domingo, 31 de octubre de 2010

31 de agosto (Parte 2).

  Son las 4:00 a.m. Los gallos ya comenzaron a cantar. El quinto lexo que ingerí antes de ponerme a escribir comenzó a hacer sus efectos. Fumaré otro cigarrillo y trataré de dormir esperanzado que en el transcurso del día de hoy Carolina me llame y que, aunque no hable conmigo, me ponga a Dorian en el auricular para mimarlo, escucharlo e impregnarlo de besos aunque sea a través del teléfono. ¡Qué sea lo que Dios, en su infinita omnipotencia y sabiduría divina, quiera! No me opondré, ni puedo oponerme a sus designios, aunque quisiera. Estoy en sus manos y a la espera de su voluntad celestial.
  Dormí un poco. Después vagué por la cascarita, arreglando cosas. Ahora son las 6:35 p.m. En la montaña se desató un temporal. La luz se fue por instantes, pero casi enseguida volvió.
  Estoy escuchando el CD “Canciones de la Nueva Trova cubana”, de Soledad Bravo. Es excepcional en todos sus temas.
  Me estoy tomando unos gin en la tacita y fumando y, por supuesto, tosiendo.
  En la mañana llamé a Pepe, el hijo del canciller José Vicente Vasconcelos, a su casa. Ya había salido. Marqué su celular y me salió la contestadora. Le dejé un mensaje para concertar una cita, ya que el joven Pepe, quien siempre me invitaba a sus fiestas escandalosas y de desabillé en su casa de Flomita, hoy es el nuevo alcalde de la populosa y anárquica Catare, un distrito al sureste de la ciudad.
  Necesito conseguir un trabajo urgentemente. El que sea. Claro, que tenga que ver con mi profesión. Y como él estará estructurando su equipo de prensa, es una buena oportunidad para mí. Aunque últimamente está casi inaccesible.
  Como tenía en mente la disposición de salir, de huir de mí impuesto encierro aunque sea por un par de horas, no dudé en hacerlo. Me vestí, tragué medio lexo (3 mg.) y me monté en el auto con la idea de comprar una extensión eléctrica y una cera plástica, de esas que sirven para “curar” los pisos rústicos, y otro deshumificador. Aquí en la montaña hay tanta humedad, que hoy me di cuenta que los caicos (baldosas de tercera) que están debajo de mi cama, en vez de ser de tono ladrillo, su color natural, ahora son blancos nieve. ¡Puro hongos! Igual está el piso del “closet”. De eso me había percatado hace tiempo, pero me resistía a luchar con tanta humedad. Era demasiado. Con mi dolor bastaba.
  Fui directamente a la Central Madeirense, una cadena de automercados supercompletos y bastante económicos, que está en el Centro Comercial Los Geranios, cerca de mi antiguo hogar, donde siempre acompañaba a Carolina a hacer las compras. Pregunté por el deshumificador y ni sabían de lo que estaba hablando. Pregunté allí, porque Andreína, mi vecina abogado, me había dicho que ella había comprado dos y a muy buen precio en un Excelsior, otra cadena de supermercados. Bueno, ni remedio. Compré la extensión y me fui.
  Del teléfono público que está en la salida del automercado, llamé al bufete de Alfredo Díaz. Esta vez me atendió. Se excusó diciéndome que no tenía a mano el documento para disolver la compañía que le mandó por fax Luis David, mi ex socio y principal sospechoso en la supuesta conjura sentimental. Que lo dejó en su casa, que lo quería leer con calma. ¡Qué raro!
  No obstante, pese a su inexplicable respuesta, le dije que procediera y que lo llamaría mañana.
  Cogí el auto y me dirigí hacia PlanSuárez, otro supermercado, único, pero muy bien surtido y económico. Mientras buscaba en los estantes la cera plástica para el piso e interrogaba a uno de los dependientes, una señora, muy hermosa y amable que estaba acompañada de su pequeña hija de unos siete años, me colmó de atenciones y recomendaciones. Dijo que estaba buscando lo mismo para ponerlo en el piso de su finca. En mis adentros pensé, si esta señora, que destila donaire y excelente condición social por todos sus poros, supiese dónde vivo y para qué la necesito, no me habría siquiera dirigido la palabra. Amablemente me llevó al pasillo de las ceras. Habían muchas y de diferentes marcas. Mientras las miraba, expresó que ella aún no había decido cuál comprar, cuál sería la mejor marca y la más apropiada. Me mostró una, de un galón, y comenzó a leerme las indicaciones. Al ver el precio, para mí en esos momentos inaccesible, amablemente le indiqué que esa no me servía y que además era mucha cantidad de producto para mi “pequeña necesidad”, para el espacio que la necesitaba. Ella contestó: “Todo lo contrario que yo, que la necesito para una gran área”.
  Su gentileza y disposición en ayudarme, propia de almas nobles, realmente me conmovió. ¡Sentí que un ángel guiaba mis pasos! Su hija era tan cariñosa y gentil como su madre. Antes de irse, sin siquiera conocerme, dijo: “Hasta luego señor”, con esa vocecita celestial, con sonidos plenos de serena ternura.
  Al final, ya solo, decidí por uno de los más baratos, una cera acriplástica de la Fuller. ¡Ah, que olvido! También compré dos deshumificadores marca Lord que costaron la irrisoria cantidad de bolívares 1.842 con setenta y nueve céntimos y dos repuestos -piedritas de cloruro de calcio- por bolívares 1.065 con cincuenta céntimos. También compré un pañito amarillo… ¡Toda una ganga! En total gasté 13. 430 bolívares, cuando por el primer deshumificador -el eléctrico, de barrita- que compré pagué 10.050 bolívares en MiKasa, una súper ferretería.
  Al dirigirme a la caja me encontré con otro “ángel”, con quien entable una corta conversación. Era alta, rubia, delgada, con un cuerpo de miss y muy bella.
  Ella había comprado un tobo grande. Estaba detrás de mí en la cola para pagar. Durante la espera, como cerca de las cajas hay dispensadores con grandes cantidades de golosinas, ella agarró una bolsa repleta de bombones y la tiró dentro del tobo. Entonces yo intervine.
  –Eso engorda y tú lo sabes –le expresé risueño, a manera de chanza.
  – Si, lo sé –contestó y a fin de excusar su glotonería, agregó– Como voy a pagar con cheque y el monto es pequeño, quería aumentar la suma de la compra.
  –Muy bien –atiné a decir ante una salida tan fenomenal.
  La cajera estaba atendiendo a una señora que estaba delante de mí. Nosotros esperando el turno para pagar. Instintivamente, como si hubiese reflexionado sobre mi observación, la hermosa rubia sacó el paquete de bombones del tobo y lo volvió a poner donde estaba. Celebré su decisión con una sonrisa de complacencia.
  –Hiciste muy bien –le dije.
  Ella sonrió agradecida, haciendo un gesto de aprobación con la cabeza.

PAUSA DOBLE: No sé si lo conté ayer, pero mi celular se volvió impertinente. A veces funciona, otras no. Únicamente cuando lo expongo al calor (encima de la lamparita) obedece. Se le deben haber metido hongos en el sistema o, en su defecto, la pila ya pereció. Tiene más de un año y nunca la he cambiado. Mañana iré a una agencia de Telcel para que lo chequeen. Aquí, sin teléfono, quedaría completamente incomunicado del resto del mundo… Y la pausa es doble porque me dio hambre. Hoy almorcé muy ligero. Vertí una lata de atún en la sartén, le revolví dos huevos y los cociné. Ahora, para la cena, me apetecen unas cuatro rebanadas de pan cuadrado, las cuales doraré en la sartén y luego le untaré con un poco de crema de queso.

MAÑANA:                                                                              
  Aunque todos los textos sagrados, de casi todas las religiones del mundo, afirman que el sufrimiento lleva a la paz, a la revelación y a la sabiduría, no estoy por nada de acuerdo con eso. Me opongo rotundamente a ese axioma religioso. Es un total exabrupto.


sábado, 30 de octubre de 2010

31 de agosto. (Parte 1).


