miércoles, 24 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 4).

   Ideas, ideas y más ideas aterradoras me asaltaron durante mi retorno a la montaña mientras bebía gin de mi carterita cuarto de litro y fumaba un cigarrillo tras otro. Me importaba un bledo que los demás conductores me viesen empinar de esa forma tan epiléptica el envase plateado forrado en cuero marrón donde tenía mi pequeña reserva de alcohol. En ese instante había perdido la vergüenza, el amor propio y todo deseo de vida. De mis ojos, los cuales estaban ocultos tras grandes lentes oscuros de plástico negro, salían lágrimas que se unían y confundían en una danza de dolor junto a las de mi lagrimeo “natural”. No recuerdo cuántas veces estuve a punto de chocar, de estrellarme contra otros autos, aunque no iba a gran velocidad pero debido a la angustia mordía sin percatarme las líneas de los otros canales. No sólo me salía de la vía, también estaba a punto de salirme de mis cabales. Conductores que venían por la vía contraria me alertaban tocando frenéticamente las bocinas de sus autos y alguna que otras maldiciones que yo no escuchaba por tener los vidrios subidos.
  Sería eso de la una y veinte de la tarde porque cuando salí del estacionamiento vi el reloj y marcaba las 12:54 p.m.
  De pronto, el timbre del celular me regresó un poco a la realidad. Era Alfredo Díaz. Me informó que había hablado con Luis David y éste le dio una serie de explicaciones sobre mis infundadas sospechas. Dijo que él le creyó. (Ahora sí lo entiendo y también le creo porque ya lo saqué de mi lista de virtuales sospechosos. Apenas había sido la primera ‘víctima’ de mis sospechas). También me dijo que el crédito para el periódico nos fue concedido por ciento veinte millones de bolívares y que estaban esperando por mí. En el desespero que tenía le dije que ya no me importaba nada. Le conté con todos los matices de angustia que vibraban en mi ser lo que me había pasado con Carolina momentos antes. Me aconsejó que me quedase tranquilo y que no le provocase ira. Que le diese tiempo al tiempo. Que el tiempo iba lo aclarará todo. Sé que así es. Qué esa es la realidad. Pero el consejo estaría muy bien para una persona calma, tranquila y sin problemas, pero para un desesperado por amor el tiempo es su peor enemigo porque te mata física, mental y espiritualmente.
  Terminé la conversación con Alfredo suplicándole que si Carolina lo llamaba le dijese que la amaba. Que sólo su amor me importaba.
  A llegar a la cabaña, del cuarto de litro de gin ya no quedaba ni un una gota. Sentía que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Me eché boca abajo en la cama y rompí en corto llanto.
  Tendido en la cama, el azul cobalto de jeep reflejaba en mi cerebro. Instintivamente me incorporé, cambié la camisa manga larga azul a cuadros que vestía y puse una franela mangas cortas Banana Republic color gris con rayas negras, saqué otro par de lentes (por eso del disfraz, de pasar un poco desapercibido) y volví a salir con la idea de ir a espiar por los alrededores de casa.
  Mientras conducía las elucubraciones volvieron a granel: “Si es médico o quién coño sea, deberá regresar al trabajo en la tarde. Quizás si, quizás no”. Aparcaré a una distancia prudencial para verlo bien cuando pase. En cuanto a lo del puesto de estacionamiento, pudo haber sido que un nuevo residente se equivocó y aparcó donde no debía. El mío era el 283 y él estacionó en 282. ¿Una simple equivocación? Y si no era así, y si ese era el amante sin rostro, “Carolina tuvo que haberle dado el control que yo usaba para franquear el enverjado. Yo pude entrar porque los guardias me conocen y abrieron la reja eléctrica. No deben saber nada de mi separación… ¿Quién sabe? Con lo chismosas que son las mujeres de servicios seguramente le habrán comentado algo. Ellos, los guardias, siempre le hacen fiesta a ver si pescan en río revuelto y se las llevan a la cama. A muchas les gusta la rochela, más aún si son solteritas”.
