DIARIO DE UN DESESPERADO©

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-Una historia de amor y traición que los conmoverá-




SINOPSIS

Un hombre abandonado por su esposa se refugia en una pequeña cabaña situada en una montaña cercana a la ciudad. Destrozado sentimentalmente, en bancarrota y luchando por sobrevivir, comienza a escribir un Diario donde relata su tormento y alucinantes fantasías pinceladas de realismo mágico. Narcotizado por la desesperación, sostiene irreverentes diálogos imaginarios con Dios. Cruda, realista, muestra al desnudo el egoísmo humano, la vorágine de los sentimientos, las letales trampas que tienden la mente y, lo más importante, como vencer y escapar de la depresión y las manos perversas de Satán que lo empujan al suicidio.





    Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, lugares, caracteres, incidentes y profesiones son producto de la imaginación del autor o están usados de manera ficticia, así como la relación de tiempo y espacio, existente o por existir. Cualquier semejanza con personas actuales, vivas o muertas, acontecimientos o lugares, es mera coincidencia. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin permiso previo del autor.

ACLARATORIA
   Los nombres verdaderos fueron cambiados a fin de proteger a personas inocentes, pero este Diario, salpicado de crueles verdades, no tiene ni una línea de fantasía o exageración. Por ello, después de su hallazgo, fue trascrito y editado fielmente. “Que me perdone la vida y Dios, pero todo lo que aquí narro es cierto”, fue el epitafio dejado por su desesperado autor.



Dedicatoria:
A todos los desesperados del mundo,
rogándoles, por Dios, que nunca
abandonen la fe, la esperanza
y, lo más importante, el amor.




Agradecimiento:
A Dios Todopoderoso,
por sacarme de la pesadilla
más amarga y terrible de mí vida.



EL UMBRAL



Quizás cuando comiencen a leer estas líneas ya no estaré entre ustedes. Quizás ya haya muerto… Quizás.

Por ello, antes de que suceda, antes de que sea tarde, aparté a un lado el Diario, mi fiel compañero de los últimos infernales meses, y decidí contar unas cuantas cosas… El umbral de la pesadilla. Algo que les haga comprender mi proceder, actual y futuro. No es que me importe mucho el futuro o su comprensión, pero necesito, a fin de expirar tranquilo, un aliento de esperanza. Un juez imparcial, silencioso y desconocido aquí en la tierra, porque con el que está arriba, en el cielo, me las arreglo yo cuando sea el momento.

Es de madrugada. Mis manos temblorosas apenas pueden sostener un cigarrillo entre los dedos. No es producto del alcohol y la gran cantidad de tranquilizantes que he ingerido últimamente, sino por el dolor, la impotencia y la angustia que mancilla mi ser. O, tal vez, por ambas y muchas otras cosas. ¡A quién le importa!

Hoy presiento que mi vida se irá pronto, por eso consideré la necesidad de escribir los inicios de mi pesadilla. Lo que a continuación leerán es un sucinto resumen. Lo poco que mi adolorida humanidad ha podido hilvanar.

Cuento. Andaba sólo por el mundo, feliz y disfrutando a mis anchas de la vida, la cual no dejaba de sonreírme a cada paso. Era, verdaderamente, un hombre feliz, inmensamente feliz. Mi dicha era tal que me sentía inmerso en una burbuja celestial y fantástica. Pese a que no poseía, ni poseo, ningún bien de fortuna, sólo el dinero conquistado con el esfuerzo de mi trabajo, mi dicha abarcaba los confines del mundo. Me sentía el dueño de todo y yo parte de ese todo, el cual parecía haber sido confeccionado a mi medida y placer.

Ante mí se abrían mágicamente todas las puertas, tal como si fuese un magnate o un gran personaje. Aunque, pensándolo bien y para hacer honor a la verdad, si era un personaje admirado e imitado por muchos, pero también envidiado por algunos, más en el alta sociedad, la perversa, la que no perdona y odia.

¿Qué de qué me ocupaba?... Era… Bien, para qué contarlo si eso no tiene la menor importancia para lo que ocurrió después.

Resulta que durante mis correrías como hombre de mundo, un buen día conocí a una bella, melancólica y misteriosa mujer. Precisamente lo último, lo de misteriosa, fue lo que me prendó de ella, aunque también fue lo que años después acabó con mi vida y felicidad.

Yo también le gusté a ella. Se inició el ritual del romance, muy corto, por cierto. Era tan ignota y misteriosa su mirada, que comencé a llamarla “mi princesita veneciana”. Eso le gustaba, a mí me entretenía, ya que daba rienda suelta a mi mal habida fama de Casanova.

Luego vino lo que, por obligación debía venir: sexo. Todo pasó muy rápido, tan rápido que, además de sorprenderme, sembró en mí la semilla subconsciente de la duda y la desconfianza.

Esa primera vez, la primera vez que estuve con ella, les confieso, fue desastrosa.

Acostumbrado a estar durante toda mi vida con mujeres con cuerpos esculturales, casi perfectos, esa noche -aunque me lo esperaba, pero no de forma tan desconcertante- mi decepción fue colosal.

Ella poseía un rostro bastante agradable, nada desdeñable, aunque su cuerpo era una calamidad, pero lo disfrazaba con sorprendente destreza tras los artilugios que pone a disposición de las mujeres las casas de moda.

Había imaginado que así sería, que su cuerpo no era nada del otro mundo, aunque nunca pensé que podría espantarme.

Creí, en esa época de eufórica autoestima y mujeres a granel, que era sumamente difícil que alguien pudiese engañarme en esas cuestiones. Empero sucedió cuando, por primera vez, la vi totalmente desnuda ante mis ojos.

Verdaderamente, no me lo esperaba. Ese día no había salido con ella con la intención de hacerle el amor, sino para pasear y estar juntos a fin de concederle más tiempo al romance y al deseo. Para que juntos pudiésemos urdir un lujurioso encuentro para cuando llegase el momento del acoplamiento.

En la mañana ella me llamó muy temprano para que la acompañase, en horas de la tarde, a una Bienal de Arte que se llevaba a cabo en un lujoso cinco estrellas. Estaba cansado, ya que la noche anterior -un sábado, si mal no recuerdo- estuve de fiesta y me había acostado con mi odontóloga.

Aunque me sentía algo extenuado, ante su insistencia accedí.

Luego de pasearnos durante más de dos horas por todo el amplio y concurrido recinto y admirar las maravillosas obras de arte que se exponían ante la selecta concurrencia y charlar con varios pintores y algún eventual amigo que nos encontrábamos a nuestro paso, decidimos retirarnos. Mientras íbamos en busca del coche que estaba aparcado en el estacionamiento del hotel, ella me insinuó que la invitase a tomar un trago. Aunque me extrañó, no sospeché malsanas intenciones. La complací y en su auto fuimos a un restaurante-pianobar donde yo era asiduo.

Entre tragos y tragos, no muchos, y una aburrida y banal conversación, sin que siquiera se lo insinuara, de sus labios escuché a manera de proposición: “No tengo más responsabilidad por hoy. Dispongo de toda la noche para ti… Soy toda tuya”, dijo con desfachada frialdad y decisión.

En un primer momento quedé desconcertado. Creí haber oído mal. Recapacité lentamente. Estaba desnivelado, como si alguien hubiese movido con intensidad la banqueta donde estaba sentado frente a la barra del lujoso restaurante. Realmente aquello, con esas palabras tan glaciales, sin siquiera haber habido antes una caricia y menos un beso, me tomó por sorpresa. Me confundió. Los soliloquios de la seducción habían sido inmolados.

No sé si me comprenden. A los hombres, aunque las mujeres siempre tienen la última palabra y son las verdaderas seductoras en cuestiones del amor, nos gusta que nos hagan sentir que las hemos conquistado por nuestros “encantos”. Nos excita “acorralarlas” entre el sí y el no. Entre la indecisión y la aprobación.

Debo, obligatoriamente, hacer un paréntesis: escribo esto con dolor y profunda amargura en la certeza de que pronto volaré a la dimensión donde se aplacan los sufrimientos. Quizás en estas líneas denoten algún dejo de frivolidad, pero ha tenido que ser así, de otra forma no sería objetivo y sincero y yo mismo me condenaría al infierno.

Cuando escuché de la sensual boca de “mi princesita veneciana” aquellas palabras, confieso, quedé desarmado y por disimulados segundos sin habla. Esa sucesión de decisivos vocablos y otros que vinieron después, oídos de su dulce voz, me turbaron.

No obstante, sucedió lo que debía suceder. Esa primera noche la lleve a un hotelucho que estaba cerca de donde nos bebíamos los tragos. Ella, sin poner reparos, accedió a que la llevase donde quisiese, pese a su donaire y esas grandes ínfulas y pretensiones de dama de la alta sociedad que demostraba en cada uno de sus pasos.

Era nuestra primera noche de sexo.

Apenas cerré la puerta de la habitación que nos habían asignado, ella se desvistió prontamente, sin esperar a que yo con seductoras caricias y besos lo hiciese. Carecía de pudor. Fue tanta la decepción que sentí al ver aquel cuerpo amorfo desnudo delante de mí que, por los tragos o quizás por los nervios, reí a carcajadas. No dije nada. Siquiera una palabra. Fue todo muy espontáneo. No obstante, al notar la expresión de confusión e indignación que se dibujaba en su rostro, me contuve. Con besos, caricias y explicaciones traté de reparar el error, aunque ella notó que me mofaba de su cuerpo. Pero como estaba tan desesperada por sexo, apartó a un lado su dignidad y aguantó todas mis impertinencias, esa y otras más que siguieron, ya que no podía, por más esfuerzo que hacía, dominar su fofo cuerpo en ninguna de las formas o posiciones posibles. La cama parecía deshacerse ante la furia de su impaciencia.

Hicimos sexo, pero un sexo deprimente… ¡Manipular a noventa y ocho kilos de peso en la cama, más para un hombre tan delgado como yo, parecía una misión imposible! Había que ser un verdadero mercenario del sexo, un guerrero de la lujuria. Aunque no era ni una cosa ni la otra, lo logré, pero con mucho esfuerzo.

Luego, en unos de los varios descansos, le sugerí con dulzura, a fin de no entristecerla, que debía hacer ejercicios o someterse, si era posible, a una liposucción. Pese la sutileza de mis palabras, se puso iracunda y estalló. Sacó de lo profundo de su ser toda la soberbia y prepotencia con la que me aniquiló tiempo después.

Dije lo que dije porque soy irreverentemente franco. Además, en esa época, lo que menos pasaba por mi mente era la palabra amor. Menos cuando vi ese cuerpo tan amorfo y ajado. Era una más y quizás después de aquella casi macabra experiencia, jamás volvería a estar con ella.

Gorda, llena de cicatrices desde el pecho hasta el abdomen, producto de una mala gastroplastia, estrías por abdomen, glúteos, senos y celulitis hasta por las axilas, realmente, más que asco, sentí repugnancia.

Mientras la penetraba echado boca arriba sobre la cama con su cuerpo sobre el mío, pensé no volverla a ver nunca más. No sucedía lo mismo con ella. Mientras jadeaba de placer, de sus ojos brotaban otros códigos. Mujer abandonada por su ex esposo y amantes, y de obligada abstinencia durante un largo período, estaba ávida de lujuria, sexo y pasión.

Pese a sus esfuerzos por complacerme, esa fue una noche de amor para paralíticos, ya que en esos momentos no estaba entrenado para tan fofa anatomía.

Después del cuarto orgasmo, recuperado su equilibrio, se dio cuenta del rechazo. No aguantó más mi mirada, mucho menos mi actitud. Más pudo su orgullo de mujer que el placer, por ello optó, sin proferir palabra malsana, salir corriendo y sollozando del hotel.

No obstante, como el destino signa los caminos más insólitos e insondables, al mes hicimos las paces y nuestras vidas se unieron en un sólo suspiro.

No me pregunten qué sucedió, pero, se lo juro ante Dios, aquella pesadilla de la primera noche se convirtió en pasión desenfrenada y sublime. Fueron mañanas, tardes y noches de sexo, en el auto o en un ascensor, en la sala de su casa o en las escaleras, en la bañera o en el suelo, eso no importaba. El sexo estaba presente las veinticuatro horas del día en la mente de ambos. Fue algo maravilloso y exquisito. Así pasamos casi un año: amor y sexo sin reparos ni límites. Era amor puro, lujuria, aberración y hedonismo al mismo tiempo. ¡A quién le importaba, si nos amábamos hasta la locura!

Mucho, pero mucho tiempo después me enteré de que era una mujer multimillonaria, aunque eso a mí me importaba un carajo, ya que con anterioridad había estado con varias de las llamadas “aristócratas del valle”. No me había percatado de su holgada situación económica porque, en su soledad, vivía alquilada en un modesto anexo, tipo garaje, de una casa y apartada de sus padres y familia.

Creerán que estoy blasfemando o que me estoy vengando. No, nada más lejos de la verdad.

Lo que al principio parecía una aventura sin sentido, al poco tiempo se convirtió en un plenilunio de amor sublime y descarnado, despojado de cualquier mezquindad.

Nos llegamos a amar como dos adolescentes. Como si para cada uno de nosotros hubiese sido nuestro primer amor y al mismo tiempo el último. ¡Qué dulce pasión y qué amor tan infinito!

Al verla, y ella decía lo mismo, sentía campanadas en mi corazón y, en el sexo, el más enloquecedor de los éxtasis.

¿Qué cómo pasó y por qué pasó?, se preguntarán. Esa interrogante se la dejo al Altísimo, porque yo nunca, hasta ahora, me la he podido responder.

¿Me embrujó?… ¿Usó alguna poción mágica para atraparme?

Todavía, a estas alturas de mi desespero, me hago la misma pregunta sin que mi cerebro logre dar con una respuesta concreta y real.

La realidad es que al poco tiempo me casé con ella. Al principio, como todos los principios, la felicidad fue suprema, casi celestial.

Pronto tuvimos un hijo, un hermoso hijo, Dorian. Es un ángel. Durante la gestación creía, y aún lo creo, que es un predestinado, un elegido de Dios para conducir a la humanidad hacia un mundo espiritual lleno de paz, amor, comprensión y perdón.

Ella, con escéptica ternura, siempre aprobaba todas mis fantasías y quimeras mientras con mi rostro apoyado suavemente en su barriga le hablaba al retoño, a esa vida que se estaba germinando en su vientre. Le decía lo tanto que lo amaba, le profetizaba que sería el Nuevo Mesías, el conductor que la humanidad estaba esperando durante milenios para que nos guiase hacia un mundo lleno de amor, paz y armonía, en el cual la maldad y el odio sería desterrado por siempre.

¡No!... No exagero porque se trate de mi hijo. Antes y ahora, y después de los eventos que fueron sucediéndose, creo firmemente que así será: ¡Dorian es un predestinado de Dios en la Tierra!

Con el nacimiento de nuestro hijo todo hacía presumir que la felicidad se incrementaría y llegaría a los niveles de lo supremo.

Sin embargo, antes de que Dorian cumpliese los tres meses, comenzaron los cambios, cambios inesperados y sin sentido lógico en su personalidad y comportamiento. Ella aducía que su estado de ánimo se debía a una depresión post parto y que pronto pasaría.

Le creí. No obstante mentía.

Diosa del engaño como era, ocultaba que día tras día en su alma florecía un jardín podrido de traición.

“¡Ah!, ahora el amor de tú vida es una maldita perra mentirosa”, pensarán con entendida desconfianza.

Después de más de un año de convivencia se dilucidan muchas cosas, contesto.

¿Por qué no la dejé en ese entonces?, se interrogan.

–Con mi hijo gestándose en su vientre, ¿cuál oprobioso criminal puede abandonar a una mujer?

Estaba tan enamorado, que me convertí en un ciego de bastón y lentes oscuros. Nada ni nadie, aunque me lo habían advertido en varias ocasiones y por varios conductos, pudo hacerme comprender que mi esposa, mi querida y amada esposa, estaba enferma. Que su enfermedad la conducía hacia los placeres carnales más desbocados, absurdos e incoherentes.

El ingenuo y devoto amor que le profesaba cegó con tanta furia mi ser, que nubló mis sentidos. Cuando al fin desperté era demasiado tarde. El fatal error, el más grande y doloroso de mí vida, había iniciado su destructivo proceso.

Después vino lo que debía devenir: la ruptura. La cual fue planificada y detallada con malevolencia infinita por ella, aunque en mi ciego amor yo le imploraba perdón.

¿Perdón de qué?, se podría preguntar con sabia y desconfiada razón. ¡De amarla con locura!, contesto. ¡Ese fue mi único y fatal delito!... ¿Quién está más loco: el que ama con amor desprendido o el que engaña al amor?, les pregunto a ustedes. ¡Difícil pregunta!

–No se preocupen si no saben la respuesta… ¡Nadie, desde que el mundo es mundo, lo sabe!...

No estoy aquí para filosofar sobre el amor, sino para contarles mi paso por el infierno. No pretendo conmoverlos, mucho menos que me entiendan, sino, simplemente, revelarles cuán corto y delgado es el camino al dolor y el desespero.

Sentí la obligación de legar este Diario a la humanidad, a todas las personas afligidas y atormentadas por el amor, a todos los desposeídos y desesperados, para que comprendan cómo se vive y padece en los confines del sufrimiento y la tristeza, donde la muerte es la fiel y vigilante compañera.

Confieso que todo lo que leerán en este Diario fue escrito con la indiscutible realidad de un amor desprendido y sublime, pero en el más ahogado y desesperante de los tormentos.

Cuando empiecen a leer se darán cuenta que no les miento. Ustedes no me conocen, por ello me presento:

–Me llamo Leonardo… Leonardo Vento y este es mi Diario.

¿Ella?... ¿Cómo se llama ella?...

Aunque me había prometido nunca más volver a pronunciar su nombre, estoy obligado a decírselo.

–Carolina… Carolina Di Stazio, la Princesita Veneciana.







EL PRIMER PASO AL INFIERNO

(COMENCÉ POR ESTE DÍA PORQUE LOS PRIMEROS FOLIOS DEL DIARIO ESTÁN PERDIDOS EN LA JUNGLA DE MI SUFRIMIENTO).



22 de julio de un año cualquiera.



Carolina se llevó a Dorian. Lo arrebató de mi lado y se fue a vivir con su hermana. Su amenazante ultimátum fue lapidario: “me quedaré aquí hasta que salga de mi casa”. El apartamento donde estoy, el mismo en el que vivíamos antes de la ruptura, es de su propiedad.

Tomó esa decisión porque la noche anterior le reclamé que tenía abandonado a Dorian.

Le dije: “Dorian es un pobre niño abandonado y tú una pobre mujer rica”. La consideró una ofensa imperdonable. Entre improperios y maldiciones pronto entró en furia desvariada. Me insultó. Expresó que era una buena madre porque le daba todo a nuestro hijo, que pagaba las cuentas y yo nada. Que no tenía autoridad para reclamarle nada porque ella sostenía el hogar y que, por ese motivo, podía hacer lo que le venía en ganas sin explicación ni justificación.

Como mujer rica e irracional que es, cree que con dinero puede comprarlo todo, hasta el afecto y el cariño de los hijos. ¡Qué equivocada está!

Me molesté con ella porque salió de casa a las siete de la mañana y regresó pasada las ocho de la noche, sin saber nadie dónde, ni qué estaba haciendo y menos con quién andaba.

Durante todas esas horas le importó un carajo su hijo, menos yo. Ni se molestó en llamar para saber si se había tomado el tetero, si estaba vivo o si se sentía bien o mal.

Cuando tarde en la noche regresó, le reclamé su desconsiderada actitud. Le expresé que debía darle más amor y cariño a Dorian, quien apenas tiene tres meses de nacido. Que sus negocios e intereses inmobiliarios los podía dejar para después. Que, por amor a Dios, olvidase las cuestiones de dinero y le diese un poco de afecto a su hijo. ¡Qué lo tomase entre sus brazos!... Cosa que muy rara vez hacía, porque expresaba: “Me siento incapacitada. Me pone muy nerviosa, mejor lo hace ella”, decía refiriéndose a la enfermera que contrató para atender al bebé, la cual fue su verdadera madre durante casi todo su primer año de vida.

Ese día, iracunda y dolida en su “amor de madre”, Carolina dijo que necesitaba tiempo y que, si yo quería seguir a su lado, no la molestase con tantos reproches porque “tenía que hacer sus cosas”.

Ese mismo argumento esbozó durante toda nuestra relación para justificar su ausencia del hogar y el abandono de su hijo: “Tengo que hacer mis cosas”. ¿Cuáles cosas, Dios mío, si lo tenía todo? Yo ya no podía con ella. No había argumento, por más sutil y amoroso, que la hiciera recapacitar y entender. Cuando me atrevía a reclamarle algo con un poquito más de energía y severidad, amenazaba con dejarme y me conminaba a abandonar la casa donde vivíamos, la cual, como dije, era de ella. Eso, siempre que podía, me lo recordaba. ¡Qué tortura!... ¡Qué acoso psicológico!

Sé que Dorian carece de afecto materno, pero no puedo hacer nada o muy poco para remediarlo. Me lo impide la oscuridad de Carolina. Su soberbia y prepotencia pobre mujer rica. Y, por qué no decirlo, ese bagaje de complejos y conflictos existenciales que carga sobre sus hombros, los cuales a veces le impiden caminar con cordura por la vida.

Estuve a punto de resignarme. Me propuse pensar, a fin de rehuir confrontaciones, que su verdadera madre era la nana, la mujer que le prodigaba el amor que le negaba la mujer que lo tuvo en el vientre. Sí, lo sé. Era una actitud cobarde, pero sólo fue un pensamiento, nada más. Una forma de consciente evasión con el único objeto de proteger al niño y evitar estériles peleas. Pero nada. Todo seguía igual. La insensible y apática personalidad de Carolina me asombra e irrita.

Como hace apenas pocos días perdí el trabajo, al menos yo, podré estar más cerca de mí hijo. Sé que no es ninguna solución, ya que el amor maternal no tiene substituto y es esencial en esa tierna edad… Sí, ciertamente, también estoy celoso, muy celoso. Intuyo la presencia de otro hombre en la vida de Carolina.

– ¡Qué gran conflicto embarga mi alma!... Estoy preso en mi propia angustia y desesperación y no puedo siquiera salvar a mi hijo del desamor e indiferencia de su madre.

– ¿Cuál odio y sed de venganza te seducen? –se pregunta mi conciencia.

–Nadie está exento del mal –me contesta su voz interior.

Estoy comenzando a sentir la tortura de la ausencia, de la soledad y desolación.

“No te asustes, quien habla no es ningún fantasma, sino tú mismo”, me repito constantemente.

Voy a llorar por primera vez. Me está pasando algo que nunca me había sucedido.

– ¡No!, no siento ningún nudo en la garganta… Sino un dolor en el pecho que apenas me deja respirar. Siento que desvanezco y que, en cámara lenta, voy cayendo en las manos risueñas de la imagen de la muerte.







26 de julio.



Carolina se esconde y no atiende mis llamados. Tengo cinco días sin ver a mi querido Dorian. Lo utiliza para castigarme… ¿De qué?

Ella sabe que amo en demasía a mi pequeño bebé, por eso trata de herirme sin dejármelo ver.

¡Dios Todopoderoso ilumina su distorsionada y maquiavélica mente!

En la mañana le envié unas líneas, bastante cursis y rimbombante por cierto, a través del correo electrónico de su hermana Angelice, donde supuestamente se fue a refugiar después que abandonó el hogar donde vivíamos. Aunque la casa es de ella, era nuestro hogar. Ese mínimo derecho, de decir “nuestro hogar”, me asiste. En la ventana de Asunto, le puse el título: Palabras… sólo palabras para ti. Esto fue lo escribí:



Carolina:



Al fin podré alcanzar la inefable y dulce paz en la morada del más absoluto silencio. Sentiré satisfacción en ser humilde. Me consideraré altamente honrado cuando, por hacer obra de Dios, se me castigue. Me regocijaré cuando se me brinde la oportunidad de devolver amor por odio. Venceré el orgullo con la humildad, la ira con el amor, la excitación con la calma, el egoísmo con la caridad, el mal con el bien, la ignorancia con el conocimiento y la miserabilidad del alma con la bondad.

Adiós, hermosura del cielo. Adiós, estrellas celestes que me conducen por el sendero del bien. Adiós, hijo hermoso, Dorian de mi alma, aunque no esté cerca siempre sabré que la inteligencia de nuestro señor Jesucristo te arrullará en los pétalos de las rosas, en los reflejos de la luz y en los pensamientos amantes de todas las almas sinceras, y yo, tú padre, soy una de ellas. En mi espíritu jamás serás un niño abandonado en la riqueza, porque la verdadera riqueza es la que brota de las caricias del corazón. En mi morarás con afecto en el regazo de mi conciencia, porque, por ahora, no puedo (aunque nunca lo haría con conciencia) lisonjearte con la hipocresía de regalos que en nada ennoblecerán tú espíritu en el futuro. En mi tristeza, hijo mío, seré el gozo callado de la vida que siempre estará presente para protegerte a través de la oración y los sentimientos, no del dinero.



Chao,



Leonardo



P/D: Dorian, ojalá que tú madre, calmado su enojo, apaciguada la ira venenosa que tiene inyectada en su corazón, algún día te muestre este mensaje (sino lo destruye apenas recibido).







29 de julio.



Estoy aprisionado. Carolina me dio plazo hasta mañana para abandonar la casa. “Si no correrá sangre”, amenazó en una escueta llamada telefónica.

Traté de calmarla pero nada pude.

Todo está ocurriendo demasiado rápido y en el momento más inesperado. Tengo poco dinero y estoy sin trabajo. Busco una salida fácil, pero por más que le doy al cerebro no la encuentro… ¡Nunca hay salidas fáciles!... ¡Dios mío qué hago, no me abandones ahora!

Decido enviarle otro e-mail. Estoy resignado. Ojalá mis palabras penetren su duro corazón. Lo titulé He enterrado las decepciones muertas y dice así:



Carolina:



Mi antiguo caudal de pasiones, de posesiones, de banalidades, los reinos de fantasía, los castillos en el aire de mis sueños, todo ha sido abrasado por un fuego que encendí yo mismo en mi corazón.

Contemplo esta hoguera no sólo con tristeza, sino con regocijo, porque ese fuego ha consumido no únicamente mi hogar de cosas materiales, sino también los fantasmas de tristeza forjados con mis fantasías. Soy feliz ahora mucho más allá de la riqueza de los reyes. Soy rey de mí mismo. No un rey esclavizado por la ambición de posesiones materiales. No tengo nada y, sin embargo, soy rey de mi propio reino imperecedero de paz. No soy ya el esclavo de los temores de posibles pérdidas. No tengo nada que perder. Estoy coronado de satisfacción perenne. Soy un rey verdadero.

He enterrado las decepciones muertas en el cementerio del ayer, del olvido. Ahora hundo el arado en el jardín de la vida con nuevos esfuerzos creadores. Sembraré en el semillas de sabiduría, de salud, de prosperidad y de felicidad. Las regaré con la confianza en mí mismo y mucha fe y esperaré que el Ser Supremo, la Inteligencia Superior que todo lo sabe y lo ve, me proporcione la anhelada cosecha para que incineres en el bullente horno de tu mente todos los reproches que me haces hacia Dorian, esa inocente criatura que, más que un hermoso bebé, es verdadero don de Dios. Ámalo ahora con todas las fuerzas de tu corazón y proporciónale mucho cariño y ternura. Sé que me complacerás.

Si pese a mis esfuerzos de salir con dignidad hacia adelante, no recojo el fruto, quedaré contento, porque convencido estoy que puse y pondré todo mi empeño, capacidad e inteligencia para ver realizado ese objetivo. Si fracaso esa vez, daré gracias a Dios porque no me hizo un ser inválido, sino un hombre capacitado para volver a probar, una y otra vez, hasta obtener el éxito. También le daré gracias cuando llegue el éxito. Y, prometo, que muy pronto haré un gran fuego con todas mis cosas perecederas. No seré ya un pordiosero que bendiga prosperidad mortal limitada, salud y conocimientos. Quiero sí, prosperidad, salud y sabiduría sin medida, pero no de fuentes terrenas sino de las manos divinas de Dios Omnipotente, que todo lo posee, todo lo puede y todo lo da. A ese mismo Dios, mi Dios, le pediré que me enseñe a incluir en la búsqueda de mi prosperidad la prosperidad de los demás.



Chao y que el Padre Eterno te bendiga,



Leonardo







30 de julio.



Triste, abatido y sintiendo el peso del mundo sobre mi espalda, hoy dejé lo que hasta días antes fue mi hogar. Las presiones y constantes amenazas de Carolina, me obligaron a salir casi en desbandada y dejar el mundo incoherente en el que estaba aprisionado.

Con poco dinero, sin trabajo y sin hogar, atrás quedaron todos mis afectos y una inocente criatura que me rompe el alma y destroza los sentidos al sentirme lejos de su cariño. Dios sabe que hice lo imposible para quedarme a su lado, pero contra la crueldad, insensibilidad y malevolencia de Carolina no hay fuerza en el mundo que pueda. Su castigo celestial, y que Dios me perdone, deberá ser atroz.

La estoy odiando y eso me atormenta, porque aún la amo. Nunca había sentido esa sensación porque nunca hasta ahora había saboreado la ácida hiel del odio.

A partir de hoy estoy “viviendo” en una pequeña cabaña construida en la pendiente de una montaña de escabroso acceso situada al sur, a unos treinta kilómetros de la ciudad.

Días antes había hablado por teléfono con Robert, un amigo de años. Mintiendo, le dije, que estaba escribiendo una novela y que quería apartarme un poco de la ciudad y sus tentaciones, de otra forma jamás podría terminarla.

Debido a la angustia que destilaba cada una de mis palabras, estoy seguro que no me creyó. Intuyendo mi desesperación, me dijo que en una colina cerca de su finca estaba construyendo un grupo de cabañas, las cuales alquilaba a personas de bajos recursos y con problemas de vivienda, y que podría quedarme en una de ellas el tiempo que quisiese.

Se lo agradecí en el alma, empero igualmente me sentía perdido, desorientado y sin ganas de vivir. Tomé el auto y fui hacia allá. Me costó mucho llegar, pero al fin encontré ese apartado rincón del mundo, muy adecuado para esconder mi desesperación y angustia.

La primera noche dormí en oscuridad plena y casi a la intemperie, ya que la cabaña, muy rústica, estaba a medio construir y aun le faltaba por instalar puerta y ventanas y no tenía luz eléctrica.

No obstante esa noche, primera en los últimos quince días, dejé de flotar en la infinita incertidumbre y, al fin, pude dormir casi con placer.

Quizás fue por el agotamiento o el desprendimiento del embrujo de Carolina. De no estar cerca de los recuerdos, de dormir sólo en la misma cama en la que dormía con ella y presentir su olor en la almohada, que esa noche me concedió esa pequeña tregua.

Antes de salir de casa le envié otro e-mail, el cual le puse por título Aún podemos alcanzar la felicidad. Tanto este correo como los anteriores los salpicaba de frases copiadas de unos libritos religiosos que tenía cerca. Lo hacía porque la desesperación no me permitía pensar con lucidez. Mi corazón estaba tan destrozado y mi tormento era tal, que las palabras brotaban con encrespada dificultad de mi cerebro.

Estas fueron las palabras escritas en el correo:



Carolina:



La existencia no puede ser un holocausto. Dame, al menos, tiempo para la reflexión sana, sincera, con desprendimiento. A ti te pido lo mismo. Ahora mi corazón llora amarga y desconsoladamente. Comprendo y, al mismo tiempo no entiendo, la naturaleza, la gravedad, que precipitó nuestra ruptura. Sólo sé que mi alma está destrozada. Hecha pedazos. Y mi mente se ha convertido en un torbellino repleto de infelicidad. Según los Vedas "sufrir infelicidad es la única forma de lograr la felicidad". Ruego a Dios, por nuestro amor y por el pequeño Dorian que esas escrituras milenarias tengan razón y que la cordura y la paz vuelvan a nuestros corazones.



Leonardo







1º de agosto.



El cigarrillo me está afectando, pero mucho más la tristeza. Más por sentirme lejos de Dorian, que por la separación de Carolina…

¡Mentira!... Estoy mintiendo, porque aún la amo. Amo a Dorian con todas las fuerzas de mi alma, pero en estos momentos creo que utilizo ese sentimiento como una excusa dentro de mi ser.

¿Estoy mintiendo o estoy confundido?... ¡Qué alucinación, qué vaguedad de pensamientos!... ¿Cuál es el verdadero amor que me abate?… ¡Por supuesto que el de los dos! Sin embargo, por ahora, hay uno más fuerte… Uno vil y despreciable que apesta a odio.

Aunque jamás nadie, durante toda mi vida, había podido lograrlo, Carolina despertó en mí un sentimiento que siempre aborrecí y que jamás había experimentado: ¡odio! Un odio que brota como huracán de las cavernas más profundas de mi alma… Me asusta. Quiero contenerlo, pero no puedo. Es tan intenso, que me es imposible dominarlo. Mucho más ahora, que mí debilitada humanidad está tan deshecha.

¡La odio!... Aunque yo no sé odiar… ¿Por qué ese tormento tan destructivo florecer en mí si la amo?… No sé como la puedo odiar si únicamente me enseñaron a amar… ¿Dónde germina la flor amarga del odio?... ¿Por qué me tocó a mí?... ¿Qué tan pérfido delito he cometido?... Será que mi amor, aunque puro, es dañino: ¿Celos, inseguridad?... ¿A qué y por qué? … ¿Veo fantasmas o todo son artificios de mi mente?… ¡Oh, lucidez prodigiosa, no me abandones en el tormento!... ¿Dónde está Dios y su divina bondad?... ¿Por qué me maltratas Divino ser?

En la tarde salí de la montaña. En el auto fui en busca de un Cyber. Sentí la necesidad de enviarle otra carta a Carolina. Quizás sea la última. Antes de llegar a la gran ciudad, en un pequeño centro comercial, vi un aviso y me detuve. Era un centro de computación. Bajé del auto y como autómata entré al recinto. Pedí una computadora y bajo el título Devuelve amor por odio falsamente escribí:





Carolina:



Sentiré satisfacción en ser humilde de corazón y espíritu. Me alegraré cuando se me brinde la oportunidad de devolver amor por odio. No temeré a nadie, sino a mí mismo, que puedo, en un momento de debilidad, traicionar mi propia conciencia. Pondré todo el empeño que la sabiduría divina me dé para no mostrar nunca más esa máscara horripilante de la ira en mi rostro. Jamás atentaré contra mi vida espiritual inyectando el veneno de la ira en el corazón de mi paz, ya que dejaría de existir como ser humano para convertirme en un ser atrapado en las tinieblas de la tristeza y la desdicha. Medita, vive y practica esto en tu vida diaria.



Buenas tardes y chao,



Leonardo





3 de agosto.



Estoy fumando y bebiendo demasiado. Me trago casi una botella de whisky barato a diario. Estoy abusando, lo sé. Ojalá que mis defensas resistan este duro embate.

Hoy vinieron unos obreros a instalar la puerta de mi cascarita. Así llaman ellos a este tipo de cabañas por semejarse a media cáscara de nuez invertida, aunque su techo es de zinc y sus paredes de tronco de bambú arqueado, el cual después recubren con una suave mezcla de cemento, arena y agua. Las cascaritas vienen equipadas con lo esencial, pero sin refrigerador, por lo que la comida, si no se trata de enlatados hay que comprarla y prepararla a diario. Yo sólo lo hago cuando me da hambre o tengo que salir a buscar mi provisión de whisky y cigarrillos. De lo contrario, me conformo con pasta y latas.

Los obreros, casi adolescentes, son unos artistas construyendo cascaritas. Instalaron la puerta en un dos por tres y prometieron, para dentro de algunos días, “cuando haya real”, ponerle los vidrios a las ventanas. Esperaré. Eso me tiene sin cuidado.

Todos los días, desde que salí de casa, llamo a Dorian. Mi principito adorado toma el teléfono (Elsa, la nana, le pone el auricular al oído), pero la mayoría de las veces mi bebé lindo no articula palabra alguna, sólo sonríe, según me refiere la nana. Es muy pequeño y todavía no habla, sólo emite algunos sonidos muy tiernos.

Quiera Dios que esta separación no lo afecte psicológicamente.

Nunca me acuesto sin orar. Pero, últimamente, lo estoy haciendo más que de costumbre. Ruego a Dios para que Carolina me lo deje ver antes de que parta de vacaciones a la isla de Aruba, según me dejo dicho con la nana que iría pronto. Serán ¡cuarenta y cinco días de ausencia!... ¿Mi alma no podrá resistirlo?... ¡Ojalá se apiade y me lo deje ver! Su perversidad no puede ser tal.

Estuve, y aún lo estoy, tan enamorado de ella que jamás intuí tanta maldad en su ser como el que ahora esboza… Me resisto a creerlo… ¿Es mi confusión la que me hace pensar de esa forma?… ¡Sí, eso debe ser!... Aunque no ha contestado ninguno de mis e-mail… ¿Las habrá recibido?... ¡Claro que sí!... Esas máquinas no fallan tal como lo hacemos nosotros los humanos… Ellas no tienen sentimientos, sólo obedecen órdenes… ¡No!... No estoy desvariando, sólo haciendo una pequeña reflexión.

Moriré de tristeza, lo sé. Ojalá no sea pronto. Aspiro que Dios me de fuerza para soportar este duro trance. Espero que mi salud no se resquebraje, ni física, mental o espiritualmente, para que pueda ver y abrazar a mi querubín en todas las etapas de su tierna e inocente existencia… Fuerza, mucha fuerza, y presencia de ánimo le ruego al Señor… ¡Esto pasará y todo volverá a ser como siempre fue!







4 de agosto.



Hoy amanecí temblando. Es agosto y en esta época del año más bien hace calor, mucho calor. Un dolor penetrante y una angustia que no puedo contener me inutilizan.

Tomé un tranquilizante, mejor dicho, varios, y pasé casi todo el día en cama, sin comer. Sólo bebo agua y whisky y cuando mi vejiga obliga a levantarme, voy al baño, orino y vuelvo a acostarme. Siquiera pienso. Mi aturdimiento confunde el pensar con el existir. El ser con el no ser… Fue mejor quedarme acostado, de otra forma no sabría imaginarme qué habría sido de mí.

Todo me abandonó, hasta mi espíritu, que una vez fue recio e indomable. Me he convertido en algo que nunca fui y sin embargo soy… No tengo ganas de escribir.







5 de agosto.



Estoy igual que ayer, no obstante en la tarde tuve fuerzas para caminar entre el bosque de bambúes que circunda la cabaña. No hay nadie en las cascaritas aledañas. Todos se han ido a trabajar y estoy sólo. Miro al cielo buscando una respuesta. Invoco al Altísimo, pero sólo halló silencio, un silencio que perturba aún más mi alma. Decidí tomarme otro tranquilizante y volverme a esconder entre las cobijas. Así me siento bien. Todo es oscuro, tal como mi alma.







6 de agosto.



Únicamente el trinar de un cristofué me acompaña en las mañanas. Me asomó por la ventana y trato de ubicarlo entre el follaje y los árboles, pero no logro verlo. Su canto parece la anunciación de algo nuevo y espléndido. Pero, ¿qué cosa espléndida puede sucederme aquí, donde sólo el silencio y el tormento me acompañan?

Estoy sólo en la montaña. Mis vecinos salen en la madrugada, cuando todavía no ha despuntado el alba. La distancia entre la montaña y sus puestos de trabajo, en la gran ciudad, es considerable.

Por ahora sólo los conozco de vista. En la noche, tarde, cuando vuelven, los miro a hurtadillas a través de la rendija de una cortina de bambúes secos que tejí con nylon de pescar a fin de tapar el hueco de la ventana que da a la empinada cuesta que da acceso a las cascaritas. Son varias parejas de jóvenes y regresan a distintas horas. Parecen felices. No les importa vivir en la montaña, aunque las condiciones sean deplorables.

Cuando los veo, la soledad y la angustia aturden mi mente. En mi guerra interior todo está muerto, menos yo. Ha comenzado el calvario y no sé cuánto durará ni si podré resistirlo.

Todo está desordenado y sucio en mi cabaña. No tengo voluntad de asear nada. Siquiera el piso, que es de un caico color ladrillo muy rústico que al paso despide un polvillo rojo que lo tengo metido hasta en las orejas. A veces, cuando camino descalzo, la planta de los píes se me ponen color de sangre.

Estoy tranquilo. Ha pasado poco tiempo y aún mi cerebro responde a cabalidad, no así mi voluntad. Ya ni quiero hablar. Además, ¿de qué y con quién voy a cruzar palabra si esto está más sólo que un desierto?

Mi amigo Robert a veces sube de la finca y me visita. Charlamos. Él ya se percató que no fui a la montaña a escribir un libro. Nota mi tristeza y calla. Más bien, como es cubano, siempre tiene una jocosa ocurrencia a flor de labios. Busca arrancarme una sonrisa, la cual a veces logra. Es una muy buena persona y yo sé que el también ha sufrido, y mucho. Por eso me comprende y yo estimo su discreción y amistad. A veces me reprocho ser tan taciturno, pero sé que es algo pasajero y que pronto pasará… Eso espero con todas las fuerzas de mí ser.

Siempre, antes de regresar a su finca, Robert me dice: “¡Mente positiva!... ¡Arriba los corazones!”.

Yo sólo le sonrío y apruebo con la cabeza. Por dentro lloro. Mi corazón está en el subsuelo. ¿Cómo hacerlo subir?... En estos momentos lo veo como una misión imposible.

Aunque mi contextura ha sido siempre atlética, ya se comienzan a notar los kilos perdidos. Debo comer para mantener sano mi cuerpo y mi mente. Mañana, me lo prometo, haré una pequeña compra en el abasto rural que está a orilla de la carretera, a escasos dos kilómetros después de salir de la montaña.

El día traga la noche en un instante. No me percato del tiempo. Sé que va y viene y me da igual.







7 de agosto.



Anoche le dejé a Carolina un mensaje de paz y armonía en la contestadora de su celular. Le expresé lo tanto que la amo y que me perdonara si la había ofendido y que, por sobre todas las cosas, me dejara ver, aunque sea por instantes, a Dorian… Que no siga castigándome ocultándolo.

No respondió. Nunca responde mis llamados.

Hoy al mediodía hablé con Elsa, la nana. Me prometió que le iba a comunicar mi petición a Carolina y que trataría de convencerla. Ella es muy buena. Es madre también y me tiene mucho cariño. Siempre me dice que no entiende qué pasó entre nosotros. Que todo le parece absurdo. Una locura. Me pidió que la llamara en la tarde para darme la razón.

Esperé con ansia, en la seguridad de que pronto, en un día o dos, podría abrazar contra mi pecho a mi adorado Dorian.

Todas esas horas soñé despierto, hasta que cayó la tarde. Cuando creí que era el momento oportuno, marqué desde mi celular el número de la casa. Me atendió Elsa. Muy apenada me dijo que cuando le informó sobre mi ruego a Carolina, ella siquiera contestó. Que le dio la espalada y se fue a su habitación.







8 de agosto.



Hoy en la mañana, muy temprano, Carolina me llamó… ¡Dios existe!, exclamé en mis adentros. Mi ser se inundó de felicidad. El sólo hecho de escuchar su voz a través del celular, alegró mi alma. Después de tanto tiempo sin oírla, mi espíritu se llenó de gozo. Temblaba de emoción. Mis oídos se regocijaron de tal forma, que dos grandes lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas mientras un nudo secó aprisionaba mi garganta. Supuse que mis penurias en la montaña iban a llegar a su fin.

Nada más lejos de la verdad. Carolina estaba iracunda.

“¡Me la vas a pagar maldito perro!... ¡Escucha!”, expresó tan encolerizada que su furia parecía brotar como una tormenta por el teléfono.

Terminada la lapidaria amenaza, puso en la bocina del auricular de su teléfono la reproducción de un cassette para que yo lo oyese. Cuando creyó que ya había oído suficiente, cortó la comunicación.

Remarqué el teléfono en cuatro ocasiones para poder explicarle, no obstante ella volvía a ponerme esa grabación que atormentaba mi alma y mis oídos.

En la cinta se escuchaba la voz de Laura, una novia que tuve mucho antes de conocer a Carolina. Comencé a grabarle las llamadas después que terminamos nuestra relación. Lo hice por recomendación del personal de seguridad de mi empresa, ya que Laura fue considerada por ellos como obsesiva y peligrosa. No sólo me dejaba maldiciones y palabrotas grabadas en la contestadora, sino que me amenazaba de muerte si no volvía pronto a su lado. La grabé porque era una forma de proteger mi integridad física. Ella tenía contactos y amigos en la policía política, con algunos de los cuales también se acostaba, según me enteré después, y le era fácil hacerse de un arma de alto calibre. En la cinta ella me suplicaba que volviese a su lado, que me amaba mucho y que yo era su único hombre, el hombre que ella había estado buscando durante toda la vida.

Como no contestaba sus llamados, siguió insistiendo de día, de tarde, de noche y hasta en las madrugadas. Poco a poco comenzó a subir de tono. Esa imploración pronto se transmutó en amenazas de muerte. La obsesión de Laura se convirtió en un gran dolor de cabeza para mí. Por ello comencé a regrabar sus mensajes de amor y muerte que dejaba en la contestadora de la pequeña central telefónica de mi oficina, a unos cassettes que fui ordenadamente almacenado y guardando para eventuales circunstancias o situaciones. Mi objetivo era acumular un dossier para que el equipo de seguridad de la empresa lo tuviese a mano, en caso de que cumpliese sus amenazas. De algo servirían si llegaba a atentar contra mi vida.

La cosa no pasó a mayores y todo se olvidó. No obstante, cuando un par de años después dejé la empresa donde trabajaba, entre los trastos personales que empaqué y llevé a casa y luego abandoné al desdén en el estudio que Carolina había dispuesto para mí, estaba uno de esos cassettes. El mismo que ahora me pone insistentemente por teléfono. Ella sabe que es cosa del pasado, pero necesita una excusa, algo para cimentar sólidamente la separación, argumentos que luego podría esgrimir para justificar su conducta posterior ante familiares y amistades.

Hice una quinta llamada. Me atendió ella. En el primer cruce de palabras Carolina comenzó un monólogo pleno de maledicencias, insultos y reproches durante más una hora. Esa llamada, por cierto, como “tengo tanto dinero”, se cargó a mi exigua cuenta.

No me dejó hablar. Me sentía desesperado. No sabía cómo atajar su verborrea. Cuando al fin respiró, como pude intervine y le expliqué lo de la grabación de Laura y el porqué la había hecho. No quiso entender razones y de tanto en tanto encendía su grabador y lo volvía a pegar del auricular... ¡Qué tormento!... ¡Qué maldita alucinación!... El pasado se volvía contra mí para justificar un delito de amor que nunca cometí.

Lo más triste de este contacto fue su obstinada decisión de no dejarme ver a Dorian. Alegaba que, como en lo económico no le había dado nada o muy poco, no tenía ningún derecho para verlo.

Durante la larga y martirizante conversación Carolina me dijo que de ahora en adelante se consideraría viuda y a Dorian hijo de una viuda, o sea huérfano. Invocó al cielo mi muerte y amenazó con hacerme daño si no seguía al pie de la letra todas sus descabelladas peticiones. Me llenó de improperios y calumnias, aunque la perdono porque sé que está fuera de sí… ¡Ojalá reaccione por el bien de Dorian!

No obstante, había razones más profundas. Las mismas que desde hace tiempo presentía. Carolina esgrimía toda una gama de banales argumentos para confundirme y disfrazar lo que en realidad estaba sucediendo. En su malévola y enferma mente buscaba la forma de hacerme sentir culpable. ¿Culpable de qué?

La realidad es que quería desorientar mi atención hacia las verdaderas causas de la separación: su adulterio.

Aunque no tengo pruebas ni estoy completamente seguro, mi intuición aunada a toda una serie de sucesos que acontecieron antes de conocerla, de los cuales, para mi desgracia, me enteré tardíamente, revelan en ella una personalidad predispuesta a la infidelidad… Todo es producto de su trastorno y ese desquiciado afán de vengarse de los hombres y de los supuestos maltratos, tanto físicos como psicológicos, que imaginariamente recibió desde niña de su padre, a quien odia profunda y perversamente con toda su alma.

Y yo me pregunto: ¿Qué razones tendría su propio padre de tildarla constantemente de puta?... ¡No me lo imagino!

Al final de la conversación me notificó de mala gana que partiría a la mañana siguiente, con el bebé y Elsa, para Aruba y que regresaría en mes y medio.

Rogaré a Dios todas las noches para que nada le suceda a mí hijo.







10 de agosto.



Son las 5:56 de la tarde… Estoy desvariando. Mi cerebro no es capaz de ordenar las ideas.

A lo lejos siento el canto de un cristofué, que debe estar volando de regreso a su nido, pero nada aplaca mi tormento. Ni su celestial canto divino.

Enciendo dos cigarrillos a la vez y hago cosas descoordinados que sólo un loco puede hacer… Nunca me había pasado algo similar, por más confuso que hubiese estado. Fumo como un loco. Un cigarrillo tras otro, y sé, ciertamente, que me está haciendo mucho daño. Una tos seca no me abandona siquiera cuando estoy durmiendo. Despierto con unos accesos terribles… Mi dolor es insoportable.

Esta mañana, a eso de las 7 y 50, recibí una llamada anónima de un hombre que fingió una voz de viejo o algo parecido al sonsonete gallego, qué se yo, pero corta y contundentemente me alertó: “Tú esposa está follando con tú socio Luis David… Averigua, porque te montaron una trampa”.

Esa llamada casi me desquicia.

Mi ya precaria paz se ha convertido ahora en un volcán. Mis manos parecen palmeras batidas por un huracán emergido del infierno. A duras penas alcanzo la caja de tranquilizantes e ingiero uno. Al rato, otro.

Esperé a que hiciesen efecto. Luego, lentamente y como pude, me aseé, vestí y salí.

No recuerdo qué hora era, no obstante pronto estaba en una calle de la gran ciudad que me era familiar. Ante mis ojos se erguía un sombrío edificio, con puertas negras y escaleras de caracol que conducían hacia una pesadilla sacada del sueño más terrible, aunque yo quería estar allí, donde todo se había iniciado y después consumado.

Fui directamente a la oficina de Luis David. Para disimular mi inesperada presencia, le dije mintiendo que estaba cerca y decidí visitarlo por lo del periódico -era mi socio en un diario que fundé- y para saber qué había sucedido con la cita que teníamos pautada con dos generales de la Guardia Nacional, uno de Brigada y el otro de División, quienes estaban interesados en asociarse con nosotros en lo del periódico. Eso sí, si lo editábamos a favor del Presidente, el Primer Mandatario Nacional, cosa que yo siempre deseché porque su política contradecía mis principios más elementales de libertad y por estar en la certeza de que aquel presidente pronto se convertiría en un potencial dictador.

