domingo, 1 de julio de 2012

LA ESTRELLA PERDIDA - Cuarta entrega

   A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de esta novela que forma parte de la trilogía de El Papiro, cuyo primer libro terminé de editar el pasado miércoles 8 de junio, pero si no lo ha leído y desea hacerlo, lo encontrará en su totalidad en el archivo del blog. La estrella perdida consta de 267 página word divididas en treinta y tres capítulos, por lo que la semana final publicaré los tres últimos. Al terminar La estrella perdida y a fin de concluir con la trilogía, editaré bajo el mismo procedimiento La ventana de agua, la tercera novela de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.



Sinopsis

   Un grupo de arqueólogos pertenecientes a la Cofradía del Omne Verum, reconocidos estudioso de los papiros de Getsemaní y de Jerusalén, descubren el misterio de la Vera Cruz, la cruz de la crucifixión de Cristo, que se hallaba perdida desde su muerte. Los escritos revelan que los esenios, hermandad de la cual formaba parte Jesucristo, la habían escondido en la cima del Kukenán, el llamado Tepuy de los Muertos, en La Gran Sabana, al sur de Venezuela. La Santa Sede, apoyada por los Dei Pax, un grupo gangsteril al servicio de la Iglesia, busca apoderase de ella, pero se topa con otro gran secreto: la aparición en la Tierra de los Nion, una especie de niños ángeles, quienes nacen asexuados. El doctor Aristócrates Filardo, un psiconeurólogo español de fama mundial, advierte que los Nion o Elegidos de Dios, tienen un par cromosómico muy diferente al de los humanos y que en una de sus células se observa una microscópica cruz brillante. Entre tanto, en una cueva subacuática de Las Cascadas del Ouzoud, en Marruecos, otro arqueólogo de la Cofradía del Omne Verum halla el enigmático Cuarzo de María Magdalena. En sus aristas la piedra tiene grabada una extraña inscripción con los códigos de la alineación del Triángulo Divino, el de la Santísima Trinidad, donde se revelarán nuevas e impresionantes profecías para la humanidad.
   Intrigas, muertes y confabulaciones se apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece la alineación del Triángulo Divino.






Caps. 16 al 20.


16

   Como venido de lo profundo del Kukenán, una ráfaga de viento húmedo que traía en sus entrañas escarchas de la inmensa cascada que brota del vientre del tepuy, golpeó con furia el rostro de los dos pemones y del ángel que fue en su ayuda.

Las alas de Santiago se movieron impertinentemente. Con divino movimiento resguardó parte de su blanco rostro en el cálido plumaje interior. Tambaleante Luis Rafael se abrazó a Juan Diego para evitar desplomarse sobre el accidentado suelo rocoso.

− ¿Qué está pasando?... ¿De dónde viene tanta cólera?… ¿Por qué la naturaleza está disgustada? −preguntó sobresaltado Luis Rafael mientras sujetaba contra el pecho el sombrero de ala ancha que le entregó el llegado del cielo para que se lo sostuviese.

−No te atemorices… El miedo nubla mente y razón, amigo mío… La naturaleza nada tiene que ver con esto… Más bien será nuestra aliada cuando el Señor así lo disponga −afirmó para aplacar la angustia del inquieto pemón−. No teman, yo los protegeré −agregó manso.

El ímpetu de la cascada, cuyo rugir momentos antes se escuchaba lejano, ahora estaba cerca, tan cerca que podía olerse. Parecía que el enloquecido caudal que se desprendía hacia la libertad desde más de seiscientos metros de altura, pronto les caería encima.

Aterrorizado Luis Rafael escrutaba entre las rocas en busca de cualquier, resquicio o filtración que le hiciese intuir que desde allí podrían abrirse paso los grandes torrentes de agua que escuchaba, pero nada. Ni una gota. El suelo estaba seco y yermo, como cuando habían llegado.

−Estén tranquilos, Dios está de nuestro lado −exhortó Santiago dirigiendo la mirada al cielo, el cual ahora estaba teñido de negro azabache, mucho más intenso que en los minutos precedentes.

Juan Diego aferró con fuerza la Biblia y dio de nuevo a Luis Rafael la cruz que le devolvió cuando Santiago fue hacia ellos.

−Tengan fe, amigos, y obren bien, porque la fe sin obras no vale nada −dijo Santiago con aplomo a fin de imprimirles confianza.

−Contigo estamos tranquilos. Nos das paz y seguridad. ¿Verdad Luis Rafael? −afirmó volteando hacia su compañero.

Éste no parecía haberle oído. El miedo lo paralizó de tal forma que semejaba una estatua.

−Si crees que Dios es uno, bien haces. También los demonios creen y tiemblan −manifestó el joven ángel mientras estiraba el brazo y dejaba reposar suavemente su mano sobre el hombro de aquel hombre que se sofocaba en los oscuros laberintos de su mente.

El Kukenán o Matawi- Tepuy, que en lenguaje indígena significa si me subes te mueres, estaba haciendo honor a su tétrico nombre. No sólo por la desaparición de Divor Klaus en el profundo precipicio donde había caído, sino por todos los extraños acontecimientos que estaban sucediéndose desde el mismo instante en que los expedicionarios pisaron la cima.

Galopes infernales comenzaron a escucharse en el cielo. Semejaban truenos nacidos en las pezuñas de bestias del infinito. Juan Diego, quien hasta ese momento estuvo firme, tembló de pies a cabeza. Luis Rafael parecía estar ausente, muy lejos de aquel endemoniado lugar.

−No teman… Los protegeré −ratificó Santiago y en movimiento sutil desprendió el escudo que tenía terciado entre hombros y alas y desenvainó la larga y afilada espada.

− ¿Están regresando? −preguntó El Místico recuperado de la impresión.

−Si, pero vienen con mucha furia… Traen consigo Las Carrozas de la Oscuridad.

− ¿Qué son esas carrozas?... ¿Ese ruido se debe a los truenos o a esas cosas que tú dices? −indagó Juan Diego.

−Carrozas tiradas por terribles bestias del inframundo… Son tan grandes como un barco carguero y en su interior llevan lanceros del odio y la peste −precisó Santiago afianzando en su brazo el escudo.

−Ahora si me estás asustando Ángel Santiago… ¿Qué debemos hacer? −preguntó al tiempo que se hacia el signo de la cruz.

−Ustedes nada… Nada podrían contra ellos… Es mi trabajo −dijo dirigiendo su mirada hacia Luis Rafael, quien como por arte de magia volvió del letargo que lo tenía subyugado.

−Me gustaría ayudar −expresó decidido el pequeño pemón que pocos segundos antes parecía estar vagando en la nada.

−Es mi tarea, Luis Rafael… Ustedes cuídense uno al otro y eviten mirar de frente y en los ojos a esas criaturas… Aunque no puedan tocarlos, tienen el poder de meterse en sus mentes y ordenarle cosas…

− ¿Hipnotizarnos? −interrumpió alarmado Juan Diego.

−Bravo, amigo… Así es… Y después juegan con ustedes un tiempo hasta que se fastidian…

− ¿Juegan?… ¿Esas bestias juegan? −interrogó ingenuamente Luis Rafael sin dejarlo concluir.

−Si… Pero son juegos infernales… Cuando se aburren los obligan a matarse unos con otros… Se divierten viéndolos balancear en los bordes del precipicio antes de dejarlos caer −explicó, no para asustarlo, sino para prevenirlos y no olvidar sus advertencias−. Los incitan al suicidio porque saben que irán al infierno, a arder junto a ellos e integrarse a su ejército de demonios… Los fuerzan a hacer cosas terribles y hasta no verlos muertos no se tranquilizan.

De pronto los truenos cesaron. Un silencioso frío invadió el Kukenán. Santiago volvió a mirar hacia el cielo y escrutó la oscuridad. Nada se movía. Nada se percibía a la distancia. Siquiera aquellos negros nubarrones que segundos antes estuvieron danzando de un lado a otro se movían.

− ¿Se han ido?... ¿Están concediéndonos una tregua?

−No, ninguna tregua y tampoco se han ido… Están escuchando. Escuchando lo que decimos −afirmó en voz queda el ser venido de las alturas.

− ¿Cómo pueden escucharnos desde tan lejos? −indagó Luis Rafael en susurro tan apagado que apenas Santiago y Juan Diego podían oírlo.

− ¡Y también nos están mirando!… El diablo tiene sus mañas, pero yo lo venceré −afirmó pausado y luego, con grito celestial y ensordecedor, retó−: ¡Vengan demonios!... ¡Prueben el filo de la espada de Dios y del Espíritu Santo! −sentenció levantando en alto la reluciente espada cuya punta comenzó a brillar envuelta en áurea de luz blanca incandescente.

Enseguida los truenos volvieron a escucharse con mayor estruendo. Las Carrozas de la Oscuridad y sus bestias hambrientas de muerte parecían cabalgar desbocadas sobre peñascos de acero.

A lo lejos, como acompasando aquel cortejo diabólico, tambores lacerantes descargaban pavorosos acordes de ultratumba. Bufidos de animales infernales y relinchos de muerte y dolor desgarrado se oían cada vez más cerca.

Juan Diego comenzó a hurgar en los bolsillos traseros de su pantalón. Buscaba algo pero no lo hallaba. De pronto una coloreada estampita con una hermosa y guerrera imagen de San Miguel Arcángel apareció en sus manos. La lámina brillaba a través del plástico protector con la que la recubrió a fin de protegerla del desgaste natural.

Un olor a azufre calcinado y putrefacto contagió toda la atmósfera. Santiago estaba alerta. Sabía que los seres demoníacos pronto se materializarían ante sus ojos.

−Ya están aquí −alertó aquel ser alado mitad hombre y mitad ángel listo para combatir a los demonios vestidos de bestia−. El Señor es mi luz y mi salvación, ¿de quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida, ¿de quién he de atemorizarme? −preguntó citando el primer versículo del Salmo 27.

Juan Diego lo conocía casi de memoria. Abrió la Biblia y buscó en sus páginas. Cuando encontró el Salmo le dijo a Luis Rafael que se acercase y leyese junto a él.

