jueves, 30 de septiembre de 2010

3 de agosto.

  Estoy fumando y bebiendo demasiado. Me trago casi una botella de whisky barato a diario. Estoy abusando, lo sé. Ojalá que mis defensas resistan este duro embate.
 Hoy vinieron unos obreros a instalar la puerta de mi cascarita. Así llaman ellos a este tipo de cabañas por semejarse a media cáscara de nuez invertida, aunque su techo es de zinc y sus paredes de tronco de bambú arqueado, el cual después recubren con una suave mezcla de cemento, arena y agua. Las cascaritas vienen equipadas con lo esencial, pero sin refrigerador, por lo que la comida, si no se trata de enlatados hay que comprarla y prepararla a diario. Yo sólo lo hago cuando me da hambre o tengo que salir a buscar mi provisión de whisky y cigarrillos. De lo contrario, me conformo con pasta y latas.
  Los obreros, casi adolescentes, son unos artistas construyendo cascaritas. Instalaron la puerta en un dos por tres y prometieron, para dentro de algunos días, “cuando haya real”, ponerle los vidrios a las ventanas. Esperaré. Eso me tiene sin cuidado.
  Todos los días, desde que salí de casa, llamo a Dorian. Mi principito adorado toma el teléfono (Elba, la nana, le pone el auricular al oído), pero la mayoría de las veces mi bebé lindo no articula palabra alguna, sólo sonríe, según me refiere la nana. Es muy pequeño y todavía no habla, sólo emite algunos sonidos muy tiernos.
  Quiera Dios que esta separación no lo afecte psicológicamente.
  Nunca me acuesto sin orar. Pero, últimamente, lo estoy haciendo más que de costumbre. Ruego a Dios para que Carolina me lo deje ver antes de que parta de vacaciones a la isla de Aruba, según me dejo dicho con la nana que iría pronto. Serán ¡cuarenta y cinco días de ausencia!... ¿Mi alma no podrá resistirlo?... ¡Ojalá se apiade y me lo deje ver! Su perversidad no puede ser tal.
 Estuve, y aún lo estoy, tan enamorado de ella que jamás intuí tanta maldad en su ser como el que ahora esboza… Me resisto a creerlo… ¿Es mi confusión la que me hace pensar de esa forma?… ¡Sí, eso debe ser!... Aunque no ha contestado ninguno de mis e-mail… ¿Las habrá recibido?... ¡Claro que sí!... Esas máquinas no fallan tal como lo hacemos nosotros los humanos… Ellas no tienen sentimientos, sólo obedecen órdenes… ¡No!... No estoy desvariando, sólo haciendo una pequeña reflexión.
 Moriré de tristeza, lo sé. Ojalá no sea pronto. Aspiro que Dios me de fuerza para soportar este duro trance. Espero que mi salud no se resquebraje, ni física, mental o espiritualmente, para que pueda ver y abrazar a mi querubín en todas las etapas de su tierna e inocente existencia… Fuerza, mucha fuerza, y presencia de ánimo le ruego al Señor… ¡Esto pasará y todo volverá a ser como siempre fue!





4 de agosto.



 Hoy amanecí temblando. Es agosto y en esta época del año más bien hace calor, mucho calor. Un dolor penetrante y una angustia que no puedo contener me inutilizan.
 Tomé un tranquilizante, mejor dicho, varios, y pasé casi todo el día en cama, sin comer. Sólo bebo agua y whisky y cuando mi vejiga obliga a levantarme, voy al baño, orino y vuelvo a acostarme. Siquiera pienso. Mi aturdimiento confunde el pensar con el existir. El ser con el no ser… Fue mejor quedarme acostado, de otra forma no sabría imaginarme qué habría sido de mí.
 Todo me abandonó, hasta mi espíritu, que una vez fue recio e indomable. Me he convertido en algo que nunca fui y sin embargo soy… No tengo ganas de escribir.




5 de agosto.

 Estoy igual que ayer, no obstante en la tarde tuve fuerzas para caminar entre el bosque de bambúes que circundan la cabaña. No hay nadie en las cascaritas aledañas. Todos se han ido a trabajar y estoy sólo. Miro al cielo buscando una respuesta. Invoco al Altísimo, pero sólo halló silencio, un silencio que perturba aún más mi alma. Decidí tomarme otro tranquilizante y volverme a esconder entre las cobijas. Así me siento bien. Todo es oscuro, tal como mi alma.


MAÑANA: En mi guerra interior todo está muerto, menos yo.








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1º de agosto.