Nuestra conversación no tuvo un norte ni una intención precisa. Luis David, que es una persona muy astuta, enseguida advirtió mi angustia y evitó hacer preguntas sobre el estado en que me encontraba.

Aproximadamente a las 9:54 a.m. mi socio, el hombre que soñó conmigo en hacer un periódico nuevo, moderno, batallador, el hombre que movió el capital necesario, recibió una escueta y misteriosa llamada. Por su alborozo, era evidente que no quería que me enterase de qué ni con quién hablaba en ese momento. Más aún cuando, sorprendido, abrió descomunalmente sus ojos, se sonrojó y preguntó a su desconocido interlocutor: “¿Hoy te vas de viaje?”.

La otra persona habló. Luis David escuchaba alborozado, intranquilo. “Bueno, ¡qué te vaya bonito!”, afirmó con una fingida sonrisa.

Al parecer esa seca respuesta alertó a la persona que estaba del otro lado de la línea, quien debió preguntarle si tenía a alguien cerca, a los que Luis David afirmó: “¡Sí!”, y colgó.

La llamada fue muy extraña, más conociendo como conozco a Luis David, quien se explaya en adulancias y pantallerías siempre que habla por teléfono, más si se trata de una mujer, como sospecho que fue la de la llamada. En ese instante intuí que no quería que nadie, menos yo, que estaba sentado frente a él, en su escritorio, supiese con quién hablaba o habló. Pese a lo escueta de la llamada, no cabía la menor duda de que se trataba de la despedida de algún ser querido y, al mismo tiempo, clandestino.

Fui en busca de una respuesta y salí de la oficina de Luis David más atormentado y confundido de como llegué, ya que Carolina nunca me notificó con antelación la hora de su viaje a Aruba.

Luego, como siempre ocurre en los casos de burla y engaños del corazón, me enteré que había salido de viaje esa misma mañana, casi a la misma hora en la que Luis David recibió la llamada, la cual, si fue de Carolina, tuvo que haberla hecho desde el aeropuerto.

¿Casualidad?... ¿Coincidencia?... Sí, es posible, pero, ¿cómo se explica lo que sucedió momentos después, cuando desconsolado y aturdido me dirigía en el auto a refugiarme en la mísera montaña que ocultaba mi dolor y desesperación?

Iba a toda velocidad, como un loco, y con la radio al máximo de su volumen a fin de acallar funestas imágenes que turbaban mi mente. No quería por nada matarme. No era mi real intención, pero sí evadir ciertos pensamientos que me atormentaban y martillaban todo mi ser.

De pronto sentí unas vibraciones en la cintura. Era mi móvil. Alguien me llamaba, aunque en esos días nadie o pocos lo hacían. Extraje con torpeza y angustia el aparato de su funda y me lo llevé al oído. Era Dolores, la esposa de Luis David. Incontrolada y neurótica manifestó que había recibido una llamada anónima donde le informaban: “¡Tú marido (o sea Luis David) está follando con la esposa de Leonardo!”.

Incrédulo y tembloroso escuché sus lapidarias palabras. Mi garganta se secó como la arena del desierto. En ese instante quería morir. Con el aparato adherido a la oreja percibía que de su voz salían puñaladas. Mi sufrimiento era incontenible. Desesperado y con las sienes a punto de estallar, aceleré con fuerza. El pedal no daba más, sin embargo lo hundía con rabia y golpeaba una y otra vez con mi pie. Los cauchos chirriaban en el asfalto y sentía que mi alma se iba en el. Cada curva, cada barranco se habría ante mis ojos como una sepultura.

Estaba en otra dimensión. En el sutil límite que une la vida con la muerte. En la morada del dolor supremo, donde no existe la compasión. Dolores me decía cosas a través del minúsculo y diabólico aparatito. Cosas malas que yo no quería escuchar. Me hacía muchas preguntas, las cuales contestaba automáticamente. Mi mente se nubló. Ya no veía ni entendía nada. Seguí acelerando sin importar peligro de la vía. Sólo quería escapar. Escapar de la voz de Dolores. Sus palabras. En un momento recuerdo que, refiriéndose a Luis David, me dijo: “No creo que Carolina le haga caso a ese bichito y menos que estén follando en el depósito”.

Se refería a un depósito de perfumes franceses donde Luis David, camuflado tras una puerta falsa, había acondicionado una pequeña alcoba de amor. Estaba equipado con jacuzzi y todos los servicios para el libertinaje y placer, el cual le servía de ocasional, pero continúo tiradero.

Con voz entrecortada le revelé a Dolores que yo también había recibido una llamada y que, debido a mi experiencia con las mujeres, no ponía mis manos en el fuego por ninguna de ellas.

Esas dos tenebrosas llamadas no dejó a ambos, a Dolores y a mí, descompuestos. ¿Será realidad todo eso?... De ser así, mis sospechas tienen fundamento.

Las primeros indicios sobre la infidelidad de Carolina comenzaron a asaltarme -no sé si demasiado tarde o en el preciso instante en que se iniciaron los eventos-, el día que Luis David nos invitó a pasar el fin de semana en un chalet de montaña que tiene en un sitio muy frío, a unos noventa kilómetros en las afueras de la ciudad, donde entre la densa neblina se respira aire puro y se pasa el día asando carne a la parrilla y bebiendo escocés. Cuando me cursó la invitación no me dijo que su esposa Dolores no lo acompañaría. De haberlo hecho no habría ido. Pensaba que era una reunión de parejas, con otros matrimonios asistentes. Pero no fue así.

En la noche, el comportamiento de Luis David fue extraño. Con estudiadas artimañas y astucia me puso a jugar dominó con varios obreros que vivían en los alrededores, los mismos que se encargaban de construir el ala este de su chalet.

Me servía trago tras trago buscando adrede anularme. Ese día tenía pocas ganas de beber, por lo que comencé a desechar sus ofrecimientos. Era obvio que trataba descontrolarme, cosa que logró a medias.

En un buen momento Luis David dejó de jugar y dijo que le daría una vuelta al chalet. Que iría a ver si los perros habían comido, y que regresaría enseguida.

La única mujer del grupo era Carolina. Estuvo un rato a mi lado, con el pequeño Dorian dormido en el coche. Luego, bajo el pretexto de que el bebé debería sentir mucho frío, se retiró a la habitación de huéspedes que Luis David nos había asignado.

Pasaron algo más de cuarenta y cinco minutos. De repente me asaltó un extraño presentimiento y con la excusa de que estaba agotado, suspendí la partida de dominó y subí a la habitación y, como cosa curiosa, me encontré a Carolina completamente desnuda debajo de las sábanas. Dorian dormía profundamente en una cama, al lateral de la principal. Extrañado, le pregunté porqué, con tanto frío, estaba desnuda.

–Es que tuve un ataque de calor. Tú sabes que no lo soporto, pero si te incomoda…

Después de la fútil explicación se incorporó y vistió el pijama. Esa noche no hicimos el amor. Ni ella me busco a mí ni yo a ella.

Me acosté a su lado pensativo. Reflexioné tanto que casi no pude dormir. “El crujir de la escalera y los pisos de madera del chalet seguramente le habían alertado sobre mi presencia y corrió a meterse en la cama. Quizás Luis David se había refugiado en una de las habitaciones contiguas. ¿Quién sabe?”. Con esa duda rondando mi cerebro no podía dormir. Cerca del amanecer al fin concilié sueño y quedé profundo.

Luis David utilizaba mucha droga. No sé si echó algo en mi trago, cocaína o ántrax para anularme, aunque sea momentáneamente.

Al otro día desperté pasada las ocho de la mañana. Al hacerlo escuché ruidos de voces que venían de la parte de abajo del chalet, a la altura de la cocina.

Carolina charlaba con Luis David en forma muy animada, cosa muy rara en ella, debido a que en varias oportunidades me expresó:

–Trato a ese sucio por ti, porque es tú amigo y socio… Él es muy poca cosa… Es tan ordinario, que no entiendo cómo fuiste a mezclarte con él.

Sin hacer ruido me levanté y aseé apresuradamente. Al verme bajar por las escaleras que conducen desde los dormitorios, en el segundo piso, a la cocina, Carolina volvió a fingir su trato tosco con Luis David.

Mi pequeña criatura, mi bebé querido, el Dorian de toda mi vida, estaba sujeto del coche, con su lindos piececillos colgando al vacío, a orillas de otra pequeña escalera que conduce a la sala del chalet.

“¿Qué pasó esa noche?... ¿Por qué ese cambio de trato tan repentino? ¿Luis David echó droga en mis tragos?”.

Una vez, cuando estaba soltero, durante un pequeño party en su casa, lo hizo. ¡Me drogó! Sin que yo me diese cuenta metió el polvo en mi trago. Todo para hacerme sentir ridículo y arrebatarme de mala gala a la joven que había llevado esa noche a su casa. Se divirtió un mundo con las payasadas que hice después. Dolores, quien también es drogadicta, se disgustó mucho y delante de todos los invitados le formó un atajaperros de mil demonios a Luis David. Luego él me pidió disculpas y todo quedó archivado en el baúl de los recuerdos como una broma de mal gusto, debido a que nunca, hasta ese momento, yo, pese a mi edad, había probado droga alguna en mi vida.

Pero hay más. La sociedad entre Luis David y yo para editar un semanario tenía poco tiempo de establecida. La situación política y económica del país se deterioró, por lo que el negocio comenzó a marchar mal.

Eso no me angustiaba. Sabía que tarde o temprano las cosas volverían a la normalidad. Pero a Carolina sí le preocupaba. Aunque es archimillonaria, debido a sus complejos y mezquindad, me recriminaba la falta de productividad. “Necesito un hombre proveedor a mi lado. Alguien que me trate como una reina y me de todo lo que pueda pedir por esta boca”, me decía en tono grave, señalándose sus sensuales labios e increpándome a que saliese en busca de fortuna.

Mi angustia y dudas, las cuales habían germinado durante el fin de semana en el chalet, no se debían sólo a eso, sino a las palabras de “aliento” con las que me recibía todas las mañanas Luis David en la oficina, las mismas que, en las noches, me repetía Carolina casi textualmente. “¿Qué conexión había entre ellos si Carolina no acostumbraba a hablar de esa forma?”.

La confusión iba floreciendo de la misma forma como crecía mi hijo: rápida y vertiginosamente. Era evidente que ambos estaban en sintonía. Es más, hasta los mismos artículos de opinión que Carolina me recomendaba que leyese, al llegar a la oficina Luis David hacía lo mismo. Ambos leían el mismo periódico. Y los mismos artículos, los cuales subrepticiamente se comentaban. Como soy dormilón y Carolina vive abatida por un constante insomnio, al igual que Luis David, seguramente hablaban por teléfono muy temprano, en la mañana, mientras yo dormía.

Quizás son pueriles coincidencias producto de mi inseguridad o de los celos. Pero, ¿qué decir de la acérrima defensa que hizo de Luis David cuando le conté que el abogado de éste había falsificado mi firma en el documento de constitución de la compañía?

Cuando se lo dije y manifesté mi intención de disolver la empresa, Carolina se indignó. Alegó que entre socios siempre hay diferencias y problemas, pero que no era nada del otro mundo. Expresó que la “simple” falsificación de una firma no era ningún delito.

¿Cuál era su propósito? ¿Tenerme bajo su control, saber dónde estaba mientras se encontraba en el depósito-tiradero con Luis David y yo, como un pendejo, tratando de sacar a flote el semanario? ¿A eso se debía su insistencia de no romper la sociedad?

Quién sabe. Aunque yo tenía otro gran motivo para separarme: Luis David era un adicto a las drogas. Sólo trabajando a su lado me di cuenta de lo grave del asunto. Por pura casualidad descubrí que un vendedor de otra compañía que funcionaba contigua a las oficinas del semanario, era el encargado de suministrarle cocaína, marihuana y no sé cuántos ‘explosivos’ más. Además, también tenía tenues sospechas de que también fuese traficante.

Cuando le confesé a Carolina mis temores, el más importante de los motivos para romper la sociedad con Luis David, entró en cólera, aunque en ese momento no asumió ninguna defensa.

Después de nuestra separación, si lo hizo. Ese día le comenté que a través de unos policías me había enterado que durante sus años mozos Luis David había estado en la cárcel, presuntamente por estar involucrado en un asalto donde hubo un homicidio. Le expresé que mí socio en su juventud era un criminal y antisocial.

Su furia fue total, no para apoyarme en una decisión que estuvo acertada, sino para defenderlo.







EL AHOGO DEL ALMA



11 de agosto.



El cristofué no me desampara. Todas las mañanas escucho su alegre canto invocando a Cristo.

Paso largo rato asomado al ventanal, pero no logro distinguir la tierna paz del bosque ni el color de sus flores. Todo es gris. Todo se ha opacado en mí. Ya no puedo deleitarme en su belleza como lo hacía antes. No hay brillo en ellos, porque no hay luz de vida en mis ojos.

¿Dios, por qué a mí?… ¿Dónde está tú infinita misericordia?… ¿Existes o eres producto de la fantasía de los hombres?... ¿Por qué no escuchas mis súplicas?... ¿Eres acaso sordo?... A los poderosos los ayuda, pero a los humildes y débiles nos abandonas… ¿Por qué?… No, no existes... No puedes existir si eres indiferente a la maldad del mundo… Sólo eres producto de la imaginación humana… ¡Al carajo entonces con la moral y la fe!… Para qué coño me han servido: ¿para sufrir?... ¡Mierda!

Hoy no tengo ganas de escribir nada. Me echaré sobre la cama y esperaré a que me fulmine un rayo o que el dolor me asfixie… Para qué seguir viviendo si siquiera Dios me escucha… ¿O es qué acaso esperas que me suicide?... ¡Sí, te lo preguntó a ti, Dios!… Es lo que buscas… ¡Qué me vaya a podrir en el infierno!... Entonces no eres Dios… ¿O eres Diablo y Dios al mismo tiempo?… ¿Es eso?… ¿Acerté?... ¡Sí, definitivamente eres sordo Dios, de otras forma de apiadarías de mi!

Al carajo con todo… ¡Te burlas de la fe Dios!… Estoy decepcionado.

¿Dónde?… ¿Dónde estará la caja de Lexotanil?… ¿Qué se habrá hecho?... ¿Dónde se habrá escondido? … ¡Oh!, al fin te encuentro, único sopor de mi tormento… ¡Te amo pastillita mía!







12 de agosto.



Tengo varios día, quién sabe cuántos, sin salir de la cabaña... Ni el arrullar del cristofué tranquiliza mi espíritu… Sólo cuando no hay nadie en los alrededores me atrevo a asomar por la ventana… ¡Ah, que aire tan puro!… No se parece en nada a mi podrido espíritu.

Estoy aturdido, pero necesito más tranquilizantes… Me hacen daño, lo sé, pero no me importa… ¡Los necesito, al igual que el alcohol!

Gracias al Diablo que mi amigo Juan, el médico del Hospital Universitario, me extiende los récipes morados como si se tratase de compras de caramelos.

Mis manos tiemblan menos. Siento que la serenidad perdida está regresando… Pienso... Doy vueltas por la cabaña como un desquiciado… Estoy indeciso, pero al fin me atrevo y marco el número de Luis David. Quiero comunicarle sobre la llamada anónima que recibí, pero Shirley, su secretaria, me informa que aún no ha llegado a la oficina y eso que él virtualmente amanece en ella.

A la media hora vuelvo a llamar. Tampoco se encuentra… ¿Se estará negando?... ¡Quizás!... No obstante le pedí a Shirley que le dijera que se comunicara conmigo apenas llegase a la oficina ya que se trataba de algo urgente. Por supuesto que era algo urgente… Mi desespero es algo urgente. Mi vida pende de él.

A eso de las diez de la mañana sonó el teléfono. Era él. Le conté detalladamente lo de la llamada anónima y siquiera mostró sorpresa.

Argumentó que todo era producto de la envidia, de mis enemigos. Que hubiese podido ser cualquiera, sin embargo el sospechaba de su abogado y confidente, el mismo que falsificó mi firma, al que yo nunca le cuadré y nos tratábamos con cierta diplomacia y distancia.

Me sugirió que no le diese más vuelta a la cabeza, que no perdiera más tiempo pensando en eso. A manera de justificación, dijo:

–Yo no tengo tiempo para enamorar a nadie… Mi trabajo no me lo permite. Por eso tengo el ‘depósito’, donde me llevo a cualquier bichita para que me lo chupe, que es lo que más me gusta.

¡Qué sucio, Dios mío!... No sé cómo se me ocurrió asociarme con él.

Analicé cada una de sus palabras e inflexiones de voz. Y me pregunto: No hubiese sido mejor haberme dicho, a manera de disculpa o asombro: ¡Dios mío, Leonardo, yo sería incapaz de algo tan bajo e indigno!, o ¡Coño, me ofendes!... ¿Cómo puedes creer algo tan sucio de mí?”...

Sin embargo, ni pío. No dijo nada de eso. Asumió el tema sin desconcierto, como si de antemano supiese lo que estaba sucediendo… ¿Raro, no?

¡Los dos, tanto Carolina como él, son unos hijos de puta!... Pobres seres.

Ya no estoy tomando whisky, siquiera del barato. Las finanzas han mermado, por eso estoy ingiriendo ginebra de tercera o cuarta, qué se yo… ¡A quién coño le importa se es basura o no!

Aquí en la montaña no hay nada que hacer… No me aburro. Sólo pienso, bebo, fumo y escribo este Diario. Lo hago de día, de noche o a la hora que el tormento me deje hacerlo. Salto días… A veces escribo los eventos de un día al siguiente y trato de ordenarlos lo mejor que pueda. Mí atormentada memoria a veces lo confunde todo… Escribo lo de ayer hoy o lo de hoy mañana… El tiempo no tiene significado para mí… Tampoco la cronología de los hechos, aunque parece que lo estoy haciendo correctamente… Lo real, es que cada letra que escribo la estoy viviendo y padeciendo…Todo está salpicado de dolor y verdades desgarradas.

Sé que entre los tranquilizantes, la bebida y los cigarrillos estoy cavando a pasos agigantados mi propia tumba… ¿Es una forma suicidio?… ¿A quién carajo le importa?... Además, nadie, ni mi familia, sabe que estoy metido en esta montaña. Aquí soy un desconocido. Un alma desesperada.

Ayer en la tarde, a eso de las seis, hice una pequeña fogata detrás de la cabaña y quemé todas las fotos de Carolina que tenía conmigo… El bagaje de la traición ardió con fuerza.

Casi entré en delirio. Entre trago y trago de ginebra reí a carcajadas viendo retorcer su imagen en el fuego. Era como si la puta adúltera se enroscaba de dolor en una pira de La Inquisición. Casi podía escuchar sus gritos de clemencia y sus movimientos cuando el fuego comenzaba a incendiarle el rostro.

– ¡Muere!... ¡Muere, puta adúltera!... ¡Muere bruja!... ¡Muere, puta inmunda! –alcanzaba a gritar en medio de mi gran borrachera de alcohol y tranquilizantes.

Lo disfruté con dolor y rabia, pero ese no era yo. Nunca había sido así. Jamás me hubiese imaginado hacer lo que hice. Varias lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. Luego sentí como un nudo en la garganta parecía querer asfixiarme. Las penas atenazan con más vigor que unas fuertes manos. Tomé un largo trago. Después otro. Sentí como la ginebra quemaba parte de mi garganta y parte de mis entrañas, pero aliviaba mi dolor y liberaba el cuello de la asfixia.

Cuando todo, las fotos y mis recuerdos quedaron convertidos en cenizas, comencé a botar a puntapiés los residuos por el barranco que estaba a dos pasos de distancia de donde me encontraba. De pronto sentí una mano invisible que contenía mi pie. Era la mano de la conciencia. Enseguida me arrepentí del perverso acto que había consumado y hurgué entre las cenizas para rescatar algunos pedacitos de fotos. Todo se consumió rápido. No había quedado casi nada.

Luego caminé hacia la cabaña contigua. Una larga cadena mantenía bajo raya a Danger, un fuerte perro pitbull color miel, mi inseparable compañero en el tormento y el dolor. Todos le temían por su ferocidad, menos yo. Éramos los únicos que nos quedábamos solos en la montaña y nos hicimos buenos y grandes amigos… Nadie aún lo sabía. Ese era nuestro “secreto”.

En medio de la atroz borrachera comencé a juguetear con él. Danger saltaba sobre mí con especial emoción y cariño. Alegre, con su lengua acariciaba mi rostro. Estaba feliz, y yo también… Al menos alguien me quería de verdad y desinteresadamente, aunque fuese un temible animal.

Los perros son tan nobles y fieles que merecen hacerles estatuas. No como la puta de Carolina, a quien le prodigué amor, devoción y pasión desenfrenada y me traicionó a la vuelta de la esquina. ¡Qué perra!… ¡No!, disculpen… Llamarla perra sería ofender a los caninos. A Carolina mejor le cuadra el calificativo de víbora depravada e inmunda.

Seguí jugueteando con Danger un buen rato. Saltaba sobre mí con cariño. Me divertí tanto, que por instantes olvidé mis penas. Tomé su hocico y lo acaricié un buen rato… ¡Nos besábamos!… No como hombre y mujer, sino como dos guerreros… Como dos seres que nos comprendíamos a la perfección…Aunque era un animal, había algo en el que me hacía presentir que era más humano que yo… Sentí en sus caricias y lengua áspera, un don divino. Tan tierno y fiero a la vez, pensé mientras lo acariciaba… Lo besé y el, agradecido, devolvió mis besos lamiendo mis mejillas con su lengua. ¡Qué paz me prodigaba aquel fiel animal! En esos instantes me sentí en otra dimensión. En una dimensión donde no hay fronteras entre lo animal y lo humano. En una frontera donde hay un sólo Dios para todo y todos. En un mundo donde el amor es más que una sensación humana...

En una de las tantas piruetas que dio alrededor mío, Danger me tomó por la manga del suéter que tenía puesto y me inmovilizó. Le pedí que me soltara, pero seguía jugueteando y haciéndose el tonto. Lo tenía fuertemente agarrado a la altura del brazo, aunque sólo retenía la tela. Yo estaba borracho, pero él no lo sabía. Quise zafarme, pero no hubo forma ni manera de hacerlo. La mordida de los pitbull es bestial, así como mortal, aunque en este caso correspondía sólo a un juego. Le ordené varias veces que me soltase. Pero no. El quería seguir jugando. No comprendía que, por mi parte, el juego había llegado al final.

Deseaba que me soltase para ir a buscar la botella de ginebra que había dejado cerca de la fogata, la cual el no me dejaba alcanzar si seguía con sus dientes aferrados de mi suéter. Tenía sed, mucha sed, pero Danger no lo entendía. Entonces decidí usar la fuerza. Comencé a halar con fuerza el suéter a fin de que lo soltase. Resultado: la manga se rompió y yo rodé dando cabriolas casi diez metros barranco abajo.

Caí boca arriba sobre una pila de bambúes verdes que los obreros que construyen las cascaritas habían cortado y puesto a secar, ya que los utilizan a manera de revestimiento de techo y paredes antes de recubrirlos con cemento.

Tuve, obligatoriamente, que haber perdido el sentido durante algún tiempo. Una hora, dos, o quizás más. Nadie pudo jamás confirmármelo. Yo tampoco lo recuerdo porque del golpe me desmayé.

Estuve tirado sobre el colchón de bambúes hasta eso de las nueve de la noche. Gracias a Danger, quien desconsolado aullaba requiriendo ayuda con su hocico apuntado hacia el fondo del barranco, se apersonó el vigilante de la finca para indagar qué sucedía. Al ver al animal inquieto, iluminó con su linterna hacia el sector donde el perro indicaba con su trompa. Ahí estaba yo, tirado boca arriba y sangrando por el rostro y, por la posición como había caído (a manera tortuga boca arriba) y los tragos, no tenía fuerza para incorporar por mí mismo.

Al verme, el vigilante se asustó y corrió en busca de ayuda.

Regresó con Robert, quien desde arriba pidió que no me moviese. Que si tenía algún hueso roto o algún problema en el cuello o la cervical, cualquier movimiento fuera de lugar sería peor.

Los dos hombres no sabían qué hacer. Estaban indecisos y no se atrevían a bajar en esa oscuridad, menos en un sitio como ese, infestado de serpientes venenosas.

Al rato llegaron Antonello y Fernando, el grandullón de la montaña y experto en artes marciales, quien quedó al verme tirado como muerto en el fondo del precipicio, no quiso involucrarse en “el rescate”. Antonello reaccionó de forma distinta. Le pidió la linterna al vigilante y decidido bajó a buscarme. Al llegar me extendió la mano y me ayudó a incorporarme. Le di las gracias y apoyado en él comenzamos a subir la cuesta.

Mi borrachera seguía tan viva como cuando caí, por ello empecé a hacer chistes sobre mi estado y en lo estúpido que había sido. Mientras subíamos Antonello escuchaba pálido, aunque, con algunas de mis ocurrencias, sonreía de vez en cuando.

Al llegar a lo alto seguí con los chistes. Todos se alegraron al verme vivo, aunque bastante magullado. Me dolían algunas partes del cuerpo, pero los dolores no eran agudos. Apenas los percibía. Todavía estaba anestesiado por todo el alcohol y tranquilizantes que había ingerido.

Ya dentro de mi cascarita, Robert, ayudado por la fuerte luz de la linterna, examinó los cortes que tenía en el rostro. Para tranquilizarlo le dije que no era nada, que apenas eran rasguños y que no se preocupase. Que todo estaba bien. Le di las gracias y le pedí que se fuese a la finca, que yo estaría bien.

No quiso. Mi cara parecía un mapa del tesoro. Rayas, equis y cortes por todos lados. Así habrá sido el tiempo que estuve inconsciente sobre los bambúes, que ya se me habían formado varias costras. Robert estaba sumamente nervioso. Sabía quién era y no quería pasar malos ratos si mis heridas ameritaban atención urgente. Sobresaltado me pidió que tomase una ducha a fin de limpiar parte de la sangre que había formado un horrible coágulo sobre mi frente y mejilla. Quería examinarme mejor, de otra forma no se iría. Necesitaba saber si debía llevarme esa misma noche a un hospital o esperar hasta el día siguiente.

Antes de complacerlo me serví una ginebra, la cual apuré de un tirón. Me metí en la ducha cantando y riendo. Fue un baño rápido, por lo que pronto salí. Algunas de las heridas se habían parcialmente secado, aunque por otras todavía salían diminutos hilillo de sangre, más después de frotarlas con las manos para sacarle toda la tierra y el sucio. Mi bata de baño blanca estaba hecha un asco, ya que con sus mangas secaba los residuos de sangre.

Robert volvió a revisarme. Está vez quedó tranquilo. No eran heridas profundas sino grandes excoriaciones, las cuales, como en ese momento nadie tenía medicamentos a mano, comencé a desinfectármelas con pedazos de papel toillette bañados en ginebra.

Viéndome de tan buen humor, Robert se despidió y bajo con su familia a la finca. El vigilante se fue a su puesto de control y Fernando a su cabaña. Antonello se quedó conmigo. Estuvimos charlamos y tomando ginebra hasta tarde. Desde ese momento nos hicimos muy amigos. Luego, el también se retiró a su cabaña, donde lo esperaba Luna, su novia.

Al quedar sólo me hice un auto examen. Consecuencias: excoriaciones grandes en la frente (lado derecho), nariz (suaves), boca, pierna y tobillo izquierdo, codo derecho, rodilla derecha, espalda y un fuerte dolor en el glúteo derecho, séptima costilla (me duele el pecho al toser o bostezar) y dolor más arriba del riñón izquierdo y un hematoma en el parietal derecho.

¡Lo sé!... Me hubiese podido matar… ¿Me habré caído por la serie de funestos pensamientos que tuve hacia Carolina y Luis David?… ¿O fue porqué quemé las fotos?… Si ella es una mujer casta, pura y mis deducciones falsas, cometí un imperdonable sacrilegio... ¿Fue un castigo divino?... Quizás, pero todos los indicios apuntan hacia la traición… ¿Será todo producto de mi fantasía o coincidencias infernales?... ¿Estaré desvariando?







EN LOS BORDES DEL DOLOR





13 de agosto.



Hoy estoy bastante adolorido. Los golpes comienzan a salir. La cara se me hinchó un poco… Parezco un disfraz con careta de monstruo. Me doy lástima a mí mismo y me desprecio cuando veo mi rostro y su lánguida mirada en el espejo, el único que tengo, el cual coloqué sobre un rústico armario donde tengo colgadas parte de mi ropa y algunos trajes, los cuales se están poniendo mohosos y blanquecinos por la descomunal humedad y a los hongos.

Me estoy convirtiendo en un ser miserable que disfruta auto flagelándose y luego se odia por eso.

A eso de las diez de la mañana tuve el valor de llamar a Dolores. Durante la conversación, entrecortada e imbuida de amarga sed de venganza, le sugerí que chequease los recibos telefónicos de Luis David, tanto del directo como el celular y el del depósito, su centro de lujuria y aberración.

Le pedí que indagase en los del mes de julio y principios de agosto y que al tener en sus manos los recibos, me entregase una copia para cotejar si en esos días hubo cruces de llamadas entre Carolina y Luis David. Me prometió que así lo haría.

Al colgar me embargó un profundo pesar y remordimiento. Me sentí vil e idiota al mismo tiempo, casi un mongólico.

Esa cacería de brujas le está haciendo mucho daño a mi alma. Pienso desistir… No tengo por qué atormentarme más. Sea lo que sea, se lo dejo en manos del Todopoderoso. En su sabiduría infinita sabrá qué hacer, y si las cosas deben ser así, si esa es su voluntad divina, que así sea. Trataré de no oponer más resistencia al destino para que todo fluya como debe ser, aunque me desangre por dentro. Me dejaré atrapar por la sabiduría de la incertidumbre. Necesito darle un poco de paz a mi espíritu…

Dios, mi querido Dios, hazme instrumento de tu amor infinito. Si a través del sufrimiento podré alcanzar la felicidad y paz interior, entonces hazme sufrir… No importa. Sabes, porque vives en mi, que lo único que deseo es paz y felicidad, no riqueza o poder… Mi Dios, si logro alcanzar la felicidad, concédeme el don para transmitir esa divina gracia a mis semejantes… ¡Déjame revelar tu misericordiosa bondad, Dios Todopoderoso!… ¡Ilumíname!... ¡Dame paz!

Mi alma grita pero nadie quiere escucharla. A nadie le importa mi sufrimiento… No le importo a nadie…



En la tarde le dejé a Carolina un mensaje en el celular. Ya no tengo como escribir e-mail. Todas las puertas se me han cerrado. El poco dinero que me queda lo “invierto” en alcohol, mi destrucción.

No obtengo respuesta. Debe haber dejado el teléfono en casa de su hermana, la endemoniada Angelice, ya que ella, supuestamente, está en Aruba.

En el mensaje le advertí -ya que me amenazó de muerte en varias ocasiones- que si llegara a sucederme algo (accidente, asalto, un disparo o lo que fuese contra mi integridad física), la responsabilizaría a ella, a su familia y a su amante. Le comuniqué que dejaría tres cartas en sitios bien precisos y ocultos, cuyas copias serían enviadas a los principales periódicos en caso de cualquier “fortuito accidente”.

¡Ah, qué estupidez!... Que metida de pata más estúpida… Estoy actuando como un miedoso pendejo… ¿Seré cobarde?... ¿Tengo miedo o sólo busco vengarme?... ¿Estoy tendiéndole una trampa?... Creo que no… ¿Qué le está pasando a mi cerebro?... Porqué actúo de esta forma. ¿Por qué estoy amargado y confuso?... Será…

Tarde en la noche, después de reprocharme una y mil veces mi imbécil acción, como conozco el sistema y la clave de acceso telefónico, me metí en la contestadora y borré el mensaje que dejé grabado… Es una vileza torturarla de esa manera, aunque ella a mi me ha súper torturado, tanto psicológica, como humana, moral y socialmente… ¡Bah, qué importa!

Carolina no ha tenido el menor remordimiento. A estas alturas no sé en qué parte de Aruba está, si es que en verdad viajo para allá. Como es una mentirosa compulsiva, cualquier cosa puede suceder con ella.

Por más que le insistí no me dejó el teléfono del hotel donde se hospedaría. Quería escuchar, aunque fuese a través del auricular, la voz y la cándida risita de mi adorado Dorian. Mi corazón se hubiese llenado de gozo y, quizás por breves instantes, habría vencido la amargura, que me persigue como mi propia sombra. Cada día lo aleja más de mí. Es una gran injusticia. Algo de locos.

Nunca le fui infiel. Ni cuando éramos amantes ni durante nuestro matrimonio.

Voy a montarle cachos… ¡Estoy decidido!... Le pagaré con la misma moneda… ¡Estoy harto de tanto masturbarme!... ¡Necesito una mujer!







14 de agosto.



El tormento no me desampara. Mi mente es un caos. Sólo pequeños destellos de paz iluminan mi espíritu. No sé hasta cuándo soportaré este sufrimiento.

– ¡La hiciste del carajo Dios!... Me quitaste de un sólo golpe a mis dos grandes amores: mi mujer y a mi hijo… No, no fue un golpe, sino dos grandes carajazos porque el dolor es arrrecho… ¡Te pillé Dios!… ¿No es verdad, coñito?

Hablo sólo porque en esta mierda, en mi cascarita y por los alrededores nunca hay nadie… ¡Sí, hablo solo!… Lo hago porque dicen que el silencio vuelve loco a las personas.

A veces le hablo a Danger. El parece entenderme. Lo sé porque lo presiento en su mirada. ¡Qué inteligentes son los animales!... Bueno, también hablo sólo para escuchar de mi propia y viva voz las pendejadas que salen de mi boca… ¿Pendejadas?… Sí son pendejadas, pero como las mujeres dicen que tengo la voz “aterciopelada y bonita”, así como de locutor, me gusta oír el sonido de mis putas palabras, aunque estas sean pendejadas… Además, a quién coño le importa esa vaina…

¡Estoy arrecho, muy arrecho! Todos los desastres me vinieron juntos. Ahora, como si el dolor de mi alma fuese poco, también me duele el culo cuando voy a cagar. Y es que la caída fue bestial. La rodilla me duele muchísimo y, por el maldito cigarro, la tos me aprieta dolorosamente la costilla contra el pulmón.

¡Coño, del carajo, Dios!... El humo me jode los pulmones por dentro y la tos los vuelve mierda por fuera... A mí todo me lo das por partida doble, Dios. Donde no me podrás joder, y ahí si no va a ser por partida doble, es con mi muerte… ¿No puedo morir dos veces, verdad?... ¿Qué?... ¡Sí!... Que la que estoy padeciendo ahora es una de las más terribles y dolorosas muertes: la del pensamiento y la razón…

¡Basura, Dios! Tú, más que nadie sabes que eso es basura. Tú me estás viendo... Sabes que estoy borracho y no loco. Dormiré un poco y mañana se me pasará la mona. A los locos no se les pasa su locura al día siguiente. Además, esos carajos casi no duermen… ¿No es así?... ¿Ah, te ríes?... Te ríes porque sabes que te amo y que soy un hombre recto y de buena fe… ¡Loco!... ¡Mi Dios loco!... ¡Te amo!...

Pero coño, Dios, porqué ella no me deja ver a mi Dorian… ¡Qué carajo le pasa por la cabeza!... No respondes… ¿Por qué no respondes?... ¡Está bien Dios, no me respondas!… ¡Ahora, además de sordo eres mudo!

La segunda botella de ginebra va por la mitad. La primera me la chupé en un ratico. Lo que pasa es que estas botellas son muy chiquitas. Deberían hacer una de dos litros.

Tengo mis ojos de borracho fijos en la foto de Dorian, la cual coloqué en el portarretrato que está sobre el armario. ¡Qué lindo es mi caraíto y cuánta falta me hace! Me dan ganas de llorar… Lo quiero hacer, pero las malditas lágrimas no quieren salir de mis ojos… ¿Los locos lloran?... ¿Y los atormentados?... ¿Qué pasa con ellos?... Dios, hey, dónde te has ido... ¡Respóndeme!... ¿Por qué nunca lo haces?... ¿Por qué huyes de mí?

Alguien se está robando los recuerdos… ¿Será el diablo? Todos los bellos momentos que viví junto a Dorian, llenos de ternura y caricias se esfumaron de mi mente. Muchos los percibo nublados… Es como si un tornado se los hubiese llevado a otra dimensión. Sólo una imagen queda viva en mi mente. La de los mediodías, cuando Elsa, la nana, después de haberlo bañado, vestido y peinado impecablemente, lo sentaba en su sillón y le daba de comer. Yo llegaba a casa a esa misma hora. Cuando me veía su alegría y regocijo eran casi divinos. ¡Qué pureza tan espontánea!... La expresión de sus ojos era tan angelical, que parecía un querubín. Al verlo sentía una inmensa dicha, tanto que quería devorármelo a besos. Era estar en el Edén. Si el Paraíso existe, en esos días yo viví en el. ¡Qué felicidad y qué alegría de vivir y amar tenía en ese momento!

Así es como lo recuerdo, en esa posición. Así, sentado en su alta silla durante sus almuerzos, fue la última vez que lo vi sin saber que fuese la última… Esa imagen quedó calcada en mi retina. Está soldada a mis recuerdos. Todas las demás, no sé porque traidores designios, se han ido… Se han borrado…

– ¿Tú lo sabes Dios?... ¡Claro, que lo sabes!...

Sí, ya sé… Eres mudo y por eso no me contestas.

Saldré de este infierno, lo sé, pero con muchas heridas. Espero que no sea en vano. Que del sufrimiento brote sabiduría y paz. Que después de esta amarga experiencia pueda sin rencor seguir brindando felicidad, alegría y paz a mis semejantes… ¡Qué dolor tan espinoso ciñe mi mente!



P/D: En la madrugada, después de terminar de escribir estas líneas, dejé el siguiente mensaje en la contestadora de Carolina: “Si quieres saber quién es verdaderamente tú nuevo hombre, manda a pinchar el 76789549, el teléfono de su depósito, su centro de depravación. ¡Chao!”.







15 de agosto.



Hoy desperté muy temprano, antes de que despuntase el alba. Apenas dormí un poco. Estoy muy intranquilo. Comencé a dar vueltas por la cascarita. He perdido el apetito y estoy adelgazando aceleradamente.

Aunque tengo una buena provisión de comida, no me provoca probar bocado. Casi siempre que entro al pequeño baño me doy un golpe en la frente. No es que yo sea muy alto, sino que la puerta es muy baja y como siempre estoy inmerso en mis pensamientos, olvido agacharme al entrar.

No sé qué hacer. Me tiendo en la cama y cierro los ojos. Las imágenes y funestos pensamientos me atropellan. Abro los ojos y el panorama que tengo delante de mí es aún peor. Los vuelvo a cerrar y para mis adentros comienzo a repetirme: No pienses… No pienses. No debes pensar… No debes pensar en nada… Nada, nada, nada, nada… No pienses, no pienses, no pienses, no pienses… Nada, nada, nada… Pon tu mente en blanco, en blanco puro, blanco….Blanco, blanco…No pienses…

Así, a veces, duro horas, hasta que quedo extenuado o dormido. Sin embargo esta mañana los pensamientos fueron más fuertes que yo y me dominaron. En vista de ello, me puse unos jeans, una franelita y zapatos de goma, tomé mi cuchillo de supervivencia y salí a caminar por una vereda que une a la finca con otras montañas. Necesito contacto con la naturaleza, tan sabia y callada. La humedad circundante proporciona un aroma profundo y relajante a rastrojos, árboles y pastizales. Esa sensación de vida y armonía me concede paz.

Bajo y subo colinas. Luego vuelvo a bajar. Cuando veo un sitio, el cual creo indicado, comienzo a escarbar con mi cuchillo en la falda de la montaña en busca de cuarzos. Lo mismo hago en los pequeños riachuelos. Esta es una zona rica en cuarzos. Cada montaña es una cantera de ellos. No obstante, hay que saber buscar, porque saben camuflarse muy bien. Esos cristales, tan vírgenes, relucientes y pulidos, me han seducido desde niño. Presiento algo mágico y celestial en ellos, aunque sé que son simples vidrios de relativo valor económico.

Alzo la vista y entre los túneles que forman un enjambre de bambúes me deleito viendo a las ardillas correr y trepar. A veces, la luz de la mañana los penetra tenuemente y deja filtrar entre sus cañas haces de una sutil luz blanquecina que parecen emerger del infinito Edén. Me extasío observándolos y me pregunto en mis adentros si emanan de la mirada de Dios.

La naturaleza, la misteriosa naturaleza siempre me ha alucinado. En ella no se percibe odio ni rencor. Todo es amor y dulce silencio. No hay sentido de prepotencia, soberbia o de posesión. Conviven unos con otros sin hacerse el menor daño. Una hermosa flor muy bien germina a lado de una hierba mala, así como un gigantesco y majestuoso árbol le da cobijo a una frágil y delicada orquídea. Todos es paz en la naturaleza. En ella no hay traiciones, sino un lenguaje silente de armonía y sabiduría. Desde los principios de los siglos, la naturaleza nos enseñó los secretos de la clonación de las especies, pero los humanos, en nuestra insólita ceguera, nunca nos hemos detenido a observar y estudiar sus divinas enseñanzas. Creo que la naturaleza, toda ella, así como la luz, es parte del ojo invisible de Dios, que todo lo mira y todo lo sabe.

Hoy el día, aunque soleado, amenaza con chubascos. El viento me trae su olor y así lo percibo. No obstante, no me importa y sigo caminando montaña adentro. A la distancia, gracias al reflejo del sol, veo como un trozo de manto gris se desprende con furia del cielo para estrellarse contra una ladera. Es un pequeño chaparrón aislado que tiene una nube negra de sombrero. Camina rápido por la fuerza del viento y se dirige en dirección contraria a la mía.

Sigo caminando despreocupado, aunque alerta, ya que el sector está poblado de serpientes, unas muy venenosas, otras totalmente inofensivas.

De improviso siento que algo penetra mi cuerpo. Una luz diferente a todas las demás. Alzo la vista y veo un gran arco iris, como de gel, que proviene de un lugar que, por mi posición, no puedo ubicar. Una caravana de mariposas amarillas, que las hay por montones en el lugar, lo atraviesan como partiendo a otra dimensión. Me miró los brazos y debido al sudor noto que reflejan colores, miles de ellos. Vuelvo a mirar hacia el cielo y sigo el camino del arco iris. En ese instante me percato que estoy en su final. Totalmente debajo del arco iris. ¡Qué éxtasis! ¡Qué emoción tan indescriptible! Mis ojos se llenaron de lágrimas y sin siquiera proponérmelo caí de rodillas y elevé las manos al cielo rezando una oración.

No sé por cuánto tiempo estuve así. Mi espíritu se colmó de paz. Cuando salí del revitalizante sopor, el arco iris ya se había disipado. Mis rodillas, más la que me había lastimado en la caída, estaban adoloridas ya que las había posado sobre una alfombra de pequeños pedruscos. Al incorporarme miré en los alrededores y no vi a ningún gnomo, tampoco una caldera repleta de monedas de oro. No obstante, sentí unas incontenibles ganas de escarbar.

Saqué el cuchillo de su funda y comencé a abrir un hoyo donde había estado arrodillado. Fue tan frenética mi faena que casi daño la punta de la hoja. Estaba escarbando sobre piedras y guijarros, por lo que decidí no seguir, aunque con las manos me puse a limpiar la tierra sobrante que estaba alrededor del pequeño hoyo. De improviso uno de mis dedos topó con algo puntiagudo. Era un cristal de cuarzo en forma de péndulo el cual, apartando delicadamente la tierra de sus bordes, saqué sin dañarlo. Es bello, hermoso y tallado como diamante por la madre naturaleza. Es mí recompensas y estoy feliz de haberlo hallado.

Se acerca el mediodía y decido iniciar el regreso. De pronto suena el celular, del cual nunca me separo, y siempre llevo en el cinto del pantalón.

Era el doctor Marcos Valera. Me llamaba para informarme que su colega, el doctor Antonio Alzurú, se había comunicado con él a fin de llegar a un acuerdo sobre la demanda laboral que yo había incoado el año pasado contra mi antiguo centro de trabajo, un emporio periodístico presidido por un magnate de las telecomunicaciones. Varela me dijo que se reuniría al día siguiente con los abogados de la empresa y que me informaría sobre los resultados en cuanto los tuviese.

–Mas vale un mal arreglo que un buen juicio –expresó antes de colgar.

Sí, es cierto y estoy de acuerdo con esa premisa. Pero primero deberé saber cuál es el tenor de la propuesta…

¡Al fin una buena noticia!

Le di las gracias al Todopoderoso. Sé que está de mi lado y a mí lado y que no me desamparará.

Quizás esta misma semana obtenga otra buena noticia, ya que Samuel del Valle me recomendó con Luis Macarena, un alto jerarca del gobierno, para trabajar en El Universo, un nuevo diario que saldría a la calle antes de noviembre.

Por cierto, había olvidado escribir que anoche hablé por celular con Cruz Lares, una gran y espiritual amiga. Ella fue dueña de una vanguardista galería de arte donde expuse en varias ocasiones. (La cuenta del telefonito me va a salir un ojo de la cara y no tengo dinero).

El pasado 28 de julio, ante mi desesperada insistencia, había ofrecido ayudarme en la venta de unos cuadros. Yo también pinto, por si no lo sabían. (Esto último que asiento es para quién o quiénes encuentren este Diario).

La vez que hablamos, Cruz percibió lo apremiado de dinero que estaba. Sin darme ninguna explicación, generosamente me pidió el número de mi cuenta bancaria para hacerme un depósito. Una especie de adelanto, regalo o préstamo, qué se yo. Como todavía no lo había hecho, la llamé. Me atendió muy amablemente, como siempre lo ha hecho, y se disculpó diciéndome que había extraviado el papel donde había anotado el número. Se lo di nuevamente. Le conté muy escuetamente la situación que estaba atravesando y sobre las sospechas que tenía de Carolina, a quien ella conoce desde nuestra época de amantes y de quien siempre me advirtió que no era una mujer que estaba en sus cabales.

Cruz me reconfortó con palabras dulces y plenas de filosofía de vida. Durante nuestra conversación me repitió muchas veces, haciendo especial hincapié, que repitiese constantemente las siguientes palabras: NAM MIOJO RENGUE QUIO, que corresponden, según dijo, a una oración divina y mágica que provenía de no recuerdo que hermética secta mística. Que tuviese fe, ya que era infalible.

Bueno, es el caso que cuando comencé a subir la montaña de regreso a la cabaña, la venía repitiendo sin parar, tanto mentalmente como de viva voz. Aquí los únicos que pueden escucharme son los pájaros, ardillas y víboras. Por ello las gritaba a todo pulmón. No obstante, alguien más tuvo que escucharme. No si fue coincidencia, ni que significan o traducen esas palabras, ni de qué idioma se trata o de dónde proviene, pero ¡funciona!, ya que en esos precisos instantes entró la llamada del doctor Varela.

¡Alabado sea el Señor!… ¡Te adoro Dios!

Por cierto, hoy 15 de agosto, en la noche, chequeando esta misma agenda donde comencé a escribir el Diario, me percato, por las anotaciones que siempre hago al final de la página, que el 12 fue el cumpleaños de Luis David. O sea, el mismo día que yo llamé a Dolores. Ella no me dijo nada de la celebración, como tampoco lo hizo Luis David el día que lo visité en su oficina. ¿Raro, no? Él siempre me adulaba e insistía para que asistiese a sus fiestas de cumpleaños. ¿Será que no me invitó porqué Carolina estaba en Aruba y él ya sabía (por boca de Carolina) que estábamos separados? ¿Por qué siquiera me lo recordó? Cuando estábamos trabajando juntos siempre me repetía insistentemente que el día de su cumpleaños haría una gran fiesta en su chalet de montaña, por lo que rogó que Carolina y yo no le fallásemos. Cuando lo visité en su oficina no dijo nada del asunto.

Aunque el supiese que estaba separado (como de hecho sospecho que lo sabía), si tenía su conciencia limpia me hubiese participado lo de su cumpleaños. Pero, ¡no! Como es tan bocón, tuvo temor de que a algunos de sus arrabaleros y aduladores amigos, por la gracia de los vapores etílicos, se le hubiese escapado alguna infidencia que me diese a entender que el muy puerco se la estaba follando.

PAUSA IMPORTANTE. Un pequeño punto y aparte. Debo pasar de un tema a otro para atar cabos en mi mente.

Me asaltó el recuerdo de una llamada muy extraña que recibí de Nicola Sorrento (sólo llama cuando le interesa averiguar algo), un mafioso que conocí durante mis correrías de soltero con las misses, quien me hizo preguntas muy capciosas sobre mis relaciones con Carolina. Él también es gran amigo de Luis David. ¿Están confabulados contra mí? Como son de la misma calaña y ambos hacen negocios sucios, cualquier cosa se puede pensar… Cuando recibí esa llamada no había vestigios claros de una separación. Raro, muy raro.

A medida que reflexiono, aumenta mi decepción y dolor. Definitivamente, Carolina es una mujer psicológicamente muy enferma. Alguien, alguna vez, no recuerdo quién, me habló de que era maníaco depresiva. No sé cuál es el tenor de esa enfermedad pero, la verdad, es que ella se la pasa en una depresión continua, la cual data de hace muchos años. Según me decía durante nuestras tertulias de cama, sufre de insomnio y migrañas desde que era muchacha. En ese entonces creí que no era nada alarmante, pero después me dijeron que con el tiempo podría conducir a la locura. No sé que le deparará el futuro, pero temo por mi hijo.

Todos esos presentimientos, intuiciones, esas punzadas que sin estar enfermo percibía en el plexo solar, muy al lado del corazón, semanas después de comenzar a trabajar con Luis David y a las posteriores conversaciones de alcoba con Carolina, eran un alerta, un aviso de lo que vendría después.

Fui un ciego y un tonto, porque a pesar de que mi corazón me lo advertía a gritos, mi mente se resistía a darle crédito.

Ahora, más que nunca, entiendo las acérrimas defensas que hacía cuando yo intentaba, con toda razón y bases, de desenmascarar a Luis David. En sus argumentos Carolina daba entender que yo era un imbécil, un fracasado, un hombre, según me recriminaba constantemente, que “no podía pagarle ni un café”.