−Cuando se juntaron contra mi los malignos, mis angustiadores y mis enemigos para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron −leyeron con brío los dos pemones.

Santiago los observó con dulzura y elevando su voz los acompañó. Lo repetía de memoria, como si aquel Salmo hubiese sido creado por sus manos y pensamientos.

− ¡Qué Dios te cuide e ilumine tu victoria! −gritó Juan Diego mientras lo veía desplegar sus grandes alas y salir al encuentro del maligno.

−Recuerden… ¡No los miren a los ojos! –recordó mientras volaba hacia las nubes.

Los dos pemones posaron sus rodillas a tierra y comenzaron a orar el Padre Nuestro, la oración más hermosa, dulce y misericordiosa del mundo.

Santiago volteó a verlos desde las alturas y una divina sonrisa se dibujó en su rostro.

−Padre nuestro que estás en los cielos. Santificado sea tú nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tú voluntad así en la Tierra como en el cielo… −retumbaba con eco celestial en el Kukenán pese a los endiablados ruidos que hacían las carrozas de muerte y sus pestilentes ocupantes.



17

    Afuera el calor seguía insoportable. Se podía percibir hasta en la comodidad del aire acondicionando de la camioneta que avanzaba como un bólido por la carretera 1811. Dark estaba intranquilo. Ese olfato adquirido durante tantos años de entrenamiento y combates en las más hostiles praderas y montañas de Afganistán, donde se sospechaba hasta del movimiento de un pequeño lagarto, lo tenía en estado de alerta. De él dependía la seguridad del grupo. No debía descuidarse, porque el más mínimo error podría costarles la vida a todos. Y no sólo morirían por nada, sino que dejarían en manos no confiables secretos que estuvieron ocultos por milenios y con ello se retrasaría la conducción de la humanidad hacia una Tierra Nueva, más espiritual y menos depredadora.

La nube de polvo que vio antes de llegar a la carretera asfaltada, no fue obra de su imaginación. Mucho menos de miedo alguno. Dark estaba acostumbrado a estar en sitios donde las balas le silbaban los oídos y no perdía un segundo de calma. La había visto. Había visto la polvareda y reflexionaba. “No era un espejismo, fue algo real”.

Pese a que después el instinto casi sobrenatural de Simón y sus acuciosos sentidos no llegaron a percibir nada, no quería decir que él no la vio. No era garantía de que la nube de polvo no estuviese allí, al menos cuando la tuvo frente a los ojos.

−Unos pocos kilómetros más y estaremos en Kelma-des-Sranghna. Recordé que a un costado de la carretera hay una venta de víveres. Es posible que tengan lo que necesitas −comunicó alejándose de aquella idea que estaba a punto de obsesionarlo.

Inmersa en sus fantasías, Débora observaba a través de la ventanilla aquel ruinoso paisaje semidesierto que veloz pasaba ante su vista. “Agua, mucha agua, falta para convertir esta tierra en un paraíso de cultivos, flores y vida”, pensaba mientras idílicamente se lo imaginaba de esa firma.

−Gracias, Dark −manifestó después de despegar la mirada de la ventana, aunque sus sueños quedaron estampados ahí para siempre.

−Recuerden que después nos desviaremos hacia un camino de cabras para recoger “la carga” −indicó refiriéndose a las armas−. Cuando lleguemos bajaré sólo. Tú te quedarás al volante −dijo dirigiéndose a Simón−. No quiero sorpresas y si buscan tenderme una trampa, arrancas de inmediato, pero no te alejes de los alrededores. Cuando termine con ellos me recogerás y nos vamos, ¿entendido? –indagó mientras se inclinaba hacia delante para agarrar la malograda HK-MP5 que estaba cerca de los pies de Simón.

−Es bastante liviana −observó José Pedro al ver que la levantaba con una sola mano y sin aparente esfuerzo.

Dark No respondió a la interrogante del arqueólogo. Mientras con una mano sujetaba el volante con la otra le daba vueltas al arma para examinar si todo estaba en orden.

−Es la costumbre. No es tan liviana como parece −le contestó Simón volteando hacia los asientos traseros.

Por el resquicio que quedó abierto entre la inmensa espalda del fortachón y el parabrisas de la camioneta Débora vio algo que se movía en el centro de la carretera.

− ¡Están haciendo una barricada! −advirtió indicando el lugar y sin perder de vista las figuras que se movían como sombras en la lejanía.

−Gracias, ya lo había notado. Por eso busqué la metralleta.

− ¿Qué piensas?... −preguntó Simón.

−Nada bueno… −contestó Dark al momento que fue interrumpido por otro alerta de Débora.

−Son los Dei Pax… Están disfrazados de policías y tienen muchas armas −aseguró la joven muchacha−. ¡Estamos en peligro!

− ¿Qué vas a hacer? −preguntó José Pedro tranquilo, sin demostrar temor.

−Acelerar a fondo… Ya no podemos regresar… Miren hacia atrás −señaló mientras depositaba sus ojos el espejo retrovisor.

Tres grandes camionetas negras iban a toda velocidad tras ellos. Estaban acorralados. Lo mejor era seguir hacia delante antes que tropezarse con aquellas moles rodantes que los perseguían.

−Cuando se los diga tírense al suelo… La intersección hacia Kelma-des-Sranghna está un poco más adelante… Si logramos llegar tomaré el desvío hacia los mercaderes de armas… −informó pisando hasta el tope el acelerador de la poderosa Hummer.

−Ponte el cinturón −le sugirió Simón a José Pedro− y agarra fuerte esa mochila. Por nada te desprendas de ella… ¿De acuerdo?

−No te preocupes, amigo… Primero muerto que soltarla −respondió mientras pasaba las tiras por su espalda y afianzaba con fuerza la correa delantera de la mochila.

−Bien, ahora el cinturón de seguridad −le recordó Simón, quien siguió cada uno de sus movimientos.

−Gracias, ángel guardián −respondió con una amplia sonrisa al fortachón con cara de niño.

−Estén atentos. Pronto llegaremos al punto crítico −avisó Dark y luego indicó−: Por favor bajen todos los vidrios.

Sin descuidar el volante y su objetivo, Dark sacó la ametralladora por la ventanilla y mientras la sostenía en su izquierda, afianzó codo, parte del brazo y hombro del paral a fin de lograr precisión en los disparos. De otra forma, con el vehículo en marcha, las balas se dispersarían sin dar en el blanco.

− ¿Hacia donde sopla el viento? −le peguntó a Simón.

−Hacia el norte… Hacia tu lado contrario −respondió con exactitud matemática.

−Entonces tenemos una a nuestro favor… Cuando sea el momento contaré hasta tres y al terminar inclínense hacia adelante, pero sin tirarse al suelo, ¿entendido? −advirtió muy seguro de lo que estaba diciendo.

Nadie respondió. La tensión era evidente. La Hummer se comía el asfalto como una bestia endemoniada.

Al llegar a un punto y sin disminuir la marcha Dark comenzó a hacer pronunciados zigzag a fin de distraer a los Pax, tanto a los que estaban esperándolos en la barricada como a los que tenía atrás. Sabía que por los nervios y la tensión propia del momento, esos movimientos no les permitirían afinar la puntería. En cambio él aprovecharía esos segundos vitales para dar en el blanco. Sabía que el asunto no era tener un arma poderosa en las manos, sino saberla utilizar con precisión y sin desperdicio de municiones en el instante adecuado.

− ¡Atentos! Empezaré a contar… Uno… Dos… Tres… ¡Ahora!... ¡Ahora! −gritó mientras accionaba la metralleta.

El infierno se desató sobre la carretera. Decenas de detonaciones provenientes de armas de diferentes calibres y tamaños comenzaron a silbar en el aire. La camioneta estaba siendo agujerada por sus flancos. Los disparos de Dark eran precisos, pero sus atacantes numerosos. A pocos metros de la barricada dejó fuera de combate a dos curtidos Pax que buscaron cerrarle el paso disparando de frente sus metralletas.

Miró por los espejos. Estaba atrapado entre dos fuegos. No había salida. Los de atrás les pisaban los talones. Tenía que tomar una decisión y pronto. Unos segundos más sería tarde. Debía que saltar la barricada. Era el único escape. Atrás, una muerte segura.

Volvió a mirar por el retrovisor. Sus perseguidores se acercaban a toda prisa. Decidido y con el acelerador pisado hasta el tope, saltó sobre las cajas, desechos y troncos que colocaron para cerrarles el paso. La Hummer se bamboleó, pero quedó de pie. Mientras traspasaba la barrera sus balas dieron en la humanidad de otro miliciano de los Pax, quien de los certeros impactos en su pecho voló hacia atrás antes de caer abatido.

Después de superar la contención, las balas seguían rozando y rebotando en la carrocería del rústico. Otras, con olor a muerte, zumbaban de una ventanilla a otra. Ni un solo sonido de cristales rotos, ni un quejido se escuchó en su interior. Hasta ese momento, nadie había sufrido siquiera un rasguño.

Cuando creyeron que el peligro había pasado, a menos de trescientos metros de la barricada un auto viejo atravesado en el camino les impedía seguir adelante. Era una vieja y sucia artimaña de los Pax. Su seguro de muerte, por si lograban pasar la primera barrera. Dark frenó estrepitosamente. No podía seguir adelante. Antes tenía que estudiar la situación, pero debía darse prisa.

Chequeó su arma. Pese a que hizo disparos espaciados a fin de ahorrar municiones, quedó sin balas. Con la misma mano que sostenía la metralleta desactivó la caserina vacía, la cual rodó cerca de sus pies, estiró la mano hacia atrás y se la entregó a José Pedro para que la recargase. Sabía que ni Simón ni Débora lo harían. Se lo tenían prohibido. No porque alguien se lo hubiese pedido, impuesto u ordenado, sino que formaba parte de su fe y convicciones de vida.

− ¿Y cómo se hace? −preguntó nervioso José Pedro.

−Insértala en el hueco y le das un golpe seco hacia arriba.

− ¿Eso es todo?

−Sí, eso es todo… Y apúrate −apremió el ex capitán de asalto, quien había detenido la Hummer a unos cien metro del armatoste que estaba atravesado en la carretera.

