafia. Durante toda su vida Sindona demostró ser un hombre despiadado
y sin escrúpulos, a quien la vida humana poco le importaba. En 1980 fue
arrestado y declarado culpable de los cargos de fraude, conspiración,
malversación de fondos, extractos de cuentas falsas y perjurio. Mientras
esperaba la condena intentó suicidarse cortándose las venas e ingiriendo una
droga, pero sobrevivió. Hoy en día paga condena de veinticinco años de
presidio. Roberto Calvi, alias Il Cavaliere, Gerente General del Banco Ambrosiano y estrecho amigo
de Sindona y del Obispo Marcinkus. Lavando dinero de la Mafia compró bancos en
todas partes, uno de ellos en Venezuela y otro en Nassau, donde Marcinkus
participaba de la Junta Directiva, haciendo operaciones ilegales con el Banco
Ambrosiano. Viéndose asediado por Sindona, quien lo quería chantajear, se
refugió en Uruguay, luego en Perú, Argentina y Venezuela, manteniendo estrecho
contacto con las mafias italianas de esos países, como los Gelli, Di Seronimo y
Ortolani. En 1979 el juez Alessandrini, quien investigaba las operaciones de
Calvi ligadas a Sudamérica y el Banco Ambrosiano, fue asesinado. Luego la Familia
Gelli ordenó desde Sudamérica el asesinato de Roberto Rossone, gerente general
del Banco Ambrosiano, quien intentaba limpiarlo. No obstante el hombre sólo
resultó con pequeñas heridas. Desde ese momento algunos constructores italianos
fueron hallados muertos en Venezuela sin motivo o causa aparente. El 17 de
junio el cuerpo inerte de Roberto Calvi fue encontrado colgando del puente de
Blackfriars, en Londres. Licio Gelli, un hombre sin casi
ninguna formación académica, quien a pesar de ser italiano fue espía de la SS
en Italia y trabajó para los nazis como oficial
de enlace durante la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra los
ayudó, cobrándole exorbitantes sumas de dinero, a escaparse hacia Sudamérica.
Fue amigo de Juan Domingo Perón, presidente de Argentina en esa época, y espió
para los comunistas y la inteligencia norteamericana. Su especialidad eran los
expedientes secretos de políticos, multimillonarios y banqueros. Fundó la logia Masónica, ligada a la
Mafia, Raggruppamento Gelli–P2. Con ello se disponía a controlar la derecha y formar un Estado
dentro del Estado para evitar la propagación y desarrollo del comunismo. A los
pocos días que fue nombrado Caballero de Malta y del Santo Sepulcro, como
paradoja, Mino Pecorelli, un periodista que trataba de chantajearlo por su
presunto robo a los rentas del aceite del gobierno italiano, fue asesinado, al
estilo mafia. Debido al Escándalo Gelli
y a los lazos que éste mantenía con los máximos dirigentes políticos a través
de la Francmasonería, el gobierno italiano se vino abajo. Gelli fue hecho
preso, enjuiciado y condenado a cuatro años de prisión, no obstante pronto
salió bajo fianza. Luego de esa experiencia Gelli huyó a Montevideo, Uruguay,
desde donde traficó con armas, logrando del gobierno venezolano la compra y el
envío de misiles Exocet para que Argentina los utilizara en la Guerra de Las
Malvinas contra un estado superior en armas, fuerzas y apoyo internacional,
como Gran Bretaña. Un jerarca del gobierno venezolano de ese entonces,
engañando a su presidente, ordenó los envíos de los Exocet a través de Gelli a
Argentina, por cierto en su mayoría malogrados y fuera de uso. En 1982 Gelli
fue detenido en Suiza con pasaporte falso al intentar una transferencia de
cincuenta y cinco millones de dólares a su cuenta bancaria en Uruguay. En 1983
escapó de la prisión suiza y hoy en día vive en algún lugar de Sudamérica,
presumiblemente Venezuela o Uruguay. Umberto Ortolani, especialista en
contraespionaje durante la Segunda Guerra Mundial de las dos más grandes
unidades del servicio de inteligencia militar italiana. Fue principal funcionario
del P2 (La “P” significa Propaganda, una logia histórica del siglo XIX) y un hombre
con grandes influencias en el Vaticano. Fue el artífice para que Montini, a
través de un terrible secreto que se coló desde la Santa Sede, fuese electo
como el Papa Pablo VI. Hace algunos años adoptó la nacionalidad brasileña. Por
su íntima relación con Gelli y Calvi durante los días antes del asesinato del
Papa Juan Pablo I y su relativo y total acceso al Vaticano sin ninguna
credencial, lo hace, como a todos los demás, sospechoso del asesinato del Papa.
Jean Patrick Cody, cardenal de Chicago, Illinois. Despiadado y
frío hombre de negocios, el cardenal estaba contra todo elemento de la vida humana
con tal de ver sus arcas plenas. Desfalcó dos millones de dólares en acciones
al invertirlos ilegalmente y en forma improductiva en el Penn Central. Días
después la empresa quebró. Sin siquiera participarlo al Vaticano, abandonó su
puesto en las diócesis de Nueva Orleáns y Ciudad de Kansas, dejando cuantiosas
deudas. Se convirtió en el Inquisidor de la Nueva Era. Siendo una persona
aberrada, lasciva y torturador de voluntades, abrió más de un millar de
expedientes a supuestos sacerdotes y monjas sospechosos de deslealtad. Por ello
persiguió a inocentes curas, cerró escuelas y todo el dinero que malamente recababa
iba a la cuenta de una joven mujer que era su amante. Cody y Marcinkus eran
amigos, no sólo en sus depravaciones, sino que hacían negocios a través del
Banco Illinois Continental, de Chicago, y el Banco del Vaticano. Fue cuando
ambos planearon que muchos de los fondos del Vaticano debían ser destinados a
Polonia, para ayudar a Karol Wojtyla y a Lench Wallesa en su lucha contra la
opresión de su pueblo. No obstante, y de antemano, todos los sospechosos
implicados en la muerte de Juan Pablo I, veían a futuro que “un Papa polaco no
sería obstáculo para seguir con sus negocios sucios”. En 1982, Cody murió y con
él la investigación de todos sus crímenes. Jean Villot,
Ministro de Relaciones Exteriores del Papa Pablo VI y Secretario Interino del
Papa Juan Pablo I. Era tan poderoso, que después del asesinato de Juan Pablo I
tuvo el control y mandato de la Iglesia al asumir el papel de chambelán. Su actitud
y posterior posición fue considerada sospechosa, ya que fue el mismo Villot
quien retiró del dormitorio del Papa los frascos de medicinas, papeles que
sostenía en su manos –¿algún borrador de la encíclica Vita Nova?–, los lentes y las pantuflas. Ninguno de esos artículos
fueron más nunca vistos y tampoco nadie sabe cuál fue su destino final.
Imperturbable ante la muerte del Papa, de quien se decía su amigo, Villot tomó
el control total del Vaticano, mintió a la prensa, se opuso a la necesidad de
una autopsia y, para contrarrestar todo los comentarios negativos que enseguida
se regaron como pólvora, convocó al conclave para elegir lo antes posible al
nuevo Papa. La intención de Villot era desviar toda la atención de los
feligreses y la prensa sobre la inesperada y súbita muerte de El Papa del los 33 Días. ¿Qué buscaba
presurosamente esconder? Villot murió en marzo de 1979 llevándose su secreto a
la tumba.
John Dark, entre los involucrados en la
persecución y “silenciamiento” de Santiago, era de los pocos que sabía todo eso
y mucho, pero muchísimo más. Él conocía, desde hacía tiempo y al detalle, las
intrigas que acontecían diariamente en el Vaticano.
Del caso del asesinato de Juan Pablo I y de
otros asuntos relativos a las altas jerarquías eclesiásticas estaba bien
informado. Desde que conoció al cardenal Nocerino éste lo tenía al tanto sobre
los más recientes eventos, ya que el prelado era un obseso perseguidor de la
verdad, la cual “no está nada clara”, decía al referirse a la muerte del Papa.
Dark, en realidad, no era lo que aparentaba
ser, sino un agente encubierto de los servicios secretos norteamericanos
infiltrado en el oscuro mundo de las sotanas y rosarios con la misión de
investigar la muerte del Papa y su relación con la Mafia, así como el lavado de
dinero proveniente del narcotráfico en bancos norteamericanos.
Fue enviado primero a Roma, después a
Ravenna, donde fue puesto a las órdenes del cardenal Nocerino gracias a la
colaboración y complicidad de Robert Sutenfordikov, arzobispo de Nueva York,
quien lo recomendó ante las más altas autoridades eclesiásticas por pedido
expreso de la misma CIA. El padre del arzobispo Sutenfordikov había sido
“Agente de línea” del espionaje norteamericano en la Unión Soviética durante la
Guerra Fría y condecorado post mortem con la Orden de Gran Soldado.
Toda la documentación de Dark sobre tiempo,
cargos y logros dentro del sacerdocio, así como sus servicios en favor de la
Iglesia como exorcista, tanto en los Estados Unidos como en varios países islámicos,
donde supuestamente desde muy joven había sido destacado como misionero, fue
falsificada por los servicios secretos con la intención de mantenerlo muy cerca
de los círculos de toma de decisiones de la Santa Sede.
El nombre clave de Dark era Peter Duncan, un
agente especial adscrito a la Agencia de Seguridad Nacional (ASN), cuyo cuartel
general está enclavado en Fort Meade, Maryland.
La ASN es una agencia compuesta por
analistas, ingenieros, físicos, matemáticos, programadores y súper secretos y bien
entrenados agentes expertos en investigaciones financieras ligadas a la Mafia y
otras organizaciones criminales, así como al narcotráfico y lavado de dinero.
La actividad principal de la ASN, cuyo
presupuesto sobrepasa los veintiún mil millones de dólares, es coordinar,
dirigir y llevar a cabo actividades altamente especializadas para proteger los
servicios secretos de los Estados Unidos y producir información extranjera,
provenga de donde provenga, sin excluir el Vaticano. A esa misión había sido asignado
John Dark.
Los detalles sobre sus progresos en el
Vaticano eran enviados periódicamente al presidente norteamericano, quien de
manos de la CIA recibía una carpeta azul con letras labradas en rojo que decían
“Top Secret”, en la que se incluía, igualmente, los informes de otra media
docena de agencias de espionaje regadas por el mundo.
La CIA coordinaba las actividades
confidenciales, consideradas vitales, de Dark. Todos los días, a las 7:30 de la
mañana, se le entregaba al presidente norteamericano un resumen de sus
informes. Luego que el Jefe de Estado las leía eran inmediatamente destruidos
por el agente asignado en llevársela.
Durante la guerra de Afganistán, además de
ser capitán de asalto del grupo aerotransportado, Dark también pertenecía a la
Agencia de Inteligencia de Defensa, un buró federal adscrito a las Fuerzas
Armadas Norteamericanas que se ocupaba del espionaje y contraespionaje de los
miembros más prominentes de la Alianza Norteña, como de las tropas extranjeras
asentadas en Kabul, Kandahar, Mazar-i-Sharif y Herat, ya que conocía el pushtu
y algo de dari y urdu, idioma este último que hablaban sus aliados paquistanís.
El anciano inválido que se le acercó durante
su visita al hospital de Kabul y luego asesinado en las puertas de la Mezquita
Azul en Mazar-i-Sharif, era un informante local que trabajaba bajo la
protección de la Agencia de Inteligencia de Defensa.
El cardenal Nocerino era pieza clave en las
investigaciones de Dark porque conocía, mucho antes de que algunos de ellos
muriesen, a todos los sospechosos involucrados en el asesinato de Juan Pablo I.
Sabía cómo se movía el ajedrez dentro de la Iglesia. Por ello desechaba, por
carecer de seriedad, las versiones que se manejaron, y aún se manejan, en torno
a la muerte del Papa de los 33 Días. Sobre ese tema el cardenal se
había convertido en un empecinado escéptico. Tan era así, que cuando se refería
al asunto, más que hombre de Dios parecía un ateo, ya que los maldecía a todos,
incluidos santos, vírgenes y apóstoles.
Debido al perfil que presentaba el cardenal,
la ASN movió sus hilos para que Dark estuviese siempre a su lado o lo más cerca
que pudiese de él.
Nocerino no conocía la verdadera identidad
de Dark, pero se encariñó tanto con él, que le confió varios de sus secretos.
Aunque, en verdad, lo hacía más que nada para proteger y resguardar sus
investigaciones. No quería llevarse a la tumba todos sus hallazgos, los cuales
le costaron años de trabajo y muchas noches de vigilia, sin que se esclareciese
el caso del asesinato pontificio. Si llegase a morir antes de concluirlas,
otros podrían seguir con sus pesquisas.
Por ello convirtió al ex veterano de
Afganistán en su discípulo preferido y depositario de todos sus conocimientos y
de los clandestinos arcanos de la Iglesia.