   El cigarrillo me está afectando, pero mucho más la tristeza. Más por sentirme lejos de Dorian, que por la separación de Carolina…
   ¡Mentira!... Estoy mintiendo, porque aún la amo. Amo a Dorian con todas las fuerzas de mi alma, pero en estos momentos creo que utilizo ese sentimiento como una excusa dentro de mi ser.
   ¿Estoy mintiendo o estoy confundido?... ¡Qué alucinación, qué vaguedad de pensamientos!... ¿Cuál es el verdadero amor que me abate?… ¡Por supuesto que el de los dos! Sin embargo, por ahora, hay uno más fuerte… Uno vil y despreciable que apesta a odio.
   Aunque jamás nadie, durante toda mi vida, había podido lograrlo, Carolina despertó en mí un sentimiento que siempre aborrecí y que jamás había experimentado: ¡odio! Un odio que brota como huracán de las cavernas más profundas de mi alma… Me asusta. Quiero contenerlo, pero no puedo. Es tan intenso, que me es imposible dominarlo. Mucho más ahora, que mí debilitada humanidad está tan deshecha.
    ¡La odio!... Aunque yo no sé odiar… ¿Por qué ese tormento tan destructivo florecer en mí si la amo?… No sé como la puedo odiar si únicamente me enseñaron a amar… ¿Dónde germina la flor amarga del odio?... ¿Por qué me tocó a mí?... ¿Qué tan pérfido delito he cometido?... Será que mi amor, aunque puro, es dañino: ¿Celos, inseguridad?... ¿A qué y por qué? … ¿Veo fantasmas o todo son artificios de mi mente?… ¡Oh, lucidez prodigiosa, no me abandones en el tormento!... ¿Dónde está Dios y su divina bondad?... ¿Por qué me maltratas Divino ser?
   En la tarde salí de la montaña. En el auto fui en busca de un Cyber. Sentí la necesidad de enviarle otra carta a Carolina. Quizás sea la última. Antes de llegar a la gran ciudad, en un pequeño centro comercial, vi un aviso y me detuve. Era un centro de computación. Bajé del auto y como autómata entré al recinto. Pedí una computadora y bajo el título Devuelve amor por odio falsamente escribí:


Carolina:

   Sentiré satisfacción en ser humilde de corazón y espíritu. Me alegraré cuando se me brinde la oportunidad de devolver amor por odio. No temeré a nadie, sino a mí mismo, que puedo, en un momento de debilidad, traicionar mi propia conciencia. Pondré todo el empeño que la sabiduría divina me de para no mostrar nunca más esa máscara horripilante de la ira en mi rostro. Jamás atentaré contra mi vida espiritual inyectando el veneno de la ira en el corazón de mi paz, ya que dejaría de existir como ser humano para convertirme en un ser atrapado en las tinieblas de la tristeza y la desdicha. Medita, vive y practica esto en tu vida diaria.

                                                Buenas tardes y chao,

                                                                                   Leonardo


MAÑANA:

Moriré de tristeza, lo sé. Ojalá no sea pronto...

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30 de julio.



   Triste, abatido y sintiendo el peso del mundo sobre mi espalda, hoy dejé lo que hasta días antes fue mi hogar. Las presiones y constantes amenazas de Carolina, me obligaron a salir casi en desbandada y dejar el mundo incoherente en el que estaba aprisionado.
   Con poco dinero, sin trabajo y sin hogar, atrás quedaron todos mis afectos y una inocente criatura que me rompe el alma y destroza los sentidos al sentirme lejos de su cariño. Dios sabe que hice lo imposible para quedarme a su lado, pero contra la crueldad, insensibilidad y malevolencia de Carolina no hay fuerza en el mundo que pueda. Su castigo celestial, y que Dios me perdone, deberá ser atroz.
   La estoy odiando y eso me atormenta, porque aún la amo. Nunca había sentido esa sensación porque nunca hasta ahora había saboreado la ácida hiel del odio.
   A partir de hoy estoy “viviendo” en una pequeña cabaña construida en la pendiente de una montaña de escabroso acceso situada al sur, a unos treinta kilómetros de la ciudad.
   Días antes había hablado por teléfono con Robert, un amigo de años. Mintiendo, le dije, que estaba escribiendo una novela y que quería apartarme un poco de la ciudad y sus tentaciones, de otra forma jamás podría terminarla.
   Debido a la angustia que destilaba cada una de mis palabras, estoy seguro que no me creyó. Intuyendo mi desesperación, me dijo que en una colina cerca de su finca estaba construyendo un grupo de cabañas, las cuales alquilaba a personas de bajos recursos y con problemas de vivienda, y que podría quedarme en una de ellas el tiempo que quisiese.
   Se lo agradecí en el alma, empero igualmente me sentía perdido, desorientado y sin ganas de vivir. Tomé el auto y fui hacia allá. Me costó mucho llegar, pero al fin encontré ese apartado rincón del mundo, muy adecuado para esconder mi desesperación y angustia.
   La primera noche dormí en oscuridad plena y casi a la intemperie, ya que la cabaña, muy rústica, estaba a medio construir y aun le faltaba por instalar puerta y ventanas y no tenía luz eléctrica.
   No obstante esa noche, primera en los últimos quince días, dejé de flotar en la infinita incertidumbre y, al fin, pude dormir casi con placer.
   Quizás fue por el agotamiento o el desprendimiento del embrujo de Carolina. De no estar cerca de los recuerdos, de dormir sólo en la misma cama en la que dormía con ella y presentir su olor en la almohada, que esa noche me concedió esa pequeña tregua.
   Antes de salir de casa le envié otro e-mail, el cual le puse por título Aún podemos alcanzar la felicidad. Tanto este correo como los anteriores los salpicaba de frases copiadas de unos libritos religiosos que tenía cerca. Lo hacía por que la desesperación no me permitía pensar con lucidez. Mi corazón estaba tan destrozado y mi tormento era tal, que las palabras brotaban con encrespada dificultad de mi cerebro.
   Estas fueron las palabras escritas en el correo:

