martes, 24 de mayo de 2011

EL PAPIRO (CUARTA ENTREGA)


Caps. 16 al 20.




  A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de la novela, la cual forma  parte de la trilogía El Papiro. En total son 287 páginas, divididas en veintisiete capítulos, por lo que la semana final dividiré en dos partes los últimos siete. Al terminar, se editará bajo el mismo procedimiento La estrella perdida y, al finalizar, La ventana de agua, las dos siguientes novelas de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.

SINOPSIS

   Ante el temor de estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina inician la despiadada persecución de un joven predicador. La Santa Sede aprueba la acción porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el propósito de asesinar al predicador. Enigmas, romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde hasta las sombras tiemblan.



16

   Era viernes. Un viernes como cualquier otro en el barrio. La noche comenzaba a tender su manto festivo sobre la ciudad, y el barrio era parte de ella, por lo que desde muchos de los ranchos se escuchaba música de todos los colores y calibres. Los muchachos se contaban cuentos y hacían chistes mientras se tomaban sus mediajarras bien fría o fumaban un pito de marihuana. Los malandrines, algunos recién bañados y vestidos con sus mejores atuendos, se disponían a bajar a la gran ciudad. Para ellos no era el fin de semana, sino el comienzo de una noche de “trabajo” productivo. Los viernes, y los sabían bien, eran los días que conseguían los botines más suculentos, tanto cerca de los bares y restaurantes lujosos, como en las buenas casas de los alrededores del barrio, a las cuales preferían saquear porque si se les presentaba algún inconvenientes o los acosaba la policía, se refugiarían rápidamente en el barrio, donde los gendarmes no entrarían ni que les doblasen su paga mensual.

Ese día, ese viernes que se presagiaba agitado, Santiago no se alejó de su refugio. Había decidido no subir a La Bombilla. Se quedó en casa.

A través de la ventana podía vérsele arrodillado con la cabeza inclinada frente a una cruz artesanal hecha con dos robustas ramas. En el centro tenía trenzado un ramillete de flores lilas y blancas que parecían recién cortadas.

Rezaba abstraído. Tenía los dos brazos entrecruzados en forma de equis sobre el pecho y cada una de las manos ligeramente apoyadas en sus hombros.

Semejaba una imagen etérea. Estaba tan inmóvil, que la distancia cualquiera lo hubiese podido confundir con una estatua de mármol y no con un ser vivo inmerso en profunda oración, a no ser por el insólito evento que estaba por ocurrir.

El dorso de sus blancas manos, en la que se dibujaban con precisión la ruta de las venas, comenzó a teñirse con rosetones que poco a poco se transformaron en manchas de sangre que parecían fluir sin detenerse. Siquiera una gota, sólo sangre viva, germinaba de ellas mientras seguía arrodillado, orando.

En esa posición y con las manos brotadas en sangre, estuvo quieto un tiempo indeterminado. Luego, lentamente, los contornos de su cuerpo se fueron iluminando y comenzó a elevarse del suelo despacio, muy despacio, frente a la cruz, cuyas flores ahora brillaban con destellos vivos, casi humanos. Después, poco a poco, todo se fue tiñendo de blanco, un blanco reluciente y aperlado.

En ese estado de contemplación, nunca hubiese podido imaginar que alguien, desde fuera, lo miraba.

No obstante Raquel, la joven adolescente del barrio La Bombilla estaba allí, observándolo amparada tras una vieja pared de concreto. Hace semanas sabía donde vivía. Una noche, lo siguió junto a Juan, El Remedón, su entrañable amigo del barrio, en el desvencijado cacharro que este había comprado meses antes. Era su tercer intento para conocer dónde se metía Santiago y qué hacía en las noches y, esa vez, al fin tuvo éxito.

Raquel lo observaba con tierna complacencia. Por lo incómodo de su ubicación sólo lograba verle parte de la cabeza, la cual resplandecía. Creyó que era debido al farol que lo alumbraba. Inquieta, estiraba su cuerpo. Hacía esfuerzos para alcanzar a ver un poco más, pero no lo lograba. Sospechaba, al igual que cualquier otra mujer enamorada, que el hombre que amaba en silencio estuviese con otra. Que por eso no había ido esa noche, la noche de un viernes, al barrio.

Las dudas, esas incontrolables imágenes que los sentimientos vierten sobre la razón para turbarla, jamás le hicieron sospechar que el hombre que llevaba paz y sosiego al barrio, estaba sumido en un estado divino, levitando ante sus ojos.

Era evidente que desde hacía tiempo su interés por Santiago no era estrictamente espiritual, sino también femenino. Que cuando la veía, sus ojos no tenían otro camino que su cuerpo. Lo amaba en silencio, un silencio que la ahogaba. Aquel muchacho delgado, de palabras suaves y aterciopeladas, se prendó de tal forma de su corazón, que estaba a punto de desgarrarlo. Todo su ser latía con la energía y pasión de un amor incontrolado.

En su alma había fabricado un nido, pero estaba vacío, porque el pájaro no conocía el rumbo y ella quería revelárselo… Lo idealizaba tanto, que en sueños se veía atrapada en sus brazos, acariciándola con ternura mientras el crepúsculo desvanecía las penas en el horizonte.

En el barrio todos sabían que un amor puro y cristalino había germinado entre la miseria de los ranchos, pero nadie se atrevía a hacer comentarios. No querían herir la inmaculada imagen de Santiago, ni la de la dulce muchacha, a quien todos querían y estimaban mucho. “Se le pasará, son cosas de adolescentes”, decían.

Su ansiedad la arrastraba a hacer locuras, como la de esa tarde, pero no le importaba. Todo valía la pena, si con ello podía conquistar el amor de Santiago. Quería gritar con todo su aliento cuánto lo amaba. Revelarle al mundo las campanas y el coro de ángeles que escuchaban sus oídos apenas lo tenía frente a sus ojos.

Raquel sólo buscaba una señal, una chispa, para revelarle todo su amor… Decirle lo mucho que temblaba su cuerpo y cómo se le oprimía el corazón cuando lo tenía cerca.

Ese amor no correspondido, lejano, la ahogaba. Sólo la ilusión de ser querida algún día por Santiago, la sacaba de su aflicción y le devolvía, por instantes, la paz. Una paz que a veces no podía controlar. Por eso su alocada aventura de ir a espiarlo.

Agobiada por las dudas y el desespero, de no poder alcanzar a ver lo que quería, de no saber con quién estaba o qué hacía, la hizo, impulsivamente, subir por las escalinatas a medio construir que conducían a lo alto de la edificación.

A esa misma hora que Raquel comenzaba subir hacia el refugio de Santiago, en el cerro La Bombilla, confundidos entre la multitud que se había reunido esa noche para escuchar a Santiago, se encontraban Figueroa junto a Basilisco y el comisario Fernando Lisias.

Había más personas que de costumbre porque el predicador había dicho que ese viernes haría importantes anuncios, pero éste no se presentaba. Normalmente Santiago comenzaba sus prédicas a las siete de la noche, pero ya eran cerca de las siete y media y no aparecía. La multitud estaba impaciente y algunos comenzaron a dejar el grupo para regresar a sus ranchos y a sus sempiternos quehaceres.

De pronto una fuerte y bien timbrada voz se escuchó escaleras arriba.

–Jesucristo es la verdad… Es el camino, la verdad y la vida. Y yo, como hijo de Dios he venido a ustedes a dar testimonio de la verdad y alertarlos sobre los próximos acontecimientos… Para eso he nacido y por ello estoy aquí, con ustedes.

Era Santiago, quien bajaba con los brazos juntos en forma de cruz sobre el pecho. Nunca antes había aparecido de esa forma tan teatral e inesperada. Siempre, antes de comenzar sus prédicas, llegaba al lugar de encuentro antes que los demás, tiempo que aprovechaba para conversar con los primeros en arribar. Todos quedaron pasmados. Inmutable Santiago bajó unos cuantos escalones más y se detuvo en el sitio desde donde siempre acostumbraba a dirigirse a los habitantes del cerro.

–Todo el que esté con la verdad en su corazón escuchará mi voz y comprenderá que lo que les digo escrito está… –afirmó luego de un pausado suspiro–. Jesucristo es Dios, un Dios que por amor a nosotros se hizo hombre. Su misión era y será siempre la de sacarnos del error y del pecado, para luego perdonarnos y llevarnos junto a Él para que disfrutemos de la vida eterna... –precisó.

Los que se habían alejado, regresaron. Los de los ranchos cercanos, que pensaban escuchar sus palabras desde el interior de las casas, salieron. El grupo se fue haciendo poco a poco más grande y compacto.

–Para que disfrutemos de la vida eterna, para que eso suceda –repitió haciendo sobrevolar la mirada sobre los presentes–, hay que escuchar a Dios y abrir el corazón para que Él entre en ustedes. Y recuerden... Y nunca lo olviden, amigos míos, que Jesús nos salvó… Salvó a los hombres, amando y obedeciendo al Padre en todo. Su compromiso en la tierra lo llevó a entregar su vida por amor... Sufrió y murió en la cruz por nuestros pecados… ¡Por esta cruz!... –exclamó extendiendo los brazos hacia los lados, en forma de Cristo.

De pronto calló. El silencio se hizo prolongado, pero dulce. La multitud esperó absorta, sin hablar. Siquiera un suspiro se escuchó en el barrio. Todos lo observaban atentos. Con esfuerzo y sin pronunciar siquiera una sílaba, Santiago inclinó el cuerpo hacia adelante. Sus torpes movimientos hacían presumir que algo muy pesado, pero imperceptible al ojo humano, cargaba sobre su espalda.

Profusas gotas de sudor invadieron la frente de aquel joven que se había convertido en líder espiritual del barrio. Tambaleante, trató de dar unos pasos hacia el borde de las escalinatas, pero no pudo. Se notaba muy fatigado. Con dificultad alzó el rostro, que hasta ese momento apuntaba al suelo, y su semblante irradió un sufrimiento indescriptible.

– ¡Por esta cruz!... ¡Por esta!... ¡Cristo murió por esta cruz! –repitió desconsolado, mientras movía una de las piernas hacia adelante para recobrar el equilibrio.

Con mofa Figueroa y sus acompañantes se miraron burlones. Era una forma de disfrazar su confusión. Habían sido estremecidos, no tanto por las palabras del joven, sino por la inesperada escena y la extraña sudoración del predicador.

Sin darle mayor explicación a aquella unción espiritual que acababan de presenciar, cada uno comenzó a examinar minuciosamente a Santiago, el lugar donde estaban y el tipo de personas que asistían a sus prédicas, único motivo que los había llevado hasta lo alto del cerro esa noche.

–Ese muchacho está perdiendo el tiempo hablando de Dios. –rompió mordaz el silencio Fernando Lisias–. Eso no da dividendos. Si con esa pasta de líder, ese carisma que tiene, se hubiese metido a político, ya estaría bien enchufado en el alto gobierno.

–Vinimos a otra cosa y me parece estúpido que distraigamos nuestra atención en tonterías –recriminó tenso Basilisco, haciendo gala de su mal humor y talante infernal.

– ¡Tranquilízate, chamo!… Esto es pan comido. A ese muchacho me lo llevo yo con una sola mano –puntualizó Ferrnando a fin de serenar a su impaciente amigo.

–Es verdad, hijo. Tiene razón. Si perdemos la calma, toda esta gente se nos vendrá encima... Esperaremos el momento preciso y cuando el comisario lo indique actuaremos –recomendó Figueroa casi susurrándole al oído en tono conciliador.

–Donde esté el cadáver, allí se juntarán los buitres, decía San Mateo y tenía razón… ¡Mucha razón!... –sentenció Santiago–. En esas palabras no hay ningún enigma, sino el anuncio de la venida del hombre, de nuestro Dios –precisó tajante y calló.

Al oírlas Figueroa se estremeció de pies a cabeza. Comenzó a temblar epilépticamente y sintió como un frío mortuorio recorría cada centímetro de su cuerpo. Segundos después, tal como vino, el temblor desapareció. Cuando pensó que el peligro había sido conjurado, que el malestar experimentado se debía a una súbita baja de tensión y que sus signos vitales estaban reestableciéndose rápidamente, fue sorprendido por un sofocante calor. Sus poros, los millones de ellos que se juntaban milímetro a milímetro en los espacios de su piel, se abrieron descomunalmente empapándole la ropa. El corazón se le aceleró de tal forma que creyó que un infarto estaba a punto de hacerlo estallar. Aterrado, levantó los ojos en busca de ayuda y se encontró con los de Santiago, quien lo miraba fijamente. En ese instante las pupilas del médico se tiñeron de horror al ver a poco centímetros de su nariz, como si se tratase de la proyección de una película en cámara rápida, las escenas del momento que masacró al neonato en San Felipe y el instante en que arrojó el cuerpecito del bebé en la zamurera para que los buitres carroñeros se lo comieran.

El silencio de Santiago fue breve, no así el terror y la angustia de Figueroa. El predicador desató sus ojos de los del médico e imperturbable prosiguió con el sermón.

–No pretendo ser apocalíptico, pero ya se están viendo las señales cósmicas que precederán la llegada del final de los tiempos… Reflexionen sobre lo que les voy a decir. Escuchen bien, porque aunque estas palabras salgan de mi boca, no son de mi invención –anunció. Luego, en tono profético, señaló–: Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre y entonces se golpearán el pecho todas las razas de la Tierra y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. Él enviará a sus ángeles con sonoras trompetas y reunirán de los cuatro vientos a sus elegidos, desde un extremo de los cielos hasta el otro…

Santiago inclinó la cabeza y volvió a callar. Dejó volar entre los fieles el mensaje que acababa de transmitir, aunque sabía que esas alegorías no podían ser absorbidas en toda la profundidad que el hubiese querido por los humildes moradores del barrio.

Figueroa, intranquilo, trataba de secarse con un ridículo pañuelo de cuadros verdes el copioso sudor que no cesaba de manarle de la frente. Todavía confuso por lo que le había ocurrido, no comprendía el interés de Serafino por aquel muchacho que parecía inofensivo. Sus sermones no representaban peligro para nadie y mucho menos para “la Iglesia, su poder y ramificaciones”. Pensó que el prior de la misión exageraba o, en el peor de los casos, comenzaba a tener los primeros síntomas de Alzheimer. “La edad lo ha convertido en un viejo paranoico que ve demonios hasta en la sopa”, se dijo a si mismo.

En el cerro la multitud permanecía expectante. Quería escuchar de boca de Santiago los importantes anuncios que había prometido, pero estos no llegaban.

Sereno, el predicador retomó la palabra.

–Aprendan de la parábola de la higuera que dice: Cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca… Así también ustedes, cuando vean que lo que les digo se avecina, sabrán que Él, El Omnipotente, el Dios del cielo y la tierra, está cerca.

Santiago no estaba hablando por hablar, ni recitando frases inconexas o proverbios extraídos al azar de la Biblia. No, trataba de alertar a la muchedumbre sobre lo que pronto devendría, aunque para ello citaba párrafos de Las Sagradas Escrituras. No podía revelar con palabras llanas lo que sabía, lo que por designio divino conocía, ya que habría causado un gran pánico y desconcierto.


 
  Sin hacer el más mínimo ruido Raquel subió por las derruidas escaleras. Cuando se encontró frente a la puerta del apartamento de Santiago no sabía qué hacer. Dudaba. Se debatía entre tocar o dar media vuelta atrás e irse. Su indecisión se disipó al golpear instintivamente la madera con sus frágiles nudillos.

Esperó. No obtuvo respuesta. Segundos después volvió a tocar, pero con mayor fuerza e insistencia. Aguzó los oídos para percibir cualquier ruido que viniese del interior y aguardó callada. Nada, nadie contestaba. Intranquila, porque sabía que Santiago estaba ahí, volvió a hacerlo, pero esta vez en forma impertinente y decidida. De pronto, desde adentro el silencio fue roto por una interrogante.

– ¿Quién es?

– ¡Soy yo, Raquel! –afirmó tímidamente la joven.

– ¿Raquel?... –se escuchó con asombro desde el fondo del apartamento–. ¿Qué haces aquí?… ¿Cómo supiste dónde vivía? –preguntó mientras abría la pequeña puerta de par en par.

–Discúlpame, Santiago, pero necesitaba verte –refirió al tenerlo frente a ella.

El predicador tenía la camisa ligeramente desabrochada, dejando al descubierto los incipientes vellos castaños de su pecho.

– ¡Pasa y cuéntame!... ¿Qué sucede? –inquirió afectuoso mientras abotonaba con premura la camisa.

–No, no es nada… Perdóname que haya venido a molestarte… Tenía un presentimiento y quería saber si estabas bien… Que nada malo te había ocurrido –argumentó mintiendo a fin de disculpar su presencia.

–Todo está bien Raquel. Pero cómo te enteraste que vivía aquí.

–Disculpa… ¡Qué locura!... Bueno, una vez te seguí con Juan, un amigo mío del barrio… Tú lo conoces –expresó meciendo apenada la cabeza–. Fue una estupidez… Una niñería... Vine porque creí que estabas en peligro –concluyó para justificarse.

–Lo que ha de pasar pasará y será pronto, pero no hoy, querida amiga… Todo acabará por el bien de la humanidad –aseveró sereno.

– ¿Queeeé?... ¿Qué dices?... –soltó abriendo de par en par sus espléndidos ojos azules–. Entonces tenemos que… –intempestivamente se contuvo al ver que las manos de Santiago estaban vendadas–. ¿Qué te pasó?... ¿Quién te hizo daño? –preguntó.

–No es nada…Nadie me lastimó… Sólo son unos rasguños… Estuve trabajando en la moto y tuve un pequeño accidente, pero pronto estaré bien –refirió con disimulo sin saber dónde esconder las manos.

–No me mientas, por favor… Lo de tus manos te lo creo, pero, por Dios, dime quién te quiere hacer daño… ¡Dímelo, porque quiero ayudarte!… En el cerro hay mucha gente que daría la vida por ti –afirmó maternalmente.

–Gracias amiga, pero no hay nada que se pueda hacer ni nada que pueda evitarse –respondió tranquilo–. Sólo debo esperar la voluntad de Dios… Él sabrá qué hacer conmigo… –precisó metiendo las manos en los bolsillos del pantalón a fin de ocultarlas–. Es su voluntad, yo sólo soy su instrumento –concluyó.

Raquel lo escrutó de arriba a abajo. Tan aguda fue su mirada, que Santiago bajó la cabeza. Después la fue subiendo lentamente y fijó los ojos en un punto neutro de la pared.

–Mis acciones no son mías, sino de Dios y su amor es mi amor… Es el amor del mundo el que habla…– afirmó como si estuviese distante, fuera de la presencia de de cualquier otra persona.

Raquel no podía contener los nervios, pero asintió moviendo la cabeza, como si entendiese lo que decía, aunque estaba totalmente perdida.

Al terminar la última frase, Santiago repentinamente entró en una especie de trance espiritual y comenzó a recitar en voz suave, casi en susurro, pero con tal claridad que cada una de sus palabras parecían desprenderse del cielo.

–Si yo hablase lenguas humanas y angélicas y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o como címbalo que retiñe… Y si tuviese el don de la profecía y entendiese todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy…Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve… El amor es sufrido, es benigno. El amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece. No hace nada indebido. No busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor. No se goza de la injusticia, más se goza de la verdad… Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta…

Por momentos Raquel creyó que Santiago había enloquecido. Trató de interrumpirlo, pero sus esfuerzos fueron vanos. Se echó sobre el viejo sillón que había en la sala y no le quedó más remedio que escucharlo. De la incredulidad pasó al embeleso al oír aquellas palabras que salían de su boca.

–El amor nunca deja de ser, pero las profecías se acabarán y cesarán las lenguas y la ciencia acabará… Porque en parte conocemos y en parte profetizamos, más cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte acabará… Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, jugaba como niño, más cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño… Ahora vemos por espejo, oscuramente, mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como fui conocido… Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres, pero el mayor de ellos es el amor –finalizó con un suspiro.

Al concluir Santiago quedó inmóvil. Su mirada seguía fija en el mismo lugar de la pared donde minutos antes la había hundido. Su rostro reflejaba una paz indescriptible.

– ¡Aquí estoy!... ¡Epa!... ¡En el sofá!… –exclamó la joven agitando las manos para recordarle su presencia.

– ¡Lo siento, Raquel!… Estaba pensando en otra cosa y de repente me distraje.

– Lo sé… ¡Me di cuenta!... De eso no me queda la menor duda porque hasta te olvidaste que estaba aquí…–dijo sonriéndole.

Raquel no se molestó en preguntarle el porqué de su súbita abstracción.

Era evidente que por la experiencia vivida antes de que ella llegase, el predicador había entrado en un profundo éxtasis, en un desdoblamiento, por lo que declamó con santa devoción el capítulo trece de la primera epístola de San Pablo a Los Corintios.

Después de aquello Raquel quedó totalmente convencida de que Santiago era una persona diferente y muy especial. Como un ángel enviado por Dios para aplacar las aflicciones y angustias de los pobres del barrio. Además, ella lo amaba tan intensamente, que nunca hubiese percibido nada malo en sus acciones. Todo lo que hacía estaba bien y su comportamiento no necesitaba explicación o razón alguna para ella.


17


A la misma hora que Raquel conversaba con Santiago en el refugio del Alto Hatillo, a unos diez kilómetros de distancia de donde se encontraban, Figueroa, Basilisco y el comisario Fernando Lisias, no daban crédito a lo que acababan de ver en lo alto del cerro La Bombilla: El mismo Santiago, que hasta hace sólo instantes estaba frente a ellos pronunciando un sermón, desapareció como por arte de magia.

Todo sucedió en instantes, al mejor estilo de los grandes magos. Moradores y extraños presenciaron atónitos como, en un parpadeo, el predicador se evaporó ante sus propias narices.

Estupefactos, los más jóvenes se dividieron en pequeños grupos y comenzaron a buscarlo. Aunque el barrio es grande y con muchos escondrijos, era difícil moverse entre sus veredas sin ser notado. Allí hasta las sombras tenían ojos. Los más acuciosos escudriñaron en cada recoveco posible donde podría haberse escondido. Preguntaron aquí y allá, pero nadie supo decirles dónde estaba o qué había pasado con Santiago. El suceso tomó tan de sorpresa a los habitantes del cerro, que muchos, más que todo las ancianas, se retiraron a sus viviendas a rezar. Los muchachos, los que todavía no habían cumplido los nueve o diez años, asumieron la cuestión deportivamente y empezaron a tejer las más disparatadas conjeturas y hacer chistes sobre lo ocurrido.

No hubo humo ni bambalinas o magia blanca o negra detrás del escenario. Santiago, que momentos antes estaba pronunciando el sermón en un rincón de las escalinatas, de pronto se esfumó.

John Dark, por instrucciones recibidas desde la Misión, también estaba esa noche en el cerro La Bombilla. Fue otro de los testigos de la desaparición.

El veterano ex capitán no se sentía desorientado. Después de las penurias sufridas en Afganistán ya nada podría espantarlo. Hace tiempo que había perdido toda capacidad de asombro. En su mente tenía una sola idea: atrapar al tal Santiago. “He viajado desde tan lejos para cumplir con un encargo y no habrá nada ni nadie en el mundo que me detenga, menos un simple juego de prestidigitación”, se decía mentalmente.

Entendía que su misión como Justiciero de Dios era sagrada. Que era un monje guerrero y que debía cumplir, lo antes posible, con el divino y secreto compromiso que le había sido confiado.

Aunque no se quebraba ante ningún peligro o misión por más dura que esta fuese, Dark tenía un lado oscuro. Un secreto que le era difícil controlar, y que él, más que ninguna otra persona en el mundo, lo sabía: dependía del alcohol. Era un enfermo, un alcohólico que a veces no podía dominar el diablo que vivía dentro de cada copa.

Durante toda su vida manejó a la perfección las situaciones más difíciles, tanto en combate como en la sociedad civil, pero en ocasiones el alcohol se convertía en su oponente más letal. No obstante, tenía a su favor que en más de una oportunidad, cuando se lo proponía, dejaba de beber por varios meses…Su haraquiri mental consistía en una desintoxicación espontánea, por muy dolorosa que fuese. Buscaba la sobriedad y al alcanzarla la cumplía con rigidez militar en las sombras de su propia conciencia. Era una forma de autocontrol, de decirse a sí mismo que aún estaba vivo.

Al salir del barrio, pese a no haber adelantado ni un milímetro en la misión encomendada, se sentía satisfecho. Por ello se concedió un momento de relax y se instaló en la barra del Tamanaco, hotel donde había decidido permanecer algunos días más.

En la turbulencia de su mente planificaba, entre tragos y tragos, la forma y el momento en que debería capturar a Santiago y cómo se las arreglaría para llevarlo, de acuerdo a las órdenes recibidas de Ravenna, ante la presencia del abad y los monjes de San Felipe.

Ignoraba que tenía competidores, aunque esa misma noche estuvieron sólo a unos pasos de él. Una cosa segura tenía entre cejas y cejas: “A ese conejo me lo llevó mansito al monasterio capuchino. Ese triunfo nadie podrá arrebatármelo”, se decía.

Mientras sorbía en silencio su séptimo whisky, pensaba que el mundo en el que vivía era transitorio y la vida del hombre efímera, tal como el vuelo de un ave que en instantes rasga el cielo libre, feliz y al otro, antes de llegar al nido, podría caer muerto y sin saber porqué.

En el fondo de su alma atormentada, estaba plenamente convencido de que la vida definitiva, pura y real, se alcanzaba complaciendo la voluntad de Dios, y que, como recompensa, El Señor lo trasladaría a un paraje infinito donde no habría más dolor, ni llanto, ni enfermedad, pues la muerte habría sido vencida definitivamente y que él, John Dark, aunque no conocía el motivo, ni el porqué, debía someter y asesinar, si era preciso, a Santiago. Creía, firmemente, que era un elegido, El Sagrado Elegido, que cumplía un designo divino y que con su acción ganaría el perdón eterno y el tan añorado y misterioso paraíso.



18


Un vendaval que amenazaba a lluvia azotaba los predios de la Misión.

En un pequeño dormitorio ubicado en el fondo del monasterio, Lucindo, recostado cuan largo era en un rústico catre de hierro, fumaba despreocupado el cigarrillo que había encendido momentos antes.

Al notar que la manija de la pesada puerta de madera giraba, botó la colilla al suelo y esperó a que la puerta se abriese.

Segundos después, como una sombra apareció debajo del marco la figura de Serafino, el viejo regente de la Misión.

No hubo palabras, ni saludos. Serafino entró y tras él aseguró con llave la puerta.

Los dos monjes se miraron y en silencio recorrieron con la vista sus cuerpos.

Lucindo deshizo su posición inicial, se incorporó levemente y levantó su sotana hasta la cintura, dejando al descubierto medio cuerpo.