  Pensaba en todo, hasta en las cosas más insólitas y absurdas. No obstante la impaciencia mezclada con una buena y rica dosis de desespero mortífero, casi suicida, me hizo abandonar esa fantasía por otra “mejor”. Busqué un punto de observación en una colina, por la carretera del El Saltillo, ubicado en el estacionamiento de un buen surtido establecimiento de venta de frutas, verduras y legumbres. Saqué los binoculares y apunté hacia la terraza del pent house en la esperanza de penetrar con ellos a través de los ventanales ligeramente ahumados. Pero nada. Los lentes son de poco alcance y no pude ver nada. Además, ambas manos me temblaban de forma tal, que siquiera pude lograr un buen foco.
  Decidí entrar a la frutería para evitar sospechas, suspicacias y preguntas incómodas, como las de “qué estaba usted haciendo tanto tiempo en el estacionamiento”, y adquirir algo. Vi unas lentejas y las compré. Pregunté si tenían bicarbonato. El dependiente contestó afirmativamente mientras me observaba con ojos recelosos (Quizás me vio observando con los binoculares). También adquirí el dichoso bicarbonato. Al regresar al auto volví a intentar con los binoculares, pero las manos me traicionaron nuevamente. Abandoné el sitio y me puse a buscar otros puntos de observación más cercanos. No los encontré, pero si llegué a un automercado. Me bajé, compré dos botellas de gin y decidí volver a la cabaña, pero los reflejos de mi mente condujeron el auto hacia la urbanización La Manzanita, donde vive el hermano mayor de Carolina, quien tiene una Cherokee idéntica a la que vi en el sótano de estacionamiento, pero, creo, color verde botella o azul. Quería cerciorarme de que si la que estaba ahí, en el estacionamiento de la casa, no era la de ningún amante sino la de su hermano. Mientras seguía machacando en mi mente: “¿Qué hacía allí esa camioneta?... ¿De quién es en realidad?”. Quería dilucidar de una vez por toda esa martirizadora interrogante. Los vecinos, los dos viejitos de Swit verde, estacionaban a veces ahí su otro auto, uno plateado y de modelo reciente. “¿Será de ellos?... ¿Habrán cambiado de auto en estos cuarenta días que he estado en la montaña? ¿Y por qué cuando llegaron, cuando Carolina me tenía sometido a paraguazos, no estacionaron en su lugar habitual? ¿Estarían ellos antes, desde hace mucho tiempo atrás, usurpando un puesto que no les correspondía pero que al mudarse el nuevo propietario tuvieron que desocuparlo? ¿O el cambio fue idea de Carolina a fin de no levantar sospechas?... Pero ese puesto, ¿en realidad nos corresponde a nosotros. Es de Carolina o no?”… ¡Oh, confusión maldita!... Ahora tengo dudas de que así sea… Creo que el puesto no es nuestro… No lo sé… Ahora no sé nada, Sólo la confusión palpita en mi mente.
  Al llegar a la quinta de su hermano vi un sirviente lavando el piso de la entrada. El estacionamiento está enrejado y la visibilidad es mínima, pero pasando a poca velocidad se puede observar qué autos y cuántos hay adentro. Estaba vacío. Nada. Ni la Cherokee de su hermano ni ningún otro auto.
  Decepcionado, amargado en grado de frustración excesiva y con una alta dosis de desespero recorriendo todos los circuitos eléctricos de mi cuerpo al fallar en todos mis intentos y con el corazón burlado, humillado y pisoteado, otra vez conduje hacia la montaña.

MAÑANA:                                                                   
  …que de repente aparecí con un largo cuchillo militar, de los que usan los soldados Cazadores de selva y con una franelilla toda desgarrada. Que se asustaron mucho.

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