Soportaba calladamente todas sus humillaciones. Yo, que fui tan espléndido con los demás y tan desprendido cuando tenía dinero, debía escuchar semejantes palabras de mí esposa, la loca millonaria. Ambas cosas son ciertas: sus siquiatras y cuentas bancarias así lo confirman. Y lo será mucho más, no sé si más loca que millonaria, cuando su padre muera, acontecimiento funesto que ella ruega que pase lo antes posible, porque lo odia profundamente, odio el cual conjuga con su codicia de heredar parte de su fortuna. La ambición de Carolina rebasa los límites de toda cordura.

Cuando éramos amantes, durante los delirios que tenía después de tomarnos unos cuantos tragos y hacer el amor, en varias oportunidades me confesó el desamor por su padre. Es más, durante una noche de ebriedad y sexo, ante un sutil pero muy calculado interrogatorio mío, me contó que había sido… No, mejor no digo lo que dijo… ¡Da asco y no quiero repetirlo! De ahí, supongo, comenzó sus peregrinar por todos los siquiatras de la ciudad.

Me asombró y asqueó tanto aquella confesión, que nunca más toqué el tema, aunque se había clavado en mi subconsciente como una espina. Sin embargo, un buen día, cuando el alcohol y las continuas sesiones de sexo no había hecho tanta mella en mí, pero si en ella, le pregunté sobre la terrible confidencia. Quería indagar, quizás por una sádica curiosidad periodística, cómo había ocurrido aquello y porqué. Siquiera me dejó finalizar. Sin sorprenderse me dijo que ella nunca había dicho eso, que todo era una “elucubración mía, una deducción falsa”. Pese a lo embarazosa de la pregunta ella, que es tan explosiva y soberbia, siquiera se molestó. Esa noche hubo sexo “sucio” y aberrado, tal como le encanta a ella.

Me gusta el sexo. Vivo por y el placer. Quizás soy un aprendiz de hedonista, pero en mí el placer y deseos no se conyugan con las aberraciones. No sólo le encantaba que la penetrase las veces que quisiese por detrás, no sólo buscaba el orgasmo inmaculado de los amantes que se prodigan amor, sino demandaba un placer más allá del placer. Un placer “sucio”, incoherente. A veces teníamos cuatro o cinco orgasmos en una sola y continua sesión. No obstante, para ella eso no era suficiente, menos beberse mi semen con placentera devoción. ¡No!, ella quería más… ¡No, no es ninfómana!, hasta donde sé. Simplemente es una ¡depravada!

Sí, todo es cierto, y lo digo con vergüenza, no por venganza. ¿O quizás sí?… Bueno, sea como sea lo escribo para mí. Además, nadie leerá esto. Lo asiento en este Diario debido a los tiranos recuerdos y para hacerle honor a la verdad. Aunque, confieso, al menos estas y quizás otras confesiones, las anoto con una profunda rabia salpicada de odio. Lo confieso… Ese letal y amargo sentimiento me ha atrapado.

En nuestro tiempo de amantes, en unas de sus confesiones de alcoba, una vez me relató con precisión asquerosa detalles, de cómo su ex novio, un ingeniero, al igual que ella, utilizaba dos consoladores: uno se lo introducía por detrás y el otro por delante mientras ella se lo chupaba. ¡Es una maldita puta!

Recuerdo también que en más de dos oportunidades, mientras su amorfa anatomía desnuda estaba anudada a la mía, con su cara de tonta y vocecita de yo no fui, refirió con naturalidad:

–Uno está todavía ahí –expresó indicando la parte superior de una especie de armario que estaba ubicado a la derecha la habitación de su antigua casa, insinuándome que lo bajase y se lo metiese por el ano.

Me asqueé de tal manera que hice caso omiso.

¿Qué por qué seguí con ella? No lo sé. Esa pregunta me la hago una y otra vez sin hallar respuesta… ¿Qué coño sé y quién coño lo sabe?... Supongo que son cosas del amor o designios del destino.

Sí, eso es mierda, lo sé. Aunque, reconozco, no tengo una verdadera y sólida respuesta a esa interrogante.

En esos tiempos la estaba pasando muy bien y, ni remotamente, pensaba casarme con ella. Por ello, p’al carajo con todo.

Aunque hoy los recuerdos fluyen como manantial, dejaré, por ahora, de un lado las aberraciones de mi esposa, y me sumergiré en otro recuerdo.

Según me contó Carolina, la más grande de las venganzas que pudo consumar con éxito contra su padre, fue sustraerle de la caja fuerte el poder absoluto que le hizo firmar a todos sus hijos sobre el control de las compañías que poseía. Nadie, en ese entonces, podía mover ni un centavo ni un bien sin la aprobación del padre, quien era el hacedor, dueño absoluto y legal de toda la fortuna de la familia.

Sucedió durante el tiempo que su padre, Don Sanzio, tuvo que huir hacia Miami por el escándalo de una quiebra fraudulenta de un banco del cual era accionista principal. Ella, quien había indagado la combinación de la caja fuerte de la compañía, sustrajo el poder, forjó unos documentos y con la asistencia de una abogada amiga revirtió todo y vendió, en principio, una casa que su padre le había construido en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Con parte del dinero que obtuvo, se metió en el negocio de un hotel, cuyo presidente es un judío gordo y mofletudo que, luego me enteré, se ligó sexualmente con ella. ¿Una ladrona, una delincuente o una enferma mental? Que juzguen los demás, yo no.

“El que roba a su padre, es hijo que causa vergüenza y acarrea oprobio”, dice la Biblia. Para ella estas frases es papel para limpiarse su culo ajado.

El odio que hay entre padre e hija es tan fuerte, que en un e-mail que Carolina le envió a su hermana Sandra, quien vive en Italia, le relató que su padre le había dicho que no se montaría en un avión con ella ni muerto. Eso fue en la oportunidad que la familia estaba preparando un viaje para asistir al bautizo del pequeño hijo de Sandra.

–Yo voy a heredar una pequeña fortuna… Muy pronto (cuando muriese su padre, cosa que deseaba vehementemente) voy a tener mucho poder –me decía para seducirme cuando comenzamos a salir.

Yo no le hacía mucho caso, aunque la cosa me sorprendía nauseabundamente.

Creo que lo mismo se lo repetía y repetirá a todos sus hombres para atraparlos rápida y de forma contundente.

¿Quién coño se cree esa maldita?… ¿La reina de Saba? … ¡Porquería!

Sí, lo sé. Vengo de un supuesto encuentro espiritual y destilo más odio que el diablo. Me disculpan, pero no puedo contenerme. Mi ira es más grande que yo.

Son tantas las historias de sus desvariaciones y desviaciones, que podría escribir una novela de más de dos mil páginas con esas experiencias.

Y hablando de desvariaciones, que más bien son aberraciones sexuales, bajas y pueriles, con un ingrediente de depravación tal, que dan asco, ganas de vomitar, relataré que un día lúcida y serenamente -aunque dudo que así fuese, ya que vive siempre adormecida por un cóctel de drogas tranquilizantes- me contó de su relación con otro ex novio, a quien conoció mientras asistía a un simposium en el Mozarteum, una especie de charla sobre la vida y obra de Mozart.

Con frialdad y un aparente asco que la deleitaba, comenzó a narrarme de aberraciones y consoladores. Me causó tanta repulsión, que tuve que ponerle la mano en la boca para que no siguiese hablando.

Aún no entiendo porqué lo hacía. Yo soy un hombre sexualmente activo, ardiente y complaciente. Todas las mujeres que estuvieron conmigo me calificaban de buen amante y, por supuesto, ella también. En el sexo soy incansable. Doy todo, ya que mi máximo goce es complacerlas en la cama. Me encanta saberlas plenas, cansadas y satisfechas. Los gritos y los ahogos de éxtasis de las cientos de mujeres que estuvieron conmigo aún retumban en mis oídos. Quizás alguna fingió, es posible, pero nunca todas. De otra forma no me hubiesen llenado de regalos, amor, mimos y dinero… ¡No!, no piensen mal. No les cobraba. No soy ni era ningún gigoló. Ellas lo hacían para halagarme. Por su hacia amor mí. Y lo hacían sin ninguna presión o interés de mi parte. Sólo le gustaba la forma de cómo me les entregaba, intuían mi sinceridad, además, las complacía, las llenaba.

Pero con Carolina, mi maldita perra gorda y amorfa, aunque todo comenzó con una pasión desbordante, día tras día fue cambiando. Al parecer su enfermedad depresiva, no le hacía entender el verdadero sentido de la familia y el amor. En su trastorno lo que priva es la lascivia y el placer incontrolado por otros cuerpos y formas… No sé, eso me dijeron que pasa con los mitómanos, con los maníaco depresivos, con los que sufren un tipo de trastorno que se llama bipolar.

No sé si por el arco iris o por el diablo, que nunca me abandona, hoy tengo más voluntad y fuerzas de escribir que los días anteriores. La ira… ¿Cuál ira? ¡Esto ya es odio!... ¡Lo mío es puro odio! Lo percibo, tal como si fuese el aroma de un café recién colado, cuando desciende por mis entrañas y luego me abraza con rabia. No hago nada por librarle de él. Me gusta. Es mí válvula de escape.

¿Ay infortunio miserable por qué escucho el corazón y no me dejo llevar por la razón?

Sigo con los recuerdos, pese a que me atormentan. Pero no puedo ser objetivo ni leal a mí mismo, si no digo la verdad. Si la manipulo o tergiverso. Si no saco todo de adentro, aunque se profundicen las heridas de mi alma ya desecha.

Carolina se la da de gran señora, pero ese disfraz le queda muy grande, el que le ajusta es el de puta, aunque se crea muy santa y devota. Por eso no pierde oportunidad para, en un santuario improvisado que hizo aledaño al comedor de la casa donde vivía con ella, encender velitas a los santos, entre ellos a San Miguel Arcángel, Santa Bárbara y la Virgen de la Rosa Mística.

¡La muy puta ofende a los santos!... ¡Es una sacrílega!

¡Cuántas veces no me suplicó que la penetrara por el ano!, cosa que a mí no me da mucha nota. Y después se la da, entre sus amistades y familia, de santurrona y se persigna ante el más insignificante comentario de sexo honesto.

¡Hipócrita puta!… ¡Porquería es lo que eres!... ¡Falsa de toda falsedad!

Estoy escribiendo con odio, ahora más que nunca y me lo reprocho. Me hace sentir vil y cobarde… Pero metido en esta montaña sin nada, desesperado y con apenas un poco de aliento en qué más puedo pensar.

“Y qué pretendes, ¿disfrazar tú vida?... ¡Bah, al diablo con todo!”, escucho que aprueba en débil susurro mí conciencia.

En época de mis correrías de soltero anotaba en la agenda de trabajo, además de los recordatorios de cumpleaños, reuniones, compras y lugares y hora de eventos, detalles sobre todas y cada una de las mujeres con las que me acostaba. Comencé a hacerlo para protegerme de la constante amenaza del Sida, la cual siempre estaba latente sin importar condición social o moral de la mujer. Mucho más en mi caso, ya que casi nunca o muy pocas veces usaba protección. A las mujeres con las que me acostaba no les gustaba que usase condón. Muchas, si me lo ponía, se sentían ofendidas en “su amor propio”. Era una presunción de desconfianza. Y cómo iba yo a desconfiar de ellas, si me “amaban”. “Si tú eres el único hombre con el que me acuesto”, decían. Y toda ese rosario de cosas que siempre dicen las mujeres para hacerse ver ante nuestros ojos como castas, puras e inmaculadas, como si fuesen la mismísimas reencarnación de la Virgen María. Y uno, como es débil, terminaba por complacerlas y evitaba la protección. Por eso anotaba cada una de mis correrías en la agenda.

Era una especie de Bitácora de Amor. Al pie de la agenda escribía día, hora, tiempo de estadía, hotel o casa, las veces y cómo lo hacíamos y cuántos orgasmos lográbamos. No había aberración en mis anotaciones, sino supervivencia. Si por mala suerte me contagiaban de Sida no iba a acusar ni exponer a ningún inocente. De no haber llevado la Bitácora, en caso de infección hubiese tenido que señalarlas a todas ante los médicos y autoridades sanitarias. Figúrense el escándalo con las que estaban casadas. Sería someterlas al escarnio público. Le habría desgraciaría la vida a ella y a toda su familia. Sería criminal e imperdonable. Por eso me organicé de esa forma. Para deducir de dónde provendría cualquier eventual contagio, que en personas como yo era, siempre estaba latente. De esa forma, gracias a la Bitácora sabría a quién dirigirme e increpar. No habría falsas acusaciones y mantendría confidencialidad con las buenas e inocentes otras mujeres. Le recomiendo esa modalidad a todos los solteros. De esa forma se protegen y protegen. ¡Gracias a Dios que durante toda mi vida nunca me pegaron nada! Siquiera una pequeña infección… ¡Suerte la mía!

Cuento esto en el Diario, porque en víspera de mi separación, Carolina hurgó en mi biblioteca y consiguió tres de mis viejas agendas, cuya existencia casi había olvidado por completo, y comenzó a leerlas.

Las guardaba porque en las nuevas agendas anuales nunca actualizaba el directorio telefónico. En caso de hacerme falta equis número o dirección sabría dónde buscarlo. Me servían, pero nunca creí que servirían para mi propia destrucción.

Cuando Carolina “descubrió” las agendas, pongo comillas porque nunca estuvieron encubiertas, sino a la mano en mi biblioteca, explotó iracunda. Quizás fue parte de la puesta en escena que había maquinado desde hace algún tiempo. No lo sé. No sé si todo lo planificó cruel y fríamente ya que sabía de la existencia de las notas marginales, porque en una oportunidad se lo comenté, aunque creo que no sabía que ella también estaba incluida en ellas. Es posible, conociéndola como la conozco, que utilizó el asunto de las “agendas” como el detonante que acabaría con nuestra vida en común. Era el pretexto perfecto para justificar su aberrante conducta posterior.

Al parecer, leyó todo o parte de ellas, no sé. No obstante, hubo un sólo reclamo: la forma (en los casos donde se patentizaba su aberración) como yo describía su lascivia. Desvariada, negó todo. Que solo hacía el amor por el ano para complacerme (¡qué mitómana!), que se bebía mi leche porque yo se lo pedía y que era falso que después que terminaba, se iba al baño -la sorprendí en dos oportunidades- a masturbarse mientras se duchaba.

Nunca aceptó razones, menos los motivos que indujeron esas notas marginales. Sabía que cuando las comencé a escribir estaba soltero, que tenía cinco años de divorciado de mi segunda ex, y que lo hacía para protegerme del Sida, por ello ella la larga lista de anotaciones y de mujeres. En la época en que comenzamos a hacer el amor, yo no sabía quién era Carolina, menos que iba a ser mi esposa. La creía una más, por eso la incluí en mis agendas de “protección”.

La mayoría de los escritos le gustaron a “santa” Carolina, porque en ellos relataba lo tanto que la amaba y lo bien que la pasaba con ella. Mucho más donde reseñaba nuestros múltiples y seguidos orgasmos llenos de pasión y amor y lo tanto que la amaba, pero le molestó la parte en que la mostraba psicológicamente enferma.

Eso no le gustó. No le agradó la forma como conté la primera vez que la penetré por el ano: ella, como estaba muy impaciente y seca por detrás, y era lógico que así estuviese, comenzó a escupirse saliva en la mano, la cual iba poniendo en mi pene para que la introducción se diese rápida y sin dolor. Ese era, o es, su desespero: ¡Lujuria, placer llevado a los confines del hedonismo!

A veces la hacía llegar muy rápido, otras no podía. Es difícil hacer llevar al orgasmo a una mujer que se la pasa todo el día con un pepero encima, drogada con antidepresivos, obnubilada y con una carga de culpa y rollos más grandes que el Empire State.

No debía casarme con ella, lo sé. Fui un tonto y romántico soñador. Creía que su alma era pura y que, en todo caso, podría corregir en el camino todas sus desviaciones. Creía que todo se debía a carencia de afecto y amor. Que su problema era, precisamente, ese: ¡Falta de amor y afecto! Creí, falsamente, que al entregármele de cuerpo, alma y espíritu, cambiaría. No fue así. Era pedirle demasiado a la vida y al amor. Ya estaba dañada, mental, física y espiritualmente y yo no podría lograr el milagro… No soy un Dios.

Su indignación, presumo, no fue tanto por lo que escribí, sino porque alguien, por primera vez, la retrató fielmente como era. Nadie, supongo, jamás se lo había dicho tan cruda y lacerantemente. Yo la desenmascaré sin querer. Esas notas eran mías, parte de mi intimidad, de mi vida sexual con ella. Nunca las releía, ya que lo hacía a diario y todo sucedía muy rápido. Sé que muchas eran asquerosas, pero no menos ciertas. Por ello, cuando Carolina las leyó, las que más la involucraban en su depravada lascivia, las quemó inmediatamente en un caldero que puso a arder en la terraza del pent house donde vivíamos, según me reveló ella misma con rabia. En esa oportunidad, cuando aún la comunicación entre los dos no se había roto, me confesó que de las tres agendas sólo guardaba una, la cual tenía a buen resguardo en su caja de seguridad del banco a fin de utilizarla, cuando quisiese, para destruirme. Es tan sibilina, que seguramente guardó la que más le convenía para fines inconfesables.

Nunca, pero nunca, debí casarme con ella. Me dejé llevar por la soledad, ese tipo de soledad que, pese a que frecuentaba personas distinguidas y hermosas mujeres, sólo logra llenar el amor, la entrega sublime con una alma gemela. Y yo, estúpidamente, en ese entonces creí que era ella: la seductora “ingenua”, la mujer de voz dulce, suave y complaciente, que me arrastró al matrimonio como a un novato boy scout.

Fue un mal paso. Lo intuía, pero no quise hacerle caso a los alertas de mi corazón.

Mujeres tenía a granel, pero quería, más que nada en el mundo, consolidar una relación seria, un hogar, hijos y una familia. Quería, a toda costa, ¡ser feliz!... No a su dinero, como mil veces me lo recriminó, porque yo, en esa época, ni puta idea sabía quién coño era la muy perra… Lo digo con ira momentánea, pero, la verdad, es que realmente la amé, fuese puta, loca o aberrada. En el instante que el amor acaricia el alma de un hombre, no importa lo puta que pueda ser una mujer, ya que su corazón no lo percibe. Sí, lo reconozco, al principio no fue así. Simplemente la veía como a una más del montón, porque tanto en mi ciudad, como el resto del mundo, está lleno de almas que sólo buscan sexo más que amor.

Si no hubiese sido por la maldita insistencia de la celestina de Rosalía Urbaneja, la mejor amiga de Carolina, nuestra relación hubiese terminado enseguida. Desde el mismo momento en que estuvimos por primera vez juntos. Cuando se fue corriendo del hotel donde estábamos hecha un mar de lágrimas. Pero no, ella se empeñó, le doró la píldora.

En aquel entonces nos reconciliamos por la intermediación de Rosalía, quien insistió e insistió, llamándonos por teléfonos a uno y otro para que nos contentáramos.

Esa cabrona, que es una puta de muy vieja data y experiencia, solo socorre a “las amistades” que después por sus favores sentimentales puede sacarle provecho personal o económico.

Luego vino la plácida vida, el anuncio de que estaba embarazada y el repentino matrimonio.

Según los médicos, lo de su embarazo fue un milagro, ya que Carolina tenía apenas un pedacito de ovario, debido a que la otra mitad y media se los quitaron debido a una gastroplastia mal hecha, y las Trompas de Falopio obstruidas, por lo que no podía tener hijos. No tanto por el pedacito de ovario, que si hubiese podido salir embarazada, sino por las Trompas taponadas.

Si bien su gestación fue motivo de felicidad, también fue de desdicha, ya que se tuvo que apresurar la boda a toda velocidad.

“Qué dirán, un hija de Don Di Sanzio, madre soltera... ¡Válgame Dios, nunca en el mundo!… ¡Mi padre me matará!”, alegaba a fin de acelerar el matrimonio.

La escuchaba asombrado, ya que no percibía delito por ningún lado. No le veo delito a un embarazo, sino más bien felicidad. ¿O no?... ¿Lo hay? ¿Hay delito? Hoy en días más del cincuenta por ciento de las mujeres en el mundo son madres solteras y no pasa nada. El planeta sigue girando y cada quien en lo suyo. Nos hubiésemos podido casar después y con calma. Además, nunca me supe explicar de dónde provenían todas sus aristocráticas pretensiones, esas ínfulas de sangre azul que esgrimía a cada instante con prepotente soberbia, si su padre, hombre trabajador y muy respetable, era un inmigrante italiano que durmió casi en las calles durante mucho tiempo hasta que unos paisanos suyos le dieron trabajo en una sastrería. Luego fue obrero y albañil y pasó oscuros años antes de convertirse en constructor de grandes edificaciones, con las cuales amasó su gran fortuna. A él, que es hombre de pocas, muy pocas palabras, lo felicito, respeto y admiro, por su esfuerzo y abnegación. ¡Felicitaciones! Pero, ¿de dónde germinó el abolengo que ella cree poseer?... ¿De su mente enferma?... ¿De la fortuna que su padre amasó con tanto sacrificio?

¡Eso lo podría presumir yo, que desciendo en línea directa de Napoleón Bonaparte!... No, no es juego, ni estoy delirando. Eso al menos, es lo que está escrito en mi árbol genealógico.

Ya que la ira se ha clavado en mí corazón, la utilizaré a discreción: lo que más quiero en este instante es que Carolina y toda su familia se pudran en el infierno. Porque todos, sin excepción, me han lastimado, herido y espiritualmente humillado. ¡Pobre gente, qué lástima me da!

Definitivamente, la humildad es una virtud y ellos siquiera conocen esa sencilla palabra… ¡Dinero!... Dinero y poder, es lo único válido para ellos. Como si así, a través del dinero, se puede adquirir felicidad y amor. El amor no se compra. Se puede comprar una cama, una casa, un buen automóvil y sexo, pero nunca el amor.

Por esa desvirtuación de valores es que esa familia está toda enferma, tanto física como espiritualmente. Padecen de corazón, cáncer, úlceras, riñones, ovarios gastritis y mente, hasta donde sé, ya que no conciben que el éxito que tanto pregonan tener, no sólo se obtiene a través de los negocios y el dinero, sino también por el atesoramiento de una vida espiritual sana, la cual brinda salud y felicidad.

Todos ellos son seres materialistas y de poca fe. De misericordia y humildad nada saben, aunque todos los domingos vayan a misa como borregos. ¡Qué Dios los perdone y se apiade de ellos y les muestre el verdadero camino a la paz interior y al amor!

¿Soy una mierda?… Sí, pero animada por Dios, porque si contara detalle a detalle todas las aberraciones de Carolina, mi Diario se convertiría en una letrina, en una copia pornográfica de Los Placeres de Chun Fú, pero mi ética obliga a callar... Mi noble alma me lo permite.

No soy alcohólico, aunque en estos aciagos días estoy bebiendo mucho, más de lo que jamás había hecho. Presiento que de seguir así pronto podría convertirme en uno.

Estoy fastidiado. No sé porqué coño escribo si nunca nadie se va enterar de esto, de esta mierda que con dolor estoy garabateando.

Pero, coño, debo contarlo… ¿Por qué?... ¿Quién coño sabe el porqué?... Lo único que sé es que haciéndolo me siento vivo, me alejo un poco de la muerte. Mi mente deja de pensar en cosas oscuras, en cosas que puedan acelerar mi muerte. No puedo someterme a la tortura de mis pensamientos las veinticuatro horas del día. Debo alejarlos. Son dañinos. Escribir me mantiene vivo y me rescata del abismo.

Además, ¿qué puedo hacer en esta montaña?... ¿Masturbarme?… ¡Más todavía!... ¡No!... Lo único que me tiene vivo es el Diario….Es la vida, los recuerdos y el odio los que me mantienen de pie.

Oh, inconmensurable desierto de mis pensamientos: ¿Dónde está la vedad?... En mis ideas, o todo es un loco artilugio de la incontrolable mente... ¡Habla!... ¡Dime!... Vacía tú voz en mí para comprender los caminos del bien y del mal… ¿Dónde nace el manantial de la verdad y dónde el de mis pensamientos?… ¿Dónde comienza el día y dónde termina la noche?... ¿En el infinito o en nuestras mentes?… ¿Esa es la vida?... Sólo días y noches… ¿No hay aurora ni esperanza?... ¿Sólo blanco y negro?… ¿Dónde están los grises?... ¿Te olvidaste Dios?... Aunque todo es preludio de muerte, lo prefiero antes que este tormento.

– ¿Envanecido? –pregunta mi conciencia.

–No, nunca nadie se envanece del dolor y el sufrimiento –contesto de viva voz.

Estoy demasiado deprimido. Le voy a poner una P/D (posdata) a mi relato. Mañana, espero, será otro día. Hoy ya no puedo con mi alma. Me he tomado casi dos botellas de ginebra, y ni mis ojos, ni mi cuerpo y mucho menos mi mente pueden seguir garabateando el Diario.







UN CARRUSEL, UNA TORMENTA



16 de agosto.



Muero poco a poco. Día tras días. El sufrimiento es el peor de los venenos. Es lento pero letal. Sé que debo seguir, que la vida es lo más bello e importante y que uno no puede echarse a morir por un sentimiento de amor. Pero, ¡Dios mío, cómo horada el alma!... ¡Qué sensación de muerte tan cruel y desgarrante!

Por más que me lo repito, no entiendo qué delito cometí contra la humanidad para que Dios me condene a tan doloroso castigo.

Anoche estaba muy atormentado. No sé si más que hoy o menos que mañana. Quizás hoy esté peor, no obstante, no voy a dejar de escribir. Es lo único que me hace palpar que estoy vivo.

Poco a poco me voy acostumbrando a mi cascarita y a la vida en la montaña. Por ahora tengo tres fieles e incondicionales amigos: el cristofué, mi automóvil y Danger. Al menos tengo algo, otros tienen menos que yo...

Sufro, ni se imaginan cuánto. No obstante, como me creo macho, soporto calladamente. Creo que entre mi dolor está el cielo y Dios y como nunca he pecado mortalmente, seré salvado…

– ¿Estás divagando?, escuché que pregunta mi conciencia, la cual se halla escondida en algún recodo lejano de mi alma.

–Si esto es divagación, la prefiero a la maldad del mundo exterior. Al menos aquí, en la montaña, no me siento agredido por nadie, sólo por mis pensamientos, a los cuales venceré –contesto para mi adentros.

Anoche escribí atormentado, con ira… ¿Fue odio? No lo sé, ya que aun no sé distinguir las fronteras entre la ira y el odio. Tampoco cuál de los dos es más dañino. Lo que es a mí, los dos son pura mierda destructiva. No le hace bien a nadie. Más bien mata. Sí, el odio mata lentamente a aquél que odia. La otra persona, o sea la odiada, bien gracias. A veces ni se entera y está tranquila, gozando. ¿Quién carajo inventó el odio? Por supuesto que tuvo que ser el mismísimo diablo. El hijo de puta se divierte un mundo atormentándonos a los humanos. Nosotros somos sus payasos, su circo, su salón de juegos. El odio, oh Dios. ¡Qué daño hace! Ese sentimiento nunca en mi vida lo había palpado. Creo que me infectó. Que soy víctima de su maligna y venenosa ponzoña.

No releo lo que escribo y nunca lo haré. Me importa un carajo lo que escribo, si lo hago bien o mal, pero una cosa es cierta, está salpicado de dolor y de sangre, de esa sangre que se desgarra silenciosa dentro de todo mí ser. Eso no importa… ¿A quién le importa?... Sólo sé que debo seguir adelante, escribir sin parar. De otra forma los pensamientos me arrojarán al caldero del infierno. No es masoquismo, sino la última voluntad, el testamento de un desesperado. Escribir. Sólo pido que Dios me deje escribir y no me atormente tanto la conciencia.

El no pensar pensando es la mejor arma que he encontrado para sobrevivir y atenuar el sufrimiento. Ocupo mi cerebro en otras áreas: escribir, masturbarme, buscar cuarzos, limpiar la cascarita, soñar a través de la ventana y tratar de ganarle la guerra a hongos y humedad, ya que mis trajes están deshechos.

El día tiene veinticuatro horas y el día siguiente también, y el otro y el otro igual. Si no pienso y duermo, todo está bien. Pero si pienso y no puedo dormir, todo está mal. La medicina que aprendí para sobrevivir es agotarme en otras distracciones a fin de evitar que la mente me flagele. Ella y yo estamos librando una gran batalla. Aunque ahora me esté ganando, al final espero triunfar.

¿Cómo hacerlo?... Por ahora no preguntes conciencia, porque no se qué contestarte. Por ahora déjame escribir antes de que mis pensamientos turben el recuerdo.

Hoy, a las once de la mañana, llamé a Luis David a la oficina. Le expresé que le daba una semana de plazo para disolver la compañía y que si se resistía lo demandaría penalmente. “Y eso no te conviene”, amenacé.

Quien hablaba no era yo, sino una persona diferente a la que siempre he sido. Mi voz tañía a rabia, inseguridad y maldición. Una agria pasta, amalgama de dolor, impotencia y debilidad, estaba inserta al final de mi garganta. Él la percató.

–Estás equivocado. Eso no es así –manifestó refiriéndose a mi rabia, intuyendo que todo lo hacía por mi sospecha. De la supuesta la relación adúltera que sostenía con Carolina.

Pero cuando le comuniqué la decisión de demandarlo, cambió de tono y contestó:

– ¡A mí no me puedes hablar así! –y enseguida colgó.

Esa no es la actitud, ni la respuesta de un “amigo” a otro, el cual, sabe, está sufriendo. Yo, en su lugar, habría esgrimido una y mil razones a fin de disipar toda duda o sospecha. Lo hubiese invitado a verme personalmente, para que, frente a frente, viéndonos a los ojos, comprendiese su error y se percatase de mí inocencia. Pero no, como se siente culpable y temeroso, no sabe qué decir ni qué argumentar. Su respuesta fue casi una admisión de culpa.



Por la tarde estuvo por mi “refugio espiritual” -que quieres conciencia, ¿qué diga infernal?- un jeep patrulla de montaña. Los policías le preguntaron a los obreros de quién eran “esos automóviles” -refiriéndose al de Antonello y al mío-. Antonello, quien ese momento salía de su cascarita para dirigirse al suyo, les notificó que ese era su auto. Se subió en el, lo encendió y se fue. En cuanto al mío los guariqueños, los chiquillos-obreros que construyen las cabañas, le dijeron: “Ese es de un inquilino que vive allá abajo”.

Yo apenas había regresado a la montaña unos minutos antes. Los estaba observando desde abajo, a través de una rendija de la cortina de bambú.

Cuando los polizontes se fueron, los guariqueños se acercaron hasta mi cabaña y me informaron. “Eso es muy raro -aseveraron-. Ellos nunca vienen por aquí”.

El hecho, aparentemente insignificante o supuestamente rutinario, llamó mi atención y me puso sobre aviso, ya que Carolina, entre la cadena de gritos, maldiciones y amenazas que profirió la mañana del ocho de agosto, dijo, entre otras cosas, que “me había denunciado ante la policía”, no sé porqué motivo. No lo recuerdo porque estaba tan histérica y chillaba tanto, que era humanamente imposible retener en la mente toda su loca verborrea, aún más para un alma atormentada.

Echado sobre la cama quedé pensativo. Así duré más de una hora, dejándome patear por las ideas y deducciones.

Casi como robot de juguetería me incorporé, fui hacia el baño y, como de costumbre, volví a golpearme la frente.

Si mi padecer no me enloquece, lo van a lograr esos golpes en la cabeza. Entré, oriné y lavé la cara… ¿o fue al contrario? Bueno, qué importa, hice mis cosas, salí y comencé a carraspearme la garganta y luego pronuncié algunas palabras para probar mi voz, quería escucharme para oír que tan deprimente sonaba. Por supuesto que no dije el “¡Hola, Hola!... ¡Probando…probando!... Un… dos…tres…”, tal como hacen los locutores para afinar el sonido del micrófono antes de comenzar un espectáculo.

Después del corto ensayo, creyéndome seguro y con temple, tomé el celular y marqué el número de Carolina y le dejé el siguiente mensaje: “Se que ya me tienes ubicado, mi amor. Fue un excelente trabajo policial y yo un imbécil descuidado. ¡Chao!... No, mejor dicho, “que te vaya bonito”, y temblando de desaliento colgué.

Luego llamé a Doris, la doméstica que dos días a la semana va a casa para ocuparse de la limpieza general. Le pregunté por Elsa, ya que tenía días sin poder comunicarme con ella. Esta me dijo que Carolina la había despedido.

¿Por qué?...Una mujer tan devota y cariñosa con Dorian. ¿Qué había sucedido? Si Elsa estaba siempre con el bebé, le prodigaba más mimos y dedicación que su propia madre… ¿Será realmente cierto que Elsa dejó la casa?... ¿Carolina la echó para meter sin espías ni remordimiento a algún hombre en la casa?... ¿Tenía miedo de que ella abriese la boca y me avisase?

Sí, lo sé, son meras especulaciones. Pero con una mujer como Carolina, se tiene, obligatoriamente, que ser suspicaz.



Casi al final de la tarde hablé con el doctor Valera. Me notificó que durante la entrevista con el doctor Alzurú éste le había ofrecido la ridícula suma de cuatro millones para concretar un acuerdo en la demanda. El pidió quince, de los cuales la tercera parte irían destinados a pago por sus servicios.

Lo consultaré con la almohada que, por cierto, mañana tendré que asolearla porque huele a moho. No obstante, no aceptaré esa humillante oferta. Quizás veinte millones me harían recapacitar o, en todo caso, su oferta más un contrato de trabajo en el mismo emporio periodístico. Eso me place.

P/D: Cuando me califiqué de “imbécil descuidado”, lo dije porque hoy, antes de volver a la cascarita me acerqué hasta el supermercado donde hacía las compras con Carolina, el cual está cerca de mi antigua casa. Allí compré unos caramelos y dos botellas de ginebra. Al salir fui a la misma gasolinera donde iba con Carolina y rellené el tanque del auto.

Estoy casi seguro que me siguieron hasta la montaña. Por ello la presencia del jeep policial en esa zona tan boscosa e intrincada.

Me tiene sin cuidado si ubicaron “mi residencia”. Pero, si los acontecimientos cambian, escribiré de verdad las tres cartas-denuncia. Uno nunca sabe: Luis David siempre está rodeado por una tropa de malandros, a quien contrata para que presionen y “disuadan” a sus deudores a pagarle las viejas facturas que les deben. La otra, Carolina, siempre dice que tiene mucho poder y que gracias al dinero puede hacer lo que la da la gana. Las cartas no serán garantía de nada, pero si un instrumento para inculparlos y se haga justicia en caso de que sean tan locos y traten de hacerme daño.

¡No, definitivamente, no! No tengo miedo, ni pienso correr o volverme paranoico… ¡Coño, es que quiero joderlos de cualquier forma, no importa si eso me cueste la vida!







EL TEMOR DE LA NADA



17 de agosto.



Hoy no estoy tan acelerado. Bueno, a decir verdad, el alcohol y los tranquilizantes, aunque son pura mierda, a veces hacen milagros. ¿Será que son parte de Dios?... ¡Coño!, nunca se me había ocurrido eso, pero voy a racionalizarlo.

¿Por qué no?... Coño, si Dios está en todas partes, entonces, ¿por qué es tan descabellado pensar que también esté en un trozo de pastilla o en un líquido “espirituoso”, tal como llaman al licor esa pila de coños de madre que se la pasan por la vida borrachos y jodiendo a la humanidad?

La vaina no es tan loca. Yo no soy ningún pendejo, ni estoy desquiciado, sólo atormentado, que no es la misma cagada. Bueno, lo siquiatras saben de esa mierda, y de mí sólo podrán decir: “Está pasando por un mal momento, pero no es nada preocupante ni grave. Pronto se le pasará”.

¡Cabrones farsantes!... ¿Qué coño saben ustedes de la mierda que destila la mente de los que sufren en el infierno?... ¿Acaso su profesor de psiquiatría fue el mismo diablo?... ¿La universidad donde se graduaron fue el averno?... Ellos adivinan, simplemente, adivinan y comparan. La psiquiatría todavía está en pañales o, mejor dicho, está por nacer aunque unos locos se aventuren en decir que conocen cómo funciona el cerebro humano y cuáles son las motivaciones que lo hacen actuar de tal o cual manera… ¡Pura mierda especulativa!.. Puro conductivismo imbécil… ¿Por qué si todos dicen que yo soy una persona cuerda, que actúo como cuerdo, que soy inteligente y demás, mi cerebro funciona en dirección contraria a la razón y el raciocinio más elemental aunque, a simple vista psiquiátrica se afirme que soy el Rey de la Cordura? ... ¡Bah, eso es basura!... Mejor me voy a lo de siempre porque hoy tengo muchas cosas que anotar en este Diario. Quizás nada trascendente, aunque para mi últimamente todo es trascendente.

¡Es todo tan doloroso!... Todo esto me mantiene vivo, pero al mismo tiempo me entierra poco a poco. No es fácil escribir, sea con odio, con ira o con maldad, sobre lo que uno más amó en la vida. Mucho más si de por medio está una angelical criatura. Es tan jodido, que nadie se lo imagina. Sólo los que lo han vivido, y habrá millones, saben lo que estoy pasando…

¡Qué duro es, Dios mío!... Supongo que esto, porque el sufrimiento no tiene sexo, juega igual para hombres como para mujeres. Bueno, como ellas, las del sexo débil son más fuertes que nosotros, los machos, presumo que se les hará más fácil soportar todo. Además, como tienen totona, la herramienta que abre todas las puertas, ¡hasta la del infierno!, y por la que Adán perdió el Paraíso e imperios completos han caído durante toda la historia de la humanidad, su recuperación debe ser más directa, penetrante y sumamente placentera.

Aunque no soy gitano, a veces me lo creo. Debo tener algún gen, algún ancestro de ellos vive en mí. Estoy a punto de convencerme que es así.

La irracionalidad me está seduciendo. La veo danzar cerca de mí, muy cerca. Busca meterse en mi cerebro, pero siempre que trata de penetrar en mi interior la esquivo con un movimiento rápido de cabeza… Tal como hacen los boxeadores.

¡No!, no es así… ¡Miento!... Es mentira, estoy burlándome de mí mismo. A veces, y más en mi tormento, un poco de humor amargo y negro como la peste me hace bien y sonreír. Sí, me río solo y de mí mismo. Eso, por instantes, me saca de las cavilaciones.

He estado leyendo la Biblia, una pequeñita de bolsillo, que empaqué junto a mis cosas cuando me vine a la montaña.

Esta mañana la abrí al desdén y mis ojos fueron a caer directamente en un Proverbio que dice: La insensatez del hombre tuerce su camino, y luego contra Dios se irrita su corazón.

Me pareció que iba directamente dirigido a mí. Quizás Dios no es tan mudo como creo y me está hablando a través del Libro Sagrado… Quizás.

He dejado de anotar muchas cosas en el Diario y no es por falta de tiempo, ya que me sobra.

Aunque muchas de estas líneas están cargadas de rabia e indignación, son reflejo de la realidad. La realidad que vivo ahora, aunque cuando todavía no había vestigios de tormenta en mi alma, todo fluía con intensidad maravillosa, transparente y llena de amor, que es lo único que sé dar. A mí manera, claro está, pero no por eso deja de ser amor puro, sin velos y sincero. ¡No todo, por Dios, fue malo en mi vida!

Si en estos momentos estoy amargado, a veces arrepentido por haber sido tan claro y sincero, es otra cosa. Quizás la de ahora sea una contrición temporal, pasajera, producto de la rabia que me agobia, arrastra y me hace sentir idiota y culpable. Culpable por haberme entregado con pureza. Pese a mi carga de defectos, inobjetablemente era un amor puro, despojado de vilezas y engaños. Es la única forma en que amé y amo a Carolina, aunque debido a mis reproches, producto de su personalidad misteriosa e inescrutable, a veces, o muchas veces, aunque no tantas, ella me decía que la hería. Soy impulsivo y extrovertido, lo sé. Por eso, todo lo que tengo por dentro, por pequeño que sea, lo desbordo. Lo suelto sin tapujos. Es un defecto, claro está. Pero un defecto producto de un amor devoto y limpio, donde cualquier vestigio de duda te desgarra el corazón. “¿Si me amas tanto -me decía Carolina- por qué me recriminas?”.

Si no la hubiese amado, quizás nunca le hubiese reprochado absolutamente nada. Habría sido frío, falso e indiferente, pero como la amaba reaccionaba como un adolescente.

Esta noche, a eso de las 7:30 p.m., le dejé en su grabadora del móvil algunas estrofas de la canción No puedo ser feliz, de Soledad Bravo. La estaba escuchando en mi reproductor y me identifiqué tanto con la letra, que no pude resistir la tentación de dejarle ese mensaje de amor. Luego, antes de cerrar, con voz cargada de lacónica tristeza, le recordé: “¡Te amo!... ¡Te amo!”.

Se debe estar riendo de lo lindo, porque, al parecer, no está en Aruba, sino aquí, en Caracas… ¡Qué sé yo!



En la mañana intercepté un mensaje que Rosalía, La Celestina, dejó en el celular de Carolina. Estas fueron sus palabras: “Carolina, necesito que me llames, tengo que hablar contigo. Me urge verte… ¡Chao!”. ¿Y su mejor amiga no sabía qué estaba en Aruba? Además Marieta, la tía pobre de Carolina y la más discreta de sus confidentes, vive alquilada en la parte de arriba de la villa de Rosalía. Marieta, al menos, tenía que saber dónde estaba Carolina y si ella lo sabía también debía saberlo Rosalía. Entonces, ¿por qué dejar ese mensaje a una persona que supuestamente regresaría a la ciudad a finales de septiembre o principios de octubre?

He llamado a casa de la hermana de Carolina en diferentes horas y días, y nadie contesta el teléfono. ¿Dónde están? Y es que Carolina es tan misteriosa, que es difícil, casi imposible, saber lo que pasa por su atolondrada cabeza.

Y mi hijo, ¿dónde lo tiene? Cómo estará. Dios mío, que angustiante y atormentadora situación. El pobre bebé ya se debe haber olvidado de mí. Ya han pasado tres semanas desde que lo alejó de mi cariño y presencia.

¿Juzgar o no juzgar? Sé que es malo, pero esa es la gran interrogante que ronda mi cabeza. Carolina es muy cruel, siempre que se molesta con alguien brota de ella una crueldad infinita. ¿Qué culpa tiene el niño si yo o ella hemos fallado?... ¿Por qué le arrebata mi cariño de esa manera? No es justo ni humano.

La foto de Dorian es lo único que alegra mis recuerdos, pero a veces desvío la mirada para no verla. Aunque todavía no he estado en llanto, el manantial contenido en mis entrañas se quiere desbordar cuando veo el portarretrato con su foto. Sus ojitos, cuando veo sus ojitos que me persiguen por toda la cabaña, cierro los míos o repito la oración que me sugirió Cruz Lares, quien, por cierto, parece estar burlándose de mí (o sigue indicaciones de Carolina), porque el bendito depósito todavía no lo ha hecho. Ya han pasado muchos días. Debo tener dignidad en mis penurias y no volverla a llamar.

¡Mi hijo!… Hijo mío, qué Dios te bendiga siempre y te colme de dicha y felicidad. Sé un gran hombre. Enriquécete en la humildad, en la bondad de tú corazón. Ama a tus semejantes sin importar el color, condición social o raza y serás un Elegido, un hombre de Dios… Yo soy…, o era, así, pero me tocó en esta vida pagar una deuda kármica. La estoy asumiendo con valentía, con nobleza. Dios me dará fuerzas para resistir este duro golpe. Pero nunca, nunca jamás dejaré de amar a Dios. Aunque en estos momentos libro una feroz batalla interior con Él, nunca perderé la fe ni la esperanza. Seguiré adelante mientras Dios me siga dando fuerzas y alimentando mi atormentado espíritu. Pero jamás, jamás, abandonaré mi amor por Dios y el que profeso por ti… Te repito, ama, ama a todos. Hasta las cosas que ahora veas feas. En otro momento de tú vida te parecerán hermosas. Ama a la naturaleza, al aire que respiras y serás feliz, muy feliz, porque siempre estarás en comunión con Dios, el Omnipotente, el Omnipresente, el que todo lo sabe, ve y decide, porque Él es la inteligencia superior que mueve al mundo. Es amor y el amor en todas sus formas. Es el todo, la energía celestial. Cuando seas grande, siempre que puedas lee en la Biblia el capítulo 13 de Corintios I, y nunca te separes de sus sabias enseñanzas… ¡Nunca lo olvides!

Hijo mío, termino estas líneas bendiciéndote y confesándote que, escribiéndolas, al fin brotaron lágrimas de mis ojos, aunque todavía no he estallado en llanto. No sé si lo haré… Hijo, recuerda que el llanto es un sentimiento puro y que también los hombres lloramos. Voy ahora, después dejar el lapicero, a releer el capítulo 13 de Los Corintios. ¡Qué Dios te bendiga y te haga hombre de fe cristiana, hijo mío!... ¡Dios te ama y yo también!



Hijo, son las 9:20 de la noche. Acabo de releer el capítulo 13 de Los Corintios y me volvió a conmover. Siempre que lo leo me sucede lo mismo.

Pero no es eso lo que quería contarte. Sino que, leyéndolo, te presentí, te tuve en mis manos… Te vi a mi lado, jugando y riendo… Haciendo travesuras… ¡Te sentí a mi lado de carne y huesos mientras lo leía!... ¡Qué dicha indescriptible!

En Corintios 13 hay un párrafo que dice: “El amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser… Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, jugaba como niño, más cuando fui hombre, dejé lo que era de niño… y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres, pero el mayor de ellos es el amor”.

La Biblia que tengo conmigo, hijo mío, es una pequeñita que le regalaron, según la dedicatoria, a tú madre el día de San Bernardino, y que estaba tirada en la habitación donde ella me confinó durante la dos últimas semanas que estuve en casa. Fue parte de mi equipaje cuando salí. Ahora está abierta, en ese mismo capítulo, al lado del portarretrato con tú foto… ¡Qué Dios te bendiga!

Hoy no tengo ganas ni voluntad de seguir escribiendo. Quizás mañana anote mis desesperanzas de hoy… Por ahora no puedo más. Escucho tropeles de muerte que se avecinan y me asalta un miedo incontrolable. La debilidad y la torturante angustia minan mí amargo corazón. Además, estoy borracho, completamente borracho, tanto de odio como de alcohol… Dios, ¿dónde estás?... ¡Dímelo!…Dices que eres luz y sólo veo oscuridad… ¡Ayúdame!







18 de agosto.



La noche se roba al día y con él la efímera paz de mi corazón. ¡Qué largas son las noches y cuán grandes los demonios que deja emerger!

La otra noche, no recuerdo cual de las últimas, me recosté cansado, con ganas de dormir. Entregarme a un sueño profundo a fin de evitar ser torturado por los pensamientos. Cerré los ojos y tras de ellos vino la oscuridad, profunda y absoluta. No obstante duró sólo pocos segundos, ya que de la oscuridad comenzaron a surgir sombras difusas que fueron tomando formas de seres humanos. Todas de color ocre con suaves salpicones teñidos de verde y vino tinto. Parecían como dibujados al pastel. Uno a uno, en total eran unos siete u ocho, me fueron rodeando. Otros se sentaron en la cama, junto a mí. No proferían palabra. Únicamente me observaban y yo los observaba a ellos, ya que aún teniendo los ojos cerrados los veía como si los tuviese abiertos. Mis párpados parecían transparentes. No me asusté, tampoco me causaron alegría, sino una gran curiosidad. Por ello los miraba y volvía a mirar. Uno de ellos, que se sentó cerca de mis pies, en la cama, tenía un suéter manga larga en forma de “V” con unos arabescos de un color verde desteñido y opaco. No dejaba de observarme y yo a él. Ese, al menos, parecía de mí época, no así la mayoría de los otros que, con sus largas y despeinadas barbas parecían haber salido de siglos muy lejanos. Me deleitaba observándolos. En sus ojos había paz, una infinita e indescriptible paz. En la lejanía, aunque no era tan lejos ni tan cerca, otros seres iguales, desdibujados pero visibles, se venían acercando a mí. Al principio parecían nubes marrones llevadas al desdén por el viento, pero a medida que se aproximaban comenzaban a tomar las mismas formas humanas que los demás. Todos eran hombres, de diferentes edades y estaturas. Ni una mujer pude ver entre ellos. No sé por cuán impreciso tiempo los acompañé y dejé que me acompañasen. Me daban tanta paz, que hubiese estado junto a ellos toda la noche o quizás toda la parte de vida que me queda. Por ello, no entiendo qué impulso repentino me hizo abrir los ojos. Quizás subconscientemente quería indagar que no se trataba de una visión, sino que verdaderamente estaban allí, conmigo, en la cabaña. No obstante no fue así. Al abrir los ojos no estaba nadie junto a mí. Sólo las sombras propias de la noche y de los objetos. Ellos habían desaparecido. Volví a cerrar los ojos y por más que los busqué entre las penumbras de la ansiedad, no los encontré. Repetí el procedimiento varias veces y nada. Resignado, no quedó más remedió que dejarme abrazar por el sueño.



Hoy, a las 8:33 a.m. recibí una llamada de Luis David. Me participó que ayer desayunó con el doctor César Vásquez y Dulce Inés Ramos, una antigua amiga de Rosalía Urbaneja, ya que trabajaron juntas como ejecutivas de publicidad en la revista donde yo era director. Ella también es una celestina.

El doctor Vásquez, a quien profeso un profundo respeto, era mi “vecino” en las combativas y ácidas páginas de opinión del diario La mañana. Lo admiraba como articulista y el a mí, según me expresó en infinidad de oportunidades.

En nuestra corta conversación Luis David me dijo que el doctor Vásquez, hombre culto, quien tuvo muchos cargos de relevancia en los últimos dos gobiernos, estaba dispuesto a invertir sesenta millones en el proyecto de nuestro semanario.

Seco, preciso y con un odio infinito hacia ese canalla, le ratifique mi decisión de no seguir con el proyecto y de disolver, lo más pronto posible, la empresa debido a que tenía otros proyectos en vista.

Por supuesto que no tenía nada en mente. ¡Y qué coño voy a tener si vivo inmerso en un tormento! Se lo dije para esquivarlo.

–Tú estás muy equivocado. Yo soy tú amigo –ripostó molesto haciendo alusión a la supuesta o real recriminación que le hacía con relación a Carolina.

No hay nada oculto entre cielo y tierra y algún día toda esa podrida verdad saldrá a flote.