Ni una señal. Los dos monjes sólo se entrecruzaron miradas seductoras, como si fueran dos quinceañeras enamoradas.

Con impaciente lascivia reflejada en el rostro, Serafino se le acercó, se sentó en el borde de la cama y comenzó a acariciarle sus partes íntimas, las cuales estaban cubiertas por un grueso pantalón de gamuza color verde oliva.

Pasados algunos instantes, lentamente, como si se tratase de un ritual, descorrió la cremallera del pantalón sin apartar la vista de la protuberancia que de ella asomaba. Cuando estuvo totalmente abierta, metió la mano en su intimidad, tomó el miembro erecto del jorobado monje y se lo llevó a la boca.

Instantes de silencio monacal. A los pocos minutos se escucharon jadeos y suspiros secos de placer, hasta que Lucindo se vino y Serafino englutió en su boca el caliente semen de su compañero de votos.

Afuera la tormenta ya había tomado cuerpo. Rayos y relámpagos tronaban en el oscuro cielo, el cual parecía querer partirse en mil pedazos.

Todavía jadeante, el viejo prior de la Misión se tendió del lado contrario del lecho. Lucindo se incorporó, tomó la caja de cigarrillos que estaba sobre una rústica mesita de madera y encendió dos. Se acercó a Serafino y le puso uno entre los labios.

– ¿Has sabido algo del Justiciero? –preguntó tirando la cerilla al suelo.

– ¡Nada!… Espero que ese demente se comunique pronto conmigo –dijo después de exhalar una gran bocanada de humo.

Allí, como dos amantes furtivos, permanecieron conversando unos quince minutos más. Hablaron de la forma como debían dirigir el interrogatorio de Santiago al tenerlo entre sus manos y quiénes podían estar presentes cuando se diese el momento.

Recuperado de la fatiga, Serafino se incorporó de la cama, se acarició el estómago y le sonrió a Lucindo.

– ¡Vamos!… Hay muchas cosas que hacer –expresó y ambos salieron asegurando tras ellos la puerta de la celda con un candado.

En la noche la tormenta había desencadenado toda su furia. La calma reinante en la Misión sólo era rota por el sonido del agua que presurosa corría por los drenajes del techo para bajar y estrellarse con estrepitosa violencia sobre las viejas baldosas de terracota del patio trasero.

Serafino dormitaba en la mecedora de su despacho cuando escuchó el insistente repiqueteo del teléfono.

Con hastío se incorporó y fue a atender la llamada.

Era John Dark totalmente borracho. Solicitaba su aprobación para matar a Santiago en caso de que fracasase en su intento de llevarlo con vida a la Misión.

Serafino encolerizó. Le prohibió terminantemente hacerlo. Le dijo que antes él y los otros monjes debían interrogarlo y examinar minuciosamente su cuerpo. No obstante, para tranquilizarlo, le aseguró que, de comprobarse lo que sospechaba, podría hacerlo después, cómo y dónde quisiese, siempre y cuando no dejase ningún rastro que involucrase a la Misión.

Antes de colgar, el prior le rogó que no volviese a llamarlo en las condiciones que estaba, de otra forma elevaría una queja ante sus superiores en Italia. Le recordó la extremada confidencialidad del asunto, cosa que el monje-guerrero sabía de sobra, y que su importancia iba más allá de la vida o la muerte, porque de ello dependía la subsistencia de la Iglesia Católica.

Al escuchar las recomendaciones, John, debido a su estado etílico, soltó una grotesca carcajada.

–Dios es mi guía y nadie podrá destruir a mi Iglesia, porque yo vine aquí a instancias del Señor y El Señor me dio la espada para acabar con todo impío que camine sobre la faz de la tierra –recitó con voz firme, sin titubeos y dominio absoluto de su voz pese a la borrachera, algo que seguramente había aprendido durante su estancia en Roma.

–Pero a este no lo matarás, ¿de acuerdo?... ¡Te lo prohíbo! –censuró el monje.

–No ahora, quizás después, o cuando Dios me lo ordene –afirmó Dark, pero esta vez con voz engolada.

Para dar por terminada la espinosa conversación, Serafino consintió a regañadientes y colgó el auricular con disgusto.

Comenzaba a dudar sobre las destrezas y cordura del Justiciero de Dios que le enviaron, pero debía resignarse. No tenía alternativas, aunque, bajo la sotana, guardaba otro as: Figueroa.

Pese a que el torpe médico había acabado con la única prueba tangible que habría podido tener en sus manos después de tantos años de intensa búsqueda, el monje confiaba en su astucia y malicia. Él podría ser la carta de triunfo en caso de que el Justiciero fallase. Conocía el terreno que pisaba y a su gente, aval suficiente para triunfar en tierras pobladas de picardía y desconfianza.

Mientras Serafino permanecía enfrascado en sus reflexiones balanceándose otra vez en la mecedora, el padre Agustín, el más viejo de la Misión, bruscamente abrió la puerta y entró al despacho clerical.

–Prior, estuve meditando mucho todas estas noches, y al releer a Mateo me di cuenta de muchas cosas que, todavía a mi edad, no había comparado con la actualidad presente –expresó con agitación.

– ¡Dime!... ¿Qué es lo que te inquieta ahora? –preguntó arrogante el Superior.

–Cuando Mateo relata: “Vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo, y a muchos engañarán”, podría significar que el tal Santiago que usted y nosotros perseguimos podría ser un anticristo, un hijo de Satán ¿Es eso correcto?

–Totalmente cierto, amigo mío. Más aún cuando Mateo prosigue: “Y oiréis de guerras y rumores de guerras. Mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca pero aun no es el fin, porque se levantará nación contra nación y reino contra reino, habrá pestes y hambre y terremotos en diferentes lugares”… ¿Y no es eso lo que está ocurriendo en todo el mundo, padre Agustín?... ¿Y usted todavía lo duda?

–No me hable usted de dudas a mi, que si las tengo y muchas, pero entre ellas jamás la de la eterna gracia y misericordia del Señor. Pero sí dudo sobre la presunta peligrosidad del joven Santiago… ¿Qué le hace a usted presumir que es algo diabólico?

–Ya que hablas de Mateo, recuerda que él dijo que “muchos falsos profetas se levantarán y engañarán a muchos, y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará”… ¡Cómo el de usted, padre Agustín!... No lo entiendo, ¿a su edad y aún dudando?... ¡Por favor!

– ¡No!, no dudo de Dios, prior, sino de las intenciones de usted –refutó Agustín imperturbable y preciso.

– ¡Cómo se atreve, padre Agustín!... –respondió exaltado el Superior–. Lo perdono por su senilidad. Sin embargo, por su atrevimiento lo confino a tres días de oración, ayuno y encierro en su celda y con una sola ración de pan y agua al día… ¡Qué Dios purifique tu alma!

Terminada la última frase Serafino hizo resonar una estridente campanilla de bronce que estaba sobre su escritorio.

Dos monjes entraron presurosos al despacho. Con un ademán indicó que sacasen al padre Agustín.

– ¡Acompáñenlo a su celda, aseguren bien la puerta y tráiganme de vuelta la llave! –ordenó.

Agustín lo miró desorientado. No entendía qué cosa tan grave había dicho o cometido para desatar esa repentina ira en el prior, no obstante aceptó el castigo.

–Usted nos miente a todos… Está ocultando algo… Pero, juro por Dios, que lo averiguaré –sentenció antes de salir.

– ¡Bah!... ¡Sáquenlo! –escupió con despreció incorporándose con arrebato de la mecedora.

La personalidad turbada y sádica de Serafino estaba muy acorde con su hedonismo, el cual no lo percibía desde la óptica de Eudoxo de Cnido, quien a principios del siglo IV a.C. consideraba que el placer era el bien supremo de todos los seres. Aunque Eudoxo se refería al placer a la vida, a la belleza en sí misma y al placer de amar al amor con pureza infinita para obtener la felicidad.

Pero, por sus desviaciones, a fin de justificar lo glotón y depravado que era, Serafino lo interpretaba con errónea malicia desde el punto de vista de Epicuro de Samos.

Para el prior de la Misión, la presencia del placer era sinónimo de ausencia de dolor o de cualquier tipo de aflicción, como el hambre, la tensión sexual o el aburrimiento. Por ello su relación sodomita con Lucindo, ya que pensaba que “ningún placer era malo en sí mismo”.

A veces, durante los momentos de intimidad con Lucindo, le decía: “Yo no sé cómo se puede concebir lo bueno si eliminamos los deleites del paladar y los placeres del amor, o los del oído y las emociones confortantes causadas por la visión. ¡Eso sería como eliminar el placer de querer y amar a Dios!”.

Para justificar su aberración Serafino evadía pensar conscientemente que en la realidad las situaciones que producen algunos placeres conllevan a alteraciones que muchas veces son mayores que los mismos placeres, como la locura, pérdida total de la razón y los principios más elementales de la moral y la vida, tal como se hallaban él y Lucindo.


19


Después de estar con Santiago en el Alto Hatillo hasta muy entrada la noche, Raquel regresó a La Bombilla.

Mientras avanzaba por el sombrío sendero que conduce a lo profundo del barrio, notó un alboroto poco común. Ávida por saber qué estaba pasando, apuró el paso y comenzó a subir de dos en dos los inclinados escalones.

Entre un grupo distinguió a Juan, El Remedón, que estaba junto a otros jóvenes de su misma edad. A paso veloz se dirigió hacia ellos.

Al verla los muchachos corrieron a recibirla y virtualmente la aturdieron. Cada uno quería contarle lo acontecido en el barrio, pero hablaban tan atropelladamente, que Raquel no lograba comprender nada.

–Un momento –atajó–. Vamos a organizarnos y comiencen a hablar uno por uno, porque, en verdad, no entiendo lo que me están diciendo... Empieza tú, Juan –pidió señalándolo con el dedo.

Desordenadamente y con su característica forma de hablar, Juan le narró la forma cómo desapareció El Iluminado ante la presencia de todo el mundo.

–Yo estaba muy cerca, Raquel… Tú sabes que siempre me acomodo en el piso, a unos pasos de donde El predicador comienza a hablar… ¡Lo vi todo clarito!... ¡Bien clarito! –concluyó el muchacho.

Después, casi como si se tratase de una copia al carbón, un desgarbado negrito de ojos saltones daba su versión, aunque la dibujó de macabro terror. Al finalizar le tocó el turno a otro, y después a otro. Todos los relatos eran confusos y absurdos. Cada quien le ponía su pizca de fantasía al suceso, por lo que pronto atontaron a la pobre muchacha.

– ¡Basta, ya entendí!… –los contuvo molesta–. ¡Eso no puede ser!... Es imposible porque yo estaba…

– ¡Claro qué fue posible!… Ocurrió a mi ladito, Raquel… ¡Nunca había visto una vaina como esa! –refirió todavía perplejo Juan.

–Eso fue así: ¡puffff! –dijo expeliendo de su boca aire con fuerza otro de los muchachos, y haciendo con sus manos movimientos aerodinámicos como si se tratase de un acto de magia, agregó–: y el carajo ya no estaba… ¡Se esfumó!

– ¡No le digas carajo!... ¡No te lo permito! –recriminó Raquel.

– ¡Coño!, no te pongas así… Es una forma de decir… Tú sabes que lo queremos que jode…

–Es verdad –ratificó El Remedón saliendo en defensa de su amigo–. Yo a veces lo veo como si fuese mi hermano mayor, aunque no tengo hermanos… Bueno, como a mi padre, que tampoco se quién carajo es… Bueno… ¿Tú entiendes, verdad?...

– ¡No!, no te entiendo Juan, y a veces me das vergüenza… Y, por favor, no vuelvas a decir groserías delante de mí… ¡Respétame! –reprochó molesta, pero con dulzura la joven.

– ¡Está bien!... Está bien, discúlpame… Te voy a decir la verdad, pero no se vayan a reír –pidió Juan dirigiéndose a todos los del grupo–. ¡Lo veo como a un santo, coño! –afirmó radiante, con los ojos brillando de dicha.

Raquel le dirigió una mirada rabiosa por la grosería que había vuelto a decir, pero pronto la borró de su rostro. La afirmación de su amigo la había enternecido de tal manera que sus labios esbozaron una placentera sonrisa.

–No eres el único, Juan. Yo, al igual que muchos otros, lo vemos así. No te apenes en decirlo… Todos sabemos que es casi un santo…Un verdadero santo –concluyó convencida, expresando, tal como lo hizo Juan, su pensamiento más profundo.

–Yo creo que es más que eso –discrepó Juan moviendo la cabeza–. ¡Pa’mí es un Dios! –insistió.

– ¡Ay, no!… –exclamó Raquel–. Eso es imposible… Es tan joven que no podría ser un Dios… Prefiero que sea un hombre espiritual, aunque con dones divinos… Pero no, por favor, un Dios ¡no!

Raquel pensaba como mujer. Una mujer profundamente enamorada. En su corazón la idea de que Santiago fuese un Dios le aterraba. No concordaba con sus deseos femeninos. Le bastaba con que fuese un predicador bien parecido, un hombre misericordioso, dulce y hasta milagroso, pero hasta ahí. Eso era más que suficiente. Lo quería como a un ser humano de carne y huesos, al que pudiese tocar y palpar, pero nunca como a un Dios.

Después de hablar con Juan y los muchachos, Raquel se acercó a otros vecinos. Le contaron la misma historia. Algunas versiones eran más exageradas que otras, pero el denominador común siempre era el mismo: la desaparición mágica de Santiago frente a todo el barrio.

Raquel se quedó un buen rato charlando con ellos. Al percatarse de la hora, de lo tarde que se le había hecho, se disculpó y en largas zancadas fue hacia su rancho.

Al entrar su madre, Doña Ruth, estaba de espaldas, frente a una cocinilla de gas. Recalentaba un café con leche en una ollita que, por las magulladuras que tenía, parecía haber sobrevivido a las más horrendas calamidades.

– ¡Hola, ma’! –saludó con afecto.

– ¡Muchacha!... ¿Dónde te habías metido?… Estaba bien preocupada… –afirmó con un suspiro de alivio al verla.

–Después te cuento, ma’ –respondió cerrando suavemente la puerta del rancho, confeccionada con pedazos de cartón piedra de diferentes tamaños y colores y sus bordes burdamente reforzados con tiras de hojalata para que pudiese resistir un poco más antes de que el tiempo la derrumbase.

–Estoy recalentando un cafecito… ¿Quieres un poquito, mija? –indagó con maternal cariño. Enseguida agregó –: ¿Cenaste?... ¿Quieres que te prepare una arepita?... En el refrigerador hay masa y en un momentico te la pongo a freí pá que te la comas calientica– dijo afectuosa.

–No, ma’… Gracias, pero no tengo hambre.

– ¡Tienes qué comé mija!... Si sigues así va a desaparecé –insistió Doña Ruth a fin de persuadirla.

–Ya comí ma’ –se excusó mintiendo a fin de que su madre no perseverase más, tal como solía hacerlo.

El cerebro de Raquel estaba por estallar con lo que le habían contado sobre Santiago. Pensaba en todo, menos en comer. Su apetito lo había centrado en otro bocadillo. El de su amor solitario, que con tanto celo atesoraba en su corazón de joven e inocente adolescente.

–Cuéntame, ¿qué pasó por aquí mientras no estaba? –preguntó desentendida a su madre a ver si le decía algo sobre la desaparición.

Necesitaba con ansias que le desmintiesen todo lo que había escuchado, que el asunto de Santiago era sólo un invento estúpido de la gente del barrio. Una fantasía. Que al que vieron esfumarse fue otra persona. Que era imposible que fuese Santiago, porque a esa misma hora ella estaba con él en El Alto Hatillo. Nadie mejor que su madre podría darle una versión clara de lo ocurrido en el barrio.

– ¡Ay, mijita, muchas cosas!… ¿Ya te dijeron lo del Iluminado?

–Si, ma’ –asintió Raquel–. Pero no les creo nada…

–Pero fue verdá, mija… Yo estaba ahí –aseveró–. Fue algo raro, milagroso, creo yo…

–Si tú lo viste, a ti te creo ma’… –respondió la muchacha resignada, pero más confundida que al principio, ya que esperaba otra respuesta de su madre.

– ¿A qué hora fue eso?… ¿A qué hora, supuestamente –dijo deletreando las palabras– se “esfumó” Santiago?

–Nada de supuestamente, mija… Yo lo vi con mis propios ojos –expresó señalándose ambos con los dedos índices–. Fue a eso de la siete y media, si este relojito que me regalaste el Día de las Madres todavía dice la verdá… Estoy segura, porque al ratico una vecina me preguntó la hora y...

– ¡Claro que está bueno má!... Me costó unos cuantos riales y es de buena marca –interrumpió para disimular el pasmo que sintió cuando su madre le puntualizó la hora.

–Por ahí andan diciendo que unos extraños estuvieron escuchando a Santiago... Que eran personas malas y que uno de ellos era policía… De la secreta, de la matagente –manifestó Doña Ruth extendiéndole un tazón repleto de café con leche.

–Pero, ¿cómo pueden estar tan seguros de que eran personas malas?…Yo no entiendo, ma’.

–Bueno, mija, por la actitud... Yo no los vi, tampoco sé quiénes son, pero la gente del barrio sabe de esas cosas y los tiene “fichados” por si vuelven a aparecé por aquí.

Antes y después de la hora señalada por Doña Ruth y hasta pasadas las nueve y media de la noche, Raquel charlaba con Santiago en su refugio del Alto Hatillo, muy distante del cerro. La muchacha no entendía cómo podría haber estado en dos sitios al mismo tiempo.

Navegaba en un mar de confusiones. Los pensamientos le laceraban la mente. En busca de una explicación lógica, de pronto le vino la idea de que la persona que había desaparecido podría haber sido un doble, un hermano gemelo de Santiago, pero enseguida la desechó. Era muy difícil que un doble o dos hermanos, por más gemelos que fuesen, tuviesen la misma vocación católica y fuerza espiritual. Además, Santiago le había dicho que aborrecía la mentira, porque era la contraseña del diablo.

No hallaba la forma de decirle a su madre que todo ese asunto no pudo haber sucedido porque a la hora que decían que ocurrió la desaparición, ella estaba con Santiago en su casa. Que estuvieron juntos, conversando hasta tarde, y que ninguno de los dos se movió del lugar… “¿Era realmente tan tarde?”, se interrogó mentalmente, pero enseguida concluyó: “Deben haberse equivocado en cuanto a la hora”. Tratando de convencerse a sí misma de que así había sido puso, de momento, punto final al asunto de la “desaparición”. Insistir era enloquecer.

– ¡Estoy muy cansada, má! –afirmó bostezando a fin de cortar la conversación con su progenitora.

Bien, mija… Vete a dormí, porque mañana tengo un día pa’ locos… Si supieras… ¡Mejó ni te cuento!... Sucedió que…

– ¡No, ahora!...Ahora no, má… No me cuentes nada… –atajó Raquel intuyendo que le vendría, tal como lo hacía siempre, con otro de sus largos y pesarosos cuentos.

–Esta bien hijita. Lo dejaremos para mañana…

–Anda a dormir má… Te ves más molida que yo… Anda, y mañana me cuentas… Yo voy dentro de un ratico. Primero voy a lavá los corotos.

Raquel estaba demasiado turbada como para prestar atención a los cuentos de su madre. Además, su apariencia denotaba la fatiga de día inusual en su vida.

Se levantó del taburete donde estaba sentada, fue hacia el fregadero y se puso a lavar los trastos sucios. Al terminar fue hacía donde estaba recostada su madre, le dio un beso en la mejilla, le pidió la bendición y dio un par de pasos hacia su cama, la cual estaba a centímetros de la de su progenitora. Una cortina cosida a mano con dibujos de grandes rosas rojas las separaba. La mayoría de los ranchos del sector eran casi todos iguales. Un sólo ambiente, el cual era dividido con cortinas y tablones, dependiendo del número de personas que habitaban en el, piso de tierra o cemento rústico y paredes y techo fabricados con laminas de zinc y maderas de deshecho. El tamaño dependía del gusto o el pedazo de tierra ociosa que el humilde “constructor” conseguía en el cerro.

Esa noche Raquel no pudo conciliar el sueño. Estuvo retorciéndose inquieta sobre la cama. Cuando apenas lograba dormitar un poco, pavorosas y locas pesadillas la despertaban.

Amor, dudas y duendes vestidos de luto cabalgaban sobre sus pensamientos de joven enamorada. No podía apartar la imagen de Santiago del sitio del corazón donde lo había anclado.

Los eventos de ese viernes tan agitado y nada común, la tenían despabilada. Pensaba que todo era una absurda locura. Un invento sin sentido de la gente del barrio. Pero, lo que más le intranquilizaba, era lo que el mismo predicador le había dicho en el Alto Hatillo: “Lo que ha de pasar pasará y será pronto, pero no ahora”.

Al día siguiente, todavía somnolienta y tendida sobre la cama con los ojos cerrados, pensaba. Pensaba mucho. La necesidad de ir buscar a Santiago para alertarlo sobre los hombres que estuvieron merodeando el barrio y haciendo preguntas, la tenían vacilante.

De pronto, como impulsada por un resorte, se levantó y descalza caminó hacia el pequeño altar que su mamá había construido en un rincón del rancho.

Dos velones amarillos colocados sobre un delgado listón de madera alumbraban varias estampitas de vírgenes y santos. Unas estatuillas de yeso del Sagrado Corazón de Jesús, San Miguel Arcángel y La Milagrosa, la virgen más santa entre las santas después de María, presidían el altar.

De un pequeño cajón ubicado en la base del altar tomó una delgada vela blanca, la encendió y colocó frente a una estampita descolorida de la Virgen de Fátima que se hallaba en el sitio más profundo del modesto santuario. Se arrodilló sobre el frío piso de cemento, cerró los ojos y comenzó a orar.

Estaba tan sumergida en sus rezos, que no notó un resplandor que comenzaba a iluminar el rancho.

Pasados algunos minutos, un sonsonetillo, parecido al gorjeo de un ave, atrajo su atención. Instintivamente volteó hacia el sitio donde creyó escuchar el sonido.

Envuelta en una aureola luminosa que a duras penas pudo advertir, creyó ver la diminuta figura de un niño que le sonreía. Incrédula, se frotó los ojos y volvió a mirar hacia el fondo del rancho, pero no distinguió nada. Volvió a girarse hacia el altar, juntó las manos y siguió orando, esta vez en forma entrecortada porque seguía percibiendo esos extraños ruidos.

Cuando estaba por terminar las últimas líneas del Padre Nuestro, oyó a sus espaldas la voz de un niño.

– ¡No te asustes!... He venido a prevenirte… Tú serás mi clarín… –le decía.

Espantada, se incorporó tan impulsivamente que casi pierde el equilibrio. Miró a los lados pero no logró ver nada. Buscó nerviosa la procedencia de la voz, pero otra vez nada. De pronto advirtió un raro fulgor que se desplazaba de un lado a otro del rancho. Quedó paralizada y con el corazón saliéndosele del pecho, pero alerta y con los ojos fijos en aquella luz.

–He venido a ti para que seas mi mensajera. Quiero que le reveles al mundo lo que pronto habrá de acontecer sobre la Tierra –oyó en eco apagado la voz infantil.

– ¿Quién eres?... ¿Dónde estás? –atinó a pronunciar sobresaltada.

–No busques verme, porque no lo lograrás –precisó suave, pero en forma dulce la etérea criatura que le hablaba–. Cuando crea que estés lista me mostraré… Ahora presta atención a la profecía de Nuestra Señora de Fátima, la misma que ha sido ocultada durante años al mundo, porqué lo que voy a decir no lo repetiré: Los hombres abandonaron los Mandamientos de Dios y dejaron que el demonio se posesionara del mundo, sembrando odio, muerte y destrucción por todas partes. Con las propias armas de su invención, ellos acabarán con el mundo en poco tiempo, por lo que la mitad de la humanidad será horrorosamente aniquilada. Una purificación comenzará contra los imperios y hará tambalear sus cimientos creando el caos entre órdenes religiosas, porque también los sacerdotes han sido poseídos por Satán –escuchó desde lo profundo de aquella luz que parecía tener vida propia.

– ¿Cómo entraste?... ¿Qué quieres de mi? –preguntó estremecida mientras seguía buscando el origen de la voz, la cual ahora apreciaba más cerca.

–Soy Francisco, el pastorcillo de Fátima –afirmó con quietud divina aquella imagen de mejillas rosadas, piel blanca y cabellos color de miel, que poco a poco se fue materializando frente a ella–. No tengas miedo… No te hagas preguntas que no puedas contestarte y escucha con fe mis palabras… –dijo sosegado a fin de calmarla.

El tono de la voz, que parecía emerger del mismo paraíso, tranquilizó a Raquel, quien pronto dejó de temblar. La expresión de su rostro ahora era de fascinación, más que de miedo.

– ¿Qué quieres de mi? –insistió–. ¿Por qué estás aquí?

–No preguntes, porque nada puedo decir y nada entenderás… Sólo abre tú corazón y deja penetrar en él la verdad divina, porque pronto Dios consentirá que los fenómenos naturales, como el granizo, el gélido frío, el agua, el fuego, el aire y devastadores terremotos, maremotos y huracanes purifiquen la Tierra… Contra esos desastres los hombres nada podrán… Ni con su ciencia ni con sus armas lograrán detener lo que vendrá…

– ¿Por qué tanta destrucción? –preguntó alarmada.

–No es destrucción joven niña, sino purificación. Será necesaria… Forzosamente necesaria, porque en su ciega maldad la humanidad no se ha dado cuenta que la única forma de vencer las guerras no es con armas, ni con dinero o poder, sino a través de lo más simple y puro: la fe y el amor a Dios.

– ¿Y a nosotros, los humildes, qué nos espera?… Nosotros nada tenemos y nada hemos hecho –indagó.

Raquel estaba repuesta completamente de sus temores. Mientras hablaba, la aparición, ahora más visible, se movía tranquila por el rancho. Al llegar al punto más apartado de la humilde vivienda, aquel niño, mitad luz y mitad cuerpo, se sentó en el suelo y la observó inmutable.

– ¡Oh, pobreza santa, a la cual Dios recompensará con el Reino de los Cielos y la vida bienaventurada! –exclamó–. En el mundo se habla hipócritamente de paz y tranquilidad, pero el castigo vendrá…

– ¿Cuál castigo? –averiguó temblorosa–. ¿A qué te refieres?

