viernes, 8 de octubre de 2010

16 de agosto.


UN CARRUSEL, UNA TORMENTA                                                     


  Muero poco a poco. Día tras días. El sufrimiento es el peor de los venenos. Es lento pero letal. Se que debo seguir, que la vida es lo más bello e importante y que uno no puede echarse a morir por un sentimiento de amor. Pero, ¡Dios mío, cómo horada el alma!... ¡Qué sensación de muerte tan cruel y desgarrante!
  Por más que me lo repito, no entiendo qué delito cometí contra la humanidad para que Dios me condene a tan doloroso castigo.
  Anoche estaba muy atormentado. No se si más que hoy o menos que mañana. Quizás hoy esté peor, no obstante, no voy a dejar de escribir. Es lo único que me hace palpar que estoy vivo.
  Poco a poco me voy acostumbrando a mi cascarita y a la vida en la montaña. Por ahora tengo tres fieles e incondicionales amigos: el cristofué, mi automóvil y Danger. Al menos tengo algo, otros tienen menos que yo...
  Sufro, ni se imaginan cuánto. No obstante, como me creo macho, soporto calladamente. Creo que entre mi dolor está el cielo y Dios y como nunca he pecado mortalmente, seré salvado…
  – ¿Estás divagando?, escuché que pregunta mi conciencia, la cual se halla escondida en algún recodo lejano de mi alma.
  –Si esto es divagación, la prefiero a la maldad del mundo exterior. Al menos aquí, en la montaña, no me siento agredido por nadie, sólo por mis pensamientos, a los cuales venceré –contesto para mis adentros.
  Anoche escribí atormentado, con ira… ¿Fue odio? No lo sé, ya que aun no sé distinguir las fronteras entre la ira y el odio. Tampoco cuál de los dos es más dañino. Lo que es a mí, los dos son pura mierda destructiva. No le hace bien a nadie. Más bien mata. Sí, el odio mata lentamente a aquél que odia. La otra persona, o sea la odiada, bien gracias. A veces ni se entera y está tranquila, gozando. ¿Quién carajo inventó el odio? Por supuesto que tuvo que ser el mismísimo diablo. El hijo de puta se divierte un mundo atormentándonos a los humanos. Nosotros somos sus payasos, su circo, su salón de juegos. El odio, oh Dios. ¡Qué daño hace! Ese sentimiento nunca en mi vida lo había palpado. Creo que me infectó. Que soy víctima de su maligna y venenosa ponzoña.
  No releo lo que escribo y nunca lo haré. Me importa un carajo lo que escribo, si lo hago bien o mal, pero una cosa es cierta, está salpicado de dolor y de sangre, de esa sangre que se desgarra silenciosa dentro de todo mí ser. Eso no importa… ¿A quién le importa?... Sólo sé que debo seguir adelante, escribir sin parar. De otra forma los pensamientos me arrojarán al caldero del infierno. No es masoquismo, sino la última voluntad, el testamento de un desesperado. Escribir. Sólo pido que Dios me deje escribir y no me atormente tanto la conciencia.
  El no pensar pensando es la mejor arma que he encontrado para sobrevivir y atenuar el sufrimiento. Ocupo mi cerebro en otras áreas: escribir, masturbarme, buscar cuarzos, limpiar la cascarita, soñar a través de la ventana y tratar de ganarle la guerra a hongos y humedad, ya que mis trajes están deshechos.
  El día tiene veinticuatro horas y el día siguiente también, y el otro y el otro igual. Si no pienso y duermo, todo está bien. Pero si pienso y no puedo dormir, todo está mal. La medicina que aprendí para sobrevivir es agotarme en otras distracciones a fin de evitar que la mente me flagele. Ella y yo estamos librando una gran batalla. Aunque ahora me esté ganando, al final espero triunfar.
  ¿Cómo hacerlo?... Por ahora no preguntes conciencia, porque no se qué contestarte. Por ahora déjame escribir antes de que mis pensamientos turben el recuerdo.
  Hoy, a las once de la mañana, llamé a Luis David a la oficina. Le expresé que le daba una semana de plazo para disolver la compañía y que si se resistía lo demandaría penalmente. “Y eso no te conviene”, amenacé.
  Quien hablaba no era yo, sino una persona diferente a la que siempre he sido. Mi voz tañía a rabia, inseguridad y maldición. Una agria pasta, amalgama de dolor, impotencia y debilidad, estaba inserta al final de mi garganta. Él la percató.
  –Estás equivocado. Eso no es así –manifestó refiriéndose a mi rabia, intuyendo que todo lo hacía por mi sospecha. De la supuesta la relación adúltera que sostenía con Carolina.
  Pero cuando le comuniqué la decisión de demandarlo, cambió de tono y contestó:
   – ¡A mí no me puedes hablar así! –y enseguida colgó.
  Esa no es la actitud, ni la respuesta de un “amigo” a otro, el cual, sabe, está sufriendo. Yo, en su lugar, habría esgrimido una y mil razones a fin de disipar toda duda o sospecha. Lo hubiese invitado a verme personalmente, para que, frente a frente, viéndonos a los ojos, comprendiese su error y se percatase de mí inocencia. Pero no, como se siente culpable y temeroso, no sabe qué decir ni qué argumentar. Su respuesta fue casi una admisión de culpa.