Porqué no expresó: “Habla con ella y verás que no existe nada de lo que te imaginas. O: “Definitivamente me obligas a hablar con ella para aclarar las cosas”.

El muy bruto se pone en evidencia siempre que habla conmigo. No me dijo lo que yo preferiría oír de su boca debido a que, de antemano, sabía que ella no estaba en el país, sino en Aruba o en otro lado y que, por los momentos, no tenía acceso a ella sí, realmente, la muy puta estaba de viaje.

¿Por qué las “defensas” que Luis David me esgrime son lacónicas y no tienen fuerza ni contundencia, cuando desde que lo conozco siempre ha sido un gran manipulador, un hombre de mil palabras, como buen comerciante y vendedor que es?...¡Claro!, porque carece de razón y argumentos sólidos.

¡Qué difícil es hablar con una persona que presumes se está follando a tú esposa!… ¡Qué difícil!... Imaginártelos desnudos, en la cama y haciendo las cosas que hacía contigo y quién sabe qué otras aberraciones más, mientras se burlan y ríen del pobre pendejo que andas por ahí sufriendo, padeciendo y con ganas de suicidarse… No se figuran lo doloroso que es… ¡Por eso es que las matan!... ¡Me cago en ellos!

Estoy fumando demasiado. Anoche me chupé dos cajas y si no fuese por el Lexotanil de seis miligramos, no hubiese pegado un ojo. Hoy ya llevo ocho. Trato infructuosamente de quitarme con una esponja de metal los tatuajes, porque ya no son manchas, de nicotina de ambas manos, y lo único que logro es dañarme los dedos. Me acabo de tomar otra dosis de 6 mg. de lexo. Me siento dopado, pero parece que es lo único que aplaca un poco mi espíritu atormentado.

PAUSA DE DUDA: Durante la conversación con Luis David, cuando él me expresó que estaba equivocado, yo le riposté que poseía grabaciones y él no dijo ni pío. ¿Raro, no?

De la tal Dulce Inés Ramos, publicista del emporio editorial donde yo trabajaba, debo decir que es una reconocida celestina, la mujer que le suministraba “muchachitas tiernas y complacientes” a Luis David cuando éste quería “agasajar” a alguien o a un grupo de personas con quien pensaba cerrar un negocio que lo beneficiaría. Por supuesto que dependía de la clase o tipo de individuo, aunque a la mayoría de los hombres les encantaba que los premien con sexo. Luis David es un psicólogo social nato. Antes de dar un paso estudia muy bien al o los personajes. Los interroga en busca de su lado débil y si se trata de mujeres y tragos, allí entraba en juego Dulce Inés Ramos. La llamaba por teléfono y le decía que le preparara el “escenario” para la velada. Que necesitaba tantas o cuantas mujeres, todas jóvenes y bellas, por supuesto, ya que en la noche llevaría a unos personajes de suma importancia a su apartamento. Que tuviese lista la música –le decía de qué tipo, según el o los invitados- y que en la tarde le enviaría con uno de sus empleados el whisky y los canapés. Que arreglase bien las habitaciones y rociase perfumador, porque la noche iba a ser caliente. También, por supuesto, le aseguraba un buen pago por sus servicios.

Normalmente el tipo de personas que van a esos encuentros de placer son militares, diputados e individuos con cargos de relativa importancia dentro del gobierno.

Sé todo esto porque antes de casarme con Carolina, Luis David me invitaba a participar en esas bacanales que Dulce Inés preparaba en su casa, mujer que, por cierto, yo le presenté. Fue durante la celebración de un cumpleaños de Dulce Inés, el cual se llevó a cabo en un elegante club privado del este de la ciudad. Ese día, no sé porqué motivo, andaba con Luis David, y, como tenía pendiente ese compromiso, lo invité a que me acompañase. Estaba reacio en asistir, ya que tenía problemas con Dolores, su esposa. Su hogar siempre ha sido un infierno de mil demonios. Pero cuando le dije que las más bellas y putas de las mujeres de la ciudad asistirían, se dejó de dudas y accedió de inmediato en acompañarme.

Fue una espléndida velada, llena de gente hermosa y alegre. Dulce Inés, quien siempre nos mantuvo a su lado, nos presentó a varias de sus chicas, a quienes no perdimos tiempo para demostrarles nuestros “encantos”. Todo se desenvolvió entre risas, champaña y buen whisky, salpicado de seducción y promesas de amor.

Llegó la hora de cortar la tarta. Dispuesta en una mesa adornada con flores estaba un espléndido pastel repleto de fresas y chocolate, presidido por una larga y fina vela color miel. Los invitados nos reunimos a su alrededor a fin de cantar el consabido Cumpleaños feliz. Con mi yesquero encendí la mecha y antes de comenzar a cantar, Dulce Inés pidió que esperásemos unos segundos. Se sacó un fino anillo de brillantes de su dedo y lo ensartó en la vela a fin de que el aro se deslizara hasta el final de la tarta. Cantamos disparatados y con frenesí la canción de cumpleaños. Al finalizar, Dulce Inés apagó de un sólo soplo la vela y enseguida seguimos bebiendo como locos. Varias amigas de Dulce Inés se encargaron de repartir el pastel a los invitados mientras Luis David y yo charlábamos. Él con Dulce Inés, a quien ya había seducido, y yo con una bella, joven y tierna maracuchita, quien desde que llegué se prendió de mí.

Cuando la celebración estaba por llegar a su final, Dulce Inés, cautivada por la personalidad y desplantes de Luis David, nos invitó a ambos y a la maracucha, quien formaba parte de su corte, a proseguir la celebración en su casa.

Nos fuimos a su apartamento. Una vez allí, más relajados y fuera del alboroto del club y la celebración, comenzaron las insinuaciones y los juegos de de palabras con cierta carga sexual.

Al llegar, Luis David y yo nos habíamos desprendido de los sacos y aflojado la corbata. Alguien, creo que la misma Dulce Inés, después de deshacerse de los tacones, poner música romántica a volumen discreto y destapar una botella de escocés, propuso que jugásemos la botella. Tanto Luis David como yo accedimos con gusto. Los cuatro, la maracucha, Dulce Inés, Luis David y yo, nos sentamos en posición india y circular en el suelo con nuestros tragos apoyados en el piso.

Cuando estábamos listos para comenzar, Dulce Inés sacó una botella semivacía de vino de la alacena y la hizo girar en torno a nosotros.

Risas, alboroto y chiflas. Se habló de penitencias y castigos. La alegría nos cobijaba a todos y el deseo también. Como casi siempre el pico de la botella señalaba hacia mi cuerpo, yo, quien ya me había despojado de camisa y correa, debido a las “penitencias” que me impusieron, fastidiado por tan insulso juego a esa hora de la madrugada e intuyendo lo que por obligación iba a pasar, ante la tenue luz que Dulce Inés había regulado en el sitio donde estábamos, me desnudé completamente.

Ese fue el detonante para que nos encerráramos, cada uno con su mujer, en las habitaciones. Luis David se fue con Dulce Inés a la habitación principal. Yo con la maracuchita al cuarto contiguo.

¡Era una diosa!... La maracucha era una diosa salida del Edén… ¡Qué bien y en qué forma me complacía! … Estaba extasiado y feliz. Habría pasado con ella tres días seguidos sin parar, si no hubiese escuchado unos gritos aterradores cuando la tenía sentada encima de la peinadora penetrándola con pasión y contemplando embelesado a través del espejo como agitaba con placer sus nalgas firmes y bien formadas.

La maracucha y yo nos detuvimos por instantes y nos pusimos escuchar. De pronto, con arrebato, Dulce Inés comenzó a tocar mi puerta, la cual estaba bajo llave. Del otro lado nítidamente pudimos escuchar:

– ¡Mi brillante!… ¿Dónde está mi brillante?... ¡Leonardo, ayúdame!...

Vestí apenas el calzoncillo y aún medio excitado salí de la habitación para ver qué ocurría. Dulce Inés se prendó de mí con desesperación. Hablaba con tal aceleración, quizás producto de los tragos o su intranquilidad, que costó un par de minutos entender qué sucedía: ¡Su anillo más preciado, una diadema de brillantes, había desaparecido!

Culpaba a Luis David, quien momentos antes estuvo con ella en la cama. Lo tildó de ladrón, de aborrecido perro sucio y lo botó de la casa pese a los vanos esfuerzos de éste por librarse de tal acusación.

Ante la furia de Dulce Inés, a regañadientes y defendiendo en todo momento su inocencia, Luis David optó por una retirada digna. Y fue así, porque me consta. Fue digna, aunque yo también tuve mis dudas, ya que, en ese entonces, no lo percibía como ladrón.

En su desvarío, la madame le exigió a mi tierna y encantadora maracuchita que se quedase en la habitación donde estaba y, agarrándome de la mano, me arrastró a la suya. Ella estaba ataviada con una bata de seda verde botella, yo en calzoncillos. Detrás de mí, luego de entrar a su “santuario” de placer -en el cual nunca había estado- pasó el cerrojo y comenzó a desparramar una gran verborrea, en la cual inculpaba a Luis David del robo de su diamante y a mí por habérselo presentado.

Tal como lo había hecho desde que se in inició el incidente, defendí la honestidad de mi amigo, aunque no con mucha convicción.

Después de tomarnos otro par de whiskies, aparentemente tranquila, Dulce Inés me aprisionó contra su cuerpo, presentó su boca y las dos se estrellaron en pasión desbocada. Enseguida metió la mano en mis genitales, se bajó y comenzó a chupar mi miembro. Lo que vino después no hay porqué contarlo. Sólo puedo decir que fue maravilloso, no tanto como el que momentos antes había disfrutado con la maracucha, bella, joven, sensual y de carnes firmes y frescas, sino de otras sensaciones y placeres que sólo las veteranas saben dar, dada su experiencia en vida, años y hombres.

Lo insólito de todo esto es que como a eso de las dos de la tarde del día siguiente, mientras Dulce Inés y yo dormíamos desnudos aferrados el uno del otro en un solo cuerpo, el repicar de su teléfono privado, el cual estaba sobre una mesita de noche, nos despertó.

Quien llamaba era una amiga de Dulce Inés. Entre risas y chanzas, le notificó que su anillo de brillantes lo había dejado terciado en el fondo de la gran vela de la tarta de cumpleaños y que como se había ido tan de inesperadamente, ella lo rescató y tenía en su poder. La felicidad de Dulce Inés, al escuchar esas palabras, no pudo ser mayor. Luego me pidió disculpas y rogó que se las transmitiese a Luis David. Que le dijese que todo fue por el furor de la noche y los tragos.

Feliz, con su anillo recuperado, Dulce Inés pidió que me quedase con ella un rato más. Almorzamos desnudos y luego me fui.

No hay remordimiento en mi alma, ni pecado alguno. En esa época estaba soltero. No soy promiscuo, ni nunca lo he sido. La ocasión y el momento me condujeron a serlo esa noche. No había alternativa. Después que conocí a Carolina, jamás la traicioné y, ni por error de ensueño, esas imágenes volvieron a aparecer en mi mente o seducir mí ser.



¡Qué gente tan bella, desprendida y reconfortante he conocido en los últimos días!

Comenzaré por Patricio Leyton, el tío de Fernando y Sonia, su mujer, también bellísimas personas. Ellos son mis vecinos de la cascarita que está a la izquierda de la mía.

Patricio es un chileno bonachón y vivaz. Algunos fines de semana se presenta en la montaña junto a su esposa con el objeto de visitar a su sobrino. Él me conocía por referencia debido a mis escritos y trayectoria en los medios de comunicación. Fernando y Sonia se establecieron en la montaña dos semanas después que yo. El domingo siguiente a su arribo me invitaron a una parrillada que habían organizado con el objeto de recibir a su tío.

Luego de los primeros tragos y esperando que la carne y salchichas -era lo que menos nos importaba a todos- estuviese a punto, Patricio, zorro viejo y gran observador se dio cuenta enseguida de mi pena, la cual llevó tatuada en el rostro y pupilas como si fuese un aviso luminoso. A los minutos de llegar al sitio de reunión, detrás de la cabaña, casi en el mismo sitio donde Danger y yo jugueteábamos antes de caer por el barranco, me percaté de la forma como, con vano disimulo, me observaba. Se estaría preguntando “qué hace un hombre cómo él en la montaña”. En un momento, a fin de atajar su mirada escrutadora, quise decirle, contestarle las interrogantes que tejían su mente. Apenas hice el intento de abrir la boca, me contuvo y pidió con gentileza que no le dijese nada. Por supuesto que no pensaba soltar nada, mucho menos la verdad. En todo caso, le hubiese dicho que estaba allí con la intención de escribir un libro. Sabía de antemano que no me creería, pero quedarían las dudas.

Todos bebíamos como unos cosacos. Entre tragos, Patricio, hombre de aparente holgada posición económica, aunque su sobrino parecía tan indigente como yo (de otra forma no se podría concebir viviendo allí), me invitó a participar en un “plan familiar” que tenía en mente para desarrollar una “pequeñísima urbanización” por los lados de la montaña.

Por aquí hay tanta tierra, aunque todas son montañas, que la idea no me pareció descabellada. El trabaja en bienes raíces, por ello nos encomendó a Fernando y a mí que fuéramos viendo terrenos, los cuales por estos lados hay muchos, y muy económicos, en venta. Nos dijo que el pondría el dinero para la compra y que para levantar las casas cada quien aportaría lo que pudiese. Que si no alcanzaba el dinero el pondría el resto. Afirmó que el plan consistía en unas seis u ocho casas, dos de las cuales eran para nosotros, para Fernando y para mí, y que las demás las alquilaríamos a “seres espirituales y con don de gente como nosotros”. En mi desesperación, el proyecto, aunque utópico, me pareció maravilloso en aquellos momentos de amargura.

Patricio me encomendó que pensase un nombre para el “conjunto residencial”. Entre los vapores etílicos, que ya estaban haciendo su efecto, le contesté, de sopetón: “El remanso. El nombre será El remanso”, dije seguro de mí mismo. Le agradó muchísimo, mucho más la forma tan rápida como imaginé el nombre.

¡Qué personas tan plenas de desprendimiento son Patricio y su mujer! No creo que nos estuviese, o me estuviese engañando. No lo percibí. Él adora a Fernando y a Sonia. Me dijo que le encantaba que fuese su vecino. Durante la conversación me invitó a un party, en su villa de Los Naranjos, un lujoso conjunto residencial de la ciudad. ¡Qué hombre tan afable! En su mirada presentí paz y sabiduría y un gran sentido de pragmatismo. Mucho más cuando nos expresó que para la construcción de las casas utilizaríamos a los chiquillos-obreros, los guariqueños, quienes en total son nueve (Beto, José Ángel, Jhonny, Augusto, Rolando, El indio, Martín, Antonio y Perucho, el más joven de todos). Todos ellos son seres muy nobles y serviciales.

Hoy, al menos, sin siquiera pedírselo, Beto lavó mi auto. Desde que llegué les he ido regalando, a todos, parte de la ropa, camisas y franelas más que nada, que usaba muy poco.

Los vecinos de la cascarita de la derecha, Antonello y Luna, también son excelentes personas. Mañana, creo, se mudará otra pareja en la cuarta cabaña de este grupo.

Pese a la compañía me siento sólo y sin amor. Abandonado y derrotado y, por supuesto, desesperado.

No sé si lo había dicho, pero Fernando es profesor de Kendo y Spinning en un importante gimnasio ubicado en un centro comercial del este de la ciudad. Da clases en las tardes y noches. En la mañana trabaja como instructor en un centro de rehabilitación cardiovascular propiedad de Patricio.

Antonello es italiano. De Messina, Sicilia, para ser más preciso. No recuerdo ahora su apellido. Su pareja, Luna, es diseñadora gráfica y él era chef de una pequeña pizzería de su propiedad.

Anoche, al cobijo de las estrellas, estuvimos conversando (¡y fumando!) hasta tarde. El me contó, en breves extractos, toda su vida. Me dijo que estudió filosofía en Berkeley, que estuvo casado con una italiana, que ahora vive en Roma con sus tres hijos y que, en segundas nupcias, se matrimonió con la hija de Octavio Lepanto, un gran dirigente político demócrata y varias veces ministro de Estado durante dos gobiernos, con quien tuvo un niño. Que duró con ella tres años, pero la cosa no funcionó, por lo que devino el divorcio. Que Luna, su actual compañera, de apenas veintidós años y el de treinta y nueve, es su soporte espiritual, su muleta hacia la nueva vida que emprendió en la montaña.

La conversación se tornó tan límpida y despojada de todo engaño que, lo juro, me provocó brindar por su honestidad y sinceridad. Lo invité a pasar a mi cascarita, saqué de la “despensa” una de las dos botellas de ginebra que allí tenía guardadas, y comenzamos a beber. Al rato Luna se nos unió. Como comenzamos a hablar de arte, Luna regresó a su cascarita y volvió con unos dibujos para mostrármelos. Le elogié su trabajo, no fue hipocresía, ya que eran de excelente factura. Luego le mostré mis cuadros, tres que me había llevado de la casa, y un pequeño dossier con fotos de mis obras y el álbum con recortes de prensa de las exposiciones que había hecho.

A Antonello le regalé mi último poemario, Más allá de la razón. La dedicatoria le emocionó. A Luna le obsequié uno de mis dibujos, lo cual agradeció con desprendido asombro.

Después, entre tragos y tragos, los cuales yo servía en unas pequeñas tazas de café que había comprado días antes, comenzamos a filosofar sobre la vida. Hablamos de Kant, Aristóteles, Sócrates y quién sabe cuántos carajos más. Luego le dimos una pequeña ojeada a los grandes maestros de la pintura, sus logros y genialidades. Divagamos sobre el porqué lo habían logrado y a las circunstancias de la época en que vivieron. Más tarde se nos unió Joaquín, un joven administrador español, que abandonó todo, su casa, familia y profesión para convertirse en el carpintero de las cascaritas, y un amigo que fue a visitarlos, un muchacho muy inteligente y agudo.

Pasé una noche “gloriosa”. Por un momento mis pensamientos estaban lejos de Carolina y el sufrimiento que ello implicaba. Le agradezco a Dios esa tregua.



En la tarde recibí otra llamada anónima. Al otro lado de la línea un hombre, hablando muy rápido y teniendo de fondo el ruido ensordecedor de una calle muy transitada, me decía cosas. Con tanta confusión y ruido, realmente no pude captar el mensajes, pero sí el nombre de Carolina.

Fue como a las dos y treinta o tres de la tarde. Esta vez sí anoté el número, el cual quedó grabado en el registro de llamadas entrantes de mi móvil. El número era el 0212–9430299. Lo remarqué varias veces y por respuesta sólo recibí el mensaje de una grabadora que indicaba: “El número que usted marcó no puede ser procesado”.



En la mañana lo estuve llamando al bufete de Alfredo Díaz, m amigo y abogado, pero no pude hablar con él. Al final, de tanto insistir, como a las cuatro de la tarde lo ubiqué a través del celular. Me comunicó que estaba todavía “almorzando”. Le referí mi urgencia, que necesitaba de sus consejos profesionales, por lo que me prometió que promediando las cinco estaría en el restaurante “Spada Vecchia”. Que lo esperase en la barra.

Como andaba como alma en pena transitando por las inmediaciones, tratando de ubicarlo en esa zona plena de restaurantes donde él es habitué, lo que tuve que hacer fue retroceder el auto unos pocos metros, ya que instantes antes de hablar con él, mientras chequeaba su número celular en mi agenda de bolsillo, había pasado frente al “Spada Vecchia”.

Aunque faltaba casi una hora para la cita, decidí entrar. Apenas pasé el lobby me encontré con Ralph Repe, quien estaba con unos amigos. Lo saludé afectuosamente. Quiso brindarme un trago, cosa que rechacé. En cambio pedí un “piloto”. Hablamos. Me refirió detalles del nuevo proyecto que tenía para televisión. Él es productor de programas deportivos, muy exitosos por cierto. Por mi parte le referí que estaba sin hacer nada y lo del fracaso del semanario político que había fundado. A fin de sopesar su opinión fui a buscar en el auto un par de ejemplares que tenía guardados en el maletero y se los di. Le gustó y expresó su asombro sobre el porqué del fracaso, si era “tan bueno”. No le di detalles. Al rato se acercó Luis Muñoz, un superatleta ex pentacampeón de atletismo, quien hoy en día está adherido a las barras de bares y restaurantes. Me refirió que iría a las Olimpíadas. Que había recibido un buen contrato de los representantes de una conocida marca de teléfonos digitales para que prestase su imagen. Atormentado de tantos saludos y gente a mí alrededor, le pedí al mesero un whisky, el cual absorbí con furia, casi de inmediato. Seguí charlando con Ralph, Luis y con todos los que se aceraban a saludarnos, hasta que apareció Alfredo.

Después de las habituales e hipócritas reverencias propias de esos encuentros, prosiguieron los chistes, chanzas y cuentitos, ya que todos nos conocíamos.

En las precarias condiciones en que me encontraba, aunado al desespero, esa felicidad y risas que esbozaban al saludarse, orgullosos por los triunfos que estaban por venir o que habían sido logrados o que de momento inventaban para darse ínfulas de grandes y exitosos personajes, me obligó a pedir dos whiskies más, los cuales apuré en largos y tormentosos sorbos.

No me afectaba su frívola prepotencia, ya que esas escenas yo la protagonicé, en ese mismo lugar, infinidad de veces. Sólo me inquietaba verlos como si nada hubiese cambiado. Como si mi sufrimiento no importaba, que eso a ellos les sabía a mierda. Que se era mi peo y nada más. Era como si me dijesen “el muerto al hoyo y el vivo o al bollo”. Es doloroso sentirse en esa encrucijada, mucho más después de haber sido un gran triunfador, un hombre asechado siempre por adulantes y aprovechadores, entre ellos los que estaban allí, menos, quizás por Alfredo. ¡Eso me hizo sentir menos que un mojón! De todos modos fui fuerte y resistí los embates que me deparaba el destino en ese momento. Además, eso era nada comparado con el verdadero sufrimiento que me carcomía las entrañas.

Cuando todo volvió a una aparente normalidad, le di la espalda a Ralph, quien estaba sentado a mi izquierda en la barra del restaurante, y me puse a hablar con Alfredo. Le expliqué, a grosso modo, lo que estaba pasando. Para tortura mía, la estridente música que sonaba de fondo hizo pésima nuestra comunicación. Creo, o mejor dicho, estoy seguro, que por los tragos que traía después de su tardío almuerzo, Alfredo entendió muy poco o nada de lo que le decía. O, quizás, adrede estaba evitando el funesto panorama que le estaba pincelando… Eran momentos de tragos y felicidad. No para soportar la cara de enterrador que tenía. Por ello me invitó, para el día siguiente, a un almuerzo que daría en su casa en honor a unos colegas abogados. Sin casi entender mi preocupación, Alfredo me decía: “Vamos a hornear una porquetta. Va a ser algo muy petit comité… Sólo tengo unos siete invitados especiales. Allí podremos hablar con calma”.

Para evitar que volviese a tocar el tema de la separación, Alfredo me obsequiaba trago tras trago y en esa sucesión de brindis, cuando lo creyó oportuno, acercó su boca a mi oído y en susurro, cuya inquietud se denotaba pese a los tragos, me aconsejó que no me deprimiese, que lo más importante era yo y nadie más. Que no me preocupase tanto, que fuerte y que pronto saldría a flote. De Carolina, simplemente me dijo que era una loca. Su afirmación me sorprendió, por ello le pregunté con ingenuidad: “¿Cómo lo sabes?”. A lo cual contestó: “Desde el primer día que la conocí, aquí mismo -expresó indicando el lugar y refiriéndose al día en que en ese mismo restaurante yo se la presenté- me di cuenta. Pero tú la preñaste. No podías hacer más nada”.

Antes de irme me ofreció toda su ayuda. Dijo que si no tenía para comer comería con él. Que si durante el día no tenía dónde ir, que me fuese a su bufete y que, por cualquier necesidad, enseguida lo llamase.

Me preguntó dónde estaba viviendo. Al notar en mi cara evasión y duda, expresó: “Debe ser muy malo, ya que no quieres decirlo”.

Conmovido con tanta bondad, le dije, a medias, en el lugar dónde vivía. Que estaba en la finca de un amigo, muy lejos de dónde nos encontrábamos y que la carretera era muy peligrosa, mucho más de noche. “Entonces vete ya”, sugirió. Apuré el trago que tenía delante, no sé si el noveno o décimo, y salí hacia la montaña.







FUEGO EN MI TORMENTO



19 de agosto.



Esos benditos pájaros me van a volver loco. Al principio me agradaban, ahora no. Tienen días acosándome. Hoy estuvieron cuatro de ellos, muy cerca, dándole fuego a mi tormento. Al fin pude divisarlos en las copas de los árboles más altos. Dos estaban hacia el sur y los otros, muy cerca, al este. Su canto es acechador, para no decir culposo. Parecen estar reclamándome algo… ¿Qué?... Si yo soy la víctima, no el victimario. Con furia repetían insistentemente ¡cristofué!… ¡cristofué!... ¡cristofué!, haciendo especial énfasis en el fue, pareciendo referirse a mí. ¿Qué les pasa a esos pajarracos si yo no he hecho nada malo?… ¿O sí?...

Aunque no lo saben, los tengo pincelados en mi memoria. Pese a que son tan escurridizos y se refugian en las ramas más altas, hoy avisté a dos ellos. Son de pico largo con los lados de la cabeza color negro, cresta amarilla limón y un collar blanco en la nuca. Su lomo es pardo tornasol y su garganta blanca y alas color terroso…

¡Qué esos pájaros me dejen en paz es lo que más te pido Señor!... Nunca he delinquido y si el escribir este Diario es un crimen, te diré que para mí consiste en un mecanismo para evadir malsanos pensamientos, aunque también se ha convertido en una agobiante pesadilla y en un instrumento para implorar Tú justicia, nunca un objeto de venganza… ¡Justicia!... ¡Justicia para los degradados y los deshonrados te pido mi Dios!... Mi honor y el de mi pequeño bebé fueron pisoteados y aun no he palpado justicia, ni la de los hombres ni la tuya, “Señor Todopoderoso”…

Definitivamente, eres sordo e injusto, Dios… Apoyas a la maldad y te ríes de los humildes al soltar, por tú gran bocota, la patraña de “primero entrará un elefante por el ojal de una aguja que un rico al Paraíso”… ¡Qué farsante eres! ¿Y a quién coño le importa el utópico, irreal e improbable Paraíso tuyo, si a los humildes de corazón nos torturas en el infierno de la Tierra?... ¡Sólo nos das miseria y aflicción!... Pero a los ricos los premias con bondades, lujos, opulencia, prosperidad y abundancia… ¡Dios, eres un vil mentiroso!… Sigo pensando que eres Dios, Diablo y humano al mismo tiempo… ¡Esa es tú boba trilogía!... ¡Mátame ahora si te he ofendido!... ¿No puedes?... ¡Claro que no puedes!... No puedes porque eres irreal, una fantasía… ¡Sí!, una fantasía… Ja… ¡Jajá!... ¡Jajaja!… ¡Jajá!… ¡Jajaja!

– ¡Hijo, querido Dorian, perdóname si he pecado, pero vivo horas azarosas, infames!

–Después de tantas blasfemias, ¿ahora te arrepientes?

– ¡Cállate conciencia, que tú nada sabes de sufrimiento!

– ¿Te burlas de Dios y quieres su ayuda?... ¿Quién te entiende?

– ¡Basura!... ¡Eres basura conciencia mía, igual que Carolina!… ¿Dónde estaba Dios y dónde tú cuando fui mancillado en mi honor y degradado como humano y hombre?... ¿Por qué no me alertaron?... ¿Por qué dejaron que tal vileza sucediese?... ¿Es qué ustedes también son lujuriosos?... ¡Contéstame!

–No sabes lo qué dices. Estás atormentado… Blasfemas contra Dios y contra ti mismo.

–Palabras, me respondes con palabras que tañen a amenazas… ¡Yo quiero respuestas ya!... ¡Basta de parábolas o eufemismos!... ¡Precisa, no te vayas por las ramas!

–Tú alma cada día se hunde más en la miseria, porque te alejas…

– ¡Bah, estúpida conciencia!... ¡No hagas caso Dorian!… Tú padre es bueno y te ama más que a su propia vida y ese no es un don divino, ni obra de Dios, sino de mi corazón, querido hijo.



El tormento persiste como el primer día. La paz ha abandonado mi ser. Debo ser fuerte, pero no se cuán fuerte soy. No recuerdo con claridad qué hice en la mañana, ya que estoy escribiendo lo concerniente a ayer y un poco a lo de hoy. No hay claridad en mi memoria sobre las fechas. Las horas, el tiempo, no tienen sentido para mí.

Algunas llamadas las tengo presente sólo porque quedan grabadas en el celular, lo demás navega en un mar de confusión. Trato de hilvanar tiempo y espacio lo más fiel posible aunque, la verdad, algunas de estas anotaciones, si bien pertenecen al ahora, es posible que las haya escrito veinticuatro horas después o cuando haya podido recobrar un poco de paz.

Al menos, hoy recuerdo que después de sostener un diálogo íntimo nada profundo ni reconfortante conmigo mismo, el cual me robó parte de la mañana, estuve dando vueltas con el auto por la ciudad tratando de ubicar a Carolina y a Dorian, a quienes presentía en la ciudad.

Ya bien entrada la tarde, desesperado y conteniendo un llanto interior que brotaba por todos mis poros, menos por mis ojos, me dirigí hacia la casa de Alfredo Díaz.

Allí, en medio de mi tristeza, estuve departiendo con sus invitados hasta entrada la noche… ¿Les había contado que él me invitó a su casa? Bueno, qué importa si lo hice o no. La cosa es que Alfredo me puso a hablar con Marelby Landa, una abogada de su bufete, a quien le había comisionado mi caso.

Con ella conversé, más que todo, sobre el cierre del semanario. Luego, entre los tragos, le referí brevemente por lo que estaba pasando y de mis atormentantes sospechas. En mis locas elucubraciones, pese a todo, defendí imbécilmente la “pureza” de Carolina.

Marelby palpó mi dolor y pronto entró en confianza. Me contó parte de su vida. Confesó que, luego de siete años de matrimonio, también ella se estaba divorciando. Luego me habló de su tío, un conocido y extraordinario comentarista deportivo, el cual yo conocía. Éste había tenido un derrame cerebral hace ya bastante tiempo. Nunca pudo recuperarse y ahora estaba en estado crítico. Que esa tragedia tenía en vilo a toda la familia. Refirió que de los casi cien quilos que pesaba antes del derrame, hoy apenas tenía cuarenta. Le tapé la boca para que no siguiese. Su relato me conmovió. Últimamente estoy más sensible que nunca. No quería otro pesar, otra desdicha almacenada en mí corazón.

Sentado en el bar contiguo al comedor del lujoso apartamento de Alfredo, Ralph y otros invitados me observaban con lástima o, al menos, así lo presentía yo. Era obvio que Alfredo y su esposa, la rubia y simpática Rosmarie, le habían comentado sobre mi desgracia.

Pese a ello, con todos, especialmente con Ralph, charlé animadamente. Le referí que mi gran amigo Robert me había propuesto un proyecto para realizar una serie de veintitrés programas de televisión, a nivel hemisférico, que se llamaría Presidentes de América. Consistirían en una especie de “biografías-promocionales” sobre la vida y obra de los mandatarios latinoamericanos, los cuales, además de fácil realización, serían muy lucrativos para nosotros, los productores del serial.

Mi fingido entusiasmo los atrapó. Algunos se ofrecieron a participar y aportar capital, ofertas las cuales rechacé, no porque el proyecto, el cual es totalmente válido y real, fuese irrealizable, sino por las condiciones de desesperanza en las que me encuentro. De esa forma, sin paz, nadie puede desarrollar nada, menos algo tan ambicioso, que requería viajes, antesalas y entrevistas por toda Latinoamérica.

¡Qué difícil es ser feliz mientras el corazón llora! Mi proyecto, el verdadero proyecto que ambiciona mi ser, el más grande de mi vida, es reconquistar a Dorian y… ¡sí!, ¿por qué no?... a Carolina.

¡Qué vil el ser que me critique!... Desposeído estoy, Dios, de felicidad, no obstante nunca, pero nunca, nunca dejaré de amar.

Luego me puse a hablar con Muci, una señora morena que raya los setenta. Es una mujer muy espiritual y escribe poemas. Me recitó algunas estrofas de Desde el hangar, su poemario inédito. Hablamos de Dios, de Chopra, de la Biblia y algunos temas filosóficos. Quedó encantada conmigo, al punto de que me calificó de brillante y espiritual. ¡Ojalá Carolina creyese lo mismo de mí!

Pasadas las nueve o diez, no recuerdo bien, de la noche me despedí y a toda velocidad regresé por la serpentinosa carretera que conduce a la montaña. Por instantes me sentí como un niño, dibujándola con mis dedos en un papel imaginario a medida que avanzaba…Quería y no quería morir… No lo sé. No obstante, el chirrido de los neumáticos en cada una de las curvas me devolvía a la vida e inundaban de un gozo infantil y mucha adrenalina. Sabía que a cada extremo habían precipicios de más de trescientos cuatrocientos metros de profundidad y que cualquier descuido me podría costar la vida, no obstante, una alegría, pincelada de vida y muerte, seducía ese paso por la noche y la muerte…

¿Por qué la noche invita a amantes y suicidas a abrazarse a su oscuridad?... ¿Es un delito morir por amor? … ¿Por qué siempre debe estar presente la furtiva noche?... ¿La noche es de Satán y el día de Dios?... O sea, que cada uno tiene su territorio bien definido… ¿Será esto real, o la sinrazón pura me atormenta?... ¿Sólo es delirio y borrachera?... ¿Y quién delira más: el que carece de razón o el que se aferra a ella sin saber que la tiene?

Llegué dando tumbos y comiéndome a toda velocidad los últimos metros que en espinosa pendiente baja sobre barro y troncos hasta las cercanías de mi cabaña, mi refugio, donde puedo alojar sin temores mi sufrimiento.

No era tan tarde, por ello algunas luces permanecían encendidas. Fernando y Sonia estaban en la entrada de su cascarita, que está a la izquierda de la mía, tomándose unos tragos y escuchando música. Al verme caminar por el terraplén que lleva a las cabañas, ya que los autos no pueden bajar hasta tan profundo, alegres y con gritos de regocijo me invitaron a compartir un rato con ellos. Acepté gustoso. Era otro alto en el camino.

No estoy fastidiado ni me fastidia escribir. No obstante, estar todo el día metido en una cabaña fumando, bebiendo, metiéndose pepas de tranquilizantes e inmerso en funestos y chocantes pensamientos, para después masoquísticamente escribirlos, no creo que le haga bien a nadie, menos a mí, que estoy en la puerta… ¿De qué?... No lo sé… ¿O sí?... ¡Maldita Carolina!... En lo que me has convertido.

Fernando y su mujer me sirvieron un trago e invitaron a escuchar changa, su música preferida. Hablamos de todo un poco: mujeres, amor, de mi desgracia, del proyecto de Patricio y otras cosas.

La paz duró poco, ya que Danger rompió uno de sus collares y, libre de cadenas, comenzó a perseguir al hermano de Beto, uno de los guariqueños, quien se había aventurado a tomar un poco de agua de un grifo que está cerca de mi ventanal posterior, pero también al alcance del feroz can. El muchacho corrió tan veloz, que a su paso salpicó lodo y cemento, el cual está adherido a su piel desde que comenzó a trabajar en la montaña.

Fernando, indolente, se regodeó con la escena. Era su indómito y fiero mastín, el perro de combate, el imbatible y feroz pitbull, el animal que adoraba tanto como a su propia mujer, según me dijo en varias oportunidades, el que había iniciado la mortal persecución.

Le supliqué que detuviese à Danger. Que le diese la orden de regresar, no obstante, con una frialdad, que me erizo, dijo:

– ¡Déjalo!... ¡Déjalo que se entrene!... ¡Esos muchachos no valen nada!

El muchacho fue más hábil que el perro. Sintiéndose acorralado, se lanzó por una pequeña hondonada a ras del suelo con sus posaderas rozando la tierra, muy cerca del farallón por donde yo había caído, ya que era menos empinado y de segura caída.

Danger desistió de la persecución al sentir lejos de sus fauces al pobre chiquillo-obrero.

Fernando reía como un imbécil tarado. Aquello que le pudo costar la vida al joven muchacho le parecía una gracia.

Le recriminé su actitud con suavidad, a fin de hacerle entender que fue un juego muy peligroso. Le recordé que el mismo me había dicho que la presión que ejerce ese tipo de perros entre sus mandíbulas es de más de 3.200 libras y que no suelta a su presa hasta no verla destrozada.

– ¡Bah!, esos muchachos son unos salvajes y saben cómo cuidarse –dijo a manera de disculpa.

Uno a uno, los guariqueños, comandados por José Ángel, el mayor y más fuerte de todos, iracundos con lo que había sucedido con el hermano de Beto, comenzaron a subir de lo más profundo de la montaña, donde a esa hora y con improvisados tendidos eléctricos construían otra de las cabañas.

Además de indignados, estaban repletos de canelita, una especie de licor dulce y barato, que tomaban para mitigar el hambre y el cansancio.

Todos, uno tras otros, luego se incorporó el hermano de Beto, le reclamaron a Fernando lo sucedido.

Envalentonado por el alcohol y su fuerza física y tamaño, Fernando, en vez de disculparse, le imprecó:

–Esta es mi casa y nadie viene a tomar agua aquí sin mi permiso. Yo no tengo culpa de que Danger haya defendido sus dominios… Si lo hubiesen pedido… –dijo a manera de justificación– yo le habría dado toda el agua que quisiesen, pero Danger no entiende de eso.

Aunque con resentimiento, los guariqueños, sin aceptar los alegatos de Fernando, volvieron a su trabajo.

Yo, por mi parte, me despedí alegando que estaba cansado y me refugié en mi cascarita.

Estoy aturdido. Ya es tarde pero no puedo conciliar sueño ni angustia.

Al rato salí del encierro y, en la oscuridad, me fui a fumar un cigarrillo detrás de la cabaña, en los predios de Danger. Ya estaba otra vez encadenado. Fernando y Sonia, después del deprimente espectáculo que habían protagonizado, se habían ido a dormir.

Boté la colilla y me acerqué con cierta reserva a Danger, ya que, después de lo acaecido momentos antes, era de temerle. Su fidelidad es total… ¡Me ama!… Mejor dicho, me quiere, ya que ninguno de los dos somos gay.

El noble animal se me acercó, olfateó mis heridas, aún frescas, y comenzó a lamerlas con tanta compasión, que me conmovió. Lo hizo con insistencia en la más grave, la de la pierna izquierda… ¿Y cómo supo el animal qué esa era la más grave y la que más me molesta?... ¿Son ángeles los perros?... ¿Qué divinidad hay en ellos?... No lo sé… Lo cierto, y es en una de las pocas cosas en las que después de conocerlo estoy de acuerdo con Fernando, es que tenía razón sobre las propiedad curativas de la saliva de los perros.

“Eso es bueno -me dijo cuando le referí la primera vez de Danger lo hizo-, porque la saliva del perro contiene enzimas que curan las heridas… ¡Déjalo que te lama hasta que te quite las costras!”, recomendó muy seguro.

Aunque ese era su perro, el que había comprado con sacrificio y mucho dinero, a veces Fernando se mostraba celoso de mí por el afecto que Danger me tenía. No entendía porqué su bebé, como lo llamaba debido a que no tenía hijos, ni pensaba tenerlos con Sonia, estaba tan prendado de mí, si él, Fernando, lo había criado con tetero y chupones desde su más tierna edad.

Feroz sí. Temible también. De mirada ignota, todos lo saben. Que su mordida es mortal, todos lo entendemos. No obstante Danger, heredero de la más pura y fina estirpe de los pitbull, más que un amigo, es mí aliado.



¿Quién es el lobo o el cordero?... ¿Cristina o yo, o viceversa?… ¿Su vocecita suave es símbolo de pureza y la mía, grave, de maldad?… ¡Dime idiota!... ¿Cuál es el disfraz que cobija al mundo?... ¿Tú Omnipotente bondad o Tú misericordiosa maldad?... ¿Dónde estás Dios, que nadie te encuentra?... ¿En qué abismo infinito te refugias para no ver la verdad y hacer justicia?... ¿Incitas al suicidio y luego lo condenas?... ¿Qué clase de Dios eres?... ¿Cuál es la paz que pregonas si nos hundes en el sufrimiento y la ignominia más cruel?...

Por hoy no voy a escribir más. Me hundiré en mi alcohol, cigarrillos y tranquilizantes.

Si este es el final, ¡qué así sea! No moveré un dedo para que no suceda. No obstante, si sigo vivo, si despierto con vida después de esta borrachera, te seguiré persiguiendo Dios, porque me has fallado y necesito respuestas precisas, no parábolas, porque esa mierda a nadie le interesa y nadie las entiende… ¡Dame claridad y déjate de pendejadas!... Pareces un político. Puro bla, bla, bla, y nada de concreto. ¡Ponte en mi lugar, huevón, para que sepas lo que es sufrimiento, lo que es agonía!... Sí, lo sé, no puedes hacerlo porque Tú eres el Todopoderoso…Entonces, ¿con quién coño cuento?... ¿Con el Diablo? …¡Sí, lo escribo con mayúsculas, porque parece ser tan arrecho como Tú o la misma persona! No obstante, me importa un carajo.

Me voy a la mierda, “Dios querido”, a dormir, y me importa un carajo si proteges o no mi sueño, ya que viviré contigo o sin ti… ¡Verás, estúpido, que mañana despertaré!... ¡No te necesito, farsante!







20 de agosto.



Dios me ama, aunque estoy molesto con Él. Yo también lo amo, aunque Él esté molesto conmigo.

Bueno, ¡qué coño!... ¿A quién le importa quién está molesto con quién? Debo escribir y lo voy a hacer aunque me cueste la vida… ¿Cuál vida?... Estoy otra vez alucinando… Le estoy dando carácter de vida a mi sufrimiento mortal... Alguna vez escuché que el hombre es un animal de costumbres. Parece que me estoy adaptando a esta mierda: sufrimiento y dolor desesperado… ¡No, mierda!... ¡Va de retro Satanás!

Voy a escribir. Hay tantas cosas qué contar, que se me ocurre, hijo mío, decirte que casi todas mis heridas sanaron. En la cara únicamente me queda una pequeña costra. Las que aún me molestan enormemente son la del tobillo izquierdo, la rodilla derecha y la de espalda, un poco más arriba del riñón izquierdo. A pesar de los tubos de Tantum que les he aplicado, no creo que sanen pronto.

Anoche, cuando me acosté, hijo mío, me sucedió algo insólito.

El frío de la montaña, que en la madrugada fue más lacerante que de costumbre, me hizo despertar. No recuerdo qué hora era, tampoco me importaba. Pero sucedió. De improviso abrí los ojos y me vi envuelto en una neblina blanca que no me dejaba ver nada. Como todavía no tengo vidrios en las ventanas, supuse que debido a la condensación, la niebla me había atrapado dentro de la cabaña. De pronto sentí miedo, pero a medida que me fui acostumbrado, la sensación de pavor cambió por la de extrañeza y paz. Como si un fenómeno raro estuviese ocurriendo dentro de mi cabaña, y yo, como un imbécil, estaba atrapado en el, mirando como un bobo y sin saber qué hacer ni cómo reaccionar. Entonces, después de abrir los ojos, de sentirme bien despierto y mirando todo a mí alrededor, perdí parte de la conciencia. No sabía si estaba flotando en el aire o acostado en la cama, no obstante me sentía feliz. Pero, lo más asombros, es que en ese paraíso de nubes e inconsciencia, percibí como levitaba y desplazaba de un lado a otro de la cabaña. Era como estar suspendido, atrapado por manos con forma de nubes. Fue sentir la vaciedad del universo. Percibir la mano extraña, pero tierna de la eternidad, debajo del cuerpo que me mecía hacía la paz, la cual, extrañamente, no era de color blanco, sino de rojo rubí. Después, entre ese algodón de nubes que transportaban mi ser, vi un triángulo de estrellas, tan perfecto como el que se admira en el cielo.

Así, estando despierto y dormido a la vez, llegó el nuevo día. Un día maravilloso, que semejaba al de anoche, porque antes de despertar, soñar o vivir mi alucinación o anunciación, en el triángulo, dentro del ojo de Dios, te vi, como en una fugaz película, jugando y feliz.

¡Dios te bendice y cuida, hijo mío, yo también!... ¡Tú presencia es mi vida!



Ya no me interesa nada. Nada tiene sentido ya. Confundo el día con la noche y me da igual.

Quiero morir, pero también vivir y amar, pero, ¿cómo hacerlo con este dolor mortal? Fugitivos e incomprensibles son mis pensamientos. Nadan y divagan en mi mente como si encontrasen en el mismo centro de un huracán… ¡Sopor maldito que me roba vestigios de razón!

La tonada “Para Elisa” del móvil dio tregua a mi infierno a las 8:52 a.m. Sé la hora que era con precisión matemática, porque así quedó grabada en el memoria del teléfono y así lo asiento en este Diario, bitácora de amor, dolor, sufrimiento y muerte.

En mi letargo, el corazón volvió a la vida y latió con fuerza viva al escuchar esos retoques, ya que eran los que de antemano Carolina y yo habíamos establecido para nuestra comunicación directa e íntima.

Cuando logré alcanzar el celular, este había cesado de repicar. No obstante, Carolina había dejado un mensaje: “Leonardo, tú sabes que estoy en Aruba…Que estoy bien… ¡Deja la llamadera!… ¡Deja la falta de respeto!… ¡Sinceramente estoy harta! Aquí me voy a quedar un buen tiempo… Agradezco que no me faltes más el respeto por teléfono… Yo soy una persona honorable… ¡Estoy cansada!... ¡Estoy cansada!... Sencillamente me cansé de todo… Pero no es para que me faltes el respeto con esos mensajes que me dejas en la grabadora… Me vas a obligar a cambiar todos los números del teléfono, del celular, de todo… Te agradezco, por favor…” (Terminó el tiempo de grabación y con este el mensaje).

Segundo mensaje: 8:54 a.m. Estaba en el baño orinando (Sic): “Si quieres saber del niño, está bien… Aquí en sus vacaciones… Tranquilas, en paz… ¿Entiendes?... ¡Quiero paz y tranquilidad!... No hace falta que me estés vejando, maltratando e insultando con una gran cantidad de groserías cuando yo jamás he sido mujer de eso… Estoy cansada… ¡Lo que estoy es cansada de tú persona, de todo lo tuyo!... Yo no quiero saber nada de ti… Lo que quiero es paz y tranquilidad… ¡Deja de insultarme por teléfono!... ¡Déjame en paz!... Yo no quiero saber más nada de ti ¡y punto!… ¡Eso es todo!, pero deja…”. (Y se volvió a cortar la grabación).

Luego entró una tercera llamada, la cual contesté con: “¡Dime Carolina!”, pero ella, al escuchar mi voz, enseguida cortó.

Estaba confuso, pero luego de desperezarme, la ira me invadió. Escuché una y otra vez los mensajes que me dejó… No sólo la presentía con “otro”, en buena compañía… Luego pensé: ¡Qué tristeza!... Yo aquí, muerto de sufrimiento, encerrado en esta mísera montaña y ella pasándola de lo mejor en la playa, a pleno sol, con su sombrero de panela y lentes oscuros, saboreando un daiquirí o una piña colada, la cual sostiene con desenfado entre sus manos mientras el hielo granizado se va deshaciendo lentamente debido al calor, y su misterioso “amigo” poniéndole bronceador en la espalda.

En ese preciso instante, sin siquiera pensarlo… Sin pensar en las consecuencias, obviando los consejos de Deepak Chopra, que tanto he leído, en un arrebato tomé el celular y le dejé varios mensajes, el primero a las 9:15 a.m., los cuales, para posterior corroboración, grabé en mi pequeña grabadora periodística.

El contenido del primero es como sigue: “Carolina, no te he insultado en ninguna forma. No creo que estés en Aruba… Sé que te escondes… Sé que tienes otro celular y que me estás grabando… ¡Lo sé!... Deja la ridiculez… Deja de decirme esas cosas por teléfono… Yo sé muchas, pero muchas otras cosas más… ¡Qué te vaya bonito!”.

Casi enseguida volví a marcar su teléfono y expresé: “¡Mira!, se me había olvidado decirte lo más importantes: El que no quiere saber nada de ti, so ¡yo!... Estoy hastiado… ¡Asqueado!.. ¿Entiendes?... ¡No quiero saber nada de ti!... Lo único que me preocupa es Dorian, no tú… ¡No te envanezcas!… No me interesas nada, en lo absoluto….Tú vida es tu vida y la mía la mía…Lo único que me interesa es ese pobre niño, al que tienes abandonado... No vayas a creer que te estoy persiguiendo… ¡Chao!”.



Dejé de escribir. Me incorporé de la sillita, abrí la puerta y observé hacia afuera. Nadie anda por estos lados de las cascaritas.

Hice pipí, tomé un sorbo de ginebra, volví a poner el CD “Con amor…”, de Soledad Bravo, el cual estoy escuchando desde que comencé a escribir. Su tema número 12, No puedo ser feliz, penetra hasta el fondo de mi alma. Es mi favorito. No puedo evitar una lágrima o dos.

Días antes le dejé unas estrofas en el celular de Carolina. Sólo parte de la canción y después, de mí propia voz, afirmé: “¡Te amo!... ¡Te amo!”.

Luego de tal “proeza”, suspirando, me acosté a dormir regodeándome en mí logro.

Al día siguiente, al interceptar los mensajes de la grabadora de su celular, cosa que hago permanentemente (puedo escucharlos con facilidad debido a que no tiene contraseña de seguridad), lo borré, porque el “¡Te amo!... ¡Te amo!”, no alcanzó a grabarse al terminar el tiempo establecido. Sólo quedó registrada la canción.

Hay un tercer mensaje, del que me arrepiento. Fue esa misma mañana. Encenderé la grabadorcita que tengo a mi derecha para transcribirlo textualmente. Fue a las 9:19 a.m. y dije: “Ah, mira, faltaba otra cosa. Tú sabes que yo no te quiero… Absolutamente nada. Se me rompió el amor… El 18 de septiembre, una vez que abran los tribunales yo, yo mismo, me voy a dar el gustazo de introducir la separación… ¡Yo!, porque ese gusto es mío y no te lo voy a conceder a ti… ¿Entiendes? Yo voy a introducir la separación… No es tuya, es mía, porque yo la deseo… ¡Chao, mi amor!”, finalicé con sarcasmo.