–Un hombre muy importante para la humanidad será asesinado y provocará la guerra y la aniquilación de la peste más dañina que ha invadido la tierra, que no es otra que el odio… Ese odio profundo que ha minado a la humanidad. Una armada muy poderosa se desplazará a través de Europa y América hacia Oriente y la Guerra Nuclear se desatará. Musulmanes y judíos se aliarán –profetizó–. Un solo Cristo, resucitado en cuatro, unirá en un solo cuerpo al islamismo, al budismo, al hinduismo y al cristianismo, en una única religión en Dios… Esa guerra destruirá todo y la oscuridad caerá sobre los hombres… Luego, en una noche muy fría, diez minutos antes de la media noche del Año Nuevo Diez, un gran terremoto sacudirá a la Tierra durante siete horas perpetuas… Esa será la tercera señal para que el mundo comprenda que Dios es el que gobierna y dirige al mundo. Los buenos y los que propaguen este mensaje, que fue dado por la Madre Santísima encarnada en la Virgen de Fátima hace ya muchos años, no deberán temer, porque el manto divino de Nuestro Señor los protegerá.

Raquel estaba paralizada. Las palabras de aquel niño divino y los augurios anunciados, la dejaron sin habla.

–Pero, ¿qué podemos hacer nosotros, que a nadie le importamos? –preguntó con sus bellos ojos azules pincelados de desesperación.

–A Dios, el Ser Supremo, que todo lo sabe y todo lo ve, sí les importan… ¡Y mucho!... Por eso, cuando llegue el momento, arrodíllense y pidan perdón a Dios –sugirió aquel niño de pómulos rosados llenos de vida, que más que una aparición semejaba una figura de pesebre–. No salgan de sus hogares y no dejen que nadie extraño entre en él –advirtió– porque sólo el bueno no estará en posesión del mal y sólo el alma incorrupta sobrevivirá a la catástrofe…

– ¿Cómo sabremos cuando llegará ese día? –tartamudeó con evidente desconcierto.

– No dejen de percibir la señal de sus espíritus porque el alerta llegará cuando la noche se convierta en muy fría y soplen fuerte los vientos del norte… Habrá angustia y en pocos momentos toda la Tierra comenzará a temblar... Cierren puertas y ventanas y no hablen con nadie que no esté en sus casas. No miren hacia fuera, no sean curiosos, porque sería ir en contra de la ira del Señor… Enciendan velas benditas, ya que durante tres días ninguna otra luz se encenderá…

– ¿Por qué me lo dices a mí? … ¿Qué tengo que ver con esto? Apenas soy una muchacha de barrio… Nada malo he hecho y…

–Para que transmitas mis palabras a los hombres… Recuérdales que sólo los que tengan fe y creen en Dios se salvarán –expresó con amor divino mientras de sus mejillas rosadas se desprendía un polvo luminoso que comenzó a borrar su figura como si alguien estuviese pasando un paño sobre un espejo empañado.

– ¡No te vayas!... ¡Por favor, no te vayas! –imploró Raquel–. Antes dime, cómo puedo lograr que los demás me escuchen y entiendan lo que has dicho… ¿Cómo puedo transmitir tú mensaje?

–El Elegido de Dios en la tierra te ayudará. El Todopoderoso no reclama cosas imposibles… Él derramará sobre ti sus bendiciones y será tu defensor, tu consolador, tu redentor y tu recompensa en la eternidad –se oyó en reverberación lejana antes que todo volviese a la normalidad en la soledad del rancho.

Desconcertada, la joven se tendió sobre la cama. No sabía qué hacer. Estaba tan aturdida que no entendía si lo que había visto era algo real o simplemente un sueño, una alucinación producto del trasnocho, de la mala noche anterior.

En las últimas veinticuatro horas había experimentado cosas nunca imaginadas. Presentía que debía controlar su angustia, de otra forma enloquecería.

Sólo la vívida presencia de Santiago en su mente, el olor de su piel, sus ojos y esa mirada que sólo Dios sabe prodigar, la tranquilizaron y dieron fuerzas para seguir adelante. Para decirse y repetirse mentalmente que no estaba loca y que todo había sucedido tal cual como lo había vivido.

De un salto fue hacia un pequeño armario elaborado con pedazos de tablones viejos pintados de amarillo. Descorrió la desteñida cortina de tela que una vez fue rosada y de su interior sacó unos jeans y una franelilla. Se deshizo del camisón de dormir dejando su cuerpo desnudo a las miradas vacías del tiempo, y se vistió. Se inclinó y de abajo de la cama extrajo unos viejos y desgastados zapatos de goma, los calzó y salió del rancho. Del apuro olvidó cerrar la puerta.

Descendió a la carrera las escalinatas y se dirigió hacia las empinadas callejuelas por donde pasa el transporte que cubre las rutas del cerro. Se trata de unos jeep especialmente acondicionados que transitan constantemente desde las faldas del cerro hasta el punto más empinado del barrio, siempre y cuando exista un camino en el lugar. Cobran apenas una módica suma, pero apretujan en sus asientos a casi una docena de personas para que el negocio les sea rentable. Últimamente bajar o subir del cerro se había convertido en una suerte de ruleta rusa. En una aventura peligrosa en la cual la vida no valía nada. Podía llegarse rápido y sin problemas, pero si por mala suerte se topaban con los malandros del sector, jóvenes criminales que apenas rozaban los quince años de edad, se corría el peligro de morir abaleado sólo por robarle un par de zapatos nuevos, si es que les gustaban, o por unos pocos billetes. Centenares de chóferes y pasajeros han sido víctimas de su brutalidad. Más de una docena de conductores son atracados y asesinados mensualmente en los diferentes barrios de la capital por estos desadaptados y peligrosos criminales. El dinero de sus fechorías lo utilizan para comprar drogas, las cuales también trafican, y alcohol.

De pronto Raquel detuvo la carrera. Recordó haber dejado la puerta abierta. Miró hacía atrás y, haciendo un ademán, prosiguió rauda cerro abajo. Tuvo la buena fortuna de que al llegar a la parada una camionetica, como llaman comúnmente a esos vehículos, estaba a punto de salir. Presurosa subió.

– ¡Buenos días! –saludó con viva voz y en tono cordial a todos los presentes.

La amabilidad y los buenos modales era costumbre entre la gente del barrio, quienes pese al rosario de penurias que debían soportar y humilde condición en la que vivían, mantenían intacta su habitual gentileza.

– ¡Buenos días! –contestó la mayoría, algunos con pereza o mecánicamente, otros con auténtica sinceridad.

Esos armatostes son una bala letal. Bajan con tanta velocidad y sin ninguna prevención, que al menos uno, cada dos o tres meses, desbarranca, no por la impericia de los conductores, que son tan hábiles como cualquier avezado piloto de Fórmula 1, sino por defectos mecánicos. No hay dinero para mantenimiento y todo se hace con las uñas y a la buena de Dios.

Un poco más de una hora le tomó a Raquel estar frente a la casa de Santiago. Tocó la puerta y enseguida éste le abrió. Esta vez no hubo asombro ni sorpresa.

–Te esperaba –dijo–. Pasa y siéntate… Te traeré un vaso con agua porque te ves extenuada –expresó afectuoso invitándola a entrar.

– ¿Cómo que me esperabas?... Si hace apenas un rato decidí venir para decirte… –indagó la joven mientras Santiago iba en busca del agua.

–Qué unos hombres me andan buscando… Sí, no te extrañes, ya lo sabía… Pero hay otra cosa que tienes que decirme y que también sé, pero esta vez prefiero escucharla de tú boca.

– ¿También? –preguntó confusa–. Entonces, señor sabelotodo, dime, aunque dudo mucho que lo sepas, qué vine a decirte, además de aquellos hombres extraños que…

–Que tuviste una visión divina –expresó sin dejarla terminar.

– ¿Queeé? …¿Y cómo lo sabes? –inquirió esta vez incrédula, incorporándose tan bruscamente de la vieja butaca que derramó parte del agua sobre el piso.

–Sólo te diré que lo sé, porque tú serás mi mensajera en caso de que me pase algo… Aunque, no obligatoriamente, me deberá suceder.

–Disculpa Santiago, pero no entiendo tu trabalenguas… Podrías ser un poco más preciso. Recuerda que yo sólo estudié hasta el primer año de bachillerato.

–Te diré, en parte, lo esencial… Lo demás no me está autorizado… De todas formas, si te lo revelara, nada podrías entender, no porque no seas inteligente, que sí lo eres, sino porque no son cosas de este mundo y…

–Pero tú… –trató de interceder Raquel.

Santiago levantó mansamente una de sus manos para atajarla. Raquel se percató que sus vendas ya no estaban. Quiso preguntar, pero otra vez el predicador le indicó que se quedase tranquila.

–Por favor, no me interrumpas y escucha, porque quizás esta sea la última oportunidad que tenga para entregarte algo que escribieron mis manos anoche. –Calló, y sosegado, como si lo que estaba diciendo era muy normal, prosiguió–: Aunque lo que allí está escrito no fue dirigido por mi mente sino por una fuerza divina, tienes el deber, tal como te lo dijo el pastorcillo –precisó haciendo entrever que conocía los detalles de la revelación que había experimentado– de difundir el manuscrito que te voy a entregar. No digas cómo –expresó intuyendo otra interrupción–, sólo hazlo… Pase lo que pase, aunque te sientas impotente o acorralada, no desmayes… Habrá fuerzas que correrán en tu ayuda… –subrayó para indicarle que no estaba sola–. No trates de preguntarme nada porque nada diré –finalizó y dándole la espalda se dirigió hacia la única habitación del pequeño refugio.

– ¿A dónde vas?... ¡Explícate porque no entiendo nada de lo que me has dicho!... No me dejes sola, ven…

–Nunca te dejaré sola… Sólo voy buscar el escrito… Espera, vuelvo enseguida…

Raquel estaba otra vez pasmada. No salía de un asombro para entrar en otro. Se sentía perdida en un laberinto lleno de situaciones sin sentido. Todo, en las últimas horas, en cada segundo, a cada instante, parecía atentar contra su cordura.

– ¿Cuáles fuerzas? –preguntó sin aliento antes de que Santiago entrase al cuarto.

– ¡Las de tú fe! –contestó noble, pero enfático el predicador.

Tranquilo, como si nada le perturbase, Santiago caminó despacio hacia el dormitorio.

–No te impacientes… Vuelvo enseguida… expresó para serenarla y sin mirar hacia atrás . Voy a buscar el manuscrito…

Raquel estaba muy confusa. Sus vivaces ojos comenzaron a moverse impertinentemente. Parecían buscar en el aire una respuesta a aquel acertijo lleno de palabras ambiguas que la tenían turbada.

Como Santiago demoraba en volver, se levantó del asiento e impaciente comenzó a caminar por la diminuta sala. Al pasar cerca de la habitación, notó la puerta entreabierta. Pasó frente a ella y, disimuladamente, dejó volar con curiosidad el rabillo del ojo por el resquicio, pero no vio nada. Dio vuelta atrás con la intención de retornar a la butaca, pero inmediatamente cambió de parecer.

Regresó de puntillas y atisbó por la rendija. Entre las sombras vio claramente a Santiago con los pantalones bajos desatándose unos papeles que tenía sujetos con esparadrapo en uno de los muslos. Discreta, conteniendo cada suspiro para evitar ser descubierta, siguió observando hasta que el predicador se inclinó para recoger el pantalón, el cual había rodado hasta la altura de los tobillos.

En ese instante Raquel apenas pudo contener un chillido aterrador al notar que del cóccix de Santiago, de una abertura que había en su ropa interior, a unos diez centímetros más arriba del ano, pendía un rabo de más de medio metro de longitud.

Horrorizada, corrió hacia el sillón donde momentos antes estaba sentada. Se derribó sobre el y entrecruzó las piernas para aplacar el temblor que estremecía casi todo su cuerpo. No pudo hacer ni una cosa ni la otra. No lograba disimular el pánico, mucho menos los impertinentes movimientos de sus piernas, que se movían con tal fuerza que tuvo que sujetárselas con ambas manos para controlarlas.

Mientras lo hacía, escuchó ruido de pisadas. Santiago salía del dormitorio y regresaba a la sala. Siquiera volteó a mirarlo.

Sosteniendo unos papeles, no más de dos páginas escritas a mano, y un acolchado sobre amarillo, se detuvo justo frente a ella.

– ¡Hoo...la! –tartamudeó Raquel.

Santiago no respondió. Dobló los papeles en cuatro partes, los guardó en el sobre, el cual rotuló con una gruesa cinta adhesiva que sacó de uno de los bolsillos del pantalón, y se los extendió.

– ¡Guárdalo! –solicitó mansamente–. Protégelo con tú vida si es necesario… Esconde el paquete en un sitio seguro y, por ninguna circunstancia, lo abras… Sólo podrás hacerlo a las tres de la tarde del primer viernes de Pascua, día en el que comenzarás a difundir su contenido al mundo.

Aunque Raquel estaba a punto de desfallecer a los pies de Santiago, tomó el pequeño fajo y se lo llevó al regazo.

Temblando, tanto de miedo como de decepción, al haber visto que el hombre que amaba en silencio era un ser infrahumano, mitad animal y mitad quién sabe qué otra cosa, no articuló palabra.

– ¿Qué es esto?… ¿Qué me estás dando? – preguntó desconfiada a los pocos instantes.

–La vida del mundo… Su presente y su futuro… Todo lo que, en su momento, tendrá que suceder.

– ¿Quién eres en realidad? –requirió la muchacha contundente, aplacando por instantes la turbación que le afligía.

–Simplemente Santiago… Un hombre común y corriente, como cualquier otro… Sólo si no me vuelves a ver podrás abrir el paquete antes de la fecha prevista –advirtió.

Atolondrada, Raquel asintió con la cabeza.

–El peligro universal se ha extendido… La maldad ha contaminado el mundo… La avaricia es hija del crimen… El dinero el pasaporte al Infierno… El materialismo aniquila el espíritu… La prepotencia la fe… La arrogancia a los sentidos… Todo está por terminar –fue sentenciando telegráficamente el predicador.

– ¿Qué está pasando?... Esto parece un testamento –expresó Raquel aparentemente repuesta aferrando el bulto que le había entregado–. Si eres un hombre de fe, ¿por qué huyes?... ¿Por qué no me dices la verdad? … ¿Si estás en peligro, por qué tú Dios no te ayuda?... ¿Quién eres en realidad?...

–Mi bella y querida amiga, no huyo –explicó suavemente para que la joven comprendiese–. Sólo busco evitar un inútil derramamiento de sangre y que muchos inocentes sufran por acciones de la que ellos nada tienen que ver… Esa es la voluntad de Dios y eso es lo que quiere que haga y yo no me opongo a sus intenciones, las comparto.

– ¿Podrías ser un poco más explícito?... Tú no eres un hombre violento, sino todo lo contrario. ¿Cómo, entonces, puedes hablar de sangre y muertes?

–Es algo que pronto entenderás. Por ahora es suficiente con lo que te he dicho… Ten fe y no seas tan ansiosa… Ahora, más que nunca, deberás tener fe... –solicitó–. Prueba que mis palabras no fueron sembradas en el vacío y que aprendiste algo de mis enseñanzas… ¡Confía en mí porque por mi fuiste la escogida!

La mañana olía a jazmín en flor. Los sembradíos ubicados al noroeste, sobre la explanada del Alto Hatillo, estaban siendo rociados con poderosos dispositivos de presión que hacían girar el agua en grandes círculos, como si fuesen molinos de lluvia plantados en el viento.

En el barrio, en cambio, todo olía a estiércol. Las montañas de basura que se acumulaban día tras día en cada uno de sus rincones sin que nadie la recogiese, semejaban estatuas fantasmagóricas erigidas en honor a la pobreza y a la miseria.


20

Después de pasar horas y horas hablando a fin de trazar una buena estrategia, no fue sino hasta entrada la madrugada que Figueroa, Fernando Lisias y Basilisco se pusieron de acuerdo con el plan que deberían seguir para llevar a Santiago hasta la Misión Capuchina.

El frío del aire acondicionado, que tenían al máximo de sus posibilidades, y la pesadumbre causada de tanto pasar y repasar insistente y obstinadamente los detalles, así como las tres botellas del escocés que se empinaron hasta la última gota, los obligó a recostarse un rato antes de, a la mañana siguiente, emprender la acción.

Con la luz del nuevo día cegándoles las pupilas, los tres hombres despertaron instintivamente y casi al mismo tiempo. Pese a la gran cantidad de whisky ingerido, lucían vivaces y dispuestos a afrontar la tarea que se habían impuesto.

– ¡Es la hora! Debemos apurarnos si queremos atrapar al tal Iluminado –alertó Fernando mientras se alisaba el cabello con las manos.

–Espero que todo salga como lo planificamos, si no lo quemo –espetó Basilisco, quien permanecía acostado y arropado con una larga cobija que apenas le dejaba ver el rostro.

– ¡Estoy listo!… Sólo falta asearme y… –trató de terciar con cara de trasnocho Figueroa, cuando fue interrumpido por su hijo.

–Revisemos las armas antes de salir… Estas mierdas que nos trajiste a veces se atascan –afirmó Basilisco, ya fuera de la cama, dirigiéndose al comisario.

Claudio Figueroa lo observaba complacido. Se sentía dichoso, más que nada por tenerlo junto a él y por haber accedido a compartir su habitación del hotel Melía. Percibía que al fin, después de tanto tiempo, lo tenía entre sus brazos y que la maldad que lo arrebató de su lado había sido conjurada. En su sangre fluía como manantial el orgullo de padre. No le agradaba el asunto de las armas. Pese a haber nacido y crecido en una región donde el abigeato, las trifulcas y los arreglos de cuentas se dirimían a punta de pistola, sólo había tenido en sus manos libros de medicina. Se conformaba con creer que sólo servirían para intimidar al predicador y no para matarlo.

Superados los fugaces chispazos de amor paterno, vio con tristeza como su hijo manipulaba con exquisito placer una vieja pistola Taurus. Aunque él había cometido varios despreciables “asesinatos clínicos”, en ese momento cruzó por su mente el juramento Hipocrático y, sin poder contenerla, del subconsciente le brotó la interrogante: “¿Qué hace un médico como yo aquí?”.

– ¡Vamos, Figueroa!… ¡Despabílate, hombre, que estamos sobre la hora! –protestó acentuando su voz ronca el comisario Fernando Lisias.

El médico agarró toscamente su chaqueta a cuadros que en la noche había dejado colgando en el respaldar de una silla y trató de endosárselo, pero, quizás por efectos de la resaca o el temor a las armas, no pudo. Después quiso ir a cerrar las cortinas que habían dejado abiertas toda la noche, pero dio vuelta atrás y las dejó como estaban.

Con la puerta abierta, Basilisco esperaba recostado del resquicio a sus compañeros. Tranquilo, sin la evidente excitación de los otros, de su mirada brotaba un sádico goce.

El plan que concibieron después de horas de charlas y tragos para atrapar a Santiago era muy elemental, aunque para coordinarlo les tomó toda una noche.

De tanto planificar y planificar, concluyeron que si seguían a Santiago después de que éste saliera de su refugio, en la primera oportunidad que se le presentara darían con el auto un pequeño golpecito a la motocicleta para arrojarlo al pavimento. Una vez en el suelo y antes de que pudiese incorporase lo atraparían y meterían en el vehículo. Después había que tomar velozmente hacia el cruce que lleva a la urbanización El Placer para de allí conectar con la Autopista del Centro y tomar el camino a la Misión Capuchina.

“El procedimiento”, tal como llaman en el argot policial a estos asuntos, era infantil y bastante mediocre, pero factible, incluso en una ciudad tan caótica e impredecible como Caracas, siempre abarrotada de un tráfico infernal.

Aproximadamente a las diez y treinta de la mañana, muy cerca de la salida del refugio, los tres hombres aguardaban dentro del auto alquilado por Figueroa. Al volante estaba el comisario Fernando Lisias, quien aparcó a un costado de la carretera. Adentro, los tres hombres se entretenían fumando un cigarrillo tras otro y escuchando la radio a bajo volumen. Como los minutos pasaban y Santiago no aparecía, comenzaron a inquietarse.

Ahora Basilisco era el más ansioso. Siquiera esperaba que su cigarro se consumiese. Poco después de encenderlo impulsivamente lo lanzaba por la ventanilla y se llevaba otro a la boca. Al parecer, la adrenalina fluía por su cuerpo con más fuerza que en la de sus compañeros.

La espera duró largas dos horas. El grupo había investigado con antelación la hora en que salía el predicador en las mañanas, pero ese día se retrasó más que de costumbre, por ello la intranquilidad.

“¿Qué demonios habrá pasado?... ¿Salió antes?... ¿Alguien lo alerto?” –se interrogaba Figueroa en silencio.

Durante la espera no hubo diálogos. Sólo movimientos torpes, gestos, tufos y una que maledicencia lanzada al vacío. El nervioso mirar de las manecillas de los relojes y el encender y apagar cigarrillos fueron los códigos mudos de su comunicación.

Cuando estaban por abandonar la misión, el roncar de los pistones de una motocicleta que se acercaba los puso sobre aviso.

De pronto vieron a Santiago despuntar la colina a bordo de su moto roja. Al pasar a un lado del auto, Fernando aceleró ligeramente y comenzó a seguirlo a corta distancia para que no se le escabullese.

Debido al entusiasmo los tres hombres no se percataron que a pocos metros John Dark, quien también había estado desde temprano espiando la zona, los seguía a bordo de otro auto.

La persecución se inició con cautela. Después, debido al desequilibrante tráfico, Fernando comenzó a desesperarse al perder momentáneamente de vista a Santiago. Para alcanzarlo hizo imprudentes maniobras que le costaron los insultos de otros conductores que transitaban la vía, la cual ese día no estaba tan despejada como pensaron.

Santiago había tomado El Camino de la montaña, como le dicen a la carretera vieja de El Hatillo, una suerte de serpiente de asfalto que bordea el sureste del Valle de Caracas entre pequeñas colinas. Pese a que era domingo, la vía estaba atestada de autos.

El predicador descendía veloz por el camino que conduce a la intersección que une a La Tahona con otras urbanizaciones del este de la ciudad. De ahí tomó hacia la autopista. De vez en cuando miraba hacia atrás con el rabillo del ojo. Era evidente que no iba a La Bombilla, su lugar preferido de predicación, ya que tomó una vía más larga y opuesta a la que siempre hacía.

John Dark se quedó atrás, muy atrás, tanto de la moto como del auto donde iban Figueroa, Basilisco y Fernando al volante.

Estaba tranquilo, escuchando por una emisora de radio Emperador, un concierto para piano de Beethoven, mientras musicalmente movía la cabeza y las manos, como si estuviese sosteniendo una baqueta imaginaria con la cual dirigía la filarmónica.

Su imperturbable actitud tenía un motivo. Experto y cauteloso, el ex veterano de guerra era de los hombres que no dejaba escapar a sus presas con facilidad. Había sido entrenado no sólo para matar sin compasión, sino también en las artes del espionaje y camuflaje. La misma noche que Figueroa y sus secuaces tejían el plan para secuestrar al predicador, se coló entre las sombras e instaló un microsonar en la moto de Santiago. Su poderoso radio de acción le permitiría ubicar a la máquina y, por ende a su conductor, a más de diez kilómetros de distancia gracias a un diminuto receptor portátil. El dispositivo era tan sofisticado, que no sólo transmitía coordenadas sino, con precisión milimétrica, también el lugar exacto, indicando calle o avenida, con un margen de error de apenas algunos metros, siempre y cuando el programa fuese alimentado con anterioridad con el mapa de la ciudad o sitio de búsqueda. Un tipo de GPS especial, con códigos para el espionaje urbano y de seguimiento.

Santiago abandonó la autopista y dirigió la moto hacia la desembocadura de la urbanización Las Mercedes. En el empalme de dos vías frenó bruscamente, dio vuelta en “U” y tomó otra vez, pero esta vez en sentido contrario, hacia la autopista que va a Prados del Este, un lujoso complejo del este de la ciudad. Al parecer tenía intención de regresar al refugio. No tenía sentido que después de adelantar tanto hiciese marcha atrás y tomase el mismo camino, pero al revés.

Fernando, bajo el coro de maldiciones y vulgaridades que escupían por la boca Figueroa y Basilisco, hizo un viraje forzoso, mordió la acera y casi se estrella contra otro auto a fin de no perderlo de vista.


PRÓXIMO MIÉRCOLES CAPS. 21 AL 24

Adelanto...

   A la sombra de un cují cercano a la Misión, un hermoso pájaro, de alas rojas y lomo amarrillo moteado con un plumaje tejido en forma de círculos muy blancos que le envolvían en espiral el penacho, picoteaba sobre un montón de desechos.
  Estaba cerca de la zamurera donde Figueroa había lanzado los restos del bebé de María Coromoto, aquel que nació con cola y descuartizó con salvaje saña después del alumbramiento.



martes, 17 de mayo de 2011

EL PAPIRO (TERCERA ENTREGA)

Caps. 11 al 15.





  A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de la novela, la cual forma parte de la trilogía El Papiro. En total son 287 páginas, divididas en veintisiete capítulos, por lo que la semana final dividiré en dos partes los últimos siete. Al terminar, se editará bajo el mismo procedimiento La estrella perdida y, al finalizar, La ventana de agua, las dos siguientes novelas de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.


SINOPSIS

Ante el temor de estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina inician la despiadada persecución de un joven predicador. La Santa Sede aprueba la acción porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el propósito de asesinar al predicador. Enigmas, romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde hasta las sombras tiemblan.


11




John Dark daba los últimos toques a un bigote postizo rubio que momentos antes se había adherido con un pegamento especial.

Estaba frente al espejo, en la sala de baño, presto a salir del hotel de Ravenna.

Vestía un traje de discreta confección color gris plomo. Debajo de este, y con los botones abrochados hasta arriba, una chemise negra completaba su nuevo atuendo.

Sobre el lecho, dentro de una voluminosa bolsa plástica, asomaba parte de la sotana que endosaba la noche anterior.

Miró el reloj. Las agujas marcaban las nueve y treinta de la mañana.

Se dirigió hacia la cama, tomó una pequeña valija que estaba sobre ella y el envoltorio con su traje sacerdotal. Dio un último vistazo a la habitación a fin de cerciorarse de que no había olvidado nada, fue hacia la puerta, giró la perilla y salió escaleras abajo.

Una vez en al calle caminó sin parecer tener prisa ni norte preciso, aunque su mirada estaba alerta y en busca de algo determinado.

Cerca de Piazza del Popolo, en un gran depósito de basura que estaba alineado junto a otros similares al costado de un frondoso árbol, echó la bolsa con el hábito monacal y prosiguió a pie hasta llegar a una transitada intersección.

Con la vista fija en la avenida esperó unos instantes en la acera. Al primer taxi libre que vio pasar, le hizo señas de detenerse. Se subió y, en perfecto italiano, como si fuese su lengua natal, le indicó al conductor que lo llevase al aeropuerto Guglielmo Marconi, en Bologna.

Aunque la distancia era considerablemente larga, John tenía el tiempo calculado con precisión militar. Sabía que el avión que pensaba abordar no partiría sino hasta las tres y media de la tarde, por lo que tenía tiempo de sobra para estar antes de la hora prevista en la Terminal aérea.

Se relajó en el asiento trasero y distraído se puso a observar el paisaje que pasaba velozmente ante sus ojos a medida que el auto avanzaba por una amplia autopista.