  Son las 2:17 a.m. Dormí poco. No lo suficiente. Desperté de improviso. Un sueño, un mal sueño, hizo que abriese los ojos. Tendido en la cama estuve meditando sobre las imágenes y figuras disparatadas que vi en el sueño. Estaba solo, metido en una cabaña en medio del desierto. Todo olía a soledad, a soledad de cipreses muertos. Cerca había un polvoriento pueblo, parecido a esos pueblos fantasmas de las películas de vaqueros del oeste americano. No muy lejos estaba una playa con grandes dunas de arena blanca. Más allá, el mar.
  En la cabaña donde me encontraba, construida con grandes listones de madera, también estaba durmiendo y también desperté de improviso. El presentimiento de que Carolina había regresado a la casa, una villa campestre ubicada en las cercanías de la playa que veía no tan lejos de las dunas blancas, fue lo que instintivamente me hizo, en el sueño, despertar y levantar de la cama. Corrí a buscarla. Corrí con todas las fuerzas de mí alma y pronto llegué. Me llené de dicha cuando en el pórtico de la casa vi a Dorian. Correteaba desde donde estaba hasta el interior de la casa atravesando una puerta madera, la cual estaba abierta. Entraba y volvía salir. ¡Era mi Dorian! Su misma cara, su cuerpo, pero su tamaño, su estatura y volumen, era minúsculo, como del tamaño de una botella de refrescos. Estaba alegre, risueño y correteando a gran velocidad, demasiada velocidad, para ser un niño tan pequeño. Al llegar, quise asirlo entre mis manos, ya que en su correteo pasaba muy cerca de mis piernas, pero no podía agarrarlo. Traspasé la puerta en su búsqueda y de improviso me vi dentro de un baño. En su centro estaba una gran tina de porcelana blanca, de esas antiguas, sostenidas por cuatro patas de bronce muy pulidas que semejaban las garras de un águila. Dentro de ella y con el agua más abajo de sus pechos descubiertos, estaba Carolina sentada de espaldas. A cada extremo de la tina, como si fuesen un par centinelas, dos mujeres indias, de esas que sólo existían en las antiguas estepas norteamericanas, la protegían. Luego, una de ellas tomó un paño blanco, muy mullido, y comenzó a secarle el pelo. Al finalizar, se lo enrolló en la cabeza a manera de turbante. Me acerqué y ella, quitándose el paño de la cabeza, me miró en forma penetrante, exteriorizando con sus ojos que no era bienvenido. Aunque era ella sin el menor vestigio de duda, su aspecto era diferente. Se veía más alta, mucho más alta, y el pelo lo llevaba más corto que de costumbre y con un tinte rubio plateado. Pero lo que más me impresionó fue su cuello, tres veces más largo y grueso que uno normal. Estaba semiarqueado, como el de los flamencos rosados que hay por las playas de Boca de Uchire o de una gran boa que se desplaza haciendo eses por la pradera. Sus ojos no eran sus ojos, ni su color. Estaban achinados y color miel. Su aspecto me erizó, pero más que todo su cara y cuello. Al salir de la bañera de pronto ya no estaba desnuda, sino vestida con una gran batola blanca muy ajustada al cuerpo y larga hasta los tobillos.
  – ¿Qué has venido a hacer? –preguntó secamente sin dejar de perforarme con esa mirada de disgusto, casi diabólica.
  –A ver al niño –contesté.
  –Está por ahí –espetó con desprecio.
  Salí a buscarlo, pero ya no estaba. Volví a entrar a la casa y tampoco había nadie, ni nada. Ni la bañera, ni las mujeres indias, ni nada. Estaba desierta, como el mismo desierto que había dejado atrás, y sin nada. Todo había desaparecido.
  De pronto me vi trepando como una araña por las paredes de madera de una de esas tabernas que también aparecen en las películas de vaqueros. Quería subir a su segundo y único piso. De ellas colgaban banderas norteamericanas plisadas en semicírculos. Eran banderas de color azul, blanco y rojo, de las que usaban en la Guerra de Federación.
  Una vez arriba me encontré con un grupo de bellas jóvenes tomando clases de ballet. Le pregunté a una de ellas, a la que supuestamente conocía, dónde estaba Carolina. Ella, una guapa joven de ojos verdes rasgados, me contestó que no sabía. Que no había ido a su casa. Me despedí y traté de bajar de la misma forma y por el mismo sitio por donde subí, pero no pude. Unos tablones se alzaban en forma de lanza y al hacer fuerzas sobre la baranda, me impedían el descenso. Di marcha atrás y le pregunté a la misma muchacha por dónde podía salir. Ella contestó “¡por ahí!”, señalándome con el índice una carpa, parecida a la de los circos, llena de coloreados dibujos. Fui hacia allá y comencé a caminar sobre su techo. La lona ondulaba con cada uno de mis pasos. Iba muy atento y despacio a fin de no perder el equilibrio y caer. Mientras caminaba, de pronto de me vi en el centro de una de las calles del polvoriento pueblo que había dejado atrás al empezar mi recorrido. Quise avanzar, pero un destartalado camión me cerró mi paso. De el se bajaron un grupo de mal encarados y corpulentos hombres con la intención de darme una paliza. Vestían pantalón y sudadera blanca. Al percatarme de sus intenciones, como por arte de magia un revólver Mágnum apareció en una de mis manos. Agarré por los cabellos a uno de los hombres, lo puse de rodillas frente al neumático delantero del camión y lo inmovilicé con una estranguladora. Con el cuello fuertemente sujeto, aprisioné el cañón del revólver a un lado de su cara. Los otros quedaron petrificados. Amenazante y decidido le pregunté sobre quién los había mandado y dónde estaba Carolina.
  –J.J. Nos mandó J.J. –confesó el despavorido malandrín.
  – ¿Y dónde está Carolina? –indagué.
  –Con él –contestó uno de los otros.
  Empujé contra el suelo al que tenía asido por el cuello y les dije a todos que se fueran, que corriesen hacia atrás del vehículo. Mientras lo hacían disparé dos tiros a los cauchos del camión. Uno al delantero y otro al grupo de atrás. Después me vi en mi carro manejando a toda velocidad hacia las dunas de arena de la playa. Suponía que Carolina estaría ahí con el tal J.J. Me los imaginaba abrazados a orillas del mar y con su vista fija en el horizonte. Al llegar a las dunas vi huellas de neumáticos de un rústico dibujadas en la arena. “La Explorer de Carolina”, pensé en mis adentros mientras el corazón hacía esfuerzos por no salirse de mi cuerpo. Pero luego, al mirar hacia los lados, vi otras, muchas otras huellas similares. “¿Qué camino seguir?”, me preguntaba. Además, mi pequeño auto no podría avanzar por mucho tiempo por esas altas dunas, las cuales no permitían ver la orilla del mar. Si seguía, pronto las ruedas quedarían atrapadas en la arena. Llegué hasta donde pude, salí del auto y corrí siguiendo la trayectoria que habían dejado los neumáticos de uno de los rústicos en la arena. Exhausto y con la lengua afuera, llegué hasta la cima de una de las dunas más altas. Mis ojos se toparon con un mar celestial color turquesa. En la playa, varias personas vestidas con bañeras estilo victoriano y señoras amparadas del sol con exquisitas sombrillas color marfil adornadas de finísimos encajes, paseaban por la orilla. Otros, lo más chiquillos, jugueteaban alegres con grandes balones inflables de múltiples colores. Pero nada de Carolina y el fulano J.J., de quien no conocía su rostro y mucho menos sabía que existía o quién era.
  Decepcionado abandoné el lugar. No sin antes echarle otra mirada a ese hermoso mar color turquesa, todo uniforme y sutilmente ondulado. Semejaba un ser vivo que furtivo se trasladaba a un lugar ignoto para abrazarse con su amor en la eternidad.
  De ahí me vi entrando en un alto y estrecho edificio de madera. Subí al tercer piso. Abrí una puerta y vi a una anciana de cabello muy blanco y largo tendida en un camastro boca abajo, con la cabeza casi colgando de este, jugando y acariciando a un niño sin rostro que no era Dorian. En el sueño la identifiqué como la abuela de Carolina. Ella está muerta y yo nunca la conocí, siquiera en foto. No podía verle el rostro, sólo su cuerpo y largo cabello colgando, el cual tapaba sus facciones. Entonces le pregunté:
  – ¿Dónde está Carolina?
  –En Austria –dijo lacónica la anciana.
  Dentro del sueño recordé que Alfonso, su primer ex esposo, estaba de paseo con su hijo Pablito en Alemania. Y me dije: “¡Esa es la jugada!”. Se fue para allá para reunirse con su ex, con quien seguramente volverá a vivir.
  Ese último pensamiento fue el que me despertó. El que turbó mi sueño pese a los cuatro lexos que tengo en el cuerpo, los cuales por su soporífera acción dicen que, supuestamente, impiden soñar. Pero yo soñé. Estoy soñando, aunque atormentadoramente, sueño y eso me place.
  Comencé a deambular como sonámbulo por la cascarita. A oscuras. Porqué así hay más silencio. Encendí un cigarrillo tras otro y seguí pensando. Luego me puse a mirar a través de la ventana. El cielo estaba hermosamente estrellado, parecía de esos que les ponen a los pesebres. Fijé los ojos en una gran y titilante estrella que tenía frente a mí. Su luz y destellos iban dirigidos directamente a mis ojos. Tomé la silla, la mudé del lugar donde siempre está, y comencé a mirarla fijamente y me puse a orar. A pedirle a Dios y a ella, a la estrella, que le diesen paz a mi alma. Que me ungieran de sabiduría y tranquilidad para apaciguar mi tormento. Les pedí fuerza física, mental y espiritual. Que me indicasen el camino a tomar y que no me abandonasen. Que si con el sufrimiento se logra la felicidad, estaba dispuesto a soportarlo con tal de lograr mi gran y único deseo: volver con Carolina y mi hijo Dorian.
  Ahí, sentado a oscuras y con la vista fija en la estrella, pensé en ella. Me la imaginaba pasando la noche en vela, tal como yo. Me reproché todo el mal que le había hecho. Le pedí perdón por todas mis equivocaciones y que mis pensamientos ruines no tenían ninguna base, sino el tormento, la rabia, la ira y la confusión.
  Aún dudando de su amor y tratando de convencerme de que todas mis deducciones eran producto de la inseguridad, le pedí a la estrella que me diese una señal si no había otro hombre en su vida. Y ella titiló, titiló en repetidas ocasiones. Era como la luz de una linterna en la lejanía que mandaba una señal.
  Suspiré profundo… Bien profundo. Mi espíritu se sosegó. “¡Me ama, aún me ama! -grité en mis adentros-. Sólo está llena de recelos y rabia contra mí”.
  Le pedí a Dios, al cielo y a las estrellas, borrar todos los resentimientos, como si nunca hubiesen existido y dejarnos volver para vivir junto a nuestro hijo una vida feliz y en paz.