A las 9:21 a.m., dos minutos después, volví a insistir con otro mensaje, esta vez malévolo, cargado de rabia, impotencia, dudas, irritación y un toque diabólico, pero no por ello deja de ser real, verdadero: “¡Mira!, y ya que tú armaste el tinglado con esas fotos… Toda esa cortina de humo que tendiste para tapar qué se yo…, con esas fotos de supuestas novias mías… Bueno, fueron novias mías hace cinco años atrás… Yo, de tus “álbumes privados”, que guardas con celo y mucho amor, saqué las fotos de Emiro y de otras de tus parejas… De varios novios… Las tengo guardadas en una caja fuerte (mentí)…Otra cosa, te respeté los pelos (vellos) que tú guardas empaquetados y bajo llave… No sé de quiénes son… Te los respeté y dejé ahí donde los escondes…”.



PAUSA OBLIGADA: Estoy tratando de sincronizar la grabadora. Mientras lo hago Soledad está cantando No puedo ser feliz. Luego de una armoniosa instrumentación, en sus primeras partes la canción dice: No puedo ser feliz… No puedo olvidar… Siento que te perdí… Y eso me hace pensar que he renunciado a ti, ardiente de pasión… No se puede tener conciencia y corazón… Hoy, que ya nos separan la ley y la razón, si las almas hablaran, en su conversación las nuestras serían cosas de enamorados…”.



Esta mañana me masturbe con el recuerdo de mis noches, días y tardes con Carolina. Nuestra pasión, nuestros ardientes besos y pródigas caricias, su recuerdo, todo me impulsó a hacerlo. La amo, la amé y la seguiré amando. No a su cuerpo, no a sus pensamientos, no a su voz, no a sus caricias, sino a toda ella entera.

En la noche volví a hacerlo con mucha más fuerza, como si la pasión jamás hubiese desvanecido. Lo hice con la misma furia, el mismo amor y pasión de cuando ella se fue a Italia, a visitar a su hermana, y me dejó sólo en su casa. En ese entonces no estábamos casados. Éramos amantes. Fue un diciembre, el más frío que mi alma soportó. Dorian aún no estaba en nuestros sueños. Fueron momentos de soledad y silencio que sólo mi amor por ella pudo soportar. No obstante, ella, insegura de sí misma -antes y ahora- creía que estaba con ella por su dinero. ¡Qué equivocada e insegura, Dios mío!

La tarde… ¡Qué maldita tarde fue la de este domingo 20!... Ya es de noche…, creo… ¿Estoy recordando o escribiendo hoy lo de ayer?... ¿O todavía es hoy y estoy borracho y siquiera sé qué día es hoy, ni lo que digo o pienso, menos lo que escribo?

Bueno, sea hoy o ayer el hoy, la cosa es que parecía un alma en pena. El deseo de verla, al igual que a Dorian y mis malditas dudas sobre la existencia de una tercera persona en su vida me tuvo dando vueltas por toda la ciudad.

Como un bandido fugitivo, casi camuflado y ladeando oblicuamente el parasol del auto para ocultar parte de mi rostro, pasé en varias ocasiones por el enverjado de la entrada principal de la casa de sus padres. “Es domingo -me dije-. Hoy habrá almuerzo familiar”. Y no estaba equivocado. Muchas veces participé en ellos. Todos los coches, los de sus hermanos y cuñados, estaban aparcados en el espacioso garaje con vista a la calle. Vi a los niños de José Rafael, su hermano menor, risueños y dicharacheros, jugueteando alrededor de estos. Entonces, tragando la amarga hiel de mis angustias, pensé: “¡Ella también estará allí! … Andará en otro auto, ¡pero está ahí!”… Pero no… ¡No estaba!

Desesperado, fumando como un condenado antes de ser llevado al patíbulo, dirigí el auto hacia La Manzanita, la exclusiva urbanización donde vive su hermano mayor, pero su auto tampoco estaba en el garaje de la residencia. Ya casi a punto de estallar, descorazonado, pasé frente a la casa de su hermana. Ni rastros de ella. Luego, mí vía crucis me condujo hacía la residencia de otra de sus hermanas y, ¡nada! Ni rastros de su auto ni de cualquier otro indicio que pudiese indicar que ella y mi bebé estaban en la ciudad.

Desfallecido, derrotado e invadido por una sensación de impotencia y vacío mortal, estacioné el auto en una colina aledaña a la casa donde vivía con Carolina. Saqué los binoculares del portaguantes y me dispuse a husmear hacia los ventanales de la casa.

M intención era ver algo, no sé qué. Algo, que por más doloroso que fuese, corroborase mis sospechas de la traición. Algo que, de una vez por todas, me matase o me regresara a la vida. La incertidumbre es la más maldita de las compañeras. A veces es mejor saber, cuanto antes mejor. Es el final o el principio. O te mueres o te liberas de una vez por toda de la pesadilla que te atormenta. La incertidumbre, la inseguridad, que conduce a la sospecha, es un veneno letal que en pequeñas dosis te administra la razón y te va matando lentamente, muy lentamente, y con crueldad infinita.

Aparentemente tranquilo y con dominio de mi mismo, coloqué los binoculares cerca de los ojos. Mientras lo hacía, una fatigosa respiración escribía un poema de horror en la mente. Hasta un sordo hubiese podido escuchar los latidos de mi atormentado corazón.

Siquiera pude enfocar el bendito aparato y eso que siempre lo hago al instante y con facilidad. Tuve que girar la perilla en varias ocasiones. Parecía que todo conspiraba contra mí. Mis movimientos eran torpes, propios de los prisioneros de la angustia permanente.

Una vez que logré poner los gemelos a punto, vi hacia allá. Hice un croquis mental y visual, pero nada… ¡Nada se movía! No había signos de vida en la casa.

No satisfecho con los sinsabores del día, en la noche, a esos de las siete y treinta, obviando los peligros de esa carretera tan tortuosa, la cual se hacía aún más peligrosa debido a los desatinos que causaban mi angustia, nervios y desesperación, volví a hacer el mismo tour. Resultado: ¡Nada!... Ni una luz encendida en la casa, ni asomo de vida por sus alrededores, menos de ella y Dorian.

Derrotado, emprendí el regreso… A masturbarme con su recuerdo y dormir, pero no sin antes ingerir una buena y fuerte dosis de tranquilizantes. No tomé alcohol, apenas agua y un trozo de pan, el suficiente para sobrevivir.







SÓLO EN MI SILENCIO



21 de agosto.



Y llegó el lunes. Día de mi cita en el bufete de Alfredo Díaz, cita que habíamos acordado el sábado, en la reunión de degustación de la porquetta.

Otra dosis de lexo al despertarme, una aspirina y cuatro tazas de café bien tinto. Luego un baño con agua casi helada, ya que mi calentador -como casi la de todos los moradores de las cascaritas- es neurótico e impredecible. Nunca se sabe cuando funciona. Como son a gas y están instalados a la intemperie, en la parte trasera de las cabañas, el agua de la lluvia, los fuertes vientos y los rigores propios de la montaña y pese a su sistema “infalible” (según Robert, ya que son franceses y de buena calidad), uno nunca sabe cuándo se les ocurre surtir agua caliente por la grifería. Los dichosos aparatos son un fraude, contrario a lo que diga el mago de la montaña: el invencible Robert.

Ya son las 10:10 p.m. y yo sigo en esto. Ya me he fumado no sé qué cantidad de cigarrillos (la cajetilla está feneciendo, pero me queda otra en el auto). He devorado media botella de ginebra pura en mi tacita de estrellitas azules, he escuchado no sé cuántos discos y canciones de Soledad Bravo -tengo toda su colección-, y me estoy comiendo unas galletitas de soda porque esta noche estoy de huelga: ¡me resisto preparar la cena!, sin embargo persisto en la malsana costumbre de martirizarme.

Aunque escribir apacigua mi ser, no sé en realidad porqué lo hago, ni quién leerá lo que escribo -o se atreverá a leerlo- algún día.

¿Lo escribo para mi querido Dorian?... ¿A fin de desahogar mi desesperación y reprocharle a Dios y al mundo su injusticia?... O para maldecir mi mala suerte. Aún no lo sé. Siquiera me importa, ni me interesa. Lo único que sé es que es una forma de catarsis, una liberación.

Pese a la música, al canto de los grillos que me acompañan, un mudo silencio de la paz a mi mente. Un silencio reconfortante…

Tomo un poco de agua, no porque me arda el estómago, sino para pasar el sabor de las galletas. Luego, otra tacita repleta de gin.



Llegué a la oficina de Alfredo Díaz a las once y ocho minutos, sólo ocho después de lo pautado. Me recibió la secretaria, quien con cordial sonrisa informó:”El doctor viene en camino”. De la otra abogada, Marelby, ni pista. No estaba.

Me senté en el recibidor muy callado. A los pocos segundos le pedí a la secretaria que me abriese la puerta para ir a fumarme un cigarrillo en el pasillo aledaño. Le dio a un botón situado en un extremo de su escritorio y abrió en forma automática.

Alfredo Díaz era un fumador empedernido, pero después que le detectaron un incipiente cáncer en la lengua, prohibió fumar en el interior del bufete. Lo respeto. Respeto su decisión, aunque el día de la porquetta todos fumaron como turcos. Y él estaba allí, sonriente y feliz… Bueno, cosas de la vida y tolerante buena educación.

Apenas terminado el cigarrillo regresé a la oficina. Me senté en la salita de espera. Estaba desorientado, con una terrible angustia oprimiéndome el corazón. Al rato llegó Marelby, quien me saludó afablemente y ofreció un café. Casi enseguida sonó su celular. Era un cliente del bufete, quien parecía reclamarle algo en tono airado.

Gracias a Dios pronto, detrás de la amplia puerta de vidrio, apareció la robusta imagen de Alfredo Díaz. La situación me estaba incomodando y verlo fue como un regalo de Navidad.

Yo mismo le abrí la puerta. Se disculpó por la demora y pidió que lo esperase unos minutos más porque tenía que reunirse con Marelby a fin de puntualizar estrategias sobre los casos que ese día tenían pendientes en los tribunales.

Pasaron largos y tediosos minutos. No sé cuántos, pero fueron bastantes. De pronto la secretaria se acercó donde estaba y expresó: “Doctor -refiriéndose a mí- ya puede pasar”.

Pausado, ya que los lexos que había tomado dos horas antes estaban en plena efervescencia y efecto, entré al despacho documentos en mano.

En presencia de Marelby, indiqué que lo más urgente para mí era disolver la compañía que tenía con Luis David y que me preocupaba mucho lo de la falsificación de mi firma por parte de su abogado. Luego ofrecí otros detalles, muy funestos, sobre la personalidad de mí hasta ahora socio.

Ambos coincidieron en que lo de la falsificación de la firma era algo insignificante. Pese a ello insistí. Les dije que quería desligarme de todo lo que oliese a ese hombre. Ellos prometieron que pronto iban a proceder y acabar con ese nexo comercial. Les di todos los teléfonos -casa, oficina y móvil- de Luis David advirtiéndole que lo llamaran antes de las doce del mediodía, porque a esa hora le da su ataque de hambre y sale corriendo hacia un restaurante cercano a la oficina llueva, truene o relampaguee. Una vez me contó que de niño sufrió mucha hambre en su pueblo natal, allá por Los Andes. Fue tanta, que una vez estuvo alimentándose durante tres largos meses sólo de papas con cebollas, las cuales robaba de un silo cercano. “La comida para mí no es un placer sino una necesidad esencial”, confió una vez.

Le referí a Alfredo que Carolina no me deja ver a Dorian y pregunté qué debía hacer. Me dio un rosario de recomendaciones que en vez de reconfortarme me desmoralizaron. Aunque es mi amigo y un buen abogado, cuando Alfredo habla como tal es tan frío e insensible que hiela la sangre. No voy a contar los detalles porque yo mismo no quiero recordarlos.

Poco antes de irme le comenté que hoy, precisamente hoy, 21 de agosto, mi pequeño Dorian cumple dieciséis meses de vida. Mi alegría le entró por un oído y le salió rápido por el otro. Impasible me dijo que odiaba a los niños, que los prefería grandes y que por eso se casó con una mujer que ya tenía tres hijos que pasaban de los doce.

Su respuesta me desmoralizó. Él y sus influencias en los tribunales no me serían útiles ni la solución de nada. Me escucho sólo por cortesía. Nada más. Presentí que no estaba dispuesto a hacer mucho, menos de gratis por más amigos que fuéramos. Me despedí y atropelladamente fui hacia el estacionamiento en busca del auto. Quería desprenderme lo antes posible de aquellas palabras que jugaban una especie de ping-pong mortal con mis ideas.

Salí del bufete derrotado, sin esperanzas y desanimado. Como un loco corrí hacia la montaña para refugiarme en mi dolor.

En el camino llamé varias veces al celular de Carolina con la intención de darle el feliz cumple mes a Dorian. Misión imposible. Desconectó, suspendió o qué sé yo su teléfono, ya que en todos los intentos la línea siempre estaba ocupada. Al rato volví a marcar, ahora al teléfono de la casa. Como un tonto que habla para sí mismo, dejé grabado en la contestadora mis besitos, amapuches y felicitaciones a mi querido bebé. Espero que cuando regresen Carolina se lo haga escuchar, aunque lo dudo. Cuando se lo propone es tan maligna y perversa que ni Lucifer le gana en maldad.

Mi Dorian es tan vivaracho y precoz que comenzó a caminar apenas cumplidos los diez meses. Cuando lo arrebataron de mi lado ya balbuceaba algunas palabras, como “agua”, “más” y “no” en perfecta pronunciación.

¿Ya estará hablando?... ¿Por qué tanta crueldad, porqué arrebatármelo de esa forma?... ¿Qué coño hice -porque desde mi punto de vista aún no entiendo nada- para que Carolina me lapidara de esa forma?

Llegué a la cabaña desesperado. Me quería morir. Darme unos golpes contra la pared o únicamente tenderme en la cama. Abandonarme. Eso es lo que me provocaba y así lo hice.

Primero se acostó mi dolor, luego yo. Cerré los ojos y quedé inmóvil. Pasaron algunos segundos, minutos, tal vez. Pronto recordé un letrero que durante mi regreso leí en una valla que promociona una famosa marca de whisky y salté de la cama como un resorte. El anuncio de la valla decía: No temas ir despacio, sólo teme quedarte parado. No recuerdo de quién es la máxima. Al parecer es un refrán chino o un aforismo anónimo, pero esas palabras me hicieron recapacitar. No debía quedarme parado. De otra forma la depresión vencería y me aniquilaría.

Decidido volví a salir. Abandoné la cascarita y fui a un concurrido centro comercial del este de la ciudad. Paseé un rato como un sonámbulo entre la gente.

Nadie notaba mi desespero, pero si mí presencia. Incluso algunas bellas jovencitas que al verme me sonrieron picaronamente.

Seguí caminado. De un piso, subí al otro. Luego volví a bajar. Al rato estaba otra vez subiendo al nivel superior. Las personas caminaban aparentemente despreocupadas. Veía sus rostros, analizaba sus movimientos… Los psicoanalizaba. Buscaba penetrar sus mentes y conciencia. Saber qué pensaban y porqué. O a qué temían o atormentaba sus espíritus. Antes, cuando todo era paz y felicidad en mí ser, lograba descifrar lo profundo de la psiquis de mis semejantes, ahora todo es gris y sin aparente conocimiento. Perdí mis facultades… Siquiera sé verme y comprender a mí mismo…

Qué difícil es entenderme y entender todo lo que escribo. A veces, yo mismo no sé lo que escribo. Es una historia, un tormento, ¿o qué?... ¿Es la vida, mi vida o lo que queda de ella? ¿La tengo todavía o ya desapareció?... ¿Qué soy ahora?… ¿Un fantasma?... ¿Y los fantasmas sufren?... No lo sé…

Lo único que sé es que no resisto más.

Confundido y aturdido, al rato regresé a la montaña con la intención de escribir estas notas ya que es lo único que evita que esté derrumbado en la cama pensando… Eso sería inercia y un camino inequívoco a la desvariación y la locura… ¿Ya lo estoy?... ¿Ya estoy loco y no me he dado cuenta aún?



Es tarde. Me encuentro tranquilo y en relativa paz. Otra vez, a esta hora de la noche, Soledad Bravo vuele a deleitarme con su canción No puedo ser feliz. No me atormenta, por el contrario, me transmite sosiego, muy alejado del goce masoquista. ¡Es qué esa gran mujer tiene voz de ángeles y sólo puede inspirarte paz y no otra cosa!

La botella de gin está pereciendo. Yo adormilándome junto a ella mientras escucho el canto de los grillos, las ranas y mi música de siempre. La noche corre presurosa a fin de alcanzar el nuevo día. Añoro, añoro la luz del día y quiero que el alba despunte pronto. La luz es de Dios, la noche de los demonios, fantasmas y recuerdos funestos.

Hoy dormiré tranquilo porque hay un sólo pensamiento en mi mente: ¡Volveré a ser feliz, con ella o sin ella!

Se marchó la dicha, pero no la esperanza, ni la vida. El amor renacerá en mí. El amor todo lo puede, escribió San Pablo en Corintios 13. Y el amor, hacia todo y todos, es mi único patrimonio. Reverdecerá en mí el milagro del amor. ¿Por qué amar hace tanta falta para vivir?... Qué es más importante para la vida: ¿el oxígeno o el amor?

Ya casi es la una y media de la madrugada y mi buen y noble brazo izquierdo (soy zurdo y esto es un manuscrito), me está pidiendo clemencia y un buen y merecido descanso. Además, acabé con la última gota de gin. Será hasta mañana, si sobrevivo.







22 de agosto.



Jamás me habría despertado si no hubiese sido por el sonar de palas, picos y mandarrias de los guariqueños. Algunos golpeaban con reciedumbre pedazos de cavillas en el rocoso suelo para que sirviesen de soporte de las nuevas cascaritas que están construyendo.

Son las 9:45 a.m. Es la primera vez que me levanto a esta hora desde que estoy en la montaña. Aquí normalmente madrugo, cosa inusual en mí, y mucho más por las altas dosis de tranquilizantes y alcohol que estoy ingiriendo.

De ésta, si pierdo el norte y la medida, me convertiré muy pronto en un auténtico adicto y alcohólico, para complacencia de Carolina. Me imagino su rostro desvariado balbuceando: “No se los dije. Vieron que tenía razón… ¡Es un alcohólico!”.

Mientras me desperezo oigo voces requiriendo a Beto, el más joven de los guariqueños. Debe tener unos doce o trece años. Lo utilizan casi abusivamente, como un utility. Lo que les fastidia hacer a los demás, le pegan un grito a Beto y el problema está resuelto o, al menos, olvidado.

Al incorporarme de la cama recogí del suelo terroso las últimas cuatro colillas de los cigarros que fumé antes de quedarme dormido. Cuando dirigí la mirada hacia el cenicero, vi un platón de terracota repleto de cabos. Me sorprendí. Recordé que en la noche, tarde, boté muchos por la ventana. Definitivamente, estoy fumando demasiado. De ahí la tosecita que me sofoca todas las mañanas.

Monté la cafetera. Cuando oí el borboteo que indica que la efusión ha llegado al punto más elevado de ebullición, giré la perilla para desconectar el gas de la cocina. Esperé unos instantes. Luego arrimé mi tacita hasta la boca de la cafetera, la cual incliné suavemente para verter la infusión en la taza. Sólo bastó una pequeña inclinación y el ardiente café se desbordó, en todo su aroma.

Estoy confuso. No entrelazo una cosa con la otra, un día con el ahora. Ni el ayer presente con este instante, pero seguiré escribiendo, aunque en ello deje la vida… ¡Coño, alguien tiene que enterarse de que existo y de lo que estoy pasando!

Mientras absorbo mi café veo hacia afuera. Los guariqueños más que trabajadores de la construcción, parecen marabuntas. Son unos verdaderos magos, prodigios naturales de la construcción. En un abrir y cerrar de ojos desmontan y levantan cascaritas en apenas un par de días. Su rapidez es asombrosa, y eso que carecen de casi todo el instrumental adecuado. Ellos se las inventan.

Salí hacia la montaña y después de una breve charla con los guariqueños regresé a la cabaña y me dispuse a preparar el almuerzo.

Hoy comeré una suculenta sopa montañera, tipo “Juliana”, que inventé yo mismo. Es rápida, fácil de hacer y apetitosa.

La receta es simple. Consiste en lo siguiente: A media olla de agua se le agrega un cubito, de carne o de pollo, indistintamente. Se ralla una cebolla y una zanahoria, las cuales se vierten en el recipiente con el agua aún fría. Luego se pone a hervir por veinte minutos. Al finalizar ese tiempo se le agrega medio plato de tubbettini (pasta italiana a los que algunos la llaman guergueritos). Otros diez minutos de cocción y listo. Suculenta, se lo aseguro. Por supuesto que la receta que acabo de anotar es para una sola persona. Para dos se doblan los ingredientes y así sucesivamente.

Aunque es muy temprano todavía y pese al buen plato de sopa que comí en el almuerzo, me está dando hambre otra vez. Anoche apenas cené con un paquete de galletas, una botella de gin y dos cajas de cigarrillos.

Ayer, cuando fui al bufete de Alfredo Díaz, no había siquiera desayunado. Lo único que tenía en el estómago era un plato de pasta condimentada con diablitos, que no recuerdo si me los comí el día anterior o plus anteayer.

Hoy estoy un poco tembloroso. Trataré de tranquilizarme. Me tomaré un pequeño descanso y después seguiré escribiendo.

¡Listo!... Aunque no lo crean, ya estoy aquí, de vuelta, aunque un poco amnésico. Ya es de noche y no sé qué pasó, qué hice durante la horas de la tarde. No lo recuerdo, pero eso no tiene la menor importancia. Lo importante es seguir escribiendo sin parar.

Mi viejo grabador-reproductor no me abandona. Es mi inseparable compañero. Lo único “ser” fiel que permanece a mí lado. Bueno, también tengo a Dios, aunque por ahora parece hacerse el pendejo, sordo y mudo y eso que se dice Todopoderoso.

No me importa si todos me abandonan, ya estoy en el fondo… ¡Qué carajo!... Si esto es el infierno, no es tan malo como dicen. Pero si apenas es el vestíbulo, ¡coño!, no quiero ir más adelante. Esto es mierda, no es para humanos, menos para desesperados.



PAUSA DE RECUERDO: ¡Uf, me estaba preocupando! “Una vaina más”, me dije hacia mis adentros. Ahora, además de pendejo, soy también amnésico. Pero no. Fue una falsa alarma. Recordé lo que hice en la tarde. Estuve escuchando un viejo cassette de meditación con mensajes muy hermosos y positivos, que, en condiciones normales, me hubiesen servido de algo, pero a estas alturas tanta belleza parece ciencia-ficción o digno de un cuento de hadas. No pude terminar de oírlo porque Danger se asomó por la ventana reclamando sus galletitas. Le di sólo cuatro a fin de no mal acostumbrarlo.



A las 7:30 p.m. recalenté la sopa que había quedado del mediodía. Pese a la receta, me excedí tanto en la cantidad de pasta y zanahorias, que todavía hay sopa para rato.

Una mariposilla que nadie había invitado a degustar mi sopa penetró en la olla y, lamentablemente, se ahogó. La removí con el cucharón antes de encender el fuego y comí el manjar con deleite. Quedé satisfecho, al menos ese es el mensaje que transmite mi estómago, pero, y no es psicosomático, siento unos fuertes puyazos en la barriga.



PAUSA GOLOSA: Prepararé café y me serviré una tacita repletaron bastante azúcar para ver si la poción atenúa el dolor.

Nada que ver. Sigo sintiendo esos fuertes puyazos.

Se están acabando las páginas. La tarjeta de bautizo de Dorian y una pequeña hoja con la estampa y la historia de la Virgen de La Milagrosa que tenía dentro de la agenda, en la página correspondiente al 8 de agosto, y que traslado constantemente tres o cuatro páginas más adelante mientras escribo, están ante mi vista. Son y seguirán siendo mis guías, fieles protectores y silenciosos compañeros durante este viaje donde la palabra toma cuerpo y forma de desespero en el Diario.

Hablando de compañeros silenciosos, uno que anda por ahí, que no es nada discreto, es un enorme grillo que arrulla mi sueño.

También me acompañan unas tres docenas de variadas mariposillas. Una gigantesca cucaracha, que por su forma y tamaño, creo que es una sobreviviente del pleistoceno, un escarabajo y otra gran cantidad de pequeños insectos, amén de las diminutas y trabajadoras hormiguitas que a veces se me meten hasta en la cama.

Son dignas de asombrosa admiración... ¡Cómo trabajan! De día y de noche. No sé si hacen turno de ocho o diez horas cada batallón, como los estibadores neoyorquinos. No sé cuál es su organización, menos si pertenecen a una mafia o sindicato. Lo real, lo verdaderamente real, es que son admirables, únicas en el mundo. ¡Cómo me encantaría ser una de ellas y pertenecer a su familias!... ¿Las hormigas se traicionan entre sí?... Lo dificulto… ¿Las hormigas son infieles?… Menos lo creo, ya que son cuerpo y pensamiento compacto y perfecto. Su ideal es la conquista del trabajo y siempre lo logran… ¡Cómo me gustaría ser hormiga!

Estoy en otro momento de mi vida. Por favor entiéndanme. No contaminen mi delirio, déjenme divagar libremente.

Es más, estoy tan arrecho, que si te me apareces, diablo maldito, te arrancaré una oreja de un sólo mordisco… ¡Ahí sabrás, al igual que yo, el tormento que se vive en la tierras y no en el infierno!

¡Sí!... Lo sé. Estoy otra vez borracho y loco. Pero qué más puedo hacer en esta montaña... ¿Morirme?... ¿Esperar la cigüeña o un ángel que me traiga a mi Dorian para besarlo, mimarlo y regresarme la felicidad perdida?... ¡Qué cagada!... ¡Eso!... Eso es lo que, precisamente, me provoca en estos instantes… Aunque cago poco, mi pupú es perfecta, casi celestial. Tan rubio como yo, o catire, como se dice en criollo. Lo importante es que estoy en perfectas condiciones: Si cago, estoy vivo. Si no cago, estoy muerto.

En eso, últimamente reside mi vida… ¡Qué belleza!







¡CÓMO QUEMAN LOS RECUERDOS!



23 de agosto.



Aquí estoy otra vez, garabateando el Diario y, por supuesto, bebiendo y escuchando música por la radio.

Ya resolví por hoy mi problema de subsistencia, o seas las exigencias de mi maltratado estómago. Me preparé un risotto “al caico” (como llaman por aquí a las baldosas rústicas y color rojizo quemado de los pisos de las cascaritas). La receta es simple y me quedó apetitoso. Los ingredientes son los siguientes: un puñado y medio de arroz previamente lavado, 200 gramos de salchichitas de perro caliente (las cuales compré junto a un kilo de papas que estoy salcochando, ya que en la mañana me había antojado de un puré y croquetas, las cuales prepararé después), una cebolla previamente rallada, un cubito de pollo, un toque de passata (pasta de salsa de tomate), un salpicón de orégano, queso parmesano, aceite de girasol o el que se tenga a mano y agua. El primer paso es dorar en una sartén, con un poquito de aceite, la cebolla...



PAUSA: Me está llamando Sonia, quien se quedó en casa porque Antonello le prometió barnizarle el closet. Quería que viera a través de su TV los hermosos paisajes naturales que enmarcan la telenovela “Amantes de luna llena”, las cual estrenó anoche un importante canal televisivo nacional y que a esta hora (1:30 p.m.) están repitiendo en su capítulo inicial. Salí, hablamos, vi algunas escenas al tiempo que le ofrecí un poquito de risotto, el cual le encantó. Al rato volví a mi encierro.



Sigo, pues, con la receta: Después de dorar la cebolla, que, precisamente toma un color dorado sucio, se agrega el arroz, el cual también se hace dorar por espacio de un par de minutos. Concluidos estos, se le vierte encima un vaso y medio de agua tibia y una cucharada de passata (de allí, el color rojizo del risotto “caico”). Seguidamente se le espolvorea un poquito de orégano molido, se le desintegra el cubito y se revuelve, preferiblemente con un cucharón de madera. Pero si no lo tienes cualquier cosa sirve, hasta un pedazo de rama, un lápiz o lo que se te venga en gana. Lo importante, eso sí, es revolverlo. Se espera, a fuego máximo, que la parte líquida (el agua) se retire (evapore). Una vez que el cocido esté semiseco, se le echa otro medio vaso de agua a fin de que el arroz quede al dente y se espera a que se seque, que se absorba un poco la parte líquida. Se prueba y si el arroz está en el punto exacto que prefiere tú paladar, ya se puede comer. La mejor forma de servirlo es extendiéndolo en un plato plano y, mientras esté humeante, espolvorearle el queso parmesano. Si es Reggiano, ¡aleluya!



PAUSA DEPRESIVA: Me siento muy deprimido, me voy a tomar otra media tableta de lexo: Mientras escribo esto estoy maltratando con la punta del lapicero el recuerdito de Dorian y la hojita de la Virgen de La Milagrosa, que están al voltear la página. Las voy a mudar de lugar y poner junto a una fotocopia del Capítulo 13 de Los Corintios, que hace tiempo, aproximadamente dos años, me obsequió un periodista de mi staff de redacción.



En la radio está sondando la canción Corazón espinado, de Maná. Sus estrofas me ponen aún más triste, pero masoquísticamente la sigo escuchando. Es una de las preferidas de Carolina… Cómo me duele estar vivo… Cómo me duele no estar a tú lado…, entona el cantante.

Tomo un sorbo de agua, enciendo otro cigarrillo de las dos cajas que compré cuando fui a buscar las salchichitas y las papas, las cuales, por estar en esto, escribiendo, se me pasaron de cocción, y enseguida empino otro largo sorbo del venenoso y barato gin. Mis ojos se entrecierran mientras el trago pasa.

No pienso en nada, sino en escribir y en soñar que todo pronto terminará, pero el hedor del pupú de Danger, quien defeca cerca de mi ventana, me hace volver a la realidad, a mi vida humana. Ese olor penetra tanto por mí nariz, que me dan ganas de cagar, otra vez, a mí también.

Dejo el cigarrillo en el cenicero y atrás la cháchara insulsa y jocosa que dos amigos míos sostienen en su diario programa radial y me voy a sentar en la poceta. Salió algo, pero no mucho. Primero un insulso pedito, luego una cagarrutica. Tomo el papel toilette y me seco… Otro poco más, lo vuelvo a pasar, y ya… Estoy seco… Me lavo las manos y estoy listo… ¡No, no estoy loco!... Hago esto como una catarsis, un pensar sin estar pensando a fin de no volverme loco. Es un dejar de martirizarme y escribir y escribir todo, todo lo que hago y pienso sin complejos, sin censura y sin importarme nada, porque nada importa ya.

Se acabó el programa de mis amigos y ahora están transmitiendo una canción de Gloria Estefan que se me mete por los oídos. Algunas de sus estrofas dicen: Cómo me duele perderte… Qué delicia tú sensualidad… Cómo fue que tú dejaste de querer… Cómo duele quererte, cómo duele perderte… ¡Qué drama el mío!



PAUSA DESORIENTADA: Tocan la puerta de mi cascarita. Es Antonello, quien acaba de regresar a la montaña. Atiendo su llamado. Lo veo más desorientado que yo. Me pidió un cigarrillo. Se lo di y le ofrecí un poco de risotto, del que todavía quedaba, pero manifestó que ya había comido. El también está sufriendo mucho, aunque tiene a Sonia con sus veintidós añitos, que es todo un consuelo para momentos tormentosos. Yo no tengo a nadie. Sólo mis recuerdos y este Diario. Pero no importa, en la incertidumbre está la libertad y la felicidad, afirma Deepak Chopra en uno de sus libros. Esperaré y dejaré todo al libre albedrío.



Hace más de una hora las moscas no dejan de fastidiarme.

Volvió a sonar en la radio Maná. Parece que en la emisora saben por lo que estoy pasando y me lo hacen a propósito… ¿Estupideces?... “Cuando te va mal hasta el burro te caga”, dicen por estos lares. Y eso es, precisamente, lo que me está ocurriendo. Parece como si todo el universo estuviese contra mí… ¡Cóño y qué mal he hecho!... ¿Amar con locura y pasión?... ¿Es eso un delito?

Bueno, dejo a Maná jodiéndome con su Es más fácil llegar al Sol que a tú corazón y no se me ocurre mejor idea que empinarme un largo trago de gin a pico de botella… ¡Qué imbécil, soy!, me reprendo, pero como que mi consciente no está muy de acuerdo con mi subconsciente, o quizá, lo reta, ya que segundos después volví a hacer lo mismo.

¡Cómo queman los recuerdos!... ¿Es la mente o es uno?... ¿Por qué pensar?... ¿Es un prodigio o una tortura?... ¿Dónde se fue la razón, dónde están sus límites, dónde fue a naufragar y por qué?... ¿Es la mujer reflejo del diablo o diosa?... No lo sé… El sufrimiento existe y aunque nadie lo pueda palpar, es un arma mortal... ¡Bienaventurados los felices, porque son hijos de Dios, ángeles humanos, ángeles eternos!

En la mañana, luego de asearme y lavar los corotos sucios, limpiar y ordenar un poco la cascarita, me puse a charlar un largo rato con Sonia. Me contó de su vida y amores con Fernando, a quien conoció en el liceo cuando apenas tenía catorce años. En ese entonces eran amigos y confidentes nada más. Aunque a Fernando ella le gustaba mucho, no se atrevió a confesárselo sino siete años después.

Pasó el tiempo. El vivía en un pueblo situado en el centro del país y ella en otro, hacia al este. Un buen día éste la llamó y se encontraron en el pueblo de ella. Cuando se volvieron a ver, relató Sonia, Fernando la abrazó con el mismo cariño de siempre, pero nada más. Confundida, ella tomó la iniciativa y lo besó apasionadamente. Al separar sus labios le expresó: ¡Hasta cuándo esa timidez, no sabes qué te amo!

En esa época Fernando vivía, sin estar casado, con una árabe mucho mayor que él, ex esposa de un famoso preparador de caballos de carrera. La relación, aunque sólida, tenía sus contraltos porque la mujer era muy soberbia y dominante. Contó que esa relación, aunque pasada y superada, seguía haciendo mella en sus recuerdos y torturándolos a los dos. Que el domingo pasado discutieron por esa causa. Sonia es muy tierna y amorosa, todo lo contrario de Fernando, quien es basto y ordinario.

Mientras Sonia contaba su historia, dentro de mi pensaba: “Eso es amor, el verdadero amor sin límites ni fronteras. La entrega total, desprendida de prejuicios y vulgares intereses”.

No pude resistirme. Me conmovieron tanto sus palabras, que le expresé lo que sentía de viva voz.



PAUSA DESANGRANTE: Y tú, mi amor, me elevas del suelo… Sólo te pido quererme. Eres mi adoración… ¡Quiéreme!... ¡Quiéreme!... Sólo te pido que me quieras… No te pido una fortuna… Quiero perderme en el abismo de tú piel, suena en estos instantes por la radio. Agarro mi tacita, la lleno hasta el tope de ginebra y la empino de un solo trago hasta el final. No puedo resistir más este gran dolor. Siento que me desgarra por dentro.



Sonia me relató los sacrificios y las montañas de problemas y vicisitudes que tuvieron que remontar para, al fin, cristalizar su amor y alcanzar la felicidad. Contó tantas cosas hermosas y dulces que por momentos enternecieron mi alma y conmovieron mi espíritu atormentado.

Dijo que en muchas oportunidades, soportando frío y maltratos de conocidos y extraños, tuvieron que dormir dentro del auto con su bebé (Danger, que en aquel entonces era aún un cachorro). Palabras, amor, sufrimiento y más palabras. Estuvimos hablando más de una hora sentados en la parte de atrás de su cascarita. Yo, en mi silencio y amor, y con un nudo en la garganta, la escuché embelesado.



PAUSA DE SUFRIMIENTO: Gloria Estefan canta Sé que todo terminó. No sé qué sucedió… Puedo fingir cuando te veo… Por eso no te olvidaré a pesar de que sufrí…El amor hay que salvarlo pueda… No te olvidaré… Si a mi quieres volver te haré feliz… Si no hay otra solución es mejor decir adiós. Copio la letra con rapidez, aunque me golpea. Esta radio me va a matar de pena. Pareciera que el universo entero conspira contra mí.



En la tarde, mientras hablaba con Sonia, por los lados del barranco por donde caí, los guariqueños, que se multiplican por diez, construyen otras ocho cascaritas a un paso endiabladamente asombroso.

Con ellos estaba Robert, quien recién había llegado y le estaba dando algunas instrucciones. Por cierto Nelson, uno de los asistentes de Robert, temprano había dicho que su jefe estaba de cumpleaños. Desde arriba Sonia y yo le gritamos a toda voz su feliz cumpleaños. Después de terminar con los trabajadores, Robert subió a saludarnos. En ese momento pudimos felicitarlo formalmente y, en mi caso, acompañarlo con un abrazo.



PAUSA TORMENTOSA: Francisco Céspedes en su canción me preguntó: ¿Dónde está la vida?... Luego siguió Armando Manzanero con No sé tú… ¿Cómo que en verdad me quieren matar?… ¿Se habrá metido Dios a musicalizar todas las emisoras que sintonizo?... ¡Esto es un atentado a la cordura y al sufrimiento!



(PRIMERA PAUSA A LA PAUSA). PAUSA DE SOBREVIVENCIA: Me quedan apenas menos de cuatro mil bolívares. No importa. Alcanza para otra botella de gin. Voy a comprarla. Tengo la necesidad de noquearme. Son las 3:45 de la tarde. Eso es lo que indica mi reloj, que nunca falla… Pero…, me siento perdido. No sé, en realidad, si hoy es hoy… O si estoy contando y escribiendo lo de ayer hoy o lo estoy haciendo simultáneamente hoy, en este instante, con los eventos ¡en vivo!, como dicen en la TV. Pero así no puede ser porque normalmente escribo en las noches lo que me sucedió en el día. No entiendo… La verdad es que estoy abandonado hasta por tiempo. Al parecer siquiera él me quiere. Bueno, me da igual, ya que para mí ya no existe el tiempo, como tampoco las horas ni los días. Ellas son absurdas y si no fuese por mi móvil no sabría en qué día estoy viviendo. Es la única referencia que tengo para mis anotaciones en el Diario… Seguramente debo estar escribiendo lo de hoy pero haciendo gala del recuerdo… Bueno, mejor es dejarlo de ese tamaño. Además, ¿a quién carajo le importa?… La vita é come la scala di un pollaio: corta e piena di merda (La vida es como la escalera de un gallinero: corta y llena de mierda), como dicen los napolitanos, pero la mía parece ser aún más corta y más sucia.



(SEGUNDA PAUSA A LA PAUSA). PAUSA AGÓNICA: Mientras me ponía la chaqueta (¿cuál?) comenzó a sonar Perdóname si te estoy llamando en este momento, pero quería sentir tu respiración… Cariño mío sin ti me siento vacío… Las noches me saben a puro dolor… Me estoy muriendo por verte… Estoy agonizando… Devuélveme la vida… Devuélveme mi fantasía, mis ganas de vivir la vida… Devuélveme el aire… ¡Es como para noquearse, no!



Empaqué la basura para botarla cuando pase junto al depósito de recolección que está a unos seiscientos metros de mi cascarita, hacia la carretera de asfalto y única salida, en auto, rústico o a pie, de la montaña.

Al regresar -el viaje es corto- me crucé con un hombre de barba larga y cana peinada al estilo hindú que siempre anda caminando cerro abajo por la vía terrosa. Lo he visto en varias ocasiones y me llama mucho la atención. Su apariencia me infunde un respeto interior que no sé cómo describirlo. Es flaco y desgarbado. A primera vista parece un vagabundo, pero a medida que lo veo más de cerca, su rostro y porte semejan a uno de esos profetas que he visto en las películas bíblicas, tanto en televisión como en el cine. Para mí ese es el único patrón físico que tengo de los profetas, ya que, al parecer, es la mejor, o la única, descripción “viva” de ellos.

Siempre que lo veo, al superarlo con el auto, me hago la señal de la cruz al tiempo que elevo una oración al cielo para que Dios lo proteja. Por estos parajes he visto muchos hombres con aspecto parecido, tanto en su delgadez, barba y semblante profético, aunque ninguno como la de éste, en especial, ya que por su lento caminar parece estar suspendido en el aire, a muy corta distancia del suelo.



PAUSA LOCA: Django me acaba de dar en la madre con A esa loca que yo amaba (¡y amo!)… La quisiera olvidar o que volviera esa loca que no olvido… Yo quisiera olvidarla o que volviera o que en el mundo existiera otra igual o parecida a esa loca que yo amaba.



Definitivamente voy a apagar la radio y poner el CD de Soledad Bravo titulado Canciones de la Nueva Trova cubana. (Otro trago largo…, como un suspiro).



SIGUEN LAS PAUSAS: Aunque mi intención no era hacerles daño, tomé el Raid (mata zancudos, cucarachas, moscas y demás. Estas últimas son las que más me joden) y rocié un poco sobre ellas, pero siguen como si nada, como si les hubiese echado Chanel.



Joaquín, el joven el carpintero-administrador, o viceversa, ya que dijo que se había titulado de Administrador en España, está barnizando el closet y los mesones de madera de la cocina de Sonia, los cuales estaban como casi todos los de las cascaritas, repletas de diminutos hongos. Por estos lados hay mucha humedad. ¡Es el paraíso de la humedad!

Sonia no se aparta de su lado, exigiendo cada detalle. Por eso es que hoy se quedó sola en la montaña.

Son las 4:25 p.m. según el reloj de mi móvil. Enciendo otro cigarrillo y comienzo a escuchar a Soledad Bravo y ella me dice que La vida no vale nada si cuatro caen por minuto y al fin se decide la jornada… La vida no vale nada si no puedo cambiar lo que me rodea. La vida no vale nada si no es para perecer para que otros puedan disfrutar lo que uno tiene ya…

¡Coño, qué carajo! Al menos esta es una canción cubanoide de protesta, que, aunque me afecta por su planteamiento social y humano, no me jode el cerebro con los recuerdos de Carolina. Por ahora, pese a que sigo siendo un revolucionario nato, tengo un problema existencial y de sobrevivencia aún más grave. Estoy librando mi propia revolución, mi propia guerra interior solo, sin más soldados que el silencio y dolor. Las únicas armas que tengo, o me quedan, son un par de bolígrafos viejos y baratos, una vieja agenda y una libreta.

En mi cenicero cuento ocho colillas, además del que me estoy fumando, que pronto será cadáver de cigarrillo. No recuerdo cuántos cabos bote por la ventana, pero chequeando la primera de las dos cajetillas que tengo, me percato que está por perecer.



PAUSA OBLIGADA: Tengo más de dos horas sin tomar agua. Voy a servirme un vaso. Lo que estoy tomando quema hasta más allá de la tráquea.



PAUSA CURIOSA: Un grillito bebé está en el vaso tomando de mí agua. Delicadamente, a fin de no extirparlo con mis toscas manos, lo apartaré para absorber la parte que me toca… ¡Listo! Normalmente cubro la boca del vaso con un CD a fin de no convertirlo en una piscina de moscas y mosquitos. Debo evitar una infección… ¡Es lo único que me faltaría! Lo mismo hago cuando tomo café, pero como la tacita es tan pequeña, encima le pongo la cubierta plástica de un cassette.



Creo que varias páginas atrás escribía que cuando estaba hablando con Sonia, Robert subió hacia donde estábamos. Entre los chistes que hicimos con motivo de su cumpleaños confesó que estaba llegando al medio cupón, o sea los cincuenta, y que se sentía sumamente realizado ya que había terminado de escribir su tercer libro. Me preguntó que era un machote en términos periodísticos y le expliqué que se trataba de una maqueta, un bosquejo... De un ejemplar de prueba de la revista o periódico por crear y editar. El término se aplica, igual mente, a los libros. También estaba confuso con el significado de prólogo y prefacio que, aunque en definitiva son la misma vaina, cada editor según la edad o terquedad, podrían marcarle diferencias inconfundibles. Literariamente son recursos muy antiguos pero a veces necesarios para introducir al principio de la obra su comprensión y enriquecimiento, más que todo en libros históricos, ensayos... ¡Coño, cómo que estoy lúcido otra vez!... ¿Qué milagro generó este momento de reflexión?... O, Dios, ¿por qué me arrebatas el pensamiento real y luego me sumerges en las profundidades de dolor, de la amargura y el tormento?



PAUSA ALCOHÓLICA: No sé si lo había anotado antes en este Diario, pero confieso que tengo una carterita (recipiente de plata o acero, forrado en piel o no, en el cual se deposita cerca de un cuarto de litro de alcohol, sin importar el grado, marca o color), que una vez me regaló una novia. Rosita se llama y es hermosa, pero tan puta y cariñosa que jamás la olvidaré. La primera vez que estuve con ella, por cierto en ocasión de un partido muy importante de un Mundial de Fútbol, el cual seguí a medias por el televisor del hotel donde nos encontrábamos, quedé perplejo. Después de hacerlo y en ello me esforcé y le imprimí la pasión que sentía en ese momento, ella comenzó a llorar. Me sentí mal, muy mal… Tan mal, que a priori me condené. Creí que había sido un desastre. Atónito, pero reflejando la seguridad en mi mismo que siempre destilo y mucho más en ocasiones difíciles, le pregunté sobre el porqué de las lágrimas. Con una sinceridad viva y espontánea, casi divina, sin dudarlo expresó: “¡Es que tenía mucho tiempo sin saber lo que era un orgasmo!”. Suspire aliviado en mis adentros. Quedé tan satisfecho y estimulado con la respuesta, que lo volvimos a hacer otras tres veces.

Hoy he tenido algunas divagaciones… ¿Bellas?... ¡No sé!... Me resisto a anotarlas en el Diario… No valen la pena.



¡Qué día tan largo y confuso el de hoy, Dios mío! Son las seis y nueve minutos, según mi móvil, el cual reposa silencioso conectado al cargador a la izquierda de donde estoy… ¡Qué mierda es la soledad!... ¡Hasta del color de los mosquitos y alimañas te das cuenta!... Hasta la más mínima sombra es un lugar de ver, observar y explorar… ¡La soledad es muerte!... La peor de las pestes, de las enfermedades, porque no sólo acaba con tu psiquis sino también con tú cuerpo y tú alma.

La tarde sigue hermosa, tan bella que su luz parece dibujar la palabra AMOR en las nubes. Yo no estoy igual. Todo me da vueltas. Mi cerebro y la voluntad de escribir están en punto crítico, pero quiero y siento la necesidad de seguir escribiendo. Si ceso de hacerlo, quizá muera, quizás ya no exista, quizá todo acabe. Es la fuerza, la de escribir, la única que me mantiene vivo, que me hace sentir que existo. Por eso siquiera, a veces, quiero dormir, porque no sé si voy a despertar. Y, si no despierto, ¿quién va a escribir?

Principios. Modelos de ser. El hombre. Su furia. La maldad. La inteligencia. La esperanza. El amor… Sí, el amor, la única fuerza que mueve al mundo de forma intangible, es lo que necesito… ¡Amar!... ¿Pero cómo, si tengo una espina en el corazón?... Divagaciones estériles… ¡Padre!... ¿Por qué yo?... La sombra se esconde, huye… La verdad sigue prisionera… ¡Ay, miseria, ay vida!…

Son las 6:37 p.m. Me tomé cuatro cápsulas naturistas de Vitamina A de 25.000 IU (?). Como son aceitosas, es factible que hagan descorres mis manos con suavidad, aunque ahora estén entumecidas.



PAUSA PASIONAL: Anoche estuve llorando mucho, quizás demasiado. Después quedé dormido, no sé a qué hora y soñé que me cantaban Tenerte en mis manos otra vez… No hay derecho a sufrir así… No aguantaré más… Si no regresas a mí voy a morir… ¡La verdadera cagada!... Hasta mis sueños no son nobles, menos sus letras... Pienso y muero en mi silencio, las palabras están muertas, ya no me dicen nada.



Voy a hacer pipí. Soledad Bravo me está ahora jodiendo con la canción No llores porque te vas ni porque te alejas… ¡Llora mi corazón!... ¡Joder!... ¿Dios, qué te pasa?... Mi premura por desaguar me dejó sin sentido, sin pensar…

De aquí en adelante, el caos. El No al entendimiento. Le echo la culpa a los 43.5 grados alcohólicos de la ginebra.



PAUSA ESENCIAL: Este bolígrafo también está muriendo, al igual que yo..., pero seguiré, aunque estoy un poco fastidiado… Me estoy tocando… Suave, con ternura… Es que gusta… ¡Qué bonito y tranquilo está!... Es carne que mágicamente toma posición de combate… ¡Qué reflejos!... ¡Qué instintos tiene la carne cuando piensa en otra carne viva!... ¡Cómo toma vida estando muerto!... Una idea carnal me enciende en su fuego... No sé si pueda, aunque valor y ganas no me faltan… Me voy a masturbar con el recuerdo de mis noches con Carolina… No, no puedo… Ayer, mientras dormía y estaba excitado, un pelito que se atravesó por el “capullo”, me causó una leve rasgadura y la molestia, aunque la heridita es casi imperceptible, es grande… Me masturbaré sin dolor cuando se me cure… ¡El amor debe estar lejos del dolor!...



En estos momentos de mi vida no hay algo que me transporte más que la masturbación… Es un viaje y en el viaje me siento fuera de aquí… Es el viaje del viajero solitario… Al cerrar los ojos, es como estar en otra dimensión… ¡Claro!… Estoy en la dimensión del placer, pero en mi caso es como alcanzar algo divino que está más allá de la conciencia, porque toco el momento y sus imágenes, como si en verdad estuviesen pegadas a mi piel… Tanto es así, que todo queda impregnado de su perfume… Es algo más allá, inclusive, de lo telepático, de lo paranormal, porque el calor de su cuerpo y sus suspiros se adhieren a mi colchón… Es algo mágico e inexplicable, pero ¡cómo nos amamos!

Son mis sueños alcohólicos. No más pausas. No más de nada. Desfallezco y nadie lo sabe y a nadie le importa. Y, lo peor, si muero, nadie se dará cuenta… Siquiera soy una palabra, quizá un momento, un número… En la montaña apenas somos apariciones… Nadie pregunta y si lo hacen todo se olvida.

Oh, alcohol maldito. Cierra este capítulo. Enciérrame en la noche bendita y hazme ver el día otra vez… Hazme vivir, quiero ver… Tantas cosas quiero ver…

Son las 12:54 a.m., según marca el reloj de mi móvil. Otra madrugada sin conciliar sueño, sin paz, llena de recuerdos tristes y sin masturbarme.







