sábado, 2 de octubre de 2010

8 de agosto.

  Hoy en la mañana, muy temprano, Carolina me llamó… ¡Dios existe!, exclamé en mis adentros. Mi ser se inundó de felicidad. El sólo hecho de escuchar su voz a través del celular, alegró mi alma. Después de tanto tiempo sin oírla, mi espíritu se llenó de gozo. Temblaba de emoción. Mis oídos se regocijaron de tal forma, que dos grandes lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas mientras un nudo secó aprisionaba mi garganta. Supuse que mis penurias en la montaña iban a llegar a su fin.

 Nada más lejos de la verdad. Carolina estaba iracunda.

 “¡Me la vas a pagar maldito perro!... ¡Escucha!”, expresó tan encolerizada que su furia parecía brotar como una tormenta por el teléfono.

 Terminada la lapidaria amenaza, puso en la bocina del auricular de su teléfono la reproducción de un cassette para que yo lo oyese. Cuando creyó que ya había oído suficiente, cortó la comunicación.

 Remarqué el teléfono en cuatro ocasiones para poder explicarle, no obstante ella volvía a ponerme esa grabación que atormentaba mi alma y mis oídos.

 En la cinta se escuchaba la voz de Laura, una novia que tuve mucho antes de conocer a Carolina. Comencé a grabarle las llamadas después que terminamos nuestra relación. Lo hice por recomendación del personal de seguridad de mi empresa, ya que Laura fue considerada por ellos como obsesiva y peligrosa. No sólo me dejaba maldiciones y palabrotas grabadas en la contestadora, sino que me amenazaba de muerte si no volvía pronto a su lado. La grabé porque era una forma de proteger mi integridad física. Ella tenía contactos y amigos en la policía política, con algunos de los cuales también se acostaba, según me enteré después, y le era fácil hacerse de un arma de alto calibre. En la cinta ella me suplicaba que volviese a su lado, que me amaba mucho y que yo era su único hombre, el hombre que ella había estado buscando durante toda la vida.

 Como no contestaba sus llamados, siguió insistiendo de día, de tarde, de noche y hasta en las madrugadas. Poco a poco comenzó a subir de tono. Esa imploración pronto se transmutó en amenazas de muerte. La obsesión de Laura se convirtió en un gran dolor de cabeza para mí. Por ello comencé a regrabar sus mensajes de amor y muerte que dejaba en la contestadora de la pequeña central telefónica de mi oficina, a unos cassettes que fui ordenadamente almacenado y guardando para eventuales circunstancias o situaciones. Mi objetivo era acumular un dossier para que el equipo de seguridad de la empresa lo tuviese a mano, en caso de que cumpliese sus amenazas. De algo servirían si llegaba a atentar contra mi vida.

 La cosa no pasó a mayores y todo se olvidó. No obstante, cuando un par de años después dejé la empresa donde trabajaba, entre los trastos personales que empaqué y llevé a casa y luego abandoné al desdén en el estudio que Carolina había dispuesto para mí, estaba uno de esos cassettes. El mismo que ahora me pone insistentemente por teléfono. Ella sabe que es cosa del pasado, pero necesita una excusa, algo para cimentar sólidamente la separación, argumentos que luego podría esgrimir para justificar su conducta posterior ante familiares y amistades.

 Hice una quinta llamada. Me atendió ella. En el primer cruce de palabras Carolina comenzó un monólogo pleno de maledicencias, insultos y reproches durante más una hora. Esa llamada, por cierto, como “tengo tanto dinero”, se cargó a mi exigua cuenta.

 No me dejó hablar. Me sentía desesperado. No sabía como atajar su verborrea. Cuando al fin respiró, como pude intervine y le expliqué lo de la grabación de Laura y el porqué la había hecho. No quiso entender razones y de tanto en tanto encendía su grabador y lo volvía a pegar del auricular... ¡Qué tormento!... ¡Qué maldita alucinación!... El pasado se volvía contra mí para justificar un delito de amor que nunca cometí.

 Lo más triste de este contacto fue su obstinada decisión de no dejarme ver a Dorian. Alegaba que, como en lo económico no le había dado nada o muy poco, no tenía ningún derecho para verlo.

 Durante la larga y martirizante conversación Carolina me dijo que de ahora en adelante se consideraría viuda y a Dorian hijo de una viuda, o sea huérfano. Invocó al cielo mi muerte y amenazó con hacerme daño si no seguía al pie de la letra todas sus descabelladas peticiones. Me llenó de improperios y calumnias, aunque la perdono porque se que está fuera de sí… ¡Ojalá reaccione por el bien de Dorian!

 No obstante, había razones más profundas. Las mismas que desde hace tiempo presentía. Carolina esgrimía toda una gama de banales argumentos para confundirme y disfrazar lo que en realidad estaba sucediendo. En su malévola y enferma mente buscaba la forma de hacerme sentir culpable. ¿Culpable de qué?

 La realidad es que quería desorientar mi atención hacia las verdaderas causas de la separación: su adulterio.

 Aunque no tengo pruebas ni estoy completamente seguro, mi intuición aunada a toda una serie de sucesos que acontecieron antes de conocerla, de los cuales, para mi desgracia, me enteré tardíamente, revelan en ella una personalidad predispuesta a la infidelidad… Todo es producto de su trastorno y ese desquiciado afán de vengarse de los hombres y de los supuestos maltratos, tanto físicos como psicológicos, que imaginariamente recibió desde niña de su padre, a quien odia profunda y perversamente con toda su alma.
  Y yo me pregunto: ¿Qué razones tendría su propio padre de tildarla constantemente de puta?... ¡No me lo imagino!

  Al final de la conversación me notificó de mala gana que partiría a la mañana siguiente, con el bebé y Elba, para Aruba y que regresaría en mes y medio.

  Rogaré a Dios todas las noches para que nada le suceda a mí hijo.


MAÑANA:
   Mis manos parecen palmeras batidas por un huracán emergido del infierno.



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Del continente olvidado por Dios (1987)
Pintor: Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 150 x 100 cm.
Colección Privada Guillermo González