martes, 12 de octubre de 2010

20 de agosto.

    Dios me ama, aunque estoy molesto con Él. Yo también lo amo, aunque Él esté molesto conmigo.
   Bueno, ¡qué coño!... ¿A quién le importa quién está molesto con quién? Debo escribir y lo voy a hacer aunque me cueste la vida… ¿Cuál vida?... Estoy otra vez alucinando… Le estoy dando carácter de vida a mi sufrimiento mortal... Alguna vez escuché que el hombre es un animal de costumbres. Parece que me estoy adaptando a esta mierda: sufrimiento y dolor desesperado… ¡No, mierda!... ¡Va de retro Satanás!
  Voy a escribir. Hay tantas cosas qué contar, que se me ocurre, hijo mío, decirte que casi todas mis heridas sanaron. En la cara únicamente me queda una pequeña costra. Las que aún me molestan enormemente son la del tobillo izquierdo, la rodilla derecha y la de espalda, un poco más arriba del riñón izquierdo. A pesar de los tubos de Tantum que les he aplicado, no creo que sanen pronto.
  Anoche, cuando me acosté, hijo mío, me sucedió algo insólito.
  El frío de la montaña, que en la madrugada fue más lacerante que de costumbre, me hizo despertar. No recuerdo qué hora era, tampoco me importaba. Pero sucedió. De improviso abrí los ojos y me vi envuelto en una neblina blanca que no me dejaba ver nada. Como todavía no tengo vidrios en las ventanas, supuse que debido a la condensación, la niebla me había atrapado dentro de la cabaña. De pronto sentí miedo, pero a medida que me fui acostumbrado, la sensación de pavor cambió por la de extrañeza y paz. Como si un fenómeno raro estuviese ocurriendo dentro de mi cabaña, y yo, como un imbécil, estaba atrapado en el, mirando como un bobo y sin saber qué hacer ni cómo reaccionar. Entonces, después de abrir los ojos, de sentirme bien despierto y mirando todo a mí alrededor, perdí parte de la conciencia. No sabía si estaba flotando en el aire o acostado en la cama, no obstante me sentía feliz. Pero, lo más asombros, es que en ese paraíso de nubes e inconsciencia, percibí como levitaba y desplazaba de un lado a otro de la cabaña. Era como estar suspendido, atrapado por manos con forma de nubes. Fue sentir la vaciedad del universo. Percibir la mano extraña, pero tierna de la eternidad, debajo del cuerpo que me mecía hacía la paz, la cual, extrañamente, no era de color blanco, sino de rojo rubí. Después, entre ese algodón de nubes que transportaban mi ser, vi un triángulo de estrellas, tan perfecto como el que se admira en el cielo.
  Así, estando despierto y dormido a la vez, llegó el nuevo día. Un día maravilloso, que semejaba al de anoche, porque antes de despertar, soñar o vivir mi alucinación o anunciación, en el triángulo, dentro del ojo de Dios, te vi, como en una fugaz película, jugando y feliz.
  ¡Dios te bendice y cuida, hijo mío, yo también!... ¡Tú presencia es mi vida!
  Ya no me interesa nada. Nada tiene sentido ya. Confundo el día con la noche y me da igual.
  Quiero morir, pero también vivir y amar, pero, ¿cómo hacerlo con este dolor mortal? Fugitivos e incomprensibles son mis pensamientos. Nadan y divagan en mi mente como si encontrasen en el mismo centro de un huracán… ¡Sopor maldito que me roba vestigios de razón!
  La tonada “Para Elisa” del móvil dio tregua a mi infierno a las 8:52 a.m. Sé la hora que era con precisión matemática, porque así quedó grabada en el memoria del teléfono y así lo asiento en este Diario, bitácora de amor, dolor, sufrimiento y muerte.
 En mi letargo, el corazón volvió a la vida y latió con fuerza viva al escuchar esos retoques, ya que eran los que de antemano Carolina y yo habíamos establecido para nuestra comunicación directa e íntima.