Fue de boca del propio cardenal Nocerino
como Dark se enteró de la existencia de Los
Justicieros de Dios, secta secreta a la que fue admitido luego de ser sometido
durante varios meses a interrogatorios, peligrosas pruebas, tanto de
abstinencia, caridad, despiadada crueldad y habilidades en el manejo de armas e
ingenio en la tortura.
Durante todas las pruebas, tanto él como sus
custodios y jueces, endosaban una fina capucha púrpura de seda que encajaba tan
perfectamente en sus rostros como una máscara de hule. La misma tenía un doble
propósito. El más importante: ocultar la identidad de sus miembros, pues un
pequeño desliz en ese sentido pondría en peligro la hermética sociedad de Los Justicieros de Dios, la cual durante
siglos había sido salvaguardada de investigaciones o miradas curiosas por
desconocer el mundo de su existencia. El otro, para que durante las pruebas,
harto difíciles, la visibilidad de los aspirantes fuese indudablemente perfecta
para no minar sus destrezas.
Las demostraciones sobre habilidades físicas
se hacían en una especie de pequeño coliseo subterráneo secreto, adonde los
aspirantes eran llevados con los ojos vendados en unas camionetas especiales.
Nadie se había acercado tanto a la verdad
como John Dark. Aunque en los inicios su misión era desentrañar los enigmas que
se ocultaban tras la muerte del Papa Juan Pablo I, sus órdenes fueron cambiadas.
Ahora el misterio de Los Papiros y la persecución de un joven predicador al que la
Iglesia había sentenciado a muerte sin juicio previo o cargo aparente, ocupaba
toda su atención y prioridad.
Mientras el cisma del cristianismo y los
principios de la fe podrían derribarse de un momento a otro, el planeta Tierra,
habitado por más seis mil millones de seres humanos, seguía su curso sin
desvelo.
Sólo dos personas ajenas a la curia sabían
lo que estaba ocurriendo y porqué en el seno de la Iglesia: Santiago, por su
divinidad, y Dark, por sus precisas investigaciones.
No obstante, el fatídico secreto que
encerraba el papiro signado con la marca 3J3,
por el cual murió un Papa y quién sabe cuántas otras personas, únicamente era
conocido por muy pocos.
Capítulo 25
Raquel y Juan, bajó la conducción del ex
capitán de asalto, se colaron sin ser vistos por la entrada norte de la Misión.
En el recinto todo estaba oscuro. Un
destello que provenía del tejado de la edificación, les hizo presumir que hacia
allí podrían haber llevado a Santiago.
Amparados en las sombras treparon
sigilosamente hacia el techo a través de las verjas de hierro de los ventanales
y ductos de agua. Cuando Juan, el último en subir estuvo arriba, se acercaron a
la luz que proyectaba una claraboya ensombrecida por el sucio y el tiempo.
Apenas a unos pasos, Raquel resbaló al pisar una teja enmohecida. La oportuna
mano de Dark evitó que cayese al vacío.
– ¡Gracias! –susurró la joven totalmente
pálida y con el corazón que le latía tan fuerte que se podía escuchar.
Dark no contestó. Se limitó a hacer señas,
indicándoles a ambos que siguiesen avanzando agazapados y en silencio.
Al llegar, trataron de ver a través del
vidrio, pero no pudieron. Estaba tan opaco que era virtualmente imposible ver
nada.
Dark hurgó en el bolsillo de su chaqueta,
sacó un pequeño vaporizador, de los que se usan para refrescar el aliento, y lo
roció sobre el cristal. Con la tela del codo frotó con fuerza hasta lograr una
abertura por la que se podía ver nítidamente hacia el interior.
La primera en asomarse fue la inquieta Raquel.
Abajo, con horror, observó como en una gran
mesa parecida a las quirúrgicas dos monjes sujetaban con fuerza a Santiago.
Otros se apresuraban en despojarle la ropa y amarrarlo de pies y manos con unas
cadenas. El predicador no oponía resistencia. Esperando a que lo inmovilizaran,
Lucindo sostenía ansioso dos largos cabos de alambre que estaban conectados a
un acumulador.
Al ver la tétrica escena, Raquel lanzó un
sordo alarido y espantada se echó hacia atrás. Juan la sostuvo a tiempo para
evitar que se hiciese daño. Al ver que sus pupilas se humedecían, la abrazó.
Dark hizo señas de silencio, les dio la
espalda y miró por la rendija. El joven predicador estaba desnudo. Sólo unos
blancos calzoncillos le cubrían el cuerpo. Sangraba por frente y brazos
mientras a su lado media docena de monjes, además Basilisco y Fernando, lo
rodeaban amenazantes. Una mueca de asco se delineó en sus labios cuando la
joroba de Lucindo se pronunció más que de costumbre mientras aplicaba una
descarga en el bajo vientre, a la altura de la ingle, de Santiago.
Al sentir el flujo eléctrico, el joven
predicador se estremeció sin quejarse. Ni una lágrima, siquiera un lamento se
escuchó en aquella cámara de muerte.
–Lo están torturando –advirtió pausado Dark
apartándose de la claraboya–. Debemos hacer algo y pronto… Ese muchacho no
resistirá mucho tiempo…
Juan soltó a Raquel y aprovechó para ver
también.
– ¡Coño, el tipo tiene un rabo! – exclamó
aterrado a los pocos segundos.
– ¿Qué dices?… ¡Calla! –murmuró Raquel entre
dientes, sin denotar sorpresa, tratando de evadir el asunto.
– ¿Un rabo?... ¡Déjame ver! –requirió
extrañado Dark y apartando a Juan volvió a echar un vistazo.
Inexpresivo, examinó detenidamente la
escena. Algo, muy parecido al rabo de un mono, se movía debajo del cuerpo de
Santiago. Debía ser bastante largo, porque sobresalía de la camilla y se
agitaba vivamente tratando de fustigar el rostro de Lucindo o de cualquier otro
que se le pusiese a distancia.
– ¿Qué pasa?… ¿Qué le están haciendo?
–preguntó Raquel sacudiéndolo.
– ¿Quién es ese hombre? –imprecó mal
encarado Dark.
– ¡Ya te lo dije, un santo!... ¡Un santo!...
¡Un santo diferente! –respondió haciéndose la señal de la cruz a fin de
convencer a aquel gigantón que tenía frente a ella.
– ¿Y los santos tienen cola? –inquirió el ex
veterano de Afganistán.
– ¿Qué?... ¿Qué dices?... –manifestó
estallando en sollozos y aparentando no saber nada, aunque percibía que
ocultarlo ya era inútil.
– ¡Mira por ti misma! –invitó Dark dejándole
el resquicio a su disposición.
Raquel lo sabía, lo había visto el día que
el predicador le entregó el legajo, pero se resistía en creerlo. En un soplo lo
había borrado de su mente. Buscaba convencerse a sí misma que el tal rabo no
existía, que había sido una sombra, el cordón de la persiana reflejado en su
espalda. El hombre que amaba en silencio no habría podido tener jamás un rabo.
Eso era imposible. Todo, se decía en lo más profundo de su ser, fue producto de
mi imaginación. No obstante, temerosa se acercó otra vez al cristal.
Compasiva más que con horror, vio a Santiago
sobre la cama de torturas a punto de desfallecer. Un rabo muy largo, mucho más
de lo que ella suponía haber visto en la casa del Alto Hatillo, salía de la
parte trasera de su cuerpo y pendía hacia la izquierda.
– ¡No importa!…–dijo desatando la vista de
la abertura–. ¡Es un santo!... Un verdadero santo –suspiró mientras dos grandes
lágrimas rodaban por sus mejillas.
– ¿Lo sabías? –interrogó incisivo Dark.
– ¡Sí!... Pero es un santo… –repitió
conmovida.
– ¿Qué está sucediendo allá abajo? –demandó El Remedón intranquilo.
– ¿Un santo, no? –refunfuñó haciendo caso
omiso a la intervención de Juan.
–Sí, señor, ¡un santo! –ratificó Raquel con
decisión.
El ex veterano de guerra clavó sus ojos en
los de la joven, quien vacilante esperaba una respuesta de aquel desconocido
que se había aventurado a ayudarla. La apartó y dio otra ojeada.
– ¿A quién le importa ese infeliz, santo o
no?... ¡Un santo con rabo, es lo único que me faltaba ver en esta vida! –afirmó
con intención de dar por acabado el asunto.
Raquel estaba al borde de la desesperación,
sentimiento que se le acentuó al escuchar aquellas inclementes palabras.
– ¡Sálvalo, por favor!... ¡Yo lo amo!
–imploró asiendo a Dark por la chaqueta.
–Hoy en día nadie ama a nadie –rugió con
desagrado el veterano guerrero–. ¡Eso es basura!… No obstante, voy a salvar a
ese infeliz porque…
– ¿Por qué?... Por qué vas a salvarlo
–preguntó timorato El Remedón.
– Eso no importa… Tardaría toda una vida
explicándote mis razones… Lo importante es que voy a hacerlo –concluyó evasivo.
– ¡Gracias!... ¡Gracias, señor!... –expresó
satisfecha la joven abrazándolo.
– ¡Vamos!... No hay que perder tiempo
–apresuró Dark mientras se deslizaba como un felino sobre el tejado–. Síganme y
callen –demandó.
Atrás, pisándole los talones, Raquel y El Remedón lo seguían sin pronunciar
palabra. Aunque bajar era más difícil que subir, con su ayuda los jóvenes lo
lograron sin lastimarse.
Al pisar suelo firme caminaron hacia un
punto señalado por Dark. De pronto éste se detuvo.
–Recuerden que tienen que obedecer al pie de
la letra cada una de mis instrucciones, de lo contrario se quedan aquí
–masculló áspero mientras sacaba de la sobaquera oculta bajo la chaqueta una
pistola.
Los jóvenes asintieron con la cabeza.
Raquel, que no perdía detalles sobre los movimientos que hacía el espigado
hombre de apariencia extranjera, pronto se percató de que era zurdo.
Dark entresacó la cacerina de la pistola,
chequeó que todo estaba en orden y con la palma de la mano, de un golpe seco,
la volvió a encajar y la puso a tiro. De uno de los bolsillos interiores de la
chaqueta extrajo un silenciador, el cual atornilló al cañón haciéndolo girar
con precisión. Del otro, unos pequeños lentes especiales de visión nocturna,
cuya correa pasó encima de la cabeza para que se deslizase hasta el cuello.
Raquel y El
Remedón observaban boquiabiertos todos sus movimientos. Asombrados
contemplaron como el ex veterano capitán clavó una rodilla a tierra, se subió
el ruedo del pantalón y supervisó una pequeña pistola que guardaba escondida
dentro de una funda de cuero negro, casi del mismo color de sus zapatos, la
cual tenía sujeta a la pierna izquierda, un poco más arriba del tobillo.
– ¡Vamos!... Estoy listo –afirmó mientras se
incorporaba.
Los muchachos lo siguieron callados. No sabían
quién era aquel hombre que les había ofrecido ayuda desinteresada y tampoco
porqué lo hacía. Sin embargo, les daba seguridad y confianza.
Entre las sombras Dark ubicó la puerta de la
celda donde tenían cautivo a Santiago. Un barrote afianzado desde dentro
impedía el paso. Metió la mano por una estrecha abertura y logró desencajarlo.
Con un rápido reconocimiento visual se
cercioró de que no había centinelas y avanzó hacia el interior señalándoles a
los jóvenes que lo siguiesen en silencio y a su espalda.
Caminaron a oscuras por un estrecho pasadizo
cuyo techo abovedado lleno de telarañas hacía más sombrío el lugar.
A lo lejos se escuchaban voces, risas y gritos.
Sabían que estaban cerca, aunque el eco les impedía ubicar con precisión el
lugar exacto.
Al salir del pestilente corredor se
dirigieron hacia un rincón donde un montón de mohosas literas estaban arrumadas
contra la pared. Cautelosos avanzaron a tientas varios metros más. Cerca de la
pila más grande de las ruinosas camas, que olían a musgo y podredumbre, se detuvieron.
Una luz que titilaba en el fondo de la
cámara les hizo presumir que estaban casi debajo de la claraboya por la que
habían observado momentos antes.
Dark le pidió a los jóvenes calma y que
siguiesen detrás de él sin hacer el más mínimo ruido.
Después de avanzar algunos metros más, en el
centro de una gran sala, que en otros tiempos tuvo que haber sido una
majestuosa cava de vinos, se abrió delante de ellos la dramática escena que
habían visto desde arriba.
– ¡Shuuuu! –siseó Dark al escuchar la
acelerada respiración de Raquel.
– ¿Qué vamos a hacer? –masculló El Remedón.
–Por ahora observar y cuando llegue el
momento actuar… Yo les avisaré…
–Pero nosotros no tenemos armas –protestó
Juan.
–No importa… Sólo traten de no hacer ruido
–dijo seguro de sí mismo el ex veterano.
Desde su escondite los tres intrusos
escuchaban nítidamente todo el interrogatorio.
Entre los monjes reinaba el desconcierto.