MAÑANA:                                                                              
…una señora, muy hermosa y amable que estaba acompañada de su pequeña hija de unos siete años, me colmó de atenciones y recomendaciones.


viernes, 29 de octubre de 2010

30 de agosto (Parte y2).

  Al colgar recibí otra llamada. Esta vez de Prestor Maratinos, amigo de farras y de desdichas. Me invitaba a pasar por su oficina, una pequeña empresa discográfica, para tomarnos unos tragos. Le dije que tal vez iría. El debía saber, por algunas preguntas que hizo, que estoy separado de Carolina.
  De improviso y casi inmediatamente después de colgar, me dio un fuerte ataque de pánico. Creí que iba a morir. Me tiré sobre la cama buscando que se me calmara, pero nada. Desesperado, respirando en ahogos y con el corazón palpitando con tanta fuerza que creí que iba a estallar, me incorporé y busqué la Biblia. Presuroso examiné en sus primeras páginas una sección titulada “Donde encontrar ayuda cuando estás…”. Los leí a golpe de vista. Ninguna de las opciones que estaban ante mis ojos cuadraba para el momento que estaba pasando. Di vuelta a la página y encontré un titulillo que rezaba “Buscando la protección de Dios”. Recomendaba la lectura del Salmo 27:1-6 y remitía a la página 501. Busqué y lo leí todo. Me concedió un poco de paz. Luego releí varias veces el inicio del Salmo: El Señor es mi luz y mi salvación; ¿De quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme? 2.- Cuando se juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y mis enemigos, para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron. 3.- Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mí corazón; aunque contra mi se levante guerra, yo estaré confiado.
  La lectura no pudo concederme la paz que necesitaba. Entonces, con la Biblia todavía en la mano, caminé hacia el baño, bajé el boxer y comencé a masturbarme. Aunque al principio no lograba una erección, al rato sí. Una vorágine de mujeres, posiciones, rostros, cuerpos, expresiones de placer, entre ellas la de Carolina, opacaron mis pensamientos de angustia y comencé a concentrarme en las imágenes de esas noches de coitos. A duras penas llegué al éxtasis. El ataque fue cediendo y la mente aclarándose. Utilicé esa “técnica” no para profanar a nadie, sino porque hace tiempo leí que los ataques de angustia, también llamados ataques de pánico y síndrome del soldado, entre muchas otras definiciones, la usaban los soldados aislados en sus trincheras durante la Segunda Guerra Mundial. Estos, atrapados entre el miedo y las balas, sufrían ataques de pánico y la única forma de borrar toda idea de muerte súbita de su mente era con la autocomplacencia.
  Mientras escribo estas líneas, trato de reponerme de uno más leve. Esos ataques duran apenas segundos, minutos quizás, pero parecen una eternidad.
  Ahora son las 6:21 p.m. y la montaña está totalmente en penumbra.
  Poco después del ataque que sufrí en la tarde vino la señora Marixa, la “Gerente de hospedaje”, para mostrarle mi cascarita a María (¿?), una psicólogo clínico que ocuparía la última, la 28, del grupo que están construyendo en el terraplén de abajo. Estaba acompañada por una amiga de trabajo que es psicopedagoga. Y como la mía, para colmo de fastidio, Marixa la utiliza de “cascarita modelo”, porque según ella la tengo “bien bonita”, las trajo hasta aquí para que viesen la “decoración interior” de mi cueva de soledad y angustia.
  Entró sólo María. Su amiga se quedó afuera, hacia la parte de atrás, charlando con Marixa y conmigo sobre las ventajas y desventajas de estas casitas, a las cuales ella llama iglús debido a su forma arqueada y, en honor a la verdad, tiene mucha razón. Lo único que las diferencia de un iglú es que no están hechas con bloques de hielo y tienen ventanas.
  María comentó que quien le había dicho que este lugar existía, era un tal Pasqual, un italiano que vivía en la exclusiva urbanización La Manzanita Country Club, y quien, supuestamente, le dijo que me conocía, que era mi amigo. María no supo decirme, ya que aseveró no recordarlo, su apellido. ¿Quién será? ¿Qué estará pasando? ¿Será verdad lo que dice o alguien las envió a espiarme?
  Con las dos mujeres hablé largo. Les enseñé mi dossier de pintura, el cual contiene fotos 8x10 de muchos de mis cuadros, invitaciones a exposiciones y recortes de prensa con notas sociales y las entrevistas más importantes que me habían hecho.
  Casi al momento que partieron, me dio un segundo ataque de angustia, aunque mucho más leve que el anterior. Busqué otro lexo (hoy ya llevo cuatro) y lo bajé con un trago de ginebra. A esta hora ya he ingerido tres tacitas repletas de gin.
  Ayer, al caer la tarde, estuve hablando con Robert, el dueño de la finca y hermano de Helena Rex una conocida actriz cubano-venezolano, que ha tenido mucho éxito en Hollywood. (Creo que ya lo había escrito en otra página del Diario que eran hermanos. No importa. Repetirlo no le hace daño a nadie).
  Bueno, para resumir, Robert orgullosamente me dijo que quizás Vargas Llosa prologaría su nuevo libro (¿No les dije qué él también escribía?), del que me prometió una copia original, impresa en su computadora, para que la fuese leyendo. Terminado de decirme eso, su esposa lo llamó por el celular para comunicarle que le acababa de entrar un e-mail de Vargas Llosa. Se despidió y presuroso salió a chequear el mail.
  Yo me encerré en mi cascarita. Descansé un rato, luego comí el resto de las albóndigas -por cierto quedaron durísimas, ya que no tenía pan molido- que hice para el almuerzo, y lavé los trastos sucios.
  No sé si lo había anotado en el Diario, pero por estos lados, cerca de un pequeño caserío llamado La Mata, vive Lucía Sarria, hermosa y escultural ex actriz de Miravisión y coprotagonista de varias telenovelas estelares de ese canal de televisión. Se aloja en un destartalado rancho hecho de láminas de zinc, tablas corroídas y piso de tierra. Está muy abandonada y vive en la total indigencia. Afirman que la droga la volvió loca. Robert me dijo que andaba con un malviviente drogadicto de quien ella estaba perdidamente enamorada y que esa relación la llevó a su destrucción física, mental y, por supuesto, económica. Afirmó que aquella otrora bella y escultural mujer, ahora es un andrajo, un desecho humano. Refirió que a veces bajaba hacia Gavilán, otro caserío, más poblado y con algunos pequeños centros comerciales y restaurantes de carretera que venden carne en vara y pollo en brasa a los visitantes domingueros de la zona. Aseveró que allí, drogada y completamente desnuda, se baña debajo de un surtidor de agua que está instalado en plena vía pública a fin de que camiones cisternas de Hidrocapital se reaprovisionen del vital líquido para después distribuirlo por las zonas más desposeídas del sector. Totalmente indefensa y fuere de sí, la otrora gran y todavía hermosa y joven actriz, es objeto de burla de chavales y lugareños.
  En días pasados fui a husmear por el sector La Mata. Quería ver y corroborar con mis propios ojos el asunto ya que la gente tiende siempre a exagerar. Pregunté a unos muchachos y no supieron darme detalles del lugar preciso donde vivía. Seguí adelante y volví a preguntar. Esta vez a una moza jovencita. Con muchas imprecisiones me dio una dirección muy campestre: “Bajas y después subes por la subida. Pasa cerca de donde está una matica y por ahí pá dentro es”.
  Por supuesto, aunque hice el intento, no encontré el sitio porque hay muchas maticas (pequeños árboles, casi arbustos) y confundirse es sumamente fácil, más aún con una explicación tan vaga como la que me dió.
  Ya era pasado el mediodía y como por la carretera no encontré ninguna otra alma a quien preguntarle, me fastidié y emprendí regreso a mi cascarita.


MAÑANA:                                                                  
… Carolina había regresado a la casa, una villa campestre ubicada en las cercanías de la playa que veía no tan lejos de las dunas blancas…

jueves, 28 de octubre de 2010

30 de agosto. (Parte 1).

  Anteayer (el 28) compré -no recuerdo si lo había dicho- una caja de lexo de 6 mg. que contiene tres blister de tabletas de diez pastillas cada una… ¡Qué manjar para un desesperado!
  Aunque Paramahamsa Yogananda recomienda en una de sus sagradas oraciones “enséñame a no narcotizarme con el opio de la inquietud”, mi tormento interior es más sólido que el acero y tan grande como el universo y todo, todo dentro de este insignificante y mortal cuerpo, se ha convertido en un andrajo que ni los buitres querrán devorar.
  Al día siguiente de mi encuentro con Cruz y De La Sierra estuve de compras. Gasté más en medicinas que en alimentos. Volví a chequearme con la oftalmóloga ya que mis ojos están constantemente llorosos… ¿Esto lo había escrito ya?… ¡Buh!, como dicen los italianos. De todos modos qué importa. Sigo.
  La doctora me puso otro tratamiento y afirmó que la queratitis medicamentosa que yo mismo me había producido por la inoculación excesiva de colirios, había desaparecido. Expresó que lo que ahora aquejaba mis ojos era algo más bien alérgico. Le dije que podría estar en lo cierto porque vivía en la finca de un amigo, un lugar muy húmedo y lleno de hongos.
  Compré las nuevas medicinas al salir del consultorio y comencé el tratamiento de inmediato. Todavía no ha hecho efecto. Es más, creo que empeoré.