24 de agosto.



Desperté temprano. Apenas dormí un par de horas o quizás un poco más.

Aunque estoy aturdido por la noche de ayer, puedo pensar bien. Soy yo mismo, al menos eso creo. Me acabo de chupar un lexo, eso me tranquiliza casi como por arte de magia. Al momento de disolver bajo el paladar la pastilla, se realiza el “milagro”. Es como si un timbre sonara en tú interior y el subconsciente baja sus niveles de revolución interior y la paz vuele a tú espíritu.

Por supuesto que la dichosa pastilla no obra así de rápido y no tiene nada de “milagrosa”. Lo único milagroso que en realidad existe es tú propia mente, que es más poderosa que un millón de drogas juntas si la sabes utilizar para bloquear o erigir lo que quieras. El milagro, el más grande de los milagros vivos y conscientes, es la mente.

Pero hay un diablo, uno que pulula entre tu yo y la mente, y se llama conciencia. Muchos, cuando la muerte llega, a la conciencia la llaman espíritu. De esa misma forma, o algo parecido, funciona cuando la mente se debate entre pastillas y subconsciente.

No hay uno ni lo otro. No puedo absorber conciencia ni espíritu si no soy digno de mi mismo. Sepan que el hombre es un animal social que no resucita si asume que su mente muerta está...

Últimamente me da por llorar en las mañanas, igual pasa cuando estoy muy tomado. Es una sensación nueva, cuyos efectos “curativos” estoy empezando a descubrir. Antes no era así, ahora lo soy. Yo nunca lloraba, ahora lo hago casi por nada y con frecuencia. Me hace bien. Es como si arrojara por los ojos todo el dolor y las penas que tengo dentro. Refresca un poco mi ser y mi mente atormentada.

El cristofué se alejó… Me abandonó. Quizás emigró. Se fue de este desesperado lugar. En estas montañas no hay nada, sólo penas. Ahora siquiera puedo escuchar su canto recriminatorio en las mañanas. Hubo un momento en que quería deshacerme de él a toda costa, ahora lo añoro… Añoro su canto de vida… Añoro su camuflaje… Añoro su cercanía.

La vida en la montaña es dura. Los elementos la hacen aún más insoportable, mucho más viviendo en las endebles cascaritas. Primero el viento y el frío, luego la lluvia y en el verano el fuego del sol y los incendios, para seguir con las inundaciones de octubre y otra vez los desalmados chubascos... Es fuerte…

Enjugué mis lágrimas y preparé una tortilla a la española con las papas que había salcochado ayer. Fue mi desayuno. Luego comencé a vestirme lentamente mientras pensaba en los cunaguaros (especie de pequeños tigres americanos) que, me dijeron, había por montones montaña abajo, hacia una pequeña selva donde confluyen varios silenciosos riachuelos.

Desde hace días tengo ganas de bajar montaña abajo. La idea me seduce, y mucho. No puedo aguantar ese incontenible deseo de ir hacia aquel ignoto lugar que, aseguran, se encuentra al final del cerro, después de pasar un intrincado y oscuro bosque lleno de gigantescos y tupidos árboles.

Hoy lo decidí. Voy a descender por el escabroso sendero alfombrado de mohosas hojas secas, aunque dicen que nadie se ha atrevido a bajar por allí. No pretendo ser un pionero, eso me importa un bledo. Sólo quiero, si es que en verdad voy a morir dentro de poco, una muerte noble, digna y sin sentido.

Mi acción podrá interpretarse como un intento deliberado de poner fin a mi vida. Quizás, podría ser. No lo sé. El instante que decidí bajar, me encontraba en tal estado de dolorosa euforia, que ahora no puedo explicar si lo hice por simple aventura desquiciada o por qué. No sé… No lo sé… Sin embargo, debo decir que pese a todo lo que estoy pasando amo mucho a la vida y no creo estar tan loco como para intentar algo descabellado, estúpido e inútil. Eso no aplacaría mi sufrimiento, sino simplemente me quitaría la vida y entonces, sin vida, no podría desentrañar mi tormento… Saber el porqué de muchas cosas… ¿Qué hice mal y por qué?... ¿Si todo es verdadero o simples juegos de la fantasía, de fantasmas creados por mis celos?... Mi espíritu de aventura, de búsqueda de la verdad, por más dolorosa que esta fuese, no me habría permitido suicidarme… En fin, eso creo ahora, hoy. Mañana no sé si cambie de parecer.

Lo que sí es cierto e indudable, es que estaba todavía bajo los efectos del abuso de alcohol de la noche anterior. En ese estado de modorra que no sabes si estás parado sobre la tierra o levitando. Esa mezcla de estar y no estar totalmente en sí, llevan a un estado de indiferencia donde el valor y el coraje rasguñan el atrevimiento. Ya nada importa si estás decidido y seguro de lo que vas a hacer. Es el ser héroe habiendo sido alguna vez un poco cobarde… En realidad, creo que estoy escribiendo lo que no debería escribir ya que no sé, ni estoy claro ni seguro sobre lo que verdaderamente siento y soy y, mucho menos, de lo que pasaba por mi mente en ese momento.

No obstante, pese a no tener una verdadera motivación, estaba decidido a bajar por ese sendero que, decían, era extremadamente peligroso. Y lo hice y regresé, por eso lo estoy contado.

Así comenzó: Me puse unas botas, mi viejo jean verde oliva y una franela del mismo color, colgué de mi cuello un péndulo hecho con cuarzo de seis aristas y una brújula de aficionados, de esas baratas, y un escapulario con la medallita de La Virgen de la Milagrosa en cuyo reverso estaba la imagen de San Miguel Arcángel, el protector de Carolina, santo del que es muy devota.

En el bolsillo trasero del pantalón llevaba la cartera con mi documentación y apenas mil bolívares, el móvil, y una linternita. Endosé una gorra negra que en su frente tenía impresa la propaganda de Pirelli y me lancé a la aventura.



PAUSA CONFUSA: No se si escribo en primera, tercera, cuarta o quinta persona. Lo único que sé es que escribo la verdad, sin tiempos ni medida, pero sí con momentos reales y vivos, aunque salpicados de tormento e inconsciencia.



Enganchado al cinto del pantalón llevaba un cuchillo de supervivencia, de esos que llaman Estilo Rambo, porque en la empuñadura, que es desenroscable, tiene incorporada una brújula (la de mi cuchillo está dañada desde hace bastante tiempo) además de otros implementos, como nylon para pescar, anzuelo y otras cosas que al momento de la verdad, cuando tienes hambre y te sientes perdido, no sirven para nada si no fuiste entrenado para saber cómo utilizarlos.

¡Epa!... Faltaba anotar que tenía puestos mis lentes negros Nike, estilo Robocop, y en mi izquierda llevaba un afilado machete.

A esa hora de la mañana los guariqueños estaban cortando bambúes y troncos hacia el lado derecho de mi cascarita, paralelo al sitio por donde iba a descender. Es el paraje más peligroso y escarpado de esos lados de la montaña. Al verme, me preguntaron adónde iba. Les dije: “En busca de los cunaguaros” y dicho eso me lancé cerro abajo.

Mientras bajaba abriéndome paso con el machete escuché ruidos como a sesenta metros detrás de mí. Me detuve para oír mejor y de pronto veo a Iván, quien sin ton ni son decidió seguirme. Me pidió el machete y cortando el monte y arbustos que nos impedían el paso, siguió bajando callado. Yo iba atrás, muy cerca. A los pocos minutos otro ruido de ramas rotas. Era Carlos, quien también se nos unió seducido por la aventura. No tendrían más de veintiséis o veintisiete años cada uno y, de los nueve, eran los más fornidos de los guariqueños. Los otros, excepto José Ángel y Pedro, son unos bebés.

Según Iván, cuando comenzamos el descenso eran como las once y treinta.

Al principio la pasamos bien. Todo era nuevo, ignoto ante nuestros ojos. Muchas cosas que explorar y de muchas cosas de qué maravillarnos, como de su flora. De los sembradíos naturales de bastón del emperador y su hermoso color escarlata y las aves del paraísos con sus verdes, amarillos y rojos que contrastaban con el paisaje semiselvático. Los había a montones por doquier. Así como las crestas de perico (o algo así).

Bajamos y bajamos buscando el río, morada de los supuestos cunaguaros, pero nada de los felinos y menos del dichoso río. Estuvimos caminando sin detenernos y remontando un cerro tras otro durante más de tres horas y nada. Sólo sudor, cansancio y mucho sol.

Llegado un momento caminábamos sin rumbo. No sabíamos dónde nos encontrábamos y tampoco cómo regresar a nuestro punto de partida. Evidentemente estábamos perdidos.

Confiado en la brújula, de la que estaba súper seguro de que nos sacaría de allí, insistí en seguir adelante a fin de conseguir un camino, aunque fuese diferente, para iniciar el regreso.

No obstante, lo mío era pura presumida intuición. Hace tiempo que estaba desorientado. No sabía, ni remotamente, donde estábamos. Lo único que sabía en mis adentros es que había perdido el norte. La brújula estaba bien, funcionaba a la perfección, no así yo.

Antes de salir de la cabaña, al realizar la lectura inicial, cometí un grave error. Con un bolígrafo anoté las coordenadas del punto de partida en la palma de mi mano, pero con el sudor, el agua y todo lo demás, se borró. Lo sé. Eso solo se le ocurre a un… Bueno, digamos que son cosas de la resaca, descuidos de un desesperado. Sin embargo tercamente señalaba que las cascaritas estaban a 140 grados al sureste (quizás me traicionó el subconsciente (¡todo me traiciona!), porque la casa donde vivía con Carolina está al sureste de la capital). La realidad era que las cabañas estaban a 240 grados al suroeste, cosa que supe después. Estúpida y peligrosa confusión. Debí anotarlo en un papel. La próxima vez tomaré esa precaución.

Sin sospechar que estaba desorientado, Iván y Carlos me seguían sin chistar. Seguían creyendo en mis “habilidades” por la seguridad que imprimía en cada una de mis palabras. Pero la realidad era otra. Estábamos perdidos. Yo lo sabía, pero no se los dije porque tenía la esperanza que de seguir subiendo podríamos ubicar las cascaritas.

Comenzamos a subir montañitas. Una tras otra. Cuando terminábamos de subir una creyendo que era la última, al llegar, frente a nosotros veíamos otra, aún más alta.

Ya no había que decir nada. Los tres sabíamos que estábamos completamente perdidos. Temíamos que la noche nos atrapase en esa fosa. De ser así y necesitar ser rescatados, nadie sabría siquiera dónde comenzar a buscarnos porque dimos muchas vueltas. Yo, al menos, no recordaba los sitios

por los que pasamos. Quizás por el cansancio, quizás por la presunción de que no hacía falta recordar nada porque sería fácil salir de allí. Estaba equivocado. Muy equivocado. En todo caso, de no poder conseguir el camino de regreso, tenía el celular. Llamaría a Robert y le daría algunas pistas para que nos encontrasen.

A fin de aplacar un poco la sed, comencé a absorber el néctar de algunas cayenas silvestres que encontraba a mi paso, cuya flor después mastica y comía. Eso calmaba el ansia y la urgente necesidad de bocado. Tenía días alimentándome mal y la poca reserva energética que tenía mi cuerpo la dejé en la montaña. Por más que insistí, mis compañeros de aventura no quisieron probarlas.

Estábamos extenuados, sedientos y, como dije arriba, con un hambre infernal. No sé cómo se veían nuestros rostros, pero presumo que tenían expresión de terror.

Durante los ascensos pensé que de un momento a otro me daría un infarto. De la vanguardia pasé a la retaguardia. A veces, me detenía por segundos para que el ritmo de mi corazón aminorara un poco su traqueteo. Los guariqueños se detenían a esperarme metros más adelante. Aunque había perdido toda credibilidad ante ellos, de pronto les dije que no deberíamos seguir subiendo, sino bajar. Mi agotamiento era tal, que creí que de un momento a otro no daría un paso más. Que no lo lograría. Que no llegaría hasta el final de aquel cerro, el cual era bastante alto, y que ese final también sería el mío.

Mientras avanzábamos, nuestros ojos trataban de ubicar un punto de referencia que nos orientara, pero nada. Desde lo alto de una de las montañas Iván divisó a lo lejos unos naranjales. Muy seguro de sí mismo afirmó que la finca de Robert quedaba por esos lados. Ya pasaban las tres de la tarde. Debido a la hora, el mismo Iván sugirió que lo mejor era regresar por el mismo camino que momentos antes habíamos dejado e ir hacia los naranjales. Carlos y yo asentimos.

Bajamos y pronto entre la enramada nos topamos con un destartalado ranchito. Había sido abandonado desde hace bastante tiempo por quién sabe quién. En el suelo, bordeando el rancho, vimos una plantío de tomaticos silvestres en su punto exacto de maduración. Aunque eran del tamaño de una uva, mitigaron parte de nuestra sed y hambre. Mientras los comíamos divisamos otro apetitoso manjar: dos pequeños árboles repletos de limonsones, especie de naranja con injerto de limón. Uno sólo estaba maduro. Los corté con mi cuchillo y repartí entre los tres. Nos los comimos con apetito voraz.

En la mañana, cuando bajábamos, percibimos en las profundidades del bosque el ruido de un riachuelo. Aunque no llegamos a ver ni una gota de su agua debido a la espesura, sabíamos que estaba allí. Gracias al cielo lo volví a escuchar. También vi una vereda muy similar por la que habíamos pasado. Se los dije y los tres pusimos nuestros oídos en estado de alerta.

A pocos metros escuchamos el suave murmullo de pequeñas caídas de agua. ¡Allí estaba el río! Corrimos y bebimos hasta saciar toda nuestra sed y lavarnos con ese vital y preciado líquido cara, manos y cuerpo.

Felices, pero preocupados, comenzamos el retorno río arriba. Encharcándonos de pies a cabeza fuimos escalando las resbaladizas piedras llenas de musgo y moho. Algunos resbalones, pero ninguno de nosotros perdió la vertical. De los cunaguaros nada. Sólo una bella, silenciosa y extasiante vegetación.

Cuando solventar las gigantescas rocas se nos hizo ya imposible, dejamos el cauce del río y comenzamos a subir por un sitio muy empinado, buscando siempre una vereda paralela. El corazón casi se nos salía del pecho a los tres. Los latidos hacían eco en ese mortuorio silencio.

Desde hace bastante tiempo iba con el torso desnudo. Había afianzado parte de la franelilla debajo de la gorra para que el resto me protegiese el cuello y parte de los hombros del sol. ¿El suéter?... ¡Quién me mandó a llevarlo! Colgando del cinturón, donde lo había anudado a fin de tener las manos libres. Los lentes Nike, que tenía enganchados por una de sus patas debajo de la correa pasaron a mejor vida. Al inclinarme para pasar debajo de un tronco escuché el inconfundible crack que hizo trizas a una de sus patas. A despecho mío los boté un poco más adelante.

El regreso se hizo tan largo que mis piernas no querían responder. El asunto de los cunaguaros se había borrado de nuestras memorias y pensamientos, pero gracias a Dios, estábamos por salir de esa pesadilla. Lo único que queríamos era estar arriba, seguros y descansar.

Los más agotados éramos Carlos y yo. Iván no lo parecía tanto, aunque a escasos kilómetros de las cabañas confesó estar molido.

Poco antes de llegar, por la vereda que subíamos Carlos vio una serpiente cazadora oculta entre unos troncos de bambú podridos. Con sus demoníacos ojos seguía cada uno de nuestros pasos. El joven guariqueño alzó la rama que utilizaba, al igual que yo, como cayado y punto de apoyo, y le lanzó un garrotazo. Esta se rompió y sibilina la culebra corrió a refugiarse en la espesura.

Al fin, unos cuantos metros más y estábamos en terreno conocido. Mientras pasábamos frente al grupo 16 de las cascaritas (yo vivía en una en el grupo 18), Nelson, su mamá y otros trabajadores que trataban a duras penas meter un fajo de bambúes dentro de un destartalado jeep, se asombraron al vernos.

Iván y Carlos se quedaron ahí. Habían llegado a sus “casa”. Muy cerca de la residencia principal de la finca. Vivían en una suerte de caballeriza sin uso. Ese era su hogar y dormitorio. Proseguí hacia arriba solo. Faltándome apenas unos doscientos metros, una de mis piernas casi se encalambra y deja de responder a mis requerimientos. Tuve que “regañarla” para que siguiese caminando.

Una vez en la cascarita, tomé mucha agua, me desvestí, lavé toda la ropa: botas, medias y ropa interior (menos el suéter) y la puse a secar. Luego me preparé una pasta corta (plumitas), a las cuales le vacié una latica de atún para darle sabor. Saciada el hambre, tomé un largo baño.

Deberían ser cerca de las seis de la tarde. Estaba agotado y con dolores en las extremidades. Me tendí sobre la cama, puse las piernas en alto a fin de recuperar fluidez en la circulación, pero uno calambritos me obligaban a deshacer esa posición e incorporarme de la cama en el acto. Luego de unos cuantos pasos, el dolor se atenuaba.







25 de agosto.



Anoche me acosté temprano, a eso de las ocho y media de la noche. A la media hora un fuerte calambre, que me torció hasta arriba el dedo gordo del pie derecho, con dolor reflejo extensivo hasta el muslo, me hizo levantar de golpe. Comencé a caminar por mi pequeña cascarita, pero el dolor no se me quitaba y el dedo del pie seguía apuntado tieso hacia mi cara… ¡Coño, qué dolor!

Hoy desperté full deprimido. Quiero huir de la montaña y de todo lo que huela a ella.



PAUSA DE CANSANCIO: Son las 2:35 de la tarde del viernes 25. He fumado ya mucho y sólo tengo en el estómago las sobras de la pasta con atún de ayer, las cuales utilicé como desayuno. Además, como dije, estoy muy deprimido por algunos acontecimientos.



No sé si echarme en la cama, fumarme otro cigarrillo y pensar si prepararme o no algo de comer. No lo sé… Indecisión turbadora…

Por ahora me quedó aquí, atado al Diario. Estoy releyendo mi lista de deseos. En su libro Las siete leyes espirituales del éxito (de la vida), el cual tengo parcialmente subrayado, Deepak Chopra recomienda hacerlo.

Desde que los escribí en una hoja de papel, el cual posteriormente doblé meticulosamente en ocho partes, la guardé debajo del cargador de mi celular que está sobre el mesón, a la izquierda de donde estoy escribiendo ahora. Lo hice con el propósito de tenerla siempre a la vista. La hoja en la cual redacté el gran sueño de mi vida la arranqué de una libreta. Es una hoja común y corriente tamaño carta, color violácea y con el dibujo de un corazón del mismo tono, pero en degrades, estampado en el centro. Forma parte del material de propaganda sobre el control de la hipertensión de un conocido laboratorio médico. El diecisiete de agosto escribí sobre esa hoja los seis deseos primordiales de mi vida. Ayer le agregué un séptimo. El texto es el siguiente:

MIS DESEOS

1) Ser feliz y amar al prójimo como a mí mismo.

2) Tener una quinta-museo, con todo el confort apetecible del mundo, en La Manzanita Country Club.

3) Lograr éxito como pintor.

4) Alcanzar notoriedad como novelista y escritor.

5) Que, a través de todos estos deseos, pueda darle felicidad, amor y paz a mi familia, amigos y a todos los semejantes que se me acerquen para que yo, a través de la Sabiduría Divina de Dios, los haga felices y convierta en seres que siembren paz, bondad y amor por en el mundo.

6) ¡Salud! Mucha salud espiritual, mental y física.

7) Volver con Carolina y vivir con ella un matrimonio lleno de dicha y felicidad.

Dado, escrito y archipensado, el diecisiete del mes de agosto del año dos mil, en Las cascaritas, al sureste de las montañas de Turgua.



PAUSA ACCIDENTAL: Mientras terminaba de transcribir mis deseos en el Diario, Antonello, el siciliano, a quien -y que me perdone Luna- le hace falta otro tipo de mujer a su lado, si no nunca saldrá del hoyo en el que se encuentra, se asomó por mi ventana trasera y me pidió, en estado verdaderamente alarmante, para no decir deprimente, un vaso de agua mineral. Aquí el que toma agua de tubería y abusa en ello, corre con el peligro de contraer bilharzia, diarreas u otras enfermedades, sin mencionar el cólera, que siempre anda danzando por ahí. Le llené el vaso. También le ofrecí pasta, diablitos, atún, aceite de oliva, legumbres y lo que quisiese si le hacía falta. A los cinco minutos, o menos, volvió a asomarse.



–Scusa. Un altro bicquiere d’acqua– manifestó en italiano mientras me extendía el mismo vaso plástico color naranja que le había llenado momentos antes.

Le expresé que en la tarde había comprado un botellón (18 litros) y que si tenía un recipiente más grande se lo llenaría.

Luego, suponiendo que el agua era para hacer una pasta, le ofrecí mi olla. (Va con “h” o sin “h”. Me refiera a cómo se escribe olla. Bueno, me da igual). Lo sé. Estoy perdiendo facultades y unos cuantos millones de neuronas con tanto alcohol barato que ingiero.

No está en mí juzgarlos, pero creo que Luna y Antonello están dañados, muy dañados. Lo sé, no soy nadie, ni tengo autoridad para emitir juicio alguno, menos ahora. Aunque meses atrás me creía un ser casi perfecto y con capacidad de todo, de ser juez y el verdugo a la vez, ahora entiendo mi error y estupidez. ¡Qué cagada!... ¡Qué perversa prepotencia domina a veces pasajes de nuestras vidas y no nos damos cuenta del desatino sino hasta la hora de la muerte! Bueno, la cosa es que presiento que ambos, además de alcohol, utilizan drogas. ¡Qué Dios me perdone, pero es lo que creo!

Sus ojos enrojecidos, más que todo los de Antonello, y la serie de tatuajes que se hizo recientemente Luna en manos y piernas (al menos son los que he podido ver), me arrastran a este apresurado juicio. No los critico. Ese es su problema, aunque lamento no poder ayudarlos, aunque el instinto animal que los humanos tenemos adormecido en nuestros cerebros, me indica que debo estar alerta. Hay mucha desesperación en sus rostros. A lo mejor ellos pensarán igual de mí, no obstante debo hacerle caso a mi intuición. No porque en realidad me importe mucho su vicio o que su proceder vaya de alguna forma a perjudicarme, mucho menos en esta desolada y triste montaña, sino por mis principios, por la forma en que fui educado. ¿Bien, regular o mal? No lo sé, ni eso importa ahora. Pero el sentido moral que creció, desarrolló, vivió y vive dentro de mí desde que era niño, difícilmente se pueden transgredir, olvidar o tirar al cesto de la basura en el momento que lo desee porque, simplemente, está cincelado con tinta indeleble e indestructible en mí ser. No existe nadie en el universo, ni tampoco jamás existirá, que pueda borrar el tatuaje moral grabado en mí conciencia.



PAUSA IMPORTANTÍSIMA: Había olvidado anotar en este Diario que encima del rústico “closet” de madera de mi cascarita acomodé unos portarretratos. En uno de peltre, que en alto relieve tiene grabada la imagen de un golfista en pleno swing, tengo a Dorian disfrazado de osito (fue hecho con tela amarilla y roja). La foto la tomé durante el Carnaval de este mismo año. En una de las equinas del portarretrato le incrusté una tarjetita de Anne Geddes en forma de huevo, de cuyo cascarón, resquebrajado en su extremo superior, se asoma el rostro de un lindo bebé. Es la tarjeta del Día del Padre de mi querido Dorian. Por supuesto, la compró y escribió Carolina. Decía: Papi… ¡Feliz día! Yo soy la apertura a la nueva vida que nació conmigo y que te regalo… Soy tu cascarón al… Tú lo pondrás en el futuro. ¡Feliz día! 18/06/2000. Eso era todo. Hace pocos días, no sé cuántos, a los puntos suspensivos que Carolina dejó en blanco, en el espacio sin escribir, lo continué y garabateé la palabra amor.



A la izquierda del portarretrato coloqué una ardillita gris hecha de fieltro sostenida sobre una base plástica roja en forma de corazón, en cuyo interior, en letras blancas, decía: “Todo sería mejor si estuvieras conmigo”. Esa ardillita me la habían regalado cuando todavía vivía con Carolina. La había puesto sobre el televisor que estaba en la habitación principal. En la misma donde dormíamos, nos amábamos y soñábamos Carolina y yo cuando no había turbulencia en nuestros corazones. Luego de un tiempo, por decisión de Carolina, fue a parar dentro de una cesta que estaba a un lado del lavamanos “mío”. Escribo “mío” entrecomillas porque cuando Carolina remodeló el pent-house donde viviríamos después de casarnos, a un lado del dormitorio principal hizo construir una gran baño donde, además de una pequeña bañera circular, hizo poner dos lavamanos separados uno del otro por poco más de medio metro. Uno era de ella y el otro, supuestamente “mío”. Aunque siempre me recordaba que el apartamento y todo lo que estaba adentro era suyo.

Sobre el listón de madera que funge de “repisa” del pequeño closet de mi cascarita, cerca del portarretrato de Dorian coloqué un carrito verde, un “draguns” de plomo que pertenece a una colección de autos en miniaturas que mi amiga Rina Plavovic llevó como obsequio cuando fue a visitarlo. En ese entonces Dorian tenía ya diez meses de nacido. A la izquierda, tapando un bolsón de palos de golf en alto relieve que forma parte del marco de otro portarretrato, dispuse, un poco desordenadamente, un pequeño Mickey Mouse de fieltro, de los que obsequian en los McDonald. Sobre el mismo tablón, al lado de la foto de Dorian, ubiqué un portarretrato dorado, muy hermoso y brillante, con una foto en blanco y negro, de esas antiguas, de mi madre en su época juvenil. En la época en que todavía Carolina y yo no amábamos estaba en “mi” estudio de pintura. Finalmente, a fin de darle un “acabado” impecable a ese rincón de la cascarita, cerré la “decoración” ubicando a la derecha de la foto de mi madre, una foto de Carolina y mía enmarcada en un portarretrato plateado, el cual tenía en casa sobre la mesita de noche de mi lado. En la estampa se nos veía felices. Estábamos sentados abrazados en la mesa de un romántico restaurante de Nueva York, al otro lado del Hudson. A nuestras espaldas se distinguía la Torre Crysler y otros rascacielos. Esa “hermosa y tierna” imagen también fue pasto de la hoguera de odio y desamor que hice con todas las fotos que tenía de ella. Antes, por supuesto, recorté el pedazo donde aparecía yo. ¡No me quería ir a podrir en el infierno donde iba ella! Fue el mismo día que rodé hasta el fondo del barranco. ¿Habrá sido por malo, perverso o un castigo del Altísimo? Esa foto, ya incinerada y que réquiem descanse en paz, la sustituí en el portarretrato por una del el bautizo de Dorian que tenía guardada entre los folios de mi agenda.



P/D A ESTA PAUSA: Aún conservo fotos de Carolina. Las escondí en un álbum que al abrirlo se despliega en cuatro alas. Allí sólo tenía fotografías de cuadros. No las destruiré.



SEGUNDA P/D A LA PAUSA ANTERIOR: Entre los portarretratos coloqué la pequeña Biblia de bolsillo. Está abierta de par en par en las páginas 318 y 319 correspondiente al Capítulo 13 de la primera epístola del apóstol San Pablo a los Corintios. Así concluyo esta pausa. Era lo más importante que quería escribir y describir al referirme a las fotos, pero la mano de Dios me lo hizo anotar de último… ¡Qué Dios los bendiga y les de paz y amor a todos!



No sé cómo terminará esta noche. Son las 10:10 p.m. Acabo de escuchar un ruido afuera. Me asomé y no vi a nadie. Antonello y Luna tienen su puerta cerrada. Fernando y Sonia aún no han llegado. Tampoco los vecinos que se mudaron anoche. Una abogada y su novio, o pareja… qué sé yo.

Cerré la puerta, que aún permanecía abierta, y escribí estás líneas. Luego puse Desaires, el CD de Rocío Durcal. Lo escucho. La nostalgia y el desamor invaden cada poro de mi cuerpo. Mi corazón comienza a latir con más fuerza y me embarga una triste sensación. Una gran necesidad de llorar. De golpe el reproductor saltó a la canción Palomo gris, que dice: Vete…Vete… Levanta el vuelo… Yo te quiero feliz. Aunque comienza con estrofas como: Cuando el amor se acaba… Pero cuando el amor termina, se terminan las palabras… Se esconden los te quiero… ¡Qué angustia Dios mío!... ¡Qué lacerante desesperación hace presa de toda mi humanidad!... Mi alma y mi ser me abandonan a la oscuridad más absoluta, pero debo seguir de pie, luchando, entendiendo o tratando de entender qué está pasando en realidad… ¡O confusión amarga, apártate de mí!

A mí no se me acabó el amor por Carolina. Espero que en ella tampoco. Que sus sentimientos se mantengan puros, que me siga amando y podamos recoger los pedazos rotos, si es que el fantasma de una tercera persona no sea más que una ilusión, una fantasía mía.

Pensando en ello y sin poner en tela de juicio la integridad ni moral de Carolina, el otro día, el del cumpleaños de Robert, éste hizo un comentario tan lapidario que me estremeció. Estaba hablando de sus padres, de cómo rehicieron su vida y capital después de salir de su Cuba natal. De huir del marxismo-leninismo de Fidel y sus sanguinarias milicias. Contó que se les ocurrió la sabia idea de montar un gimnasio digno y de primera, totalmente alejado de la concurrencia de personas inescrupulosas. Refirió que en esa época la mayoría de los que funcionaban en Caracas estaban plagados de prostitutas, chulos y malvivientes. Los utilizaban como centro de encuentro de rufianes. Eran caldo de cultivo para la “prostitución social y selectiva”, aunque hoy en día, pese a todo al modernismo y discreción, la cosa no ha cambiando. Sólo han cambiado sus personajes y protagonistas. Apuntó Robert que el éxito de sus padres (antes no existía el spinning) consistió en hacerlo muy selectivo. Lo “depuraron”. Sólo aceptaban personas de reconocida solvencia moral.

¿Por qué me estremeció tanto ese comentario?... ¡Por Carolina, por supuesto! Ella tiene unos cuatro meses o cinco, a lo sumo, -lapso en el cual se produjeron nuestros mayores encontronazos- haciendo spinning y cambia a cada rato de gimnasio. Ninguno le cuadra o satisface aún. ¿Persigue a alguien?… ¿Qué busca en realidad?... ¿Ponerse en forma o algo más?

Otra cosa. Robert también aseveró que la gran mayoría de los entrenadores o “profesores”, como les gusta que se les llamen ahora, son chulos, aprovechadores y aventureros.

Las últimas “intercepciones” y chequeo de las llamadas de Carolina me indican que muchas fueron hechas a centros de spinning… ¡Dios mío!... ¿Qué hay de turbio en todo esto? ¿Será por ello que en la última llamada que me hizo -no la grabé- que duró más de hora y pico me decía y calificaba a cada rato de viejo? …¡Sí, decía que yo era un viejo!... Sigo deduciendo… Sigo pensando… Sigo atando cabos… ¿Cuál fue el verdadero motivo de nuestra separación?... ¿Las ofensas de parte y parte, o qué?... ¿Algo más profundo, más oscuro e insondable?… ¿Por qué en las últimas semanas me decía: “¡Ya verás cómo me voy a poner!”. Se refería a convertirse en flaca, o bajar muchos kilos, porque está bastante pasadita de ellos.

¿Habrá caído en la maraña de chulos entrenadores y vividores de gimnasios?... Si es así, ¡Qué Dios se apiade de su alma!

No puede ser que en su confusión mental no haya respetado nada… ¡Ni matrimonio, ni hijo, honor o decencia!... ¿Será por eso toda la cortina de humo que tendió con lo de las fotos de mis antiguas amigas, las que tenía mucho antes de conocerla? Ella se califica de mujer honorable. Espero que así sea.

Dios, ¿por qué no me unges con el don de la verdad?... ¿Por qué te obcecas en mantenerme en esta horrible oscuridad?... ¡Dios, quiero ver!... ¡Ilumina mis ojos y corazón!

Son las 10:38 p.m. Mi angustia se reaviva y las esperanzas de una reconciliación se disipan… ¿Qué hacer?... ¿Quedarme quieto y esperar la muerte?... ¿Qué hacer: irme a Aruba y enfrentarme con ella y la realidad?… ¿Hablar con la mitómana de Rosalía y ser pasto de sus viles engaños?... ¿Qué hacer?... ¡Dios mío, apiádate de mí!.... ¿Qué hacer?... ¿Esperar el desenlace del tiempo, de las horas, de la eternidad de los segundos?.... ¿Eso me devolverá la dicha y premiará con la verdad?... No quiero morir sin saber la verdad… Sé que muchos mueren sin saber porqué mueren y tampoco de dónde salió la ponzoña… ¡Lo sé!... Quizás es lo más fácil… Morir sin saber porqué, ni de dónde salió el tiro o la herida mortal que partió de las entrañas del propio cuerpo…Es lo más divino… Es morir como reyes… ¡Qué fácil es morir infartado!... Pero esta agonía… Este daño físico, espiritual y mental es la propia tortura del infierno… En esta oscuridad sólo la música salva mi alma.

Ahora Soledad Bravo canta: Esperaré que pases lo mismo que yo… Que sientas nostalgia por mí…Que no me separe de ti… ¡Ay, qué dolor aprisiona mi alma!



PAUSA MISTERIOSA: Creo que por mi ventana entró un murciélago. Está cerca de la luz que está a mi espalda. Voy a investigar. Les tengo más asco que miedo, pero allá voy. Falsa alarma. Era una “tarita” chillona (grillo). La agarré y boté por la puerta.



Como no tengo nada o poco que hacer, menos hoy y a esta hora, me puse a examinar mis manos y brazos. Carolina tiene razón, está en lo cierto: ¡son de un viejo!... Claro, me he demacrado mucho en la montaña. He perdido kilos a granel. Antes era fuerte, relleno y musculoso. Ahora doy pena ajena. Me parezco a uno de esos judíos que sobrevivió a los Campos de Concentración… Parezco salido de los hornos crematorios… No importa… Aún estoy vivo y tengo, creo yo, mis facultades mentales perfectas, casi inalteradas… Sólo el sufrimiento le ha hecho daño, pero no es tan grave e irreparable como para no dejarme pensar y escribir tal como lo estoy haciendo… Sé que algunas veces expreso cosas un poco alocadas, pero es lo que sinceramente pienso y como de aquí saldré, en el mejor de los casos, en una urna, me importa un carajo lo que se piense o no se piense de lo que escribo si alguien, alguna vez, llegase a encontrar este Diario… Escribo para no morir… Escribo para vivir… Escribo para entenderme, no para que me entiendan… Escribo para no pensar, porque el pensar mucho mata espíritu y mente… Escribo porque las palabras que voy garabateando en el Diario tienen vida, sentimiento, dolor….Y si ellas están vivas yo también…



PAUSA PREOCUPANTE: Lo de viejo parece ser cierto. Mucho más cuando, a pesar de mi incipiente barba (dejo de rasurarme durante días)… ¡Qué horror!... Además, me salieron bolsas en los ojos… Quizás repletas de esa ordinaria ginebra o por la humedad y los hongos, que me tiene los ojos constantemente irritados y llorosos… No hay dudas… Mi vejentud comienza evidenciarse. Sí, voy hacia el ocaso. ¿Pero ella sabía mi edad antes de casarnos?... Ella, que el 13 de octubre cumple cuarenta y un años, tampoco es ninguna niña. Cuando la jala mecate de Rosalía “aconseja” por teléfono a Carolina (¡qué malévolos mensajes subliminales le manda! Lo digo con conocimiento de causa, porque una noche “atrapé” y escuché durante casi una hora su conversación), no se cansa en decirle que es una “muñeca”, una muñequita linda, y la muy engreída se lo cree. Lo hace para endiosarla y después, cuando lo crea oportuno, esquilmarle un dinerillo o lo que se le antoje. ¡Qué sibilina es la tal Rosalía y que poca autoestima tiene Carolina!... ¡Cosa de locos!... Una vez, irritado por tantas y repetidas falsedades y porque Rosalía la ponía en mi contra, califiqué esa relación “amistosa” de cuasi lésbica. Carolina es Rosalíadependiente. La necesita como si fuese una droga. Sin sus adulancias se desmoronaría. Ella vitalmente precisa que a cada rato le suban la autoestima. No importa de dónde ni de quién provenga. Yo lo hice durante un tiempo, pero me agotó su prepotencia y soberbia. Renuncié a la falsedad y comencé a hablarle con la verdad, como un ser normal. Al parecer, eso la fastidió. Lo que pasa, y de ahí viene la dependencia, como si fuese una droga de alto poder, hacia Rosalía, ella necesita que le suban su ego, el cual se lo pasa en el subsuelo, y la vieja zorra lo sabe. Por eso la mima y le dice muñequita. “Tú eres una princesa… Eres bella… “Mereces lo mejor”, le dice. La muy tonta de Carolina no se da cuenta de que está siendo manipulada y como esa imperiosa necesidad le hace tanta falta como el aire que respira, le prodiga fe ciega a esa celestina.



Rosalía afirma quererme, pero nada más lejos de la verdad. Le interesé cuando “tenía” mi pequeño y relativo poder. En aquel entonces siquiera sabía quién era, aunque ella afirmaba conocerme desde “atrás”. A todo les decía que yo era su “amigo del alma”. No sé de dónde sacó eso. La conocí después. Antes de que ella me presentase a Carolina, hasta buscó seducirme, pero no logró su cometido. Me invitaba a salir. Andábamos juntos de fiesta en fiesta y hasta dormía su casa, pero en habitaciones lejos y separadas. Nada de sexo. Siquiera hubo una insinuación de mi parte. Fue en mi época de libertinaje y amor desmedido. Aunque, a decir la verdad, no me faltaron ganas de pasarla por las armas. No porque estuviese muy buena ni nada que se le parezca, sino por el sólo, único e imponderable hecho de engrosar mi lista. Ser una estadística más en la bitácora amorosa que en ese entonces llevaba a fin de preservarme de una enfermedad infecciosa o del mortal sida.

Carolina es, emocionalmente, inestable. De ahí todos sus rollos mentales. De ahí sus continúas, desde que tenía los dieciséis años de edad, visitas al psiquiatra. Quizás fui imbécil o poco delicado. Quizás falsamente creí que estaba curada cuando tanto su padre, madrastra, hermanos y personas cercanas me decían: “¿Qué le has dado a esa mujer que ahora se ríe?... ¡Al fin vemos a Carolina alegre!… ¡Le curaste su tristeza!”. Por eso comencé a tratarla como se trata a una pareja normal. Con sus altos y bajos. Con los reclamos, tanto de ella como míos, que luego se convertían en delicias. Con el sí y el no que no era ni sí ni no, sino un tal vez que se traducía en puro amor y sublime devoción en un lecho repleto de pasión. Quizás de allí provino su confusión. De no aceptar más mis ínfimas y lógicas diferencias. De todo, hasta de lo más mínimo, se sentía agredida. Por eso, gracias a esa “alma bondadosa que se llama Rosalía, me decía que mis “agresiones verbales” eran consideradas violencia doméstica y que una nueva Ley que había entrado en vigencia hace pocos días condenaba mi proceder…. Y a los hombres, ¿quién nos protege?... ¿Qué más violencia de las continúas y degradantes humillaciones de las mujeres?...

“Eres un chulo, un aprovechador… A mi hijo no les da nada (¿Mío no? Yo siempre pintado de la pared. Como si lo hubiese parido por obra y gracia del Espíritu Santo)… ¡Si esto es lo que esperas de mi vida contigo, mejor es no estar casada y tirar (hacer el amor) por fuera!”… Qué palabras tan sucias y humillantes. Seguramente recomendación y “consejo” de Rosalía. ¿Y eso no es violencia doméstica?… ¿Quién nos protege a los hombres?



PAUSA MEFISTOFELICA: Mis recuerdos parecen un acto de magia del diablo... De ese maldito cabrón que jode mente, cuerpo y espíritu... Pero conmigo no podrá… Podrá acabarme físicamente, pero no espiritual y mentalmente… ¡Será mi lucha!... ¡Derrotaré a ese cabrón mal nacido!



PAUSA SOBRE LA PAUSA: Estoy a punto de llorar, pero las lágrimas no quieren salir. He llorado tanto en las últimas semanas que creo que hasta los lagrimales se me secaron… El recuerdito de bautizo de Dorian, la hojita con los rezos de La Milagrosa, la copia de Corintios 13, a la que se sumó una estampita, no sé cómo, de una oración a la Virgen Santa Rita y una tarjetica navideña escrita por Carolina fechada el 24 de diciembre del 99 y que, en inglés, dice: “To: Dorian. From: Mamá y papá: …” PAUSA DENTRO DE LA PAUSA: No podré transcribir nada. No sé dónde anda la dichosa tarjetita. ¡De repente desapareció!... ¿Qué diabólico maleficio asalta mi ser?... Te lo dije… ¡Conmigo no podrás maldito diablo!... Lo sé. Me ves débil, casi “evaporándome”, pero una fuerza a la que temes me sostiene… ¡La fe, Dios, Jesucristo y su madre, la Virgen María, así como el Espíritu Santo, son mi aliados!...



Evidentemente uno de los dos está más de allá que de acá. ¿Seré yo, oh Maestro?... Quizás.

No obstante voy a emitir otro juicio, aunque según Chopra, no debemos hacerlo. Mucho antes de conocerla, Carolina era adicta a los psicoterapeutas, como ella misma llama a los psiquiatras. Es totalmente cierto. Sus más íntimos lo saben. Entonces, quién, psicológicamente hablando, está mal, ¿ella o yo? Me quieren hacer creer que yo. Todas las maléficas baterías antirazón apuntan hacia mí. No desistirá en sus intentos hasta lograrlo. “Él es un borracho, enamora a todas las mujeres… En definitiva, es un alcohólico”, afirmaba para descalificarme ante su familia y amistades. Y me pregunto: ¿Cómo y bajo qué milagroso artificio un presunto alcohólico puede trabajar exitosamente en una misma empresa durante muchísimos años sin que el dueño del consorcio lo sepa o, en el peor de los casos, acepte esa condición en un empleado?



PAUSA ADORMECIDA: Estoy embobado por todo el tiempo que hoy dediqué en escribir estas líneas. Mi mano, la izquierda, está entumecida. Si a ello le agrego mis precarias condiciones, el “viaje de lexos” y ahora el poquito de gin que bebí, deberán concluir que únicamente un hombre centrado psicológicamente puede someterse y resistir tan gran esfuerzo, sea psíquico, físico o espiritual. Son las 12:05 a.m. de la madrugada del sábado 26 de agosto. O sea, en este momento hoy ya no es hoy, sino mañana. ¿No es así?



PAUSA HONESTA: Carolina me acusa, además de muchas otras cosas, de ser un alcohólico. Quizás… Es posible que eventualmente lo sea… Por un día o dos, a lo sumo… ¿Quién sabe?... Bebo… Soy un bebedor social y a veces me paso de tragos… Es la pura verdad… Es verdad que también a veces meto las extremidades, como la gran mayoría de los ejecutivos. Y no quiero por ello justificarme… En mis años mozos vi a un arzobispo totalmente ebrio y hablando pistoladas, pero no por ello dejó de ser arzobispo y pastor de la Iglesia Católica… Fue un desliz, pero, estoy seguro, que su fe sigue tan firme y sólida como una roca. Además, ella, Carolina, también bebe. Muy poco, es cierto, pero la he visto borracha unas cuantas veces. No por ello la considero alcohólica. Son cosas del momento, de la euforia, de la fiesta, de lo bien o mal que lo está uno pasando, de las defensas, bajas o altas, pero todos, creo yo, desde la China hasta Alaska, pasando por los Polos, el del Norte y el del Sur, para finalmente aterrizar en el Tibet (sin ser monje) nos hemos emborrachado y nos seguiremos emborrachando, pero no por ello somos alcohólicos, enfermos que para vivir necesitan del alcohol como si se tratase de agua, oxígeno o una medicina. No soy de los que ingieren bebidas alcohólicas desde que se levanta de la cama y termina cuando el alcohol lo venza. Nunca he bebido en las mañanas. Me da asco hasta de pensarlo. Sería un vomitivo. Siquiera ahora, que estoy desesperado, con un gran dolor en el alma y a punto de dejar este mundo. ¡Tomo y punto!... Es probable que ahora esté en el límite, en el bordeline, a punto de convertirme en un total, verdadero y confeso alcohólico... Así trabaja Satanás, pero no me dejaré vencer. ¿Dónde andas Dios?... ¿Estás de vacaciones?... ¡Te quiero ver!… Necesito de tú presencia… ¡No me abandones!



P/D A LA PAUSA HONESTA: ¿Cómo es posible que durante tantos años de trabajo en una misma empresa un “alcohólico” sea considerado por superiores y subalternos como un hombre sumamente centrado, de éxito e invalorables logros? ¿Cómo es posible que a un “alcohólico” el presidente de la república, altas esferas gubernamentales y de la sociedad civil lo enaltezcan como un excelente trabajador y sus méritos sean premiados con las más altas condecoraciones del país?... No, no me estoy justificando. Tampoco a mis borracheras. Una cosa es que tome, a veces en demasía, lo reconozco y otra que sea un enfermo alcohólico. ¿Fue esa la excusa para urdir su traición? ¿Quién está más enfermo: quien necesita tres o cuatro veces a la semana ayuda psiquiátrica o el que se toma unos tragos -con exceso o no- dos o tres veces a la semana?... Que un “loco” me dé la respuesta, porque he conocido psiquiatras que absorben más alcohol que un cubo vacío. Entonces, ¿quién tiene la razón, a quién le asiste la verdad? ¿Quién, de todos los psiquiatras del mundo, puede presumir que conoce siquiera el 20% de la mente humana? La mente es el microcosmos más desconocido del universo, tanto o más que el cosmos infinito. Piensen un poquito. Deténganse a pensar…



Digo esto, hago esta real reflexión, porque creo que Carolina, mi aún amada y misteriosa esposa, es una mujer de resquebrajable factura psíquica. Que quizás todo fue producto de los abusos y maltratos de su padre, pero que el peor de los daños lo hicieron los propios psiquiatras, uno tras uno y todos ellos en conjunto, porque le amalgamaron y forjaron una mente débil, proclive al precipicio por cualquier banalidad. Que se aprovecharon de ella porque sabían que tenía dinero para pagar todas las consultas y hospitalizaciones que decidían hacerle. Que la mayoría de ellos al principio actuaron de buena fe, pero que con el transcurrir de los meses y el tratamiento, al no poder doblegar su prepotencia, soberbia y sabelotodismo, únicamente se limitaron a escucharla y cobrar la hora de consulta. Y no estoy inventando, ni elucubrando. Me lo confesó en privado una de sus psiquiatras. Para resumir, textualmente me dijo: “Ya no soportaba esa situación. Ella venía y hablaba. Así transcurría la hora de consulta. No permitía que yo interviniese o le diese un diagnóstico. Cuando trataba de decírselo, se paraba, agarraba su cartera y se iba. Un buen día al fin pude decirle que así no íbamos a ningún lado, que no progresaríamos. Que me daba pena seguir cobrándole por nada y que, por favor, se buscase otro psiquiatra, pero que yo no la atendería más”. Me da lástima confesarlo, pero así fueron las cosas. Y entonces, ¿qué podría esperar yo?... De ella todo… Hasta mucho más de lo que me está sucediendo.

Aunque en mi vida nunca he odiado a nadie. No porque no quiera, sino porque no tengo esa capacidad… ¡No sé cómo hacerlo! A veces me embarga un sentimiento que podría confundirse con el odio. No obstante, creo que sólo es rabia e impotencia, la cual se disipa a los pocos minutos. En la vida sólo he aprendido a amar, a soñar y a dejar que los sueños me envuelvan en ese halo misterioso que transporta al infinito… ¡Al cielo!... Entonces, ¿por qué odiar?... ¡Qué mortal estúpida ocurrencia!... ¡Amor, mucho amor necesita el mundo!



PAUSA DESFALLECIDA: Estoy empezando a perder las líneas en la agenda… ¡Mi brazo se descarriló por el alcohol y el cansancio! Voy a descansar un poco los dedos, ya que aprisiono con mucha fuerza la pluma antes de depositar mis palabras sobre el papel. Mañana será otro día. Espero que no esté cargado de tanta angustia y desesperación.



PAUSA ESTÚPIDA: ¡Ya es el otro día! Son las 1:40 a.m. de la madrugada del sábado. O sea hoy ya no es hoy sino mañana. Dejo abierto el Diario en esta misma página por si no puedo conciliar el sueño. Si fuese así, tomaré otra vez el bolígrafo y seguiré escribiendo.







PRÓFUGOS DEL DOLOR



26 de agosto.

Son las 9:35 a.m. Hace ya bastante tiempo que estoy despierto. Estuve reescuchando repetidamente, casi de forma alienante, una grabación de Rosalía. Utilicé audífonos, porque por aquí hasta las paredes espían. La grabación es pésima, un fraude. No entendí casi nada. Lo único que medio capté es “no habrá vuelta atrás”… ¡Todo acabó!... ¡Qué desastre!...

Anoche, entre mi delirio, el dolor, el alcohol y los lexo, además de mi estómago casi vacío, pasó por mi mente la tenebrosa idea de editar este Diario. Sé que no será tarea fácil, porque descifrar mis “garabatos” es una misión harto difícil, casi imposible, hasta para mí… Es la tentación y, por ahora, queda sólo en eso.



PAUSA COQUETA: Voy a peinarme. Luego me serviré un Corn Flakez (Hojuelas de maíz tostado), ya que mi estómago está pidiendo clemencia. Además de los tres cigarrillos que me he fumado casi unos tras de otros desde que desperté, durante no sé cuantas horas atrás lo único que he hecho es meterle humo a la barriga.







27 de agosto.



Estoy retomando este Diario sumido en una desesperante angustia, pero creo estar lúcido y coherente.

En la tarde me recosté a fin de descansar un poco, pero Fernando, quien estaba alborotado (música a todo volumen y tragos), no me dejó.