Fernando sólo se limitaba a observar risueño, aunque lo que más quería era
cobrar el dinero e irse de ese apestoso lugar lo más rápido posible.
Basilisco, por el contrario, prendía un
cigarrillo tras otro. En su rostro se percibía ese innato y frío instinto
criminal que lo había acompañado toda la vida. La agonía de Santiago parecía
divertirlo.
– ¡Púyalo! … ¡Púyalo!... ¡Dale duro a ese
animal!... –incitaba a cada rato a Lucindo.
Al ver que el jorobado monje se ponía
nervioso y no sabía qué más hacer, estallaba en desvariada carcajada.
Todo lo contrario sucedía con el padre
Serafino, quien se notaba colérico y con una expresión maligna en su semblante.
– ¡Habla!... ¡Habla si no quieres morir!...
¡Explícanos a qué corresponde y qué significa esa marca! –demandaba con furia a
un Santiago a punto de desfallecer.
– ¡Habla, si no quieres sentir otra vez el
fuego de la descarga! –amenazaba sádicamente Lucindo mostrándole lo cables.
El padre Consentino, con el espinazo doblado
en un improvisado mesón, chequeaba frenético las páginas de viejos y
voluminosos tomos de teología y lenguas antiguas. Al presumir que había
encontrado algo, con un pesado libro entre sus manos se acercó a Serafino.
–Prior, ese tatuaje no corresponde al 666, la marca de Satán, ni a la del
papiro 5Q9… ¡Nos equivocamos!… En los
libros no hay nada parecido y…
– ¡Busca imbécil!... ¡Tú eres el experto en
arameo! –vomitó el principal de la Misión sin dejarlo concluir.
Los monjes estaban confundidos. Creían que
la marca de nacimiento que Santiago tenía tatuada en su costado derecho, a la
altura de la quinta costilla, una especie de triángulo color paja quemada de
unos siete centímetros de grosor, cuya forma semejaba a un pedazo de cartón rasgado,
correspondía a algo diabólico. Con mucha más razón si el hombre que estaba
frente a ellos tenía un rabo, simbología que, según los antiguos textos,
inobjetablemente representaba a Lucifer. La marca tampoco tenía similitud con
la forma y enunciado del papiro clasificado con las siglas 5Q9, cuya inscripción, en arameo, advertía: Cuando las naciones del mundo se encuentren unidas en un globo y todas
las lenguas serán conocidas, nacerán nuevos y falsos profetas, del cielo y del
averno, y entre ellos el nuevo Mesías.
Al escuchar a los frailes, Dark comenzó a
entender porqué lo habían enviado desde Ravenna a Caracas.
– ¡Busca!... ¡Traduce lo que aquí está
escrito! –imprecó Serafino al capuchino experto en lenguas antiguas señalando
la marca en el costado de Santiago.
–Estoy tratando prior, pero es difícil,
porque es muy blanco y la figura no es tan visible y clara –contestó mientras
con una gran lupa observaba aquel extraño tatuaje.
El cuerpo de Santiago brillaba por el
copioso sudor que despedían cada uno de sus poros. De su frente brotaban
relucientes gotas, algunas bañadas en sangre, que al reflejo de la luz
semejaban una corona de espinas. Con los brazos extendidos en forma de cruz y
encadenado sobre el camastro de hierro, respiraba profusamente, pero sin
quejarse. Su cola, ya inerte, no se movía como minutos antes.
De improviso una exclamación de terror y
sorpresa brotó de la boca de Consentino, por lo que los demás monjes voltearon
hacia él.
– ¿Qué pasa? –preguntó impaciente Serafino.
– ¡Oh, Dios, qué hemos hecho! –dijo
consternado mientras leía unas citas del viejo libro.
– ¿Qué sucede, dime? –volvió a interrogar el
prior, pero esta vez alzando la voz con rabia e indignación.
Consentino no lo escuchaba. Estaba tan
desorientado y con los ojos hundidos en unos párrafos de aquel antiguo texto,
que ni un trueno lo hubiese distraído.
– ¡Dios, perdónanos por nuestro crimen!
–volvió a quejarse el viejo teólogo.
– ¡Dime qué averiguaste, si no te mato aquí
mismo! –vomitó enloquecido Lucindo asiéndolo por el cuello.
–En el centro de la marca hay un pez… ¡Un
pez! –exclamó Consentino acongojado y aún sin reponerse del impacto que le causo
el descubrimiento, agregó–: Un pez igual al que los antiguos cristianos
pintaban en las cuevas donde alababan a Dios…
– ¿Y la inscripción?… ¿Qué dice la
inscripción? –preguntó Serafino fuera de sí.
–En claro arameo dice: Con la marca del pez en su cuerpo nacerán Los Elegidos de Dios y de su
parte posterior penderá una cola –balbuceó trastornado, Consentino.
– ¡Bah!, ignorante, eso es mentira… No puede
ser... ¡Este muchacho es el diablo, no un Elegido de Dios! –bramó el prior y
con furia lo empujó a un lado.
Sin poder controlar más la angustia que le
causaba estar viendo y escuchando aquello, Raquel retrocedió vacilante y se
recostó de una de las pila de literas, la cual se desmoronaron con estruendo bestial.
Al escuchar el ruido, instintivamente
Basilisco y Fernando sacaron sus armas. Lucindo soltó los cables eléctricos que
había vuelto a blandir para seguir torturando a Santiago y tomó una gran hacha
que estaba recostada de un polvoriento saco de carbón.
Serafino y los demás monjes corrieron en
busca de unos enseres de labranza que estaban apilados cerca de ellos.
Consentino, en cambio, se arrodilló y desconsolado comenzó a orar en voz alta
al lado del cuerpo encadenado de Santiago.
Dark desenfundó su 9mm. y avanzó hacia el
centro del salón seguido por Raquel y El
Remedón, quienes caminaban agazapados a su espalda.
Al verlos, Basilisco se amparó tras el
camastro donde estaba encadenado el predicador y disparó varias descargas, pero
ninguna de las balas dio en el blanco.
Frustrado, maldiciendo su mala puntería y
con todo el odio del mundo reflejado en el rostro, dirigió el arma hacia
Santiago y le disparó a quemarropa. El proyectil penetró el hombro derecho del
predicador, quien del impacto perdió el sentido al instante.
Dark apretó con furia los dientes, alzó su
Browning y la apuntó hacia Basilisco. Tres impactos en el pecho lo despegaron
del suelo y su cuerpo inerte cayó a dos metros de distancia. Su miserable vida
había concluido en un baño de sangre. El odio fue pagado con la muerte y el infierno.
Aprovechando la confusión, Fernando corrió
hacía el cajetín de luces y bajó los brakers.
Todo quedó a oscuras. Sólo los esporádicos y fugaces fogonazos de los disparos
alumbraban la escena.
Dark se ajustó sobre los ojos los lentes de
visión nocturna justo a tiempo para distinguir, a un par de metro de distancia,
a Lucindo que se le venía encima blandiendo en alto el hacha.
Con un movimiento relámpago y de certero
balazo en la frente abatió al jorobado monje, quien con macabra expresión cayó
arrodillado a sus pies antes de desplomarse cuan largo era.
Entretanto, desde el comando de luces,
Fernando descargaba sin control la Taurus.
El ex capitán les pidió a Raquel y a Juan
que se tirasen al suelo. Él hizo lo mismo. Con la pistola firme en su mano sólo
esperaba un mal movimiento del comisario de la DIBISE, quien ahora no parecía
tan valiente y risueño como momentos antes.
Uno de los disparos de Fernando dio en una
pequeña caldera de gas situada a un extremo del recinto y en instantes aquella
cámara de tortura se convirtió en un infierno.
La explosión fue tan estrepitosa y
resplandeciente, que iluminó otra vez el sótano, momento que aprovechó Dark
para ubicar con precisión a Fernando Lisias, quien desesperado se movía
disparando sin norte ni objetivo alguno. Dos proyectiles dieron en su humanidad
y lo acallaron para siempre.
Las llamas comenzaron a devorar todo lo que
encontraban a su paso, por lo que los otros monjes corrieron espantados hacia
la salida.
Consentino, en su letargoso arrepentimiento,
seguía orando arrodillado al pie del camastro donde estaba encadenado Santiago
sin, aparentemente, haberse dado cuenta de nada.
El fuego fue tomando vida voraz y amenazante
se iba acercando a la caldera madre que alimentaba de gas a toda la Misión.
Decididos en ir al rescate de Santiago,
Raquel y El Remedón corrieron hacia
donde estaba, pero el intenso fuego se los impidió. Sin saber qué hacer, observaban
petrificados la escena a corta distancia. Al asegurarse de que todos los monjes
se habían ido, Dark enseguida los alcanzó. El
Iluminado perdía mucha sangre por el hombro, por lo que les pidió a los
muchachos que se quedasen donde estaban. Recogió del suelo el manto que llevaba
puesto uno de los monjes, se cubrió con él y se abrió paso entre las llamas. Al
llegar donde estaba el predicador desató el burdo nudo que ajustaba las
cadenas, las desenrolló y lo liberó.
Raquel fue la primera en socorrerlo. Se
deshizo del pañuelo de seda que tenía envuelto en el cuello y comenzó a secar
parte de sus heridas. Dark la apartó y se echó el predicador en los hombros.
– ¡Recoge su ropa!... ¡No hay tiempo qué
perder! –le ordenó a Juan, quien para evitar el fuego tomó un largo listón de
madera y las arrastró hacia él.
Consentino seguía orando cuando una
llamarada lo envolvió. El pobre, entre rezos y gritos de terror, pronto quedó
carbonizado.
– ¡Rápido, alejémonos!... ¡Esto está por
estallar!.. –alertó Dark a los muchachos.
Entre explosiones corrieron hacia la salida.
Las largas lenguas de fuego que se habían propagado por todo el monasterio les
retrasaban el avance. Con desesperación Raquel y Juan seguían a su salvador,
quien se movía como una pantera entre las llamas. Del cuerpo denudo de Santiago
pendía el rabo, el cual se movía rítmicamente de un lado a otro con los
movimientos de Dark, pero a nadie parecía ya espantarle.
Alcanzado el patio, buscaron la salida más
corta y afanosamente llegaron a la puerta principal de la Misión. Un descomunal
candado ajustado a una cadena que le daba tres vueltas a la reja de entrada,
les cerraba la huída. No había tiempo para volver atrás, a la entrada norte,
por dónde habían ingresado. Sólo era cuestión de tiempo para que toda la misión
volase por los aires en mil pedazos.
Dark le pidió a los muchachos que se
apartasen unos cuantos metros de la verja y con El Iluminado inerte sobre su espalda, disparó una Clod, especie de bala-cohete que le
habían obsequiado en Afganistán. El candado voló como un juguete de aserrín.
El primero en pasar fue El Remedón, quien estaba en shock,
después le tocó el turno a Raquel y por último lo hizo Dark con Santiago a
cuestas. El joven predicador perdía abundante sangre del hombro.
Después que penetraron el bosque de flores y
plantas silvestres que circundaba al monasterio, a sus espaldas escucharon una
fuerte explosión seguida de otras de menor intensidad. Instintivamente se
detuvieron y miraron hacia atrás. Grandes llamaradas y columnas de humo se
alzaban al cielo.
Cuando estuvieron fuera de peligro, Dark
bajó a Santiago, quien había recobrado a medias el conocimiento y con ayuda de El Remedón se pasó uno de sus brazos por detrás del cuello y casi a rastras se
lo llevó hasta los matorrales donde había escondido su auto.
Mientras lo abordaban, volvieron a mirar
hacia la Misión y horrorizados observaron como las llamas habían tomado aún más
fuerza y convertido al monasterio en una gran bola de fuego.
Pero no todo había terminado. Algo aterrador
y divino estaba por suceder.
Aunque no era época de tempestades ni
tormentas, una nube color azabache, tan negra como el miedo, bajó de las profundidades
del universo y se detuvo sobre lo que quedaba de la Misión arropándola como
sábana luctuosa. De pronto se escucharon truenos que hablaban de muerte.
Dark y sus compañeros, así como el mismo
Santiago, sintieron erizar cada partícula de su cuerpo.
A los pocos segundos, de aquel manto sideral
comenzaron a emerger rayos y centellas que vomitaban lanzas de fuego que se
estrellaban con cólera divina y justiciera sobre el monasterio.
Trozos de la nave central, presbiterio,
campanario, paredes, columnas y muros comenzaron a derretirse y desmoronarse
entre estallidos y llamas hasta convertir a toda la edificación en piedra
volcánica.
Al volante del auto Dark, incrédulo y
aterrado, quizás por primera vez en su vida, mantenía pisado a fondo el
acelerador para salir lo más pronto posible de aquel infierno.
En el asiento trasero Raquel tenía apoyado
contra su pecho a Santiago mientras El
Remedón a duras penas trataba de fajarle el hombro con un pedazo de tela
que había rasgado de su camisa a fin de contener la hemorragia.
– ¡Llévenme con mis hermanos! –pidió con
sumisa devoción El Iluminado.