PAUSA DE HAMBRE: Son las 2:50 p.m. y aún no he almorzado. Hoy desperté a eso de las 11:30 a.m. con una resaca de padre y señor nuestro… ¿o mío? Fui directo hacia los lexos. Ingerí uno inmediatamente. Luego monté el almuerzo: Caraotas blancas, las cuales todavía están duras como una piedra debido a que no las puse a remojar anoche. Las dejaré para la cena. Veré qué puedo comer. Pero antes me tenderé en la cama. Estoy algo débil y con un desgano terrible.

PAUSA TELEFÓNICA: Al escuchar los repiques de un salto me incorporó de la cama y tomó inmediatamente el teléfono. Supuse que era Alfredo Díaz, mi abogado, quien pese a que lo he llamado -ayer y hoy- a su bufete, no he podido hablar con él. En las dos ocasiones me dejaron esperando en la bocina. La secretaria iba a su oficina, indagaba y regresaba siempre con evasivas: “Está hablando por larga distancia y ahora no lo puede atender. Llámelo más tarde”, expresaba. Lo hago y después la secretaria me sale con el cuento: “El doctor tuvo que salir urgentemente”. Como es eso, si camina con dificultad por su problema en la pierna. El pobre, al que le tengo sincero afecto y admiración, tuvo poliomielitis cuando era niño. Lo quiero como a un hermano, quizás hasta más, y lo estimo de verdad, tanto que ni el mismo sabe cuánto. No importa, son cosas de la vida. Como dice el dicho popular, cuando estás abajo, hasta las gallinas te cagan. Aunque ese no es el caso de Alfredo Díaz, lo sé y en ello pongo mis manos sobre el fuego.

  Quien llamaba era Orzi Basale, un periodista gay que en una oportunidad trabajó conmigo cuando yo dirigía la revista Mundo Gráfico. Especifico lo de gay, no para denígralo, sino porque él se siente muy orgulloso de serlo y no tiene ningún empacho en pregonarlo a los cuatro vientos.
  –Te tengo de segundo en mi lista –comenzó diciendo después que se identificó.
  – ¿De qué lista? –pregunté sorprendido porque hace tiempo que no sé de él.
  –Del cóctel de esta noche en Vermman´s. Es a la siete.
  – ¿Cuál cóctel? –pregunté todavía sorprendido.
   ¿Orzi llamándome por celular para invitarme a un cóctel cuando nunca lo había hecho?... Raro…
  –El de la revista –contestó.
  – ¿Cuál revista? –riposté confundido.
  Por mi extrañeza se percató de inmediato que había cometido un error. Que había marcado el número que no era.
  – ¿Quién habla? –preguntó tartamudeando más de lo común, ya que es tartamudo de nacimiento y cuando está nervioso se le acentúa más el defecto.
  – ¿Es una nueva revista? –repregunté amodorrado por la cantidad de lexos que tenía encima.
  –Pe-pe-ro, ¿quién es?... ¿Quién habla?... –gagueó mi buen amigo Orzi.
  –Leonardo Vento –aclaré para que ambos saliésemos de la confusión.
  Orzi creía que se había comunicado con Leonardo Montaro, otro periodista, también gay y que también trabajó conmigo. Luego de disculparse y saludarme, me pidió el favor de que le diese el número del celular de Montaro. Consulté la libreta telefónica y se lo di. Apenado, no lo quedó más remedio que invitarme al dichoso cóctel. Se daba para celebrar el aniversario de la revista Ocean World.

MAÑANA:                                                                             
…me dio un fuerte ataque de pánico. Creí que iba a morir. Me tiré sobre la cama buscando que se me calmara, pero nada. Desesperado, respirando en ahogos y con el corazón palpitando con tanta fuerza que creí que iba a estallar, me incorporé y busqué la Biblia.

miércoles, 27 de octubre de 2010

29 de agosto (Parte y 2).

  Llegué a la cascarita. El sobre, que había guardado en el bolsillo interior de mi chaqueta de cuero marrón, lo abrí al poco tiempo. Primero me desvestí, oriné y serví un trago de ginebra. De antemano sabía cuál era su verdadero contenido. Es más, en el trayecto de regreso jugaba con adivinar sobre la cantidad marcada en el cheque que estaba en su interior. Mentalmente me decía: “Me prestó trescientos mil bolívares, no más”. Al abrir el sobre ciertamente había un cheque endosable de Banestro a mi nombre y en la parte superior derecha y en tinta negra estaba escrito 300.000. Silenciosamente le di las gracias y la bendije.
  Son las 1:33 a.m. Sé que tengo un día de retraso en mi Diario (hoy ya es 30 de agosto). Un día más sin ver a Dorian. Un día más que debo soportar mi tormento. Un día más de vida y un día más para aferrarme a la vida sin importar el pesar.
  El 29, el día 29, o sea ayer, lo comencé tranquilo, con paz, pero luego se cargó de angustia.
  Aunque tengo muchas cosas que contar, las cuales ocurrieron al final de la tarde, lo haré mañana, o sea hoy, pero después de descansar un poco.
  Es la 1:39 a.m. Puse el CD Con amor de Soledad Bravo, el cual repetida e insistentemente escucho, pero el reproductor, mi tres en uno, no quiere funcionar.
 Esta noche hasta los grillos me abandonaron. Estoy totalmente solo. Únicamente oigo, además de los sonidos de mi estómago, el revoloteo de una gran polilla negra con dos grandes ojos de muerte tatuadas en las alas que se estrella contra mi ventana, la cual, gracias a Dios, tengo cerrada. No dejaré entrar a la muerte en mi morada de tormento.

PAUSA SILENCIOSA: Voy a tratar de hacer andar al aparato porque la primera canción del CD, que se titula Esperaré, es verdaderamente lapidaria. Se ha convertido en una especie de venganza silenciosa en mi tormento. Claro, muy virtual, pero venganza al fin. Si lo logro, mientras la escucho trataré de transcribirla. La canción dice más o menos así: Esperaré que vivas lo mismo que yo… Que te pase lo mismo que a mí… Esperaré que sientas lo mismo que yo… A que la luna la mires del mismo color… Que adivines mis versos de amor… Esperaré que las manos me quieras tomar… Disculpen las imprecisiones. La escribí de memoria, ya que por más que le doy golpecitos y sacudo de un lado a otro el reproductor, este se niega a funcionar. Espero que sea sólo por esta noche. Pondré la radio. Necesito compañía… ¡y vino!... Apareció Franco De Vita con Soledad a través del radiorreceptor y canta: Otro golpe para el corazón… Te veo venir soledad…

  ¡Qué martirio! Hasta por radio me persigue el ahogo. El cenicero está repleto de colillas, la botella de gin vaciándose y yo agotado… Pero te veo venir soledad, me masculla en las sienes De Vita.

PAUSA INESTABLE: He realizado hasta ahora, en lo que va del mes y según indica el registro interno de mi teléfono celular, 344 llamadas y he hablado a través de el durante 5 horas, 25 minutos y 3 segundos. Pero, a esta hora, 2:10 a.m., me cautiva la idea de meterme en la contestadora de “casa” e indagar si “alguien” le dejó algún mensaje a Carolina. Sé que no es correcto, pero busco paz y revelación a mis angustias. Lo he estado haciendo desde que Carolina bloqueó su celular y en diferentes horas del día, a expensas de mi cuenta, la cuál no sé a qué suma ascenderá este mes. Voy a marcar. Pondré a mi lado la grabadora a punto, por si “hay algo”.

  Lo hago porque hace unos días dejé dos mensajes: Uno el 21 de agosto, el día del cumplemés (16 meses) de Dorian para felicitarlo y otro durante la borrachera que cogí con mis vecinos (¿el sábado o el viernes?... ¡Qué se yo! No recuerdo), donde le decía que me iba a matar, a acabar con mi vida, y que la quería mucho y etcétera, etcétera. Pero ambos fueron borrados. ¿Por quién, si ella no está en casa sino en Aruba? ¿Quién tiene, además de mí, la clave para entrar en la contestadora? Cómo lo hicieron y quién fue. Eso me intriga. Todas las veces que me he metido en el sistema, la contestadora me repite: “No hay mensajes grabados”. ¡Qué no, si yo dejé dos!... ¿Quién y desde dónde los borraron?... ¿Habrá sido su abogado, quien, por lo mafioso que es, tiene intervenido el teléfono y está grabando las llamadas para recabar pruebas en mi contra por la supuesta “violencia doméstica” de la que me acusa Carolina?
  ¡Me importa un carajo! ¿Qué más puedo perder ya? Quizás gané algo: ¡Más desesperación si me topo con algo raro! Voy a hacer, silenciosamente, esa llamada indagatoria. La hice. Sólo recibí el mensaje pregrabado de siempre: “Hola, es Carolina. No me encuentro ahora. Puedes dejar tú nombre y tu mensaje. Chao”. Del resto nada. Ningún recado nuevo ni viejo. Pero su voz, aunque grabada, cómo me estremece, cómo inunda de inquietud mi alma.
  En el cenicero ya no entra un cabo más. Son las 2:35 a.m. No tengo sueño y sé que no dormir lo suficiente me está haciendo daño, tanto física como mental y espiritualmente. Debo dormir, pero no tengo paz. Hoy, con el dinero que me prestó Cruz Lares, compré lexos y otras medicinas. Otra vez fui a la consulta oftalmológica ya que sigo llorando sin quererlo. La doctora me indicó otro tratamiento, no tan costoso, que estoy siguiendo al pie de la letra. No me cobró la consulta. ¿Arrepentida por su equivocación en el diagnóstico anterior? Quizás., pero eso no importa. Mis ojos aún siguen llorosos. Espero que este nuevo tratamiento sea el indicado y me cure este fastidio, este vía crucis de lágrimas… ¿Esto lo había anotado antes o no?... ¿Sí… no?... ¡Qué perturbación! Comienzo a olvidar cosas.
  ¿Qué hago? ¿Dormir o seguir con esta bobada del Diario?... ¡Sí!... Si, está bien. Me retracto. No es ninguna bobada, sino una medicina para el alma. Para mi alma atormentada y confundida. Un poderoso sedante que evita pensar en cosas aún peores y funestas.