Carolina:

   La existencia no puede ser un holocausto. Dame, al menos, tiempo para la reflexión sana, sincera, con desprendimiento. A ti te pido lo mismo. Ahora mi corazón llora amarga y desconsoladamente. Comprendo y, al mismo tiempo no entiendo, la naturaleza, la gravedad, que precipitó nuestra ruptura. Sólo sé que mi alma está destrozada. Hecha pedazos. Y mi mente se ha convertido en un torbellino repleto de infelicidad. Según los Vedas "sufrir infelicidad es la única forma de lograr la felicidad". Ruego a Dios, por nuestro amor y por el pequeño Dorian que esas escrituras milenarias tengan razón y que la cordura y la paz vuelvan a nuestros corazones.

                                                         Leonardo


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29 de julio.

   29 de julio.

   Estoy aprisionado. Carolina me dio plazo hasta mañana para abandonar la casa. “Si no correrá sangre”, amenazó en una escueta llamada telefónica.
   Traté de calmarla pero nada pude.
   Todo está ocurriendo demasiado rápido y en el momento más inesperado. Tengo poco dinero y estoy sin trabajo. Busco una salida fácil, pero por más que le doy al cerebro no la encuentro… ¡Nunca hay salidas fáciles!... ¡Dios mío qué hago, no me abandones ahora!
   Decido enviarle otro e-mail.  Estoy resignado. Ojalá mis palabras penetren su duro corazón. Lo titulé He enterrado las decepciones muertas y dice así:

Carolina:

   Mi antiguo caudal de pasiones, de posesiones, de banalidades, los reinos de fantasía, los castillos en el aire de mis sueños, todo ha sido abrasado por un fuego que encendí yo mismo en mi corazón.
   Contemplo esta hoguera no sólo con tristeza, sino con regocijo, porque ese fuego ha consumido no únicamente mi hogar de cosas materiales, sino también los fantasmas de tristeza forjados con mis fantasías. Soy feliz ahora mucho más allá de la riqueza de los reyes. Soy rey de mí mismo. No un rey esclavizado por la ambición de posesiones materiales. No tengo nada y, sin embargo, soy rey de mi propio reino imperecedero de paz. No soy ya el esclavo de los temores de posibles pérdidas. No tengo nada que perder. Estoy coronado de satisfacción perenne. Soy un rey verdadero.
   He enterrado las decepciones muertas en el cementerio del ayer, del olvido. Ahora hundo el arado en el jardín de la vida con nuevos esfuerzos creadores. Sembraré en el semillas de sabiduría, de salud, de prosperidad y de felicidad. Las regaré con la confianza en mí mismo y mucha fe y esperaré que el Ser Supremo, la Inteligencia Superior que todo lo sabe y lo ve, me proporcione la anhelada cosecha para que incineres en el bullente horno de tu mente todos los reproches que me haces hacia Dorian, esa inocente criatura que, más que un hermoso bebé, es verdadero don de Dios. Ámalo ahora con todas las fuerzas de tu corazón y proporciónale mucho cariño y ternura. Sé que me complacerás.
   Si pese a mis esfuerzos de salir con dignidad hacia adelante, no recojo el fruto, quedaré contento, porque convencido estoy que puse y pondré todo mi empeño, capacidad e inteligencia para ver realizado ese objetivo. Si fracaso esa vez, daré gracias a Dios porque no me hizo un ser inválido, sino un hombre capacitado para volver a probar, una y otra vez, hasta obtener el éxito. También le daré gracias cuando llegue el éxito. Y, prometo, que muy pronto haré un gran fuego con todas mis cosas perecederas. No seré ya un pordiosero que bendiga prosperidad mortal limitada, salud y conocimientos. Quiero sí, prosperidad, salud y sabiduría sin medida, pero no de fuentes terrenas sino de las manos divinas de Dios Omnipotente, que todo lo posee, todo lo puede y todo lo da. A ese mismo Dios, mi Dios, le pediré que me enseñe a incluir en la búsqueda de mi prosperidad la prosperidad de los demás.

                               Chao y que el Padre Eterno te bendiga,

                                                                                             Leonardo



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miércoles, 29 de septiembre de 2010

26 de julio.

26 de julio.

