lunes, 29 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte y9).

  Segunda llamada. El intervalo entre una y otra llamada fue de apenas segundos.
  – ¡Aló! –contestó Elsa al levantar el teléfono.
  –Mire, señora Elsa, cuando ella llegó ayer al mediodía… A las doce y media y piquito, no la vio usted nerviosa… –pregunté directo.
  –Sí, la vi como alterada, pero pensé…–se interrumpió y prosiguió–: Le pregunté qué le pasaba y me dijo que estaba nerviosa por la llegada de su hermana.
  – ¡Ah!, no fue por los golpes que me dio cuando me encontró allá abajo.
  –No, como estaba Pablito, no quiso hablar de eso.
  – ¡Ah!... ¡ya!… –acoté pensativo.
  –Ella iba para… (No entiendo lo que siguió diciendo Elsa porque la grabación no quedó muy clara en ciertos puntos y yo, por los nervios, apenas recuerdo que hice las llamadas. Si no estuviesen registradas en el grabador, casi juraría que no hice tantas. Que no hice tres).
  – ¿Ustedes están desde el día dieciséis en la casa?... ¿Usted regresó con ella?
  –Yo regresé con Rosa (¿?) y ella llegó el cinco de septiembre.
  – ¡Ahhhh!... Pero usted dónde estaba.
  –Yo, con la señora… Ella regresó… Yo me vine en el… Con la señora Angelice porque Pablito regresaba el 27 (agosto).
  –Entonces usted la dejó sola en Aruba.
  –Ella estaba con la señora Marisela.
  – ¡Qué raro! –expresé al recordar que Marisela odia el mar. No se mete siquiera hasta los tobillos–. Y, ¿estuvo tanto tiempo con Carolina en Aruba?
  – ¡Ajá!...
  – ¡Okey!... ¿Pero usted estuvo con ella en Aruba? –insistí con un nudo en la garganta presintiendo que todo era mentira.
  – ¡Ajá! Sí estuve.
  –Sí estuvo… –repetía al tiempo que un mar de confusión inundaba mi desespero.
  – Estuve desde el diecinueve.
  –Con ella.
  – ¡Ajá!
  –Y usted se vino en el avión con Angelice.
  – No. Ella se fue con la señora Marisela y los muchachos.
  –Ya entiendo…. ¡Bien!… Por favor no le diga a la señora que yo llamé. Me siento muy mal y no volveré a llamar… Quizás lo haga en los momentos que me indicó. Cualquier cosa usted sabe mi teléfono… ¿Usted lo tiene?
  –Desde aquí yo no puedo llamar a celular –precisó con entereza y sinceridad.
  – ¡Ah!, es verdad. Lo había olvidado.
  Ciertamente, era así y yo lo sabía. Carolina no le permitía hacer llamadas a celulares y, mucho menos, realizar conexiones nacionales, aunque sabía que los pequeños hijos de Elsa vivían en Altagracia de Orituco, en el estado Guárico. De las internacionales ni hablar. Y después, delante de sus amigotas de un Club de Enrolladas en busca de Expiación (el club de viejas tiene otro nombre, pero yo lo llamo así) al que pertenece, y pasar el tiempo patrocinando cursos de costura y manualidades, se la da de dama caritativa con infladas ínfulas de filantropía.
  – ¿Usted no tiene otro teléfono dónde lo pueda localizar? –preguntó Elsa en el mismo tono misericordioso que había empleado momentos antes.
  –No únicamente el celular. Por cierto, ¿ella cómo qué cambió el número de su celular?
  –Sí, compró otro.
  – ¿No sabes el número?
  –No… Bueno, ella me dijo que me lo iba a dar por lo del bebé, para estar pendiente, pero no me lo ha dado.
  –Bueno, pero cuando lo tengas me lo das… –expresé edulcorando los más que pude mis palabras a fin de que conmoviese–. Yo no la voy a llamar. Sólo es para tenerlo para cualquier emergencia, ¿de acuerdo?
  –Pero yo no quiero meterme en problemas.
  – ¡Por favor! –le supliqué como un niño–. De mi parte no diré nada. ¡Te protegeré!... Miré, ¿y están yendo para el club? (Un club social italiano donde el chisme vuela más rápido que pájaros, mariposas o un súper jet, dependiendo del tenor de la historia y la maledicencia de la persona).
  –Por ahora no.
  – ¿Y no está haciendo spinning?
  –Desde que llegó está con eso de la hermana. Comprándole unas sorpresas…
  –Otra pregunta, ¿Ella no contrató a una muchacha de servicio para irse a Aruba?
  –Andaban… Andaban las ‘muchachas’ de la señora Marisela.
  –Bueno, tengo que colgar. Ya sabes, guárdame el nuevo número de la señora… Te llamo mañana para hablar con el niño y me lo das…
  –Bueno, veremos si ella me lo da… ¡Chao, señor Leonardo!...
  Menos mal que Elsa es casi una santa. No sé cómo aguantó tanto. Cómo soportó mi desesperado desespero. Ayer estaba en la etapa paranoica del desespero. ¡Qué desastre! Hoy, ni yo mismo me aguanto al escuchar por el grabador mis insistencias mientras transcribo esta dos primeras llamada al Diario. Si la tercera llamada es similar a estas dos, me juro por mí mismo, que no lo haré. No la transcribiré. Hacerlo hasta aquí ya me hizo sentir bastante intranquilo y tenso. No tanto por la obstinación, elucubraciones y fantasmas que pululaban en mi mente ayer, sino porque me veo retratado en una condición muy deprimente. De humillación melancólica y triste. De un ser inseguro, cuando siempre he sido todo lo contrario. Como un andrajo. Ayer era el vivo retrato de un andrajo ambulante, lleno de miseria, inseguridad y desesperante tormento. Me resisto a ser lo que ayer vi que era gracias a la grabación, porque en mis sentidos, en mi memoria el martirio interior había borrado todo vestigio de esas conversaciones de ayer. La magia de la electrónica, al permitirme reescucharme, abrieron mis cerrados ojos.

MAÑANA:                                                                   
  Y es que estaba tan enloquecida de placer y emitió tantos, pero tantos chillidos (al principio creí que fingía), que, por instantes, supuse que había perdido la razón.



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