Me aseé y vestí con calma fin de ir a comprar cigarrillos y un frasco de gin en la única bodega que hay en las cercanías. Está ubicada más o menos a unos trescientos metros después de salir del “hoyo” de la montaña donde están enclavadas las cascaritas. Me explico. La montaña es la montaña y las cascaritas están construidas en una hondonada. Para salir de sus contornos hay que tomar un rudimentario, accidentado y angosto camino de tierra y subir hasta la carretera asfaltada, la cual conduce hacia una montaña más alta. De allí hay que virar a la derecha y, a unos más o menos trescientos metros y en plena curva, hay una especie de expendio de víveres cuya pretensión es la de convertirse algún día en un pequeño auto mercado, pero, en honor a la verdad, no deja de ser una bodega de carretera. Lo importante es que resuelve de inmediato cualquier urgencia. Para mis necesidades actuales tiene lo primordial: gin barato y, por supuesto, cigarrillos. Por lo demás sé cómo arreglármelas.

Cuando iba saliendo, Fernando y Sonia me invitaron a tomarme unos tragos con ellos. Acepté con gusto. Al regresar me uní al festejo. Un poco más tarde llegaron a la montaña Antonello y Luna. También se integraron. Minutos después los nuevos vecinos. Ella, muy hermosa pero alerta como un áspid en celo, se llama Andreína (no recuerdo su apellido pero era algo así como vasco) y su pareja Rolando Cheissman, un joven estudiante del octavo semestre de periodismo en la Universidad Central.

Andreína es abogado y trabaja en el área de Propiedad Industrial en un bufete de abogados de la capital.



PAUSA REFLEXIVA: Todos lo que estamos aquí, en la montaña, somos, en cierta forma, “prófugos” de algo. Unos vagabundos de los sueños. Víctimas del dolor de los sentimientos. Estamos huyendo o escondiéndonos. Unos de la derrota, otros de la miseria y quién sabe de cuántas otras cosas más. Lo cierto es que es un refugio que en algunos momentos se convierte en agradable y disipa por instantes los horribles fantasmas que nos atormentan en las noches, cuando todas las puertas se cierran y cada uno queda atrapado en sus pensamientos. En las luchas interiores y desesperadamente aguarda el amanecer para que todos ellos huyan para poder alcanzar nuevamente la precaria paz que concede los primeros rayos de sol. Al regresar la noche, todo vuelve a repetirse. Es una infernal constante que siquiera al alcohol o los calmantes aplacan, sino el cansancio que te conduce a la extenuación y al sueño.



Del grupo, el único que no tenía pareja era yo, pero el sarao estuvo agradable. Hablamos de todo: Filosofía, periodismo, diseño gráfico, pintura, spinning (Fernando corroboró la sentencia de Robert. La mayoría de esos centros son utilizados como sitios de acercamiento y aventuras amorosas, extramaritales o no. Y que la mayoría de los entrenadores son unos perversos sinvergüenzas. Fernando es coordinador y profesor de spinning en dos gimnasios diferentes, actividad a la que le dedica todo el día. Además da clases de aeróbic y artes marciales).

Cuando se refirió a eso, un gélido frío recorrió todo mi cuerpo, tal como pasó días antes con el comentario de Robert. Por mi mente cruzó un pensamiento aterrador y muchas interrogantes: ¿Habrá sido Carolina seducida por uno de esos chulos?... ¿De ahí sus continuos cambios de gimnasios?… ¿Estará persiguiendo a un entrenador o a otra persona? ¿A qué se deben esos cambios tan imprevistos? Cuando le preguntaba, escuetamente me decía que no le gustaba el nuevo profesor. Y como ellos, los profesores, viven rotando de un gimnasio a otro, ella también comenzó a hacerlo… ¿Será eso posible o todo es producto de mi imaginación, de una mente corrompida por un amor no correspondido?

Cuando comencé a beber tenía cuatro dosis de lexos encima. No obstante no me tranquilizaron. Por ello, como desesperado camino al cadalso, comencé a apurar con furia paranoica trago tras otro

Todos estábamos reunidos alrededor de la pequeña mesa de plástico color blanco -de esas de playa- y sentados en sillas del mismo material.

De repente Andreína, que había regresado a su cascarita, nos sorprendió a todos al traer a la mesa una rica tortilla a la española hecha con muchas papas y cebollas, además de una bandeja con champiñones al ajillo y galletas. El manjar estuvo exquisito. Yo contribuí con las pocas aceitunas rellenas con almendras que me quedaban en el frasco y con el postre, una cestita de higos secos que me regalaron.

De pronto, cuando el sarao estaba en su mejor punto, Fernando y Sonia dijeron que tenían que salir y todo se acabó en un instante. Fue un bochinche fugaz, pero sabroso. La pasamos excelentemente bien, pero agarré una rasca infernal. Tanto, que tuve la insolencia de preguntarle a Antonello porqué se drogaba. Eso fue dentro de mi cascarita, cuando me acompañó para ir a buscar más cigarrillos.

–Sono cazzi miei... ¿Bene?... (Es asunto mío… ¿Bien?) –contestó en italiano, pero en tono pausado.

Enseguida comprendí mi metida de pata. Todo fue por influencia de Fernando. Éste, antes de que todos los demás se incorporaran al grupo, me había comentado sus sospechas. Me dijo que la noche anterior, mientras yo estaba encerrado en mi cascarita escribiendo, a él y a Sonia les “pegó” un fuerte olor a marihuana. Me refirió que, casualmente, esa misma noche el vigilante estaba haciendo una de sus esporádicas rondas por el lugar y al pasar frente a la cascarita de Luna y Antonello, comentó: “Por aquí huele a marihuana”.

Me avergüenza mi intromisión en los asuntos de Antonello. Lo que pasa es que en la tarde, antes de recostarme, mucho antes de que Fernando me atormentara con su música a todo volumen, lo vi muy intranquilo y con los ojos llorosos.

A cada rato me tocaba la puerta. ¿Ciai un paio di sigarrette? (¿Tienes un par de cigarrillos?)”, me preguntaba. Yo se los daba. Al poco tiempo volvía a tocar. “¿Tienes curda? (alcohol)”. ¡No!, le contesté, aunque después salí a comprar. Y enseguida otro toque: “¿Te quedan lexotanil?”. Le di la mitad de uno de 6 mm. Al par de minutos volvía por más cigarrillos. Su rostro destilaba una angustiante desesperación. De repente se montó en su auto y picando cauchos salió como alma que lleva el diablo montaña arriba. Luego, por Fernando me enteré que se había peleado con Luna. Al tiempo regresó. Buscó a Luna y volvió a salir. Volvieron más tarde y luego de ducharse se unieron al sarao.

Por cierto, al mediodía Antonello me prestó el libro En la intimidad con Dios, de Benito Baur. Es una vieja edición corregida respecto a la primera, según se advierte en una de sus solapas, que se editó en1954. La que tengo es mi manos se imprimió bajo la tutela de la Editorial Herder, de Barcelona (España) el 16 de diciembre de 1972.



PAUSA SORPRESA: Acaba de tocar la puerta Fernando, quien regresó con Sonia a la montaña (8:10 p.m.). Abrí. Me dijo que me tenía una buena noticia. Que había sido invitado para el sábado a las dos de la tarde a una reunión en el apartamento de su tío Patricio. Que me iban a presentar a una hermosa mujer cuyo nombre era Mireya, y que estaría en casa de sus tíos. Que ellos venían de allá, que le hablaron de mí y que me quiere conocer. Refirió que era una mujer sola y que “estaba abierta a todo”. Sugirió que fuese en mi auto porque, si las cosas iban bien, a lo mejor me la traía a la cascarita. Con una sonrisa en los labios, Sonia lo reprendió por la insinuación. Entre otras cosas le pregunté cómo era la tal Mireya y dijo: “Tiene como 54 años, pero está bien buena”. Quedé pasmado. De todas formas iré.



PAUSA ANGUSTIANTE: He pasado la mayor parte del día deprimido y echado sobre la cama. Me acabo de levantar y busqué entre el libro El descenso de Xanadú, de Harold Robbins, el blister de lexotanil y me tomé la mitad de la última que quedaba de una de las tres filas. La había guardado o más bien escondido entre las páginas del libro para evitar que Antonello las viera. No, no se trata de egoísmo, ni nada personal. Me quedan muy pocas y el a cada rato me está pidiendo una. Apenas quedan para mi consumo personal y, con mucho pesar, se las he negado.



En la tardecita, antes del fugaz sarao, salí en un tour de tormento. Pasé por la casa de los padres de Carolina para ver si su Explorer estaba aparcada en el estacionamiento de la quinta. De allí enfilé hacia La Manzanita para indagar si había ido a casa de su hermano mayor. Después pasé por la de Rosalía. Nada. Todo fue infructuoso. (PAUSA INTERNA: Estoy pasando el recuerdito de Dorian y todo lo demás a la página correspondiente al 4 de junio. P/D A LAPAUSA INTERNA: Recuerden que estoy escribiendo el Diario en una agenda vieja, cuya casi totalidad de folios están en blanco. Cuando no tenga más espacio seguiré en unas libretas que compré para tal fin).

Ya en la montaña, arreglé el desastre de la noche anterior. Aún no he tendido la cama. El libro que me prestó Antonello quedó abierto en El Pecado (Capítulo 5, página 63). Lo leeré más tarde, aunque en las actuales condiciones no leo, no puedo concentrarme en la lectura. Apenas paso la vista sobre las líneas, estas se disipan sin dejar huella en mí ser o memoria.

Ahora son las 9 p.m. y voy a cenar. Me comeré el plato de chupe que gentilmente me ofrecieron Andreína y Rolando cuando regresé esta tarde. “Está un poco picante”, dijo ella al dármelo. (Veré cuánto). “¡Gracias!”, le contesté amablemente. Y agregué: “Me servirá de cena, porque hoy tengo mucha flojera de cocinar”.

Después de calentar y comerme el chupe, salí un rato a conversar con los vecinos. Andreína, Rolando, Sonia y Fernando estaban cenando a la luz de la luna frente a las cascaritas. Conversé un rato con ellos y aquí estoy de regreso.

Son las 10:25 p.m. Me estoy comiendo unas galletas “María” y dentro de poco me recostaré para ver si al fin puedo sintonizar mi cerebro y leer el capítulo de El Pecado.

Dentro de la gran laguna mental en que está nadando mi cerebro y pese a la confusión que tengo sobre días y horas mientras escribo, acabo de recordar que anoche llamé a mi antigua casa. Luego de escuchar la contestadora con el consabido “Hola, te has comunicado con Carolina. Ahora no estoy, deja tu mensaje y pronto contestaré”, le dejé el desesperado anunció de que iba a acabar con mi vida.

Los humanos somos hijos de la ira, la cual brota desde lo más sombrío de nuestro corazón. Mi desconsuelo -potenciado por el alcohol- me impulso a tal necedad. Quise borrar el mensaje para que no lo escuchase, pero el sistema me lo impidió. Sé cómo hacerlo. Sé que la clave para penetrar en la casilla de mensajes es el 80023801 y luego se marca 0365. Lo intentaré otra vez mañana.







28 de agosto.



Son las 4 a.m. Un mal sueño me despertó. Pasadas las tres de la madrugada tomé el celular, marqué el número de la casa, introduje la clave y me metí en la contestadora telefónica de mi, hasta hace poco, dulce hogar o, mejor dicho, de la casa Carolina. Porque, realmente, es de su propiedad. Yo estuve siempre muy claro en el asunto. Nunca lo dudé y jamás pretendí nada sobre dicho inmueble u otras cosas materiales. Ella bien lo sabía. Bien sabía que lo único que me interesaba era ella como mujer, su amor, su cariño. No obstante, siempre que estábamos un poco contrariados o yo emitía cualquier insignificante opinión sobre nuestro hogar, aunque esta fuese la más trivial de todas, me repetía una y otra vez, como si se tratase de un disco rayado “esta es mi casa”. Bueno, aunque el asunto no venga al caso es revelador sacarlo a colación porque ahora percibo la realidad muy, pero muy distinta de cómo la veía en aquel entonces. Antes se me hacía difícil, por no decir imposible, intuir maldad o algo extraño en esa actitud.

Volviendo a lo de la contestadora, asombrado me percaté de que no había grabado ningún mensaje nuevo. Los dos que había dejado en medio de la borrachera fueron borrados. Volví a recostarme y pensé: “O ella acaba de regresar de Margarita o está chequeando los mensajes desde allá y los borra después de escucharlos”. Cosa poco probable, porque siempre olvidaba la clave. Cuando estábamos juntos y ella se disponía a chequear los mensajes, siempre me pedía que se la dictara. Se le hacía difícil retener aquel pequeño número. En una ocasión la anotó en una libreta que guardó en una de las gavetas de la cocina, cerca de un teléfono que estaba allí, encima de un mesoncito, pero pasado algún tiempo no recordaba dónde la guardó la última vez que la utilizó. Su cerebro siempre estaba en otro lado, en otro mundo. En los business, quizás, pero no en el hogar.



PAUSA DIVINA Y PROFANA. Mudaré algunas de las hojas que me persiguen (o yo persigo) a la página del 10 de junio de la agenda. Quedan pocas libres. Dentro de poco seguiré en una libreta. ¡Ya!... ¿Hice rápido, verdad?... Mudé todos los recuerditos… Desde hace más de diez minutos mi mente se ha visto asaltada por algunos recuerdos eróticos que no me dejan concentrar en lo que estoy escribiendo. Me tenderé sobre la cama y tomaré un descanso… No puedo descansar. Ahora los recuerdos han tomado forma humana, forma de mujer. Está completamente desnuda y me ve con unos ojos plenos de libidinoso placer. Es Marlene, una bella bailaora de flamenco con quien me acostaba esporádicamente mucho antes de casarme con Carolina, y viene hacia mí. Cerré los ojos, pero más pudo la carne y el deseo… (Pausa de tiempo necesario y distante). Me autocomplací. Fue sublime, verdaderamente sublime. Lo disfruté… Después, aún jadeante, comencé a recordar cómo la fogosa y escultural Marlene, cuando sentía necesidad de mi cuerpo y caricias, me llamaba por teléfono y acordábamos la hora en que iría por ella. Estaba casada, no sé si aún lo está. Era muy atrevida. Me pedía que la pasase buscando por su casa y que al llegar me estacionara cerca del edificio y tocara la bocina. Al escucharla, ella bajaría enseguida. Y así lo hacía. Yo siempre le expresaba mis temores y reservas. Le pedía que tuviese cuidado porque no quería verme envuelto en un escándalo y menos en plena calle. “No importa, quédate tranquilo y no tengas miedo. Si llegase a pasar algo yo lo arreglo”, me decía para calmarme. En dos oportunidades su esposo casi nos sorprende. Mientras Marlene se montaba en el auto el estaba llegando a pie y dirigiéndose hacia la misma puerta de entrada del edificio por donde pocos segundos antes ella había salido. Mi susto fue mayúsculo. Le gustaba el peligro y parecía disfrutarlo o no importarle nada aquel hombre, por cierto muchísimo más joven que yo. Una vez le pregunté qué pasaba, si tenían problemas o si su marido era impotente. Ella respondió: “Nada de eso. Todo está perfecto y yo lo quiero mucho… Lo amo”. No pregunté más. No iba a entender los laberintos de esa extraña relación y tampoco me importaban. Fue mejor dejarlo así. No soy psiquiatra y a lo que a mi atañía era pasarla bien con ella y cómo lo disfrutábamos. Eran largas, muy largas horas, de placer y total entrega… Descanso… Nota directa y subrayada (al margen no es): Volví a llamar a casa y como nadie contestaba, volví a hacerlo… Volví a autocomplacerme con Marlene. ¡Qué lujuriosa fantasía!... ¡Si, lo sé! Es un pecado de amor… ¡Una infidelidad!... Quizás los subterfugios de la mente sólo se propongan autocastigarme… Lapidar mi amor y con ello castigar a Carolina... ¡Lo sé!... Estoy siendo infiel en pensamientos… Quizás sea calculado, pero ella ejecutó el acto en todo su perverso goce carnal… No sé… Eso es lo que, al menos, creo ahora. Lo que mis instintos gritan… El eco que ahoga mi alma. Las campanas que atormentan mi ser y no me dejan conciliar el sueño… Quiero, al menos por instantes, alejar su figura y su recuerdo de mi mente… Creer que más allá de ella y del dolor que me causan los recuerdos, existe una vida más hermosa, placentera y pura como el agua cristalina. Y yo, desesperadamente, necesito beber de esa agua porque me estoy quemando por dentro.



Estoy fumando dos cajetillas de cigarrillos al día. Son las 4.20 a.m. La noche tiñe con un manto de misterio a la montaña. Voy a preparar café. Tomaré una buena tacita y luego iré otra vez a la cama para ver si puedo dormir un poco. El frío está entumeciendo gran parte de mi cuerpo, pero la peor parte se la lleva la mano con la que escribo el Diario. Se engarrota de tal forma, que a veces me cuesta abrirla. Cantos de gallos comienzan a escucharse en la lejanía, en la oscuridad profunda. Es como si un ciclorama de fieltro negro separase mi ventana del mundo exterior. Es el teatro de la vida, de los sueños rotos y las esperanzas marchitas. Bostezo y mis ojos lloriquean debido a la resequedad ocular (o conjuntivitis) que no quiere abandonarme. Sigue fiel (al menos alguien o algo me es fiel) a mi desde hace algo más de un mes. Pese a todos los colirios y gotas que he inoculado en ambos ojos, sigue tan campante como al principio. A mi izquierda, el retablo florentino con la imagen de un Cristo crucificado me observa y piadoso acompaña mi perturbado silencio. El café acaba de pasar. Son las 4:35 a.m. Tomaré una taza, fumaré otro cigarrillo -aunque una tos seca corta mi respiración a ratos- y volveré a la cama.

Mi cabello, que se mantenía aún rubio, ha encanecido vertiginosamente en estas últimas semanas. Testigos irrefutables son mis ojos y el cepillo, en cuyas hebras cada mañana quedan atrapados una gran cantidad de mechones color nieve pálido.

Aunque me acosté de madrugada, pude dormir un poco. Hoy pasé el día triste, deprimido y casi al límite de la desesperación. Estuve dando vueltas, muchas vueltas por Caracas. Tengo uno de los cauchos traseros en muy precarias condiciones y no quisiera que, por nada en el mundo, fuese a estallar. No por ahora. Llamé al banco y por la receptoría de teleconsulta informaron que en mi cuenta quedaba algo más de sesenta mil bolívares. ¡Estaba quebrado! No había ningún pago diferido a mi cuenta, tal como esperaba. Al parecer a Cruz Lares se le olvidó depositar lo que prometió… Es lo normal… ¿A quién le importa este pobre desesperado?... ¡Allá él con su problema, pensará en voz alta en su mente!... “Del árbol caído todos hacen leña”. No sé quién dijo o quién se le ocurrió tan precisa y lapidaria sentencia, pero no hay nada más cierto. Ahora la estoy viviendo en carne propia… Soy el ejemplo viviente… No. No es que ahora me las quiera dar de víctima. ¡Me importa un carajo si vivo o muero!... No es eso. Lo que trato de decir es que la frase refleja, en su pequeño y macabro universo de palabras, la verdad de la vida. Una vez escuché un refrán siciliano que me hizo desternillar de risa. No por lo risible sino por lo dramático. En aquel momento un gran sol alumbraba mi ser y sólo lo percibí como un refrán más. Una ocurrencia muy buena y real. Cínica, pero con mucha chispa. Hoy lo he pensado y repensado y entiendo que es mucho, pero muchísimo más que eso. Que el refrán encierra la vida misma. Decía así: La vita è come la scala di un pollaio. Corta e piena di merda. Que, traducido al español, no pierde su sombrío significado en nada: La vida es como la escalera de un gallinero. Corta y llena de mierda. No hay más nada que decir, sólo reflexionar… ¿El refrán lo escribí antes?... Presiento que sí. Pero da igual. Qué importa repetirlo si es tan bueno…

En ese deambular por la ciudad, de correr de un lado a otro sin rumbo fijo ni tarea precisa, recibí una llamada. La pude grabar a duras penas. En ese momento manejaba a toda velocidad por la autopista, vía centro de la ciudad y fue algo complicado grabarla. Era Luis David. Qué casualidad, yo me dirigía precisamente hacia las adyacencias de su oficina porque en uno de los muchos tarantines que está cerca de ahí venden cauchos a precios “solidarios” (bajos). Iba a averiguar el costo para después compararlo con los de otros sitios de venta.

Voy a tratar de transcribir textualmente la conversación que sostuve con Luis David. Digo transcribir porque desde hace algún tiempo (¿Cuánto?.. No me acuerdo) llevo siempre conmigo, vaya donde vaya, un pequeño grabador, del tipo periodista.



PAUSA ORGANIZATIVA: En estos momentos son las 10:40 p.m. de una noche despiadadamente silenciosa y húmeda. Llegué a mi refugio, a mi bendita cascarita pasadas las diez. Luego explicaré porqué... ¿A quién le explicaré?... No lo sé, pero lo diré de todas formas porque me dan las santas ganas de hacerlo… Debo escribir… Sólo sé que debo escribir sin parar... De otra forma me volveré loco… Es mi medicina, mi remedio… ¿No es cierto, Dios?... ¿Y qué voy a hacer?... ¿Ponerme a contar estrellas mientras machuco en mi mente cómo y en cuántas partes dividiré mi dolor y mi desesperación? ¡No!... No lo haré… No le daré el gusto a esa loca, como calificó a mi querida Carolina una persona que quiero mucho… ¡Epa!... Mientras escribo estas palabras, estas últimas cosas que estoy anotando en el Diario, con la punta del bolígrafo empiezo a maltratar el recuerdito de Dorian, (¡Dios mío cómo me hace falta mi querido bebé!) y mis otros silenciosos acompañantes que deben estar a unas tres hojas más delante en la agenda. Los voy a poner, temporalmente, sobre el mesón a fin de no dañarlos, ya que quedan pocas, muy pocas páginas utilizables de esta agenda. Luego los “reubicaré” en un sitio honroso.



Pues bien, voy a tratar de transcribir, en forma de diálogo, la conversación que sostuve con Luis David mientras iba por la autopista. Me pondré los audífonos para que mis vecinos no se enteren lo que estoy haciendo ni escuchen lo que a duras penas yo mismo oiré. Aquí en la montaña se escucha hasta el eco del silencio. Todos buscan saber. ¡Hasta el gato quiere saber! Somos almas abandonadas y ese es nuestro denominador común, aunque nadie lo acepte y asuma esa condición de olvidados o desheredados del tiempo. Pese a que somos, relativamente hablando, cuatro gatos, seguimos siendo unos depredadores por excelencia. Buscamos sangre aunque la nuestra nos desangra. Buscamos víctimas en las cuales podamos regodearnos, en las que podamos desahogar nuestras propias penas y frustraciones a fin de sentirnos mejores y menos víctimas de lo que en realidad somos. Nos autoengañamos. No nos mata nuestros complejos o frustraciones, tampoco nuestra soberbia o prepotencia, nos mata nuestra incomprensión. Ah, el hombre es el lobo del hombre, afirmó acertadamente Juan Jacobo Rosseau (¿Fue él?... Si no lo fue, a quién le importa. Lo importante es que dio en el clavo).

¿Qué le estará pasando? ¿Cuál es su problema? ¿En qué anda?... Son las preguntas que seguramente se hacen sobre mí. También tengo mis interrogantes sobre Fernando, Antonello, Andreína y todos los pocos que estamos en la montaña. Es lo natural. Lo normal. Pero, al parecer, yo, el más pendejo, desperté un interés especial entre todos los moradores de las cascaritas. Soy una especie rara, un animal de laboratorio al que hay que analizar. Al que hay que hacerle una autopsia emocional para saber cuáles son sus sentimientos y cuáles sus pensamientos. Atlético, buen mozo y según el ochenta por ciento de las mujeres, muy apasionado y, definitivamente, imbécil, soy el hombre perfecto para que los demás me descuarticen emocionalmente.



PAUSA DE AMOR: En la montaña estoy solo, sin mujer. Me hacen falta mis sueños e ilusiones, y mucho. No hay sueño más perfecto que el de Carolina. La quiero… ¡Coño, la quiero de verdad! Me encantaría penetrar en sus pensamientos locos y en ellos enloquecerme junto a ella… Beberme su aliento, e inundarme en su voz. En su te quiero. En el “te amo loquito, porque eres único”, tal como me decía cuando me amaba… Es la voz del alma… Es el corazón el que llama… Aquí no hay falsedad… Es la transparencia del alma. El suspiro que suplica pero, más que nada, es el amor que ama hasta la infinita inmensidad… Y cuando el amor ama el cielo se ilumina y jubilosos los querubines cantan glorias a la vida.



¡Seducción!... Amo la seducción de los pensamientos nobles.

Por instantes quedé embriagado en una Pausa de Amor, pero debo seguir. Retomar las cavilaciones noctámbulas. Las interrogantes que, supongo, rasgan los sentidos de mis vecinos. De lo que piensan sobre éste ya macilento desesperado.

Como siempre me ven con algunos sofisticados aparatos electrónicos. Con cuchillos, binoculares, brújulas y uno que otro implemento de “guerra”, en su mayoría color verde oliva, debido al profundo silencio que siempre mantengo en la cascarita, pensarán que debo estar haciendo algo raro, menos de que trato de escribir un libro, que es mi excusa, pese a que nadie se la cree. Aunque borracho hablo mucho, ellos creerán que ese es mi “guión sentimental”, para desviarlos de mis verdaderas, oscuras y tenebrosas verdaderas intenciones. No sé… De todos ellos, Fernando es el más intrigado. Perspicaz y curioso, siempre trata de pillarme con “las manos en la masa” cuando estoy manipulando y descifrando grabaciones a fin de desentrañar el entuerto en que se convirtió mi vida. Al menos es lo que aparenta y así lo percibo. El grandullón experto en artes marciales y entrenador de spinning se ha creado fantasías sobre mi persona. No me cabe la menor duda. Es muy astuto. Escucha con atención lo que le digo cuando charlamos, pero en sus ojos y ademanes se percibe la duda, así como en algunas de sus interrogantes. Todo lo ha alimentado su curiosidad, reafirmada cuando, a veces, se asoma intempestivamente por mi ventana y me ve con los audífonos puestos y grabador en manos tratando de escuchar un distorsionado mensaje. O, a veces, tecleando nerviosamente, el celular y adhiriéndolo a la grabadora… O afilando, a las tres de la madrugada, mi cuchillo de caza… ¿Qué se yo? Lo cierto es que duda que esté en las cascaritas sólo con el objeto de escribir un libro o porque me peleé con mi mujer. Percibe muchas cosas más. Fantasea y me espía. A veces sus preguntas son disparatadas que hasta yo mismo me asombro. Como le he cambiado dólares, unos mil o algo más que consistía toda mi pequeña fortuna de desheredado, de repente creerá que soy un agente secreto de quién sabe cuál potencia extranjera y que lo de escritor es un disfraz y que las cascaritas son mi refugio, mi base, el camuflaje perfecto para supuestas operaciones encubiertas. Le cambiaba los dólares a él, aunque fuese a un precio inferior al del mercado, porque, realmente, no tenía fuerzas ni ánimo de salir en el auto hacia una Casa de Cambio o para buscar que alguien me los comprase. Yo mismo, al verme en el espejo, me daba pena. Figúrense: ¿cómo afrontar cientos de miradas curiosas en las largas colas que se forman en esas entidades?… ¡Hubiese muerto de pena! Sería un atentado contra mi dignidad y honor… Mi autoestima rodaría rodado hasta el infernal subsuelo. Me habría deprimido tanto, que mis ojos ya no lloriquearían por la afección sino de un profundo y desgarrado dolor… ¡Está bueno de drama y suposiciones!... ¿A quién carajo le importa lo que piensan de mí?

Voy a transcribir la llamada que casi me hace estrellar contra las defensas de la autopista y que arrugó mi corazón, ya que estuve hablando con el que creo es mi peor, bestial y mortal enemigo.

– ¡Aló!... ¡Aló! –contesté haciéndome el desentendido. De antemano, por el número que apareció en la pantalla del celular, sabía que era Luis David.

–Soy Luis David –se identificó.

– ¿Qué pasó?.. ¡Ajá!... Buenos días…–contesté.

– ¿Cómo estás mijo? –preguntó.

–Todo bien… ¿Qué ha pasado? –pregunté mientras conducía a toda velocidad con un sólo dedo de mi mano izquierda puesto en el volante. Con los otros cuatro dedos aprisionaba el grabador sobre el auricular del celular, el cual sostenía en mi mano derecha. Por supuesto que tenía la cabeza inclinada hacia delante y la posición era, además de súper incómoda, muy peligrosa.

Parecía el jorobado de Notre Dame. Pero en esos momentos a uno no le importa nada, un carajo. Más con los nervios en plena efervescencia y la rabia e impotencia contenida. En ese momento la percepción del peligro o la muerte no existe. Es como un regresar a la niñez. Lo único que te asalta es una soberana arrechera (rabia), tan grande que si no existiese el teléfono por delante, matarías al hijo de puta que te está llamando aunque te suplique perdón de rodillas… ¿Me entienden?... ¿A quién le pregunto si me entienden?... ¿A los qué, algún día, conseguirán este Diario?… O a la muerte, que siempre acecha a mis espaldas… A este escribir, a estas palabras que garabateo sin saber si mañana podré seguir escribiéndolas… Mi muerte es lenta pero graciosa. Es como la palabra. Va y viene y después muere. Lo importante es que dice algo. Vive, suspira y después muere. Es el soplo de la vida, el suspiro. Es la palabra que nace en el pensamiento y muere sobre el papel. Son las letras, locas y divinas que enorgullecen el alma.



PAUSA INDEFINIBLE: Si después de casi dos mil años hallaron Los Papiros del Mar Muerto, más rápido conseguirán mis notas… Más rápido descubrirán mi Diario… ¿Cierto?... ¡Por supuesto que divago!.. A veces escribo para mí, a veces para mi adorado Dorian, otras veces para la humanidad, otras para la posteridad…Otra, la gran mayoría de las veces, para no perecer… Realmente no sé porqué estoy escribiendo lo que escribo… Por eso los tiempos, los verbos cambiados, las ideas y las horas idas… Por lo menos hoy, precisamente hoy, quiero que todo se sepa… ¡Qué todos lean lo que escribo!... Mañana será diferente… Mañana, quizás, querré ocultarlo todo, hasta mi muerte… Mañana querré estar tranquilo… Estar sólo con el ruido de mi propio silencio… Mañana querré tantas cosas… Pero hoy soy lo que soy y voy a vivirlo… ¿Existe un mañana?... ¿No es el ahora el presente y el futuro al mismo tiempo?... ¿Existe el mañana o el mañana sólo es un pensamiento?... ¿Qué son las horas?... ¿Solo momentos para pasar el tiempo vivido?... El tiempo, la vida y la muerte… ¿Todo es una gran fantasía?... Son interrogantes que humillan al ser y que yo no sé contestar. Todo es relativo, dijo sabiamente Einstein, pero en los actuales momentos esa teoría trasgrede los parámetros de la mente humana, porque no hay nada relativo en la locura, en la enajenación humana. ¿Hay una idea qué únicamente percibe los sentidos y otra exclusiva de la realidad?... ¿Puedes tocar o palpar con tus manos una idea?... Hoy, para mí el hoy es lo único que importa y existe. No hay mañana, el mañana es el ahora y el ahora el futuro. Mi mente dicta palabras y yo las escribo… Yo creo en ellas y las veo hermosas y puras… Son palabras llenas de dicha que abren un horizonte de mil y deslumbrantes colores.



Vuelvo a la trascripción.

– ¡Coño, vale! Yo cumplí. Tu deseo de elaborar el documento (el de la disolución de nuestra sociedad en el periódico) se la pasé a tu abogado por fax, pero independientemente de todo lo que tú hayas pensado Leonardo, sigo luchando contra todos tus pensamientos…Lo que pasa –prosiguió–, es que mañana tengo una entrevista con ese amigo tuyo (Cesario Pascual Váquez)…

–Entiendo… Pero se me está yendo (acabando) las pila… –interrumpí con el objeto de cortar la conversación, de darla por terminada.

–Con eso mismo le saliste a Asdrúbal Berríos (un común amigo periodista) –respondió.

– ¡Espera!… Espera… Ahora no puedo seguir hablando… Más tarde, quizás –expresé con desgano haciendo denotar que todo me importaba un carajo.

–Escucha, escucha un momento… –suplicó–. Él consiguió un supercrédito con el Banco Industrial…

–Está bien… –interrumpí–. Pero a mí no me importa el dinero. Tú lo sabes muy bien.



PAUSA DE SOBRESALTO: Otra vez estuve a punto de estrellarme contra la defensa de la autopista por estar, insensatamente, grabando, hablando por teléfono y manejando al mismo tiempo. No obstante, la voz de Luís David quedó pulcramente grabada cuando afirmó.



– ¡Jamás me he metido con esa señora (Carolina)! Sólo la he visto cuando estaba junto a ti… Nunca sola…

– ¡Ok!... Lo que pasa es que ese proyecto no me interesa… ¿Entiendes?... Es la realidad.

–Hermano, si no estás haciendo nada… ¡Coño Leonardo, reflexiona! –increpó.

– ¿Cómo sabes qué no estoy haciendo nada? –pregunté tranquilo, pero corrosivo.

¿Quién se lo dijo?... ¿Fue Carolina?… ¿O Rosalía?... Cómo está tan bien informado sobre mis actividades si poco o nada me muevo de la montaña y con ninguno de mis compañeros, colegas o personas que él conozca he hablado últimamente.

– ¡Coño!, pero necesito… –Titubeó nervioso, como si lo hubiese agarrado “fuera de base”– Necesito que lo… ¡Recapacita, coño!... ¡Quiero que lo analices nuevamente, por favor!… Asiste, aunque sea a una sola reunión, con ese señor que… –pidió casi implorando.

–Pero… ¿Quién te dijo qué no estoy haciendo nada? –interrumpí obviando el tema central. El de su interés para que asistiese a la entrevista que sostendrían con mi amigo, al que ellos, seguramente, buscarían esquilmarlo o aprovecharse de su poder.

–Bueno, es lo que me imagino… Recuerda que este es un proyecto grande, muy por encima de lo que estés haciendo…

– ¡Hummm! –acerté a pronunciar con desgano, rabia y con inmensas ganas de propinarle con todas mis fuerzas un puño en la cara. De fracturarlo. De dejarlo sin dientes. De depositar en su cara toda mi furia y violencia maldita.

– ¡Por favor! – soltó otra vez suplicante. –Asiste sólo a una reunión con ese señor que te aprecia y te quiere mucho…–afirmó paladeando, como siempre, su amor hacia el dinero y el poder.

–No…Yo no puedo… Ahora no tengo tiempo para eso. ¿Entiendes?... –respondí con angustia a fin de alejar esa perturbante voz de mis oídos.

–Bueno, pero yo te vuelvo a molestar… Yo te vuelvo a llamar… ¡Chao! –finalizó ante mi obstinada negativa.

– ¡Chao! –respondí lapidario para dar por terminada la conversación.

Media hora después de la incómoda charla y moviéndome a duras penas por el intenso tráfico, llegué hasta sus predios. Unas hermosas y jóvenes mulatas, que no debían pasar de los 17 años, estaban donde siempre, a pocos metros de la venta de cauchos, muy cerca del diario El Radical, repartiendo unos pequeños volantes en los cuales, burdamente diseñados, se ofrecían las promociones de la semana. Abrí la ventanilla lateral y extendí la mano para que me diesen uno. ¡Huao!, qué precios tan económicos. Estacioné a pocos metros del negocio y pregunté por la marca y tamaño del caucho que usa mi auto. Oh, decepción. Me dijeron que no tenían y que, posiblemente, les llegaría un lote al día siguiente. Meterme un viaje tan largo y soportar tan estresante tráfico por nada, sólo por ahorrar unos cuantos bolívares, los cuales ciertamente necesitaba y me habrían servido para comida, cigarrillos o alcohol.

Tomé la vía de regreso refunfuñando mentalmente. Reprochándome estar por esa zona y no en la montaña, donde al menos alcanzaba una relativa paz, lejos de las estridentes bocinas de los autos, los retumbantes y nauseabundos escapes de esa legión de destartalados autobuses y los ronquidos perniciosos de ese millar de motos que andan a toda hora por la avenida Independencia, la cual tuve que tomar por ser el única vía que me conduciría al empalme de la autopista y de allí a mi cascarita.

Detenido en uno de los múltiples semáforos que hay en esa avenida a la espera de ver encender la bendita luz verde que nadie, o casi nadie respeta, leí con desgano la propaganda de la cauchera y me enteré que una de sus sucursales tenía su sede en La Urbina, una urbanización del este de la ciudad. Yo estaba en el centro-oeste. Llamé por el celular y el dependiente que me atendió me dijo que tenían en existencia los cauchos que buscaba. Fui hacia allá. Era la 1:30 p.m. Llegué pasada las dos de la tarde. Los compré, esperé a que los montaran y me dispuse a regresar a la montaña. Por supuesto, tuve que montar dos. El otro, que creí bueno, también estaba en muy mal estado. Al salir de la cauchera decidí que antes de regresar a la montaña pasaría por la residencia de los padres de Carolina con la esperanza de ver estacionada allí su camioneta. Nueva decepción. No estaba.

Con mi cuenta bancaria ahora en once mil quinientos bolívares, porque al final las llantas, el par de ellas, costaron cuarenta y nueve, me sentí más cerca de la bancarrota y el abismo económico-sentimental. En vista de ello, de estar casi en cero, al llegar a la cascarita me encerré en la placentera paz y silencio de su arqueada arquitectura, y me puse a “meditar”.

En el trayecto de regreso, molesto e intranquilo, llamé a mi amiga Raquel. Me atendió Yania, su mamá. Me informó que se estaba cepillando los dientes y que al salir del baño me devolvería la llamada. Aproximadamente a lo cinco minutos o más, lo hizo. Suplicante le pedí que, por favor, llamase al 811, número master de la empresa de telefonía celular Telcel, para que le dijese a la operadora que quería cambiar mi número. Me complació presurosa, aunque el operador que la atendió le informó que el cambio se haría efectivo en el término de una hora pero que la solicitud tendría que hacerla la persona titular del contrato y que debía llamar a la central a través de otro celular de la misma empresa y no por el que iba a solicitar el cambio de número. Todo un pequeño enredo, pero muy claro. Yo sabía que así funcionaba el asunto, aunque me disgusté y Raquel, que no tenía arte ni parte en el asunto, terminó pagando los platos rotos de mi carácter irascible, de mi impaciencia de los últimos tiempos. Luego, calmado, le pedí disculpas por mi rabia e impotencia. De no salirme las cosas siempre bien, como antes. Mi premura se debía a que quería evitar, a toda costa, la próxima llamada que había dicho que me haría Luis David, así como cualquiera, muy eventual, de Carolina. Quería que se topasen con un número ahora inexistente… Con un muro… Con la oscuridad sorda, donde ya no escucharían mi voz. ¡Quería estar borrado del mapa para esos dos seres!... Para hacerlo necesitaría de otro celular y no lo tenía a manos en esos momentos. Quizás en la montaña alguien me prestaría el suyo, pero, indudablemente estaría a mi lado y se enteraría del cambio y comenzarían las preguntas…Porqué lo haces y cosas similares.

Bueno, sigo sumando meas culpas. Va otra por Raquel, mi comprensiva amiga. Aunque no lo crean, maltratar a alguien, aunque sea con palabras sutiles, me hacen mucho daño. Mis sentimientos reciben unos latigazos tan lacerantes que el alma parece querer desprenderse del hilo que la sostiene… A veces cuesta días superarlo… Todo debido a esta desesperación que me está matando. Que está cambiando hasta parte de mi personalidad…De este ir hacia ningún lado, donde sólo hay pozos negros y profundos, carentes de sueños y de alegría.

Ya en la montaña el mea culpa se había diluido en su parte más perniciosa. Es tanto el dolor, que ya no sé por dónde empezar a sufrir más, con qué carga quedarme antes de ir a dormir.

Como no había comido nada durante todo el día, cociné una pasta. Encima le puse unas salchichitas en salsa que compré con los últimos mil bolívares en efectivo que me quedaban de la “colección” de billetes de a mil, en perfecto estado y sin uso, que guardaba celosamente. (Si antes dije otra cantidad, me equivoqué. En total eran, porque ya no lo son, veinte billetes de mil nuevecitos y con seriales consecutivos… ¿Esto lo anoté en páginas precedentes, muy atrás, verdad?… ¿No?... Bueno, da lo mismo. Esa colección ya no existe).

Mis pensamientos, todo ellos, están centrados en Carolina y en su crueldad. Nunca creí que llegaría a los extremos de arrebatar por tanto tiempo a Dorian de mi lado.

A cada instante me levanto como autómata de la cama y salgo fuera de la cascarita. Busco aire nuevo y ahuyentar de mi mente los funestos pensamientos que me asaltan. Cruzo algunas palabras con los guariqueños, que en su infinita humildad y pureza de sentimientos parecen seres puestos allí por Dios para vigilarnos. Tanto a mí como a los otros desesperados que estamos en la montaña, aunque todos, a nuestra manera, tratemos de ocultarlo. Al rato vuelvo a entrar y me echó otra vez sobre la cama. Estoy muy atormentado. Hoy fui otra vez repentinamente apartado de mi tormento, tal como ha pasado en los últimos días, por la “gerente de hospedaje” de las cascaritas, una humilde moradora de por estos lados, a quien Robert le asignó la tarea de enseñarle las cascaritas a otros posibles inquilinos (o desesperados que vienen huyendo de la gran ciudad con su bagaje de problemas encima). Ella es muy suelta y simpática. En su original y rebuscado lenguaje les va enumerando una por una las “virtudes” de las cascaritas a los perplejos visitantes, quienes de tanto en tanto embarran sus zapatos en los bien camuflados y escondidos lodazales de las cercanías, los cuales los que hacemos vida diaria en la montaña nos los conocemos como la palma de la mano. Me sonrío al verla. Tiene la divina capacidad de sacarme de mis cavilaciones durante el tiempo que anda por aquí. Siempre me toca la puerta porque, según ella, mi cascarita es “modelo de buen gusto” y debe enseñársela a los nuevos posibles inquilinos como muestra de las que están construyendo cerro abajo. Pero hoy, a diferencia de los otros días, al escuchar el sonido de su voz en las cercanías, me encerré varias ocasiones en el baño. Aunque no tiene puerta, sino un orificio de entrada por el que hay que pasar agachando la cabeza sino el golpe que se recibe no sólo puede aturdir sino hacer perder el sentido ya que la frente va a estrellarse directamente con la esquina de una viga de hierro, es un escondite y resguardo seguro de miradas curiosas. “¡Hoy no!”, me dije en mis adentros. Hoy no quiero ver a nadie. No quiero que nadie interrumpa mi desesperación. Además tengo que cuidar mi privacidad. Es muy probable que entre ese o esos visitantes haya alguien que me reconozca, como ya pasó en un par de ocasiones… ¡Qué pena, Dios mío! … ¡Qué triste que me vean en este deplorable estado! Aunque siempre me escudo tras el mismo y sempiterno argumento: me retiré a ese manso lugar con el objeto de escribir un libro. Y bla, bla, bla… Que lo había decidido así para estar alejado del mundanal ruido y sus tentaciones. Para evitar interrupciones... ¡Por supuesto que no se lo creerían! Sus ojos abiertos de par en par así lo indicaban la vez que me reconocieron ye hicieron muchas preguntas al verme con esa facha de olvidado, de desheredado. No obstante, esa primera vez, fueron muy decentes y discretos. ¡Pobrecito!, habrán pensado en sus adentros. Eso no me importa. Conservo intacto el decoro y dignidad… La realidad es que me importa un carajo lo piense la gente. Tengo cosas más importantes en qué pensar y una de ellas, es salir de esta desesperación que está acabando con cada milímetro de mi cuerpo y alma.

Son las 12:25 a.m. del 29 de agosto. Estoy tomando los últimos sorbos de una carterita de ginebra que había ocultado dos días antes y acabando con los pocos cigarrillos que me quedan.

Mañana (o más tarde) escribiré en este Diario lo que me pasó a las seis y media de la tarde.

Mientras escribo escucho un viejo cassette con canciones de Luís Miguel. Al garabatear estas líneas está interpretando No sé tú, una de las pocas canciones, o mejor dicho la única, que toca el fondo de mi corazón. Masoquísticamente es mi preferida. Me dan ganas de llorar, pero no lo haré. Sólo la repetiré una y otra vez para que arrulle mi dolor hasta que al fin me quede dormido… Si es que lo logro. Me quedan dos cigarrillos y otra tacita de gin, pero, gracias a Dios, muchos lexos. En esas maravillosas pastillitas invertí el poco dinero que aún tenía en mi “abultado” bolsillo. Los compré en la mañana, utilizando el segundo récipe morado que me dio Raquel antes de comenzar este peregrinaje al que estoy condenado.

Ahora son las 12:35 a.m. Si Dios y me espalda lo permiten (el dolor que tengo todavía es bastante soportable, pero muy fastidioso), escribiré el resto, lo que quedó en el tintero de mi cerebro, mañana. Ahora los tragos y el cansancio apenas me dejan pensar… ¿Estoy pensando?... ¿Estos garabatos desesperados son pensamientos? No lo sé, pero ayudan a soportar mi pesar, aunque no curan mi sangrante herida, la cual, espero, no acabe con mi vida.

Traspaso todo (o sea, mudo). Mis estampitas, recuerditos y demás a la página de la agenda correspondiente al 16 de junio. Ahí estarán alejadas, seguras. Lejos de mi punzante y destructivo bolígrafo.

Bien, será hasta mañana. Las buenas nuevas que tengo que anotar en este Diario es clemente, me sirvió de catarsis… ¡Dios existe! Me vi con Cruz Lares y su esposo, José Antonio De La Sierra. Me trataron como a un príncipe. Pero, por ahora, mi maltratada humanidad no me deja garabatear una línea más. Hoy no podré relatar nuestro encuentro.

No puedo dormir. Estoy sobreexcitado. Pienso que la historia sigue, sigue su camino imperturbable, no así la vida.

Los dedos de mi mano izquierda… (Me acabo de tirar un peo divino. Explosivo y nada silencioso)… Bueno, la realidad es que mi mano izquierda está muy entumecida. El frío, el pesar y la mala alimentación comienzan a hacer mella.

Sí, será hasta mañana. Hasta que mi mano se reponga y pueda escribir con soltura si los dedos me lo permiten. Antes de irme a la cama quiero dejar asentado en este Diario que mi encuentro con Cruz Lares y su esposo fue relajante, filosófico y de gran ayuda para mi alma desesperada, además de gratificante en cuanto al aspecto económico.



PAUSA ADORMILADA: No sé si me duelen más mis dedos o mi alma. Pero no voy a morir. Sobreviviré, me repondré y triunfaré. PASUSA BEODA DENTRO DE LA PAUSA ADORMILADA: Adelanto y retrocedo el cassette de Luís Miguel pero no logro hallar otra vez No sé tú… ¡Se perdió!... Se fue… Se cansó de verme tan abatido… Quizás tuvo miedo de que sus estrofas me matasen de angustia y prefirió huir... ¡Qué bueno! Eso quiere decir que al menos alguien me quiere…Que está pendiente de mí… Que quiere salvar mi desesperada alma… Voy a echarme en la cama y mañana…







29 de agosto.



Son las 10:29 p.m. Anotaré en el Diario lo que había prometido anotar ayer: Mi encuentro con Cruz Lares y su esposo.

A eso de las siete y diez de la noche me presente en el Dolligan´s, el sitio de comida tex-mex del cual ellos son propietarios. Ubicado privilegiadamente en El Saltillo, un pueblecito turístico que conserva todo el encanto y la magia de la era pre y post colonial. Sus construcciones y fachadas han sido remodeladas, decoradas y pintadas con exquisito gusto de diferentes y variopintos colores, por lo que da al lugar la apariencia de un pueblo encantado. Está escasos kilómetros de la bulliciosa y alienante Caracas, por lo que los fines de semana es una alternativa a la paz, una vía de escape a la locura de la ciudad. Muchos califican al pequeño pueblo como el Centro Comercial al Aire Libre más grande y espacioso del mundo, ya que es itinerario obligado tanto de turistas extranjeros como locales.

Al sobrepasar la puerta distinguí a Cruz Lares, De La Sierra, así como su pequeña hija Adriana, de apenas once años, y una amiguita del colegio, mientras terminaban de unir dos pequeñas mesas y extendían los manteles en su lugar preferido de la pequeña terraza de local, donde suelen cenar casi todas las noches.

Cruz y de La Sierra ya se habían acomodado de espaldas a la entrada y no se percataron de mi imprevista presencia, pero si su hija Adriana, quien al verme se levantó de la silla visiblemente nerviosa y sorprendida. Igual sorpresa noté en Cruz y De La Sierra cuando escucharon a sus espaldas mi saludo de buenas noches y presurosos se levantaron para ir a mí encuentro. Pasada la sorpresa inicial y los afectuosos saludos de siempre, me acomodaron en un asiento frente a Cruz e invitaron a cenar con ellos. Apenas terminé de sentarme, cuando un mesonero llegó con un humeante plato repleto de pequeños trocitos de carne a la parrilla, una ensalada de aguacates cuya pulpa fue rebanada tan finamente que parecían hostias y abundantes y achatadas arepitas. Plato que, supongo, habían ordenado con anterioridad a mi llegada.

Insistieron en que los acompañase a cenar. Siempre que me lo repetían les daba las gracias y me excusaba diciéndoles que apenas había terminado de cenar. ¡Mentira, estaba hambriento! Debido a su insistencia sólo acepté un café negro, el cual uno de sus empleados me sirvió con prontitud.

Mientras ellos pasaban muy lentamente bocado tras bocado, aún sorprendidos por mi inesperada presencia en el local, comencé con un sutil interrogatorio dirigido a Cruz. Adriana me observaba con sus ojos casi desorbitados. Algo le importunaba y sorprendía. Los niños carecen de esa capacidad, muy propia de los adultos, de ocultar públicamente sus impresiones y emociones.

Como tenía metido en la cabeza que existía un “plan diabólico” para que nadie me tendiese la mano, supuestamente orquestado por Carolina, en el que incluso estarían involucrados mis mejores amigos, comencé preguntándole que le había dicho Carolina sobre nuestra separación.

Ella contestó que nada, que no había hablado con ella. Para que entiese con claridad el tenor de mi interrogante, le revelé que como Carolina amenazó con destruirme, suponía que se puso a llamar a mis amistades para decirles “lo ruin” que era y como todo se me estaba trancando, quería saber bajo qué argumentos buscaba acabar con lo poco que quedaba de mí. Cruz reiteró que no había visto ni hablado telefónicamente con ella. Lo dejé así, pese a que no quedé enteramente convencido. Muchas dudas me asaltaban. Mucho más cuando mientras hablábamos recordaba sus promesas de ayuda incumplidas y su yam miojo renguien kyo, oración “sagrada e infalible” que cuando conversábamos por teléfono insistía que repitiese constantemente. “¡Seguirá burlándose de mí!”, pensé. Esa noche, durante todo el tiempo que conversamos siquiera lo mencionó el dichoso yam miojo renguien kyo.