Dark comenzó a acelerar a fondo y hacer rugir con estridencia el motor de la camioneta con la evidente intención de pasarle por encima.

−No lo hagas. Evítalo… Baja por el desfiladero y luego retoma la vía −sugirió Simón pausado.

− ¿Por qué?... Porqué me lo pides. Es un viejo cacharro…

−Está cargado de explosivos… Es una trampa… Lo que ibas a hacer era lo que ellos precisamente querían que hicieses.

−Gracias, amigo... Con ustedes al lado no se pierde una guerra −expresó brindándole una complacida sonrisa.

Después de varios intentos fallidos, José Pedro logró recargar la ametralladora y se disponía a dársela a Dark, pero éste no la recibió.

−Tenla tú… Ya es hora de que aprendas a disparar. Yo utilizaré la otra −afirmó señalando la M-249 de más de 800 disparos.

− ¡No!… Yo no…

−Tenla… Ahora tú vida dependerá de ella −precisó severo el ex combatiente de Afganistán.

−Hazle caso −intervino Débora−. Él es un buen hombre… Un soldado, no un asesino como los que están allá afuera. Si te lo dice es por algo…

El rudo ex capitán volvió a darle con furia al pedal del acelerador. Quería confundir a sus adversarios y hacerles creer que se disponía a pasar por encima del cacharro. Vio por el retrovisor y las camionetas que los perseguían también habían saltado las endebles vallas e iban por ellos. La decisión había sido tomada. Ahora sólo era cuestión de segundos y temple de acero. De otra forma serían atrapados entre dos fuegos. De pronto soltó el embrague, aceleró a fondo y enfiló directo hacia al vehículo atravesado en la vía. Cuando estaba a pocos metros viró intempestivamente y siguió hacia una cuesta que conducía hacia unos sembradíos.

Escasos segundos antes de desviarse una gran explosión hizo volar por los aires al cacharro. Desechos humeantes y hierros retorcidos se esparcieron a más de treinta metro a la redonda. La camioneta pasó sin problemas. Sólo algunos trozos de metal retumbaron en su techo y cerca de los cauchos.

− ¡Qué bárbaro!... ¿Qué fue eso? −preguntó impresionado José Pedro.

−Puro C4, amigo… Querían hacernos papillas −contestó Dark–. ¡Agárrense fuerte! −pidió mientras la camioneta bajaba dando tumbos por la cuesta.

La Hummer estuvo a punto de volcar al encontrar frente a sus ruedas un macizo terraplén de rocas y tierra arcillosa. Gracias a la destreza del ex veterano de Afganistán el auto solventó el escollo y prosiguió sin problema.

Dark vio por el retrovisor. Las tres camionetas que los perseguían tomaron el mismo camino que había abierto con la Hummer. Una volcó. Las otras siguieron sin detenerse a socorrer a sus amigos accidentados. Ahora quedaban dos, pero no tenía suficientes municiones si los Pax llamaban por refuerzos. Ya no podía devolverse y tomar el desvío hacia los traficantes de armas para recoger la “orden”. Debía luchar con lo que tenía a mano.

− ¡Bah! −soltó molesto Dark.

−Y ahora qué te pasa… ¿Por qué te quejas?... salimos sin un rasguño −indagó José Pedro, quien tenía reposada la ametralladora sobre sus piernas.

−Entre mi pedido había un lanzacohetes liviano y ahora no podré usarla −se quejó casi como un niño.

−No creo que haga falta un arma tan poderosa −respondió el arqueólogo.

−Nunca se sabe, amigo… Esta gente tiene mucho poder y enormes recursos.

− ¿Cómo supieron lo del coche-bomba? −indagó ansioso de José Pedro dirigiéndose a Simón.

Los dos Elegidos callaron.

−Son servidores, mensajeros de Dios. Contemplan el rostro de Dios que está en los cielos. Sólo ellos pueden verlo… ¡Son ángeles!... Nosotros no −explicó Dark para tranquilizarlo.



18

   El profesor Delamadrid había salido a toda prisa del bar. La incesante lluvia seguía como al principio. Indeciso, se quedó parado en el vestíbulo del hotel. No sabía si seguir a pie o esperar un taxi para que lo llevase. Lo de la reunión no fue una excusa para desembarazarse de Hans. Era real. La llamada que recibió antes de ir al lavabo requería de su urgente presencia. El lugar de la cita estaba relativamente cerca. De allí su vacilación de si caminar y mojarse, o esperar la llegada de un taxi.

El hotel Tiberio estaba emplazado en un elegante edificio de finales del 800 en Vía Lombardía, muy cerca de Via Veneto, a poco trecho de Plaza de España y de la Fontana di Trevi, y el profesor debía encontrarse con la persona que lo llamó en las inmediaciones del Palazzo Barberini, a unos quinientos metros de allí. Una distancia relativamente corta, pero la lluvia impedía un normal desplazamiento y lo hacía lejos y dificultoso. Aunque bajando hacia Plaza de España había una entrada del metro, a Delamadrid le fastidiaba utilizarlo porque en más de una ocasión se sintió perdido en esos gigantescos túneles y enjambre de letreros, vías y salidas.

Quien lo había llamado mientras charlaba con Hans, era el sabio psiconeurólogo que hizo el hallazgo de los cromosomas XA+ XO+, que al igual que él estaba presente en la reunión convocada por la Iglesia Católica, la cual tenía poco tiempo de haber finalizado. Su nombre era Aristócrates Filardo, ex decano de la Escuela de Medicina de la Universidad de Cambridge y miembro destacado de la Sociedad Internacional de Psiconeurología. También tenía en su haber varios master, entre ellos en Biología Molecular y Bioquímica, además de otros en Microbiología, Psicobiología y Metodología de las Ciencias del Comportamiento. Todo un sabio y autoridad mundial en sus especialidades.

Filardo, junto al profesor Delamadrid, y otros tres miembros, entre quienes se encontraba José Pedro, el joven arqueólogo que ahora estaba en Marruecos con el cuarzo de María Magdalena, formaban parte de la cofradía del Omne verum, un selecto grupo científico fundado por él con el objeto de unir esfuerzos y conocimientos para desentrañar los secretos de los extraños niños, con cola unos y otros con poderes extrasensoriales y divinos jamás imaginados, que estaban naciendo en diferentes países del mundo. Su advenimiento había sido anunciado en varios pasajes de los papiros del Qumram, Getsemaní y Jerusalén, además de otro puñado que el grupo esperaba descifrar en su compleja totalidad.

La cofradía científica también buscaba clarificar la verdad sobre las migraciones, viajes y súbita desaparición de los integrantes de una antigua secta ascética conocida como los esenios, de quienes se afirmaba habían sido los maestros espirituales de Jesucristo durante los llamados años perdidos. Los esenios estuvieron mucho tiempo establecidos a orillas del mar Muerto, en la hoy Jordania, pero de pronto, se cree que alrededor del año 63 d.C., aunque nadie lo sabe con precisión, desaparecieron. Se especula que huyeron debido a la sangrienta persecución romana. Sobre su posterior destino muy poco se sabe. Se dice que emigraron a regiones distantes del mundo, entre ellas Europa y a las remotas y desconocidas tierras donde hoy en día ubicamos geográficamente a América del Sur, pero sobre esto no hay ninguna documentación seria que lo sustente.

Otro de los cinco miembros de la cofradía era Divor Klaus, quien ahora se encontraba perdido, sin saberse si estaba muerto o si aún seguía con vida, en el Kukenán, en La Gran Sabana, al sur de Venezuela, en el llamado Macizo Guayanés, hacia el sureste del extenso estado Bolívar y la frontera con Brasil. El último y más nuevo de sus miembros, aunque era el de mayor edad de todo ellos, era el profesor Pier Francesco Gagliardi, quien no se presentó a la reunión con los clérigos en Via Veneto. Gagliardi completaba el quinteto y también con él se cerraba el círculo de la cofradía del Omne verum.

El doctor Aristócrates Filardo también era el científico amigo del padre de José Pedro, y el hombre que le realizó estudios neuronales, diagnosticándolo luego de minuciosos análisis y experimentos, como un niño excepcional.

José Pedro era el más joven de la cofradía. Fue propuesto a los otros miembros por el propio Aristócrates Filardo, fundador del grupo. Se realizó una votación secreta y fue admitido por unanimidad.

El psiconeurólogo conocía a varios Elegidos, entre ellos a Simón y a la joven Débora. A petición del propio Filardo, éstos se ofrecieron voluntariamente para que los sometiese a exámenes, tanto en su sistema cromosómico, neuronal, endocrino, estudio de ADN y a cualquier otra exploración que creyese necesaria: Los mismo Simón y Débora llevaron hasta los laboratorios del científico, a fin de que recabase muestras e hiciera pruebas, a dos Nion o Niños Luz. Uno de apenas tres años y otro de cinco, ambos con colas. Muchas de las filmaciones presentadas durante la reunión de clérigos y científicos, aunque fueron editadas de antemano a fin de no poner en evidencia el largo rabo de los niños, habían sido hechas en los propios laboratorios del doctor Filardo.

El científico fue también el que instituyó el Omne verum como forma de comunicarse entre sus miembros cuando hubiese peligro, tanto para uno de ellos como para toda la organización científica secreta. Por eso había llamado a Delamadrid al bar donde se encontraba platicando con Hans y como saludo se le identificó con el Omne verum. Algo grave había ocurrido o estaba por ocurrir.

Sin pensarlo más y olvidándose de la grandes goterones que caían sobre la ciudad eterna, el curtido arqueólogo, que en sus buenos tiempos recorrió gran parte de los desiertos y ruinas del mundo a pie, decidió caminar hasta Piazza Barberini. Conocía muy bien Roma. Tenía años alejado de su España natal y radicado en tierras italianas, donde fue a “esconderse” del asedio de la comunidad científica local y de las múltiples charlas y conferencias a las que constantemente era invitado.