–Mi amor, ¿y quiénes son tus hermanos?
–inquirió con dulzura Raquel, delatando inconscientemente sus verdaderos
sentimientos delante de todos.
–Los
Elegidos de Dios.
– ¿Los
Elegidos de Dios? –repreguntaron los dos muchachos con asombro y todavía
consternados por lo que acababan de pasar y ver.
– ¡Sí!… –afirmo Santiago exhalando un
suspiro.
– ¿Y dónde los encontraremos? –indagó
imperturbable Dark, quien conducía a toda velocidad y con las dos manos bien
sujetas al volante.
–En La Gran Sabana –alcanzó a contestar
antes de perder otra vez el sentido.
– ¿La Gran Sabana? –soltaron extrañados y al
unísono Raquel y Juan.
– ¿Qué es La Gran Sabana? –inquirió Dark.
–Un sitio muy hermoso y celestial, pero muy,
muy lejos de aquí –contestó Raquel.
Situada al sudeste del Estado Bolívar y al
sur del soberbio río Orinoco de Julio Verne y escenario de la fantástica novela
El Mundo Perdido del escritor inglés
Sir Artur Conan Doyle, La Gran Sabana es una mágica extensión de tierra
constituida por formaciones rocosas, una de las más antiguas del planeta, de
más de setenta y cinco mil kilómetros cuadrados que ha estado alejada durante
siglos de la contaminación de la cultura y costumbres occidentales, por lo que
aún conserva el encanto de la naturaleza virgen y primitiva.
Como si fuesen pinceladas por la mano de
Dios, sus alucinantes selvas tropicales están rodeadas por tepuyes, unas inmensas y majestuosas torres naturales en forma de
pirámides de punta chata pertenecientes a la era precámbrica. A su alrededor
puede atraparse en un suspiro toda la divinidad y paz del mundo.
Por encima de los ochocientos metros sobre
el nivel del mar, ese paraíso está lleno de húmedos y frondosos bosques segados
por el majestuoso Aponwao, el Suruku, tierno y dulce a su paso, el Kukenán, que
se dibuja sobre la tierra como una mano abierta, el Urimán y el Karuay, que
parecen cantar un Ave María en susurro, el Yuruaní, una aparición etérea sobre
la tierra y el Mauruk e Icabarú, ríos cuyos mágicos nombres son tan hechizantes
como sus aguas que vigorizan piel, sentido y espíritu.
En las riberas del Yuruaní, en donde un
manso viento acaricia los rostros como queriéndolos besar, parecen confluir dos
mundos: uno celestial y otro humano.
En aquel inmenso recodo del mundo, el aroma
de la vegetación parece desprenderse del mismo cielo despidiendo por sus poros
una energía espiritual que casi se puede tocar. Hay tanta paz y quietud, que
siquiera el ensordecedor arrullo de las aguas del Kama-Merú, uno de los tantos
y asombrosos saltos del lugar, puede turbarla.
A esa región quería Santiago que lo
llevasen. Desde donde se encontraban, el camino era largo, muy largo, y escabroso.
Muchos kilómetros deberían recorrer para poder llegar hasta el estado Bolívar,
enclave de La Gran Sabana, y él no estaba en condiciones para tan rudo viaje.
El improvisado vendaje que le puso El Remedón apenas serviría para contener
la hemorragia y evitar un mal mayor. Era algo temporal y no una cura. La herida
podría infectársele de un momento a otro y su vida estaría en serio peligro.
Era un riesgo para el muchacho y Dark lo
sabía, no así los otros. Su vida ahora dependía de su decisión.
Capítulo 26
Todos los periódicos del mundo reseñaron en
sus primeras páginas la extraña destrucción, devastada por rayos y centellas,
de la Misión Capuchina en Venezuela.
Las cadenas de televisión y los telediarios
internacionales se dieron banquete con la noticia mostrando imágenes
aterradoras y los cadáveres calcinados de algunos monjes y de otras personas
ajenas a la Misión, presumiblemente “viajeros o comerciantes”.
Los restos de Basilisco y Fernando Lisias
nunca pudieron ser identificados, por lo que los investigadores presumieron que
pertenecían a labriegos que los monjes tenían bajo su cobijo en el monasterio.
Un tropel de especulaciones cundió por la
red en todo el planeta. En Internet hasta abrieron Blogs especiales, donde se daban alucinantes versiones. Ni
científicos ni teólogos hallaron explicación al fenómeno, como comenzaron a denominarlo, por no encontrarle causa
humana aparente.
La mañana siguiente al desastre una reunión
urgente y secreta convocada por el Santo Padre en la intimidad de su
dormitorio, se estaba realizando muy temprano en el Vaticano.
Tres cardenales, entre ellos Nocerino y dos
civiles, discutían exaltados sobre los eventos ocurridos en la Misión de San
Felipe.
–Si el predicador tenía la marca del papiro 5Q9 o, por el contrario la del 3J3, nunca lo sabremos, porque todos
murieron carbonizados. Lo que sí es cierto, Santo Padre, es que, según los
informes que nos enviaba el finado abad de la Misión, en esa región estaban naciendo
niños con cola. A los monjes sólo les faltó comprobar las características de la
marca. Eso, ahora, nunca lo sabremos –precisó el cardenal Nocerino.
–Pase lo que pase, se diga lo que se diga,
la Iglesia nada sabía ni nada sabe del asunto. Debemos silenciar todo hasta que
consigamos otra prueba viviente. Para ello están estos hombres –dijo el
Pontífice señalando a los dos civiles–. Usted, Nocerino, será relevado de toda
responsabilidad y será enviado a representar a la Santa Sede como Nuncio
Apostólico en Perú. Espero que, como lo ha hecho hasta ahora, no abra la boca y
no comente, ni en sueños, el trabajo que estuvo realizando para la Iglesia y
menos del hombre que envió desde Ravenna –ordenó el Papa para finiquitar la reunión
y haciendo una seña con la mano invitó a todos a salir del recinto.
En el Vaticano suponían que tanto El Iluminado, así con John Dark y todos
los monjes habían perecido en el incendio. Para la alta jerarquía fue un
respiro, ya que todos los indicios y pistas que involucraban a la Santa Sede en
la persecución del predicador quedaron destruidos con su muerte y los libros y
documentos calcinados.
Aparentemente, el asunto había concluido,
sin embargo al día siguiente el cardenal Nocerino fue hallado muerto en la
habitación de huéspedes especiales del Vaticano.
Con él moría una generación de
investigaciones y secretos, donde sofisticadas torturas abrían un nuevo y
funesto capítulo en la historia de la Iglesia Católica. Un capítulo aún más
aberrante y despiadado que el de la propia Inquisición.
Después de décadas de estudios sobres los Rollos del Mar Muerto, Nocerino estuvo
sólo a horas, ya que Dark se lo habría comunicado, de saber que la marca
tatuada en el cuerpo de Santiago correspondía al profético 3J3 y que el muchacho era un Elegido
de Dios, portador del Ichthys, el
pez, cuyo significado es Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador y no alguien
diabólico como presumían tanto el Papa como los monjes de la Misión.
Sin embargo esa realidad no era aceptada por
el Vaticano, de ahí que guardasen con tanto celo los enunciados del pergamino 3J3. Admitir que los nuevos profetas, Los Elegidos de Dios, nacerían con una
cola, era, según los jerarcas de la Iglesia, más que una herejía un pecado
mortal que acabaría con la fe cristiana. Por su comodidad, preferían ceñirse a
las profecías enunciadas en el papiro 5Q9.
Concisamente, mediante un breve comunicado,
la Santa Sede especificó que la muerte de Nocerino había ocurrido por
deficiencias coronarias, aunque el cardenal era un toro de pura cepa y jamás
había sufrido del corazón ni tenía antecedentes de enfermedades coronarias en
su familia.
El cardenal tuvo el mismo fin que él había
planificado, pero que abortó pocas horas antes de llevarlo a cabo, para el
rebelde arzobispo negro Indalko Coringo: morir envenenado en la misma
habitación de huéspedes especiales donde ahora él dejó de existir.
Nocerino manejó en vida el caso del
arzobispo de Nairobi, Indalko Coringo, quien, según el Vaticano, se había
“puesto fuera de la Iglesia Católica” al provocar a la curia romana cuando, en
1999, denunció de modo espectacular “rituales satánicos dentro del Vaticano”.
Luego, en febrero de 2001, el arzobispo
negro, que era además curandero y exorcista, desafió la prohibición del Vicario
de Cristo al celebrar una misa pública de sanación en la iglesia de San Pablo,
diócesis de Roma.
En aquella oportunidad se planeó, siendo
pieza clave en el asunto el cardenal Nocerino, la eliminación física de
Coringo, cuyos criminales preparativos se adelantaron cuando el arzobispo negro
se casó en Miami en rito público por la secta Moon.
La amenaza real que representaba Coringo
para la Iglesia Católica no se debía a sus desafíos y desacatos contra su
autoridad, sino porque era el líder de un nutrido grupo de teólogos y prelados
que pensaban declarar, a través de un manifiesto público, una Guerra Santa
contra la Iglesia si no iniciaba prontas, radicales y modernas reformas en su
seno. Aunque pareciese paradójico, el obispo negro sólo pretendía sacar del
negro oscurantismo a la Iglesia Católica.
Capítulo 27
Turnándose al volante, Dark y El Remedón estuvieron conduciendo toda
la noche por oscuras y apartadas carreteras.
Raquel había sugerido que la mejor vía era
la de La Costa, por lo que, desde San Felipe, tuvieron que regresar a Caracas y
después tomar la ruta de Oriente. Argumentó que por Los Llanos la carretera era
muy accidentada y llena de cráteres,
grandes y profundos huecos, que podrían poner en peligro la vida de todos,
mucho más de noche, ya que más de media docena de personas mueren sobre el
deteriorado asfalto diariamente debido a la desidia gubernamental.
Aquel viaje se había convertido en un
laberinto. Deberían cruzar otros tres grandes estados para llegar a La Gran
Sabana, que limita con Brasil y Guyana. Varias veces extraviaron el camino y
tuvieron que dar marcha atrás al encontrarse con callejones sin salida repletos
de follaje.
Muy entrada la noche pasaron por El Guapo
vía Boca de Uchire, espléndido paraje lleno de playas vírgenes acariciadas por
los refrescantes vientos alisios. Luego por Clarines y Puerto Píritu.
Avanzaban lentos. Tanto Raquel como El Remedón le advirtieron a Dark que de
noche, más que de día, transitar por las carreteras venezolanas, no sólo era un
riesgo, sino un suicidio.
Dark escuchaba, pero le interesaban muy poco
aquellos comentarios. Su mente estaba centrada en otra cosa. La intriga lo
había seducido. Quería saber qué se traía entre manos aquel joven predicador,
del que unos decían santo y otros diablo, aunque para él apenas era el hombre
de la cola, pese a tener tatuado en su cuerpo la marca del pergamino 3J3. Únicamente por ello, luego de
revisarle la herida, accedió a continuar hacia La Gran Sabana.
Al despuntar el alba seguían rodando bajo un
sol abrasador por solitarias y angostas carreteras. Los rayos se colaban por
cada rincón del auto haciendo más pesado el viaje. Nadie se quejaba, siquiera
Santiago, aunque momentos antes le había pedido a Raquel que le desabrochase la
camisa que ella misma le había vuelto a vestir después de la huida de la Misión.
Pasadas las dos de la tarde, se detuvieron
en las afueras de la población de El Tigre para almorzar. Unas cuantas arepas
de chicharrón rellenas de carne mechada,
café y jugo de lechosa, mitigó
temporalmente su hambre. Antes de regresar al auto, Dark y Juan compraron una
buena provisión de botellitas de agua mineral para paliar la sed en el camino.
Raquel se había quedado dentro del vehículo cuidando a Santiago. Su ropa hecha
jirones y manchada de sangre hubiese despertado sospechas. Además, el
predicador estaba muy débil para caminar, aunque fuesen pocos pasos.
Al filo de las cuatro y media de la tarde,
al advertirlos agotados y hambrientos, Dark detuvo el auto frente a “La boa
azul”, un viejo y solitario hotel de carretera. A un costado del hospedaje, un
destartalado letrero que se batía al viento avisaba: “Soledad - 8 Km.”, lo que
indicaba que un pequeño pueblo estaba cerca.
El veterano ex combatiente se bajó y le
pidió a El Remedón que lo acompañase.
Juntos caminaron hacia la recepción de “La boa azul”.
Una obesa mujer, desaliñada y grasienta, que
no pasaba de los treinta años, los recibió detrás de un mugriento mostrador. A
su espalda, un desvencijado afiche que mostraba al actor Al Pacino en su
interpretación de El Padrino III,
parecía querer desprenderse de la pared para quedar sepultado para siempre en
el asqueroso suelo. Aquella imagen representaba un humillante insulto a la ruda
fama de implacables asesinos de los mafiosos.
–Necesitamos dos habitaciones limpias y
frescas –solicitó Dark mientras Juan permanecía a su lado–. Preferiblemente con
vista a la calle –puntualizó.