Atrás dejaba a Ravenna y a la majestuosa belleza natural que circunda a la ciudad que inspiró a Dante, Bocaccio y Bayron.

Pasado el mediodía, el taxi se detuvo frente a la puerta principal del aeropuerto. Dark, disculpándose por no tener monedas de baja denominación le pagó con un billete de doscientos euros y le dijo que se quedase con el cambio, por lo que el agradecido conductor le brindó toda clase de lisonjas y agradecimientos.

Al llegar a la taquilla de la British vio que pocas personas esperaban para ser atendidas. Se puso en fila y al llegar su turno sacó del bolsillo interior de la chaqueta el boleto y pasaporte y se lo extendió al empleado de la línea aérea. Después del chequeo de rutina, este se lo devolvió y le anunció que su vuelo a Caracas tenía demora de una hora debido al mal tiempo reinante en el aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, en Venezuela.

Debido a la demora, Dark, sin otra preocupación por el momento, entró al primer bar del aeropuerto que encontró a su paso.

Sentado en una de las mesitas del local, estuvo absorbiendo con calma toda la cantidad de whisky que le permitió el retraso.

Al oír por los parlantes anunciar el número de su vuelo y puerta de embarque, pagó y se dirigió hacia ella.

Después del despegue John permanecía todavía con el cinturón abrochado observando por la ventanilla. Veía con infantil embeleso como las nubes se deslizaban en las montañas del cielo. En su mano sostenía el escocés que la azafata le había servido momentos antes.

Sosegado, recostó la cabeza del respaldar y, con el vaso plástico lleno de whisky, se puso a pensar en la guerra, en sus tiempos de luchas en Afganistán y en lo absurdo que había sido todo.

En su mente bullían muchas interrogantes. Las que más le turbaban estaban aderezadas de terror, conspiración y muerte.

Aunque vacilante, siempre que tenía un momento de reflexión o cuando el alcohol lo libraba temporalmente de deberes patrióticos o monacales, se atrevía a repetírselas: “¿El atentado contra Las Torres Gemelas fue un acto terrorista producto de la ira de un grupo fundamentalista o la confabulación de varios estados terroristas?… O de sectores manipulados y dirigidos por oscuros intereses… ¿Habrá sido, por el contrario, un golpe protagonizado por poderes armamentistas y petroleros ligados al gobierno y urdido dentro de los mismos Estados Unidos?”.

Y de esas nacían otras, igualmente perturbadoras: “¿O todo fue producto de una gran coartada del gobierno para afrontar la gran hecatombe económica que se avecinaba?… ¿O una mezcolanza de intereses económicos para justificar la guerra y la destrucción?... ¿Por qué meses antes del atentado los Estados Unidos desató una guerra mediática a nivel mundial con el objeto de desacreditar al Talibán y sus costumbres? ¿Preparaban el terreno para la otra guerra, la de muerte, ruina y ocupación de la nación afgana?

En sus reflexiones Dark no exoneraba a los terrorista islámicos y a su líder, el multimillonario saudí Osama Bin Laden, quien paradójicamente, mucho años antes, durante la invasión soviética a Afganistán fue aliado de los Estados Unidos y era espía de la CIA contra los rusos.

Dudaba, tenía grandes y sustentadas dudas sobre el porqué de la guerra y sus verdaderas motivaciones, pero al final, al no encontrar repuestas lógicas, les atribuía toda la culpa a Bin Laden y a su ejército mercenario.

Aunque no tenía de pruebas para develar una conspiración interna propiciada por su propio país, de una fuente muy confiable, Dark se enteró que mucho, pero mucho antes de comenzar la Operación “Libertad Duradera”, la gran batalla contra el Talibán, el gobierno norteamericano había suscrito un acuerdo secreto con la Alianza Norteña, el grupo afgano aliado e incondicional a los Estados Unidos. En el convenio, como punto central, se prometía ayuda militar y dinero para la reconstrucción del país una vez terminada la guerra, la cual sería corta, a cambio de vía libres para los oleoductos que las transnacionales norteamericanas trazarían desde Uzbekistán.

El tratado se concretó cuando, por presiones norteamericanas, se nombró como presidente de Afganistán a Hamid Karzai, en ese entonces líder del gobierno interino y controlador absoluto del loya jirga, el consejo tribal de esa nación.

De tener fundamento esas conjeturas, se habrían seguido al pie de la letra todas las recomendaciones hechas en el Informe Maresca.

Pero las dudas de Dark rasgaban una realidad aún más profunda y ciertamente aterradora. Sospechaba que el asesinato de Abdul Rahman, Ministro de Aviación y Turismo del nuevo gobierno afgano en el interior de un avión a manos de cinco miembro de las fuerzas militares de la Alianza Norteña, había sido planificada por la CIA debido a que habían fundados indicios de que Rahman no era lo que aparentaba ser, sino un agente infiltrado de Al Qaeda y la persona que espiaba a favor del ahora fallecido Bin Laden y de su lugarteniente, el Molá Mohammad Omar. Este último considerado el gran estratega de la resistencia Talibán y conocido por los servicios secretos de occidente como El hombre sin rostro, ya que se desconocen sus facciones, edad precisa y de qué país islámico es nativo. Sólo se sabe, o creen, que era el segundo Bin Laden, que su barba es cana y usa lentes oscuros.

Hasta los momentos la inteligencia norteamericana únicamente ha podido obtener una foto, bastante desenfocada, que presumen corresponda al Molá Omar.

Hace mucho tiempo Dark sabía que su país no jugaba limpio en los juegos de la guerra, que muy poco les interesaba las vidas humanas o la aniquilación de pueblos enteros si de ello dependía su poderío económico y de imperio sobre toda la humanidad, aunque la respuesta, a través de la guerra, fuese un acto criminal.

Un día, con la guerra en plena efervescencia y mientras se encontraba en Kabul, Dark conoció a Alberto Cairo, un médico italiano que dirige un hospital convertido en centro de rehabilitación de la Cruz Roja Internacional y a quien los lugareños llaman cariñosamente “La Madre Teresa de Kabul” debido a su abnegación hacia los enfermos y heridos de guerra.

Éste le contó que casi todos los días recibía a más de trescientos pacientes, la mayoría mutilados por las minas antipersonales lanzadas desde los aviones norteamericanos, las cuales se habían convertido en un verdadero flagelo en esa nación. “Esas minas no sólo están matando a hombres, sino a mujeres y niños”, le confesó el médico consternado.

Dark estaba ese día ahí porque había sido comisionado, junto a otros seis oficiales de mayor rango, a realizar una inspección en el hospital ortopédico.

Durante el recorrido, el cual hicieron conducidos por Cairo y otros médicos, un anciano delgado, alto, de barba larga y blanquecina, ataviado con la vestimenta típica de la región y con un desteñido turbante color vino tinto sobre su cabeza, se le fue acercando disimuladamente.

Avanzaba ayudado por un par de muletas porque su pierna izquierda había sido amputada un poco más arriba de la rodilla. Cuando estuvo al lado de Dark, a fin de que los otros oficiales no lo entendiesen, en dari, dialecto que sólo hablan en Kabul, le dijo: “Esto –indicó mostrándole la pierna mutilada– fue por servir a tu nación”. Luego miró por sobre su hombro y con sigilo agregó: “Duncan, tengo información vital para usted. Véame mañana, a las dieciséis horas, en la entrada norte de la Mezquita Azul”.

Extrañado, Dark le contestó, también en dari, que se había equivocado de hombre. Que él se llamaba John Dark y que no conocía a nadie en su regimiento con el nombre de Duncan.

Mientras trataba de convencer al anciano de su confusión, uno de los oficiales de la comitiva que supervisaba el hospital requirió su presencia, por lo que Dark giró instintivamente hacia el sitio de donde provenía la voz.

Sin moverse del lugar apenas cruzó un par de palabras con su compañero de tropa. Cuando volteó para reiniciar la conversación con el anciano, éste había desaparecido entre la hilera de camas y la procesión de parapléjicos que se arrastraban ayudados por bastones y muletas dentro de la sala hospitalaria.

Cómo sabía aquel hombre que tanto él como su pelotón estarían al día siguiente en Mazar-i-Sharif, donde está la Mezquita Azul, a más de 300 kilómetros de distancia de donde se encontraba en ese momento, nunca se enteró. Esas órdenes, la de trasladarse a Mazar-i-Sharif, estaban cifradas y su alto mando se la había comunicado solo pocas horas antes.

Al otro día, muy temprano, llegó a la ciudad y sus intenciones eran las de no moverse del cuartel. No obstante en la tarde, impulsado por la curiosidad, cambió de parecer y decidió acudir a aquella extraña cita, aunque llegó minutos más tarde de lo indicado.

Cuando estuvo frente a la Mezquita Azul, conocida como la Tumba de Alí, sitio de oración de los musulmanes chiítas, un alboroto inusual en la zona atrajo su atención. Poco a poco se fue abriendo paso entre la multitud que estaba formando un círculo junto a algo que no alcanzaba a ver. Sólo escuchaba voces de pesar y maldiciones.

Inquieto, apartó de un empellón a un barbudo cincuentón que tenía los dientes destruidos de tanto mascar goma de tabaco. Bajó la vista y sobre el piso vio, rodeado por un charco de sangre cuyo color comenzaba a cambiar de rojo en ocre desteñido debido al penetrante sol y al calor, al anciano que lo había abordado el día anterior en el hospital de Kabul.

Yacía en el suelo degollado. Tenía una de sus manos cerca de la boca. Parecía que alguien, deliberadamente, se la había puesto en esa posición en una suerte de ritual. El cuerpo, según apreciación de los curiosos, fue arrastrado y volteado por sus asesinos con la cara en dirección a la Meca, igual que sus muletas, signo inequívoco de que había sido ajusticiado.

A lo lejos, el plañidero silbido de sirenas indicaba que varios autos patrulla se acercaban a toda velocidad a la mezquita.

Aunque estaba vestido de civil, Dark se apartó del grupo lentamente a fin de no llamar la atención y se escabulló del lugar, corazón de luchas y disputas tribales entre los musulmanes y reino de traficantes y asesinos.




12



En la tarde Figueroa se comunicó con la Misión y le relató a Serafino sus logros. Al finalizar le dijo que, muy a su pesar, debería regresar de inmediato a San Felipe.

El monje le pidió que se quedase. Que solicitara un permiso indefinido en el hospital, porque su presencia en Caracas era de vital importancia. Tenía ubicado a Santiago. Conocía de cerca sus características físicas, por dónde se movía, de qué hablaba, a qué grupo de personas se dirigía y los barrios que frecuentaba.

Del otro lado del auricular el médico lo escuchaba con atención y respeto, pero con deliberada obstinación se resistía a las peticiones del prior.

Cada palabra de Serafino, cada exigencia del monje, sonaba en su mente como el retintín de una caja registradora. Pensaba que si por el caso de María Coromoto, por atender aquel parto de forma “discreta y silenciosa” le había pagado seis millones, otro tantos, o quizás muchos más, podría sacarle por este asunto que tanto le inquietaba y que parecía ser todavía más importante.

–Mis gastos son elevados, padre. Difícilmente podré quedarme un día más aquí. Me encantaría, pero no puedo –argumentó astuto–. Mi maleta está lista y, si Dios quiere, pasado mañana salgo para allá –comunicó decidido, aparentemente inflexible, pero calculando cada una de sus frases.

Conociendo de antemano la codicia del médico y en lo truhán que se convertía cuando sabía que tenía ventaja sobre algo, Serafino se comprometió en transferirle de inmediato una considerable suma de dinero a su cuenta bancaria, prometiéndole que, concluido su encargo, duplicaría esa cantidad.

–Este no es un trabajo común y corriente, Figueroa. Tus servicios van en beneficio de la Iglesia y el pueblo de Dios –concluyó el prior a fin de hacerle entender que estaba haciendo algo correcto y honorable.

Aunque seducido de inmediato por la irresistible proposición, el hábil médico aparentó restarle importancia a la cuestión del dinero con la intención de sacarle aún más provecho a la situación, de exprimir hasta el máximo aquella oportunidad, la cual raramente se le volvería a presentar en todo lo que le restase de vida.

Con el auricular adherido a la oreja y como si la bocina fuese el micrófono de una emisora de radio, Figueroa comenzó un discurso apasionado sobre los casos y los pacientes que tenía en el hospital, a quienes, decía, de ninguna manera podía abandonar. Que esa gente humilde lo necesitaba. Que él era como un padre para ellos. Que era cuestión de ética profesional y no de dinero.

Con cada palabra que pronunciaba su histrionismo aumentaba en vigor y decisión.

Poco a poco su discurso se fue apagando al percibir el desespero que el monje comenzaba a demostrar del otro lado del hilo telefónico.

Serafino era un zorro viejo y lo conocía muy bien. Sabía que aquellos argumentos hubiesen sido totalmente válidos si se tratase de otra persona, pero no en el caso de Figueroa.

–Patrañas, Figueroa… Sabes que te conozco muy bien… Se que siempre que puedes te escapas del hospital y te vas de parranda con alguna mujerzuela… Deja de parlotear y chequea esta tarde tu cuenta… Seguro que se te alegrará el día y se te olvidarán tus pacientes.

El prior fue tan contundente que al médico no le quedó más remedio que aceptar.

–Que conste, padre, que lo hago por la Iglesia… Porque soy un cristiano devoto y no por dinero –advirtió sumiso.

–Está bien, hombre… Por lo que sea, pero hazlo. Busca la manera de convencerlo y traerlo hasta aquí –afirmó resignado el monje antes de colgar.

Pese a la confianza que había depositado en Figueroa y el dinero que estaba invirtiendo en aquel “encargo”, Serafino ignoraba que éste sabía el lugar exacto dónde vivía El Iluminado. Adrede el médico había obviado revelárselo. Esa era una carta que se reservaría para posterior beneficio.

Después de concluir la conversación con el prior, Figueroa tomó el móvil y llamó a su hijo Basilisco para que lo acompañase esa noche al teatro, invitación que el joven aceptó a regañadientes.

Basilisco, quien desde hace algunos años se había residenciado en Caracas, era el único hijo de Figueroa. Fue el producto de su fallido matrimonio con Hidra Pérez Mago, una despótica mujer descendiente de una humilde familia campesina que de la noche a la mañana se convirtió en adinerada terrateniente debido al abigeato, remarca de ganado y otros delitos. Hidra, por azares del destino, nació en un esquelético palafito que se levantaba, junto a una veintena más, sobre las aguas de Santa Rosa, destartalado caserío enclavado en las márgenes del Lago de Maracaibo. El infortunio y el acecho de la justicia habían llevado hasta allí a su padre, quien en ese entonces tenía su centro de operaciones delictivas en Ureña, en los límites de la frontera colombo-venezolana, en el estado Táchira, y era buscado por las autoridades locales bajo la acusación de abigeato y contrabando de ganado desde Colombia.

En ese refugio, tanto ella como muchos otros miembros de la familia Pérez Mago y la banda, permanecieron hasta que todo el alboroto que se suscitó en torno a su captura se fue disipando.

Cuando el asunto fue totalmente “olvidado” gracias a las jugosas sumas de dinero que tuvo que pagar su padre para contener el voraz chantaje de jueces y funcionarios policiales para que el expediente del caso fuese “archivado y enterrado”, regresaron al hato “Los gavilanes”, en Yaracuy. Ahí su progenitor era accionista principal y mandamás de una gran central azucarera. Además poseía inmensos sembradíos de naranja, sin contar otras grandes extensiones de tierra donde pastaban más de tres mil cabezas de ganado, cerdos y otros animales.

Hidra Pérez Mago, delgada, de tez aceitunada, ojos achinados y poseedora de una de exótica hermosura, presumía erradamente que debido al poder y a la supuesta impunidad que le otorgaba la fortuna de su familia, podía insultar y avergonzar a mansalva a Figueroa frente a su hijo Basilisco. Era la humillante constante de la relación. En su arrogancia consideraba a su esposo un ser sin valor, un bueno para nada, por carecer de bienes y riqueza, aunque era un hombre inteligente y poseedor de una cultura superior a muchos en esas tierras de cuatreros y bandidos. Desgraciadamente, debido a la perniciosa influencia de Hidra, las relaciones con su hijo siempre estuvieron signadas por la tirantez, que rayaba en un sórdido irrespeto a la autoridad paterna. No obstante, Figueroa almacenaba en Basilisco un amor incomprendido y desolado. Soportaba estoicamente sus insultos y humillaciones, perversiones que desde niño le habían sido inculcadas con odio profundo por su propia madre.

Por ello, siempre que tenía un motivo que podría engrandecerle ante sus ojos, lo buscaba, de ahí la invitación que le hizo al teatro. Quería presumir ante él la responsabilidad que le habían encomendado los monjes. Pero, más que nada en el mundo, quería intentar, otra vez, reconquistar su amor, un amor que sabía perdido, pero no irrecuperable.

Sus esfuerzos eran honestos. Era el único ser en el mundo que llevaba su sangre y, no obstante, éste le prodigaba un odio cruel. Eso lo atormentaba. No entendía en qué había fallado, aunque sabía que gran parte de la culpa, de la animadversión de su hijo, la tenía Hidra, quien con el pasar del tiempo pagó con creces todos sus pecados.

El desprecio de Basilisco impulsó a Figueroa, quizás a través de una suerte de conducta inconsciente o tal vez con deliberada intención, a no tener más hijos después de su divorcio de Hidra.

Su experiencia matrimonial fue tan traumática, que jamás pensó en casarse de nuevo. Aunque por su vida pasaron otras mujeres, muy hermosas y de amor genuino, siempre, instintivamente, buscó ahuyentarlas. Escapaba de ellas despavorido y en forma inexplicable. La idea de otro matrimonio lo flagelaba tanto mentalmente, que de sólo imaginarlo caía en una abismal depresión.

Consultó con colegas psiquiatras, pero estos nada le hallaron.

“¡Estás muy bien, chico! –le decían–. ¡Gracias a Dios no tienes nada! Tú mente funciona bien, no así la de tu esposa… Lo único que tienes es una depresión post divorcio, pero eso es normal. ¡Pronto estarás bien!”.

Siempre que recordaba esas palabras u otras semejantes, enardecía. “¿Cómo voy a estar bien si le tengo terror a una relación estable?… ¿Cómo voy a estar bien si le temo al amor?”, se preguntaba.

Después de andar de aquí y allá, de tener una que otra aventura, Figueroa comenzó a despreciar al sexo femenino.

Llegado un momento, siquiera frecuentaba prostitutas, prefería masturbarse antes que estar con una mujer. Su trauma era serio y, por supuesto, sus amigos psiquiatras totalmente errados en sus diagnósticos.

Su aversión a las mujeres la trasladó a un frenético afán de reconocimiento, tanto en su campo, la medicina, como en cualquier situación que se le presentase y que él consideraba propicia para alimentar su ego.

Por ello abrigaba la esperanza que ahora, cuando Basilisco estaba por cumplir los veinticinco años de edad, podría reconquistarlo. Que la época sombría de la niñez y la adolescencia habían pasado. Que el joven ya tenía la suficiente madurez para discernir sobre el bien y el mal, mucho más ahora que estaba lejos de la perversa influencia de la madre, quien con su infamante desprecio, su absurdo insulto a la cordura, había infectado su espíritu desde la infancia.

Basilisco era un hombre apuesto, tan altivo y pretencioso como su padre, aunque heredero de los rasgos indígenas de la madre, los cuales se evidenciaban en sus ojos rasgados de mirada gélida e impenetrable. Parecía que en su esencia no tenía cabida fragilidad ni sentimientos, aunque, cuando se proponía transmitir dulzura, lo lograba en forma impecable.

Cerca de las ocho de la noche Figueroa se paseaba impaciente por los alrededores de las escaleras mecánicas que dan acceso a la Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño, en Los Caobos.

Durante esos días se desarrollaba en Caracas el XIV Festival Internacional de Teatro y esa noche se presentaría el grupo “Berliner Ensemble” con su obra Der aufhaltsame aufstieg des Arturo Ui (La resistible ascensión de Arturo Ui), de Bertolt Brecth. La pieza, dirigida por Heiner Müller, escenificaba una sátira ambientada en la Chicago de 1920, en la que un ambicioso y despiadado gangster servía para ilustrar la historia del ascenso de Hitler al poder y el nefasto crecimiento del nazismo.

De improviso, el médico sintió una suave palmadita sobre el hombro. Al voltear vio a Basilisco, quien estaba acompañado por otra persona.

– ¡Hola, doctor! –saludó irónicamente menospreciando su condición de padre.

– ¡Hijo, qué alegría!... ¡Dichosos los ojos que te ven!... ¡Ve para darte un abrazo! –pronunció Figueroa evidentemente emocionado y con el rostro iluminado de felicidad.

–Te presento a Fernando Lisias, un buen amigo mío, Comisario de la DISIP –contestó esquivo, haciendo caso omiso al regocijo de su padre.

Figueroa, sin apartarle la vista, extendió la mano y saludó al extraño. Luego, con excitación, ya que tenía más de dos años sin verle y apenas sabía de él a través de esporádicas llamadas telefónicas.

– ¡Qué placer verte, hijo!... –expresó con dulce sinceridad– Sigues creciendo cada día más... ¡Ni te imaginas la felicidad que siento! –exclamó orgulloso, mientras lo examinaba de arriba abajo.

Sin contenerse, lo tomó por los hombros, lo acercó contra su cuerpo y lo abrazó con cariño.

–Eres un muchacho muy apuesto… Tan hermoso como tú madre –aseveró en tono complaciente sin soltarlo.

– ¡Gracias!, pero no es para tanto –respondió hosco y apartándolo con un ademán, agregó–: Sólo vamos al teatro, nada más… Conmigo traje a este experto –dijo señalando a Fernando–, quien es todo un actor frustrado, pero gran conocedor de las artes escénicas, aunque su trabajo en la DISIP supera toda ficción y arte.

–Muy bien, hijo, pero tenemos un problema –atajó Figueroa a fin de evitar disertar sobre las actividades policiales de su amigo–. Sólo tengo dos boletos y somos tres –dijo sacando los ticket del bolsillo de su chaqueta.

–Eso no es ningún inconveniente para un hombre como Fernando. Su placa es milagrosa… Abre puertas instantáneamente –precisó arrogante.

Y, ciertamente, era así. DISIP corresponde a las siglas de la Dirección de Inteligencia, Seguridad e Investigaciones Policiales, la temida y bien armada policía política venezolana. Una especie de GESTAPO tropical, pero con la variante de que está plagada de asesinos, los cuales gozan de total impunidad y obran a espalda de la ley amparados por los grandes jerarcas del gobierno. Con ellos nadie está seguro, siquiera los mismos miembros del régimen.

Solventado el contratiempo de los tickets, los tres hombres entraron al teatro y se sentaron uno al lado del otro en la fila D, en el patio.

Estuvieron callados, observando la obra un buen rato y leyendo incómodamente la traducción que se hacía del alemán al español en una pantalla en forma de cinta ubicada en la parte superior del escenario, la cual se iba moviendo y cambiando a medida que los actores decían sus parlamentos.

Durante el primer intermedio, con el tedio reflejado en sus rostros, salieron a fumar y comentar las escenas que habían visto hasta ese momento. Cada quien tenía su propia opinión sobre la obra, pero en una sola cosa eran unánimes: ¡No les gustaba para nada!

Argumentaron que era muy pesada y que, lo más torturante, era leer la traducción, por lo que decidieron no reingresar a la sala.

– ¡Eso es para locos!... La obra dura dos horas y cuarenta y cinco minutos… ¡Es una tortura!... Yo no vuelvo a entrar a la sala ni amarrado –espetó Basilisco mientras estrellaba la colilla de su cigarrillo contra el suelo.

–Te apoyo, amigo –ratificó Fernando–. ¡Esa obra es para dementes!... Yo ya tengo suficiente con todos esos locos fanáticos que andan tratando de desestabilizar al régimen –enfatizó dándole gran importancia a su trabajo en la policía secreta.

– ¡Está bien!... Está bien… Estoy totalmente de acuerdo con ustedes… Pero como la noche es joven y larga, los invito a tomar unos tragos –afirmó con comedida sonrisa Figueroa a fin de enmendar aquel fiasco al que los había arrastrado.

– ¡Espero que no se te ocurrirá meternos en cualquier cuchitril de mala muerte! A nosotros nos gusta lo bueno, lo mejor… –advirtió sarcástico Basilisco.

– ¡Escojan ustedes el lugar!…Ya les dije, yo invito. Conozco muy poco Caracas y no sabría dónde llevarlos –contestó el médico con fingida modestia encogiéndose de hombros–. Pero eso sí, ¡yo pago! –remachó categórico.

–Entonces, ¿qué estamos esperando?… ¡En marcha! –apuró risueño Fernando.

En realidad, tal cortesía no obedecía a ningún acto espontáneo, mucho menos benévolo de Figueroa, ya que de antemano, horas antes de salir hacía el teatro, tenía proyectado invitar a su hijo a un bar cuando finalizase la función. No obstante, los acontecimientos se adelantaron.

Tampoco la invitación era del todo social. Tenía un cariz humano. El médico quería aprovechar la ocasión, la cual muy poca veces se le presentaba, para revelarle a su hijo la importante misión que le habían encomendado desde la Misión de San Felipe.

Desde que Basilisco era niño, esa necesidad, esa profunda motivación interior de sentirse respetado y exitoso ante sus ojos, estaba cosida a su sombra.

¿Culpa, expiación, amor, dolor, sentimiento puro o simplemente rabia e indignación por no lograr lo que quería alcanzar?... O, quizás, un poco de todo ello. ¿Quién sabe? Sólo su misteriosa mente podía develar ese enigma. Posiblemente nunca se sabrá, ya que siquiera en confesión Figueroa hablaba de ello.

A veces, cuando los monjes le preguntaban por su hijo, éste les respondía con monosílabos o simplemente no contestaba.

Pronto decidieron el sitio donde beberían los tragos. No quedaba tan lejos de donde estaban, por lo que todos estuvieron de acuerdo.

Figueroa propuso trasladarse en un sólo auto ya que no tenía sentido separarse y así “podremos hablar por el camino”, argumentó. Aunque la idea no fue del total agrado de Basilisco, al final éste accedió.

Al llegar al estacionamiento, ubicado en el sótano del teatro, los dos jóvenes quedaron deslumbrados ante el lujoso vehículo del médico y, curiosos, le preguntaron de dónde lo había sacado.

–Apenas es un carrito… ¡Lo alquilé esta mañana! –presumió con indiferencia a fin de impresionar a Basilisco.

Al salir del aparcadero tomaron por la amplia avenida Libertador y se dirigieron hacia Las Mercedes, centro gastronómico de Caracas.

Ya en la vía principal, los jóvenes le indicaron a Figueroa que cruzase a la izquierda y avanzara despacio. Cuando estaban muy cerca de un lujoso restaurante, le pidieron que se detuviese.

