Desperté deprimido, cansado y hastiado hasta de mí mismo. Pero tenía que cumplir con la misión que me había propuesto.
A eso de las 9:30 a.m., luego de engullir (ya no como, sino devoro debido a las cuotas de retraso que le debo al estómago) unas hojuelas de maíz bañadas en una blanca leche, me vestí, tomé el auto y lo enruté hacia casa de Rosalía. El rústico seguía estacionado donde siempre lo vi. De ahí emprendí mi tormentoso recorrido de siempre.
¡Qué desespero! Aunque con el desayunó también tragué una tableta de 6 mg. de lexo, pese al sopor y somnolencia del tranquilizante, las laceraciones mentales siguen. No hay pausa.
Decidido y sin pensarlo más, marqué el número de casa en la esperanza, debido a la hora (más o menos las once y media de la mañana) de que me atendería Elsa. Para mala suerte, atendió Pablito. Enseguida colgué. El niño es tan misterioso como la madre y, de seguro, no me iba a decir nada de lo que quería saber.
Concluido el primer recorrido, derrotado y con un agotamiento contenido después de tantos días de tormento, regresé a esconder mi pena la cascarita.
En la tarde, después de almorzar con un pedazo de lechosa que le compré a uno de los tantos camiones de venta ambulante que se estacionan a orilla de la carretera que lleva a la montaña, volví a hacer el mismo giro. ¡Nada!... Nada de nada.
De regreso pensé: ¡al diablo con todo! “Sea lo que sea, algún día se sabrá la verdad. Por más que me atormente no cambiaré los resultados. Lo que pasó pasó. La única diferencia es que no lo sé y con saberlo no alteraré nada. Lo hecho hecho está. Dejaré todo en manos de Dios y que sea lo que Él disponga”. Trataba, falsamente, de reconfortarme. Aunque mi subconsciente no se tragaba esa ilusoria perorata interior, súbitamente me invadió una tenue de paz y escuché una serena voz que me susurraba al oído: “Volverás con Carolina. Todas tus sospechas carecen de fundamento. Ella te está sometiendo a ese desprecio para darte una lección. Una lección que te haga recapacitar y no ser tan insolente y arrogante cuando las dudas, celos y desconfianza te atrapan en sus redes”.
Bueno, ojalá sea así. Pero qué lección tan cruel, mucho más utilizando a un inocente niño para castigarme. Esperaré. Dejaré que las cosas discurran sin resistencia y me dejaré arrastrar en la silenciosa incertidumbre… Evitaré, en lo posible, dejarme llevar por los impulsos.
Esta tarde, a los pocos minutos de haber regresado a la cascarita, Freddy tocó. Venía a arreglar la puerta de la despensa, la cual ayer colocó al revés. Por eso no le cerraba. Puso la parte que debería ir hacia arriba mirando hacia abajo y viendo hacia adentro. Me explico. Como es una tabla rectangular compuesta de tres listones ligeramente barnizados unidos uno contra el otro, por el lado que se le mire es lo mismo. La única diferencia es el lado por dónde tiene que encajar. Si no se orienta en la forma exacta como fueron medidos y cortados los listones antes de unirlos, nunca encajará. No es asunto de nivel, sino de deformidades.
Freddy traía tres libros debajo del brazo.
– ¡Cumplí! –dijo complacido de sí mismo al verme asomar por la puerta–. Te traje los libros que te había prometido. Son muy buenos. Este es El cliente, de John Grishan. Me lo leído tres veces –afirmó mientras sus ojos brillaban de satisfacción.
–Gracias, te lo agradezco mucho –referí con cierto desgano–. La tarde…, el día, está muy cargado –añadí enseguida a fin de disculpar mi falta de ánimo.
El afirmó al tiempo que me mostraba los otros libros. Uno era de Sergio Dahbar, titulado Sangre, dioses y mudanzas, el cual estaba bastante empolvado, como si nadie jamás lo hubiese leído. O quizás porque el buen Freddy lo estuvo arrastrando consigo desde la mañana y como no tenía donde guardarlo, seguramente lo apoyaba cerca suyo mientras hacía los trabajos de carpintería. El otro, The street lawyer, también de John Grishan, estaba en inglés.
– ¿Tú debes hablar inglés? –preguntó al mostrármelo.
Asentí tímidamente con la cabeza. ¡Qué va!... No hablo papas de inglés. Le mentí. No sé porqué lo hice, pero mentí. Quizás fue por vanidad, por la banal presunción que a veces atrapa a todos los seres humanos con “imperfecciones sociales”.
MAÑANA:
¿Será este díptico, que llegó a mis manos en esta apartada montaña en momentos de tormento y desesperación y entregado junto a un libro por un carpintero (tal como lo fue Jesucristo) un mensaje divino que me envió el Todopoderoso…