miércoles, 13 de octubre de 2010

21 de agosto.

SÓLO EN MI SILENCIO                                                            

  Y llegó el lunes. Día de mi cita en el bufete de Alfredo Díaz, cita que habíamos acordado el sábado, en la reunión de degustación de la porquetta.
  Otra dosis de lexo al despertarme, una aspirina y cuatro tazas de café bien tinto. Luego un baño con agua casi helada, ya que mi calentador -como casi la de todos los moradores de las cascaritas- es neurótico e impredecible. Nunca se sabe cuando funciona. Como son a gas y están instalados a la intemperie, en la parte trasera de las cabañas, el agua de la lluvia, los fuertes vientos y los rigores propios de la montaña y pese a su sistema “infalible” (según Robert, ya que son franceses y de buena calidad), uno nunca sabe cuándo se les ocurre surtir agua caliente por la grifería. Los dichosos aparatos son un fraude, contrario a lo que diga el mago de la montaña: el invencible Robert.
  Ya son las 10:10 p.m. y yo sigo en esto. Ya me he fumado no sé qué cantidad de cigarrillos (la cajetilla está feneciendo, pero me queda otra en el auto). He devorado media botella de ginebra pura en mi tacita de estrellitas azules, he escuchado no se cuántos discos y canciones de Soledad Bravo -tengo toda su colección-, y me estoy comiendo unas galletitas de soda porque esta noche estoy de huelga: ¡me resisto preparar la cena!, sin embargo persisto en la malsana costumbre de martirizarme.
  Aunque escribir apacigua mi ser, no sé en realidad porqué lo hago, ni quién leerá lo que escribo -o se atreverá a leerlo- algún día.
  ¿Lo escribo para mi querido Dorian?... ¿A fin de desahogar mi desesperación y reprocharle a Dios y al mundo su injusticia?... O para maldecir mi mala suerte. Aún no lo sé. Siquiera me importa, ni me interesa. Lo único que sé es que es una forma de catarsis, una liberación.
  Pese a la música, al canto de los grillos que me acompañan, un mudo silencio de la paz a mi mente. Un silencio reconfortante…
  Tomo un poco de agua, no porque me arda el estómago, sino para pasar el sabor de las galletas. Luego, otra tacita repleta de gin.