–Puede escoger las que prefiera, ya que
todas están vacías –dijo despreocupada–. No es temporada y todavía falta mucho
para que el primer turista o aventurero se asome por estos lados... ¿Cuánto
tiempo se quedarán? –preguntó rascándose con desespero la cabeza.
–Sólo pasaremos la noche –precisó Dark
alejándose un poco a fin de evadir los piojos que suponía de un momento a otro
iban a aterrizar en el mostrador.
–Bien, entonces pueden quedarse donde
quieran –afirmó la dependiente frotándose aún con más fuerza. Su cabello
ensortijado y negro lucía aceitoso y sucio.
Sin soportar más la presencia de la apestosa
mujer, Dark pidió la cuenta, pagó por adelantado y regresó al auto.
Juan se quedó con ella para revisar las
habitaciones y escoger dos contiguas, pero con vista a la calle, según
indicaciones del ex veterano de Afganistán.
Mientras lo hacía, por una de las ventanas
vio a Dark despojarse de su chaqueta y apoyarla sobre los hombros de Santiago,
quien durante parte del viaje perdió mucha sangre, aunque ahora la herida
estaba milagrosamente seca. Luego se quitó la sobaquera, puso la pistola en su
cintura, a la altura del abdomen, y la ocultó bajo la camisa. Tiró el aparejo
de cuero dentro del portaguantes del auto y regresó donde estaba sentado el
predicar. Con cuidado lo ayudó a incorporarse y recostarlo de su cuerpo.
Juntos, y dando algunos traspiés, caminaron hacia la entrada del pequeño hotel.
Raquel se había quedado rezagada recogiendo
los restos de varias botellitas plásticas vacías que estaban esparcidas en el
interior del vehículo. Al tenerlas en sus manos, cerró la puerta con un ligero
puntapié y presurosa corrió a alcanzarlos. Al pasar cerca de un viejo barril
que fungía de cesto de basura, las botó en su interior.
Repugnantes, aunque con colchones
confortables y camas aparentemente nuevas, las habitaciones de “La boa azul”
les pareció un oasis en el desierto. Estaban felices de poder estar allí. Una
fue ocupada por Santiago y Raquel, la otra por Dark y Juan.
Después de instalarse, el ex capitán les
comunicó que iría al pueblo cercano para comprar vendas, medicinas y algo de
comida.
Le pidió a Juan que lo acompañase. Quería
evitar que los pobladores de Soledad lo acosasen con preguntas necias debido a
su aspecto extranjero. “Al ver al mulato junto a mí, pensó, no se atreverán a
abordarme”.
Tengan cuidado –advirtió Raquel–. En estos
pueblos uno nunca sabe con qué o quién se encuentra… Eviten cualquier problema
y regresen pronto.
–No te preocupes… No quiero más guerras, es
suficiente con lo que hemos pasado –aseveró espontáneo Dark.
Apenas salieron, la muchacha cerró con llave
la puerta, se asomó a la ventana, los vio abordar el auto y sólo cuando los
perdió de vista en la carretera quedó tranquila. “Todo irá bien”, se dijo en
sus adentros luego de un largo suspiro.
Sabía que no estaba sola, que Santiago la
acompañaba, y que Juan y Dark regresarían pronto. No obstante, una fuerte
opresión en el pecho le presagiaban más momentos de angustia y dolor.
Resignada a la espera, se retiró de la
ventana y trató de deslizar las cortinas, pero una de ellas se atascó por la
humedad y poco uso del riel. Insistió y de un fuerte tirón lo logró a medias.
En semisombras, aunque todavía mucha luz se
colaba a través de la ranura del cortinaje, se dirigió hacia la cama donde
habían recostado a Santiago. Con devoción le tomó suavemente la cabeza y se la
acomodó sobre dos almohadas. Luego, sin pronunciar palabra, fue al armario. De
lo alto extrajo una cobija y se la extendió sobre el cuerpo.
–Pronto sanarás y te sentirás mejor…
Descansa y no pienses en nada… Lo malo ya pasó –dijo para confortarlo–. No te
preocupes… Ellos volverán y te desinfectarán la herida –aseguró acariciándole
el cabello.
Sin saber que más decirle para animarlo y en
vista del silencio del predicador, le estampó un tierno beso en la mejilla.
–Lo malo aún no ha pasado, Raquel –dijo
profético Santiago con la mirada dirigida al vacío.
– ¿Qué quieres decir? –respondió
descorazonada la muchacha, que de golpe se sentó a su lado, en el borde de la
cama.
–No te asustes. No me refiero al asunto de
los monjes, sino a lo que está por venir… Prométeme que después de dejarme con
mis hermanos leerás el manuscrito que te di y comenzarás a difundirlo –rogó–.
El tiempo se ha acortado y no se puede esperar hasta la fecha que te había dicho.
–Lo traje conmigo. Está aquí –afirmó
señalando el bolso que todavía pendía de su hombro y del que no se apartó ni un
instante durante toda la odisea vivida–. Tuve miedo de dejarlo en el rancho.
Aquí está más seguro –aseveró tocando la cartera.
–Fue una gran decisión –aprobó satisfecho el
predicador.
–Pero, qué es lo grave que va a
pasar…–indagó moviéndose nerviosa en el borde de la cama–. No te entiendo,
porque creo que peor de lo que nos sucedió no hay…
–Va a ser algo universal y no personal – la
interrumpió–. Pero no te preocupes, tú y Juan estarán a salvo–. …¡Horrenda cosa
es caer en manos del Dios vivo!
– ¿Qué estás diciendo?... ¿A qué te
refieres?...
–No, no es nada... Solo estaba pensando en
voz alta –puntualizó para tranquilizarla.
Al concluir la enigmática sentencia, el
joven predicador se volteó y recostó su cuerpo sobre su hombro sano con
evidente intención de dar por terminada la conversación.
Raquel comprendió que su interrogatorio era
inoportuno, mucho más en ese momento, después del agotador viaje y de todo lo
que había sufrido y padecido en la cámara de torturas de la Misión. Su dolor
debería ser insoportable, aunque no se quejaba.
Según Dark, la herida era profunda, pero
gracias a la providencia, la bala, tal como había entrado, salió sin tocar
hueso alguno. Era un buen augurio. No ameritaría intervención quirúrgica.
Como veterano de guerra, tenía experiencia
en esos menesteres, mucho más con heridos de bala o esquirlas de mortero.
Durante la Operación “Libertad Duradera” había salvado y socorrido a muchos
soldados heridos de gravedad.
Raquel estaba tranquila. Sabía que Dark
podría curar y atender a Santiago, aunque, y se lo comentó a Juan, le extrañaba
la recuperación tan acelerada que había tenido.
–Si no te importa voy a darme una ducha. Así
descansas un poco de mi preguntadera –expresó
con gracia, guiñándole el ojo–. Te dejaré sólo, pero si me necesitas,
¡llámame!… ¡Pega un grito!... ¡Te escucharé a pesar del ruido del agua!
–advirtió con un sonrisa mientras se dirigía a la sala de baño.
–No te preocupes, Raquel… Tómate el tiempo
que quieras… Aprovecharé para rezar un poco –contestó mientras la veía
desaparecer tras la puerta del lavabo.
Al escuchar que pasaba el cerrojo, Santiago
volvió a tomar su posición horizontal en la cama, extendió los brazos en forma
de cruz y comenzó a orar en silencio.
Mientras lo hacía, desde el este, más abajo
de donde sale el sol por las mañanas, un rayo verde, color esmeralda
reluciente, penetró por la ventana de la habitación colándose por el resquicio
que había quedado abierto entre las cortinas. Poco a poco aquel rayo esmeralda
se fue solidificando hasta tomar forma casi corpórea. Sus extremos esparcían
destellos que refractaban una luz violeta ligeramente teñida de azul opaco y
oro.
En ese instante Santiago advirtió el
parpadeo de algo celestial en su cuerpo. Vibró. Absorbió la energía que entraba
por la ventana, suspiró y quedó callado, a la espera.
Un sudor tenue, como de rocío, inundó sus
partes desnudas y de su piel brotaron minúsculas y brillantes escarchas. Su
mirada apuntaba a una inmensidad imperceptible.
Como germen divino, de las palmas de sus
manos comenzaron a brotar tenues rosas de sangre que a medida que su oración se
hacía más profunda tomaban un color purpúreo. Igual sucedía en sus pies
descalzos. Al instante, su cuerpo comenzó a elevarse suavemente de la cama.
Sus ojos emanaban tan radiante esplendor,
que de ellos parecían desprenderse todo el conocimiento humano y la paz del
universo entero.
De pronto, como si una orden hubiese sido
calladamente impartida, su cuerpo se detuvo a medio metro de altura del lecho y
quedó suspendido en el aire.
Santiago parecía no percibir nada, siquiera
sus sentidos. Surcaba una dimensión muy distante al entendimiento humano.
Cerró los ojos y suspiró. Luego volvió a
abrirlos y fijó la mirada en el último rincón del techo, en una esquina donde
colgaba una vieja telaraña que había descosido sus redes muertas en el tiempo,
y habló suavemente, con armonía.
–Dime, buen creyente, ¿qué crees de todo
esto?... ¿Es sincera la justicia de la Iglesia?… –pronunciaron sus labios
salpicados de un fulgor aperlado, como ansiando que se produjese una respuesta
inmediata.
Mientras decía esas palabras, la luz que
había penetrado por la ventana se fue reabsorbiendo tan lentamente, que
cualquiera hubiese creído que no quería irse o que alguien, fatigosamente, la
retenía.
– ¡Dios sufre y yo también!... ¡Dime qué
piensas!… Sincera tú alma… ¿Crees qué Dios quiere una Iglesia corrompida?...
–preguntó colmado de amor y misericordia sublime mientras su cuerpo descendía y
de sus ojos brotaban grandes lágrimas–. ¡Háblame, por favor!... ¡Contesta!
–suplicó afectuoso mientras la luz se disipaba por la ventana–. ¡No!... No
trates de adivinar con quién hablo… Sólo escucha, porque te estoy hablando a
ti… ¡Sí, a ti!... A ti, que lees estas líneas... No me contestes ahora pero,
por amor a Dios, ilumina tú corazón… Llénalo de fe y deja que tu propia
divinidad fluya en tu cuerpo... Cuando quieras responderme, sólo piensa y yo
atraparé tus pensamientos y se los llevaré a…
Un brusco golpe seco en la puerta de entrada
sacó a Santiago de su exaltación. Otros dos, aunque más suaves, se escucharon
después. Era la señal que Dark había convenido para anunciar su regreso. Antes
de salir le advirtió a Raquel de no abrir la puerta si oía otro tipo de toque.
Ligeramente su cuerpo se fue posando otra
vez sobre la cama. Los rosetones de manos y pies se reabsorbieron en cuestión
de segundos. Y, como si nada hubiese ocurrido, volvió a tomar la posición que
tenía antes de comenzar a levitar y dulcemente cerró los ojos.
Al oír la señal, Raquel salió presurosa del
baño y fue a atender el llamado.
Había vuelto a vestir su viejo jean y la
franela blanca la cambió por una diminuta blusa que había metido en el bolso
antes de partir hacia San Felipe. Su cabello, ligeramente húmedo, lo llevaba
recogido en un moño.
– ¡Ya regresaron, Santiago! –advirtió
contenta mientras iba hacia la puerta.
– ¡Sí, los escuché! –asintió abriendo los
ojos.
Los dos hombres traían varios paquetes.
Enseguida el ex capitán abrió uno y de su interior sacó vendas, desinfectantes
y medicamentos y fue directamente hacia el predicador.
Deshizo el torniquete que le había aplicado
Juan y empezó a limpiar la herida. Para su asombro, no estaba purulenta, sino
más bien seca y el tatuaje de pólvora, pese a su blanca piel, había desaparecido.
Al terminar la cura se dispuso a vendarlo.
Raquel, que lo observaba atenta a su lado,
le quitó delicadamente las gasas de las manos y prosiguió con el vendaje.
–Conseguí un mapa de La Gran Sabana, así
podrás guiarme mejor –dijo Dark recogiendo los deshechos de algodón y vendajes,
los cuales, luego de hacer una medición, tal como si fuese un experto
basquetbolista, los encestó en el pote de basura.
– ¡Excelente! –exclamó la joven brindándole
una de sus tiernas sonrisas mientras anudaba los extremos de la gasa sobre el
hombro de Santiago–. El camino es largo, pero nada complicado –indicó–. Si
partimos antes del amanecer llegaremos al caer la tarde.
Durante la huida John les había revelado su
presunta verdadera identidad y, en parte, obviando precisiones, para quién
supuestamente trabajaba. Empero, no les dijo qué hacía esa noche espiando en la
Misión. Mucho menos de su trabajo en el Servicio Secreto. Solamente les dijo lo
primero que se vino a la cabeza y, al parecer, surtió efecto.