  Por la tarde estuvo por mi “refugio espiritual” -que quieres conciencia, ¿qué diga infernal?- un jeep patrulla de montaña. Los policías le preguntaron a los obreros de quién eran “esos automóviles” –refiriéndose al de Antonello y al mío–. Antonello, quien ese momento salía de su cascarita para dirigirse al suyo, les notificó que ese era su auto. Se subió en el, lo encendió y se fue. En cuanto al mío los guariqueños, los chiquillos-obreros que construyen las cabañas, le dijeron: “Ese es de un inquilino que vive allá abajo”.
  Yo apenas había regresado a la montaña unos minutos antes. Los estaba observando desde abajo, a través de una rendija de la cortina de bambú.
  Cuando los polizontes se fueron, los guariqueños se acercaron hasta mi cabaña y me informaron. “Eso es muy raro -aseveraron-. Ellos nunca vienen por aquí”.
  El hecho, aparentemente insignificante o supuestamente rutinario, llamó mi atención y me puso sobre aviso, ya que Carolina, entre la cadena de gritos, maldiciones y amenazas que profirió la mañana del ocho de agosto, dijo, entre otras cosas, que “me había denunciado ante la policía”, no sé porqué motivo. No lo recuerdo porque estaba tan histérica y chillaba tanto, que era humanamente imposible retener en la mente toda su loca verborrea, aún más para un alma atormentada.
 Echado sobre la cama quedé pensativo. Así duré más de una hora, dejándome patear por las ideas y deducciones.
  Casi como robot de juguetería me incorporé, fui hacia el baño y, como de costumbre, volví a golpearme la frente.
  Si mi padecer no me enloquece, lo van a lograr esos golpes en la cabeza. Entré, oriné y lavé la cara… ¿o fue al contrario? Bueno, qué importa, hice mis cosas, salí y comencé a carraspearme la garganta y luego pronuncié algunas palabras para probar mi voz, quería escucharme para oír que tan deprimente sonaba. Por supuesto que no dije el “¡Hola, Hola!... ¡Probando…probando!... Un… dos…tres…”, tal como hacen los locutores para afinar el sonido del micrófono antes de comenzar un espectáculo.
  Después del corto ensayo, creyéndome seguro y con temple, tomé el celular y marqué el número de Carolina y le dejé el siguiente mensaje: “Se que ya me tienes ubicado, mí amor. Fue un excelente trabajo policial y yo un imbécil descuidado. ¡Chao!... No, mejor dicho, “que te vaya bonito”, y temblando de desaliento colgué.
  Luego llamé a Doris, la doméstica que dos días a la semana va a casa para ocuparse de la limpieza general. Le pregunté por Elba, ya que tenía días sin poder comunicarme con ella. Esta me dijo que Carolina la había despedido.
  ¿Por qué?...Una mujer tan devota y cariñosa con Dorian. ¿Qué había sucedido? Si Elba estaba siempre con el bebé, le prodigaba más mimos y dedicación que su propia madre… ¿Será realmente cierto que Elba dejó la casa?... ¿Carolina la echó para meter sin espías ni remordimiento a algún hombre en la casa?... ¿Tenía miedo de que ella abriese la boca y me avisase?
  Sí, lo sé, son meras especulaciones. Pero con una mujer como Carolina, se tiene, obligatoriamente, que ser suspicaz.

  Casi al final de la tarde hablé con el doctor Valera. Me notificó que durante la entrevista con el doctor Alzurú éste le había ofrecido la ridícula suma de cuatro millones para concretar un acuerdo en la demanda. El pidió quince, de los cuales la tercera parte irían destinados a pago por sus servicios.
  Lo consultaré con la almohada que, por cierto, mañana tendré que asolearla porque huele a moho. No obstante, no aceptaré esa humillante oferta. Quizás veinte millones me harían recapacitar o, en todo caso, su oferta más un contrato de trabajo en el mismo emporio periodístico. Eso me place.


P/S: Cuando me califiqué de “imbécil descuidado”, lo dije porque hoy, antes de volver a la cascarita me acerqué hasta el supermercado donde hacía las compras con Carolina, el cual está cerca de mi antigua casa. Allí compré unos caramelos y dos botellas de ginebra. Al salir fui a la misma gasolinera donde iba con Carolina y rellené el tanque del auto.
  Estoy casi seguro que me siguieron hasta la montaña. Por ello la presencia del jeep policial en esa zona tan boscosa e intrincada.
  Me tiene sin cuidado si ubicaron “mi residencia”. Pero, si los acontecimientos cambian, escribiré de verdad las tres cartas-denuncia. Uno nunca sabe: Luis David siempre está rodeado por una tropa de malandros, a quien contrata para que presionen y “disuadan” a sus deudores a pagarle las viejas facturas que les deben. La otra, Carolina, siempre dice que tiene mucho poder y que gracias al dinero puede hacer lo que la da la gana. Las cartas no serán garantía de nada, pero si un instrumento para inculparlos y se haga justicia en caso de que sean tan locos y traten de hacerme daño.
  ¡No, definitivamente, no! No tengo miedo, ni pienso correr o volverme paranoico… ¡Coño, es que quiero joderlos de cualquier forma, no importa si eso me cueste la vida!

MAÑANA:                                                                                     
EL TEMOR DE LA NADA.

Esperando a Godot (1985)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 150 x 100 cm.
Colección Privada familia Aguilar.