P/D A LA PAUSA ANTERIOR: Antes de despedirnos le comuniqué a Maura la decisión de cambiar el número del celular. Casi le da un síncope. “Y yo, cómo me voy a comunicar contigo”. Le dije que la llamaría y se le daría el nuevo número. Es imperativo que lo haga. Es una forma, además de rehuir al acoso del abogado de Carolina, de comprobar su lealtad y silencio. Le dije que, además de ella, no lo tendría más nadie. Que ese sería un supremo acto de confianza, nuestro secreto. Veremos qué pasa. Y es que dudo tanto de ella, no de su entrega, sino de su boca. Tanto, que a veces tiemblo sólo de pensar qué pasaría si Carolina llegara a enterarse que me acosté con ella. Darle el nuevo número telefónico será una decisión muy temeraria. Pero no importa. Conoceré, al fin, de qué madera están hechos algunos seres humanos… ¿Será qué sólo estoy rodeado de bestias?
Hoy pasé un día pleno de paz y alegría, pero estoy tan cansado que no resisto escribir una línea más, pero trataré, pese a los lexos y a la media botella de gin que he engullido desde que tomé el bolígrafo en mis manos. Son las 12:18 a.m. y aunque quiero darle más rienda a mi mano, esta, confusa y cansada, busca resistirse. Veré hasta dónde puedo llegar, de otra forma continuaré mañana, aunque sea otro día, que, por cierto, debo acometer con decisión y prontitud cronométrica desde muy temprano porque esta tarde llamé a la Galería de Arte Adrómaca y Leandra, la curadora y novia de Genardo, hijo del dueño del establecimiento, me notificó que el domingo se inauguraría la Gran Colectiva Nacional y que yo era parte de ella.
“¿Cuándo debo llevar las obras?”, pregunté extrañado. Y respondió que en la galería tenían un cuadro que desde hace meses dejé en consignación. ¡Una obra! ¿Sólo una obra? Me pareció tan pobre que, en pocas palabras, la convencí para llevarle otros dos excelentes cuadros y ella lo aprobó. La cita es para mañana a las nueve y debo ser puntual sino me joden en el montaje. Las pinturas que llevaré serán dos de las tres que adornan la cabaña. Sus títulos son Otoño incipiente y La náufrago, ambos de formato 120x70 cm. y pertenecen a mi última “loca” colección, la cual denominé Vitrales Virtuales. Bajaré los precios, ya que no estoy para estúpidas exigencias. ¡Necesito dinero a toda costa! Y, si bajo los precios, pese a la caótica recesión económica que vive el país bajo el mando del presidente, Comandante y General en Jefe de Todos los Ejércitos, podré tener la suerte de vender algunos… “¡Suerte para el domingo, desesperado!”, me doy ánimo a mi mismo.
Regresando a lo de la caminata con Antonello y Luna debo anotar que fue relajante y llena de nuevas revelaciones.
PAUSA CORTA O NO TAN CORTA… SER O NO SER, I’T IS THE QUESTION…: Fui a hacer pipí. La hago, en mi privacidad, sentado en la poceta, como las mujeres, debido a que cuando estuve viviendo con una mujer con hijos, me reclamaba que salpicaba de orine por todos lados y que tenía la mala costumbre de no levantar la tapa del baño. Que eso era una cochinada y que podría enfermar a sus pequeñas con quién sabe qué imbécil enfermedad porque yo era un puto y, por “precaución”, me obligó a mear sentado. Y así me acostumbré a hacerlo hasta ahora, y así lo hago en mí propia intimidad. No en los sitios públicos o cuando una mujer está en una habitación conmigo, ya que les excita sentir la fuerza del meado cuando se estrella y rebota contra la cristalina y mansa agua de la poceta. Al escucharla salir del pene y penetrar el agua les hacen “presentir” tu fuerza de amante, tu potencia sexual, según me confesó una vez una mujer con la que salía. Se hacen sus fantasías y se lo imaginan grande y duro, como les gusta a todas. Podrán cambiar muchos denominadores comunes en el mundo, tanto en la ciencia o en las matemáticas, pero ese, mientras exista una mujer en el mundo, nunca cambiará: ¡grande y duro! Es ese el denominador común de sus vaginas. Por otro lado, lo de la fuerza de la caída del orine no tiene nada que ver con la potencia sexual y lo digo por mi mismo. Yo lo hago normal o suavecito, dependiendo del momento y como tenga de llena la vejiga. Los diabéticos parecieran que lo hacen con una manguera de bomberos y, sin embargo, en una gran mayoría de los casos, sufren de disfunción eréctil o no sirven como amantes y, lo peor, algunos lo tienen chiquito. Pero eso a ellas no les importa. Si esa es la realidad no tiene ninguna relevancia. Lo importante es su fantasía, porque escuchar la voluptuosa caída del meado le sublima su taquicardia vaginal. La culpa no es tanto de ellas, sino de sus hormonas. De su genética y pensamiento vaginal. Su verdadero amor está en la fantasía, dureza y tamaño de un pequeño apéndice y, por supuesto, en el dinero. En mi puta y experta opinión es así. Así sucede con la gran mayoría de ellas, aunque sean muy señoras y nada putas. Es la realidad, el día a día de esos seres que llamamos mujeres pero que, en realidad, son nuestros diablos de la existencia cotidiana. Pero, ¡cómo nos gustan!... Una vez, cuando todavía no estábamos casados y nos la pasábamos “fugando” de posada en posada turística en el interior del país a fin de escondernos de miradas curiosas y pasar nuestros largos y ardientes fines de semana, Carolina me dijo: “No sólo hay que ser señora, sino parecerlo”… ¡Sin importar lo puta y depravada que sea la mujer, por supuesto!