Los jóvenes se conformaron con la
explicación. Fue el hombre que salvó a Santiago y ese era aval suficiente para
ellos, aunque la curiosidad de Raquel permanecía intacta y, siempre que podía,
trataba de sacarle algún otro detalle sobre su misteriosa personalidad.
Santiago, por el contrario, parecía saberlo
todo, pero callaba y sólo se dejaba llevar por los acontecimientos. Comprendía
que estaba entre amigos y que su obra en la tierra estaba por terminar.
–Y mi auto, ¿qué pasará con él? –preguntó de
sopetón Juan al recordarles que lo había dejado cerca de la Misión.
–Por ahora se quedará donde lo dejaste
–precisó Dark–. Al regreso lo recogeremos. Nadie sospechará de tu viejo
cacharro… Creerán que es de algún labrador que lo dejó abandonado por algún
desperfecto mecánico… Nadie reparará en el –manifestó para tranquilizarlo.
El
Remedón consintió con una mueca de resignación y fue a sentarse en el borde
de la cama, junto a Santiago.
–Bien, es hora de celebrar. Traje algo de
comida y algunas cervezas –señaló Dark, sacando de un voluminoso envoltorio
varias cajitas con hamburguesas y papas fritas.
Todos, sin excepción, devoraron el contenido
de los paquetes. Pero quien verdaderamente tenía un hambre atroz, era el pobre
Juan. No desechó nada. Las papas fritas que caían al suelo las recogía y sin
limpiarlas siquiera se la metía en la boca. Todos reían y hacían chistes a sus
expensas, hasta el mismo Santiago.
–Recuerda que no sólo de pan vive el hombre
–le dijo bromeando.
Juan no contestaba. Sólo reía y tragaba. Al
verlo tan desesperado, Raquel, que no podía con su tercera hamburguesa, se la
extendió. Abriendo sus saltarines ojos el joven la aceptó gustoso.
Después de comer se quedaron charlando y
trazando la ruta que deberían tomar al día siguiente. Raquel examinaba
minuciosamente el mapa que había traído Dark. El recorrido era largo y sin
posibilidad de atajos. Ella lo sabía. Por carreteras asfaltadas sólo se podía
tener acceso a La Gran Sabana desde el estado Bolívar, en territorio
venezolano, que es donde estaban, o por Brasil.
–Mañana, una vez que salgamos, en
aproximadamente hora y media o dos, dependiendo del estado de la vía, estaremos
entrando en Puerto Ordaz. De allí sólo a un paso de San Félix, desde donde
tomaremos la vía de Upata. Esa es la mejor parte, después el camino es muy
accidentado, lleno de peligrosas curvas y angostas rectas –precisó Raquel.
–Muy accidentado… Si tú lo dices, te lo
creemos –contestó socarronamente El
Remedón.
– ¡Déjame ver!– pidió Dark retirando
suavemente el mapa de sus manos.
Siguieron hablando un buen rato sobre la
ruta y sus inconvenientes. Santiago se limitada a escucharlos sin proferir
opinión. Cuando surgieron los primeros bostezos, decidieron retirarse a dormir.
Al amanecer, el ex capitán se encargó de
levantarlos uno por uno. El último en hacerlo fue Juan, quien después de la
gran comilona de la noche anterior no quería despegar la cara de la almohada.
Sigilosamente, y sin hacer ruido a fin de no
despertar a la recepcionista que los recibió, fueron abordando el auto. Al
cerrarse la última puerta, Dark encendió el motor y aceleró con tal fuerza que
los neumáticos traseros levantaron una pequeña polvareda y pedruscos que
rebotaron debajo del chasis. Atrás quedó “La boa azul” y aquella mujer que
tanta repugnancia le causaba a Dark.
A los pocos minutos estaban pasando sobre el
puente colgante Angostura, que une a Soledad y Ciudad Bolívar por la parte más
angosta del río Orinoco. De allí en adelante solitarias e interminables rectas
se presentaban ante sus ojos. Todo parecía distante, menos el cielo. A los
lados de la vía grandes rocas pintadas de blanco con enormes letreros que
decían “Cristo viene ya”, “Sólo Cristo salva” y otros mensajes bíblicos
destacaban en el verdor del paisaje. En algunos trechos, pequeñas colinas
cortadas en dos para dar paso a la carretera mostraban su tierra color ladrillo
brillante que al reflejo del sol parecía sangre germinada.
Cerca
de las once de la mañana, ya que perdieron mucho tiempo desayunando, entraban
por el lado norte de Puerto Ordaz. La moderna ciudad, uno de los emporios más
grandes en extracción de hierro y aluminio, estaba a treinta y nueve grados
centígrados sobre cero. El calor era tan insoportable, que el asfalto de la
autopista expelía de sus entrañas un vapor que parecía hervir bajo las llantas
de los autos.
Al salir tomaron rumbo a San Félix, también
llamada Ciudad Guayana, pequeña urbe abarrotada de negocios y mercaderes, así
como de delincuentes, bandoleros de todas las calañas y nacionalidades,
refugiados de desastres naturales de otras regiones marginales del país, y
basura. De allí prosiguieron hacia Upata, Guasipati, El Callao y Tumeremo,
pueblo donde se reaprovisionaron de combustible.
Durante el viaje hicieron pocas paradas.
Habían comprado suficiente agua, galletas, refrescos y el tanque de gasolina lo
mantenían full. Les habían advertido que después del llamado “kilómetro 88”, a
escasos minutos del caserío Las Claritas, no encontrarían ni un solo expendio
de víveres y mucho menos estación de gasolina. Que después de ese caserío había
un pequeño surtidor en el Fuerte Militar Manikuyá en Luepa, en plena Sierra de
Lema, a unos sesenta kilómetros, pero que no era confiable, ya que casi nunca
tenían combustible o cuando lo tenían decían que el despachador no estaba.
Aparentemente con esas excusas pretendían reservarse la gasolina para uso
militar en caso de cualquier contingencia. Así que el surtidor confiable estaba
enclavado cerca de una posada pemón
situada en Los Rápidos del Kamoirán, en plena Gran Sabana, por lo que era
preciso reaprovisionarse a la altura del famoso “Kilómetro 88”, donde existe
uno de los más ricos yacimientos de oro y diamantes del país y centro de
reunión de aventureros, mineros, contrabandistas y forajidos.
Dark no apartaba sus ojos del camino. A su
lado Juan, fungiendo de copiloto, examinaba detalladamente el mapa. Atrás,
Santiago y Raquel dormían uno recostado del otro en el asiento trasero.
Cualquiera los hubiese confundido con dos enamorados que habían planificado una
fuga furtiva al no tener consentimiento de sus padres. Parecían estar hechos el
uno para el otro, pero nada más lejos de la verdad.
Tanto amor hubiese podido ser posible, pero
no en el caso de Santiago. El era un joven diferente a todos los demás. Además,
de su cuerpo pendía una larga cola, aunque ese detalle parecía importarle un
bledo a Raquel.
Aquel muchacho, de rasgos finos y tez
blanca, tan hermoso como un ángel, estaba muy lejos de cualquier tentación
terrenal. Raquel lo sabía, pero se resistía a aceptarlo. La energía que irradia
un corazón enamorado no tiene fronteras ni límites y mucho menos entiende de
razones.
Al filo de las cuatro de la tarde, ahora con
cuarenta grados ardiendo encima del latón del auto, Dark seguía con el
acelerador a fondo.
De un clima pasaron a otro, tan fugaz y
velozmente como se desplazaba el vehículo.
Del calor intolerante, saltaron a la humedad
de la selva. El olor se transformó en prado salvaje. Hojarascas, helechos
derretidos por el tiempo y el fango, que hablaban de sangre y muerte, se presentía
en el ambiente.
Habían pasado por un puesto de control y
vigilancia de La Guardia Nacional instalado cerca de El Dorado, pueblo minero
en cuyas inmediaciones queda una de las más sanguinarias y tristemente célebres
penitenciarías de Venezuela. Estaban apenas a unos noventa kilómetros de la
entrada de las minas de oro de Las Claritas, el más grande yacimiento que se
conocía desde Alaska a Cabo de Hornos, hoy en día explotado por canadienses,
alemanes, aventureros y grandes compañías norteamericanas gracias a concesiones
concedidas por el gobierno venezolano.
Todo, en los alrededores, parecía ser tierra
de nadie, cuyo aroma a muerte, oro y riqueza se palpaba en cada arbusto, en
cada sueño.
– ¿Crees que llegaremos antes del anochecer?
–preguntó Dark a Juan.
–Si, creo que sí. Estamos cerca de Las
Claritas, por Santa Lucía de Inaway… De ahí pasaremos hacia Las Minas de Caolín
–precisó indicando los lugares en el mapa–. Son sitios peligrosos, pero al
franquearlos estaremos mucho más cerca de La Piedra de la Virgen, puerta de
entrada a La Gran Sabana.
A los pocos minutos, tal como lo había
pronosticado Juan, estaban en la periferia de Las Claritas, caserío alineado a
ambos lados de la carretera y lleno de pequeños y destartalados comercios cuyos
letreros advertían “Sólo compramos diamantes”, “Aquí pagamos en dólares”. Otros
decían “La esquina caliente”, “Carne y bebida fresca”, anunciando la venta de
licor y prostitutas. La mayoría de esos negocios, donde circula gran cantidad
de dinero, droga y trueques de los más insólitos, son regentados por
comerciantes árabes que también ofrecen todo un universo de artefactos, que van
desde vestimentas, utensilios de cocina, televisores, lavadoras y hasta armas
de todos los calibres.
Las instalaciones mineras, de donde se
extraen centenares de toneladas de oro en polvo todos los años, están pueblo
arriba, hacia el corazón de la selva.
Al pasar por el caserío aminoraron la
velocidad y silenciosos avanzaron escrutando a los sudorosos y desaliñados
pobladores y mineros que caminaban por las adyacencias. A un lado, cerca de un
negocio de comestibles, vieron aparcado un camión militar de la Tercera
Compañía del Destacamento de Fronteras, cuyos soldados, todos armados con
fusiles-ametralladoras, les devolvieron la mirada mal encarados.
Después de hacer una pequeña pero tediosa
cola de autos, rellenaron el tanque en la estación situada en las afueras del
Kilómetro 88. El único que se bajó para estirar un poco las piernas fue Juan,
aunque no se apartó ni medio metro del auto. Pronto reiniciaron la marcha.
Al pasar por un largo túnel natural formado
por enormes y frondosos árboles que se unían en arco en su cima, el día de
pronto oscureció a su paso. Mientras el auto avanzaba a toda velocidad,
millones de pequeñas mariposillas, tan blancas como la nieve, que salían de las
profundidades de la selva se cruzaron a su paso por el negro asfalto. Al salir,
otra vez el cegador y agobiante sol les encendía la vía.
Dark estaba seducido por aquella vegetación
salvaje e indómita que mordía los bordes de la carretera como queriéndola
devorar para devolverla a la selva de la que había sido arrebatada.
Al ver un claro, aminoró la marcha y detuvo
el auto en el borde del camino. Al no percatar peligro alguno se apeó.
No lo hizo por nada banal, menos para
deleitarse con la naturaleza que tenía frente a él, aunque esta fuese
maravillosa. Una necesidad fisiológica que estaba a punto de hacerle estallar
la vejiga lo obligó a detenerse.
Antes de meterse entre los arbustos le pidió
a Juan que se quedara dentro del auto y esperase su regreso.
Caminó hacia un farallón, apartó unas ramas
y se adentró unos cuantos metros. Al sentirse sólo y lejos de miradas curiosas,
deslizó la cremallera, metió la mano en sus calzones y la volvió a sacar. Con
suspiro de liberación, empezó a vaciar el saco.
Como si se tratase de aparecidos, de las
entrañas del follaje salieron tres hombres que más que seres humanos parecían
bestias.
– ¡Hola, puedo ayudarles en algo! – atinó a
decir Dark mientras se subía la bragueta.
– ¡Claro, hombre! –exclamó un negro tan
inmenso como el miedo que tenía grabada en la cara una cicatriz que le partía
la frente en dos. En su mano sostenía un chopo,
viejo fusil de cacería calibre 12, cuyo impacto es letal a cien metros de distancia.
A su izquierda, un desgarbado pelirrojo que
no dejaba de esbozar una estúpida sonrisa, levantaba amenazante una vieja Colt
45. Al lado de éste, un viejo, que algún día tuvo que ser granjero debido a su
raído sombrero pelo e´ guama, sostenía
una morocha, escopeta de dos tiros
que de un solo disparo puede acabar con un tigre.
Dark no se inmutó. Se limitó a observar sus
actitudes y movimientos, aunque intuía qué se traían entre manos.
– ¿Qué anda usté buscando por esto lares?... Este sitio es peligroso, más
para extranjeros o estúpidos forasteros –señaló con tono amenazante el más
pequeños de ellos blandiendo como loco la morocha.
– ¿Qué quieren?… Yo no tengo dinero, ni nada
de valor –espetó en tono seco Dark.