Fueron precisamente esas actividades seudo científicas las que poco a poco fueron llevándolo a la bebida debido a que al finalizar las exposiciones y debates estos se convertían en frívolos eventos sociales. No había actividad que no se celebrara con un brindis o largo cóctel. Harto de todo aquel entorno superficial que le restaba muchas horas a sus estudios antropológicos, abandonó España y se estableció en Italia. Primero estuvo en Pisa, después en Pescara, ya que quería investigar de cerca la Escalera Santa que había en la población de Campli, así como el convento de San Bernardino, fundado en 1449 por San Giovanni da Capestrano. Igualmente hizo estudios sobre los marrucinos y vestinos, los primeros pobladores de esa región de Abruzzo y de Aternum, como se llamaba Pescara antes de la conquista Romana. Después de pasar unos meses en la zona y hurgar arqueológicamente en su alrededores, decidió fijar residencia en Roma, donde ya tenía un par de años encerrado y casi sin salir, por ello su bien y última ganada fama de huraño.

Orillado a puertas de bares, tabaquerías, dinteles y pórticos que encontraba a su paso, Delamadrid iba en dirección a Piazza Barberini. Totalmente de espaldas a la famosa Porta Pinciana, enfiló hacia Vía Emilia. Creyó que esa vía lo llevaría directamente a su destino, el cual con cada paso que daba se le hacía aún más lejos de lo que estimó. Sabía que en la dirección que caminaba también estaba la iglesia Santa María della Concezione, famosa por la llamada Cripta de los Capuchinos, que consistía en una serie de pequeñas capillas construidas con huesos de monjes muertos y amontonados por secciones que los sacerdotes de la época bautizaron con los nombres de Capilla de Los Omoplatos, de Las Calaveras y así un sin fin de capelle.

Enseguida estuvo cerca la calle Delle Quattro Fontane, enclave del antiguo Palacio Barberini, donde se encuentra la Galería Nacional de Arte Antiguo y la Piazza Barberini, en el lado sur de Villa Borghese, con su Fontana del Tritón y Delle Api, ambas construidas por Bernini.

Delamadrid creyó ver unas sombras que lo seguían. Volteó en varias ocasiones pero no vio nada extraño. Hizo caso omiso a sus sospechas y siguió caminando. El ruido de las grandes gotas que se estrellaban contra el piso impedía oír nada que no estuviese lo suficientemente cerca de su pies. Además, las calles estaban bastante transitadas.

El aguacero cesó de repente, como si alguien hubiese terminado de reparar las goteras del cielo. Delamadrid apuró el paso. Casi había llegado a su destino. La pequeña Piazza Barberini se presentó pronto ante sus ojos. En un costado, guarecido bajo el horrible Tritón esculpido por Bernini, vio a un hombre bajo y regordete con una larga gabardina beige y un paraguas en sus manos. Tenía uno de los pies sobre uno de los muritos de concreto que sujetan la cadena de bronce que circunda la fuente, puesta allí seguramente para refrenar la intención de algunos inescrupulosos y acalorados turistas de darse un baño durante el verano. Supuso que se trataba del doctor Filardo. “Quién más podría estar allí, después de aquel aguacero y aparentemente sin estar haciendo nada, sino esperar”, se preguntaba mentalmente. Además, su aspecto físico era inconfundible, incluso a la distancia que se encontraba. Después de avanzar otros pasos, no le quedó la menor duda. Era el impaciente amigo que lo sacó del bar durante aquella tarde lluviosa.

Cuando estaba a punto de cruzar el enjambre de calles que se unen cerca de Piazza Barberini, vio como tres hombres vestidos con impermeables negros se le acercaban al doctor Filardo. Luego de intercambiar algunas palabras comenzó un forcejeo entre los cuatro. Querían arrebatarle algo pero el científico se resistía. De pronto se escuchó un disparo, después otro. Delamadrid no vio a nadie ni de dónde provenían las detonaciones. Volvió a mirar hacia la plaza y vio al doctor Filardo tirado en el suelo, con la espalda recostada del tope de concreto donde antes tenía apoyado el pie. Uno de los hombres que forcejeaba con él yacía en el piso, boca abajo. Los otros dos lo recogieron y llevaron hacia un coche que estaba aparcado en las adyacencias, muy cerca de una tabacchería. Como si se tratase de un saco de patatas lo metieron a toda prisa en el asiento trasero y con la portezuela sin cerrar arrancó a toda velocidad.

Delamadrid cruzó corriendo la calle para ir en ayuda de su amigo. Algunos coches hicieron zigzag a fin de no atropellarlo. Otros frenaron tan abruptamente que estuvieron a punto de ocasionar una colisión múltiple. Los disgrazziato, fetende y otras palabrotas bastante subidas de tono se escucharon por todos los alrededores de la plaza mientras las todavía ágiles y largas piernas del espigado arqueólogo se movían a toda velocidad.

Al llegar encontró a Filardo sentado en el mojado suelo con su espalda recostada del tope de granito.

− ¿Está bien?… Dime algo, por favor −preguntó angustiado al verlo con la vista perdida hacia lo profundo de la calle.

− ¡Si!… Si, estoy bien −respondió bufando el obeso profesor todavía sin reponerse del esfuerzo hecho con los tres desconocidos.

− ¿Sientes algo?... ¿Estás herido?... Escuché unos disparos antes de cruzar la calle.

−No… Realmente no lo sé −dijo recobrando el aliento–. No, no siento nada. No creo que esté herido –aseguró después del palpar con las manos su redondo cuerpo.

−Déjame ver −pidió Delamadrid mientras le desabrochaba la gabardina y miraba en su interior−. Nada… Ni una gota de sangre… Tuviste suerte.

− ¿Quiénes eran?... ¿Tú lo sabes? −preguntó el científico mientras le extendía una de sus manos para que lo ayudase a incorporar.

−No… Pero me imagino quiénes…

− ¿Los Dei Pax? −preguntó alarmado.

−Si, lamentablemente, tuvieron que ser ellos −respondió con el ceño fruncido.

−Querían esto −indicó Filardo tocándose la pechera y palpando algo que tenía en uno de los bolsillos− .Pero no pudieron arrebatármelo los muy rufianes.

− ¿Son las pruebas? −preguntó cauto Delamadrid.

−Sí… Sólo algunas. Quería enseñártelas. Las otras están a buen resguardo −aseveró con una complaciente sonrisa el científico.

− ¿Y qué era lo urgente que me tenías que decir?... Te llamé, pero no conseguí señal en el baño del hotel… Es un sitio muy encerrado y fue imposible la comunicación.

−Violentaron el laboratorio de José Pedro después que partió hacia Marruecos… Destruyeron todo… Mis amigos de Caracas me informaron que lo dejaron hecho un desastre. Al parecer buscaban algo… ¿Sabes qué, verdad?… −dijo casi en susurro.

− ¿Y lo hallaron?

−Por lo que me informan los colegas, no.

−Entonces las revelaciones del 3G3 están a salvo.

−Si, totalmente a salvo. Pero los que estuvieron en el laboratorio se enteraron por unas notas que dejó sobre el escritorio que había comprado boletos y viajado a Marruecos… Traté de avisarle pero nadie toma su celular. Por eso le pedí a Simón y a Débora que fuesen hacia allá, a prevenirlo y protegerlo.

−Hizo muy bien doctor. Eso me tranquiliza. Será difícil que le hagan algo con esos ángeles guardianes al lado.

−Simón también buscó el apoyo de Dark.

− ¡Fenómeno!... Así no habrá forma de quitarle las notas del papiro… Lo malo es que no sabemos si halló el cuarzo.

−Pronto lo sabremos… Simón y Débora quedaron en comunicarse conmigo en cuanto lo encontraran… ¿Qué raro que no lo hayan hecho?

−Problemas de comunicaciones, doctor. Nada más… No piense nada malo. Con esos dos al lado y, además John Dark, no correrá ningún peligro… Quédese tranquilo…−sentenció Delamadrid a fin de serenarlo.

−Otra cosa profesor. También quería decirle que los colegas de Caracas informaron que fuimos infiltrados… Hay espías del Vaticano que saben que existimos, saben del Omne verum y están buscando quitarnos todo lo que hemos conseguido con nuestros estudios.

− ¿Espías?... Pero cómo, si estamos completamente blindados… ¿Cómo supieron? −refutó el arqueólogo estrellando su puño contra la mano.

−No lo sé… Debemos averiguarlo, o todo desaparecerá. Si nuestros estudios caen en manos de la Iglesia nunca nadie sabrá de los Nion, de los Elegidos de Dios… Enterrarán el asunto para siempre, ¿comprendes?

−Claro que comprendo… Esos curas ignorantes no nos van robar lo nuestro así nada más. Pero, volviendo a lo de ahora… ¿Quién hizo los disparos?... Usted no tiene ningún arma… Al menos yo no le veo ninguna…

−Ni idea… Tampoco lo sé. Lo único que sé es que me salvó la vida en el preciso instante en que el que me tenía agarrado me iba a acuchillar… En realidad profesor, y se lo voy a confesar con mucha pena, yo no escuché ningún disparo… ¡Se lo juro!

−No fue uno, sino dos. No estoy tan viejo como para imaginarme cosas… Esta sangre es la prueba −dijo mostrando con el índice un pequeño pozuelo rojo que estaba cerca de los pies de Filardo, cuyo color había comenzado tornarse rosa por la pequeña charca donde cayó.

−Le repito, tenía tanto miedo, que no escuché nada… Sólo vi al rufián desplomarse a mi lado, nada más.

−Pero usted traía guardaespaldas…

− ¿Cuál guardaespaldas de mil demonios?... ¿Usted como que estuvo bebiendo profesor?

− Si, pero es extraño… No pudo ser ningún Elegido porque ellos no usan armas y menos hieren a seres humanos…

−Lo sé… Es un misterio. Pero quién haya sido me salvó la vida y está, evidentemente, de nuestro lado. ¿No lo crees? −concluyó el científico mientras recogía el paraguas del suelo, el cual quedó totalmente destrozado y ya no le serviría para nada.

−También lo creo… Pero, ¿quién pudo haber sido? −reflexionó Delamadrid en el instante que a sus espaldas escuchó una agradable voz femenina.