   Carolina se esconde y no atiende mis llamados. Tengo cinco días sin ver a mi querido Dorian. Lo utiliza para castigarme… ¿De qué?
   Ella sabe que amo en demasía a mi pequeño bebé, por eso trata de herirme sin dejármelo ver.
   ¡Dios Todopoderoso ilumina su distorsionada y maquiavélica mente!
   En la mañana le envié unas líneas, bastante cursis y rimbombante por cierto, a través del correo electrónico de su hermana Angélica, donde supuestamente se fue a refugiar después que abandonó el hogar donde vivíamos. Aunque la casa es de ella, era nuestro hogar. Ese mínimo derecho, de decir “nuestro hogar”, me asiste. En la ventana de Asunto, le puse el título: Palabras… sólo palabras para ti. Esto fue lo escribí:

Carolina:

   Al fin podré alcanzar la inefable y dulce paz en la morada del más absoluto silencio. Sentiré satisfacción en ser humilde. Me consideraré altamente honrado cuando, por hacer obra de Dios, se me castigue. Me regocijaré cuando se me brinde la oportunidad de devolver amor por odio. Venceré el orgullo con la humildad, la ira con el amor, la excitación con la calma, el egoísmo con la caridad, el mal con el bien, la ignorancia con el conocimiento y la miserabilidad del alma con la bondad.
   Adiós, hermosura del cielo. Adiós, estrellas celestes que me conducen por el sendero del bien. Adiós, hijo hermoso, Dorian de mi alma, aunque no esté cerca siempre sabré que la inteligencia de nuestro señor Jesucristo te arrullará en los pétalos de las rosas, en los reflejos de la luz y en los pensamientos amantes de todas las almas sinceras, y yo, tú padre, soy una de ellas. En mi espíritu jamás serás un niño abandonado en la riqueza, porque la verdadera riqueza es la que brota de las caricias del corazón. En mi morarás con afecto en el regazo de mi conciencia, porque, por ahora, no puedo (aunque nunca lo haría con conciencia) lisonjearte con la hipocresía de regalos que en nada ennoblecerán tú espíritu en el futuro. En mi tristeza, hijo mío, seré el gozo callado de la vida que siempre estará presente para protegerte a través de la oración y los sentimientos, no del dinero.

                                                              Chao,

                                                                              Leonardo

P/S: Dorian, ojalá que tú madre, calmado su enojo, apaciguada la ira venenosa que tiene inyectada en su corazón, algún día te muestre este mensaje (sino lo destruye apenas recibido).


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22 de julio de un año cualquiera.

EL PRIMER PASO AL INFIERNO
(COMENCÉ POR ESTE DÍA PORQUE LOS PRIMEROS FOLIOS DEL DIARIO ESTÁN PERDIDOS EN LA JUNGLA DE MI SUFRIMIENTO).

   22 de julio de un año cualquiera.