– ¡Huyuleeé!… Éste gringo cree que somos pendejos… ¡Usté tiene mucho oro, cabrón! –rumió uno de los forajidos
poniéndole la Colt a la altura de la sien.
– ¿Usté
no anda solo, veldá?… ¿Dónde está lo’
otros? –preguntó mal encarado el negro.
– ¡Vamos pá
la carretera!… ¡Ahí deben de está! –alentó el viejo haciendo señas
hacia arriba con la escopeta.
John Dark había sido sorprendido por los gents, una especie de ex mineros que,
defraudados por la mala suerte o timados por las grandes corporaciones mineras,
se internaron en las montañas para asaltar a los que trasladaban su cargamento
de oro por la selva o al primero que se les atravesase, tanto de día como de noche.
El oro y la frustración de no poseerlo, los había convertido en brutales asesinos.
Los bandoleros, con Dark al frente,
comenzaron a subir la loma hacia la carretera.
Debido a la demora, Juan había decidió ir en
su busca. Antes de bajar del auto sacó del compartimiento de guantes la
Browning que Dark había dejado allí.
En el puesto trasero, como si el mundo no
existiese, Raquel y Santiago seguían durmiendo uno recostado del otro.
El flacuchento joven se desplazó entre los
arbustos, pero no escuchó ni vio nada, aunque percibía que algo anormal estaba
sucediendo. “Orinar no se lleva tanto tiempo. ¿Qué habrá pasado?... ¿Dónde se
metió Dark?”, se preguntaba.
Cauteloso comenzó a bajar la pendiente sin
hacer ruido.
El sonido de ramas rotas y pisadas, lo
alertó. Se escondió tras unos matorrales y apartó unas ramas para poder
observar. A un lado, subiendo la cuesta, vio a Dark caminando delante de los
tres forajidos que le apuntaban sus armas en la espalda.
Agazapado, espero a que llegasen cerca de
donde estaba. Apenas pasaron, salió sin hacer ruido y se colocó justo detrás de
ellos.
– ¡Alto!... ¡Tiren sus armas!... ¡Ni se les
ocurra voltear si no quieren morir! –ordenó.
El pelirrojo hizo un movimiento tratando de
girar hacia el sitio de donde provenía la voz.
Juan, sin pensarlo dos veces, disparó el
arma. La bala fue a dar cerca de los talones del bandido, por lo que se quedó
tranquilo.
– ¡Es un chamo
y está solo! –alertó el viejo de la escopeta–. No podrá con toítos nosotros… ¡Acabemos con er! –rumió incitando a los otros.
Juan se movió ágilmente y sin hacer ruido
hacia su izquierda.
– ¡No está sólo!… ¡Somos cuatro!…–dijo
fingiendo una voz grave, que no parecía la suya, e hizo otro disparo–. ¡Volteen
y será lo último que verán! –amenazó mientras retornaba a su posición inicial
temblando de pies a cabeza.
Dark permanecía con los dos brazos en alto.
Por el tono, sabía que Juan había fingido la voz y que estaba asustado. Que
pronto los malhechores de la montaña se percatarían de ello e intentarían algo
desesperado. Debería actuar, y pronto, si no quería morir a manos de esos
desalmados.
– ¡Tiren sus armas y levanten las manos!
–volvió a exigir Juan recobrando su voz.
Cuando estaban a punto de hacerlo, Juan
resbaló y cayó hacia un lado despidiendo un angustiante grito de dolor.
Instintivamente los hombres voltearon y
accionaron sus armas hacia el follaje, pero no vieron a nadie.
El
Remedón quedó boca arriba sobre unos arbustos y apenas alcanzaba a vérsele
el cañón de la pistola, la cual aún permanecía en su mano pese a la brusca caída.
Aprovechando la confusión, Dark se inclinó y
sacó el arma que tenía escondida debajo de la bota del pantalón justo en el
momento que el negro corpulento giraba hacia él.
– ¡Estás
muelto desgraciao! –le grito con
diabólica maledicencia el forajido.
Fue lo último que dijo. El fulminante
disparo de Dark cerró por siempre su boca. Los otros dos, confundidos, huyeron
hacia la selva y desaparecieron entre un enjambre de lianas y cañaverales.
– ¡Juan!... ¡Dark!... ¿Qué está pasando? –se
escuchó desde lo alto–. ¿Me oyen?... ¡Contesten, por favor!
Era Raquel, quien al escuchar las
detonaciones despertó y fue en busca de sus compañeros.
– ¡Aquí, Raquel!… ¡Espéranos dónde estás que
vamos subiendo! –gritó el ex capitán mientras ayudaba a Juan a incorporarse.
Después que lo sacó de entre los arbustos,
le quitó el arma de la mano y comenzaron a subir.
–Fue una magnífica treta… ¡Gracias por
ayudarme! –señaló agradecido–. Eres muy valiente… Fue grandioso, jamás me
hubiese imaginado que eso sucedería –dijo dándole palmaditas en el hombro–.
Tienes muy buena puntería… ¿Dónde aprendiste a disparar? –preguntó refiriéndose
al tiro que le hizo al grandullón pelirrojo cerca del pie.
– ¿Buena puntería? –contestó extrañado y aún
temblando El Remedón–. ¡Le apunté al
cuerpo y la bendita bala se clavó en la tierra!
Ambos echaron a reír y comenzaron a remontar
la pequeña pendiente. Dark sonreía y movía incrédulo la cabeza.
El ex veterano volvió a ponerse frente al
volante. Juan, con el cuerpo virado hacia el asiento trasero, contaba a Raquel
y a Santiago, entre risas y bromas, la hazaña vivida momentos antes.
El camino era largo y el calor de un húmedo
aletargante, por lo que después de escuchar la aventura de Juan, los dos
jóvenes volvieron a quedarse dormidos.
–Descansa un poco tú también para que estés
fresco cuando te toque conducir –recomendó Dark al ver que Juan comenzaba a cabecear.
– ¡Sí, lo haré! –contestó luego de un
prolongado bostezo.
Subían por la Sierra de Lema. Ya habían
sobrepasado La Piedra de la Virgen, El Abismo, El Monumento al Soldado Pionero
y el Murey-Tepuy. Se desplazaban cerca del desvío a Kavanayén, donde pasa el
río Tarotá, en las inmediaciones del pequeño aeropuerto de Luepa. Todo iba de
acuerdo a lo planeado. Ningún otro problema. Un paisaje de cuentos de hadas se
abría a cada lado de la carretera. El gigantesco Roraima estaba arropado por un
tropel de nubes por lo que apenas la silueta de su cima podía distinguirse en
la lejanía.
Pronto llegaron a los Rápidos de Kamoirán,
en el kilómetros 171 de La Gran Sabana. Dejaron la carretera principal,
cruzaron a la derecha y se adentraron unos pocos metros. Ahí estaba el salvador
surtidor de gasolina, el cual era atendido por un joven indio pemón. Al fondo, una hermosa posada,
cabañas con techos tejidos de palma moriche y paredes de piedras de río, un
restaurante, baños y los saltos, cuyo susurro apenas se escuchaba desde allí. A
no ser por el pemón que atendía el
surtidor y otro que se veía en los alrededores, el sitio parecía estar
desierto, pero no era así. Todos estaban en sus chozas descansando u ocupados
en los quehaceres propios de la vida cotidiana. Mientras Dark se reaprovisionaba
de combustible, Raquel y Juan se bajaron y fueron a los baños. Inmutable,
Santiago permanecía aparentemente dormido en el puesto trasero.
Retomaron el camino y al recrearse ante sus
ojos el paradisíaco asentamiento pemón
Uroy Uaray, Santiago automáticamente despertó. En su mirada se percibía un gozo
interior indescriptible. Su rostro pálido había recobrado el fulgor de los días
precedentes.
– ¿En qué piensas? –preguntó Raquel al verlo
con la vista perdida hacia el infinito horizonte.
–En la Tierra Nueva –afirmó sin voltear a
verla–. Recuerda siempre que el significado de la vida lo hallaremos al
explorar dentro de la inocencia de nuestro Dios interior.
– ¡Miren! –exclamó Juan después que el auto
salió de una pequeña pendiente y ante sus ojos vio una inmensa sabana plena de
paz–. ¡Nunca había visto algo tan hermoso!... Es fascinante… ¡Seguramente aquí
es donde hace la siesta Dios! –afirmó hechizado, restregándose los ojos.
Santiago lo observó con ternura, pero calló.
Él sabía cosas que no le estaban permitidas revelar, no obstante se asombró con
la ocurrencia de Juan, su apóstol y amigo.
–Sí, Juan, esto es un paraíso… Lo mejor que
he visto –aprobó Raquel–. Figúrate que el primero que vino para acá fue un
español y le gustó tanto, que llamó a esta inmensa llanura La Gran Sabana.
Raquel estaba en lo cierto. Su nombre se le
debe a Juan María Mundó Freixas, un fornido agente viajero catalán, que al ver
por primera vez aquel paisaje extraordinario, quedó tan extasiado que después
de hincar rodilla a tierra y rezar un padrenuestro, besó el suelo y bautizó a
la región con el nombre de La Gran Sabana.
A los pocos años de su arribo de España, en
las postrimerías del año 1918, Mundó Freixas dejó todo y se convirtió en
explorador y minero y nunca más se apartó de esa tierra encantada, la cual,
decía, “no sólo nos da fortuna”, refiriéndose al oro y los diamantes, que lo
hay a todo su largo y ancho, “sino porque nos proporciona un encuentro con
Dios”. Mundó nunca más regresó a España y murió en la tierra que amó. “¡Estoy
en el paraíso y nunca más saldré de él. Dios me ama!”, les escribía a sus parientes
en la Madre Patria.
A través de aquel fascinante paisaje,
moteado por pequeños oasis de morichales
que parecían óleos pintados por una mano divina, recorrieron unos ochenta
kilómetros deslumbrados ante tanta belleza. Ninguno de ellos, a excepción de
Raquel y Santiago, había estado jamás allí.
Como para darles la bienvenida, el cielo se
había despejado casi totalmente y altivos tepuyes
abrigados por blancas nubes se divisaban en la lontananza. Entre ellos el
majestuoso Roraima, el más alto y misterioso de todos los tepuyes, el Kukenán, llamado Monte de los Suicidios, y el
Ilú-tepuy. Este último, según cuenta la leyenda fue lo que quedó del tronco del
Árbol Madre, un gigantesco y frondoso árbol que con sus ramas rozaba el cielo y
que estrepitosamente se derrumbó el mismo día en que los romanos crucificaron a
Jesucristo a muchos miles de kilómetros de distancia de allí. Al caer, sus
ramas formaron lo que es hoy la selva del Amazonas.
Todos observaban callados. Raquel rompió el
silencio.
–Según los indígenas los tepuyes son pirámides etéreas que actúan como portales dimensionales
–refirió a los demás.
Y ciertamente era así, habitada por los
intuitivos indios pemones, en su casi
totalidad, e indígenas arekunas
tuarepanes y kumaragotos, toda La Gran Sabana es un refugio
espiritual y energético cuyo magnetismo escapa a toda lógica humana o científica.
Gracias al cielo, su cultura ancestral aún no ha sido contaminada por la mal
llamada civilización y su virginal pureza se mantiene casi tan incólume como en
el principio de los tiempos.
–Dime, mi bella sabelotodo, ¿El Salto Ángel,
está cerca, verdad? –preguntó curioso El
Remedón.
– ¡Gracias por lo de bella! –exclamó
abriendo sus expresivos ojos mirando a Santiago para que él también se fijase
en lo hermosa que era–. No amigo mío, es por aquí, pero no está tan cerca. Y ya
que me dijiste sabelotodo, te diré que El Salto Ángel es la catarata más alta
del mundo y fue descubierta por el aviador y buscador de tesoros Jimmy Ángel,
quien quedó estupefacto cuando desde su avioneta Ryan Flamingo vio aquella gigantesca caída que parecía desprenderse
del Auyantepuy y enterrarse en las profundidades de la selva.
–Profundidades de la selva… ¿El Auyantepuy?
–repreguntó El Remedón, de ahí el
sobrenombre que le endosaron sus amigos por estar repitiendo siempre o casi
siempre la última frase o palabra que escuchaba–. ¿Y qué es el Auyantepuy?
–Es el tepuy
más grande de todos, Juan. Por aquí hay más de cincuenta, pero ese es el más
extenso y en su cima nace el Salto Ángel. Figúrate que dicen que Jimmy Ángel
quedó tan impactado, que se olvidó de la búsqueda del oro y comenzó a explorar
aquella caída de agua que se iniciaba a casi un kilómetro desde lo alto
–refirió en tono académico Raquel.
El Auyantepuy es considerado el Olimpo de
los Dioses de los indígenas Arekunas, aunque su traducción verdadera es Montaña
del Diablo porque dicen que en su cima se encuentra la casa de los Mawariton,
espíritus malignos y de Tramán-Chitá, el ser supremo del mal.