Casi al instante, un valet-parking presuroso abrió la puerta del auto para que descendiesen. El primero en hacerlo fue Basilisco, quien iba en el puesto delantero, junto a su padre.

Al entrar al restaurante, deslumbrado por el fino y elegante decorado interior, Figueroa no pudo dejar de exclamar con asombro.

– ¡Huao, ustedes sí saben vivir!... ¡Esto es apoteósico! –exclamó.

Un maître con claro acento francés presto fue a recibirlos y los ubicó en una mesa cercana a la barra principal.

Figueroa se sentía cómodo, a sus anchas. Pensaba que ese era el escenario perfecto, digno, para revelarle a su hijo con toda la fuerza de su ego “el importante señor que era”.

Pidió una botella del mejor escocés y algunos canapés de langosta. Les preguntó a los otros si estaban de acuerdo o si querían algo más. Estos aprobaron la elección y se dispusieron a esperar mientras seguían despotricando la obra teatral.

Pronto un mesonero, que más bien parecía un modelo de televisión, llegó con la bebida y protocolarmente descorchó delante de ellos la botella y comenzó a servirla en finos vasos de cristal. Al concluir, todos chocaron las copas para el primer brindis. La risa, un fingido deleite y los chistes subidos de tono pronto comenzaron a surgir.

Figueroa estaba inmensamente feliz. Para completar aquel cuadro, para darle el toque mágico a su dicha, sólo faltaba buscar la ocasión propicia para descorrer la cortina y hablar sobre el verdadero motivo que lo había llevado esa noche hasta allí.

Paciente, esperó a que Basilisco y Fernando se sirviesen su tercera copa. Aunque la inquietud lo dominaba, se concedió un poco más de tiempo. Siguió brindando con ellos y haciendo chistes.

Cuando juzgó que el momento había llegado, liberado de las inhibiciones iniciales y con los vapores etílicos danzando en su cerebro, levantó el vaso.

– ¡Brindemos por mí éxito!... Hoy depositaron mucho, pero mucho dinero, en mi cuenta –expresó jactancioso.

Lanzado el mensaje, se acomodó en la silla y con aire triunfal esperó las inevitables interrogantes que ocasionarían sus palabras, aunque estas no fueron las que imaginó.

– ¿A quién mataste? –preguntó Basilisco con humillante desprecio–. Que yo sepa, tú sólo eres un médico provinciano…–espetó mientras fruncía el ceño.

–Te equivocas, hijo –respondió inmediatamente y sin rencor–. Soy médico y aunque ejerza mi profesión en la provincia, no quiere decir que sea menos competente que los de la capital –puntualizó sin mostrar resentimiento por la ironía–. Además, soy el Jefe de Obstetricia de un hospital, cargo que no le dan a cualquier tonto.

Fernando le prestaba poca atención a la conversación. Mientras padre e hijo charlaban, se distraía pescando con las pinzas pedazos de hielo en el fondo de la deslumbrante cubeta plateada, la cual estaba casi vacía. Luego de depositar varios cubitos en el vaso se sirvió un largo trago.

Acostumbrado a los desprecios más viles, Figueroa no se inmutó por las palabras de Basilisco y siguió hablando.

– ¡Figúrense lo importante que soy, que sobre mis hombros recae el poder de la Iglesia y el pueblo de Dios! –dijo luego de una estudiada pausa y a fin de requerir su total atención repitiendo las palabras que en la tarde le había dicho Serafino.

Fernando Lisias permanecía callado. Lo que decía el médico no tenía ningún sentido para él. Le importaba un carajo. Su atención estaba centrada en una bella joven que momentos antes había entrado al local en compañía de un hombre bastante viejo, muy cerca de la senilidad. En su cerebro se preguntaba con asco: “¿Qué coño hace esa hembrota con ese viejo baboso?”. Y él mismo se respondía: “¡El maldito dinero compra cualquier vaina!”.

Por el contrario, Basilisco, en su aparente indiferencia, estaba al acecho de cualquier palabra fuera de contexto que pudiese pronunciar su padre para replicarle en tono denigrante.

– ¡Tú si eres arrecho!... Como que el whisky te pegó antes de tiempo. “En mi recae el poder de la Iglesia y el pueblo de Dios” –remedó con chanza cruel–. ¡Pero tú crees que uno es pendejo!… ¿Quién coño de madre eres tú en el mundo, en el universo, para que la Iglesia, con su poder, se fije en ti?... ¿Tú nos crees imbéciles?… ¡Coño, por favor!, deja esa vaina y vamos a tomarnos estos whiskys tranquilos –sentenció transmitiendo una aversión incontrolada que se reflejaba en su hiriente mirada.

–Está bien, hijo, no te sulfures –aplacó Figueroa tolerante–. Entiendo que no comprendas nada de lo que te estoy diciendo… Es mi error, lo siento –dijo disculpándose–. Lo que pasa es que no empecé por el principio… La vaina es rara, pero real… Espera… ¡Espera!… No te pongas así –atajó al ver que su hijo se retorcía con desespero en el asiento–. Te lo voy a contar todo desde el principio y después me das tú opinión.

Figueroa comenzó a relatarlo todo. El asunto de María Coromoto lo disfrazó hábilmente, pero lo que ocurrió después lo contó casi con relativa fidelidad.

Basilisco escuchaba nervioso. El comisario seguía entretenido en sus elucubraciones sobre aquella hermosa mujer de ojos verdes que poco antes había entrado al local con el anciano.

– ¡Fueron quince millones! Lo sé, porque verifiqué el saldo por teléfono antes de salir hacia el teatro –precisó Figueroa al concluir el relato.

Al oír la cantidad, Fernando, quien aparentaba estar desentendido, volteó los ojos, hasta ese momento clavados en la mujer, hacia el médico.

– ¡Entonces la vaina es buena!... ¡Quince millones son quince millones!, aunque en esta época no es mucho, no caen nada mal.

Sacó un cigarrillo de la cajetilla que reposaba sobre la mesa, lo encendió y exhaló lentamente una larga bocanada.

–Me está gustando el cuentico tuyo…–precisó–. Si puedo servirte de algo, te pongo mis servicios a la orden… Eso sí, ¡de gratis no hay nada!… Tú sabes, la crisis económica del país nos pone a…

– ¡No le hagas caso Fernando, son cosas de tragos!… Yo no le creo… Lo conozco más que tú, nunca ha servido para…

– ¡Deja que tú padre conteste! –cortó el comisario al impetuoso joven.

Al escuchar la palabra padre, aunque fuese pronunciada por un extraño, Figueroa se hinchó de orgullo. Se sintió salpicado por una aureola espiritual inmensa, aunque él fuese todo lo contrario. En ese instante percibió al comisario como el “ángel” que lograría el tan añorado respeto que buscaba de su hijo.

–Si me ayudas te daré la mitad de todo lo que me den –afirmó sin pensar ni mediar palabra– Tú manejas la infraestructura policial necesaria para que triunfemos, tienes las armas y…

– ¡Fernando, no te metas en eso! No te das cuenta que el viejo está medio loco –interrumpió Basilisco.

–No arriesgo mucho y si la vaina es como dice tu padre, de agarrar a ese carajíto y llevarlo a San Felipe, me ganaré un dinerillo extra que me cae al pelo –contestó el comisario decidido a intervenir en el asunto, y dirigiéndose a Figueroa, preguntó–: ¿Cuándo empezamos?

– ¡Mañana mismo! –afirmó terminante el médico.

Figueroa, entre satisfecho y confuso, cerró los ojos a fin de absorber el aroma de aquel triunfo, pero se encontró con una inmensa oscuridad. En ese fugaz instante, desde lo profundo de su ser se preguntó mentalmente: “¿Qué es la oscuridad, si no una percepción de la nada, donde todo es negro, menos los pensamientos que aún brillan de color?



13

Una tenue brisa soplaba en lo alto del cerro La Bombilla. La tarde se aprestaba a regalarle su luz a la noche.

Santiago se dirigía a los parroquianos. En su grácil rostro comenzaba a resaltar una incipiente barba que le daba cierto aire místico. Vestía unos desgastados jean celestes, una larga camisa blanca que le rozaba las rodillas, la cual llevaba con las mangas recogidas hasta los codos, y unos zapatos deportivos de goma, de esos que usan los basquebolistas.

Se notaba turbado, aunque sus palabras eran firmes y precisas.

–Otra de las pestes escritas en las profecías está haciendo su aparición –anunció calmado–. ¡Esa peste inmunda revelará la maldad y la corrupción que reina entre los hombre de la Iglesia de Dios! –dijo en tono acusador levantando la voz–. En mi alma hay desaliento porque yo sabía que así sucedería, por eso mi dolor ahora es más profundo… ¡La Iglesia, viciada, comienza a mostrar los signos de su perversión! –exclamó imperturbable, pero reflejando congoja.

Una bandada de periquitos de montaña que escandalosamente volaban en retirada hacía el este, en busca de sus nidos, ahogó por instantes su voz. Santiago elevó los ojos al cielo y siguió el curso de los pájaros mientras se alejaban.

–Una sola manzana podrida pudre todo el saco –continuó al atenuarse el estridente chirrido– Pero en el caso de la Iglesia, son muchas y muy putrefactas las manzanas y nadie hace nada para corregir su maldad… Con dolor, hoy debo confesarles que cientos de monjas están siendo violadas por sacerdotes católicos y obligadas a abortar bajo amenazas.

El joven predicador estaba consternado. Sabía que de su boca salían palabras que nunca hubiese querido pronunciar, pero que debía hacerlo porque la fe que los hombres habían depositado en la Iglesia había sido traicionada, lesionada y pisoteada, por ello su indignación.

–Además de monjas, también miles de inocentes niños… Almas puras que albergan en sus cuerpos el símbolo del candor divino, han sido sometidos a la aberrante tortura del abuso sexual por seres que indignamente visten traje sacerdotal, pero que en realidad son demonios –afirmó lacerante, denotando en su rostro una gran congoja–. Nuestra Iglesia, la Iglesia de Dios, fue penetrada por la maldad, la aberración y la injusticia… ¡Nadan en el pecado!… ¡En la codicia!… En la soberbia y la envidia… ¡El odio, la prepotencia, la venganza y la sodomía son parte de su vida!… El fin está próximo... Sólo nos resta orar y esperar la Justicia Divina, pues ¡vamos a destruir este lugar, porque es grande el clamor ante Yahvé! –sentenció sudoroso.

Terminada la última frase, la suave brisa que envolvía el lugar se fue transformando hasta convertirse en viento enfurecido. Las láminas de zinc de los ranchos, los cartones y maderos de sus endebles construcciones, así como la basura que se apilaba como alfombra maloliente en las escalinatas y recovecos del cerro, comenzaron a batir incontrolables al viento. Polvo, tierra agreste y desechos se elevaron al aire en torbellino pestilente.

Inmutable, sin percibir la angustia que los despavoridos pobladores reflejaban ante aquel imprevisto fenómeno, Santiago levantó la voz, como si no estuviese ocurriendo nada.

– ¡Hipócritas!… ¡Fariseos!… ¡Falsos de mil falsedades! –gritó deslumbrado–. Condenan el aborto que busca revindicar a las víctimas de un depravado sexual, de la barbarie humana, mientras que amparados en sus sotanas obligan a abortar bajo amenaza de muerte a las religiosas que ellos mismos han violado y embarazado… Miles de muchachas y cientos de monjas han sido deshonradas por curas en todo el mundo y la Iglesia calla… ¡No hace nada! –denunció con rabia e impotencia–. ¡Centenares de niños han sido prostituidos por los pederastas y homosexuales de la Iglesia y nada se ha hecho!… No pagan sus pecados porque sus crímenes son encubiertos por los jerarcas de la Iglesia… ¿Por qué los cardenales y obispos de Cristo, en su imperturbable y pecadora hipocresía, guardan silencio?... –preguntó sin tratar de buscar respuesta–. No hay duda, son cómplices de la maldad… Su silencio y protección los condena… ¡La Iglesia está prostituida! –afirmó irritado.

Aquella furiosa ventisca que poco antes inquietó a los vecinos, tal como había aparecido se disipó. No obstante, los moradores de La Bombilla estaban pasmados. Muchos se miraban la cara atónitos, otros entrecruzaban interrogantes. La confusión era evidente.

En sus corazones se palpaba un leve temor, pero también una profunda comprensión, porque creían en Santiago y sus palabras. Sabían que era incapaz de mentirles y que todo, todo lo que había dicho y hecho hasta ahora, estaba dirigido por la mano de Dios o, en todo caso, por algo divino que escapaba a su entendimiento. Nunca dudaron de las palabras del predicador, ya que aquel joven de ojos tristes y mirada lánguida no sólo les hizo recobrar la fe, sino que los regresó a la vida. A una vida nueva, a una vida que le había sido negada y arrebatada tanto por gobernantes como por la Iglesia, la cual los había desheredado.

La fe, la alegría de sentir a Dios nuevamente en su interior, fue una conquista que sólo pudo lograrla Santiago a través de su humildad y la verdad que reflejaba su verbo

Cuando el joven predicador percibió que la gente había comprendido la gravedad de su acusación, prosiguió.

– ¿Por qué encubrirlos?... ¿Por qué ningún ser humano se atreve a ponerle freno a tan diabólica maldad?... ¡La dictadura de la falsa y doble moral de la Iglesia acabará pronto!… Dios me ha enviado a prevenirlos… ¡La dictadura de la Iglesia perecerá!... ¡Ellos serán castigados por su maldad criminal!... –vaticinó–. Yo soy, por designio divino, el mensajero de los tiempos que se avecinan… ¡Yo estoy aquí para acabar con las aberraciones de la Iglesia!... Por eso les pido, amigos míos, vivir en la abundancia de la fe, aunque la miseria terrena los atribule y desespere en estos instantes.

La aflicción de Santiago era tan palpable como real. Estaba conmovido por lo que ocurría en el seno de la Iglesia, eventos, en su mayoría, acallados por siglos. A veces, sólo algunas líneas eran publicadas en medios de comunicación de escasa circulación.

–Vayan… ¡Váyanse a sus casas!... ¡Oren y piensen en lo que hoy les he revelado y nunca olviden que Dios vive en sus corazones! –concluyó y, dándoles la espalda comenzó a caminar hacia lo alto del cerro.

Raquel, que lo escuchaba sentada sobre un escaloncillo de concreto, corrió tras él.

– ¡Santiago!… ¡Santiago, no te vayas!...–clamó, pero el predicar no contestó.

En largas zancadas corrió tras el subiendo de par en par las tortuosas escalinatas.

– ¿Por qué huyes? –preguntó agitada cuando logró alcanzarlo.

–No huyo Raquel. Sólo necesito silencio… ¡Por favor, déjame solo! –solicitó afligido–. Mañana volveré y conversaré contigo –prometió indulgente aquel joven de tez blanca que destilaba divinidad.

–Santiago, no comprendí las cosas que dijiste y estoy confusa –insistió la joven.

–Pronto entenderás lo que a tu entendimiento está permitido entender… ¡Ten fe, y no desmayes, joven amiga!

–Pero… –expresó impaciente a fin de retenerlo, pero no pudo.

Santiago le dio la espalda y se alejó cabizbajo. La joven lo siguió con la vista hasta que su sombra se perdió entre unos destartalados ranchos.

La tristeza de Santiago tenía un motivo. Esa misma mañana se enteró que el Vaticano había admitido las denuncias presentadas por las religiosas María O’Donohue y Maura McDonald, en las cuales, en forma cruda, revelaban la violación de centenares de monjas por sacerdotes y misioneros católicos en más de veintitrés países del mundo.

Horas antes de dirigirse a sus seguidores en La Bombilla había leído el informe que indicaba que los abusos dentro de las congregaciones religiosas habían comenzado en los años noventa y que desde entonces, en vez de irse reduciendo, se habían incrementado en forma alarmante.

Que María O’Donohue, coordinadora del programa sobre el Sida de Caritas Internacional y del Cafod (Fondo Católico de Ayuda al Desarrollo), presentó una relación sobrecogedora al presidente de los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, el cardenal español Eduardo Martínez Somal, sobre la violación indiscriminada de monjas por parte de sacerdotes católicos.

El cardenal, sorprendido por las dimensiones del problema, encargó investigar la situación a un grupo de trabajo presidido por la misma O’Donohue.

La nueva investigación –y Santiago tenía el informe más reciente en sus manos– dibujó un panorama aún más inquietante.

La lista de abusos era variada y descorazonadora. Las pesquisas incluyeron casos de novicias violadas por sacerdotes que debían otorgarles los certificados para trabajar en la diócesis. Hablaba de médicos de hospitales católicos asediados por sacerdotes que les llevaban “monjas y otras jóvenes para abortar”.

En el documento que estaba en poder de El Iluminado, O’Donohue escribió: “Un sacerdote obligó a abortar a una monja, pero ella murió durante la operación, no obstante él ofició la misa de difuntos por el eterno descanso del alma de la fallecida”.

El joven predicador sabía que los delitos de los sacerdotes son agravados por la propagación del Sida, como demostraba otro escrito redactado por la misma religiosa y entregado a las autoridades eclesiásticas.

O’Donohue comprobó que el flagelo del Sida había convertido a las religiosas en un grupo “seguro” desde el punto de vista sanitario, lo que aumentaba el interés de los sacerdotes por ellas.

A ese respecto citó el caso de la superiora de un convento que fue contactada por unos sacerdotes interesados en mantener relaciones sexuales seguras con las religiosas de su congregación.

Santiago leyó estupefacto en el informe O’Donohue que los sacerdotes les sugerían a las monjas que recurriesen a la píldora.

Se aludía, específicamente, a un convento de monjas en el que la superiora solicitó la intervención del obispo tras comprobar que un grupo de sacerdotes de la diócesis habían dejado embarazadas a veintinueve monjas. La reacción del obispo fue fulminante: la superiora fue suspendida y sustituida por otra.

Por su parte, Maura McDonald, superiora de las Hermanas Misioneras de Nuestra Señora de África, con quien Santiago tenía una gran amistad y comunicación a través de correos electrónicos, afirmaba en su informe que a veces los sacerdotes reclaman contraprestación sexual a cambio de la confesión.

En algunos países –le contó McDonald a El Iluminado las monjas tienen que afrontar las dificultades que implica el verse obligadas a abandonar la congregación si salen embarazadas. En cambio, el sacerdote trasgresor puede seguir desempeñando su ministerio.

Más allá de la rectitud moral y religiosa, hoy en día se plantea una cuestión de justicia social, y Santiago lo sabía, ya que las monjas daban a luz a sus bebés en condición de madres solteras, por lo que a menudo eran estigmatizadas y abandonadas en circunstancias socioeconómicas de suma pobreza.

Por ello, al perder su estatus dentro de la iglesia y en el sector donde vivían, eran forzadas a convertirse en la segunda o tercera mujer de un hombre. De negarse, la alternativa era prostituirse.

“La Iglesia, pensaba Santiago, en su obcecada protección a los sacerdotes criminales estaba creando monjas prostitutas en todo el planeta”.

En sus manos también reposaban documentos con denuncias probatorias de cómo muchísimos curas sostenían relaciones sexuales con mujeres y muchachas de su propia parroquia. Algunas de ellas esposas de feligreses, quienes se divorciaban por las aberraciones, tanto de sus mujeres como de los sacerdotes.

Muchos testimonios citados en la tenebrosa denuncia que Santiago había leído daban fe de que algunos sacerdotes se relacionaban con varias mujeres y tenían hijos con más de una de ellas.

El informe de O’Donohue citaba el caso de una mujer que recién convertida del Islam al cristianismo fue aceptada, después de muchas penurias, como novicia en una congregación local. Cuando fue a solicitarle al párroco el certificado correspondiente, éste la violó como requisito previo.

Como ella había sido repudiada por su familia por haber abandonado el Islam, no pudo volver a casa, por lo que se unió a la congregación, donde fue pasto de la depravación del sacerdote.

Poco tiempo después quedó embarazada. Atormentada y desolada, la novicia huyó sin rumbo fijo. Diez días después fue hallada deambulando por la selva sumida en estado catatónico.

Luego de largos dos meses, recuperada físicamente, pero marcada de por vida con un daño psíquico imborrable, fue a ver al obispo para denunciar al sacerdote. Éste aceptó la acusación, pero ante su estupor, el obispo condenó al sacerdote a tres Ave María y dos semanas de retiro.

Santiago estaba asqueado por lo que había leído en el informe que, por supuesto, no tuvo ninguna, o muy poca, repercusión en los más importantes medios de comunicación del mundo ya que la poderosa maquinaria de la Iglesia se habían encargado de silenciarlo. Lo poco que se difundió fue casi en forma clandestina. El predicador también sabía que esas aberraciones no eran nada nuevo. Que los mismos crímenes se venían cometiendo siglos tras siglos en la Iglesia de Cristo, la cual era traicionada y profanada por su sus propios mentores, y que muchos de los delitos cometidos en nombre de Dios eran aún más crueles y diabólicos, ya que la tortura y el asesinato también estaban presentes. Por eso, no podía evitar sentir ese dolor que le minaba su corazón. La Iglesia y sus ministros estaban al borde del abismo. Pese a todos los intentos que se hicieron durante milenios para ocultar esos crímenes, el aumento substancial de la podredumbre dentro de la curia era tal, que ya nadie podría contenerla. El excremento comenzaba a sobrepasar la letrina.

El predicador percibía que todo se había desbordado con furia y que brotaba por las cañerías como peste humana. Una peste que contaminaba la fe cristiana de cientos de millones de personas en el mundo. Y todo por la demencia y codicia de los conductores de la Iglesia. De jerarcas que se oponían al matrimonio de los sacerdotes pero que sí aceptaban y ocultaban, con complicidad criminal, violaciones de mujeres y niños, laceraciones, pederastia, homosexualidad entre cardenales, obispos, monseñores y demás categorías eclesiásticas, prostitución de monjas y novicias, psicopatías criminales y toda una rica y monstruosa gama de trastornos mentales entre los sacerdotes.

Sabía que la depravación llegaba a tales extremos, que hoy en día, en un insolente reto a la cordura y a la moral, los sacerdotes gay tienen sus propias website donde destapan sin tapujo todo su sucio libertinaje con diabólica y alucinante maldad.

A todo ello, a toda la descomposición que corroía los cimientos de la Iglesia, debía el predicador su indignación.

Tenía el alma desecha. No había gozo en su interior sino amargura. Esa tarde su melancolía parecía presentirla otra bandada de pájaros que regresaban a sus nidos silenciosos, sin su acostumbrado alegre trinar.

Quería estar solo. Por eso se alejó a toda prisa después de concluir sus palabras. Subió hasta lo alto del cerro y se sentó en el borde de una enmohecida baranda construida en ese desolado rincón para evitar que algún desprevenido niño o anciano cayese por el profundo barranco que apenas estaba a unos pasos. Al fondo y a la distancia, tal como una ilusión inalcanzable para los pobres pobladores de La Bombilla, se distinguía un conjunto de lujosas villas de urbanizaciones vecinas.

Aquel indómito viento que afloró de la nada durante el sermón aún susurraba en el cerro como un llanto imperecedero.

Santiago estaba tan ensimismado en sus reflexiones, que parecía no percatarse del mundo que giraba a su alrededor.

A lo lejos una delicada voz femenina rompió con la quietud del lugar. Poco a poco fue haciéndose más nítida y sonora.

– ¡Santiago!… ¡Santiago!… –se escuchaba con agobio.

Era Raquel. Respiraba con dificultad, aunque sus vivaces ojos vibraban de emoción por haberlo encontrado. Interrumpiendo la carrera se detuvo justo frente a él. Entre sofocos le sonrió, pero el predicador parecía no haberse dado cuenta de su presencia.

– ¡Qué te sucede!… ¿Te sientes mal? –preguntó impetuosa asiéndolo de los hombros.

– ¡Disculpa, Raquel!… Estaba orando y no te oí – expresó el predicador con docilidad levantando los ojos.

–No te preocupes…–manifestó mientras se sentaba a su lado–. Perdona que te haya seguido… Quería conversar contigo sobre esas denuncias… Son terribles…

–Lo sé, pero es la verdad y nadie podrá ocultarla esta vez. Debí decirlo antes… Mucho antes de que esos criminales desviasen los hechos y encubriesen a los culpables.

– ¿Cómo qué antes?... Yo creí que eso acababa de ocurrir… En la Iglesia hay mucha gente buena y de seguro harán algo –contestó afligida la joven, quien ya había recuperado el aliento.

–Si lo sé, hay gente buena entre ellos –asintió Santiago–, pero hoy en día la Iglesia es como un animal muerto y corrupto que comienza a ser invadido por gusanos... Mi misión es evitar que la destruyan totalmente… Por eso he venido… ¡Por eso estoy aquí!... Debo cumplir con los designios del Todopoderoso… Tengo que salvar a la Iglesia Católica y reconstruirla en base a la verdadera palabra de Dios.

– ¿Pero cómo podrás? –interrogó asombrada la joven–. ¡Por favor, Santiago, tranquilízate!... Necesitas descansar… No me gusta verte así –dijo para consolarlo mientras cariñosamente le acariciaba el cabello.

Raquel lo miraba con ternura. En sus ojos se percibía algo más que preocupación.

Sus pupilas resplandecían con el brillo inconfundible que sólo el amor puede pincelar. Su piel, tersa y blanca, semejaba una escultura inmaculada bajo aquel ligero vestido color rosa que cubría su delgada y bien contorneada figura.

El predicador estaba demasiado sumergido en sus pensamientos para advertir la primaveral belleza de aquella jovencita que con sus esplendorosos ojos azules se lo devoraba.

–Son tantos los crímenes cometidos en nombre de Dios, que no puedo estar tranquilo. Mi corazón sangra de igual forma como sangran las heridas de los mártires, de aquellos que mueren por la violencia de la guerra y del hambre –sentenció tomándole la mano, la cual apretó contra su pecho.

– ¡Lo sé! –exclamó la joven en largo suspiró.

–Lo que he revelado no es nada nuevo ni el comienzo, sino otro signo de la perversión en que ha caído la Iglesia…–añadió Santiago conmovido–. ¿A cuántos centenares de miles torturaron y mataron durante la Inquisición por el sólo hecho de ignorar o desconocer algunas “verdades” de la Iglesia?... Se divertían friéndolos en las hogueras por herejes… ¡Eran unos sádicos y no monjes de Dios!... Y ahora, en pleno siglo XXI, siguen pecando impunemente… ¿Por qué el Vaticano no intervino si sabía que los nazis estaban exterminando a millones de judíos?... –se preguntó agitando la cabeza, condenado aquellos miserables crímenes.

– ¡No lo sé!… Hablas de cosas que poco entiendo –contestó con dulce franqueza recostando su rostro sobre el hombro del predicador.