−Hola, profesores… Se puede saber qué andan ustedes haciendo por aquí y con este tiempo −saludó una hermosa mujer.

−Hola, bellezas… Paseando… Nada más paseando… Menos mal que el clima se compuso −contestó amable y con una sonrisa en los labios el arqueólogo.

Los dos investigadores tenían enfrente a las guapas profesoras Marcella Buti, de la universidad de Pisa, una papiróloga muy apreciada en la comunidad internacional y la arqueóloga Susanna Bertuccelli, las únicas mujeres que asistieron junto a ellos a la conferencia que había convocado la Iglesia en las oficinas de Via Veneto y que había terminado hace apenas escasos minutos.

− ¡Hola! –saludó en forma seca el doctor Filardo, a quien ninguna de las dos mujeres le inspiraban ni confianza ni respeto profesional−. Recuerde profesor que tenemos que estar en aquél lugar −le dijo a Delamadrid guiñándole el ojo sin que las dos mujeres se diesen cuenta.

−Un momento, ya voy −contestó Delamadrid quien estaba emocionado con la presencia de las dos féminas.

−Recuerde que estamos retrasados, profesor. En otro momento y con más tiempo conversará con las damas, ¿no es así profesoras? −manifestó Filardo con un cinismo que no podía disimular.

− ¡Claro!... Vaya usted a su compromiso profesor… En otra ocasión será…Charlaremos largo y tranquilos mientras nos tomamos una buena botella de vino −aseveró Susanna torciéndole los ojos al viejo doctor, para después brindarle una seductora mirada a Delamadrid que lo hizo ruborizar.

−Debemos bajar −apremió Filardo tomando del brazo a su amigo y llevándoselo casi a rastras de la plaza.

−Espera un momento −dijo zafándosele y regresó hacia las dos mujeres− ¿Escucharon algún disparo? −preguntó haciéndose el distraído.

− ¿Disparos en Roma?… Por favor, profesor, no sea tan paranoico. No estamos en Irak o Afganistán −expresó sonreída Susanna.

−A mí me pareció oír algo cuando doblábamos la esquina, pero, ¿por qué quiere saberlo? −averiguó Marcella.

−No, por nada… Quizás todo fue producto de mi imaginación –afirmó el arqueólogo mientras volvía con Filardo.

En los cafés, bares y tabacchi cercanos, la vida seguía igual, como si nada hubiese pasado. Los turistas caminaban por la concurrida calle charlando y riendo. Muchos iban en dirección al Palacio Quirinal, otros a las numerosas iglesias cercanas a rezar o escuchar la misa del Domingo de Resurrección.

Los dos hombres comenzaron a bajar hacia Vía Delle Quattro Fontane para después tomar rumbo al Palazzo Massimo, sede de uno de los conjuntos más importantes del Museo Nacional Romano. De cuando en cuando Delamadrid volteaba a ver a las dos despampanantes mujeres que se alejaban calle arriba. Aunque algunos les decían “viejo colega”, “viejo profesor”, Delamadrid no era tan viejo y tampoco lucía acabado. Apenas contaba con sesenta y seis años y el brillo de la vida y el placer aún seguían intactos en su mirada.



19

    −Esta espera no sólo fastidia, sino que me enferma y mucho… La Hermandad… Sus hombres, no sirven para nada −despotricó casi al borde de una crisis neurótica monseñor Pellegrino.

−Tenga paciencia, monseñor. La paciencia es una virtud propia de la Iglesia. Mire dónde estamos ahora… En la cumbre del mundo y con más poder que cien estados juntos −afirmó para aplacar su inquietud el cardenal Ribera.

−Y los teléfonos sonando a cada rato y para nada útil… La llamada que queremos, una sola, no llega −siguió refunfuñando Pellegrino furioso.

−Tengo fe en mis hombres y sé que cumplirán con el mandato divino encomendado. Por eso monseñor, tomémonos otro café y, repito, seamos pacientes −demandó mientras se dirigía hacia una pequeña mesita redonda donde estaban dispuestas un servicio de tazas y la cafetera.

−Hace poco hiciste referencia a un asunto en Piazza Barberini… ¿También le confiaste el encargo a esa gente? −preguntó en tono despectivo.

Se refería a los Dei Pax o La Hermandad de la Sangre, como gustaban llamarlos en las altas esferas eclesiásticas a ese grupo de facinerosos, casi terroristas, que trabajan en pro y en nombre de la Iglesia con el único fin de obtener poder y mantener cubiertos sus negocios sucios bajo un manto de inmaculada pureza al ser respaldados por la Iglesia Católica.

−Si… Ese asunto debe estar ya concluido. También estoy esperando esa confirmación −precisó el cardenal mientras se servía un humeante café en una taza de fina porcelana vienesa antigua, cuyos bordes estaban pintados a mano en delicada degradación de azules con rostros de hermosos querubines.

−Pero eso fue apenas a unas cuadras de aquí. ¿Cómo es posible que no hayan llamado? −expresó Pellegrino mientras también se servía una taza de café.

−Son muy cautos, monseñor. Con su discreción buscan proteger a la Iglesia y a ellos mismos… Saben que tienen mucho que perder si alguien llega a sospechar, aunque sea levemente, de sus asuntos con la Iglesia… ¿Sabe las proporciones del escándalo que se formaría?

− ¡Bah!... Sería un desastre para ellos… En cuantos a nosotros no habría problemas… Unas cuantas palabras del Papa sobre el asunto y todo quedaría concluido. La Iglesia, querido cardenal, se ha mantenido firme e inconmovible por dos mil años… Ni el Imperio Romano, que parecía indestructible, pudo durar tanto… −sentenció monseñor Pellegrino, uno de los hombres fuertes del Vaticano.

− ¿Será cierto lo del monte Tabor y la Lanza Sagrada? −preguntó Ribera acariciándose su bien delineada barba en forma de candado.

Pausado, se dirigió hacia el escritorio principal y de un reluciente estuche de madera labrada sacó un largo puro cubano y lo encendió.

−Sólo especulaciones periodísticas cardenal. La verdadera lanza de Longino, o al menos lo que queda de ella, está en el Vaticano, debajo de la Basílica… No crea en todo lo que dicen los periódicos… Recuerde el viejo adagio que reza la prensa es el opio de los pueblos.

−No creo en todo lo que me dicen, santo y viejo amigo −refirió tuteándolo y enalteciendo sus supuestas virtudes espirituales−. Un conocido arqueólogo afirma que la parte de la lanza que encontró en el Tabor es la auténtica y corresponde, sin la menor duda posible, a la del centurión… Y, déjeme corregirlo y no se me vaya a molestar, el proverbio que usted mencionó no es exacto, porque el dicho popular señala que la religión es el opio de los pueblos, no la prensa −precisó con una mordaz sonrisa en los labios después de dejar escapar una gran bocanada de humo.

− ¡Bah!... Es la misma cosa…−afirmó sobre el refrán−. Quién es el fulano arqueólogo que dijo que el pedazo de lanza era la auténtica… ¿Estaba entre nuestros invitados a la reunión? −indagó el anciano monseñor pasándose la mano sobre su pelada cabeza.

−No, no pudo venir… Está en Venezuela. Se excusó… Dijo que tenía una importante misión que cumplir… ¡Imbécil!... Perderse todos los encantos y seducción de Roma e irse a ese pobre país rico −escupió el cardenal con asco despectivo.

− ¿Y qué tiene usted contra Venezuela que se expresa de esa manera? −preguntó el moseñor.

−Nada, realmente nada −contestó para enmendar lo dicho, aunque la realidad era otra.

Una hermana del cardenal que vivía en Venezuela desde hacía más de tres años, fue violada y asesinada junto a su hija de quince años en el interior de su residencia en Caracas. Los investigadores concluyeron que los autores del abominable hecho fueron tres malandrines que penetraron en la vivienda con la intención de robar joyas y cosas de valor. Se inició una intensa búsqueda, pero nunca fueron capturados, por lo que el crimen quedó impune. Desde aquel entonces todo lo que le oliese a Venezuela le causaba una incontrolable repulsión hacia el país y sus habitantes.

−El arqueólogo, cómo se llama el dichoso arqueólogo que usted mencionó… ¡Dime!... Dime… −requirió frenético Pellegrino mientras se servía otra taza de café.

−Su nombre es bastante confuso… No lo recuerdo ahora… Cuando me venga a la cabeza se lo diré −señaló restándole importancia a su desplante neurasténico.

−Espero que no se te olvide.

−No se me olvidará, no se preocupe… Eso fue apenas hace una semana o menos y ya me vendrá a la memoria −afirmó contrariado.

El cardenal Ribera se refería al hallazgo hecho recientemente por Divor Klaus en el Monte Tabor, en la Baja Galilea, en un extremo de la llanura de Esdrelón, a unos veinte kilómetros al suroeste del lago de Tiberíades y siete al sureste de Nazaret. Al Tabor también se le conoce como el Monte de la Transfiguración, porque se cree que allí ocurrió la Transfiguración de Jesucristo antes de subir al cielo y el lugar donde se llevó a cabo la batalla entre Barak y la armada de Jabin, comandada por Sisera. Aunque ningún evangelio especifica dónde, realmente, se transfiguró Cristo, los primeros cristianos de Palestina aseguraban que había sido en el Tabor, creencia que compartía DivorKlaus, la cual había ampliamente corroborado a través del estudio de papiros muy antiguos y confiables.

En una de las tantas leyendas relativas a la asunción de la Virgen María, que se dice que murió de amor trece años después de la crucifixión y muerte de Jesucristo, éste bajó del cielo rodeado de una gran cantidad de ángeles y querubines y acogió el alma de su amada madre y fue tan grande el fulgor de la luz y el suave perfume, que cuantos allí estaban presentes cayeron postrados a tierra, como cayeron los Apóstoles cuando Cristo se transfiguró ante ellos en el monte Tabor, referían algunos documentos antiguos analizados por Divor Klaus.

Esos ángeles y querubines de las leyendas palestinas se mencionaban también en otros manuscritos, entre ellos los papiros de Jerusalén, donde se les describe con un aspecto muy parecido al de los Elegidos de Dios, los Nion o Niños Luz que estaban naciendo actualmente sobre la tierra.