   Carolina se llevó a Dorian. Lo arrebató de mi lado y se fue a vivir con su hermana. Su amenazante ultimátum fue lapidario: “me quedaré aquí hasta que salga de mi casa”. El apartamento donde estoy, el mismo en el que vivíamos antes de la ruptura, es de su propiedad.
   Tomó esa decisión porque la noche anterior le reclamé que tenía abandonado a Dorian.
   Le dije: “Dorian es un pobre niño abandonado y tú una pobre mujer rica”. La consideró una ofensa imperdonable. Entre improperios y maldiciones pronto entró en furia desvariada. Me insultó. Expresó que era una buena madre porque le daba todo a nuestro hijo, que pagaba las cuentas y yo nada. Que no tenía autoridad para reclamarle nada porque ella sostenía el hogar y que, por ese motivo, podía hacer lo que le venía en ganas sin explicación ni justificación.
   Como mujer rica e irracional que es, cree que con dinero puede comprarlo todo, hasta el afecto y el cariño de los hijos. ¡Qué equivocada está!
   Me molesté con ella porque salió de casa a las siete de la mañana y regresó pasada las ocho de la noche, sin saber nadie dónde, ni qué estaba haciendo y menos con quién andaba.
   Durante todas esas horas le importó un carajo su hijo, menos yo. Ni se molestó en llamar para saber si se había tomado el tetero, si estaba vivo o si se sentía bien o mal.
   Cuando tarde en la noche regresó, le reclamé su desconsiderada actitud. Le expresé que debía darle más amor y cariño a Dorian, quien apenas tiene tres meses de nacido. Que sus negocios e intereses inmobiliarios los podía dejar para después. Que, por amor a Dios, olvidase las cuestiones de dinero y le diese un poco de afecto a su hijo. ¡Qué lo tomase entre sus brazos!... Cosa que muy rara vez hacía, porque expresaba: “Me siento incapacitada. Me pone muy nerviosa, mejor lo hace ella”, decía refiriéndose a la enfermera que contrató para atender al bebé, la cual fue su verdadera madre durante casi todo su primer año de vida.
   Ese día, iracunda y dolida en su “amor de madre”, Carolina dijo que necesitaba tiempo y que, si yo quería seguir a su lado, no la molestase con tantos reproches porque “tenía que hacer sus cosas”.
   Ese mismo argumento esbozó durante toda nuestra relación para justificar su ausencia del hogar y el abandono de su hijo: “Tengo que hacer mis cosas”. ¿Cuáles cosas, Dios mío, si lo tenía todo? Yo ya no podía con ella. No había argumento, por más sutil y amoroso, que la hiciera recapacitar y entender. Cuando me atrevía a reclamarle algo con un poquito más de energía y severidad, amenazaba con dejarme y me conminaba a abandonar la casa donde vivíamos, la cual, como dije, era de ella. Eso, siempre que podía, me lo recordaba. ¡Qué tortura!... ¡Qué acoso psicológico!
   Sé que Dorian carece de afecto materno, pero no puedo hacer nada o muy poco para remediarlo. Me lo impide la oscuridad de Carolina. Su soberbia y prepotencia pobre mujer rica. Y, porqué no decirlo, ese bagaje de complejos y conflictos existenciales que carga sobre sus hombros, los cuales a veces le impiden caminar con cordura por la vida.
   Estuve a punto de resignarme. Me propuse pensar, a fin de rehuir confrontaciones, que su verdadera madre era la nana, la mujer que le prodigaba el amor que le negaba la mujer que lo tuvo en el vientre. Sí, lo sé. Era una actitud cobarde, pero sólo fue un pensamiento, nada más. Una forma de consciente evasión con el único objeto de proteger al niño y evitar estériles peleas. Pero nada. Todo seguía igual. La insensible y apática personalidad de Carolina me asombra e irrita.
   Como hace apenas pocos días perdí el trabajo, al menos yo, podré estar más cerca de mí hijo. Sé que no es ninguna solución, ya que el amor maternal no tiene substituto y es esencial en esa tierna edad… Sí, ciertamente, también estoy celoso, muy celoso. Intuyo la presencia de otro hombre en la vida de Carolina.
   – ¡Qué gran conflicto embarga mi alma!... Estoy preso en mi propia angustia y desesperación y no puedo siquiera salvar a mi hijo del desamor e indiferencia de su madre.
   – ¿Cuál odio y sed de venganza te seducen? –se pregunta mi conciencia.
   –Nadie está exento del mal –me contesta su voz interior.
   Estoy comenzando a sentir la tortura de la ausencia, de la soledad y desolación.
   “No te asustes, quien habla no es ningún fantasma, sino tú mismo”, me repito constantemente.
   Voy a llorar por primera vez. Me está pasando algo que nunca me había sucedido.
   – ¡No!, no siento ningún nudo en la garganta… Sino un dolor en el pecho que apenas me deja respirar. Siento que desvanezco y que, en cámara lenta, voy cayendo en las manos risueñas de la imagen de la muerte.



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lunes, 27 de septiembre de 2010

DIARIO DE UN DESESPERADO (Novela)