–El Papa Pío XII lo sabía y no hizo nada… ¿No es eso un crimen?... ¿No fue cómplice por omisión?... ¿No fue tan criminal su actitud como la de los verdugos?... La Iglesia, sin duda alguna, fue cómplice del festín sangriento… El que calla otorga… Más importante era, y lo sigue siendo, preservar el poder de los parásitos que moran en el Vaticano que salvar a millones de seres humanos.

Santiago estaba desconsolado. Su dolor destilaba amargura e indignación. Infructuosamente Raquel trataba de interrumpirlo.

– ¡Qué asquerosa deshonra!.. ¿Error imperdonable?... ¿A la Iglesia se le ocurrirá la sabia decisión de esperar quinientos años para pedirle perdón a los judíos por el holocausto que ellos mismos impulsaron?... ¡Por destruirlos en nombre de Dios!... ¿Qué están haciendo ahora cuando anualmente más de un millón de niños, sólo en África, mueren de hambre?… ¿Qué hacen cuando cada tres segundos muere un niño de hambre en el mundo?... ¡Nada, por supuesto! ¿Estará el Vaticano planificando pedir dentro de mil años disculpas a la humanidad por su indolencia?… ¿Es esa, según la Iglesia, la voluntad de Dios?... ¿Es voluntad de Dios que el Vaticano se cruce de brazos siendo el Estado más pequeño y al mismo tiempo el más rico del mundo?... ¿Dónde está la caridad humana que predican farisaicamente en las iglesias?... ¡No, amiga mía!... ¡El mundo está podrido y la Iglesia es su más indigno reflejo!

Santiago estaba desatado. Pese al furor, al verbo fogoso, en sus palabras podía percibirse una plegaría con olor a misericordia.

–Por favor, no te atormentes más –rogó Raquel–. Te hace daño. Tú ya haces demasiado. Para nosotros eres nuestro salvador, nuestro guía, la única luz que nos ha iluminado…

–Es sólo parte de mi misión, Raquel, pero todo es muy complejo, más de lo que imaginas…

–Te queremos porque nos hablas con la verdad y la practicas y eres de los pocos que se han quedado entre nosotros… Los políticos suben el cerro cuando necesitan nuestros votos… Van y vienen, pero tú no, Santiago… Tú estás con nosotros, eres de nosotros… ¡De los nuestros!… –expresó sonriendo a fin de sacarlo de su tribulación.

Raquel hablaba con el corazón abierto. Sus palabras florecían con sentimiento puro.

Santiago comenzó a prestarle atención. Aquella delicada y hermosa muchacha había aprendido más del mundo que muchos otros jóvenes que, a diferencia de ella, tuvieron la oportunidad de estudiar en costosos colegios y posteriormente en universidades privadas.

–Los políticos creen –continúo después de un suspiro y batir su larga cabellera al aire– que somos ignorantes y que nos convencen con sus mentiras cada vez que vienen al barrio… Se los hacemos creer… ¡Después votamos por quien nos da la gana o, simplemente, no votamos!… Nos da igual gane quien gane, ya que siempre nos olvidan y nunca hacen nada por nosotros. Pero tú sí, Santiago… Tú nos has devuelto la fe –dijo emocionada dejando rodar una pequeña lágrima por su mejilla.

–No es suficiente Raquel, no es suficiente – señaló Santiago abrazándola mientras con uno de sus dedos contenía aquella perla reluciente que descorría por el rostro de la muchacha. Luego, ansioso y apretándola fuerte contra el pecho, agregó: –Raquel, tengo que hacer algo y pronto… El tiempo se me acaba, lo sé… El momento se acerca…

– ¿Qué quieres decir con eso de que el tiempo se te acaba? –indagó intranquila la joven.

–No es nada Raquel, sólo un decir… Una forma de hablar… –apresuró a contestarle evadiendo una respuesta precisa–. Me impaciento, es todo… A veces me siento indefenso y no sé cómo contener el desastre y las injusticias.

–Te entiendo, porque lo mismo me pasa a mí.

–Lo que sucede Raquel, es que el mundo se ha convertido en una nueva Torre de Babel. Aunque la gente hoy en día hable el mismo idioma y tenga formas de comunicación superavanzadas, está sucediendo lo mismo que en la bíblica Babel: ¡Nadie se entiende! –profirió mientras con ambas manos se alisaba el cabello hacia atrás.

–La vida es un embrollo… Todo está pata pa´arriba… Es la pura verdad –ratificó pensativa la joven.

–El odio y la ambición tienen sumida a la humanidad en una sórdida confusión, en depredaciones intestinas y guerras... –expresó convencido el predicador–. Hermanos contra hermanos luchan diariamente entre sí, tanto en guerras fraticidas o militares, donde el olor a sangre y muerte los seduce. Como en luchas económicas, donde el barniz del papel moneda y la riqueza obnubilan sus almas y enloquece su ser sin saber realmente porqué combaten… ¿Por los territorios?... ¿Por el poder y el dinero? –se preguntó frenético–. ¡No!... No… Luchan para dominarse, para aniquilarse o poseerse los unos a los otros. En sus atormentados propósitos sólo hay fines banales y de riqueza, tan perecederos como ellos mismos… Y si para conseguirlo hay que matar, no dudan en hacerlo… El hombre se ha convertido en un animal abominable… En un instrumento de muerte…

–Son tan transparentes tus palabras, que ahora te entiendo mejor… Esa es la realidad… Cruel, pero es la realidad.

–Lo que más atemoriza al hombre, Raquel, es la conciencia de su propia e irremediable muerte –aseveró juntando sus manos en forma de rezo –. Con su actitud humillan a Dios. Y mientras ellos se aniquilan, el hambre y las injusticias se apoderan del mundo, exterminándolo y envileciéndolo, querida y joven amiga –sentenció acariciándole el rostro.

–No es nada nuevo… Siempre ha sido así, lo se hasta yo, que apenas he estudiado unos pocos años.

–La violencia del hambre, mi bella amiga, es asesina, es el holocausto de los desposeídos, y a nadie parece importarle. En la Tierra hoy en día todo es guerra, confusión y muerte. Es la locura del hombre la que mata al hombre… El hombre será víctima de su codicia y perecerá aniquilado por su propia confusión…

– ¿Qué dices?... Creo que eso nunca sucederá… Santiago, no soy tan tonta como parezco. He leído periódicos y algunos libros… ¿Por qué ese sentimiento tan negativo?

–Amiga mía, porque han despreciado la omnipotencia del poder de Dios, poder el cual, absurdamente, en su miopía, los hombres han sustituido y creen encontrarlo en el dinero y posesiones… El mundo está huérfano de fe… La maldad se ha apoderado del mundo.

Raquel, cobijada al calor del cuerpo de Santiago, lo escuchaba embelesada. Su semblante irradiaba una luz que sólo la felicidad podía prodigar. En cada uno de sus profundos suspiros parecía encender una esperanza que sólo ella, en sus adentros, y el Altísimo conocían.

De pronto Santiago calló y se puso a contemplar el cielo.

Los latidos del corazón de Raquel se percibían como sordos tañidos de campanas que hablaban un lenguaje que sólo el amor sabe hablar.

Los últimos resplandores de la tarde comenzaban a robarle el brillo al cerro La Bombilla. Abajo, en la gran ciudad, como dirigidas por los acordes de una sinfonía de Bach, el centenar de luces que alfombraban las extensas autopistas y avenidas comenzaban a encenderse ondulantes al ritmo de sueños y fantasías.

Los dos jóvenes permanecían apretados uno al otro como si el tiempo estuviese detenido. Callados miraban a la distancia como la ciudad que tenían a sus pies, abajo, se iba transfigurando entre sombras y luces.

El bufido de un perro callejero que escarbaba entre un montón de basura, regresó a Santiago a la realidad.

– ¡Observa fijamente a un perro manso en los ojos y verás a un ángel! –soltó imprevistamente.

– ¿Qué?... ¿Te has vuelto loco o te estás burlando de mí? –respondió vivaz Raquel.

– ¡No!... No… –sonrió Santiago apartándola delicadamente de su cuerpo–. Lo que pasa es que nunca te has detenido a verlo. ¡Hazlo y lo comprobarás por ti misma!... Es una experiencia maravillosa. Cuando lo logres, sentirás un goce interior indescriptible… ¡Verás a un ángel de verdad-verdad! –aseveró risueño, como si el disparate que acaba de salir de su boca fuese lo más común y normal del mundo.

– ¿Un ángel?… ¿Ángeles aquí en el barrio? –interrogó asombrada la joven abriendo incrédula sus enormes ojos.

–Hay muchos ángeles aquí, en la Tierra, pero nadie se fija, Raquel….Nadie quiere verlos… Están a su lado y no se percatan de ello… Los hombres están muy atareados matándose los unos a los otros a fin de conseguir equivocadamente la felicidad a través de los bienes materiales y no saben que la felicidad está en cada rincón, en cada esquina, como en la que nos encontramos ahora.

– ¡Sí, es verdad!… Aquí me siento muy feliz y dichosa –expresó, y para sus adentros, con un suspiro, se dijo: “¡Y no sabes cuánto!”.

–El secreto de la felicidad es el amor y el amor es símbolo indisoluble de la fe. No puede existir el uno sin el otro... ¿Los ángeles?… ¡Claro que los hay!... Muchos, por montones... Aquí, y muy cerca de nosotros...

El tono de la voz de Santiago fluía natural, como si lo que estaba diciendo era algo tan obvio y normal como el cielo y las estrellas que tenían sobre sus cabezas.

–Sólo hay que saber mirar con fe y sumisión sincera, de otra manera nunca los verás –arguyó mientras la joven, pasmada, no se perdía ni uno de sus más mínimos movimientos–. Un loco callejero, un solitario vagabundo o el más sucio y harapiento de los mendigos, puede ser un ángel.

– ¿Cómo?... ¿No te estarás burlando de mí, verdad? –rezongó Raquel frunciendo el ceño.

–Sólo obsérvalos en los ojos con fe y te será develado el don y la verdad divina… ¿Ángeles?... Ángeles hay por doquier en la Tierra. Están en la mirada de un niño, en el aroma de una flor o en una gota de rocío. Únicamente esperan el momento preciso para despojarse de sus camuflajes y tocar las trompetas cuando el día haya llegado.

–Pero en la iglesia nunca nos han dicho eso. Tampoco, hasta ahora, he visto a un sacerdote ayudar a un pordiosero –reflexionó la joven–. Más bien los sacan de las iglesias para que no molesten con sus pedideras a los ricos que van a escuchar misa, que son los mismos a los que después los sacerdotes les quitan dinero porque les dicen que Dios los va a perdonar y que serán salvados el día del Juicio y todo esa vaina que ellos se inventan… Tú sabes… Todo para sacarles dinero… En cambio a los mendigos los botan, sólo pueden estar fuera de las iglesias y de vaina…

– ¡Lo sé!... Lo sé Raquel, pero no debe ser así. Esa no es la Iglesia que fundó Jesucristo ni la que quiere Dios. Esa es la Iglesia de los hombres, hecha por ellos a su imagen y semejanza, con sus defectos, imperfecciones y maltrechas virtudes, pero no la de Dios –comentó–. Al no cumplir con el mandato divino de humildad y misericordia se convierten en farsantes, en unos simples políticos de la cristiandad.

–Es verdad, no existe piedad en la Iglesia –confirmó pensativa la muchacha.

–Pero no debería ser así, amiga mía. Además, ¿quién o qué es la Iglesia actual para adulterar los mandatos de Dios? –preguntó esperando una respuesta que no llegó.

La muchacha no salía de su encanto. Una fascinación irrefrenable absorbía cada centímetro de su piel. Percibía que el corazón estaba a punto de desbordársele.

– ¿Por qué a través de los siglos muchos de sus jerarcas, Papas y cardenales y otros bandidos vestidos con hábitos de monje, tergiversaron en forma inmoral las escrituras y confundieron a los hombres en su fe?... Estas, Raquel, son dos preguntas que me repito constantemente… ¡Eran hijos del diablo, no de Dios!...

– ¡Estoy de acuerdo contigo! –asintió la muchacha sin comprender las reflexiones de Santiago, aunque lo escuchaba con atención.

–Esa no fue la misión encomendada por Jesucristo a sus apóstoles... El no quería división ni discriminaciones, por el contrario, buscaba la unión de todos los pueblos a través de la fe cristiana… Pecadores y no pecadores, bajo los ojos de Dios, son un mismo todo amoroso, único e indisoluble.

– ¿Cómo es eso? –preguntó desconcertada agitando las manos.

–El mal, bella niña, se corrige con el bien. Y el bien promueve la reconciliación y el perdón entre los hombres –explicó tomándole la mano con ternura–. El perdón es fe, no humillación. Sólo aquellos que pueden perdonar están con Dios, porque en Dios no hay condena, sino reconciliación y paz. ¡Allá de aquellos que no perdonan ni se arrepienten!

–Entiendo Santiago, pero no me digas niña porque soy una mujer echa y derecha… Ya tengo diecinueve años, ¿sabes? –señaló retirando suavemente la mano de la suya–. Creo en lo que dices… Lo viví en carne propia con mi mamá… Tú la conoces, sabes que es una mujer buena, que ayuda a la gente aunque no tenga ni para nosotros… –explicó. Luego, abriendo más que de costumbre sus grandes ojos, como buscando mayor contundencia a sus palabras, agregó–: Mi mamá es tan devota, que la he visto ayunar luego que le regala a los vecinos la poca comida que nos queda… Cuando la veo orar, y lo hace todos los días, parece una santa –afirmó inquieta mientras se acariciaba las rodillas con ambas manos–. Ella es muy pura, pero los sacerdotes la tienen confundida… Le niegan la comunión porque dicen que es una mujer divorciada…

– Farsantes... ¡Hipócritas pecadores! –exclamó Santiago interrumpiéndola–. ¡Pero ellos si toman la comunión después de violar aberradamente a jóvenes y monjas!

– ¡Que barbaridad!... ¿Será por eso que mucha gente ya no va a misa?… Mis amigos ya no creen en esos zamuros… Dicen que son mala gente… Gente acomplejada… –remachó Raquel.

–No todos… Hay que ser justos y no se puede generalizar… El peor mal está en las cabezas, en los jefes de la Iglesia…

–Santiago, si me permites, te voy a contar algo que me dejó pasmada. Quiero que me des tú opinión.

–Dime… Te escucho… Si está en mi poder valorizar lo que me dirás lo haré –afirmó el joven predicador.

–Hace varios meses una amiga mía fue a buscar al cura porque su mamá se estaba muriendo… Quería que le diese la extremaunción. Llorando y con el corazón deshecho salió corriendo cerro abajo. Eran casi las dos de la tarde… Como a la media hora llegó a la iglesia y desesperada se puso a tocar la puerta de la sacristía. –Contenta por la atención que le estaba prestando el predicador, la joven hizo una corta pausa para tomar aire y enseguida prosiguió–: Como nadie respondía, se iba a ir. Apenas dio la espalda a la puerta una señora la abrió para atenderla. Mi amiga le explicó la urgencia, pero la señora le dijo que no podía hacer nada, que volviera más tarde. Que el cura estaba haciendo la siesta y que sus órdenes eran terminantes: por nada en el mundo deberían despertarlo… La pobre se fue. Volvió al cerro y vio que su mamá empeoraba. Sabía que pronto moriría. Por eso, pasadas algunas horas volvió a la iglesia, pero esta vez le vinieron con el cuento de que el cura no estaba, que se había ido a la barbería…

–Fue una indolencia criminal… Son las actitudes que socavan la fe en Cristo…Sé que eso ocurre Raquel, pero hay cosas aún peores… Mucho peores, donde la vida de millares de personas está en peligro.

–Si tú lo dices, te creo… Santiago, tú nos has abierto los ojos en muchas cosas… ¡Gracias a Dios qué estás en el barrio!... Le has devuelto la fe a muchos… A muchos, y yo los conozco, que estaban metidos en la maldad… ¡Tú entiendes! –afirmó tomándole ahora ella la mano.

–Pronto se revelerá la verdad, Raquel… La justicia divina caerá sobre los hombres y la Iglesia será reconstruida –sentenció para serenarla.

–Mi papá, y me duele decirlo, era un hombre malo, confundido –refirió Raquel arrastrada por los recuerdos, como queriendo contarle en un momento toda su vida–. Maltrataba mucho a mi mamá. Siempre que llegaba borracho, que eran casi todos los días, excepto los lunes, porque, según decía, “tenía que llegar ‘sanito’ al trabajo”, le daba grandes palizas, ¡y por nada!... Era un bruto… ¡Un frustrado cobarde!... Un día casi la mata –relató aterrorizada, como si aquellas terribles escenas del pasado se repetían delante de sus ojos como en una película. Tragó saliva y ansiosa continuó–: Los vecinos me ayudaron a llevarla al Puesto de Socorro… Tenía un ojo casi desprendido… Los médicos que la atendieron le hicieron varias radiografías y dijeron que también tenía dos costillas rotas, además de moretones, excoriaciones y todo eso, en piernas y brazos…

–No sigas… No te sigas haciendo daño Raquel… Con eso no solucionarás nada… Solo te harás daño…

–Lo sé, pero tengo que desahogarme… Disculpa y escúchame sólo un minutito más… Esa vez pasó dos semanas hospitalizada… ¡Te lo juro!... Después que se recuperó huimos del barrio. Nos fuimos lejos… Estábamos felices y vivíamos sin angustias… –Calló. Su rostro, que momentos antes parecía iluminado de esperanza, ensombreció de nuevo–. Pasado un año nos encontró y se volvió a prender la pelea… Lo de siempre… Peleas y discusiones, pero esa vez, pese a que mi madre recibió varios golpes, no lo dejó entrar a la casa. Al poco tiempo salió el divorcio, que fue otro problema, pero al fin mi mamá pudo sacárselo de encima… No fue fácil, pero lo logró. Por eso Santiago me parece una injusticia que después de todo lo que pasó no la dejen comulgar.

–No te preocupes bella amiga, Dios hará justicia. Negar la comunión a los divorciados es otra aberración de esta decadente Iglesia Católica que, después de tantos siglos de progresos y enseñanzas cristianas, todavía vive en un conveniente y medieval oscurantismo.

– ¡No entiendo!… Y no me reproches…No me digas que esa es mi palabra preferida porque me voy a poner brava, pero dime: ¿Por qué si uno busca acercarse a la Iglesia esta le cierra la puerta? –indagó con ingenuidad infantil.

–Todo, hoy en día, es muy confuso. Hay muchos intereses… La Iglesia está corrompida… –trató de explicar Santiago con palabras simples–. Lo que le pasa a tú mamá es, además de injusto, es absurdo –aclaró–. Lo mismo sucede con millones de creyentes en todo el mundo… La Iglesia, en vez de sumar, se empeña con terquedad en dividir, ya que no es capaz de organizar y soportar en sus hombros el poder omnipotente y supremo de la fe en Cristo.

–Entonces, ¿por qué tratan de obligar a la gente a que vaya a misa? –preguntó embrollada la joven.

–A la Iglesia actual le interesa muy poco, o nada, que el mundo entero se vuelque a la palabra de Cristo –sentenció Santiago con voz grave y seguro de lo que estaba diciendo–. Sería complicarle la comodidad de sus vidas… A ellos únicamente les importa preservar su poder compacto, sin mucho alboroto ni más fieles, ya que serían, y de hecho lo son, incapaces de manejar y, entiende bien, de ma-ni-pu-lar –dijo deletreando cada sílaba con énfasis y dicción inequívoca– a tantos millones de personas al mismo tiempo. Eso escapa de su radio organizativo. Entonces, lo mejor para la Iglesia es seguir la maquiavélica sugerencia de dividir para seguir reinando en ‘paz’ pecadora…

Santiago calló deliberadamente y le brindó una tierna mirada. Raquel estaba emocionada, ya que nunca había visto a Santiago hablar de esa forma. Mucho menos tenerlo tan cerca y haberse recostado de su hombro o de posar su mano en la suya. Nunca hubiese imaginado tanta dicha.

–Que un divorciado no pueda comulgar no es un mandato de Dios, sino una superficial interpretación humana de las escrituras. Una interpretación discriminatoria que conlleva un soberbio odio en sus entrañas... Un hombre de amor y fe como Jesucristo nunca hubiese permitido semejante atropello… Como tampoco es Ley de Dios que los sacerdotes no puedan casarse… ¡Eso es mentira!... Es otra manipulación de la Iglesia.

– ¿Entonces en la Iglesia todo es engaño? –preguntó Raquel con espontánea inocencia.

–Te responderé, inquieta muchachita, diciéndote que todos los profetas y muchos de los apóstoles de Cristo eran hombres casados, con hijos y una familia numerosa.

–Nunca pensé en eso... Pero, por favor, Santiago, ya no me llames más muchachita porque ya soy una mujer hecha y derecha.

–Está bien, mujer hecha y derecha –repitió parodiándola–. A los sacerdotes no les permiten casarse por una decisión unilateral, incoherente y sumamente egoísta de la Iglesia, que no proviene de Dios ni de las enseñanzas de Cristo… ¿Comprendes? –interrogó para cerciorase de que estaba siendo claro.

. ¡Si!... Si, entiendo –contestó Raquel, aunque ahora estaba más pendiente del hombre, de sus ojos y expresiones, que de sus instructivas palabras.

–Es una decisión –repitió el predicador– egoísta y malvada, porque, según obvias y oscuras intenciones, para mantener a los sacerdotes bajo su control, dominio y vigilancia, la Iglesia necesita supervisar cada uno de sus pasos las veinticuatro horas del día en cada uno de los instante de toda su vida y para lograrlo deben tenerlos ubicados y encerrados en sus claustros… Para alcanzar ese fin, durante siglos formaron una red de espionaje e inteligencia a través de parroquias y obispados… Por eso en sus inicios todos son confinados, a fin de lavarles el cerebro, en conventos, monasterios y retiros… ¿Entiendes lo que digo? –preguntó observando su reacción.

– ¡Sí!... Si… –remachó–. Pero, ¿por qué ocurre eso? –preguntó extrañada por semejante enredo.

–Las autoridades eclesiásticas ven como insano que los sacerdotes se casen, que se distraigan en la Sagrada Familia y en sus propios hijos, un sólo segundo de sus vidas y quehaceres apostólicos. Esa es, simple y llanamente, la esclavitud del sacerdocio. Una esclavitud pecaminosa y denigrante a la condición humana… ¡Es la “santa” dictadura de la Iglesia!

– ¿Por qué el matrimonio te parece tan importante entre los sacerdotes? –interrumpió Raquel, esta vez totalmente desorientada.

–Porque es injusto pedirle a un hombre, por más votos de castidad que haga y por más vocación hacia Cristo que tenga, veinticuatro horas sobre veinticuatro horas de abstención en pensamientos, palabras y obras en un mundo donde hay tanta provocación, placer, insinuación y libertinaje… Es algo imposible de dominar –precisó–. Por eso entre los sacerdotes, obispos, monseñores y en quien tú menos te imaginas, hay tantas aberraciones y desviaciones sexuales, espirituales y mentales.

– Ahora sí entendí… Pienso que si le permitiesen casarse no pasarían por tantas cosas malas… ¡Pobrecitos! –exclamó apiadándose.

El joven predicador la observó fijamente, sin embargo su mente estaba divagando en un tiempo que no parecía terrenal.

Sus ojos irradiaban un esplendor etéreo. En su brillo se revelaba algo divino e inexplicable. Era apenas un muchacho, un muchacho como cualquier otro, pero sus reflexiones brotaban de su boca con tal espiritual sabiduría, que cualquiera lo hubiese confundido con un ilustrado anciano o un ser ungido por un don celestial, de allí el apodo de El Iluminado, que le endosaron en el barrio.

– Raquel, el matrimonio es un sacramento instituido por Dios y protegido por sus mandamientos... Es un sacramento divino… Es el símbolo de la unión del hombre con Dios. ¿Quién dijo que está permitido para unos y para otros no? –se interrogó, y luego, como impulsado por una revelación, continuó–: Dios me pidió que le recordase a los sacerdotes de la Tierra que, por voluntad divina, pueden casarse libremente y sin presión, cuándo, dónde y con quién quieran y que por ello serán bendecidos, así como las familias que procreen… ¡Serán bendecidos por la gracia de Dios!... – hizo una corta pausa, y como si hubiese regresado del infinito, agregó–: La familia es un don divino y para todos por igual… Si la Iglesia cumpliese ese precepto acabarían las aberraciones y locuras “benditas”… Se evitaría el cisma que está por venir…

Santiago guardó silencio. La noche, en su apresurada marcha, parecía querer tragarse en las penumbras cada rastro de luz que quedaba en el cerro. De su semblante se fue disipando aquel indescriptible aspecto que tenía segundos antes. Su voz ya no parecía venir de las bóvedas celestes. Era otro ser, más terreno, más elemental, que pocos segundos antes.

–Perdona que te atormente con mis palabras, pero no puedo dejar de pensar en la maldad de algunos seres –se justificó casi en murmullo.

–Santiago, estoy feliz de estar a tu lado, escuchándote, aprendiendo… En nada me molestas –objetó la joven prodigándole una tierna mirada que hablaba de amor.

–Gracias por entender… Pero es tarde… Tengo que irme –expresó inesperadamente y a manera de disculpa, adujo: –Tengo problemas con la moto... Hoy no quería encender y me costó un rezo a San Ignacio hacerla volver en sí –afirmó bosquejando una impaciente sonrisa–… Mañana, si Dios quiere, le chequearé la batería y…

– ¡Por favor, no te vayas todavía! –rogó Raquel dibujando una tierna mirada en su rostro–. ¡Quédate un poquito más!… Todo lo que has dicho me hace sentir bien y estoy totalmente de acuerdo contigo en todo.

–Lo sé, dulce amiga, Dios es justicia todopoderosa, pero la Iglesia parece haberlo olvidado. Pregonan y publican en sus libros religiosos que “sin el derecho al matrimonio y a la procreación no existe la dignidad humana”. De acuerdo a esos postulados los sacerdotes son seres indignos a la condición humana porque no tienen derecho a casarse ni a tener hijos… ¡Absurdo! –sentenció mientras Raquel no dejaba de clavarle sus hermosos ojos–. ¿O será qué unos simples votos de castidad dispensan a los sacerdotes de ser indignos?... ¡Qué imbecilidad más ruin!... ¡Todos los sacerdotes deberían casarse y tener hijos! –recalcó convencido de que era lo mejor para ellos.

–Tienes razón Santiago… ¿Qué tiene que ver el matrimonio con la pureza del alma?… Hacen ver como si casarse fuese un pecado mortal.

–Creo que un sacerdote con esposa e hijos sería más útil para el cristianismo y la fe. El sacerdote casado estará más cerca de la comprensión humana cuando tenga su propia familia. Podrá palpar en carne propia el milagro de la vida a través del nacimiento de sus hijos… No sé si me explico, Raquel –preguntó haciendo un gesto con las manos.