  Cuando logré alcanzar el celular, este había cesado de repicar. No obstante, Carolina había dejado un mensaje: “Leonardo, tú sabes que estoy en Aruba…Que estoy bien… ¡Deja la llamadera!… ¡Deja la falta de respeto!… ¡Sinceramente estoy harta! Aquí me voy a quedar un buen tiempo… Agradezco que no me faltes más el respeto por teléfono… Yo soy una persona honorable… ¡Estoy cansada!... ¡Estoy cansada!... Sencillamente me cansé de todo… Pero no es para que me faltes el respeto con esos mensajes que me dejas en la grabadora… Me vas a obligar a cambiar todos los números del teléfono, del celular, de todo… Te agradezco, por favor…” (Terminó el tiempo de grabación y con este el mensaje).
  Segundo mensaje: 8:54 a.m. Estaba en el baño orinando (Sic): “Si quieres saber del niño, está bien… Aquí en sus vacaciones… Tranquilas, en paz… ¿Entiendes?... ¡Quiero paz y tranquilidad!... No hace falta que me estés vejando, maltratando e insultando con una gran cantidad de groserías cuando yo jamás he sido mujer de eso… Estoy cansada… ¡Lo que estoy es cansada de tú persona, de todo lo tuyo!... Yo no quiero saber nada de ti… Lo que quiero es paz y tranquilidad… ¡Deja de insultarme por teléfono!... ¡Déjame en paz!... Yo no quiero saber más nada de ti ¡y punto!… ¡Eso es todo!, pero deja…”. (Y se volvió a cortar la grabación).
  Luego entró una tercera llamada, la cual contesté con: “¡Dime Carolina!”, pero ella, al escuchar mi voz, enseguida cortó.
  Estaba confuso, pero luego de desperezarme, la ira me invadió. Escuché una y otra vez los mensajes que me dejó… No sólo la presentía con “otro”, en buena compañía… Luego pensé: ¡Qué tristeza!... Yo aquí, muerto de sufrimiento, encerrado en esta mísera montaña y ella pasándola de lo mejor en la playa, a pleno sol, con su sombrero de panela y lentes oscuros, saboreando un daiquirí o una piña colada, la cual sostiene con desenfado entre sus manos mientras el hielo granizado se va deshaciendo lentamente debido al calor, y su misterioso “amigo” poniéndole bronceador en la espalda.
  En ese preciso instante, sin siquiera pensarlo… Sin pensar en las consecuencias, obviando los consejos de Deepak Chopra, que tanto he leído, en un arrebato tomé el celular y le dejé varios mensajes, el primero a las 9:15 a.m., los cuales, para posterior corroboración, grabé en mi pequeña grabadora periodística.
  El contenido del primero es como sigue: “Carolina, no te he insultado en ninguna forma. No creo que estés en Aruba… Sé que te escondes… Sé que tienes otro celular y que me estás grabando… ¡Lo sé!... Deja la ridiculez… Deja de decirme esas cosas por teléfono… Yo sé muchas, pero muchas otras cosas más… ¡Qué te vaya bonito!”.
  Casi enseguida volví a marcar su teléfono y expresé: “¡Mira!, se me había olvidado decirte lo más importantes: El que no quiere saber nada de ti, so ¡yo!... Estoy hastiado… ¡Asqueado!.. ¿Entiendes?... ¡No quiero saber nada de ti!... Lo único que me preocupa es Dorian, no tú… ¡No te envanezcas!… No me interesas nada, en lo absoluto….Tú vida es tu vida y la mía la mía…Lo único que me interesa es ese pobre niño, al que tienes abandonado... No vayas a creer que te estoy persiguiendo… ¡Chao!”.
  Dejé de escribir. Me incorporé de la sillita, abrí la puerta y observé hacia afuera. Nadie anda por estos lados de las cascaritas.
  Hice pipí, tomé un sorbo de ginebra, volví a poner el CD “Con amor…”, de Soledad Bravo, el cual estoy escuchando desde que comencé a escribir. Su tema número 12, No puedo ser feliz, penetra hasta el fondo de mi alma. Es mi favorito. No puedo evitar una lágrima o dos.