Prólogo

EL UMBRAL

   Quizás cuando comiencen a leer estas líneas ya no estaré entre ustedes. Quizás ya haya muerto… Quizás.
   Por ello, ante de que suceda, antes de que sea tarde, aparté a un lado el Diario, mi fiel compañero de los últimos infernales meses, y decidí contar unas cuantas cosas… El umbral de la pesadilla. Algo que les haga comprender mi proceder, actual y futuro. No es que me importe mucho el futuro o su comprensión, pero necesito, a fin de expirar tranquilo, un aliento de esperanza. Un juez imparcial, silencioso y desconocido aquí en la tierra, porque con el que está arriba, en el cielo, me las arreglo yo cuando sea el momento.
   Es de madrugada. Mis manos temblorosas apenas pueden sostener un cigarrillo entre los dedos. No es producto del alcohol y la gran cantidad de tranquilizantes que he ingerido últimamente, sino por el dolor, la impotencia y la angustia que mancilla mi ser. O, tal vez, por ambas y muchas otras cosas. ¡A quién le importa!
   Hoy presiento que mi vida se irá pronto, por eso consideré la necesidad de escribir los inicios de mi pesadilla. Lo que a continuación leerán es un sucinto resumen. Lo poco que mi adolorida humanidad ha podido hilvanar.
   Cuento. Andaba sólo por el mundo, feliz y disfrutando a mis anchas de la vida, la cual no dejaba de sonreírme a cada paso. Era, verdaderamente, un hombre feliz, inmensamente feliz. Mi dicha era tal que me sentía inmerso en una burbuja celestial y fantástica. Pese a que no poseía, ni poseo, ningún bien de fortuna, sólo el dinero conquistado con el esfuerzo de mi trabajo, mi dicha abarcaba los confines del mundo. Me sentía el dueño de todo y yo parte de ese todo, el cual parecía haber sido confeccionado a mi medida y placer.
   Ante mí se abrían mágicamente todas las puertas, tal como si fuese un magnate o un gran personaje. Aunque, pensándolo bien y para hacer honor a la verdad, si era un personaje admirado e imitado por muchos, pero también envidiado por algunos, más en la alta sociedad, la perversa, la que no perdona y odia.
   ¿Qué de qué me ocupaba?...  Era… Bien, para qué contarlo si eso no tiene la menor importancia para lo que ocurrió después.
   Resulta que durante mis correrías como hombre de mundo, un buen día conocí a una bella, melancólica y misteriosa mujer. Precisamente lo último, lo de misteriosa, fue lo que me prendó de ella, aunque también fue lo que años después acabó con mi vida y felicidad.
   Yo también le gusté a ella. Se inició el ritual del romance, muy corto, por cierto. Era tan ignota y misteriosa su mirada, que comencé a llamarla “mi princesita veneciana”. Eso le gustaba, a mí me entretenía, ya que daba rienda suelta a mi mal habida fama de Casanova.
   Luego vino lo que, por obligación debía venir: sexo. Todo pasó muy rápido, tan rápido que, además de sorprenderme, sembró en mí la semilla subconsciente de la duda y la desconfianza.
   Esa primera vez, la primera vez que estuve con ella, les confieso, fue desastrosa.
   Acostumbrado a estar durante toda mi vida con mujeres con cuerpos esculturales, casi perfectos, esa noche -aunque me lo esperaba, pero no de forma tan desconcertante- mi decepción fue colosal.
   Ella poseía un rostro bastante agradable, nada desdeñable, aunque su cuerpo era una calamidad, pero lo disfrazaba con sorprendente destreza tras los artilugios que pone a disposición de las mujeres las casas de moda.
   Había imaginado que así sería, que su cuerpo no era nada del otro mundo, aunque nunca pensé que podría espantarme.
   Creí, en esa época de eufórica autoestima y mujeres a granel, que era sumamente difícil que alguien pudiese engañarme en esas cuestiones. Empero sucedió cuando, por primera vez, la vi totalmente desnuda ante mis ojos.
   Verdaderamente, no me lo esperaba. Ese día no había salido con ella con la intención de hacerle el amor, sino para pasear y estar juntos a fin de concederle más tiempo al romance y al deseo. Para que juntos pudiésemos urdir un lujurioso encuentro para cuando llegase el momento del acoplamiento.
   En la mañana ella me llamó muy temprano para que la acompañase, en horas de la tarde, a una Bienal de Arte que se llevaba a cabo en un lujoso cinco estrellas. Estaba cansado, ya que la noche anterior -un sábado, si mal no recuerdo- estuve de fiesta y me había acostado con mi odontóloga.
   Aunque me sentía algo extenuado, ante su insistencia accedí.
   Luego de pasearnos durante más de dos horas por todo el amplio y concurrido recinto y admirar las maravillosas obras de arte que se exponían ante la selecta concurrencia y charlar con varios pintores y algún eventual amigo que nos encontrábamos a nuestro paso, decidimos retirarnos. Mientras íbamos en busca del coche que estaba aparcado en el estacionamiento del hotel, ella me insinuó que la invitase a tomar un trago. Aunque me extrañó, no sospeché malsanas intenciones. La complací y en su auto fuimos a un restaurante-pianobar donde yo era asiduo.
   Entre tragos y tragos, no muchos, y una aburrida y banal conversación, sin que siquiera se lo insinuara, de sus labios escuché a manera de proposición: “No tengo más responsabilidad por hoy. Dispongo de toda la noche para ti… Soy toda tuya”, dijo con desfachada frialdad y decisión.