  Llegué a la oficina de Alfredo Díaz a las once y ocho minutos, sólo ocho después de lo pautado. Me recibió la secretaria, quien con cordial sonrisa informó:”El doctor viene en camino”. De la otra abogada, Marelby, ni pista. No estaba.
  Me senté en el recibidor muy callado. A los pocos segundos le pedí a la secretaria que me abriese la puerta para ir a fumarme un cigarrillo en el pasillo aledaño. Le dio a un botón situado en un extremo de su escritorio y abrió en forma automática.
  Alfredo Díaz era un fumador empedernido, pero después que le detectaron un incipiente cáncer en la lengua, prohibió fumar en el interior del bufete. Lo respeto. Respeto su decisión, aunque el día de la porquetta todos fumaron como turcos. Y él estaba allí, sonriente y feliz… Bueno, cosas de la vida y tolerante buena educación.
  Apenas terminado el cigarrillo regresé a la oficina. Me senté en la salita de espera. Estaba desorientado, con una terrible angustia oprimiéndome el corazón. Al rato llegó Marelby, quien me saludó afablemente y ofreció un café. Casi enseguida sonó su celular. Era un cliente del bufete, quien parecía reclamarle algo en tono airado.
  Gracias a Dios pronto, detrás de la amplia puerta de vidrio, apareció la robusta imagen de Alfredo Díaz. La situación me estaba incomodando y verlo fue como un regalo de Navidad.
  Yo mismo le abrí la puerta. Se disculpó por la demora y pidió que lo esperase unos minutos más porque tenía que reunirse con Marelby a fin de puntualizar estrategias sobre los casos que ese día tenían pendientes en los tribunales.
  Pasaron largos y tediosos minutos. No sé cuántos, pero fueron bastantes. De pronto la secretaria se acercó donde estaba y expresó: “Doctor -refiriéndose a mí- ya puede pasar”.
  Pausado, ya que los lexos que había tomado dos horas antes estaban en plena efervescencia y efecto, entré al despacho documentos en mano.
  En presencia de Marelby, indiqué que lo más urgente para mí era disolver la compañía que tenía con Luis David y que me preocupaba mucho lo de la falsificación de mi firma por parte de su abogado. Luego ofrecí otros detalles, muy funestos, sobre la personalidad de mí hasta ahora socio.
  Ambos coincidieron en que lo de la falsificación de la firma era algo insignificante. Pese a ello insistí. Les dije que quería desligarme de todo lo que oliese a ese hombre. Ellos prometieron que pronto iban a proceder y acabar con ese nexo comercial. Les di todos los teléfonos -casa, oficina y móvil- de Luis David advirtiéndole que lo llamaran antes de las doce del mediodía, porque a esa hora le da su ataque de hambre y sale corriendo hacia un restaurante cercano a la oficina llueva, truene o relampaguee. Una vez me contó que de niño sufrió mucha hambre en su pueblo natal, allá por Los Andes. Fue tanta, que una vez estuvo alimentándose durante tres largos meses sólo de papas con cebollas, las cuales robaba de un silo cercano. “La comida para mi no es un placer sino una necesidad esencial”, confió una vez.
  Le referí a Alfredo que Carolina no me deja ver a Dorian y pregunté qué debía hacer. Me dio un rosario de recomendaciones que en vez de reconfortarme me desmoralizaron. Aunque es mi amigo y un buen abogado, cuando Alfredo habla como tal es tan frío e insensible que hiela la sangre. No voy a contar los detalles porque yo mismo no quiero recordarlos.
  Poco antes de irme le comenté que hoy, precisamente hoy, 21 de agosto, mi pequeño Dorian cumple dieciséis meses de vida. Mi alegría le entró por un oído y le salió rápido por el otro. Impasible me dijo que odiaba a los niños, que los prefería grandes y que por eso se casó con una mujer que ya tenía tres hijos que pasaban de los doce.
  Su respuesta me desmoralizó. Él y sus influencias en los tribunales no me serían útiles ni la solución de nada. Me escucho sólo por cortesía. Nada más. Presentí que no estaba dispuesto a hacer mucho, menos de gratis por más amigos que fuéramos. Me despedí y atropelladamente fui hacia el estacionamiento en busca del auto. Quería desprenderme lo antes posible de aquellas palabras que jugaban una especie de ping-pong mortal con mis ideas.
  Salí del bufete derrotado, sin esperanzas y desanimado. Como un loco corrí hacia la montaña para refugiarme en mi dolor.
  En el camino llamé varias veces al celular de Carolina con la intención de darle el feliz cumplemés a Dorian. Misión imposible. Desconectó, suspendió o qué sé yo su teléfono, ya que en todos los intentos la línea siempre estaba ocupada. Al rato volví a marcar, ahora al teléfono de la casa. Como un tonto que habla para sí mismo, dejé grabado en la contestadota mis besitos, amapuches y felicitaciones a mi querido bebé. Espero que cuando regresen Carolina se lo haga escuchar, aunque lo dudo. Cuando se lo propone es tan maligna y perversa que ni Lucifer le gana en maldad.