  Días antes le dejé unas estrofas en el celular de Carolina. Sólo parte de la canción y después, de mí propia voz, afirmé: “¡Te amo!... ¡Te amo!”.
  Luego de tal “proeza”, suspirando, me acosté a dormir regodeándome en mí logro.
  Al día siguiente, al interceptar los mensajes de la grabadora de su celular, cosa que hago permanentemente (puedo escucharlos con facilidad debido a que no tiene contraseña de seguridad), lo borré, porque el “¡Te amo!... ¡Te amo!”, no alcanzó a grabarse al terminar el tiempo establecido. Sólo quedó registrada la canción.
  Hay un tercer mensaje, del que me arrepiento. Fue esa misma mañana. Encenderé la grabadorcita que tengo a mi derecha para transcribirlo textualmente. Fue a las 9:19 a.m. y dije: “Ah, mira, faltaba otra cosa. Tú sabes que yo no te quiero… Absolutamente nada. Se me rompió el amor… El 18 de septiembre, una vez que abran los tribunales yo, yo mismo, me voy a dar el gustazo de introducir la separación… ¡Yo!, porque ese gusto es mío y no te lo voy a conceder a ti… ¿Entiendes? Yo voy a introducir la separación… No es tuya, es mía, porque yo la deseo… ¡Chao, mi amor!”, finalicé con sarcasmo.
  A las 9:21 a.m., dos minutos después, volví a insistir con otro mensaje, esta vez malévolo, cargado de rabia, impotencia, dudas, irritación y un toque diabólico, pero no por ello deja de ser real, verdadero: “¡Mira!, y ya que tú armaste el tinglado con esas fotos… Toda esa cortina de humo que tendiste para tapar qué se yo…, con esas fotos de supuestas novias mías… Bueno, fueron novias mías hace cinco años atrás… Yo, de tus “álbumes privados”, que guardas con celo y mucho amor, saqué las fotos de Emiro y de otras de tus parejas… De varios novios… Las tengo guardadas en una caja fuerte (mentí)…Otra cosa, te respeté los pelos (vellos) que tú guardas empaquetados y bajo llave… No sé de quiénes son… Te los respeté y dejé ahí donde los escondes…”.
  PAUSA OBLIGADA: Estoy tratando de sincronizar la grabadora. Mientras lo hago Soledad está cantando No puedo ser feliz. Luego de una armoniosa instrumentación, en sus primeras partes la canción dice: No puedo ser feliz… No puedo olvidar… Siento que te perdí… Y eso me hace pensar que he renunciado a ti, ardiente de pasión… No se puede tener conciencia y corazón… Hoy, que ya nos separan la ley y la razón, si las almas hablaran, en su conversación las nuestras serían cosas de enamorados…”.
  Esta mañana me masturbe con el recuerdo de mis noches, días y tardes con Carolina. Nuestra pasión, nuestros ardientes besos y pródigas caricias, su recuerdo, todo me impulsó a hacerlo. La amo, la amé y la seguiré amando. No a su cuerpo, no a sus pensamientos, no a su voz, no a sus caricias, sino a toda ella entera.
  En la noche volví a hacerlo con mucha más fuerza, como si la pasión jamás hubiese desvanecido. Lo hice con la misma furia, el mismo amor y pasión de cuando ella se fue a Italia, a visitar a su hermana, y me dejó sólo en su casa. En ese entonces no estábamos casados. Éramos amantes. Fue un diciembre, el más frío que mi alma soportó. Dorian aún no estaba en nuestros sueños. Fueron momentos de soledad y silencio que sólo mi amor por ella pudo soportar. No obstante, ella, insegura de sí misma -antes y ahora- creía que estaba con ella por su dinero. ¡Qué equivocada e insegura, Dios mío!
  La tarde… ¡Qué maldita tarde fue la de este domingo 20!... Ya es de noche…, creo… ¿Estoy recordando o escribiendo hoy lo de ayer?... ¿O todavía es hoy y estoy borracho y siquiera sé que día es hoy, ni lo que digo o pienso, menos lo que escribo?