   En un primer momento quedé desconcertado. Creí haber oído mal. Recapacité lentamente. Estaba desnivelado, como si alguien hubiese movido con intensidad la banqueta donde estaba sentado frente a la barra del lujoso restaurante. Realmente aquello, con esas palabras tan glaciales, sin siquiera haber habido antes una caricia y menos un beso, me tomó por sorpresa. Me confundió. Los soliloquios de la seducción habían sido inmolados.
   No sé si me comprenden. A los hombres, aunque las mujeres siempre tienen la última palabra y son las verdaderas seductoras en cuestiones del amor, nos gusta que nos hagan sentir que las hemos conquistado por nuestros “encantos”. Nos excita “acorralarlas” entre el sí y el no. Entre la indecisión y la aprobación.
   Debo, obligatoriamente, hacer un paréntesis: escribo esto con dolor y profunda amargura en la certeza de que pronto volaré a la dimensión donde se aplacan los sufrimientos. Quizás en estas líneas denoten algún dejo de frivolidad, pero ha tenido que ser así, de otra forma no sería objetivo y sincero y yo mismo me condenaría al infierno.
   Cuando escuché de la sensual boca de “mi princesita veneciana” aquellas palabras, confieso, quedé desarmado y por disimulados segundos sin habla. Esa sucesión de decisivos vocablos y otros que vinieron después, oídos de su dulce voz, me turbaron.
   No obstante, sucedió lo que debía suceder. Esa primera noche la lleve a un hotelucho que estaba cerca de donde nos bebíamos los tragos. Ella, sin poner reparos, accedió a que la llevase donde quisiese, pese a su donaire y esas grandes ínfulas y pretensiones de dama de la alta sociedad que demostraba en cada uno de sus pasos.
   Era nuestra primera noche de sexo.
   Apenas cerré la puerta de la habitación que nos habían asignado, ella se desvistió prontamente, sin esperar a que yo con seductoras caricias y besos lo hiciese. Carecía de pudor. Fue tanta la decepción que sentí al ver aquel cuerpo amorfo desnudo delante de mí que, por los tragos o quizás por los nervios, reí a carcajadas. No dije nada. Siquiera una palabra. Fue todo muy espontáneo. No obstante, al notar la expresión de confusión e indignación que se dibujaba en su rostro, me contuve. Con besos, caricias y explicaciones traté de reparar el error, aunque ella notó que me mofaba de su cuerpo. Pero como estaba tan desesperada por sexo, apartó a un lado su dignidad y aguantó todas mis impertinencias, esa y otras más que siguieron, ya que no podía, por más esfuerzo que hacía, dominar su fofo cuerpo en ninguna de las formas o posiciones posibles. La cama parecía deshacerse ante la furia de su impaciencia.
   Hicimos sexo, pero un sexo deprimente… ¡Manipular a noventa y ocho kilos de peso en la cama, más para un hombre tan delgado como yo, parecía una misión imposible! Había que ser un verdadero mercenario del sexo, un guerrero de la lujuria. Aunque no era ni una cosa ni la otra, lo logré, pero con mucho esfuerzo.
   Luego, en unos de los varios descansos, le sugerí con dulzura, a fin de no entristecerla, que debía hacer ejercicios o someterse, si era posible, a una liposucción. Pese la sutileza de mis palabras, se puso iracunda y estalló. Sacó de lo profundo de su ser toda la soberbia y prepotencia con la que me aniquiló tiempo después.
   Dije lo que dije porque soy irreverentemente franco. Además, en esa época, lo que menos pasaba por mi mente era la palabra amor. Menos cuando vi ese cuerpo tan amorfo y ajado. Era una más y quizás después de aquella casi macabra experiencia, jamás volvería a estar con ella.
   Gorda, llena de cicatrices desde el pecho hasta el abdomen, producto de una mala gastroplastia, estrías por abdomen, glúteos, senos y celulitis hasta por las axilas, realmente, más que asco, sentí repugnancia.
   Mientras la penetraba echado boca arriba sobre la cama con su cuerpo sobre el mío, pensé no volverla a ver nunca más. No sucedía lo mismo con ella. Mientras jadeaba de placer, de sus ojos brotaban otros códigos. Mujer abandonada por su ex esposo y amantes, y de obligada abstinencia durante un largo período, estaba ávida de lujuria, sexo y pasión.
   Pese a sus esfuerzos por complacerme, esa fue una noche de amor para paralíticos, ya que en esos momentos no estaba entrenado para tan fofa anatomía.
   Después del cuarto orgasmo, recuperado su equilibrio, se dio cuenta del rechazo. No aguantó más mi mirada, mucho menos mi actitud. Más pudo su orgullo de mujer que el placer, por ello optó, sin proferir palabra malsana, salir corriendo y sollozando del hotel.
   No obstante, como el destino signa los caminos más insólitos e insondables, al mes hicimos las paces y nuestras vidas se unieron en un sólo suspiro.
   No me pregunten qué sucedió, pero, se lo juro ante Dios, aquella pesadilla de la primera noche se convirtió en pasión desenfrenada y sublime. Fueron mañanas, tardes y noches de sexo, en el auto o en un ascensor, en la sala de su casa o en las escaleras, en la bañera o en el suelo, eso no importaba. El sexo estaba presente las veinticuatro horas del día en la mente de ambos. Fue algo maravilloso y exquisito. Así pasamos casi un año: amor y sexo sin reparos ni límites. Era amor puro, lujuria, aberración y hedonismo al mismo tiempo. ¡A quién le importaba, si nos amábamos hasta la locura!
   Mucho, pero mucho tiempo después me enteré de que era una mujer multimillonaria, aunque eso a mí me importaba un carajo, ya que con anterioridad había estado con varias de las llamadas “aristócratas del valle”. No me había percatado de su holgada situación económica porque, en su soledad, vivía alquilada en un modesto anexo, tipo garaje, de una casa y apartada de sus padres y familia.