Aunque Ángel apenas fue el primer occidental
en ver aquella maravilla que los pemones llaman
“Churún Merú”, desde que hubo vida en el planeta sus aguas caen y seguirán
cayendo misteriosamente y con la misma intensidad, desde la Morada de las
Divinidades Presentes, según otra leyenda indígena.
Dicen que sus aguas vienen benditas del Rayo
Cielo y que en su caída se escucha el susurro de los planetas y el universo,
que en un rugido ininteligible, únicamente escuchado por Los Elegidos, se presiente
el Ommmmm, la voz de Dios, su saludo.
Estaba cayendo la tarde en La Gran Sabana.
El sol se convirtió en un huevo frito a punto de quemarse. Más frescos, dentro
del auto todos hablaban con brío. Los kilómetros eran devorados por la
velocidad, con la misma rapidez que los insectos se suicidaban al estrellarse
contra el capó y parabrisas del auto.
De pronto comenzó a llover. Dark aflojó el
acelerador, ya que el camino se puso resbaladizo. En ese momento Raquel comenzó
a cantar una vieja canción pemón,
pero en castellano.
–Lluvia
de Dios… Lluvia de amor… Bendición del cielo… Lágrimas que germinan la semilla.
Nuestro pan y nuestro amor y a la tierra das vida y verdor… Lluvia de Dios,
lluvia de amor…
–Hermosa canción… ¿Dónde la aprendiste?
–preguntó Santiago.
–Me la enseñó un abuelo pemón la última vez que estuve por aquí –contestó risueña y siguió
cantando.
– ¿Qué significará pemón? –soltó de pronto Juan, quien estaba pensativo y admirando el
paisaje a través de la ventanilla del auto.
–Tú amiga, “la sabelotodo” –subrayó Raquel
dejando de cantar–, lo sabe también, pero no te lo voy a decir.
–No te lo voy a decir, ja… –remedó, pero
enseguida juntó las dos manos en forma de oración a la altura del pecho y en
tono suplicante, expresó–: Anda Raquel, por favor, dímelo.
– Es fácil, Juan…–dijo la muchacha cediendo
a sus requerimientos–. Los indígenas no son nada complicados… Pemón quiere
decir una persona y pemones, varias personas… ¿Simple, verdad?
– ¡Simple!... Más de lo que creía… Jamás me
lo hubiese imaginado –reconoció Juan con una mueca de asombro.
Cuando lo consideró oportuno, Dark encendió
las luces del auto. La lluvia había cesado y la noche estaba por caer, aunque
una luna llena, tan inmensa que abarcaba tanto cielo que parecía que en algún
momento se iba a desprender, casi no hacía percibir la diferencia entre la
noche y el día.
Muy atrás habían dejado al pequeño puente
sobre el río Kama, que, al igual que casi todos los demás ríos de La Gran
Sabana, alimenta al caudaloso Caroní. Después pasaron por el Mirador Irú-Tepuy,
el Nak-Piapo y el Valle de Kuravera.
En las inmediaciones del Arapán Merú,
llamada también Quebrada Pacheco, Santiago le indicó a Dark que estaban por
llegar. Que antes de arribar al poblado de San Francisco de Yuruaní, un
asentamiento de indígenas pemones,
llamado por ellos Kumarakapay, le diría dónde detenerse.
A baja velocidad recorrieron aproximadamente
otros cinco kilómetros. Todos estaban atentos a la señal de Santiago.
Al pasar sobre el puente del Salto del Río
Yuruaní escucharon a lo lejos una bandada de pájaros con cola de tijera que
iban en busca de sus nidos. A su izquierda, gracias al cielo claro y abierto,
aún podía verse a la distancia el imponente Roraima cubierto de nubes y
misterios, en cuya alucinante cima reposa El Valle de los Cristales, El Foso,
El Laberinto, Las Cuevas-hoteles, el Lago Gladys y la Proa.
Cerca de un paraje donde se alzaba un pequeño
bosque de moriches, especie de
palmeras de mediana altura que crecen en ciénagas y cerca de los ríos, Santiago
pidió que detuviesen el auto.
Dark se orilló, apagó las luces y desactivó
el encendido del motor.
Apenas eran las seis y media de la tarde y
la carretera estaba completamente desierta. No se escuchaba ruido de motores de
autos o camiones transitar por el lugar. Sólo las aguas del Yuruaní, las cuales
se percibía muy cerca, rugían plenas de vida.
– ¡Es aquí! –señaló Santiago–. Por favor
ayúdenme a bajar.
Raquel fue la primera en salir en su
auxilio. El Iluminado le pasó el
brazo sobre los hombros y se apoyó en ella para caminar.
–Llévame hasta aquel lugar y luego regresa
con los demás –pidió indicando un claro a unos sesenta metros sabana adentro.
Raquel obedeció sin preguntar y en silencio
bajaron por el pequeño desnivel entre cientos de luciérnagas que parpadeaban
delante de ellos alumbrándoles el camino.
Aquel paraje despedía un inconfundible olor
a sándalo y laurel que parecía brotar de lo profundo de la tierra.
Al llegar cerca de una tupida pared de
arbustos, la cual indicaba el final del sendero, Santiago se detuvo.
–Este es el sitio… ¡Déjame y regresa!
–requirió con serenidad.
La joven le dio la espalda y obediente se
dispuso volver. Luego de pocos pasos se detuvo. Su mente era un torbellino de
interrogantes e indecisiones. No estaba segura si seguir adelante, regresar o
quedarse ahí, estática, clavada en la tierra. Su corazón latía con fuerza y
desesperación. Suspiró profundamente y, en un soplo, dio vuelta atrás y corrió
hacia donde había dejado a Santiago, lo abrazó y con temblorosa emoción robó un
beso de su boca.
El predicador no pronunció palabra, sólo la
acarició para apartarle unos rizos que caían sobre sus azules y radiantes ojos.
– ¡Qué Dios te bendiga Santiago!... ¡Te
amaré hasta la eternidad, amor mío! –exclamó conmovida y lo soltó para volver
hasta donde la esperaban Dark y Juan.
Dos brillantes lágrimas rodaron sobre sus
mejillas mientras avanzaba hacia la carretera. Al llegar, estaba ahogada en
llanto.
Raquel se sentía destrozada. El hombre que
había amado en silencio durante tanto tiempo se iba, quién sabe dónde y porqué.
En lo profundo de su corazón sabía que nunca más lo volvería a ver. Que el amor
de su vida se había ido y con él parte de su vida.
Al estar solo, Santiago se arrodilló y
extendió sus manos al cielo, como queriendo agarrar al infinito. Así estuvo por
instantes imprecisos.
De lo más profundo del universo se proyectó
una luz blanca llameante que iluminó la oscura pared de arbustos, la cual
pronto se abrió ante los ojos estupefactos de Raquel, Dark y Juan, quienes
observaban desde la carretera.
De aquel enclave mágico, entre el vuelo de
miles de pájaros con colores de arco iris, salieron más de media docena de
hombres semidesnudos y con cola, igual a la de Santiago, y fueron a su
encuentro.
Con esfuerzo, el joven predicador se
incorporó y corrió hacia ellos. Al encontrarse se abrazaron con paz sublime y
juntos regresaron por aquel paraíso de donde habían salido y desaparecieron en
la espesura.
Raquel lanzó un ahogado suspiro y agitó la
mano en alto a manera de despedida.
– ¡Te amaré eternamente! –susurró entre
labios secando su última lágrima.
Pasados algunos segundos, la luz fue
desapareciendo lentamente y todo regresó a la normalidad, aunque ahora las
miles de estrellas suspendidas en aquel cielo despejado resplandecían con mayor
fulgor.
Raquel, Dark y Juan se miraron la cara
atónitos, sin poder salir de su estupor.
La primera en reaccionar fue Raquel, quien
le pidió a Dark que encendiese las luces altas del auto.
Luego los reunió con ella delante de los
faros y extrajo de la cartera el manuscrito que le había entregado Santiago.
Rasgó las ataduras y se sentó en el suelo, cosa que imitaron los otros dos. Tomando
una gran bocanada de aire, les dijo que ese era el legado de Santiago, el cual
ella juró divulgar por el mundo. Aseveró que su contenido no lo conocía y que
esa sería la primera vez que lo iba a leer.
Dark y El Remedón esperaron a que Raquel
quitase la última cinta del fajo y que desplegara el escrito ante los faros del
auto. Apenas terminado, en voz clara, la joven leyó:
Estos son
designios del Señor. Diez fueron los Mandamientos, diez las profecías:
1) Lo que es de
la tierra a la tierra volverá. Pero será purificada. Lavada con las aguas
provenientes de un prediluvio –lluvias, deshielos,
ciclones, terremotos, huracanes de piedras, maremotos, tsunamis y tifones– centralizado en zonas urbanas. Grandes
ciudades serán desoladas y el cemento y el hormigón con el que fueron
construidas las edificaciones, puentes, carreteras y todo lo que se le asemeje,
será arrasado y volverá a reintegrarse con el suelo para volver a ser parte de
la naturaleza de la cual germinó.
2) Entre la gente deambularán seres como zombis y sin
voluntad, anunciando otra de las pestes que se avecinan. La muerte será una
bendición, ya que los que sobrevivan a ella estarán condenados al doloroso e
implacable castigo eterno.
3) El Sida mutilará genéticamente a más de un tercio
de la población mundial por diez generaciones diez, tiempo luego del cual todos
los hombres y los descendientes de ellos que tuvieron el gen en su ser, no
podrán nunca más procrear mientras exista vida en la Tierra.
4) Una gran guerra asolará a la Tierra convirtiendo al
planeta azul en rojo carmesí. Durará diez días cien y ya no habrá pájaros ni
animales conocidos sino que nacerán otros después del holocausto. Sólo los más
fuertes subsistirán. Entre ellos murciélagos, insectos, peces y diez millones
diez de seres humanos, quienes recomenzarán a labrar sobre el pasado viendo el
presente y sin pensar en el futuro.
5) El vicio y el materialismo voraz será desterrado
por siempre para dar paso al nacimiento de la virtud pura y al pensamiento
espiritual.
6) Otra purificación impensada e inimaginada por los
sabios y los pensadores caerá con dolor lacerante sobre los hombres viles, pero
no tocará a los humildes y puros.
7) Ni niños, ni ancianos de buena fe, serán perturbados,
ya que desde el universo sobre sus cabezas caerá un manto andrajoso, símbolo de
la verdad pura y absoluta, que cubrirá sus rostros como señal divina y para que
no observen el castigo celestial a la maldad. El que osase quitarse el velo
verá, pero será condenado de inmediato por maldecir su fe y provocar la ira de
Dios.
8) El hombre entenderá que el amor no es sólo un
sentimiento, sino un destello de nuestra propia divinidad.
9) Mil millones mil vivirá la humanidad en paz en el
Edén de la Tierra Nueva.
10) Cuando todo haya pasado, el universo se desgarrará
para abrir a los ojos del hombre la imagen del Creador y los misterios del
espacio y del tiempo, las líneas de la luz y el sonido, las cuales podremos
mover, domeñar y atrapar en nuestras propias manos. No existirá el silencio en
la mudez de los pensamientos, sino voces de gloria, que inundarán con su
belleza y felicidad al nuevo mundo.
Santiago, El Elegido de Dios para la Tierra
Nueva.
Después de leer aquel texto, alentador y
aterrante a la vez, sin comunicárselo siquiera, como impulsados por una fuerza
divina, los tres se dirigieron hacia el claro donde estuvo arrodillado Santiago
y se echaron sobre el pasto boca arriba, muy callados, y fijaron la vista al cielo.
Sólo el latido de sus corazones y lo
profundo de su respiración se escuchaba ahora en La Gran Sabana.
**************************
La aventura continúa
en
La
estrella perdida
(Segunda novela de la trilogía El Papiro)
(Segunda novela de la trilogía El Papiro)
y termina en
La ventana de agua
(Tercera novela de la trilogía El Papiro).
La ventana de agua
(Tercera novela de la trilogía El Papiro).
La estrella perdida
Sinopsis
Un grupo de arqueólogos descubren en unos viejos papiros el misterio de La
Vera Cruz, la cruz de la crucifixión de Cristo, que se hallaba perdida desde su
muerte. Los escritos revelaban que los esenios, hermandad de la que formaba
parte Jesucristo, la habían llevado y escondido en la cima del enigmático Kukenán,
el llamado Tepuy de los Muertos, en La Gran Sabana, al sur de Venezuela. Divor
Klaus, un avezado antropólogo y aventurero, parte a buscarla porque los rollos
revelaban que se materializaría a las tres de la tarde del Domingo de Resurrección
de ese año. La Santa Sede, apoyada por los Dei Pax, un grupo de sicarios al servicio
de la Iglesia, va tras su pista, pero se topa con un místico secreto: el nacimiento
en la tierra de los Nion, una especie de niños ángeles con poderes celestiales
y guardianes de ancestrales misterios divinos. Intrigas y confabulaciones se
apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece
la alineación del Triángulo Divino, suceso que devela nuevas y tenebrosas
profecías para la humanidad.
La ventana de agua
Sinopsis
Libros
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