– ¡Claro que sí!… Es tan simple, que hasta yo lo entiendo.

Santiago la contempló satisfecho. La joven absorbía con relativa facilidad lo que la Iglesia se había resistido admitir tercamente durante muchos siglos.

–Estando unido en matrimonio, el sacerdote viviría la experiencia católica de su propia familia en Cristo… Experimentaría su crecimiento, conduciría la educación de sus hijos y observaría su posterior comportamiento como hombres de Dios en la sociedad… ¿Te parece eso malo, Raquel? –indagó, y al ver que la joven movía la cabeza negativamente, agregó–: Serían vivencias únicas. Experiencias que les darían más sabiduría y comprensión sobre la santa misión que tiene que cumplir un cristiano en la Tierra… Pero, bajo los actuales preceptos, todo es incomprensible… Todo es confusión… La Iglesia confunde… –sentenció agitando las manos.

Hizo una pausa. En sus ojos se percibía un rasgo que sólo la duda puede bosquejar. Vacilante se pasó la mano por la frente. Sentía las sienes estallar. Dudó una vez más. No estaba seguro si debía decir lo que iba a decir. Pensaba que Raquel era demasiado joven para comprenderlo. De pronto, pese a la momentánea indecisión, sus labios comenzaron a moverse.

–Raquel, la Iglesia está contra el aborto no por motivos éticos o divinos. ¡No!... Se burla del mundo… ¿Por qué entonces exige el aborto de monjas violadas y sometidas a las más aberrantes torturas sexuales por sacerdotes que se dicen hombres de Dios, pero que en realidad son discípulos del diablo?... A eso yo le llamo complicidad criminal –señaló.

– ¡Oh, qué Dios nos libre de tanta maldad!... ¡María Santísima evita que eso siga sucediendo! –exclamó la muchacha haciéndose la señal de la cruz.

En su frágil hermosura Raquel semejaba una flor virginal. Con cada palabra de Santiago sus pupilas reclamaban a gritos justicia y, también, porque ya no podía ocultarlo más, ¡amor!... Un amor puro y sublime.

–Esos indignos sacerdotes no sólo violan la ley de los hombres sino también pisotean, en nombre de Cristo, todos los principios de la Ley Divina…

–No sigas… ¡Por favor, no sigas Santiago!... Hablemos de otra cosa…

–Pisotean el nombre de ese Dios que ellos dicen representar en la Tierra. Es una actitud repugnante y vil… Pero hoy… Hoy… –expresó turbado sin poder concluir lo que pensaba decir.

Bajó la cabeza. Apoyó los codos sobre sus muslos y con los pulgares se palpó las sienes. Cuando sus dedos se posaron sobre aquellas venas incoloras y palpitantes, sus ojos humedecieron.

– ¡Tranquilízate, Santiago!... ¡Tranquilízate! –apremió Raquel–. No sigas torturándote porque me destrozas el corazón… ¡No pienses más en eso, por favor!… Pero si te desahoga… Si aplaca tu sufrimiento, dime lo que quieras… Estoy contigo y te apoyaré en todo –expresó abrazándolo.

–Me entristece que tantas monjas misioneras hayan sido violadas por sacerdotes de su misma congregación.

– ¡Qué criminales!... Ya nadie puede confiar en ellos…

–También hay otras cosas, igualmente funestas, Raquel… Me enteré de algo muy maligno... Existen miles de millares de curas gay que con la complicidad de la Iglesia abusan, perversa y constantemente, de los inocentes niños que los padres confían a sus cuidados en escuelas y colegios católicos… Lo más abominable de todo esto, es que algunos de ellos solicitan permiso a sus superiores para casarse en rito homosexual… No lo quise decir en el cerro porque era demasiado duro –confesó compungido–. En el barrio ya hay suficiente dolor, no merecen sufrir por los crímenes de otros… Por eso no lo dije…

– Lo sé Santiago… Durante el sermón yo estaba entre la gente... Todos estábamos asombrados… ¿Y es qué nunca se acabará la maldad?... ¡Qué asco, qué basura, Dios mío! –se lamentó la joven echando hacia atrás su rubio y largo cabello.

–En las iglesias hay muchos sacerdotes buenos, casi santos, aunque los malos los superan tres a uno… En el día de la revelación ellos serán nuestros aliados… Los muros de la Iglesia tienen que ser removidos para expulsar a los adictos del mal… ¡Por eso estoy aquí!... Por eso el Padre me envió… Debo limpiar y purificar la Iglesia… ¡Satán la ha invadido! –afirmó categórico, acariciándose la incipiente barba que comenzaba a despuntar en su rostro.



14

John Dark acababa de aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía. En el avión se había cambiado de ropa. La chemise negra la sustituyó por una camisa blanca de puños y en el bolsillo superior del saco acomodó con desenfado un pañuelo blanco.

El ex combatiente de Afganistán pasó por inmigración como cualquier otro turista, sin ningún problema. De ahí siguió directo hacia la salida llevando el pequeño maletín, único equipaje que traía consigo, el cual las autoridades aduanales de Bologna le permitieron embarcarlo como bulto de mano.

Antes de dejar las instalaciones aeroportuarias se dirigió al lavabo, donde de un tirón se arrancó el bigote postizo. Después se lavó bien las manos con un pequeño jabón que sacó de un estuche que tenía guardado en unos de los bolsillos de la chaqueta.

Una vez en la calle solicitó los servicios de un taxi que estaba aparcado a pocos metros de una de las salidas de la Terminal Aérea. Cuando el auto se detuvo a su lado abrió la portezuela y se sentó en el asiento trasero.

–Al hotel Tamanaco, por favor – ordenó con claro acento español.

El chofer, abobado por el sofocante calor del litoral playero donde está ubicado el aeropuerto, no preguntó nada de momento. Sin embargo, después que tomó la autopista que conducía a Caracas, buscó entablar conversación. No lo hacía por ninguna cortesía, sino para sopesar que tan incauto era aquel turista recién llegado. Si no tenía un adecuado conocimiento de las vías de la capital o el cambio de la moneda local, sería víctima ideal para ser timado al momento de requerir la cuenta. No era nada nuevo. Sólo un viejo y astuto truco que utilizan algunos inescrupulosos taxistas en casi todos los aeropuertos del mundo.

– ¿Viene de paseo o de negocios?... ¿Le gusta Caracas? –preguntó con naturalidad.

John, no dispuesto a hablar con extraños, se hizo el desentendido. Se reclinó del respaldar y cerró los ojos, denotando cansancio, por lo que al conductor no le quedó más remedio que encender la radio, la cual puso a bajo volumen, y quedarse callado.

Luego de subir por la autopista de La Guaira, que es la única vía rápida a la capital, y de resignarse a varios quilómetros del infernal tráfico urbano, el taxi se detuvo frente al lobby del majestuoso Hotel Tamanaco, una joya arquitectónica construida en los albores de los años cincuenta y el cinco estrellas más antiguo de la ciudad.

En la recepción Dark mostró el pasaporte y se registró sin problemas. Su reservación había sido hecha con antelación por sus mentores días antes de salir de Ravenna.

Después de pasar la tarjeta electrónica por la ranura de la habitación 515, ubicada en el quinto piso del hotel, entró y cerró la puerta tras de si. Apoyó el pequeño maletín sobre el sofá que estaba cerca del guardarropa y sin siquiera lavarse la cara después de aquel viaje tan caluroso ya que el taxista tenía el aire acondicionado dañado, tomó el teléfono, marcó un número que tenía anotado en una pequeña agenda de cuero negra y esperó unos segundos.

–Soy El Caballero enviado desde Ravenna. Acabo de llegar… ¿Todo sigue igual, no hay cambios? –expresó al escuchar una voz del otro lado de la línea.

– Sí, todo sigue igual, pero, por favor, déme la contraseña –solicitaron del otro lado de la línea.

–La espada de Dios vencerá –precisó John Dark.

–Y nunca será doblegada –contestó su misterioso interlocutor, quien era nada menos que Serafino Anás, el Prior de la Misión de San Felipe.

– ¿El paquete con los utensilios de trabajo están listos? –indagó el recién llegado.

–Todo, tal como ustedes lo pidió y le será entregado en la dirección convenida.

–Bien, me volveré a comunicar con usted cuando lo crea conveniente –puntualizó el ex veterano de Afganistán antes de colgar.

John Dark era la persona a la que se refería Serafino durante la celebración del conclave. Era el Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia, que había solicitado a sus superiores de Roma que le enviase. Cuando le preguntó al prior sobre “los utensilios de trabajos” se refería a armas.

Los Justicieros de Dios pertenecen a una congregación muy especial y hermética del Vaticano y únicamente siguen órdenes de algunos altos prelados de la Santa Sede, cuya identidad es conocida por muy pocos. Al ser admitidos a la orden, Los Justicieros hacen un riguroso voto de silencio y juran sacrificar sus propias vidas y la de quien fuese necesario, a fin de no revelar la verdad sobre su existencia.

Desde tiempos remotos hombres como Dark y hasta legiones de ellos, han servido a la Santa Iglesia. Su pasado se remonta a Los Caballeros de Dios, una secta secreta que nació en el siglo XIII debido a una escisión que sufrió la Orden de Los Templarios, unos duros monjes-guerreros, la cual había sido fundada en 1118 por Hugo de Payns y otros ocho caballeros franceses, compañeros de Godofredo de Bouillon, Duque de Lorena, conquistador, libertador de Jerusalén y jefe de la primera cruzada.

Inicialmente los Caballeros del Temple eran los más acérrimos defensores de la Iglesia y su verdadero nombre, en aquel entonces, fue el de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, Orden militar y religiosa que dio origen a Las Cruzadas. La misma que renegó de su existencia Serafino durante el conclave en la Misión Capuchina.

Esa Orden estaba libre de toda jurisdicción temporal y dependía directamente de la Santa Sede. No obstante, en nombre de Dios y de la Iglesia cometieron muchos crímenes, entre ellos el robo, saqueos, exterminio de pueblos enteros y el homicidio. Se creían poseedores de la verdad absoluta y justificaban sus atrocidades en nombre de la fe cristiana y en la defensa del Santo Sepulcro.

La historia cuenta que a instancias de un insigne señor, llamado Bernardo de Claraval, luego convertido en San Bernardo, dos caballeros francos, dos Hugos: de Payns y de la Champaña, fundaron en 1118 la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, cuya originalidad radicaba en que los integrantes eran monjes guerreros.

Siendo ya nueve, se presentaron ante el Rey Balduino II de Jerusalén y se ofrecieron para cuidar el camino de Jaffa, infestado de ladrones que asaltaban a los peregrinos. Antes de emprender su misión, tomaron los tres votos monacales: pobreza, obediencia y castidad. Poco después el rey les entrega como vivienda una parte del templo de Jerusalén, lo que les da el nombre definitivo de Caballeros Templarios. Diez años permanecieron en esa condición, sin aumentar su número ni inmiscuirse en las guerras santas en que estaba sumida la zona.

En 1128, San Bernardo logró concitar un Concilio (de Troyes) para que se aprobara la Orden del Temple, sujeta única y exclusivamente a los mandatos del Papa, sin dependencia alguna a las autoridades eclesiásticas o terrenales y liberada de todo impuesto.

Es precisamente en ese entonces cuando los Caballeros visten la túnica blanca que los diferenció de sus aliados-adversarios, los Caballeros de San Juan (hoy de Malta), que vestían túnica negra. Si bien el blanco era el color elegido por el Cister, casualidad o no, era también el de los Levitas que cuidaban el Arca, el de los esenios, el de los sufíes y el mismo que utilizó Jesucristo. En 1147 el papa Eugenio III los autorizó a lucir la cruz griega de ocho puntas de color rojo.

Fue Bernardo de Claraval quien compactó la Orden, le confió su misión, le transmitió sus enseñanzas y finalmente redactó sus reglas iniciales. Parte de estos hechos permanecerán por siempre en secreto.

A partir del Concilio, sus principales miembros recorrieron el mundo de entonces reclutando fondos y enrolando efectivos para asumir, una vez organizados, la Guerra Santa. La respuesta fue generosa y concluyente. Los caballeros fueron alineados de a dos, en díadas. Ambos caballeros comían de la misma escudilla.

En la campaña de Oriente la disciplina hubo de ser feroz, la retirada imposible, la mínima falta duramente castigada y la vida comunitaria emparejada, tanto en armamento como en Padrenuestros.

Muerte, sangre y victoria, amor, salvajismo, abnegación y derrota fueron hitos anónimos en los campos de Galilea mientras el “otro” Temple, el que había quedado en Occidente (excepto España, donde también guerreaban), se transformaba en un factor de crecimiento, pacificación y civilización.

En un plano de respeto al conocimiento y creencias monoteístas, los templarios entablaron en Oriente relaciones, entre batalla y batalla, con musulmanes y rabinos a los que invitaron a su base en Francia para discutir y aprender de ellos.

Las relaciones entre templarios y musulmanes fueron corteses, tal vez de una comprensión casi perfecta, lo cual no evitó que se degollaran con saña si caían prisioneros uno del otro. Sin embargo, pese a su bravura en combate, fueron proclives e intentaron treguas para ahorrar sangre. Estos hechos merecieron críticas de casi todos (incluso de San Luis), algunas hijas del fundamentalismo religioso de la época y de otras montadas en la cresta de la ola de la envidia a la grandeza de cuerpo y espíritu de los caballeros, ya que la riqueza del Temple no solo fue material sino también espiritualmente trascendente.

Paralelamente a su enriquecimiento, forjaron y ampararon una legión de artesanos. Desarrollaron el arte gótico (sistema sin precedente que alivió el peso de los muros) y características arquitectónicas muy peculiares en todos sus edificios. Construyeron o ayudaron a construir más de 70 catedrales en menos de 100 años, que liberadas del románico, se alzaron al cielo en abierto desafío a la ley de gravedad. Protegieron “fraternidades” constructoras (los “Hijos del Maestre Jaques” o los “Hijos de Salomón”) las que, desprotegidas al caer el Temple, se transformarían en la semilla de la francmasonería. Despejaron los caminos de ladrones y feudales salteadores con lo que abrieron las rutas al comercio. Difundieron la letra de cambio (ya practicada por venecianos y lombardos) y con sus extensos cultivos alimentaron como nunca a hombres y bestias de Europa. Durante los casi doscientos años de su existencia no hubo hambruna en Europa. Elaboraron una simbología y un código para su comunicación interna, ante la ignorante desesperación de reyes y obispos.

La buena administración, la exención de impuestos, los botines de guerra, las continuas donaciones y buenos negocios, dieron como fruto el enriquecimiento de la Orden. Enriquecimiento que regresaba al pueblo al mejorar las condiciones de vida para todos.

En términos modernos puede decirse que se transformó en una “multinacional ética” con deudores prominentes, lo que resultaría a la larga peligroso. Más de un Rey de Francia recurrió al Temple en busca de dinero, entre ellos Felipe IV (El Hermoso), quien sumido en deudas, motines e inflación creyó encontrar la solución en hacerse de sus bienes. Tuvo como colaborador tardío en la empresa al Papa Clemente V.

La noche del 14 de octubre de 1307 Felipe El Hermoso hizo arrestar a Los Templarios de su reino.

Acusados de herejía, sodomía, confesión comunitaria, escupir el crucifijo y otros argumentos de indudable efecto popular, elegidos hábilmente por Nogaret, el consultor legal, los nobles caballeros sufrieron lo indecible en cárceles pestilentes, frías, oscuras, hostiles hasta el destino final: la hoguera.

La “justicia” de la Inquisición estuvo a cargo de los dominicos, sus enemigos ya conocidos. Las confesiones fueron compradas o arrancadas bajo tortura.

Cada uno trataba de obtener su parte del botín. Si bien Felipe quería los bienes de la Orden, también el clero secular, el propio Papa y nobles de la época, apuraban como buitres hambrientos los trámites para tratar de conseguir algún bien del Temple, algún despojo, por pequeño que fuera y todo “por amor a Dios”. La codicia hizo presa de todos, incluida la Iglesia.

El 18 de marzo de 1311, el último Gran Maestre, Jaques de Molay, analfabeto, virilmente prefirió el fuego a la cadena perpetua. Godofredo de Charnay lo siguió.

Según relatos, en cuanto vio el fuego preparado, Jaques de Molay se desnudó sin titubear y le dijo a los verdugos: “Por lo menos dejadme juntar un poco las manos para elevar mi plegaria a Dios..., ya que voy a morir, sabe Dios, injustamente. Pronto caerá la desgracia sobre quienes nos condenan inicuamente. Dios vengará nuestra muerte, con esta convicción muero”. La muerte lo tomó tan dulcemente que fue motivo de admiración para los presentes.

En 1328 ya no reinaba en Francia descendiente alguno de Felipe El Hermoso. Después llegaron las guerras, el hambre y la peste y el galope sombrío de los jinetes del Apocalipsis.

Se cuenta que cuando la cabeza de Luis XVI rodó, de la multitud salió el grito: “¡Jaques de Molay, por fin has sido vengado!”. Es que se decía que Felipe había reencarnado en Luis XVI.

San Bernardo, que según la leyenda bebió tres gotas de leche brindadas por la Virgen Negra mientras oraba y que, de acuerdo a la tradición, había sido instruido por druidas, fue el mentor de la Orden del Temple. Pretendió una Orden que se inmiscuyera sin vergüenza en los asuntos mundanos y que pese a que sus miembros fueran absolutamente pobres, la orden en sí fuera inmensamente rica. Que se implicara en todas las actividades humanas para ser su reformadora, organizadora, juez y custodia.

Es decir, hubo un enriquecimiento voluntario desde el inicio y necesario para el despliegue de las actividades posteriores.

Una de las misiones secretas que le impuso San Bernardo era la búsqueda del Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley, que suponía enterradas en el Templo de Jerusalém. Es probable que junto a las Tablas de la Ley hubiese copias de algunos documentos sagrados egipcios que Moisés se habría llevado en el éxodo, motivo determinante, tal vez, de la encarnizada persecución del Faraón.

Aparentemente, los templarios se establecieron siempre en enclaves mágicos, sagrados, lugares de mucha energía, donde por otra parte, ya habían existido otros cultos y construcciones sagradas.

Se dice que bebieron de fuentes más antiguas, a veces no conocidas, que su sincretismo religioso conjugó el esoterismo esenio y judío con el sufismo, el gnosticismo, la alquimia, el hermetismo egipcio y el mundo mágico de las runas y el mito del Santo Grial.

La riqueza de Los Templarios, muy bien administrada, alentó la codicia de reyes y papas.

Imperdonable ha de haber sido también que en lo religioso hayan sido tolerantes y hasta ecuménicos, cuando tal cosa era sinónimo de traición, herejía o cobardía. Que hayan sido lo suficientemente fieles a la tradición, a la Orden y a sí mismos como para elegir, hasta el último de ellos, la hoguera en vez de la cadena perpetua, los hace guerreros excepcionales.

Por ello no tuvieron perdón ni compasión de la Iglesia. Menos aún cuando su lema fue: “Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam” (No a nosotros Señor, no a nosotros, sea la gloria en Tú Nombre).

Los Templarios fueron infundadamente acusados y encarcelados por ultrajar imágenes religiosas y sagradas, adorar a perros y gatos, realizar orgías, obtener riquezas por métodos criminales y estar íntimamente relacionados con la sociedad secreta de Los Asesinos, pecados que, en su época, eran absueltos por las altas dignidades eclesiásticas sin mediar entre ellos la confesión.

En pocas palabras, Los Caballeros de Dios y Los Templarios eran hojas de un mismo árbol.

Al igual que hoy en día, en pleno siglo XXI, lo es John Dark. Un Justiciero de Dios, un heredero de los Hijos del Temple, que en vez de usar la espada o el cuchillo, usa armas de guerra sofisticadas y gases letales, y que sin estar agrupado en díadas o sectas, siendo uno sólo puede causar más daño que cien Templarios juntos de los siglos pasados.


15


La mañana siguiente Figueroa amaneció con un aturdimiento bestial. Estuvieron bebiendo hasta bien entrada la madrugada y siquiera recordaba la hora en que había llegado al hotel. Llamó a la recepción para que le subiesen aspirinas y dos frascos de bebida reconstituyente.

La resaca era grande, pero estaba contento. Había logrado involucrar a Basilisco y a su amigo Fernando en el proyecto para llevar a Santiago ante los monjes de la Misión de San Felipe.

Aunque creía que lo hubiese podido lograr solo, sin ninguna ayuda, prefirió compartir la aventura y las ganancias con tal de intentar, otra vez, recobrar el cariño de su hijo, afecto el cual la vida le había negado desde hacía veinticinco años.

De pronto en sus pensamientos cruzó la imagen de Hidra, su ex esposa. El sólo recuerdo lo indisponía porque aquella mujer había destrozado su existencia, la de su propio hijo y de todo lo que estaba a su alcance.

En un lugar muy especial e inviolable de su memoria almacenaba con celo sádico todos los detalles de la venganza que concretó Don Ernesto Alvarado Redondo, el padre de Hidra, al bautizarla con ese extraño nombre.

Esbozando una sonrisa de satisfacción, la mente de Figueroa lo transportó al día que su suegro conoció a Ninfa Mago, la madre de Hidra.

En aquellos tiempos Don Ernesto se dedicaba al abigeato, contrabando y otros delitos. Era conocido en las montañas de Ureña, al oeste del estado Táchira, como “El loco” Ernesto, alias que después de amasar una cuantiosa fortuna y alcanzar el respeto, poder e impunidad que concede el dinero, se transformó en Don Ernesto.

Durante los primeros meses de matrimonio el poderoso terrateniente se deleitaba narrándoles a sus amigos cómo había conocido a aquella diosa bendita que luego convirtió en su mujer.

“Ese día el sol estaba inmóvil, estacionado en el centro en el cielo, y el calor era insoportable -contaba a sus más íntimos, entre quienes se encontraba Figueroa, mientras se balanceaba en una mecedora tejida con paja cruda-. Mis hombres y yo decidimos ir hacia el manantial para refrescar los caballos… Aunque nos perseguía todo un ejército, mientras cabalgábamos me abrazó un presentimiento… Sabía que algo hermoso me iba a ocurrir. Lo intuía mucho antes de llegar”, describía el astuto hacendado haciendo gala de su verbo y cultura, porque antes de meterse a bandolero cursó un par de años en la Escuela de Filosofía y Letras en la universidad de su región. Cuando estaba con sus amigos le encantaba utilizar palabras “desconocidas”, porque “le divertía un mundo verlos abrir los ojos desorientados, como unos tontos”.

“Desde lejos vi a ese encanto de muchacha -proseguía relatando- y a sus dos amigas bañándose casi desnuítas, con las teticas al aire, en El Pozo de la Araña Azul, cerca del Gran cují de los Lamentos, ese que tiene forma de inmenso paraguas y que dicen trajeron de Tierra Santa. Yo andaba con mi caporal, que era mi segundo al mando, y unas dos docenas de valientes llaneros. Las tres mujeres estaban provocativas. Era tanta su belleza, que el manantial envolvía sus cuerpos con furia, como queriéndolas desflorar. Retozaban de felicidad y pegaban unos griticos que me hacían estremecer de deseo cuando el chorro de agua fría de la cascada reventaba sobre sus cuerpos… La pequeña pantaletica de la más jovencita transparentaba un matorral lleno de virginal sensualidad. Al vernos llegar comenzaron a cuchichear y reír entre ellas con picardía, sin ningún rubor… ¡Eran unos ángeles!… Una obra perfecta de la naturaleza. Yo quedé flechado por una sola, la más mocita, que tenía el pelo más negro que la misma noche. Después supe que se llamaba Ninfa Reyes y que iba a ser mí mujer, o sino dejaría de llamarme Ernesto Alvarado Redondo”, contaba el viejo hacendado.

Y la verdad es que aquella mujer quedó tatuada en los ojos de Don Ernesto desde ese instante y hasta el día de su muerte. Después de verla todo corrió más aprisa que el viento.

Pese a la diferencia de origen y edad, Don Ernesto pasaba de los cuarenta y nueve y Ninfa apenas acababa de salir de la adolescencia, la perfecta hermosura de aquella jovencita, que le parecía una ilusión inalcanzable, lo atrapó tan ciegamente que faltó poco para que del manantial la llevase directo al altar.

De esa alocada unión pronto nació Hidra, su primera y única hija.

Atrás quedaron los días de bandolerismo y persecuciones. La felicidad al fin le había sonreído a Don Ernesto, tanto, que al dejar sus andanzas compró una gran hacienda cerca de San Felipe, muy lejos del lugar de sus operaciones delictivas y donde su verdadera identidad y andadas eran desconocidas.

Aquella alegría primaveral de los comienzos se vio opacada casi inmediatamente después del parto. Como si hubiese sido poseída por un maleficio, Ninfa dejó emerger del pozo de sus entrañas una inusitada y aberrante personalidad. Se hablaba de depresión post parto y otras tonterías, pero nada de eso era real. Ciertamente había ocurrido una metamorfosis en aquella mujer después del alumbramiento. Sus encantos femeninos, sus modales, sus principios morales y hasta su forma de caminar cambiaron radicalmente. Ahora, más que el ama y señora de una inmensa y productiva finca, parecía una prostituta callejera. No tanto por los exagerados escotes y rocambolesco maquillaje facial que comenzó a usar, sino por la forma como provocaba a los hombres que se le atravesaban en la vía.

Toda la región sabía de sus continúas infidelidades. En el pueblo la apodaban “La loca adúltera” y, realmente, tenía de ambas cosas. Don Ernesto decidió no volver a pronunciar nunca más, mientras viviese, su nombre. Se conformaba con llamarla La Doña o, simplemente, La mujer. Varias veces pensó en matarla, pero no se atrevió a hacerlo. Su presencia y juventud le transmitían vida y vigor. Además, pese a todo, la seguía amando con locura. “Si lo mato -se decía- perderé todo. También moriré. No puedo vivir sin verla, aunque sea una inmunda ramera”.

Con el pasar de los meses su joven esposa parecía haberlo olvidado completamente, por lo que sus amigos le gastaban rudas bromas a Don Ernesto.

Ninfa había experimentado una transformación irreconocible. De la mujer atenta, generosa y dulce de los inicios, no había quedado absolutamente nada. Todo se había esfumado, hasta parte de su innata belleza.

Deslumbrada por las enseñanzas de una anciana que vivía en una pequeña choza en los alrededores de la hacienda, la joven comenzó a dedicarle casi todo el día a la práctica de la hechicería y magia negra, la cual usaba tanto para lastimar o ahuyentar a extraños, como para domeñar y poseer a quien quisiese. Eso le divertía. Le hacía percibir que, al fin, tenía algo propio, lejos de la miseria y privaciones de la niñez y de la influencia de su poderoso, rico y temido marido.