Vuelvo atrás y regresó al cuento inconcluso de la caminata. Fue reveladora. Cuento porqué.
Al pasar cerca de una casa enclavada en una hondonada de la montaña, afirmé:
–Ahí vive un psiquiatra.
–Sí, el qué jodió a Antonello –manifestó Luna con sus cándidos dieciséis años.
– ¿Cómo es eso? –pregunté extrañado.
–Estuve en tratamiento con él por año y medio… Tú sabes… Por eso de la dependencia –respondió Antonello.
Supuse que se refería a dependencia de alcohol y drogas.
–Pero no logró nada porque está igual de loco –intercedió Luna equiparando al psiquiatra con Antonello.
Como el asunto me pareció bastante delicado y personal, me hice el desentendido, como si no comprendiese su realidad, y me fui por la tangente al decirles que los mejores centros de rehabilitación de drogadictos están en Cuba, pero que son muy costosos.
–Yo conozco a muchos que fueron allá y regresaron peor –sentenció Antonello con desenfado.
–Es cierto. Conozco algunos casos, como el hijo de “Musiú” Laserié (un famosos y adinerado hombre de la televisión local) y la del hijo de Julián Cancheco (un cómico y humorista de televisión) –reafirmé yo recordando unos casos que eran vox populi.
Los tres nos quedamos callados por instantes.
Después, mientras seguíamos montaña abajo, Antonello me dijo que el loquero que vivía en la hermosa casa en cuyas adyacencias pasamos, se llamaba Jaime no sé qué coño y que debía tener unos cuarenta y tres años. En eso llegamos al final de la meta que nos habíamos propuesto. Dimos vuelta y comenzamos el retorno.
Fue un ascenso rápido. Antonello iba de primero. Yo a unos seis pasos de él y atrás, pero bastante atrás, Luna, quien a cada instante pegaba un grito quejándose de que íbamos muy rápido. Que el corazón se le iba a salir del pecho. La pobre tiene principio de bronquitis a causa del frío, los cigarrillos y quién sabe porque otras cosas más… ¡No!... No soy mal pensado. He estado en su cascarita y los he visto meterse, a ambos, sus puchos de marihuana. No los crítico. Ni me interesan sus razones o porqué lo hacen. Quizás, si me da la perra gana, yo también lo haga algún día.
Antonello y yo, quien también subía con fuertes palpitaciones, paramos dos veces. Luna se seguía quejando, pero pronto nos alcanzó. Cuando se me ocurrió decirle que el lugar, que toda esa zona, era una de las canteras más grandes de cristales de cuarzo del país, Luna quedó extasiada. Le propuse escarbar para buscar algunos. Antonello estaba absorto en sus propias cavilaciones y recibió la ‘revelación’ como si le hubiese dicho que el agua es incolora.
Luna y yo comenzamos una infructuosa búsqueda. Al filo del mediodía Antonello le dio permiso para que siguiese conmigo, buscando los cuarzos, y se marchó solo a la cabaña.
Después de una hora, pese a las pertinaces “excavaciones”, Luna y yo regresamos defraudados, con las manos sucias y con unos remilgos microscópicos de cuarzo.
Ya en mi cabaña, preparé el hígado encebollado, el cual comí con deleite y ansiedad canina. Raro que Danger no se asomó a la ventana para pedirme su cuota.
De allí en adelante, enseguida después de ingerir mi alimento, comencé una frenética tarea de limpieza. Lavé, en el mínimo fregadero toda la ropa que consideré sucia. Un blue jeans, short, bóxer de dormir, franela, interiores, paños de cocina, medias y otro pequeño etcétera de cosas. Luego sacudí la ropa del “closet” la cual, otra vez, estaba llena de moho.
En un descanso me puse a afilar y sacarle unas manchas de óxido a uno de mis cuchillos (el más viejito) de supervivencia. Quedó reluciente. De ahí fui directo a lavar los trastos sucios de la cocina. Cuando consideré que la “misión” estaba cumplida, agarré en mis manos la última pera, ya semipodrida, la lavé, saqué del closet una pequeña navaja militar de camuflaje y vanidosamente me fui hacia donde los guariqueños construían las últimas ocho cabañas de ese sector.
PAUSA INELUDIBLE: ¡Coño, me estoy durmiendo! Ya no puedo más. Estoy casi borracho y con pocos cigarrillos en la cajetilla. Son la 1:47 a.m. según el reloj del celular. Debo tratar de dormir porque mañana debo llevar el par de cuadros a la galería. Si en mi mente desesperada los recuerdos no se diluyen o huyen cual ladrón de mi atormentado ser, seguiré mañana.
MAÑANA:
En aquella oportunidad mi sabia madre acompañó su consejo con la frase ars longa, vita brevis, una máxima latina que significa el conocimiento es inmenso, la vida breve. De ahí en adelante siempre lo he seguido al pie de la letra.