PAUSA ESENCIAL, FISIOLÓGICA: Voy a hacer pipí.

  ¡Ya!... Está bueno. Me tomaré un lexo y trataré de dormir. Si despierto vivo seguiré escribiendo.
  Por cierto, esta tarde estuve leyendo a Paramahamsa Yogananda en su libro “Meditaciones metafísicas” de la colección Joyas Espirituales y me impactó su reflexión que titula A la luz de la luna, donde recomienda: “Funde tu mente por la noche con la luz de la luna y lava tus tristezas en sus rayos. Siente como su luz mística se difunde silenciosamente sobre tu cuerpo, sobre los árboles, sobre las llanuras inmensas. Contempla en un espacio descubierto, con mirada fija que penetre más allá de los límites del paisaje que alumbra la luna, la línea tenue que dibuja el horizonte, y deja que tu mente, en el vuelo incesante de la meditación, llegué más allá de lo visible, traspasando los límites del horizonte. Deja que tu meditación vague más allá del horizonte de la Tierra y penetre en las regiones de la fantasía. Lanza tu mente desde los objetos bañados por la luna hasta las pálidas estrellas de los cielos lejanos, más allá de la quietud eterna del éter, todo palpitante de vida. Observa como los rayos de la luna se difunden no sólo sobre un lado de la Tierra, sino por todas partes en las regiones infinitas de tu mente. Continúa meditando hasta que en la luz de la luna de tu calma lo percibas todo en sus rayos luminosos. Vuela en los confines ignotos de los cielos y realiza la existencia eterna de todo. Fija tus inquietos ojos sobre el punto medio entre tus dos cejas. Elévate hacia las estrellas de la meditación. Envía las radiaciones de los pensamientos amorosos a los seres queridos en este mundo y a los que se han ido antes que tú envueltos en sus túnicas de luz. No existe espacio entre las mentes y las almas. Aunque distantes en pensamiento en realidad nuestros seres queridos y todas las cosas están muy cerca de nosotros. Sigo irradiando tus pensamientos: Soy feliz en la dicha de mis seres queridos que se hallan en la Tierra y de los que están en el más allá”, termina Paramahamsa Yogananda.
  Qué hermoso canto a la vida y a la existencia. Que espiritual, excepcional y magnífico, sólo para utilizar tres adjetivos. Aunque valdría utilizarlos todos, porque no hay palabras para describir su sencilla belleza.
  Por cierto anoche, después de cuarenta días sin soñar, tuve un sueño especial, paradisíaco y revelador. En el mismo la abundancia, el romance y el dinero, pese a intrigantes y peligrosas luchas, caían a borbotones sobre mis manos desde el cerro El Ávila. El sueño fue truculento y totalmente descabellado. Comenzó en Suecia, donde fui sometido a ciertas extrañas “torturas” por parte de unos supuestos médicos que luego resultaron ser detectives. De ahí en adelante no recuerdo qué pasó. Lo único que recuerdo es que la historia terminó en la Cuba de José Martí, en plena guerra. Había muchos hombres con uniformes azul claro y birrete de soldado en el campo de batalla. Entre ellos estaba yo. De repente supe, abriéndome paso entre los soldados, que buscaba a un hombre, a un hombre que me infamó. Al fin, después de tanta búsqueda, lo encontré. Quería matarlo. Luchamos. Durante la lucha caímos en un lodazal. Y allí, metidos hasta la cintura, de repente nos pusimos a reír de alegría. En ese instante se nos acercaron otros dos soldados. A uno de ellos, por las eufóricas morisquetas que hacía, se le cayeron los pantalones y dejó su culo blanco al descubierto. Sin importarle un bledo aquello, comenzó a bailar y retorcerse como Sherezade. Entre tanto los “contrarios” (nuestros supuestos enemigos) disparaban contra nosotros unos cañones medievales. No obstante, al salir los mortíferos proyectiles por los macizos caños, exhalaban un vagido y las pesadas balas se disolvían en el aire como por arte de magia. Antes de desvanecerse se escuchaba un hálito, un soplido. Luego, una tos seca salía de la boca de esas armas.
  Son las 3:43 a.m. del día 30 de agosto. Mañana , o mejor dicho dentro de unas horas, si Dios todavía me concede la vida y ese sueño sigue presente en mi recuerdo, trataré de describirlo mejor.
  No sé si habrán dado cuenta por las letras a medio terminar y casi fuera de línea que estoy garabateando en el Diario, que estoy borracho, agotado y, por supuesto, con mi mano izquierda entumecida. Por eso, únicamente por eso, me iré a dormir. Basta por hoy.

PAUSA DE RELAJACIÓN: No sé cómo ni porqué llegó a mis manos un cassette de música de relajación. Voy a tratar de soñar bajo sus notas. Si no lo logro ingeriré otro lexo. ¡Hasta mañana, si Dios quiere!

  Todavía no. Esperaré a que el sedante que tomé antes haga efecto. Entre tanto seguiré manchando con letras este Diario.
  Carolina, perdóname por lo que estoy escribiendo. Cambiaré todos los nombres, pero lo que he dicho y he escrito es la verdad, tan verdadero que ni el propio Dios puede negar, ya que Él, el Todopoderoso, le dio alas a mi pluma para que lo pudiese relatar en este Diario. ¡Qué Dios te bendiga siempre, Carolina! No es mi intención, ni mi deseo -¡nunca!- que te pudras en el infierno. Soy, antes que nada, católico, cristiano. Por sobre todo, creo en Dios y en su omnipotencia…
  Se terminó… Dejo todas las cosas, más aún en este mundo material, donde no tengo lugar de vida. ¿Divago?... ¿Estaré, oh, Dios divagando? Eso me asusta.
  Hoy no tengo ganas ni voluntad de escribir más. Quizás mañana. Por ahora no puedo más. Escucho tropeles de muerte que se avecinan y me asalta un miedo incontrolable. La debilidad y la torturante angustia minan mí amargo corazón. Además, estoy borracho, completamente borracho, tanto de odio como de alcohol… Dios, ¿dónde estás?... ¡Dímelo!… Dices que eres luz y sólo veo oscuridad… ¡Ayúdame!

MAÑANA:                                                                    
  Aunque Paramahamsa Yogananda recomienda en una de sus sagradas oraciones “enséñame a no narcotizarme con el opio de la inquietud”, mi tormento interior es más sólido que el acero y tan grande como el universo y todo, todo dentro de mi insignificante y mortal cuerpo, un andrajo que ni los buitres querrán devorar.

martes, 26 de octubre de 2010

29 de agosto (Parte I).