Aunque Divor Klaus no le daba mucho crédito a las citas de un supuesto Evangelio atribuido a San Pedro, le llamaba poderosamente la atención el texto que relataba: un día Jesús nos llevó hasta la cima del Tabor. Mi Señor Jesucristo, me dijo: subamos al monte santo. Y todos sus discípulos caminamos con él orando. Y he aquí que había allí dos hombres. Nosotros fuimos incapaces de fijar nuestros ojos en sus rostros. Resplandecía en ellos una luz más brillante que el Sol.

De ser real el relato de San Pedro, todo encajaba perfectamente con la luz que emitían a veces los Elegidos de Dios llamados Venerados del Milenio, los únicos inmortales entre todos ellos.

Los primeros cristianos estaban convencidos de que el Tabor era una montaña sagrada. Por eso construyeron en su cima tres hermosas capillas donde oraban a Dios todos los días. Otra leyenda cuenta que un día San Pedro, ungido de amor y misericordia, fue hasta lo alto del monte e iluminado de gloria divina, gritó: Señor, bien sé que estás aquí. Si quieres, hago aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Cerca de esas iglesias, las cuales fueron construidas y destruidas en varias ocasiones debido a las tantas ocupaciones y batallas allí acaecidas, estuvo realizando sus trabajos Divor Klaus.

− ¡Ya lo tengo monseñor! −exclamó Ribera con alegría.

− ¿Tienes qué, hombre de Dios? −preguntó extrañado monseñor Pellegrino, quien abstraído se había puesto otra vez a mirar través de la gran ventana de la oficina clerical.

−El nombre del arqueólogo que hizo el descubrimiento en el Tabor −explicó con una gran sonrisa en los labios orgulloso por haber puesto a prueba su memoria y haber salido airoso.

− ¿Y cuál es el dichoso nombre? −interrogó separándose de la ventana, en la que todavía escurrían gotas de agua del temporal que poco antes se estrelló contra sus vidrios.

−Divor… Divor Klaus Ranieri… ¡Qué nombre tan enredado, Dios mío!

−Pero el apellido es italiano… Debe tener algunas raíces italianas… Nuestros espías no nos han dicho nada de él… ¿Estará ligado al grupo de los revoltosos? −indagó Pellegrino al referirse con desprecio a la Cofradía del Omne verum.

−No tengo la menor idea…

−No importa… Esta tarde se van a aclarar muchas cosas…

−Sí… ¿por qué lo dice? −preguntó confuso Ribera.

−Porque también estoy esperando la visita de una pieza clave en todo este engorroso asunto de ángeles y arcángeles que nacen con rabo −expresó burlonamente el anciano clérigo.

−Entonces, usted sabe mucho más que yo del asunto.

El cardenal echó con disgusto un resto de ceniza que colgaba de su habano y altivo esperó una respuesta.

− ¡Claro, hombre!... Claro…

− ¿Y por qué no me había dicho nada?... ¿Por qué cuándo le toqué el tema de los Nion se burló de mí? −indagó irritado y con el rostro descompuesto.

−Asuntos de Estado Ribera… Secretos de Estado que no se pueden revelar así no más…

−Pero yo soy cardenal y formó parte de todo esto, ¿No es así? −preguntó con enfado levantándose del sillón donde se había sentado segundos antes.

−De una parte, querido cardenal… Sólo de una parte −respondió lacónico Pellegrino, a fin de recordarle que quién llevaba la batuta era él.

−Si, lo sé… Pero después de todo lo que he hecho por la Iglesia merezco un mínimo de confianza −protestó.

−En los asuntos de Estado eso es pura retórica… Nosotros trabajamos con realidades, soluciones y hechos concretos… Usted siempre dice que es muy pragmático, ahora de qué se queja −respondió mordaz el viejo monseñor a fin de bajarle las ínfulas con las que se pavoneaba mientras caminaba por la amplia oficina.

−Dejémolo hasta aquí, monseñor… Está conversación está haciendo que se me suba la tensión −expresó todavía airado Ribera con evidente intención de eludir el tema de la confianza.

El cardenal se sentía burlado y descorazonado al mismo tiempo. Se consideraba pieza imprescindible en el combate de la Iglesia contra sus detractores y las palabras de Pellegrino lo habían herido, y mucho.

− ¿Qué me decías del tal arqueólogo ese? −preguntó rascándose con un dedo su curva nariz aguileña.

−Que supuestamente encontró en el Tabor el pedazo restante de la lanza de Longino… Había convocado una rueda de prensa en Israel para dar a conocer todos los detalles del hallazgo, pero el hombre no se presentó.

−Es el mismo que dices que está en Venezuela y que nosotros invitamos pero no vino.

−El mismo, monseñor… A última hora suspendió la rueda de prensa y dejó a toda la comunidad científica a la espera.

−Qué yo sepa, una parte de la lanza está debajo de la cripta de San Pedro… No creo que lo que vaya a decir ese arqueólogo tenga mucha importancia… La Lanza Sagrada está en nuestro poder y punto.

−Estoy totalmente de acuerdo con usted, monseñor.

−Además, que van a saber esos ignorantes arqueólogos de los secretos milenarios de la Iglesia −escupió Pellegrino con malediciente aversión.

− ¿Cuáles secretos?... ¿A qué secretos milenarios se refiere usted?

−A ninguno… Sólo es una forma de decir cardenal −contestó restándole importancia a su infidencia monacal.

Frente a sus ojos colgaba la hermosa copia del cuadro Jesús es atravesado en un costado por la lanza de un soldado romano, donde el pintor Fray Angélico inmortalizó magistralmente el momento en que Longino clava su lanza y siquiera hicieron alusión a la imagen que simbolizaba el objeto de su conversación. Para ellos era sólo un simple elemento decorativo, nada más.

De acuerdo a la leyenda, la Lanza Sagrada es el nombre que se le dio a la lanza con la que el centurión romano atravesó el cuerpo de Jesús cuando estaba en la cruz. También es conocida como Lanza del Destino, Lanza de Longino o Lanza de Cristo.

El único texto bíblico donde se habla de la lanza es en el Evangelio de San Juan. En el mismo se asevera que los romanos tenían planificado romperle las piernas a Jesús, una práctica conocida como crurifragium, que era un método muy doloroso y cruel, pero muy efectivo para acelerar la muerte de los condenados a la crucifixión. Longino le clavó la lanza en el costado sólo con el propósito de cerciorarse que estaba muerto. Como notó que ciertamente lo estaba, les notificó a los otros centuriones de guardia en el Gólgota que no hacía falta romperle las piernas.

Al ser atravesado por la lanza del centurión, del cuerpo de Jesús salió sangre y agua. El fenómeno fue considerado en aquel entonces como un milagro, aunque hoy en día se sabe, y está científicamente demostrado, que el agua brotó debido a la perforación del seno pericardial. No obstante, para los católicos representan los sacramentos del bautismo y la eucaristía que fluyen del costado de Cristo, así como Eva surgió del costado de Adán.

Nadie había reparado en la lanza hasta que durante un viaje que San Antonio de Piacenza realizó a la antigua Jerusalén, afirmó que había visto en la Basílica del Monte de Sion «la corona de espinas con la cual coronaron a Jesús y la lanza con la que perforaron su costado».

Divor Klaus no albergaba ninguna duda sobre esas aseveraciones porque otros testimonios milenarios hablaban de lo mismo, pero no concordaban con el sitio donde el santo había visto la lanza.

Divor también sabía que en el año 615 Jerusalén y sus reliquias religiosas fueron robadas por las fuerzas persas de rey Cosroes II y la punta de la lanza, la cual se había roto, fue entregada como botín de guerra a Nicetas, quien la llevó a Constantinopla y depositó en la iglesia de Santa Sofía. En 1244, esa punta de lanza, puesta en un icono a fin de preservarla, fue vendida por Balduino II de Constantinopla a Luis IX de Francia y guardada con la Corona de Espinas en la Sainte Chapelle de París. Durante la revolución francesa las dos reliquias sagradas desaparecieron de la Bibliothèque Nationale, donde habían sido llevadas para su protección.

En cuanto a la porción más grande de la lanza, Arculpus la vio en la iglesia del Santo Sepulcro alrededor del 670 en Jerusalén, sin embargo no hay otra mención de ella tras el saqueo del 615. Algunos teólogos afirman que el pedazo más grande de la reliquia sagrada fue llevado a Constantinopla durante el siglo VIII, posiblemente al mismo tiempo que la Corona de Espinas. Su presencia en Constantinopla fue, en su tiempo, claramente atestiguada por varios peregrinos rusos.

Se especula que algunas de las espinas de la corona fueron dispersas en varias iglesias europeas, cuestión posible de rastrear, pero no así la punta o fragmentos de la lanza cuyo destino era totalmente desconocido hasta que Divor Klaus la halló en el Tabor.

Cualquiera que haya sido la reliquia de Constantinopla, cayó en manos de los turcos, y en 1492, bajo circunstancias descritas en la Historia de los Papas, el sultán Bayaceto le envió la lanza a Inocente VIII para forzar al Papa a que dejase podrir en las cárceles del Vaticano a su hermano Zizim. Durante ese tiempo en la Santa Sede había dudas sobre la autenticidad de la lanza porque existían otras. Un pedazo de punta en París, otra en Núremberg, llamada La Lanza de Viena, y una tercera en Armenia, conocida como La Lanza de Etschmiadzin.

A mediados del año 1700, el Papa Benedicto XIV dijo que había obtenido el dibujo exacto del pedazo de la punta de la Lanza de París y que al ser comparada con la resguardada en la Basílica de San Pedro, las dos formaran una sola hoja.

Ese hecho, de que la única comprobación “científica” se hubiese realizada a través de un simple dibujo, sin experticias antropológicas, arqueológicas, pruebas de carbono 14 y otras tantas de que dispone la ciencia hoy en día, inquietaban a Divor Klaus y a la Cofradía del Omne Verum.