  Bueno, sea hoy o ayer el hoy, la cosa es que parecía un alma en pena. El deseo de verla, al igual que a Dorian y mis malditas dudas sobre la existencia de una tercera persona en su vida me tuvo dando vueltas por toda la ciudad.
  Como un bandido fugitivo, casi camuflado y ladeando oblicuamente el parasol del auto para ocultar parte de mi rostro, pasé en varias ocasiones por el enverjado de la entrada principal de la casa de sus padres. “Es domingo -me dije-. Hoy habrá almuerzo familiar”. Y no estaba equivocado. Muchas veces participé en ellos. Todos los coches, los de sus hermanos y cuñados, estaban aparcados en el espacioso garaje con vista a la calle. Vi a los niños de José Rafael, su hermano menor, risueños y dicharacheros, jugueteando alrededor de estos. Entonces, tragando la amarga hiel de mis angustias, pensé: “¡Ella también estará allí! … Andará en otro auto, ¡pero está ahí!”… Pero no… ¡No estaba!
  Desesperado, fumando como un condenado antes de ser llevado al patíbulo, dirigí el auto hacia La Manzanita, la exclusiva urbanización donde reside su hermano mayor, pero su auto tampoco estaba en el garaje de la residencia. Ya casi a punto de estallar, descorazonado, pasé frente a la casa de su hermana. Ni rastros de ella. Luego, mí vía crucis me condujo hacía la residencia de otra de sus hermanas y, ¡nada! Ni rastros de su auto ni de cualquier otro indicio que pudiese indicar que ella y mi bebé estaban en la ciudad.
  Desfallecido, derrotado e invadido por una sensación de impotencia y vacío mortal, estacioné el auto en una colina aledaña a la casa donde vivía con Carolina. Saqué los binoculares del portaguantes y me dispuse a husmear hacia los ventanales de la casa.
  Mi intención era ver algo, no sé qué. Algo, que por más doloroso que fuese, corroborase mis sospechas de la traición. Algo que, de una vez por todas, me matase o me regresara a la vida. La incertidumbre es la más maldita de las compañeras. A veces es mejor saber, cuánto antes mejor. Es el final o el principio. O te mueres o te liberas de una vez por toda de la pesadilla que te atormenta. La incertidumbre, la inseguridad, que conduce a la sospecha, es un veneno letal que en pequeñas dosis te administra la razón y te va matando lentamente, muy lentamente, y con crueldad infinita.
  Aparentemente tranquilo y con dominio de mi mismo, coloqué los binoculares cerca de los ojos. Mientras lo hacía, una fatigosa respiración escribía un poema de horror en la mente. Hasta un sordo hubiese podido escuchar los latidos de mi atormentado corazón.
  Siquiera pude enfocar el bendito aparato y eso que siempre lo hago al instante y con facilidad. Tuve que girar la perilla en varias ocasiones. Parecía que todo conspiraba contra mí. Mis movimientos eran torpes, propios de los prisioneros de la angustia permanente.
  Una vez que logré poner los gemelos a punto, vi hacia allá. Hice un croquis mental y visual, pero nada… ¡Nada se movía! No había signos de vida en la casa.
  No satisfecho con los sinsabores del día, en la noche, a esos de las siete y treinta, obviando los peligros de esa carretera tan tortuosa, la cual se hacía aún más peligrosa debido a los desatinos que causaban mi angustia, nervios y desesperación, volví a hacer el mismo tour. Resultado: ¡Nada!... Ni una luz encendida en la casa, ni asomo de vida por sus alrededores, menos de ella y Dorian.
  Derrotado, emprendí el regreso… A masturbarme con su recuerdo y dormir, pero no sin antes ingerir una buena y fuerte dosis de tranquilizantes. No tomé alcohol, apenas agua y un trozo de pan, el suficiente para sobrevivir.


MAÑANA:                                                                              SÓLO EN MI SILENCIO
En el año del silecio (1991)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 150 x 100 cm.
Serie MURMULLOS EN EL SILENCIO
Colección MUSEO CARMEN TINOCO
La Habana (Cuba).