  Son las 10:29 p.m. Anotaré en el Diario lo que había prometido anotar ayer: Mi encuentro con Cruz Lares y su esposo.
  A eso de las siete y diez de la noche me presente en el Dolligan´s, el sitio de comida tex-mex del cual ellos son propietarios. Ubicado privilegiadamente en El Satillo, un pueblecito turístico que conserva todo el encanto y la magia de la era pre y post colonial. Sus construcciones y fachadas han sido remodeladas, decoradas y pintadas con exquisito gusto de diferentes y variopintos colores, por lo que da al lugar la apariencia de un pueblo encantado. Está escasos kilómetros de la bulliciosa y alienante Caracas, por lo que los fines de semana es una alternativa a la paz, una vía de escape a la locura de la ciudad. Muchos califican al pequeño pueblo como el Centro Comercial al Aire Libre más grande y espacioso del mundo, ya que es itinerario obligado tanto de turistas extranjeros como locales.
  Al sobrepasar la puerta distinguí a Cruz Lares, De La Sierra, así como su pequeña hija Adriana, de apenas once años, y una amiguita del colegio, mientras terminaban de unir dos pequeñas mesas y extendían los manteles en su lugar preferido de la pequeña terraza de local, donde suelen cenar casi todas las noches.
  Cruz y de La Sierra ya se habían acomodado de espaldas a la entrada y no se percataron de mi imprevista presencia, pero si su hija Adriana, quien al verme se levantó de la silla visiblemente nerviosa y sorprendida. Igual sorpresa noté en Cruz y De La Sierra cuando escucharon a sus espaldas mi saludo de buenas noches y presurosos se levantaron para ir a mí encuentro. Pasada la sorpresa inicial y los afectuosos saludos de siempre, me acomodaron en un asiento frente a Cruz e invitaron a cenar con ellos. Apenas terminé de sentarme, cuando un mesonero llegó con un humeante plato repleto de pequeños trocitos de carne a la parrilla, una ensalada de aguacates cuya pulpa fue rebanada tan finamente que parecían hostias y abundantes y achatadas arepitas. Plato que, supongo, habían ordenado con anterioridad a mi llegada.
  Insistieron en que los acompañase a cenar. Siempre que me lo repetían les daba las gracias y me excusaba diciéndoles que apenas había terminado de cenar. ¡Mentira, estaba hambriento! Debido a su insistencia sólo acepté un café negro, el cual uno de sus empleados me sirvió con prontitud.
  Mientras ellos pasaban muy lentamente bocado tras bocado, aún sorprendidos por mi inesperada presencia en el local, comencé con un sutil interrogatorio dirigido a Cruz. Adriana me observaba con sus ojos casi desorbitados. Algo le importunaba y sorprendía. Los niños carecen de esa capacidad, muy propia de los adultos, de ocultar públicamente sus impresiones y emociones.
  Como tenía metido en la cabeza que existía un “plan diabólico” para que nadie me tendiese la mano, supuestamente orquestado por Carolina, en el que incluso estarían involucrados mis mejores amigos, comencé preguntándole que le había dicho Carolina sobre nuestra separación.
  Ella contestó que nada, que no había hablado con ella. Para que entiese con claridad el tenor de mi interrogante, le revelé que como Carolina amenazó con destruirme, suponía que se puso a llamar a mis amistades para decirles “lo ruin” que era y como todo se me estaba trancando, quería saber bajo qué argumentos buscaba acabar con lo poco que quedaba de mí. Cruz reiteró que no había visto ni hablado telefónicamente con ella. Lo dejé así, pese a que no quedé enteramente convencido. Muchas dudas me asaltaban. Mucho más cuando mientras hablábamos recordaba sus promesas de ayuda incumplidas y su yam miojo renguien kyo, oración “sagrada e infalible” que cuando conversábamos por teléfono insistía que repitiese constantemente. “¡Seguirá burlándose de mí!”, pensé. Esa noche, durante todo el tiempo que conversamos siquiera lo mencionó el dichoso yam miojo renguien kyo.
  Seguimos hablando. De La Sierra, muy discreto, quizás perplejo por todo el drama y dolor que reflejaban mi rostro y apariencia, al principio sólo asentía. Otras, apenas pronunciaba: “No, hermano”.
  Superado el impacto inicial que causó mi inesperada aparición y con una aparentemente paz recobrada, comencé, poco a poco, a dejar fluir a través de mis labios todo el tormento interior que me corroía. Adriana y su amiguita, que ya habían terminado de cenar, pidieron permiso y se retiraron hacía la parte interior del local a fin de escuchar música y ver videos musicales. Me sentí libre de poder hablar como un adulto entre adultos.
  Comencé relatándoles lo cruel que estaba siendo Carolina al esconderme a Dorian desde hace ya casi cuarenta días. Su negativa de dejármelo ver o siquiera ponerlo al teléfono. Ellos asintieron compungidos. Expresaron que era una actitud perversa e inaudita.
  Me sirvieron otro café. Luego una soda. Yo seguía explayado. Hablaba profusamente, relatando casi todo lo que he ido anotando en este Diario. Por supuesto no pronuncié palabra sobre las sospechas de una traición con Luis David o de cualquier otro fantasma que atormenta mi mente. No tenía el valor de decírselo. No podía permitirme escuchar de mis propios labios lo que con todas las fuerzas del alma busco negarme. Sabía que la duda estaba allí, danzando en mi cerebro y en mi martirio, pero jamás tendría valor de hablar de eso con otras personas. Me lo negaré siempre.

PAUSA RETRASADA: Son las 11:23 p.m. y ya me he tomado tres tacitas de ginebra, fumado seis cigarrillos y tosido varios pares de veces.

  Sí, le conté todo. O casi todo porque, en verdad, para decirlo todo necesitaría varios días. Muchas, pero muchas cosas, aunque sumamente trascendentes y graves, siquiera las he anotado en el Diario.
  Les hablé, siempre pidiéndole perdón a Dios y rogándole que mantuviesen toda la discreción del mundo, porque ellos eran las únicas personas a las que les había contado mi desesperación. Son los únicos, les indiqué, que a través de mis palabras conocen detalles de mi sufrimiento.
  Conté de los complejos de gran aristócrata de Carolina, cuando en verdad es sólo una superflua nueva rica, hija de un inmigrante italiano que, con tesón y mucho, pero muchísimos sacrificios, levantó un imperio en el mundo de la construcción. Les conté sobre las miles de veces que me tildaba de chulo y aprovechador por llevar un año desempleado. Siempre he trabajado, y ellos lo sabían. Además, era la primera vez en la vida que me encontraba cesante. Si analizamos objetivamente la realidad, los verdaderos aprovechadores son ella y sus hermanos, buenos para nada pese a sus profesiones, porque viven a expensas de la fortuna de su padre. De otra forma, con sus títulos universitarios o no, ahora todos serían un cero a la izquierda en el mercado de trabajo o unos simples empleaduchos, porque son flojos, desganados, por nada inteligentes y carentes de capacidad profesional. Les conté sobre las constantes visitas de Carolina al psiquiatra, pero no les dije que una de sus hermanas, Angelice, también necesitaba de ese tipo de asistencia “para vivir normalmente”. Les comenté que cuando conocí a Carolina ella andaba en lo mismo. Que visitaba a una psiquiatra tres veces por semana pero, como era tan misteriosa y reservada, nunca me lo comentó.
  Ese asunto de las visitas a la psiquiatra lo descubrí por mi mismo cuando apenas faltaban días para casarnos. En aquel entonces le di poca importancia porque confesó sin sobresaltos que se debía a una relación traumática con su padre desde que era niña. De no haberlo descubierto, jamás me lo habría dicho. Eso es seguro.
  Tampoco les referí a mis amigos que al poco tiempo de casados también me enteré que Carolina había desfilado por la consulta de la gran mayoría de psiquiatras de la capital, al menos de los de renombre, y que muchos de ellos la habían tratado. Tampoco les manifesté mis dudas sobre la verdadera razón de su imperiosa necesidad de terapia y que lo de su padre era válido hasta cierto punto, aunque cuando estaba irritada en más de una oportunidad le deseaba la muerte. Ahí debía haber algo más de fondo, pienso ahora. Algo muy negro y turbio. Esas rabietas y tétricos deseos hacia su progenitor los tenía, más que todo, durante nuestra época de amantes. Cuando comenzamos a vivir juntos, a escondidas de su padre, en su “casa de soltera”. En ese entonces yo era su “trofeo de caza” más preciado, al que mantenía oculto tras las paredes de la pequeña residencia donde vivía, en la urbanización Altamira, muy cerca de El Ávila. Esa es la pura verdad, aunque ella ahora afirmé despectivamente que en ese entonces “yo me le metí en su casa”.
  Presumo que sólo su madrastra y su hermana Angelice sabían que vivíamos juntos. Yo no conocía a nadie de su familia. Al tiempo me enteré que era numerosa, y muy puntillosa, por boca de la propia Carolina.
  De lo que si no tengo la menor duda es que Rosalía lo sabía. Ella fue quien nos presentó y la que, en cierta forma, “obligó” nuestra reconciliación después del desastre de la primera vez que “me la llevé” a la cama. ¡Qué condena!... Volvió a la memoria. Estaba totalmente en otra dimensión y ahora, mientras escribo, aquella intempestiva y casi forzada copulación regresó ante mis ojos para atormentarme. Aquella noche consideré a Carolina como una más y si no hubiese sido por la celestina de Rosalía, en menos de una semana aquel momento hubiese estado sepultado en el fondo del baúl de los recuerdos y la historia sería otra. Pero ella se empeñó en recoger lo pedazos rotos y unirlos otra vez y aquí estoy. A ella le debo, en parte, toda esta desgracia y sufrimiento.
  Por supuesto que nada de esto le conté a Cruz Lares y De La Sierra. Son sólo recuerdos que hoy rebotan y martirizan mi memoria.
  Me descargué con ellos. Fue mi primera y verdadera catarsis desde que comenzó el martirio. Hablé mucho y me hizo un bien infinito. Me sentí sereno y aliviado. La daga que llevo en mi corazón comenzó a hacerme respirar otra vez como verdaderamente respira un ser humano normal.
  Como el relato los atrapó, me ofrecieron un trago. Al principio lo rechacé, pero insistieron. No tuvieron que hacerlo más porque pronto acepté y me tomé un par de ginebras secas. ¡Ah, qué bien caen cuando el corazón late aliviado! Su sabor es otro y el placer sobre el paladar ya no pica, sino danza con fluida pasión. Mientras degustaba la bebida vino a colación el tema de Rosalía, a quien ambos calificaron de malvada, bruja perniciosa. En mí tormento, asentí sin chistar. Dije que estaba de acuerdo. Que, en realidad, esa mujer merecía el calificativo.
  Hablamos y hablamos sin parar. De La Sierra me dio sabios y sanos consejos. Durante un corto período que Cruz se ausentó de la reunión, buscó animarme. Dijo que era un hombre brillante, que valía mucho y me recomendó algunas “técnicas” para salir del tormento. Expresó que las mujeres eran vaginales y que dejase todo a un lado y sólo pensara en mí. Que lo que estaba pasando era una prueba que Dios había enviado. Que en el sufrimiento estaba la sabiduría y que pronto, muy pronto, tendría mucha paz.
  Al poco rato, mientras apuraba mi segundo trago de gin, Cruz volvió. Eran casi las diez de la noche. Les manifesté que debía irme. Que estaba viviendo en la finca de un amigo, al sureste de donde estábamos, y que el camino de regreso era oscuro y peligroso. Antes de partir Cruz sacó un sobre blanco del bolsillo de su blusa y me lo extendió. En su dorso se leía la inscripción: “Sr. Leonardo Vento. E:S:M.” . Dijo que era una invitación y que lo abriese al llegar a “casa”. Aseguré que así sería. Les di las gracias y nos despedimos con abrazos en la puerta de entrada del local. De La Sierra me dio las últimas recomendaciones espirituales y pidió que manejase con cuidado.

MAÑANA:                                                                     
Esta noche hasta los grillos me abandonaron.


lunes, 25 de octubre de 2010

28 de agosto.