Aquella aseveración tenía todos los aderezos de un fraude religioso a gran escala. “Si la Iglesia mentía en eso, ¿cuántas otra grandes mentiras santas estarían esparcidas por el mundo?”, se preguntaba Divor Klaus.

Por eso, al dar con el pedazo faltante de la lanza de Longino y leer las revelaciones que junto a ella estaban guardadas, partió inmediatamente a Venezuela e inició la expedición a La Gran Sabana.



20

   Santiago seguía elevándose hacia el cielo en búsqueda del maligno para entablar combate. Abajo, los dos pemones rezaban un Padre Nuestro con tanta devoción que hasta los más minúsculos arbustos de la inmensa sabana percibían aquellas palabras cargadas de fe y misericordia sublime.

El trinar de algunos pájaros que durante el ventarrón volaron a esconderse en sus nidos, volvió a oírse en la cima del Kukenán. Después comenzaron a llegar muchos, en grandes bandadas. Eran muy hermosos y su canto celestial. Parecían hacerle coro a aquel Padre Nuestro que salía de lo profundo del corazón de los dos pemones. Santiago volteó otra vez a verlos y su alma se plenó de dicha. Sus oídos eran tan sensibles que podían escuchar hasta el susurro de una mariposa.

−Padre nuestro que estás en los cielos. Santificado sea tú nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tú voluntad así en la Tierra como en el cielo. Danos hoy el pan nuestro de cada día. Perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos… −se oía bajo el coro de pájaros que volaron de lo profundo de La Gran Sabana hasta las alturas del Kukenán para unirse a Santiago y a los dos pemones en su lucha contra las huestes infernales.

El cielo parecía que de un momento a otro iba a partirse y desprenderse en mil pedazos. Santiago estaba listo. Esperaba muy cerca de una nube a que su enemigo se materializara frente a él. Luis Rafael y Juan Diego seguían inmersos en profunda oración, lejos de la batalla pero al lado de Santiago en sus corazones.

Salido del mismísimo infierno, un ruido trepidante hizo tambalear el universo. Seis Carrozas de la Oscuridad con cientos de guerreros de Satán en su interior y otros cientos rodeándolas, fueron lentamente haciéndose visibles. De sus ruedas brotaba un chirrido semejante a retoques de tambores y címbalos con olor a piel humana quemada y putrefacta.

Dos se posicionaron frente a Santiago. Las otras cuatro, divididas en par simétrico, a cada uno de sus flancos. En instantes se vieron en todo su espectral y horripilante forma. Las ruedas, de redondez imperfecta, estaban hechas de fémures humanos y animales del más allá. Su piso adoquinado de huesos y pellejos de personas que nunca alcanzarían el descanso eterno, goteaba sangre de los cuerpos del que habían sido desgarrados. Los desechos se movían como si aún tuviesen vida, pero estaban más muertas que la muerte y convertidos en pútridos jirones.

Los carruajes satánicos rodaban descubiertos y a merced del enrarecido aire azufrado. Una purulenta neblina salpicada de rojo se movía sobre las espantosas cabezas de aquellas bestias-soldados. Mientras avanzaban la bruma manaba gotas de viscosa sangre que los monstruos absorbían sedientos en sus bocas. Parecían darle fuerza y valor. Los guerreros de Lucifer iban ávidos sangre hacia el combate.

Brazos, piernas y arcos confeccionados con costillas de grandes animales, cuyas cuerdas habían sido tejidas con pelo humano, eran algunas de las armas que con endemoniada maldad blandían en alto. Las flechas, talladas de enormes esternones negros como la muerte, tenían en sus filosas puntas flameantes ojos de seres que aún tenían vida. Se retorcían de dolor y lánguidos miraban en todas direcciones implorando una compasión que nunca alcanzarían en el infierno al que habían sido condenados por su criminal maldad.

Al notar la presencia de Santiago, las bestias que tiraban las pútridas carrozas encabritaron con relincho infernal. Su pavor podía olerse. No eran caballos, ni animal alguno que existiese en el universo infinito. Eran híbridos infernales parecidos a gigantes lobos negros con cuernos de rinoceronte en ambos lados de su cabeza, cola de dragón y piel de serpiente, que sólo el infierno pudo concebir.

El joven ángel no se inmutó. Levantó en alto la espada divina concedida por Dios y el Espíritu Santo, y voló decidido al encuentro de aquellos monstruos malignos. La batalla estaba a punto de comenzar.

Abajo Luis Rafael y Juan Diego seguían orando. Repitiendo una y otra vez el Padre Nuestro en devota letanía. Escuchaban los ruidos del maligno y los bramidos de las huestes de Satán, pero no se atrevían a mirar hacia arriba. Permanecían arrodillados, con la cabeza inclinada hacia el piso rocoso y los ojos cerrados.

Mientras Santiago avanzaba en pos del satánico enemigo, flechas, dardos y pestilentes bolas de fuego hechas con cabezas aún ensangrentadas de personas recién muertas, eran lanzadas contra su angélica figura. Con destreza y decidido al combate, las eludió sin que ninguna de ellas logarse siquiera rozarlo.

Al estar cerca, las sobrevoló a todas. Luego, moviendo la espada con agilidad celestial se dirigió hacia la primera de las carrozas, la cual se avecinaba amenazante hacia donde estaban los pemones. Gracias a sus certeros movimientos las cabezas de aquellos seres pestilentes y sus bestias de tiro pronto rodaron por los abismos infinitos. Los pútridos proyectiles que le arrojaban desde los otros carros se desintegraban antes de tocar su escudo, cuyas gemas ahora deslumbraban con fulgor divino.

− ¡Tiemblen bestias!... ¡Osaron levantar la ira del Señor y Él me envió para arrearlos al estiércol infernal de donde salieron!... El Señor es mi luz y mi salvación, ¿de quién temeré?... El Señor es la fortaleza de mi vida, ¿de quién he de atemorizarme? −gritaba Santiago mientras arremetía contra las otras Carrozas de la Oscuridad.

Al compás de endemoniados tambores que entonaban una danza de lacerantes acordes de terror, los carros de muerte que habían resistido las arremetidas de Santiago se posicionaron en forma de semiluna con la intención de cercarlo.

De entre la oscuridad se escuchó en toda su estridente y diabólica maldad la risa de Satán. El Príncipe de las Tinieblas aún no se había materializado. Permanecía oculto. Nadie podía verlo, incluso Santiago, no obstante sus poderes. Sólo el enmohecido vaho pestilente de su boca se olía a mucho cientos de metros.

Sobresaltados, los dos pemones dejaron de orar. Pese a la advertencia del ángel, no pudieron evitar mirar hacia arriba. Los cuatro carros que quedaban en pie y cientos de los inmundos seres que la ocupaban, tenían cercado a Santiago.

Impertérrito, como si nada estuviese sucediendo, posó una de sus rodillas sobre una pequeña nube, clavó la espada sobre el celaje cenizo y reposó el antebrazo sobre uno de sus muslos. Aunque con el otro brazo levantó el escudo a la altura del pecho, en aquella posición era bastante vulnerable. Alerta, inclinó la cabeza y comenzó a orar.

−Te amo, oh, Señor, fortaleza mía. Señor roca mía y castillo mío, y mi libertador. Dios mío, fortaleza mía, en ti confiaré. Mi escudo y la fuerza de mí salvación, mi alto refugio. Invocaré al Señor, quien es digno de ser alabado y seré salvo de mis enemigos. Me rodearon ligaduras de muerte y torrentes de perversidad me atemorizaron. Ligaduras de sepultura me rodearon, me tendieron lazos de muerte. En mi angustia invoqué al Señor y clamé a mi Dios. El oyó mi voz desde su templo…

Santiago se detuvo. A sus oídos, cual susurro de mariposa, llegaron las voces de Juan Diego y Luis Rafael, que al escucharlo comenzaron también a recitar aquel cántico del Salmo 18 que David dirigió al Señor cuando lo salvó de manos de sus enemigos.

−…Oyó mi voz desde su templo y mi clamor llegó delante de él, a sus oídos. La tierra fue conmovida y tembló. Se conmovieron los cimientos de los montes y se estremecieron, porque se indignó Él. Humo subió de su nariz y de su boca fuego consumidor. Carbones fueron por Él encendidos….−escuchaba recitar a los dos pemones mientras él seguía, rodilla en nube, rezando igual que ellos.

−Inclinó los cielos y descendió y había densas tinieblas debajo de sus pies −prosiguió Santiago con angelical sonrisa plena de gozo en sus labios.

Las endemoniadas carrozas estaban tan próximas, que el ángel podía aspirar el aliento de las bestias. Pero se quedó tranquilo. Siquiera movió una pestaña. Debía concluir su invocación al Altísimo sin importar lo que sucediese.




    Dark y sus acompañantes eludieron con éxito el cerco tendido por los Dei Pax. El veterano ex combatiente de Afganistán sabía que los malhechores no se darían por vencidos. Que volverían a atacar una y otra vez hasta poder alcanzar su propósito. Robar el Cuarzo Sagrado. El Cuarzo de María Magdalena que encontraron José Pedro, Simón y Débora, los dos ángeles guardianes enviados hasta Marruecos por el doctor Aristócrates Filardo para proteger al arqueólogo.

El científico no sabía si la misión había tenido éxito o no. Simón, que debía avisarle en cuanto hallasen la piedra, no pudo hacerlo porque fueron atacados por los Pax. Sus mochilas, los celulares y todas las demás pertenencias quedaron abandonadas en la ribera del Ouzoud y, seguramente, estarían en manos de sus perseguidores. Tampoco pudo llamarlo por el teléfono de José Pedro porque quedó inservible al mojarse cuando nadaba hacia la orilla contraria de las cascadas. Con el de Dark menos, porque desarmó el aparato para evitar ser rastreados, aunque fue tarde.

Su última oportunidad para comunicarle al doctor Filardo que la santa carga estaba a salvo y en sus manos, era cuando Dark se detuviese en Kelma-des-Sranghna para que Débora comprara alimentos y agua, pero fueron nuevamente atacados. Ahora estaban acorralados y no había tiempo ni era el momento para hacerlo. Sus vidas dependían de las destrezas defensivas de Dark y en sus propios poderes premonitorios si intuían algún grave peligro contra su subsistencia.