   Creerán que estoy blasfemando o que me estoy vengando. No, nada más lejos de la verdad.
   Lo que al principio parecía una aventura sin sentido, al poco tiempo se convirtió en un plenilunio de amor sublime y descarnado, despojado de cualquier mezquindad.
   Nos llegamos a amar como dos adolescentes. Como si para cada uno de nosotros hubiese sido nuestro primer amor y al mismo tiempo el último. ¡Qué dulce pasión y qué amor tan infinito!
   Al verla, y ella decía lo mismo, sentía campanadas en mi corazón y, en el sexo, el más enloquecedor de los éxtasis.
   ¿Qué cómo pasó y por qué pasó?, se preguntarán. Esa interrogante se la dejo al Altísimo, porque yo nunca, hasta ahora, me la he podido responder.
   ¿Me embrujó?… ¿Usó alguna poción mágica para atraparme?
   Todavía, a estas alturas de mi desespero, me hago la misma pregunta sin que mi cerebro logre dar con una respuesta concreta y real.
   La realidad es que al poco tiempo me casé con ella. Al principio, como todos los principios, la felicidad fue suprema, casi celestial.
    Pronto tuvimos un hijo, un hermoso hijo, Dorian. Es un ángel. Durante la gestación creía, y aún lo creo, que es un predestinado, un elegido de Dios para conducir a la humanidad hacia un mundo espiritual lleno de paz, amor, comprensión y perdón.
   Ella, con escéptica ternura, siempre aprobaba todas mis fantasías y quimeras mientras con mi rostro apoyado suavemente en su barriga le hablaba al retoño, a esa vida que se estaba germinando en su vientre. Le decía lo tanto que lo amaba, le profetizaba que sería el Nuevo Mesías, el conductor que la humanidad estaba esperando durante milenios para que nos guiase hacia un mundo lleno de amor, paz y armonía, en el cual la maldad y el odio sería desterrado por siempre.
   ¡No!... No exagero porque se trate de mi hijo. Antes y ahora, y después de los eventos que fueron sucediéndose, creo firmemente que así será: ¡Dorian es un predestinado de Dios en la Tierra!
   Con el nacimiento de nuestro hijo todo hacía presumir que la felicidad se incrementaría y llegaría a los niveles de lo supremo.
   Sin embargo, antes de que Dorian cumpliese los tres meses, comenzaron los cambios, cambios inesperados y sin sentido lógico en su personalidad y comportamiento. Ella aducía que su estado de ánimo se debía a una depresión post parto y que pronto pasaría.
   Le creí. No obstante mentía.
    Diosa del engaño como era, ocultaba que día tras día en su alma florecía un jardín podrido de traición.
   “¡Ah!, ahora el amor de tú vida es una maldita perra mentirosa”, pensarán con entendida desconfianza.
   Después de más de un año de convivencia se dilucidan muchas cosas, contesto.
   ¿Por qué no la dejé en ese entonces?, se interrogan.
   –Con mí hijo gestándose en su vientre, ¿cuál oprobioso criminal puede abandonar a una mujer?
   Estaba tan enamorado, que me convertí en un ciego de bastón y lentes oscuros. Nada ni nadie, aunque me lo habían advertido en varias ocasiones y por varios conductos, pudo hacerme comprender que mi esposa, mi querida y amada esposa, estaba enferma. Que su enfermedad la conducía hacia los placeres carnales más desbocados, absurdos e incoherentes.
   El ingenuo y devoto amor que le profesaba cegó con tanta furia mi ser, que nubló mis sentidos. Cuando al fin desperté era demasiado tarde. El fatal error, el más grande y doloroso de mí vida, había iniciado su destructivo proceso.
   Después vino lo que debía devenir: la ruptura. La cual fue planificada y detallada con malevolencia infinita por ella, aunque en mi ciego amor yo le imploraba perdón.
   ¿Perdón de qué?, se podría preguntar con sabia y desconfiada razón. ¡De amarla con locura!, contesto. ¡Ese fue mi único y fatal delito!... ¿Quién está más loco: el que ama con amor desprendido o el que engaña al amor?, les pregunto a ustedes. ¡Difícil pregunta!
   –No se preocupen si no saben la respuesta… ¡Nadie, desde que el mundo es mundo, lo sabe!...
   No estoy aquí para filosofar sobre el amor, sino para contarles mi paso por el infierno. No pretendo conmoverlos, mucho menos que me entiendan, sino, simplemente, revelarles cuán corto y delgado es el camino al dolor y el desespero.
   Sentí la obligación de legar este Diario a la humanidad, a todas las personas afligidas y atormentadas por el amor, a todos los desposeídos y desesperados, para que comprendan cómo se vive y padece en los confines del sufrimiento y la tristeza, donde la muerte es la fiel y vigilante compañera.
   Confieso que todo lo que leerán en este Diario fue escrito con la indiscutible realidad de un amor desprendido y sublime, pero en el más ahogado y desesperante de los tormentos.
   Cuando empiecen a leer se darán cuenta que no les miento. Ustedes no me conocen, por ello me presento:
   –Me llamo Leonardo… Leonardo Vento y este es mi Diario.
   ¿Ella?... ¿Cómo se llama ella?...
   Aunque me había prometido nunca más volver a pronunciar su nombre, estoy obligado a decírselo.
   –Carolina… Carolina Di Stazio, la Princesita Veneciana.

MAÑANA:


EL PRIMER PASO AL INFIERNO
(COMENCÉ LA TRANSCRIPCIÓN POR LA PÁGINA 12 DEL DIARIO. LAS PRIMERAS ESTÁN PERDIDAS EN LA JUNGLA DE MI SUFRIMIENTO).

   22 de julio de un año cualquiera.

  
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