  Son las 4 a.m. Un mal sueño me despertó. Pasadas las tres de la madrugada tomé el celular, marqué el número de la casa, introduje la clave y me metí en la contestadora telefónica de mi, hasta hace poco, dulce hogar o, mejor dicho, de la casa Carolina. Porque, realmente, es de su propiedad. Yo estuve siempre muy claro en el asunto. Nunca lo dudé y jamás pretendí nada sobre dicho inmueble u otras cosas materiales. Ella bien lo sabía. Bien sabía que lo único que me interesaba era ella como mujer, su amor, su cariño. No obstante, siempre que estábamos un poco contrariados o yo emitía cualquier insignificante opinión sobre nuestro hogar, aunque esta fuese la más trivial de todas, me repetía una y otra vez, como si se tratase de un disco rayado “esta es mí casa”. Bueno, aunque el asunto no venga al caso es revelador sacarlo a colación porque ahora percibo la realidad muy, pero muy distinta de cómo la veía en aquel entonces. Antes se me hacía difícil, por no decir imposible, intuir maldad o algo extraño en esa actitud.
 Volviendo a lo de la contestadora, asombrado me percaté de que no había grabado ningún mensaje nuevo. Los dos que había dejado en medio de la borrachera fueron borrados. Volví a recostarme y pensé: “O ella acaba de regresar de Margarita o está chequeando los mensajes desde allá y los borra después de escucharlos”. Cosa poco probable, porque siempre olvidaba la clave. Cuando estábamos juntos y ella se disponía a chequear los mensajes, siempre me pedía que se la dictara. Se le hacía difícil retener aquel pequeño número. En una ocasión la anotó en una libreta que guardó en una de las gavetas de la cocina, cerca de un teléfono que estaba allí, encima de un mesoncito, pero pasado algún tiempo no recordaba dónde la guardó la última vez que la utilizó. Su cerebro siempre estaba en otro lado, en otro mundo. En los bussines, quizás, pero no en el hogar.

PAUSA DIVINA Y PROFANA. Mudaré algunas de las hojas que me persiguen (o yo persigo) a la página del 10 de junio de la agenda. Quedan pocas libres. Dentro de poco seguiré en una libreta. ¡Ya!... ¿Hice rápido, verdad?... Mudé todos los recuerditos… Desde hace más de diez minutos mi mente se ha visto asaltada por algunos recuerdos eróticos que no me dejan concentrar en lo que estoy escribiendo. Me tenderé sobre la cama y tomaré un descanso… No puedo descansar. Ahora los recuerdos han tomado forma humana, forma de mujer. Está completamente desnuda y me ve con unos ojos plenos de libidinoso placer. Es Marisol, una bella bailadora de flamenco con quien me acostaba esporádicamente mucho antes de casarme con Carolina, y viene hacia mí. Cerré los ojos, pero más pudo la carne y el deseo… (Pausa de tiempo necesario y distante). Me autocomplací. Fue sublime, verdaderamente sublime. Lo disfruté… Después, aún jadeante, comencé a recordar cómo la fogosa y escultural Marisol, cuando sentía necesidad de mi cuerpo y caricias, me llamaba por teléfono y acordábamos la hora en que iría por ella. Estaba casada, no sé si aún lo está. Era muy atrevida. Me pedía que la pasase buscando por su casa y que al llegar me estacionara cerca del edificio y tocara la bocina. Al escucharla, ella bajaría enseguida. Y así lo hacía. Yo siempre le expresaba mis temores y reservas. Le pedía que tuviese cuidado porque no quería verme envuelto en un escándalo y menos en plena calle. “No importa, quédate tranquilo y no tengas miedo. Si llegase a pasar algo yo lo arreglo”, me decía para calmarme. En dos oportunidades su esposo casi nos sorprende. Mientras Marisol se montaba en el auto el estaba llegando a pie y dirigiéndose hacia la misma puerta de entrada del edificio por donde pocos segundos antes ella había salido. Mi susto fue mayúsculo. Le gustaba el peligro y parecía disfrutarlo o no importarle nada aquel hombre, por cierto muchísimo más joven que yo. Una vez le pregunté qué pasaba, si tenían problemas o si su marido era impotente. Ella respondió: “Nada de eso. Todo está perfecto y yo lo quiero mucho… Lo amo”. No pregunté más. No iba a entender los laberintos de esa extraña relación y tampoco me importaban. Fue mejor dejarlo así. No soy psiquiatra y a lo que a mi atañía era pasarla bien con ella y cómo lo disfrutábamos. Eran largas, muy largas horas, de placer y total entrega… Descanso… Nota directa y subrayada (al margen no es): Volví a llamar a casa y como nadie contestaba, volví a hacerlo… Volví a autocomplacerme con Marisol. ¡Qué lujuriosa fantasía!... ¡Si, lo sé! Es un pecado de amor… ¡Una infidelidad!... Quizás los subterfugios de la mente sólo se propongan autocastigarme… Lapidar mi amor y con ello castigar a Carolina... ¡Lo sé!... Estoy siendo infiel en pensamientos… Quizás sea calculado, pero ella ejecutó el acto en todo su perverso goce carnal… No sé… Eso es lo que, al menos, creo ahora. Lo que mis instintos gritan… El eco que ahoga mi alma. Las campanas que atormentan mi ser y no me dejan conciliar el sueño… Quiero, al menos por instantes, alejar su figura y su recuerdo de mi mente… Creer que más allá de ella y del dolor que me causan los recuerdos, existe una vida más hermosa, placentera y pura como el agua cristalina. Y yo, desesperadamente, necesito beber de esa agua porque me estoy quemando por dentro.

  Estoy fumando dos cajetillas de cigarrillos al día. Son las 4.20 a.m. La noche tiñe con un manto de misterio a la montaña. Voy a preparar café. Tomaré una buena tacita y luego iré otra vez a la cama para ver si puedo dormir un poco. El frío está entumeciendo gran parte de mi cuerpo, pero la peor parte se la lleva la mano con la que escribo el Diario. Se engarrota de tal forma, que a veces me cuesta abrirla. Cantos de gallos comienzan a escucharse en la lejanía, en la oscuridad profunda. Es como si un ciclorama de fieltro negro separase mi ventana del mundo exterior. Es el teatro de la vida, de los sueños rotos y las esperanzas marchitas. Bostezo y mis ojos lloriquean debido a la resequedad ocular (o conjuntivitis) que no quiere abandonarme. Sigue fiel (al menos alguien o algo me es fiel) a mi desde hace algo más de un mes. Pese a todos los colirios y gotas que he inoculado en ambos ojos, sigue tan campante como al principio. A mi izquierda, el retablo florentino con la imagen de un Cristo crucificado me observa y piadoso acompaña mi perturbado silencio. El café acaba de pasar. Son las 4:35 a.m. Tomaré una taza, fumaré otro cigarrillo -aunque una tos seca corta mi respiración a ratos- y volveré a la cama.
  Mi cabello, que se mantenía aún rubio, ha encanecido vertiginosamente en estas últimas semanas. Testigos irrefutables son mis ojos y el cepillo, en cuyas hebras cada mañana quedan atrapados una gran cantidad de mechones color nieve pálida.

MAÑANA:                                                                      
 Aquí en la montaña se escucha hasta el eco del silencio. Todos buscan saber. ¡Hasta el gato quiere saber!



Andrea Bocelli & Sarah Brightman - Time To Say Goodbye.
http://www.evangeliossotroc.blogspot.com/

domingo, 24 de octubre de 2010

27 de agosto.

   Estoy retomando este Diario sumido en una desesperante angustia, pero creo estar lúcido y coherente.
  En la tarde me recosté a fin de descansar un poco, pero Fernando, quien estaba alborotado (música a todo volumen y tragos), no me dejó.
  Me aseé y vestí con calma fin de ir a comprar cigarrillos y un frasco de gin en la única bodega que hay en las cercanías. Está ubicada más o menos a unos trescientos metros después de salir del “hoyo” de la montaña donde están enclavadas las cascaritas. Me explico. La montaña es la montaña y las cascaritas están construidas en una hondonada. Para salir de sus contornos hay que tomar un rudimentario, accidentado y angosto camino de tierra y subir hasta la carretera asfaltada, la cual conduce hacia una montaña más alta. De allí hay que virar a la derecha y, a unos más o menos trescientos metros y en plena curva, hay una especie de expendio de víveres cuya pretensión es la de convertirse algún día en un pequeño auto mercado, pero, en honor a la verdad, no deja de ser una bodega de carretera. Lo importante es que resuelve de inmediato cualquier urgencia. Para mis necesidades actuales tiene lo primordial: gin barato y, por supuesto, cigarrillos. Por lo demás sé cómo arreglármelas.
  Cuando iba saliendo, Fernando y Sonia me invitaron a tomarme unos tragos con ellos. Acepté con gusto. Al regresar me uní al festejo. Un poco más tarde llegaron a la montaña Antonello y Luna. También se integraron. Minutos después los nuevos vecinos. Ella, muy hermosa pero alerta como un áspid en celo, se llama Andreína (no recuerdo su apellido pero era algo así como vasco) y su pareja Rolando Cheissman, un joven estudiante del octavo semestre de periodismo en la Universidad Central.
  Andreína es abogado y trabaja en el área de Propiedad Industrial en un bufete de abogados de la capital.