  Mi Dorian es tan vivaracho y precoz que comenzó a caminar apenas cumplidos los diez meses. Cuando lo arrebataron de mi lado ya balbuceaba algunas palabras, como “agua”, “más” y “no” en perfecta pronunciación.
  ¿Ya estará hablando?... ¿Por qué tanta crueldad, porqué arrebatármelo de esa forma?... ¿Qué coño hice -porque desde mi punto de vista aún no entiendo nada- para que Carolina me lapidara de esa forma?
  Llegué a la cabaña desesperado. Me quería morir. Darme unos golpes contra la pared o únicamente tenderme en la cama. Abandonarme. Eso es lo que me provocaba y así lo hice.
  Primero se acostó mi dolor, luego yo. Cerré los ojos y quedé inmóvil. Pasaron algunos segundos, minutos, tal vez. Pronto recordé un letrero que durante mi regreso leí en una valla que promociona una famosa marca de whiky y salté de la cama como un resorte. El anuncio de la valla decía: No temas ir despacio, sólo teme quedarte parado. No recuerdo de quién es la máxima. Al parecer es un refrán chino o un aforismo anónimo, pero esas palabras me hicieron recapacitar. No debía quedarme parado. De otra forma la depresión vencería y me aniquilaría.
  Decidido volví a salir. Abandoné la cascarita y fui a un concurrido centro comercial del este de la ciudad. Paseé un rato como un sonámbulo entre la gente.
  Nadie notaba mi desespero, pero si mí presencia. Incluso algunas bellas jovencitas que al verme me sonrieron picaronamente.
  Seguí caminado. De un piso, subí al otro. Luego volví a bajar. Al rato estaba otra vez subiendo al nivel superior. Las personas caminaban aparentemente despreocupadas. Veía sus rostros, analizaba sus movimientos… Los psicoanalizaba. Buscaba penetrar sus mentes y conciencia. Saber qué pensaban y porqué. O a qué temían o atormentaba sus espíritus. Antes, cuando todo era paz y felicidad en mí ser, lograba descifrar lo profundo de la psiquis de mis semejantes, ahora todo es gris y sin aparente conocimiento. Perdí mis facultades… Siquiera sé verme y comprender a mí mismo…
  Qué difícil es entenderme y entender todo lo que escribo. A veces, yo mismo no sé lo que escribo. Es una historia, un tormento, ¿o qué?... ¿Es la vida, mí vida o lo que queda de ella? ¿La tengo todavía o ya desapareció?... ¿Qué soy ahora?… ¿Un fantasma?... ¿Y los fantasmas sufren?... No lo sé…
  Lo único que sé es que no resisto más.
  Confundido y aturdido, al rato regresé a la montaña con la intención de escribir estas notas ya que es lo único que evita que esté derrumbado en la cama pensando… Eso sería inercia y un camino inequívoco a la desvariación y la locura… ¿Ya lo estoy?... ¿Ya estoy loco y no me he dado cuenta aún?
Es tarde. Me encuentro tranquilo y en relativa paz. Otra vez, a esta hora de la noche, Soledad Bravo vuele a deleitarme con su canción No puedo ser feliz. No me atormenta, por el contrario, me transmite sosiego, muy alejado del goce masoquista. ¡Es qué esa gran mujer tiene voz de ángeles y sólo puede inspirarte paz y no otra cosa!
  La botella de gin está pereciendo. Yo adormilándome junto a ella mientras escucho el canto de los grillos, las ranas y mi música de siempre. La noche corre presurosa a fin de alcanzar el nuevo día. Añoro, añoro la luz del día y quiero que el alba despunte pronto. La luz es de Dios, la noche de los demonios, fantasmas y recuerdos funestos.
  Hoy dormiré tranquilo porque hay un sólo pensamiento en mi mente: ¡Volveré a ser feliz, con ella o sin ella!
  Se marchó la dicha, pero no la esperanza, ni la vida. El amor renacerá en mí. El amor todo lo puede, escribió San Pablo en Corintios 13. Y el amor, hacia todo y todos, es mi único patrimonio. Reverdecerá en mí el milagro del amor. ¿Por qué amar hace tanta falta para vivir?... Qué es más importante para la vida: ¿el oxígeno o el amor?
  Ya casi es la una y media de la madrugada y mi buen y noble brazo izquierdo (soy zurdo y esto es un manuscrito), me está pidiendo clemencia y un buen y merecido descanso. Además, acabé con la última gota de gin. Será hasta mañana, si sobrevivo.

MAÑANA:                                                                              
  Si esto es el infierno, no es tan malo como dicen. Pero si apenas es el vestíbulo, ¡coño!, no quiero ir más adelante.


 Diego Fortunato


 

 
...y abrió el pozo del abismo (1987)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 66 x 48 cm

Serie Apocalipsis, Cap. 9:2