Las tierras de Don Ernesto no estaban lejos de La Montaña de Sorte, una montaña encantada dominio de la mítica María Lionza, llamada entre los espiritistas La Reina de Las Cuarenta Legiones, las cuales estaban formadas por diez espíritus cada una. Junto a La Reina siempre aparecía Guaicaipuro, cacique que luchó aguerrida y valientemente contra los conquistadores españoles en el Valle de Caracas y considerado líder de la Corte Indígena, así como Negro Primero, único negro con rango de oficial en el ejército libertario de Simón Bolívar que, según la leyenda popular, dirigía La Corte Negra.

María Lionza, de acuerdo a notables espiritistas, aparecía sentada sobre grandes boas y vestida con un largo manto azul, plumas de colores y joyas o, cuando la jungla se transformaba en cobriza, cabalgando sobre el lomo de una gigantesca danta que era escoltada por feroces pumas, jaguares y chivos.

La leyenda también afirma que La Reina, una mujer de belleza sin igual, se manifestaba ante creyentes y seguidores como una gran mariposa azul, la cual revoloteaba antes sus ojos para indicarles el camino a seguir, revelándole su destino en el mundo del más allá.

El culto a María Lionza se remonta al siglo XIV, a muchos años antes de la llegada de los conquistadores españoles a Venezuela. Para ese entonces los indígenas que habitaban el territorio que actualmente conforma el estado Yaracuy veneraban a Yara, diosa de la naturaleza y el amor.

La tradición popular describe a Yara como una bella mujer de ojos verdes, pestañas largas, amplias caderas y cabello liso adornado por tres orquídeas abiertas. “Su sonrisa era dulce y su voz suave y tenía el don de poder comunicarse con los animales”, se asevera en un documento indígena escrito sobre piel de leopardo que fue encontrado dentro de un pequeño cofre tallado en reluciente cuarzo rosado enterrado cerca de una gran cascada al oeste de la Montaña de Sorte.

Según la fábula, Yara era una princesa indígena que fue raptada por una enorme anaconda que se enamoró de ella. Cuando los espíritus de la montaña se enteraron de lo sucedido, decidieron ir en busca de la serpiente y cuando la encontraron hicieron que se inflara hasta reventar y morir. Luego nombraron a Yara reina de las lagunas, ríos y cascadas, madre protectora de la naturaleza y reina del amor.

El mito de Yara sobrevivió a la conquista española. Así fue como tomó el nombre católico de Nuestra Señora María de la Onza del Prado Talavera de Nivar, título que con el paso del tiempo se convirtió en María de la Onza o María Lionza.

Los hechizos que estaba haciendo Ninfa no tenían nada, ni remotamente, que ver con María Lionza, La Reina del Bien, cuyos devotos veneraban en Semana Santa para que les curase las enfermedades o le otorgase poder, riqueza y amor.

Ninfa era todo lo contrario. Se decía que había hecho un pacto con los demonios y los seres de las cavernas abismales del más allá. Un más allá muy tenebroso, más en tierras de Yaracuy, donde desde Chivacoa hasta los confines del cielo, parecía que el infinito absorbía al mal y hechos venidos de la dimensión de los muertos.

La habilidad que Ninfa fue adquiriendo con el pasar del tiempo, la cegó de tal manera, que estaba totalmente convencida de poder controlar las almas, tanto de vivos como de muertos, sin importar hace cuantos siglos hubiesen dejado de existir.

Esa sensación la tenía soldada con tanta fuerza en las entrañas, que hizo desbordar con furia sus profundos resentimientos. Muy rápido comenzó a tejer oscuras represalias contra quienes consideraba sus enemigos. Ahora percibía que lo tenía todo y que nadie podría arrebatárselo ni detenerla.

Con los artificios obtenidos de la hechicería, se creía el ama y señora del llano y las montañas, de seres vivos o muertos y con poder sobre cualquier voluntad, proviniese de la tierra o de ultratumba.

Los pobladores contaban que su fuerza era entrañablemente misteriosa y que durante las noches de luna llena enviaba a un grupo de peones de la hacienda, a quienes previamente escogía entre los más fuertes, para que fuesen a extraer rocas de las profundidades de un río cercano. Todas debían ser planas y en forma de punta de lanza o triángulo.

Con ellas comenzó a construir un altar para que fuese morada de los espíritus que invocaba. Cinco meses le tomó la selección de las rocas y otros tres la construcción del altar, el cual mandó a edificar en la cima de una colina aledaña a la hacienda, cerca de un cementerio rural, de cuyo costado brotaba un arroyo de aguas turbias.

Cuando Ninfa estaba en plena oración maléfica, los campesinos que se aventuraban a espiarla en las noches de luna clara. Decían que se cubría la cara con una máscara hecha con la cabeza de un chacal y se embriagaba con ron añejo para que de las sombras, de los lugares húmedos y de los mundos subterráneos, apareciesen ante ella las bestias infernales del mal y los espíritus de los difuntos.

Contaban que rodeados de gusanos y serpientes, los dioses del mal, pestilentes como cadáveres en descomposición, comenzaban a materializarse frente a ella de entre las sombras.

En ese momento Ninfa tomaba la púa de un peine negro, le prendía fuego a modo de tea y se abría paso entre las almas que aullaban de dolor. Muchos de los grandes cirios que alumbraban el altar, así como las pequeñas velas, que las había por cientos dispuestas en forma de círculo en el piso o entre las rocas, comenzaban a extinguirse. Las llamas parecían llorar de dolor y casi se podía percibir en coro un susurro maléfico mientras todo era envuelto por las tinieblas.

Luego, relataban los peones, todo eran órdenes, que los espíritus salían a cumplir lanzando unos espantosos gritos que hacían erizar a la sabana.

Esas noches los ríos dejaban de arrullar por instantes. Pasados algunos minutos, parecían contorsionarse furiosos y sus aguas volvían a fluir dejando resonar un murmullo triste, como si algo les hubiese sido arrebatado del fondo de sus entrañas.

Todo era negro en esa época. Hasta los días azules habían perdido su brillo. La paz apenas era una palabra. Hablar se convertía en pesar porque todo era muerte más allá de Chivacoa. María Lionza, La Reina, jamás hubiese podido socorrer a los necesitados, siquiera montada en su danta como guerrera del bien. Otras fuerzas, y muy poderosas, habían invadido sus dominios. El mal se había desatado y sólo restaba esperar.

Ninfa tenía el control. De su pequeño feudo sólo algunos podían salir o entrar, siempre y cuando ella se lo permitiese.

Don Ernesto no escapó a sus conjuros. Era su víctima más cercana y preferida, por lo que el viejo bandido poco a poco comenzó a ver minada su fortuna y salud.

Frente a sus compañeros atribuía al desvelo sus malas inversiones, ya que poco dormía, aunque estos sospechaban que se debían a los siniestros maleficios de su otrora bella mujer.

Era tanta la perversión que se había posesionado de Ninfa, que a Don Ernesto, católico por tradición familiar y fanático estudioso de la Biblia desde su más tierna edad, se le hacía virtualmente imposible convencerla para llevar ante la pila bautismal a su pequeña hija.

Ninfa se había convertido, o tal vez lo era desde un principio, en una atea retorcida en el fango del espiritismo y la idolatría indígena. Con obcecación se oponía a que su hija recibiese el santo sacramento del bautizo.

Por un tiempo Don Ernesto buscó inútilmente convencerla. La mujer nunca dio muestras de ceder, todo lo contrario, lo maldecía cuando osaba tocarle el tema.

Pese a su intransigencia y maldad, Ninfa tenía un lado débil y Don Ernesto lo sabía: la ciega ambición y desmedido amor al dinero.

Por ello un día, en un arranque de deliberada indulgencia, prometió cederle dos mil hectáreas de tierra de cualquiera de sus haciendas si accedía a bautizar en el lapso de quince días a la pequeña, con la condición de que él escogería el nombre y que el de Lorena, que había llevado hasta ese entonces, sería descartado.

Ninfa le hizo un minucioso interrogatorio antes de acceder. Al final, convencida de que las intenciones de su marido eran honestas, pidió, para concretar el pacto, que le revelase el nombre que había escogido para su hija y Don Ernesto, inofensivamente, mencionó: “Hidra”.

Luego de un premeditado silencio que parecía no finalizar nunca y con sus ponzoñosos ojos clavados sobre Don Ernesto, aprobó la decisión acompañándola con una estrepitosa carcajada.

Pasmada por el singular nombre que había escogido su marido, se pasó las manos por el cabello y con mirada centelleante, expresó: “Creí que le ibas a poner Virgen María… Como ahora te la das de santurrón y puro…” y sin concluir explotó otra vez en ensordecedora y desatinada carcajada que hizo volar despavoridas a unas perdices que anidaban en unos arbustos cercanos a la finca.

Don Ernesto sonrió manso, aparentando no importarle nada aquella escena, pero en sus adentros quería asesinarla.

Recobrado el sentido, la mujer examinó de arriba abajo a su desacoplado esposo y, presintiéndolo indefenso, buscó aprovecharse de la ocasión.

“¡Hidra!... ¡Está bien!... ¡Del carajo!... Si a ti te gusta ese nombre para nuestra hija, por mí no hay inconvenientes, pero eso sí, primero me firmas los papeles cediéndome las tierras. De otra forma no hay arreglo”, exigió Ninfa según cuenta el caporal de la finca, quien fungía de testigo del pacto.

Intuyendo una trampa, Don Ernesto, bandido experto y siempre alerta pese a las fatigas de los últimos años, aprobó el término de su mujer haciendo la salvedad de que firmaría el documento el mismo día del bautizo y dentro de la misma iglesia donde se concelebraría el sacramento. Esta aprobó sin aspavientos la condición impuesta.

Blanca, como todas las iglesias de la tierra donde se le reza con veneración a Dios y a los santos y vírgenes de todos los días, estaba pintada la capilla de Santa Inés de los Ríos, en la provincia de Chivacoa. Aunque maltrechas por los años y el uso, cuando las viejas campanas tañían alegraban a la sabana. Sin embargo, el día de la ceremonia bautismal el recinto estaba en semisombras, adormecido.

Para que no quedasen dudas y el pacto tuviese testigos de excepción, a la iglesia fueron invitados todas las autoridades civiles y militares de la región, entre quienes se encontraban el juez que una vez condenó a Don Ernesto y luego, a los años, lo absolvió, así como el general, ya retirado, que comandaba el ejército que una vez lo perseguía, además de las familias más prominentes de la región, todos ricos terratenientes.

Aquel roble que durante su juventud fue temerario bandolero, considerado invencible, adorado por unos y temido por otros, ahora estaba entregado dócilmente a la voluntad de Ninfa. Pero nadie sabía que con ello concretaba su venganza, la cual quedaría sembrada en la llanura como recuerdo imperecedero.

Estaba convencido de que el mayor desastre de su vida había sido desposar a Ninfa, mujer que le arrebató el sosiego y llenó de penas. También sabía que con lamentos no solucionaría nada. El daño estaba hecho. Sólo tenía una carta y se la había jugado. Pasase lo que pasase, ya no podría devolverla al mazo.

A veces, en los momentos de pesar, quería arrebatarle al tiempo las horas para borrar el día en que conoció a Ninfa. Sin embargo la mesa estaba servida. Aunque la mujer con quien se había desposado le quitó las ganas de vivir, ahora daría, aunque le costase la vida, el último combate.

Se sentía dichoso por haber tenido una hija legítima, a una verdadera hija, legal y habida en santo matrimonio. La amaba con ternura, no obstante, cuando su mente era asaltada por escabrosos pensamientos, maldecía la hora en que la criatura brotó del vientre de aquella adúltera y diabólica mujer. En esos momentos se asqueaba y arrepentía de haberla traído al mundo.

Don Ernesto no exageraba. Ciertamente Ninfa era una bruja indeseable y malvada, a quien le atribuían muchas muertes extrañas y sucesos inexplicables por todo Yaracuy.

Cuando Ninfa estaba embarazada, sin imaginarse siquiera, ni remotamente lo que devendría después, Don Ernesto les decía a sus amigos que vislumbraba que su hija sería el vivo retrato de la madre. Aunque en ese entonces se refería tan sólo a su belleza, a su alegría, no se había ciertamente equivocado.

Pasado el tiempo, y a medida que Hidra iba creciendo, se semejaba cada vez más, tanto en maldad como en arrogancia, a su madre. Desde que era muy pequeña los vecinos murmuraban que la niña estaba poseída.

Cuando las habladurías llegaban a oídos de Don Ernesto, éste entraba en cólera profunda y en más de una ocasión amenazó con matar a quien se atreviese a repetir, en público o en privado, tan grotesca infamia.

Sin embargo, a veces él también era invadido por borrascosas dudas que no le hacían conciliar el sueño. En las noches despertaba sobresaltado víctima de horribles pesadillas. Pesadillas premonitorias que presagiaban una realidad que se resistía aceptar.

Cuando eso ocurría, durante las madrugadas se sentaba en una mecedora en el zaguán de la casa y con la mirada perdida en el vacío se sumergía en amargas reflexiones hasta que despuntase el alba. Sus pensamientos se paseaban entre Dios y Lucifer y de allí a los confines de lo efímero y lo eterno, afligiendo aún más su abatido corazón. Al volver otra vez a la realidad, se sentía más confundido que al principio.

Una vez, cuando Hidra todavía no había cumplidos los tres años de edad, la niña tuvo uno de sus constantes ataques de “furia” frente a unos comerciantes que lo visitaban esa tarde en la hacienda.

Al ver que la niña se arrojaba al suelo después de una furibunda rabieta y comenzaba a contorsionarse con los ojos desvariados, más por ignorancia que por otra cosa y sin conocer del tormento del hacendado, en son de broma uno de ellos refirió: “A esa niña hay que hacerle un exorcismo”.

Más vale que jamás hubiese pronunciado semejante desatino. Don Ernesto se descompuso de tal forma que buscó una escopeta de repetición de dos cañones, cargada con guaimaros calibre 12, de las tigreras, y obligó al infeliz a que corriese hacia la salida, de otra forma lo mataría “como a un perro”, según contaron los presentes. Mientras empujaba al desdichado con el cañón del arma aprisionada a la espalda, Don Ernesto escupía por su boca las más repugnantes maldiciones. Dicen que pálido como la muerte misma, el despavorido comerciante daba traspiés hacia la salida mientras Don Ernesto, descargaba una y otra vez, el arma apuntado al aire. Sólo se detuvo cuando se le terminaron los cartuchos.

En su yo más íntimo lo abatía un sentimiento de culpa mortal. Estaba convencido y esa idea no podía borrársela de la mente, que él, sólo él, provocó la maldad en su hija al bautizarla con el nombre de Hidra. Con masoquista maledicencia se reprochaba su conducta. Haberse dejado llevar por el odio y la venganza.

Recordaba con amargura el día de la celebración del bautismo y los sucesos posteriores, casi simultáneos a este.

En su cerebro estaba grabado el momento en que el sacerdote, con voz firme y clara, pronunció: “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y en nombre de la Santa Iglesia Católica, yo te bautizo con el nombre de Hidra”. Y como, segundos después, sintió en su cuerpo el castigo de la ira divina por haber consumado tan sacrílego episodio en la casa de Dios y con su propia hija.

Cuentan los presentes a la ceremonia que Don Ernesto vestía un impecable liqui-liqui de lino blanco y que en el cuello llevaba abotonado una deslumbrante yunta de oro cochano grabado con la efigie del indio Guaicaipuro. Se notaba complacido y sereno, aparentemente feliz, según la concurrencia. Estaba justo al lado de Ninfa, quien sostenía entre sus brazos a la pequeña criatura.

De pronto, pese a que ese día la región había sido invadida por un gélido frío, en el preciso instante en que el sacerdote hacía la señal de la cruz y rociaba el agua bendita sobre la frente de la niña, Don Ernesto comenzó a sudar y abrir la boca jadeante, como si estuviese ahogándose. Hubo alarma y susurros. Muchos rostros ensombrecieron. Nadie se explicaba aquel repentino cambio, por lo que se acercaron al ganadero para socorrerle y preguntar qué le sucedía.

“Antes de perder el conocimiento trató de hablar, pero las palabras nunca salieron de su boca. Una saliva ocre descorría por sus labios y sólo se escuchaban jadeos en vez de palabras. Parecía querer gritar, pero no podía”, testimoniaron después algunos de los invitados presentes.

Don Ernesto fue socorrido por sus amigos. A los pocos minutos volvió en si tembloroso, presentando síntomas de asfixia y empapado en sudor. Por supuesto, la fiesta de celebración fue suspendida.

Después de aquel día nada volvió a ser igual. Algo, y muy grave, en su interior, en mente, atacó al viejo bandolero. Estuvo varias semanas en cama y bajo tratamiento, pero ninguno de los médicos que lo atendió se atrevió a emitir un diagnóstico preciso.

“Fue un soponcio”, dijo uno, el más anciano de los galenos. Fue tan banal y nada convincente su dictamen, que todos lo tomaron en broma.

Después de muchos estudios y exámenes de laboratorio, su ataque fue considerado como “algo inexplicable y fuera de toda lógica médica conocida hasta el momento”.

Tal como nació la enfermedad vino el remedio. Un buen día, como si nada hubiese ocurrido, Don Ernesto, totalmente restablecido, despertó muy temprano y silbando una tonada llanera se presentó ante los asombrados campesinos de la hacienda que a esa hora ordeñaban las vacas.

Cuando contaba el incidente a sus allegados, de cómo él recordaba el día del bautizo, refería que pedía a gritos que detuviesen la ceremonia, que parasen todo y que no bautizaran a su hija con ese nombre, pero que nadie lo escuchaba por más esfuerzo que hacía. Decía que él si se escuchaba. Que oía sus propios gritos retumbar por toda la iglesia, pero que nadie volteaba a verlo. Por eso comenzó a gritar más fuerte, siempre más fuerte, tanto, hasta que no pudo respirar más y pasó lo que pasó.

A partir de ese entonces, Don Ernesto notaba como su alma se fragmentaba en varios y diminutos pedazos. Vivió otros diez largos años sumido en un tormento bestial y martirizador. No dormía. El insomnio era parte de su existencia y ojeras tan negras como el carbón moteaban sus ojos haciendo muy tétrica su apariencia. Nunca más conoció la paz. Hasta el día de su muerte se arrepintió el haber escogido, impulsado por el resentimiento, aquel nombre para su hija.

Como apasionado estudioso de teología y del Bestiario Románico, Don Ernesto sabía, desde mucho antes de bautizar a su hija, que Hidra, a quien San Juan menciona en varios pasajes concretos del Apocalipsis, representaba en la antigüedad a una serpiente de varias cabezas que simbolizaba al demonio.

Y, peor aún, había leído El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges, donde el escritor describía con terrorífica claridad el nacimiento y la muerte de Hidra, algunos de cuyos pasajes Don Ernesto se sabía de memoria, los cuales en sus momentos de obnubilado arrepentimiento, recitaba en soledad y para sí mismo: Tifón, hijo disforme de la Tierra y del Tártaro, y Equidna, que era mitad hermosa mujer y mitad serpiente, engendraron la Hidra de Lerna. Cien cabezas le cuenta Diódoro el historiador, nueve la Biblioteca de Apolodoro. Lempriere dice que esta última cifra es la más exacta. Lo atroz es que, por cada cabeza cortada, dos le brotaban en el mismo lugar. Se ha dicho que las cabezas eran humanas y que la del medio era eterna. Su aliento envenenaba las aguas y secaba los campos. Hasta cuando dormía, el aire ponzoñoso que la rodeaba podía causar la muerte de un hombre. Juno la crió para que se midiera con Hércules, pero Hidra parecía destinada a la eternidad. Su guarida estaba en los pantanos de Lerna. Hércules y Yolao la buscaron. El primero le cortó las cabezas y el otro fue quemando con una antorcha las heridas sangrantes. A la última cabeza, que era inmortal, Hércules la enterró bajo una gran piedra, y donde la enterraron estará ahora odiando y soñando.

Don Ernesto llevó a cuestas su pecado hasta el día de su muerte. Nunca supo si fue o no perdonado por El Altísimo, ya que expiró antes de que el sacerdote, el mismo que ofició el bautizo de Hidra, llegase a su hacienda para darle la extremaunción.

El tiempo nunca fue garantía de impunidad. Por eso, como las historias de venganzas y locuras se repiten, Hidra, enterada desde la adolescencia del profano origen de su nombre, antes de dar a luz al hijo no deseado de Figueroa, juró sobre la tumba de Ninfa, su madre amada, llamarlo Basilisco. Con ese tributo póstumo pretendía saldar, tal como hizo su padre en el pasado, su tormento y su venganza.

Ninfa murió muchos años antes que Don Ernesto carcomida por un cáncer de estómago. Tuvo una muerte espantosa. Nueve meses de agonía no sirvieron para pagar sus pecados y perversidades. Pisoteó como quiso el Sexto Mandamiento y muchos más, por lo que provocó repetidamente la ira de Dios y de ángeles y arcángeles.

Ni el falso arrepentimiento, con el que quiso justificarse ante su familia al exhalar el último suspiro, pudo salvarla del fuego infernal. Menos los demonios que siempre invocó en sus conjuros. Ahora debe estar pudriéndose en las profundidades satánicas donde moran los inmundos espíritus que despertó de las tinieblas mientras vivía.

Sin embargo una semilla había quedado. Fue sembrada en el mal y en el mal estaba germinado sin saber porqué, ni cuándo su capullo maligno saldría de su oscura perversidad al mundo.

Como el implacable tiempo todo lo aclara, de la misma forma que el día disipa la noche y el bien se impone sobre el mal aunque le lleve siglos de luchas y muertes, se concretó la última revelación.

Todo fue causal y no por casualidad, sino producto de una ley universal que nunca hierra, jamás perdona y mucho menos se equivoca.

Aconteció que durante uno de sus interminables días de farras, Basilisco, en aquel entonces joven pretencioso y arrogante que no se refrenaba en despotricar de su familia por haber perdido casi toda la fortuna que poseía, se topó con Don Justino, un rencoroso y eterno rival de su abuelo, el finado Don Ernesto.

Luego de toscos juegos de palabras, entre tragos y con provocativa chanza, éste le dijo al muchacho que su madre había sacado su nombre del fondo del mismo infierno y que él nunca podría entrar a una iglesia porque estaba signado por el Diablo.

Las paredes de la cantina temblaron aquel día cuando, endemoniado y fuera de si, Basilisco se abalanzó sobre el viejo terrateniente blandiendo un filoso cuchillo de montaña. Su acción fue tan rápida, que los guardaespaldas de Justino no tuvieron tiempo de reaccionar.

Si no hubiese sido por los otros mayorales que componían el grupo, esa noche la sangre hubiese corrido en la sabana.

Ante los ruegos de sus compañeros de farras, Basilisco, con los ojos infectados de profunda ira, pensó durante unos segundos interminables antes de apartar el cuchillo de la garganta de Justino.

Al día siguiente, aún con los efectos de la borrachera en plena efervescencia, despertó temprano y llevándose por delante todo lo que encontraba a su paso, se dirigió hacia la bien equipada biblioteca que había dejado su abuelo.

Al llegar frente a la puerta principal la abrió de un empellón. Ante sus ojos se alzaron media docena de inmensos estantes de pura y noble caoba repletos de libros.

Todavía aturdido por el alcohol, escrutó con impaciencia cada rincón de la biblioteca, a la que muy pocas veces había entrado porque no era muy amigo de la lectura y odiaba todo lo que oliese a libros.

Sin saber por dónde empezar y qué buscar, impetuoso hojeó toscamente algunos tomos, los cuales sacaba desordenadamente y luego de una rápida mirada los tiraba al suelo al no encontrar lo que pretendía.

Se sentó en un amplio diván y volvió a mirar en su entorno. Aunque no sabía qué carajo hacía metido ahí, entre esa montaña de libros, siguió buscando.

Su desesperada pesquisa pronto dio frutos cuando en un volumen titulado “Bestiario”, que su abuelo había dejado bien oculto detrás de otro montón de libros apilados en la parte más oscura de la biblioteca, leyó: “Basilisco, animal con cabeza monstruosa, cresta de gallo y cuerpo y cola de reptil o en forma de lanza. Personifica al demonio y su misión es la de custodiar tesoros y el encargado de conducir al infierno las almas de los condenados”.

Trastornado, el joven lanzó el libro con furia contra una lámpara que adornaba el viejo escritorio de su abuelo, se echó a un lado del sillón y comenzó a llorar desconsoladamente.

Así pasó más de una hora. Su pesar no había terminado aún. Tambaleante se incorporó y fue a recoger el libro que había tirado y regresó con el hasta el diván.

Más calmado, volvió a releer los párrafos que explicaban el origen de su nombre. Con la vista fija en ellos los repasó una y otra vez. De sus ojos brotaban dardos incendiarios. Furioso, más que indignado, de un tirón volteó la página.

El azar le tenía deparada otra triste sorpresa cuando fijó los ojos sobre unas líneas donde estaba escrito Ninfas o Nereidas. Extrañado e impulsado por una elemental curiosidad, ya que Ninfa era el nombre de su abuela, leyó: Ninfas, animal con cabeza y tronco de mujer rematado por cola de pez que a veces puede ser doble. Representan a la voluptuosidad, los vicios y las tentaciones…”.

Sin terminar de leer aquello dejó caer el pesado tomo que tenía apoyado en su regazo y descompuesto salió corriendo de la biblioteca.

Ese día la cólera se extendió como peste por toda la hacienda. Incendió un establo, descargó su revolver una y otra vez contra el tractor que estaba utilizando el caporal, mató a tiros a casi media docena de reses y no se calmó hasta que, desfallecido por la borrachera, quedó dormido.

Pasó tres días encerrado en su habitación. No quiso ver ni hablar con nadie. Apenas comía y sólo pedía a gritos botellas de aguardiente.

Al cuarto día salió del encierro. Altivo se dirigió al potrero, ensilló un caballo y a trote raudo se internó llano adentro.

Regresó muy tarde, en la noche. En su rostro ya no se percibía tormento ni furia, menos arrogancia, sino un odio mortal.




PRÓXIMO MIÉRCOLES Caps. 16 AL 20          

Adelanto...

   Segundos después, como una sombra apareció debajo del marco la figura de Serafino, el viejo regente de la Misión.
   No hubo palabras, ni saludos. Serafino entró y tras él aseguró con llave la puerta.
   Los dos monjes se miraron y en silencio recorrieron con la vista sus cuerpos.
   Lucindo deshizo su posición inicial, se incorporó levemente y levantó su sotana hasta la cintura, dejando al descubierto medio cuerpo.
   Ni una señal. Los dos monjes sólo se entrecruzaron miradas seductoras, como si fueran dos quinceañeras enamoradas.
   Con impaciente lascivia reflejada en el rostro, Serafino se le acercó, se sentó en el borde de la cama y comenzó a acariciarle sus partes íntimas, las cuales estaban cubiertas por un grueso pantalón de gamuza color verde oliva.