PAUSA REFLEXIVA: Todos lo que estamos aquí, en la montaña, somos, en cierta forma, “prófugos” de algo. Unos vagabundos de los sueños. Víctimas del dolor de los sentimientos. Estamos huyendo o escondiéndonos. Unos de la derrota, otros de la miseria y quién sabe de cuántas otras cosas más. Lo cierto es que es un refugio que en algunos momentos se convierte en agradable y disipa por instantes los horribles fantasmas que nos atormentan en las noches, cuando todas las puertas se cierran y cada uno queda atrapado en sus pensamientos. En las luchas interiores y desesperadamente aguarda el amanecer para que todos ellos huyan para poder alcanzar nuevamente la precaria paz que concede los primeros rayos de sol. Al regresar la noche, todo vuelve a repetirse. Es una infernal constante que siquiera al alcohol o los calmantes aplacan, sino el cansancio que te conduce a la extenuación y al sueño.

  Del grupo, el único que no tenía pareja era yo, pero el sarao estuvo agradable. Hablamos de todo: Filosofía, periodismo, diseño gráfico, pintura, spinning (Fernando corroboró la sentencia de Robert. La mayoría de esos centros son utilizados como sitios de acercamiento y aventuras amorosas, extramaritales o no. Y que la mayoría de los entrenadores son unos perversos sinvergüenzas. Fernando es coordinador y profesor de spinning en dos gimnasios diferentes, actividad a la que le dedica todo el día. Además da clases de aerobic y artes marciales).
  Cuando se refirió a eso, un gélido frío recorrió todo mi cuerpo, tal como pasó días antes con el comentario de Robert. Por mi mente cruzó un pensamiento aterrador y muchas interrogantes: ¿Habrá sido Carolina seducida por uno de esos chulos?... ¿De ahí sus continuos cambios de gimnasios?… ¿Estará persiguiendo a un entrenador o a otra persona? ¿A qué se deben esos cambios tan imprevistos? Cuando le preguntaba, escuetamente me decía que no le gustaba el nuevo profesor. Y como ellos, los profesores, viven rotando de un gimnasio a otro, ella también comenzó a hacerlo… ¿Será eso posible o todo es producto de mi imaginación, de una mente corrompida por un amor no correspondido?
 Cuando comencé a beber tenía cuatro dosis de lexos encima. No obstante no me tranquilizaron. Por ello, como desesperado camino al cadalso, comencé a apurar con furia paranoica trago tras otro
  Todos estábamos reunidos alrededor de la pequeña mesa de plástico color blanco -de esas de playa- y sentados en sillas del mismo material.
  De repente Andreína, que había regresado a su cascarita, nos sorprendió a todos al traer a la mesa una rica tortilla a la española hecha con muchas papas y cebollas, además de una bandeja con champiñones al ajillo y galletas. El manjar estuvo exquisito. Yo contribuí con las pocas aceitunas rellenas con almendras que me quedaban en el frasco y con el postre, una cestita de higos secos que me regalaron.
  De pronto, cuando el sarao estaba en su mejor punto, Fernando y Sonia dijeron que tenían que salir y todo se acabó en un instante. Fue un bochinche fugaz, pero sabroso. La pasamos excelentemente bien, pero agarré una rasca infernal. Tanto, que tuve la insolencia de preguntarle a Antonello porqué se drogaba. Eso fue dentro de mi cascarita, cuando me acompañó para ir a buscar más cigarrillos.
Sono cazzi miei... ¿Bene?... (Es asunto mío… ¿Bien?) –contestó en italiano, pero en tono pausado.
  Enseguida comprendí mi metida de pata. Todo fue por influencia de Fernando. Éste, antes de que todos los demás se incorporaran al grupo, me había comentado sus sospechas. Me dijo que la noche anterior, mientras yo estaba encerrado en mi cascarita escribiendo, a él y a Sonia les “pegó” un fuerte olor a marihuana. Me refirió que, casualmente, esa misma noche el vigilante estaba haciendo una de sus esporádicas rondas por el lugar y al pasar frente a la cascarita de Luna y Antonello, comentó: “Por aquí huele a marihuana”.
  Me avergüenza mi intromisión en los asuntos de Antonello. Lo que pasa es que en la tarde, antes de recostarme, mucho antes de que Fernando me atormentara con su música a todo volumen, lo vi muy intranquilo y con los ojos llorosos.
  A cada rato me tocaba la puerta. ¿Ciai un paio di sigarrette? (¿Tienes un par de cigarrillos?)”, me preguntaba. Yo se los daba. Al poco tiempo volvía a tocar. “¿Tienes curda? (alcohol)”. ¡No!, le contesté, aunque después salí a comprar. Y enseguida otro toque: “¿Te quedan lexotanil?”. Le di la mitad de uno de 6 mm. Al par de minutos volvía por más cigarrillos. Su rostro destilaba una angustiante desesperación. De repente se montó en su auto y picando cauchos salió como alma que lleva el diablo montaña arriba. Luego, por Fernando me enteré que se había peleado con Luna. Al tiempo regresó. Buscó a Luna y volvió a salir. Volvieron más tarde y luego de ducharse se unieron al sarao.
  Por cierto, al mediodía Antonello me prestó el libro En la intimidad con Dios, de Benito Baur. Es una vieja edición corregida respecto a la primera, según se advierte en una de sus solapas, que se editó en1954. La que tengo es mi manos se imprimió bajo la tutela de la Editorial Herder, de Barcelona (España) el 16 de diciembre de 1972.

PAUSA SORPRESA: Acaba de tocar la puerta Fernando, quien regresó con Sonia a la montaña (8:10 p.m.). Abrí. Me dijo que me tenía una buena noticia. Que había sido invitado para el sábado a las dos de la tarde a una reunión en el apartamento de su tío Patricio. Que me iban a presentar a una hermosa mujer cuyo nombre era Mireya, y que estaría en casa de sus tíos. Que ellos venían de allá, que le hablaron de mí y que me quiere conocer. Refirió que era una mujer sola y que “estaba abierta a todo”. Sugirió que fuese en mi auto porque, si las cosas iban bien, a lo mejor me la traía a la cascarita. Con una sonrisa en los labios, Sonia lo reprendió por la insinuación. Entre otras cosas le pregunté cómo era la tal Mireya y dijo: “Tiene como 54 años, pero está bien buena”. Quedé pasmado. De todas formas iré.

PAUSA ANGUSTIANTE: He pasado la mayor parte del día deprimido y echado sobre la cama. Me acabo de levantar y busqué entre el libro El descenso de Xanadú, de Harrold Robbins, el blister de lexotanil y me tomé la mitad de la última que quedaba de una de las tres filas. La había guardado o más bien escondido entre las páginas del libro para evitar que Antonello las viera. No, no se trata de egoísmo, ni nada personal. Me quedan muy pocas y el a cada rato me está pidiendo una. Apenas quedan para mi consumo personal y, con mucho pesar, se las he negado.
  En la tardecita, antes del fugaz sarao, salí en un tour de tormento. Pasé por la casa de los padres de Carolina para ver si su Explorer estaba aparcada en el estacionamiento de la quinta. De allí enfilé hacia La Manzanita para indagar si había ido a casa de su hermano mayor. Después pasé por la de Rosalía. Nada. Todo fue infructuoso. (PAUSA INTERNA: Estoy pasando el recuerdito de Dorian y todo lo demás a la página correspondiente al 4 de junio. P/D A LAPAUSA INTERNA: Recuerden que estoy escribiendo el Diario en una agenda vieja, cuya casi totalidad de folios están en blanco. Cuando no tenga más espacio seguiré en unas libretas que compré para tal fin).
  Ya en la montaña, arreglé el desastre de la noche anterior. Aún no he tendido la cama. El libro que me prestó Antonello quedó abierto en El Pecado (Capítulo 5, página 63). Lo leeré más tarde, aunque en las actuales condiciones no leo, no puedo concentrarme en la lectura. Apenas paso la vista sobre las líneas, estas se disipan sin dejar huella en mí ser o memoria.
  Ahora son las 9 p.m. y voy a cenar. Me comeré el plato de chupe que gentilmente me ofrecieron Andreína y Ricardo cuando regresé esta tarde. “Está un poco picante”, dijo ella al dármelo. (Veré cuánto). “¡Gracias!”, le contesté amablemente. Y agregué: “Me servirá de cena, porque hoy tengo mucha flojera de cocinar”.
  Después de calentar y comerme el chupe, salí un rato a conversar con los vecinos. Andreína, Ricardo, Sonia y Fernando estaban cenando a la luz de la luna frente a las cascaritas. Conversé un rato con ellos y aquí estoy de regreso.
 Son las 10:25 p.m. Me estoy comiendo unas galletas “María” y dentro de poco me recostaré para ver si al fin puedo sintonizar mi cerebro y leer el capítulo de El Pecado.
  Dentro de la gran laguna mental en que está nadando mi cerebro y pese a la confusión que tengo sobre días y horas mientras escribo, acabo de recordar que anoche llamé a mi antigua casa. Luego de escuchar la contestadora con el consabido Hola, te has comunicado con Carolina. Ahora no estoy, deja tu mensaje y pronto contestaré, le dejé el desesperado anunció de que iba a acabar con mi vida.
  Los humanos somos hijos de la ira, la cual brota desde lo más sombrío de nuestro corazón. Mi desconsuelo -potenciado por el alcohol- me impulso a tal necedad. Quise borrar el mensaje para que no lo escuchase, pero el sistema me lo impidió. Sé cómo hacerlo. Sé que la clave para penetrar en la casilla de mensajes es el 80023801 y luego se marca 0365. Lo intentaré otra vez mañana.

 
MAÑANA:                                                                  
Está completamente desnuda y me ve con unos ojos plenos de libidinoso placer.


DIOS, COMO TE AMO-Doménico Modugno.