En ese aspecto Débora había adquirido una notable capacidad, quizás debido a su corta edad. No debía pasar de los diecisiete mientras Simón ya estaba en los veintiuno. Ella fue la primera en avisar de la barricada porque sabía, por estar sentada detrás del puesto del conductor, que por allí pasarían muchas de las balas que dispararían los Pax, como de hecho ocurrió.

La sugerencia de Dark de que durante el tiroteo estuviesen agachados y con la cabeza sobre sus rodillas, les salvó la vida pero, principalmente, a Débora, quien por estar de ese lado del auto recibiría la mayoría de los impactos. En el caso del coche-bomba, Débora visualizó, en proyección muy similar a las cinematográficas, los chorizos de C-4, pero cuando iba a decirlo Simón se le adelantó.

−Volveré hacia los viñedos. Cuando esté fuera de su vista reduciré la marcha y me lanzaré del vehículo… Debes cambiarte de puesto enseguida y tomar el volante −le indicó Dark a Simón.

− Si, entiendo… Todo saldrá bien. Oraré por ti −manifestó con santa misericordia el fortachón.

−Tienes que moverte rápido si no la camioneta volcará… ¡Okey!

−De acuerdo.

−Trataré de detenerlos desde tierra… Con esta puedo apuntar mejor desde el suelo −afirmó mostrando la poderosa SAW de 800 disparos−. Cuando te haga la señal regresas por mí… ¿De acuerdo?

−Por aquí hay muchos matorrales. ¿Cómo veré la señal? −preguntó el melenudo Elegido.

−Tengo antorchas de humo. Cuando lance la verde será el momento –dijo tocándose los bolsillos bajos de su pantalón de camuflaje.

−Muy bien… ¿Y si es de otro color?

−Huye… Vete de aquí y pónganse a salvo, ¿enterado?

−Enterado. Se hará lo que digas.

−Y tú −dijo girándose ligeramente hacia José Pedro− ve hacia el maletero y comienza a disparar con todo lo que tengas −encomendó lanzándole varias recargas.

−Pero yo no sé disparar −respondió intimidado el arqueólogo.

−Hoy aprenderás… Si amas tú vida, hoy aprenderás.

−Una cosa más. No dispares en forma continua. Su se recalienta te quedarás sin arma. Es muy vieja y podría explotarle el cañón –explicó al joven arqueólogo, quien tenía cara de espanto.

Muy a su manera Dark quiso decirle que cuando un arma como la que tenía en sus manos se disparara genera calor por fricción y hacerlo en forma repetida y sin parar puede derretir el cañón. En esos casos el caño primero toma un color rojo brillante, después blanco. Normalmente las ametralladoras modernas tiene el cañón intercambiable, pero ese no era el caso de la vieja sub. HK-MP5 que tenía José Pedro, por eso era mejor esperar unos cuantos segundos entre una descarga y otra. Una sección de tiros muy rápidos obliga a recargar varias veces, cosa que, además de impedir afinar la mira, ofrece una oportunidad de oro al enemigo para contraatacar.

−Otra cosa. Afíncala bien en el hombro. Así obtendrás precisión y evitarás los fuertes culatazos… No lo olvides y apunta bien. Eso es lo principal… −recordó el veterano ex soldado brindándole una de sus escasas sonrisas a través del retrovisor del vehículo.

−Seguro… Seguro −fue lo único que atinó a pronunciar mientras se ajustaba la tira delantera del pequeño morral que no se había separado de su espalda desde que comenzó la persecución.

Dark no tenía tiempo ni era el momento para explicarle a José Pedro que lo básico, como lo es para cualquier otra arma, es apuntar. Las balas son muy pequeñas y en su trayectoria son perturbadas por el viento y la gravedad. Si no se apunta bien al momento del disparo, los proyectiles se dispersan como si hubiesen salido del cañón de una escopeta. A mayor distancia del objetivo, mayor es el área de dispersión. Por eso siempre se tiene que tener el objetivo en mira y a distancia.

Mientras giraba instrucciones Dark no despegaba su vista del retrovisor y los espejos laterales de la Hummer. Vigilaba cada movimiento de sus perseguidores y sólo esperaba el momento y lugar adecuado para lanzarse del vehículo en marcha. Al ver a lo lejos una pequeña saliente rocosa, consideró que ese era un sitio perfecto. Lo ocultaría de sus agresores y también le serviría de escudo y trinchera. Sólo tendría esa oportunidad y debía aprovecharla.

−Ves aquella roca −le dijo a Simón señalándola con el índice−. Cuando esté un poco más cerca contaré hasta tres y saltaré… Toma el volante y ponte en posición para cambiar de lugar… Tiene que ser muy rápido, ¿entiendes? −expresó mientras abría la portezuela de la camioneta.

−Sí, entiendo. Estoy listo −respondió poniendo una mano sobre el volante que aún tenía aferrado el ex veterano soldado.

−Voy a comenzar… Uno… Dos… Tres…

Apenas terminó de decir tres Dark saltó como un gato montés y rodó sobre el arcilloso suelo. Simultáneamente, tal como las agujas del reloj cuando se cruzan a las doce en punto, de un brincó Simón se acomodó en el asiento que instantes antes ocupaba su compañero.

− ¿Lo viste incorporar? −preguntó Débora con maternal dulzura mientras se pasaba hacia el asiento delantero.

− No… No tuve tiempo −contestó.

Antes de que Dark saltase José Pedro se había tendido en la parte trasera de la Hummer. Aunque tenía cara de espantado, parecía un marine a punto de combate. Las dos camionetas negras estaban muy cerca y tenían en la mira al vehículo amarillo.

Se escuchó una primera ráfaga. Luego otras dos. José Pedro instintivamente agachó la cabeza y se quedó con la cara pegada al suelo de la camioneta, inmóvil, pero con los ojos bien abiertos y alertas. Al volante, Simón conducía como si nada estuviese pasando. Impertérrito como siempre. Débora, con la vista cosida al camino, parecía transmitirle a su compañero a través de un satélite invisible la ruta más adecuada y sus posibles peligros. Piloto y copiloto no se cruzaban palabras. Siquiera se miraban. Sólo movían los ojos.

Otras descargas de metralla y un par de balas que se incrustaron en el baulete de la Hummer, hizo reaccionar a José Pedro, quien salió de su cueva y comenzó a disparar contra sus agresores.

Las camionetas negras estaban muy cerca de donde se había lanzado Dark. Otros dos proyectiles pasaron rozando el rostro del arqueólogo. Uno se incrustó en el latón que sostiene el parabrisas, muy cerca de Débora. El otro atravesó el cristal y siguió de largo. El vidrio permaneció ahí, intacto, pero ahora decorado por el pequeño hueco dejado por la bala.

José Pedro estaba reclinado en el maletero recargando la HK-MP5, cuando desde tierra, y por un ángulo que no lograba ver, escuchó disparos todavía más potentes. Era Dark. Había comenzado a accionar su SAW con municiones 5.56 mm. Parecía un fin de mundo.

Los Pax dejaron de disparar durante algunos segundos. Sorprendidos buscaban ubicar de dónde provenían las descargas. Cuando lo hicieron ya era tarde. Con el chofer mortalmente herido tras el volante, una de las camionetas rodó sin rumbo hasta que desbarrancó por una ladera. Las llamas pronto iniciaron su fiesta y comenzaron a devorarla. Una gran antorcha, parecida a un espantapájaros rojo ambarino, coronaba los viñedos de la parte baja de la colina.

Antes de convertirse en festín del diablo, cuatro maltrechos y ensangrentados rufianes lograron salir de ella. Algunos llevaban sus armas en alto, pero estaban tan atolondrados que de nada les servirían.

La otra camioneta seguía veloz tras la Hummer sin saber quién o quienes los atacaban.

Dark la tenía en la mira. Sólo esperaba el momento oportuno para apretar el gatillo, pero de la nada apareció un helicóptero blanco con una gran franja verde pintada alrededor de su panza y techo. Era un viejo Super Puma civil con mucha artillería pesada en su barriga.

Rasgaba veloz el aire y desde sus costados vomitaba fuego sin piedad contra el ex veterano de Afganistán y la Hummer.

Dark rodó sobre su propio cuerpo para alejarse del sitio donde estaba apertrechado. Balas con intenciones mortales silbaban alrededor de su humanidad.

Entre rastrojos, olivares y viñedos minados de pequeñas rocas, la Hummer seguía abriéndose camino dando tumbos. Con su trompa podaba plantas, racimos verdes y todo lo que se atravesase en su camino. José Pedro estaba aterrado.

Faltaba poco para que la camioneta negra los alcanzara. Los disparos desde dentro eran menores. Sus tripulantes le dejaron todo el trabajo al helicóptero, el cual acababa de pasar sobre donde estaba Dark y se disponía a dar la vuelta para ir por la Hummer que corría a toda velocidad hacia un abandonado refugio berebere cuyas paredes de tierra tostadas por el sol semejaban paja seca.

Al helicóptero sólo le bastó hacer un ligero semicírculo para estar encima de la Hummer. Varias ráfagas cruzaron el aire y pronto la camioneta amarilla comenzó a andar sin rumbo hasta que volcó hacia el lado del conductor. A la misma velocidad en que se desplazaba rodó recostada de su carrocería sobre el polvoriento suelo rojo. Después, otro tumbo y sus cuatro ruedas quedaron dando vueltas y mirando al cielo. La carrera había terminado. Alrededor del vehículo sólo quedó una gran mancha de aceite y gasolina derramándose.

PRÓXIMO MIÉRCOLES Caps. 21 al 25.           

  Adelanto....
   La tensión que recaía sobre los hombros de Pellegrino era todavía mayor que la del cardenal Ribera, por ser el responsable directo ante la Santa Sede de todo lo que estaba sucediendo. Él era el motor, el líder de toda una antigua organización vaticana dedicada al espionaje y contraespionaje sobre asuntos relativos, más que nada, a la Iglesia Católica, aunque a veces también era utilizada en actividades políticas, económicas y otra índole, dentro y fuera de Italia.