Seguimos hablando. De La Sierra, muy discreto, quizás perplejo por todo el drama y dolor que reflejaban mi rostro y apariencia, al principio sólo asentía. Otras, apenas pronunciaba: “No, hermano”.

Superado el impacto inicial que causó mi inesperada aparición y con una aparentemente paz recobrada, comencé, poco a poco, a dejar fluir a través de mis labios todo el tormento interior que me corroía. Adriana y su amiguita, que ya habían terminado de cenar, pidieron permiso y se retiraron hacía la parte interior del local a fin de escuchar música y ver videos musicales. Me sentí libre de poder hablar como un adulto entre adultos.

Comencé relatándoles lo cruel que estaba siendo Carolina al esconderme a Dorian desde hace ya casi cuarenta días. Su negativa de dejármelo ver o siquiera ponerlo al teléfono. Ellos asintieron compungidos. Expresaron que era una actitud perversa e inaudita.

Me sirvieron otro café. Luego una soda. Yo seguía explayado. Hablaba profusamente, relatando casi todo lo que he ido anotando en este Diario. Por supuesto no pronuncié palabra sobre las sospechas de una traición con Luis David o de cualquier otro fantasma que atormenta mi mente. No tenía el valor de decírselo. No podía permitirme escuchar de mis propios labios lo que con todas las fuerzas del alma busco negarme. Sabía que la duda estaba allí, danzando en mi cerebro y en mi martirio, pero jamás tendría valor de hablar de eso con otras personas. Me lo negaré siempre.



PAUSA RETRASADA: Son las 11:23 p.m. y ya me he tomado tres tacitas de ginebra, fumado seis cigarrillos y tosido varios pares de veces.



Sí, le conté todo. O casi todo porque, en verdad, para decirlo todo necesitaría varios días. Muchas, pero muchas cosas, aunque sumamente trascendentes y graves, siquiera las he anotado en el Diario.

Les hablé, siempre pidiéndole perdón a Dios y rogándole que mantuviesen toda la discreción del mundo, porque ellos eran las únicas personas a las que les había contado mi desesperación. Son los únicos, les indiqué, que a través de mis palabras conocen detalles de mi sufrimiento.

Les hablé de los complejos de gran aristócrata de Carolina, cuando en verdad es sólo una superflua nueva rica, hija de un inmigrante italiano que, con tesón y mucho, pero muchísimos sacrificios, levantó un imperio en el mundo de la construcción. Les conté sobre las miles de veces que me tildaba de chulo y aprovechador por llevar un año desempleado. Siempre he trabajado, y ellos lo sabían. Además, era la primera vez en la vida que me encontraba cesante. Si analizamos objetivamente la realidad, los verdaderos aprovechadores son ella y sus hermanos, buenos para nada pese a sus profesiones, porque viven a expensas de la fortuna de su padre. De otra forma, con sus títulos universitarios o no, ahora todos serían un cero a la izquierda en el mercado de trabajo o unos simples empleaduchos, porque son flojos, desganados, por nada inteligentes y carentes de capacidad profesional. Les conté sobre las constantes visitas de Carolina al psiquiatra, pero no les dije que una de sus hermanas, Angelice, también necesitaba de ese tipo de asistencia “para vivir normalmente”. Les comenté que cuando conocí a Carolina ella andaba en lo mismo. Que visitaba a una psiquiatra tres veces por semana pero, como era tan misteriosa y reservada, nunca me lo comentó.

Ese asunto de las visitas a la psiquiatra lo descubrí por mi mismo cuando apenas faltaban días para casarnos. En aquel entonces le di poca importancia porque confesó sin sobresaltos que se debía a una relación traumática con su padre desde que era niña. De no haberlo descubierto, jamás me lo habría dicho. Eso es seguro.

Tampoco les referí a mis amigos que al poco tiempo de casados también me enteré que Carolina había desfilado por la consulta de la gran mayoría de psiquiatras de la capital, al menos de los de renombre, y que muchos de ellos la habían tratado. Tampoco les manifesté mis dudas sobre la verdadera razón de su imperiosa necesidad de terapia y que lo de su padre era válido hasta cierto punto, aunque cuando estaba irritada en más de una oportunidad le deseaba la muerte. Ahí debía haber algo más de fondo, pienso ahora. Algo muy negro y turbio. Esas rabietas y tétricos deseos hacia su progenitor los tenía, más que todo, durante nuestra época de amantes. Cuando comenzamos a vivir juntos, a escondidas de su padre, en su “casa de soltera”. En ese entonces yo era su “trofeo de caza” más preciado, al que mantenía oculto tras las paredes de la pequeña residencia donde vivía, en la urbanización Altamira, muy cerca de El Ávila. Esa es la pura verdad, aunque ella ahora afirmé despectivamente que en ese entonces “yo me le metí en su casa”.

Presumo que sólo su madrastra y su hermana Angelice sabían que vivíamos juntos. Yo no conocía a nadie de su familia. Al tiempo me enteré que era numerosa, y muy puntillosa, por boca de la propia Carolina.

De lo que si no tengo la menor duda es que Rosalía lo sabía. Ella fue quien nos presentó y la que, en cierta forma, “obligó” nuestra reconciliación después del desastre de la primera vez que “me la llevé” a la cama. ¡Qué condena!... Volvió a la memoria. Estaba totalmente en otra dimensión y ahora, mientras escribo, aquella intempestiva y casi forzada copulación regresó ante mis ojos para atormentarme. Aquella noche consideré a Carolina como una más y si no hubiese sido por la celestina de Rosalía, en menos de una semana aquel momento hubiese estado sepultado en el fondo del baúl de los recuerdos y la historia sería otra. Pero ella se empeñó en recoger lo pedazos rotos y unirlos otra vez y aquí estoy. A ella le debo, en parte, toda esta desgracia y sufrimiento.

Por supuesto que nada de esto le conté a Cruz Lares y De La Sierra. Son sólo recuerdos que hoy rebotan y martirizan mi memoria.

Me descargué con ellos. Fue mi primera y verdadera catarsis desde que comenzó el martirio. Hablé mucho y me hizo un bien infinito. Me sentí sereno y aliviado. La daga que llevo en mi corazón comenzó a hacerme respirar otra vez como verdaderamente respira un ser humano normal.

Como el relato los atrapó, me ofrecieron un trago. Al principio lo rechacé, pero insistieron. No tuvieron que hacerlo más porque pronto acepté y me tomé un par de ginebras secas. ¡Ah, qué bien caen cuando el corazón late aliviado! Su sabor es otro y el placer sobre el paladar ya no pica, sino danza con fluida pasión. Mientras degustaba la bebida vino a colación el tema de Rosalía, a quien ambos calificaron de malvada, bruja perniciosa. En mí tormento, asentí sin chistar. Dije que estaba de acuerdo. Que, en realidad, esa mujer merecía el calificativo.

Hablamos y hablamos sin parar. De La Sierra me dio sabios y sanos consejos. Durante un corto período que Cruz se ausentó de la reunión, buscó animarme. Dijo que era un hombre brillante, que valía mucho y me recomendó algunas “técnicas” para salir del tormento. Expresó que las mujeres eran vaginales y que dejase todo a un lado y sólo pensara en mí. Que lo que estaba pasando era una prueba que Dios había enviado. Que en el sufrimiento estaba la sabiduría y que pronto, muy pronto, tendría mucha paz.

Al poco rato, mientras apuraba mi segundo trago de gin, Cruz volvió. Eran casi las diez de la noche. Les manifesté que debía irme. Que estaba viviendo en la finca de un amigo, al sureste de donde estábamos, y que el camino de regreso era oscuro y peligroso. Antes de partir Cruz sacó un sobre blanco del bolsillo de su blusa y me lo extendió. En su dorso se leía la inscripción: “Sr. Leonardo Vento. E:S:M.” . Dijo que era una invitación y que lo abriese al llegar a “casa”. Aseguré que así sería. Les di las gracias y nos despedimos con abrazos en la puerta de entrada del local. De La Sierra me dio las últimas recomendaciones espirituales y pidió que manejase con cuidado.

Llegué a la cascarita. El sobre, que había guardado en el bolsillo interior de mi chaqueta de cuero marrón, lo abrí al poco tiempo. Primero me desvestí, oriné y serví un trago de ginebra. De antemano sabía cuál era su verdadero contenido. Es más, en el trayecto de regreso jugaba con adivinar sobre la cantidad marcada en el cheque que estaba en su interior. Mentalmente me decía: “Me prestó trescientos mil bolívares, no más”. Al abrir el sobre ciertamente había un cheque endosable de Banestro a mi nombre y en la parte superior derecha y en tinta negra estaba escrito 300.000. Silenciosamente le di las gracias y la bendije.

Son las 1:33 a.m. Sé que tengo un día de retraso en mi Diario (hoy ya es 30 de agosto). Un día más sin ver a Dorian. Un día más que debo soportar mi tormento. Un día más de vida y un día más para aferrarme a la vida sin importar el pesar.

El 29, el día 29, o sea ayer, lo comencé tranquilo, con paz, pero luego se cargó de angustia.

Aunque tengo muchas cosas que contar, las cuales ocurrieron al final de la tarde, lo haré mañana, o sea hoy, pero después de descansar un poco.

Es la 1:39 a.m. Puse el CD Con amor de Soledad Bravo, el cual repetida e insistentemente escucho, pero el reproductor, mi tres en uno, no quiere funcionar.

Esta noche hasta los grillos me abandonaron. Estoy totalmente solo. Únicamente oigo, además de los sonidos de mi estómago, el revoloteo de una gran polilla negra con dos grandes ojos de muerte tatuadas en las alas que se estrella contra mi ventana, la cual, gracias a Dios, tengo cerrada. No dejaré entrar a la muerte en mi morada de tormento.



PAUSA SILENCIOSA: Voy a tratar de hacer andar al aparato porque la primera canción del CD, que se titula Esperaré, es verdaderamente lapidaria. Se ha convertido en una especie de venganza silenciosa en mi tormento. Claro, muy virtual, pero venganza al fin. Si lo logro, mientras la escucho trataré de transcribirla. La canción dice más o menos así: Esperaré que vivas lo mismo que yo… Que te pase lo mismo que a mí… Esperaré que sientas lo mismo que yo… A que la luna la mires del mismo color… Que adivines mis versos de amor… Esperaré que las manos me quieras tomar… Disculpen las imprecisiones. La escribí de memoria, ya que por más que le doy golpecitos y sacudo de un lado a otro el reproductor, este se niega a funcionar. Espero que sea sólo por esta noche. Pondré la radio. Necesito compañía… ¡y vino!... Apareció Franco De Vita con Soledad a través del radiorreceptor y canta: Otro golpe para el corazón… Te veo venir soledad…



¡Qué martirio! Hasta por radio me persigue el ahogo. El cenicero está repleto de colillas, la botella de gin vaciándose y yo agotado… Pero te veo venir soledad, me masculla en las sienes De Vita.



PAUSA INESTABLE: He realizado hasta ahora, en lo que va del mes y según indica el registro interno de mi teléfono celular, 344 llamadas y he hablado a través de él durante 5 horas, 25 minutos y 3 segundos. Pero, a esta hora, 2:10 a.m., me cautiva la idea de meterme en la contestadora de “casa” e indagar si “alguien” le dejó algún mensaje a Carolina. Sé que no es correcto, pero busco paz y revelación a mis angustias. Lo he estado haciendo desde que Carolina bloqueó su celular y en diferentes horas del día, a expensas de mi cuenta, la cual no sé a qué suma ascenderá este mes. Voy a marcar. Pondré a mi lado la grabadora a punto, por si “hay algo”.



Lo hago porque hace unos días dejé dos mensajes: Uno el 21 de agosto, el día del cumplemes (16 meses) de Dorian para felicitarlo y otro durante la borrachera que cogí con mis vecinos (¿el sábado o el viernes?... ¡Qué sé yo! No recuerdo), donde le decía que me iba a matar, a acabar con mi vida, y que la quería mucho y etcétera, etcétera. Pero ambos fueron borrados. ¿Por quién, si ella no está en casa sino en Aruba? ¿Quién tiene, además de mí, la clave para entrar en la contestadora? Cómo lo hicieron y quién fue. Eso me intriga. Todas las veces que me he metido en el sistema, la contestadora me repite: “No hay mensajes grabados”. ¡Qué no, si yo dejé dos!... ¿Quién y desde dónde los borraron?... ¿Habrá sido su abogado, quien, por lo mafioso que es, tiene intervenido el teléfono y está grabando las llamadas para recabar pruebas en mi contra por la supuesta “violencia doméstica” de la que me acusa Carolina?

¡Me importa un carajo! ¿Qué más puedo perder ya? Quizás gané algo: ¡Más desesperación si me topo con algo raro! Voy a hacer, silenciosamente, esa llamada indagatoria. La hice. Sólo recibí el mensaje pregrabado de siempre: “Hola, es Carolina. No me encuentro ahora. Puedes dejar tú nombre y tu mensaje. Chao”. Del resto nada. Ningún recado nuevo ni viejo. Pero su voz, aunque grabada, cómo me estremece, cómo inunda de inquietud mi alma.

En el cenicero ya no entra un cabo más. Son las 2:35 a.m. No tengo sueño y sé que no dormir lo suficiente me está haciendo daño, tanto física como mental y espiritualmente. Debo dormir, pero no tengo paz. Hoy, con el dinero que me prestó Cruz Lares, compré lexos y otras medicinas. Otra vez fui a la consulta oftalmológica ya que sigo llorando sin quererlo. La doctora me indicó otro tratamiento, no tan costoso, que estoy siguiendo al pie de la letra. No me cobró la consulta. ¿Arrepentida por su equivocación en el diagnóstico anterior? Quizás., pero eso no importa. Mis ojos aún siguen llorosos. Espero que este nuevo tratamiento sea el indicado y me cure este fastidio, este vía crucis de lágrimas… ¿Esto lo había anotado antes o no?... ¿Sí… no?... ¡Qué perturbación! Comienzo a olvidar cosas.

¿Qué hago? ¿Dormir o seguir con esta bobada del Diario?... ¡Sí!... Si, está bien. Me retracto. No es ninguna bobada, sino una medicina para el alma. Para mi alma atormentada y confundida. Un poderoso sedante que evita pensar en cosas aún peores y funestas.



PAUSA ESENCIAL, FISIOLÓGICA: Voy a hacer pipí.



¡Ya!... Está bueno. Me tomaré un lexo y trataré de dormir. Si despierto vivo seguiré escribiendo.

Por cierto, esta tarde estuve leyendo a Paramahamsa Yogananda en su libro “Meditaciones metafísicas” de la colección Joyas Espirituales y me impactó su reflexión que titula A la luz de la luna, donde recomienda: “Funde tu mente por la noche con la luz de la luna y lava tus tristezas en sus rayos. Siente como su luz mística se difunde silenciosamente sobre tu cuerpo, sobre los árboles, sobre las llanuras inmensas. Contempla en un espacio descubierto, con mirada fija que penetre más allá de los límites del paisaje que alumbra la luna, la línea tenue que dibuja el horizonte, y deja que tu mente, en el vuelo incesante de la meditación, llegué más allá de lo visible, traspasando los límites del horizonte. Deja que tu meditación vague más allá del horizonte de la Tierra y penetre en las regiones de la fantasía. Lanza tu mente desde los objetos bañados por la luna hasta las pálidas estrellas de los cielos lejanos, más allá de la quietud eterna del éter, todo palpitante de vida. Observa como los rayos de la luna se difunden no sólo sobre un lado de la Tierra, sino por todas partes en las regiones infinitas de tu mente. Continúa meditando hasta que en la luz de la luna de tu calma lo percibas todo en sus rayos luminosos. Vuela en los confines ignotos de los cielos y realiza la existencia eterna de todo. Fija tus inquietos ojos sobre el punto medio entre tus dos cejas. Elévate hacia las estrellas de la meditación. Envía las radiaciones de los pensamientos amorosos a los seres queridos en este mundo y a los que se han ido antes que tú envueltos en sus túnicas de luz. No existe espacio entre las mentes y las almas. Aunque distantes en pensamiento en realidad nuestros seres queridos y todas las cosas están muy cerca de nosotros. Sigo irradiando tus pensamientos: Soy feliz en la dicha de mis seres queridos que se hallan en la Tierra y de los que están en el más allá”, termina Paramahamsa Yogananda.

Qué hermoso canto a la vida y a la existencia. Que espiritual, excepcional y magnífico, sólo para utilizar tres adjetivos. Aunque valdría utilizarlos todos, porque no hay palabras para describir su sencilla belleza.

Por cierto anoche, después de cuarenta días sin soñar, tuve un sueño especial, paradisíaco y revelador. En el mismo la abundancia, el romance y el dinero, pese a intrigantes y peligrosas luchas, caían a borbotones sobre mis manos desde el cerro El Ávila. El sueño fue truculento y totalmente descabellado. Comenzó en Suecia, donde fui sometido a ciertas extrañas “torturas” por parte de unos supuestos médicos que luego resultaron ser detectives. De ahí en adelante no recuerdo qué pasó. Lo único que recuerdo es que la historia terminó en la Cuba de José Martí, en plena guerra. Había muchos hombres con uniformes azul claro y birrete de soldado en el campo de batalla. Entre ellos estaba yo. De repente supe, abriéndome paso entre los soldados, que buscaba a un hombre, a un hombre que me infamó. Al fin, después de tanta búsqueda, lo encontré. Quería matarlo. Luchamos. Durante la lucha caímos en un lodazal. Y allí, metidos hasta la cintura, de repente nos pusimos a reír de alegría. En ese instante se nos acercaron otros dos soldados. A uno de ellos, por las eufóricas morisquetas que hacía, se le cayeron los pantalones y dejó su culo blanco al descubierto. Sin importarle un bledo aquello, comenzó a bailar y retorcerse como Sherezade. Entre tanto los “contrarios” (nuestros supuestos enemigos) disparaban contra nosotros unos cañones medievales. No obstante, al salir los mortíferos proyectiles por los macizos caños, exhalaban un vagido y las pesadas balas se disolvían en el aire como por arte de magia. Antes de desvanecerse se escuchaba un hálito, un soplido. Luego, una tos seca salía de la boca de esas armas.

Son las 3:43 a.m. del día 30 de agosto. Mañana , o mejor dicho dentro de unas horas, si Dios todavía me concede la vida y ese sueño sigue presente en mi recuerdo, trataré de describirlo mejor.

No sé si habrán dado cuenta por las letras a medio terminar y casi fuera de línea que estoy garabateando en el Diario, que estoy borracho, agotado y, por supuesto, con mi mano izquierda entumecida. Por eso, únicamente por eso, me iré a dormir. Basta por hoy.



PAUSA DE RELAJACIÓN: No sé cómo ni porqué llegó a mis manos un cassette de música de relajación. Voy a tratar de soñar bajo sus notas. Si no lo logro ingeriré otro lexo. ¡Hasta mañana, si Dios quiere!



Todavía no. Esperaré a que el sedante que tomé antes haga efecto. Entre tanto seguiré manchando con letras este Diario.

Carolina, perdóname por lo que estoy escribiendo. Cambiaré todos los nombres, pero lo que he dicho y he escrito es la verdad, tan verdadero que ni el propio Dios puede negar, ya que Él, el Todopoderoso, le dio alas a mi pluma para que lo pudiese relatar en este Diario. ¡Qué Dios te bendiga siempre, Carolina! No es mi intención, ni mi deseo -¡nunca!- que te pudras en el infierno. Soy, antes que nada, católico, cristiano. Por sobre todo, creo en Dios y en su omnipotencia…

Se terminó… Dejo todas las cosas, más aún en este mundo material, donde no tengo lugar de vida. ¿Divago?... ¿Estaré, oh, Dios divagando? Eso me asusta.

Hoy no tengo ganas ni voluntad de escribir más. Quizás mañana. Por ahora no puedo más. Escucho tropeles de muerte que se avecinan y me asalta un miedo incontrolable. La debilidad y la torturante angustia minan mí amargo corazón. Además, estoy borracho, completamente borracho, tanto de odio como de alcohol… Dios, ¿dónde estás?... ¡Dímelo!… Dices que eres luz y sólo veo oscuridad… ¡Ayúdame!







30 de agosto.



Anteayer (el 28) compré -no recuerdo si lo había dicho- una caja de lexo de 6 mg. que contiene tres blister de tabletas de diez pastillas cada una… ¡Qué manjar para un desesperado!

Aunque Paramahamsa Yogananda recomienda en una de sus sagradas oraciones “enséñame a no narcotizarme con el opio de la inquietud”, mi tormento interior es más sólido que el acero y tan grande como el universo y todo, todo dentro de este insignificante y mortal cuerpo, se ha convertido en un andrajo que ni los buitres querrán devorar.

Al día siguiente de mi encuentro con Cruz y De La Sierra estuve de compras. Gasté más en medicinas que en alimentos. Volví a chequearme con la oftalmóloga ya que mis ojos están constantemente llorosos… ¿Esto lo había escrito ya?… ¡Buh!, como dicen los italianos. De todos modos qué importa. Sigo.

La doctora me puso otro tratamiento y afirmó que la queratitis medicamentosa que yo mismo me había producido por la inoculación excesiva de colirios, había desaparecido. Expresó que lo que ahora aquejaba mis ojos era algo más bien alérgico. Le dije que podría estar en lo cierto porque vivía en la finca de un amigo, un lugar muy húmedo y lleno de hongos.

Compré las nuevas medicinas al salir del consultorio y comencé el tratamiento de inmediato. Todavía no ha hecho efecto. Es más, creo que empeoré.



PAUSA DE HAMBRE: Son las 2:50 p.m. y aún no he almorzado. Hoy desperté a eso de las 11:30 a.m. con una resaca de padre y señor nuestro… ¿o mío? Fui directo hacia los lexos. Ingerí uno inmediatamente. Luego monté el almuerzo: Caraotas blancas, las cuales todavía están duras como una piedra debido a que no las puse a remojar anoche. Las dejaré para la cena. Veré qué puedo comer. Pero antes me tenderé en la cama. Estoy algo débil y con un desgano terrible.



PAUSA TELEFÓNICA: Al escuchar los repiques de un salto me incorporó de la cama y tomó inmediatamente el teléfono. Supuse que era Alfredo Díaz, mi abogado, quien pese a que lo he llamado -ayer y hoy- a su bufete, no he podido hablar con él. En las dos ocasiones me dejaron esperando en la bocina. La secretaria iba a su oficina, indagaba y regresaba siempre con evasivas: “Está hablando por larga distancia y ahora no lo puede atender. Llámelo más tarde”, expresaba. Lo hago y después la secretaria me sale con el cuento: “El doctor tuvo que salir urgentemente”. Como es eso, si camina con dificultad por su problema en la pierna. El pobre, al que le tengo sincero afecto y admiración, tuvo poliomielitis cuando era niño. Lo quiero como a un hermano, quizás hasta más, y lo estimo de verdad, tanto que ni el mismo sabe cuánto. No importa, son cosas de la vida. Como dice el dicho popular, cuando estás abajo, hasta las gallinas te cagan. Aunque ese no es el caso de Alfredo Díaz, lo sé y en ello pongo mis manos sobre el fuego.



Quien llamaba era Orzi Basale, un periodista gay que en una oportunidad trabajó conmigo cuando yo dirigía la revista Mundo Gráfico. Especifico lo de gay, no para denígralo, sino porque él se siente muy orgulloso de serlo y no tiene ningún empacho en pregonarlo a los cuatro vientos.

–Te tengo de segundo en mi lista –comenzó diciendo después que se identificó.

– ¿De qué lista? –pregunté sorprendido porque hace tiempo que no sé de él.

–Del cóctel de esta noche en Vermman´s. Es a la siete.

– ¿Cuál cóctel? –pregunté todavía sorprendido.

¿Orzi llamándome por celular para invitarme a un cóctel cuando nunca lo había hecho?... Raro…

–El de la revista –contestó.

– ¿Cuál revista? –riposté confundido.

Por mi extrañeza se percató de inmediato que había cometido un error. Que había marcado el número que no era.

– ¿Quién habla? –preguntó tartamudeando más de lo común, ya que es tartamudo de nacimiento y cuando está nervioso se le acentúa más el defecto.

– ¿Es una nueva revista? –repregunté amodorrado por la cantidad de lexos que tenía encima.

–Pe-pe-ro, ¿quién es?... ¿Quién habla?... –gagueó mi buen amigo Orzi.

–Leonardo Vento –aclaré para que ambos saliésemos de la confusión.

Orzi creía que se había comunicado con Leonardo Montaro, otro periodista, también gay y que también trabajó conmigo. Luego de disculparse y saludarme, me pidió el favor de que le diese el número del celular de Montaro. Consulté la libreta telefónica y se lo di. Apenado, no lo quedó más remedio que invitarme al dichoso cóctel. Se daba para celebrar el aniversario de la revista Ocean World.

Al colgar recibí otra llamada. Esta vez de Prestor Maratinos, amigo de farras y de desdichas. Me invitaba a pasar por su oficina, una pequeña empresa discográfica, para tomarnos unos tragos. Le dije que tal vez iría. El debía saber, por algunas preguntas que hizo, que estoy separado de Carolina.

De improviso y casi inmediatamente después de colgar, me dio un fuerte ataque de pánico. Creí que iba a morir. Me tiré sobre la cama buscando que se me calmara, pero nada. Desesperado, respirando en ahogos y con el corazón palpitando con tanta fuerza que creí que iba a estallar, me incorporé y busqué la Biblia. Presuroso examiné en sus primeras páginas una sección titulada “Donde encontrar ayuda cuando estás…”. Los leí a golpe de vista. Ninguna de las opciones que estaban ante mis ojos cuadraba para el momento que estaba pasando. Di vuelta a la página y encontré un titulillo que rezaba “Buscando la protección de Dios”. Recomendaba la lectura del Salmo 27:1-6 y remitía a la página 501. Busqué y lo leí todo. Me concedió un poco de paz. Luego releí varias veces el inicio del Salmo: El Señor es mi luz y mi salvación; ¿De quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme? 2.- Cuando se juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y mis enemigos, para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron. 3.- Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mí corazón; aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado.

La lectura no pudo concederme la paz que necesitaba. Entonces, con la Biblia todavía en la mano, caminé hacia el baño, bajé el bóxer y comencé a masturbarme. Aunque al principio no lograba una erección, al rato sí. Una vorágine de mujeres, posiciones, rostros, cuerpos, expresiones de placer, entre ellas la de Carolina, opacaron mis pensamientos de angustia y comencé a concentrarme en las imágenes de esas noches de coitos. A duras penas llegué al éxtasis. El ataque fue cediendo y la mente aclarándose. Utilicé esa “técnica” no para profanar a nadie, sino porque hace tiempo leí que los ataques de angustia, también llamados ataques de pánico y síndrome del soldado, entre muchas otras definiciones, la usaban los soldados aislados en sus trincheras durante la Segunda Guerra Mundial. Estos, atrapados entre el miedo y las balas, sufrían ataques de pánico y la única forma de borrar toda idea de muerte súbita de su mente era con la autocomplacencia.

Mientras escribo estas líneas, trato de reponerme de uno más leve. Esos ataques duran apenas segundos, minutos quizás, pero parecen una eternidad.

Ahora son las 6:21 p.m. y la montaña está totalmente en penumbra.

Poco después del ataque que sufrí en la tarde vino la señora Marixa, la “Gerente de hospedaje”, para mostrarle mi cascarita a María (¿?), una psicólogo clínico que ocuparía la última, la 28, del grupo que están construyendo en el terraplén de abajo. Estaba acompañada por una amiga de trabajo que es psicopedagoga. Y como la mía, para aderezar con un poco de fastidio mi desespero, Marixa la utiliza de “cascarita modelo”, porque según ella la tengo ‘bien bonita’, las trajo hasta aquí para que viesen la “decoración interior” de mi cueva de soledad y angustia.

Entró sólo María. Su amiga se quedó afuera, hacia la parte de atrás, charlando con Marixa y conmigo sobre las ventajas y desventajas de estas casitas, a las cuales ella llama iglús debido a su forma arqueada y, en honor a la verdad, tiene mucha razón. Lo único que las diferencia de un iglú es que no están hechas con bloques de hielo y tienen ventanas.

María comentó que quien le había dicho que este lugar existía, era un tal Pasqual, un italiano que vivía en la exclusiva urbanización La Manzanita Country Club, y quien, supuestamente, le dijo que me conocía, que era mi amigo. María no supo decirme, ya que aseveró no recordarlo, su apellido. ¿Quién será? ¿Qué estará pasando? ¿Será verdad lo que dice o alguien las envió a espiarme?

Con las dos mujeres hablé largo. Les enseñé mi dossier de pintura, el cual contiene fotos 8x10 de muchos de mis cuadros, invitaciones a exposiciones y recortes de prensa con notas sociales y las entrevistas más importantes que me habían hecho.

Casi al momento que partieron, me dio un segundo ataque de angustia, aunque mucho más leve que el anterior. Busqué otro lexo (hoy ya llevo cuatro) y lo bajé con un trago de ginebra. A esta hora ya he ingerido tres tacitas repletas de gin.

Ayer, al caer la tarde, estuve hablando con Robert, el dueño de la finca y hermano de Helena Rex una conocida actriz cubano-venezolano, que ha tenido mucho éxito en Hollywood. (Creo que ya lo había escrito en otra página del Diario que eran hermanos. No importa. Repetirlo no le hace daño a nadie).

Bueno, para resumir, Robert orgullosamente me dijo que quizás Vargas Llosa prologaría su nuevo libro (¿No les dije qué él también escribía?), del que me prometió una copia original, impresa en su computadora, para que la fuese leyendo. Terminado de decirme eso, su esposa lo llamó por el celular para comunicarle que le acababa de entrar un e-mail de Vargas Llosa. Se despidió y presuroso salió a chequear el mail.

Yo me encerré en mi cascarita. Descansé un rato, luego comí el resto de las albóndigas -por cierto quedaron durísimas, ya que no tenía pan molido- que hice para el almuerzo, y lavé los trastos sucios.

No sé si lo había anotado en el Diario, pero por estos lados, cerca de un pequeño caserío llamado La Mata, vive Lucía Sarria, hermosa y escultural ex actriz de Miravisión y coprotagonista de varias telenovelas estelares de ese canal de televisión. Se aloja en un destartalado rancho hecho de láminas de zinc, tablas corroídas y piso de tierra. Está muy abandonada y vive en la total indigencia. Afirman que la droga la volvió loca. Robert me dijo que andaba con un malviviente drogadicto de quien ella estaba perdidamente enamorada y que esa relación la llevó a su destrucción física, mental y, por supuesto, económica. Afirmó que aquella otrora bella y escultural mujer, ahora es un andrajo, un desecho humano. Refirió que a veces bajaba hacia Gavilán, otro caserío, más poblado y con algunos pequeños centros comerciales y restaurantes de carretera que venden carne en vara y pollo en brasa a los visitantes domingueros de la zona. Aseveró que allí, drogada y completamente desnuda, se baña debajo de un surtidor de agua que está instalado en plena vía pública a fin de que camiones cisternas de Hidrocapital se reaprovisionen del vital líquido para después distribuirlo por las zonas más desposeídas del sector. Totalmente indefensa y fuere de sí, la otrora gran y todavía hermosa y joven actriz, es objeto de burla de chavales y lugareños.

En días pasados fui a husmear por el sector La Mata. Quería ver y corroborar con mis propios ojos el asunto ya que la gente tiende siempre a exagerar. Pregunté a unos muchachos y no supieron darme detalles del lugar preciso donde vivía. Seguí adelante y volví a preguntar. Esta vez a una moza jovencita. Con muchas imprecisiones me dio una dirección muy campestre: “Bajas y después subes por la subida. Pasa cerca de donde está una matica y por ahí pá dentro es”.

Por supuesto, aunque hice el intento, no encontré el sitio porque hay muchas maticas (pequeños árboles, casi arbustos) y confundirse es sumamente fácil, más aún con una explicación tan vaga como la que me dio.

Ya era pasado el mediodía y como por la carretera no encontré ninguna otra alma a quien preguntarle, me fastidié y emprendí regreso a mi cascarita.







31 de agosto.



Son las 2:17 a.m. Dormí poco. No lo suficiente. Desperté de improviso. Un sueño, un mal sueño, hizo que abriese los ojos. Tendido en la cama estuve meditando sobre las imágenes y figuras disparatadas que vi en el sueño. Estaba solo, metido en una cabaña en medio del desierto. Todo olía a soledad, a soledad de cipreses muertos. Cerca había un polvoriento pueblo, parecido a esos pueblos fantasmas de las películas de vaqueros del oeste americano. No muy lejos estaba una playa con grandes dunas de arena blanca. Más allá, el mar.

En la cabaña donde me encontraba, construida con grandes listones de madera, también estaba durmiendo y también desperté de improviso. El presentimiento de que Carolina había regresado a la casa, una villa campestre ubicada en las cercanías de la playa que veía no tan lejos de las dunas blancas, fue lo que instintivamente me hizo, en el sueño, despertar y levantar de la cama. Corrí a buscarla. Corrí con todas las fuerzas de mí alma y pronto llegué. Me llené de dicha cuando en el pórtico de la casa vi a Dorian. Correteaba desde donde estaba hasta el interior de la casa atravesando una puerta madera, la cual estaba abierta. Entraba y volvía salir. ¡Era mi Dorian! Su misma cara, su cuerpo, pero su tamaño, su estatura y volumen, era minúsculo, como del tamaño de una botella de refrescos. Estaba alegre, risueño y correteando a gran velocidad, demasiada velocidad, para ser un niño tan pequeño. Al llegar, quise asirlo entre mis manos, ya que en su correteo pasaba muy cerca de mis piernas, pero no podía agarrarlo. Traspasé la puerta en su búsqueda y de improviso me vi dentro de un baño. En su centro estaba una gran tina de porcelana blanca, de esas antiguas, sostenidas por cuatro patas de bronce muy pulidas que semejaban las garras de un águila. Dentro de ella y con el agua más abajo de sus pechos descubiertos, estaba Carolina sentada de espaldas. A cada extremo de la tina, como si fuesen un par centinelas, dos mujeres indias, de esas que sólo existían en las antiguas estepas norteamericanas, la protegían. Luego, una de ellas tomó un paño blanco, muy mullido, y comenzó a secarle el pelo. Al finalizar, se lo enrolló en la cabeza a manera de turbante. Me acerqué y ella, quitándose el paño de la cabeza, me miró en forma penetrante, exteriorizando con sus ojos que no era bienvenido. Aunque era ella sin el menor vestigio de duda, su aspecto era diferente. Se veía más alta, mucho más alta, y el pelo lo llevaba más corto que de costumbre y con un tinte rubio plateado. Pero lo que más me impresionó fue su cuello, tres veces más largo y grueso que uno normal. Estaba semiarqueado, como el de los flamencos rosados que hay por las playas de Boca de Uchire o de una gran boa que se desplaza haciendo eses por la pradera. Sus ojos no eran sus ojos, ni su color. Estaban achinados y color miel. Su aspecto me erizó, pero más que todo su cara y cuello. Al salir de la bañera de pronto ya no estaba desnuda, sino vestida con una gran batola blanca muy ajustada al cuerpo y larga hasta los tobillos.

– ¿Qué has venido a hacer? –preguntó secamente sin dejar de perforarme con esa mirada de disgusto, casi diabólica.

–A ver al niño –contesté.

–Está por ahí –espetó con desprecio.

Salí a buscarlo, pero ya no estaba. Volví a entrar a la casa y tampoco había nadie, ni nada. Ni la bañera, ni las mujeres indias, ni nada. Estaba desierta, como el mismo desierto que había dejado atrás, y sin nada. Todo había desaparecido.

De pronto me vi trepando como una araña por las paredes de madera de una de esas tabernas que también aparecen en las películas de vaqueros. Quería subir a su segundo y único piso. De ellas colgaban banderas norteamericanas plisadas en semicírculos. Eran banderas de color azul, blanco y rojo, de las que usaban en la Guerra de Federación.

Una vez arriba me encontré con un grupo de bellas jóvenes tomando clases de ballet. Le pregunté a una de ellas, a la que supuestamente conocía, dónde estaba Carolina. Ella, una guapa joven de ojos verdes rasgados, me contestó que no sabía. Que no había ido a su casa. Me despedí y traté de bajar de la misma forma y por el mismo sitio por donde subí, pero no pude. Unos tablones se alzaban en forma de lanza y al hacer fuerzas sobre la baranda, me impedían el descenso. Di marcha atrás y le pregunté a la misma muchacha por dónde podía salir. Ella contestó “¡por ahí!”, señalándome con el índice una carpa, parecida a la de los circos, llena de coloreados dibujos. Fui hacia allá y comencé a caminar sobre su techo. La lona ondulaba con cada uno de mis pasos. Iba muy atento y despacio a fin de no perder el equilibrio y caer. Mientras caminaba, de pronto de me vi en el centro de una de las calles del polvoriento pueblo que había dejado atrás al empezar mi recorrido. Quise avanzar, pero un destartalado camión me cerró mi paso. De él se bajaron un grupo de mal encarados y corpulentos hombres con la intención de darme una paliza. Vestían pantalón y sudadera blanca. Al percatarme de sus intenciones, como por arte de magia un revólver Mágnum apareció en una de mis manos. Agarré por los cabellos a uno de los hombres, lo puse de rodillas frente al neumático delantero del camión y lo inmovilicé con una estranguladora. Con el cuello fuertemente sujeto, aprisioné el cañón del revólver a un lado de su cara. Los otros quedaron petrificados. Amenazante y decidido le pregunté sobre quién los había mandado y dónde estaba Carolina.

–J.J. Nos mandó J.J. –confesó el despavorido malandrín.

– ¿Y dónde está Carolina? –indagué.

–Con él –contestó uno de los otros.

Empujé contra el suelo al que tenía asido por el cuello y les dije a todos que se fueran, que corriesen hacia atrás del vehículo. Mientras lo hacían disparé dos tiros a los cauchos del camión. Uno al delantero y otro al grupo de atrás. Después me vi en mi carro manejando a toda velocidad hacia las dunas de arena de la playa. Suponía que Carolina estaría ahí con el tal J.J. Me los imaginaba abrazados a orillas del mar y con su vista fija en el horizonte. Al llegar a las dunas vi huellas de neumáticos de un rústico dibujadas en la arena. “La Explorer de Carolina”, pensé en mis adentros mientras el corazón hacía esfuerzos por no salirse de mi cuerpo. Pero luego, al mirar hacia los lados, vi otras, muchas otras huellas similares. “¿Qué camino seguir?”, me preguntaba. Además, mi pequeño auto no podría avanzar por mucho tiempo por esas altas dunas, las cuales no permitían ver la orilla del mar. Si seguía, pronto las ruedas quedarían atrapadas en la arena. Llegué hasta donde pude, salí del auto y corrí siguiendo la trayectoria que habían dejado los neumáticos de uno de los rústicos en la arena. Exhausto y con la lengua afuera, llegué hasta la cima de una de las dunas más altas. Mis ojos se toparon con un mar celestial color turquesa. En la playa, varias personas vestidas con bañeras estilo victoriano y señoras amparadas del sol con exquisitas sombrillas color marfil adornadas de finísimos encajes, paseaban por la orilla. Otros, lo más chiquillos, jugueteaban alegres con grandes balones inflables de múltiples colores. Pero nada de Carolina y el fulano J.J., de quien no conocía su rostro y mucho menos sabía que existía o quién era.

Decepcionado abandoné el lugar. No sin antes echarle otra mirada a ese hermoso mar color turquesa, todo uniforme y sutilmente ondulado. Semejaba un ser vivo que furtivo se trasladaba a un lugar ignoto para abrazarse con su amor en la eternidad.

De ahí me vi entrando en un alto y estrecho edificio de madera. Subí al tercer piso. Abrí una puerta y vi a una anciana de cabello muy blanco y largo tendida en un camastro boca abajo, con la cabeza casi colgando de este, jugando y acariciando a un niño sin rostro que no era Dorian. En el sueño la identifiqué como la abuela de Carolina. Ella está muerta y yo nunca la conocí, siquiera en foto. No podía verle el rostro, sólo su cuerpo y largo cabello colgando, el cual tapaba sus facciones. Entonces le pregunté:

– ¿Dónde está Carolina?

–En Austria –dijo lacónica la anciana.

Dentro del sueño recordé que Alfonso, su primer ex esposo, estaba de paseo con su hijo Pablito en Alemania. Y me dije: “¡Esa es la jugada!”. Se fue para allá para reunirse con su ex, con quien seguramente volverá a vivir.

Ese último pensamiento fue el que me despertó. El que turbó mi sueño pese a los cuatro lexos que tengo en el cuerpo, los cuales por su soporífera acción dicen que, supuestamente, impiden soñar. Pero yo soñé. Estoy soñando, aunque atormentadoramente, sueño y eso me place.

Comencé a deambular como sonámbulo por la cascarita. A oscuras. Porqué así hay más silencio. Encendí un cigarrillo tras otro y seguí pensando. Luego me puse a mirar a través de la ventana. El cielo estaba hermosamente estrellado, parecía de esos que les ponen a los pesebres. Fijé los ojos en una gran y titilante estrella que tenía frente a mí. Su luz y destellos iban dirigidos directamente a mis ojos. Tomé la silla, la mudé del lugar donde siempre está, y comencé a mirarla fijamente y me puse a orar. A pedirle a Dios y a ella, a la estrella, que le diesen paz a mi alma. Que me ungieran de sabiduría y tranquilidad para apaciguar mi tormento. Les pedí fuerza física, mental y espiritual. Que me indicasen el camino a tomar y que no me abandonasen. Que si con el sufrimiento se logra la felicidad, estaba dispuesto a soportarlo con tal de lograr mi gran y único deseo: volver con Carolina y mi hijo Dorian.

Ahí, sentado a oscuras y con la vista fija en la estrella, pensé en ella. Me la imaginaba pasando la noche en vela, tal como yo. Me reproché todo el mal que le había hecho. Le pedí perdón por todas mis equivocaciones y que mis pensamientos ruines no tenían ninguna base, sino el tormento, la rabia, la ira y la confusión.

Aún dudando de su amor y tratando de convencerme de que todas mis deducciones eran producto de la inseguridad, le pedí a la estrella que me diese una señal si no había otro hombre en su vida. Y ella titiló, titiló en repetidas ocasiones. Era como la luz de una linterna en la lejanía que mandaba una señal.

Suspiré profundo… Bien profundo. Mi espíritu se sosegó. “¡Me ama, aún me ama! -grité en mis adentros-. Sólo está llena de recelos y rabia contra mí”.

Le pedí a Dios, al cielo y a las estrellas, borrar todos los resentimientos, como si nunca hubiesen existido y dejarnos volver para vivir junto a nuestro hijo una vida feliz y en paz.

Son las 4:00 a.m. Los gallos ya comenzaron a cantar. El quinto lexo que ingerí antes de ponerme a escribir comenzó a hacer sus efectos. Fumaré otro cigarrillo y trataré de dormir esperanzado que en el transcurso del día de hoy Carolina me llame y que, aunque no hable conmigo, me ponga a Dorian en el auricular para mimarlo, escucharlo e impregnarlo de besos aunque sea a través del teléfono. ¡Qué sea lo que Dios, en su infinita omnipotencia y sabiduría divina, quiera! No me opondré, ni puedo oponerme a sus designios, aunque quisiera. Estoy en sus manos y a la espera de su voluntad celestial.

Dormí un poco. Después vagué por la cascarita, arreglando cosas. Ahora son las 6:35 p.m. En la montaña se desató un temporal. La luz se fue por instantes, pero casi enseguida volvió.

Estoy escuchando el CD “Canciones de la Nueva Trova cubana”, de Soledad Bravo. Es excepcional en todos sus temas.

Me estoy tomando unos gin en la tacita y fumando y, por supuesto, tosiendo.

En la mañana llamé a Pepe, el hijo del canciller José Vicente Vasconcelos, a su casa. Ya había salido. Marqué su celular y me salió la contestadora. Le dejé un mensaje para concertar una cita, ya que el joven Pepe, quien siempre me invitaba a sus fiestas escandalosas y de desabillé en su casa de Flomita, hoy es el nuevo alcalde de la populosa y anárquica Catare, un distrito al sureste de la ciudad.

Necesito conseguir un trabajo urgentemente. El que sea. Claro, que tenga que ver con mi profesión. Y como él estará estructurando su equipo de prensa, es una buena oportunidad para mí. Aunque últimamente está casi inaccesible.

Como tenía en mente la disposición de salir, de huir de mí impuesto encierro aunque sea por un par de horas, no dudé en hacerlo. Me vestí, tragué medio lexo (3 mg.) y me monté en el auto con la idea de comprar una extensión eléctrica y una cera plástica, de esas que sirven para “curar” los pisos rústicos, y otro deshumificador. Aquí en la montaña hay tanta humedad, que hoy me di cuenta que los caicos (baldosas de tercera) que están debajo de mi cama, en vez de ser de tono ladrillo, su color natural, ahora son blancos nieve. ¡Puro hongos! Igual está el piso del “closet”. De eso me había percatado hace tiempo, pero me resistía a luchar con tanta humedad. Era demasiado. Con mi dolor bastaba.

Fui directamente a la Central Madeirense, una cadena de automercados supercompletos y bastante económicos, que está en el Centro Comercial Los Geranios, cerca de mi antiguo hogar, donde siempre acompañaba a Carolina a hacer las compras. Pregunté por el deshumificador y ni sabían de lo que estaba hablando. Pregunté allí, porque Andreína, mi vecina abogado, me había dicho que ella había comprado dos y a muy buen precio en un Excelsior, otra cadena de supermercados. Bueno, ni remedio. Compré la extensión y me fui.

Del teléfono público que está en la salida del automercado, llamé al bufete de Alfredo Díaz. Esta vez me atendió. Se excusó diciéndome que no tenía a mano el documento para disolver la compañía que le mandó por fax Luis David, mi ex socio y principal sospechoso en la supuesta conjura sentimental. Que lo dejó en su casa, que lo quería leer con calma. ¡Qué raro!

No obstante, pese a su inexplicable respuesta, le dije que procediera y que lo llamaría mañana.

Cogí el auto y me dirigí hacia PlanSuárez, otro supermercado, único, pero muy bien surtido y económico. Mientras buscaba en los estantes la cera plástica para el piso e interrogaba a uno de los dependientes, una señora, muy hermosa y amable que estaba acompañada de su pequeña hija de unos siete años, me colmó de atenciones y recomendaciones. Dijo que estaba buscando lo mismo para ponerlo en el piso de su finca. En mis adentros pensé, si esta señora, que destila donaire y excelente condición social por todos sus poros, supiese dónde vivo y para qué la necesito, no me habría siquiera dirigido la palabra. Amablemente me llevó al pasillo de las ceras. Habían muchas y de diferentes marcas. Mientras las miraba, expresó que ella aún no había decido cuál comprar, cuál sería la mejor marca y la más apropiada. Me mostró una, de un galón, y comenzó a leerme las indicaciones. Al ver el precio, para mí en esos momentos inaccesible, amablemente le indiqué que esa no me servía y que además era mucha cantidad de producto para mi “pequeña necesidad”, para el espacio que la necesitaba. Ella contestó: “Todo lo contrario que yo, que la necesito para una gran área”.

Su gentileza y disposición en ayudarme, propia de almas nobles, realmente me conmovió. ¡Sentí que un ángel guiaba mis pasos! Su hija era tan cariñosa y gentil como su madre. Antes de irse, sin siquiera conocerme, dijo: “Hasta luego señor”, con esa vocecita celestial, con sonidos plenos de serena ternura.

Al final, ya solo, decidí por uno de los más baratos, una cera acriplástica de la Fuller. ¡Ah, que olvido! También compré dos deshumificadores marca Lord que costaron la irrisoria cantidad de bolívares 1.842 con setenta y nueve céntimos y dos repuestos -piedritas de cloruro de calcio- por bolívares 1.065 con cincuenta céntimos. También compré un pañito amarillo… ¡Toda una ganga! En total gasté 13. 430 bolívares, cuando por el primer deshumificador -el eléctrico, de barrita- que compré pagué 10.050 bolívares en MiKasa, una súper ferretería.

Al dirigirme a la caja me encontré con otro “ángel”, con quien entable una corta conversación. Era alta, rubia, delgada, con un cuerpo de miss y muy bella.

Ella había comprado un tobo grande. Estaba detrás de mí en la cola para pagar. Durante la espera, como cerca de las cajas hay dispensadores con grandes cantidades de golosinas, ella agarró una bolsa repleta de bombones y la tiró dentro del tobo. Entonces yo intervine.

–Eso engorda y tú lo sabes –le expresé risueño, a manera de chanza.

– Si, lo sé –contestó y a fin de excusar su glotonería, agregó– Como voy a pagar con cheque y el monto es pequeño, quería aumentar la suma de la compra.

–Muy bien –atiné a decir ante una salida tan fenomenal.

La cajera estaba atendiendo a una señora que estaba delante de mí. Nosotros esperando el turno para pagar. Instintivamente, como si hubiese reflexionado sobre mi observación, la hermosa rubia sacó el paquete de bombones del tobo y lo volvió a poner donde estaba. Celebré su decisión con una sonrisa de complacencia.

–Hiciste muy bien –le dije.

Ella sonrió agradecida, haciendo un gesto de aprobación con la cabeza.



PAUSA DOBLE: No sé si lo conté ayer, pero mi celular se volvió impertinente. A veces funciona, otras no. Únicamente cuando lo expongo al calor (encima de la lamparita) obedece. Se le deben haber metido hongos en el sistema o, en su defecto, la pila ya pereció. Tiene más de un año y nunca la he cambiado. Mañana iré a una agencia de Telcel para que lo chequeen. Aquí, sin teléfono, quedaría completamente incomunicado del resto del mundo… Y la pausa es doble porque me dio hambre. Hoy almorcé muy ligero. Vertí una lata de atún en la sartén, le revolví dos huevos y los cociné. Ahora, para la cena, me apetecen unas cuatro rebanadas de pan cuadrado, las cuales doraré en la sartén y luego le untaré con un poco de crema de queso.



Prosigo. (Se supone que ya cené. Ahora son las 8:30 p.m.).

Voy hacia atrás en el día. Después de mi “suculento” almuerzo, me dije ¡manos a la obra! Moví la cama, barrí y comencé a echar la cera plástica, la cual expandí con la escoba. Las indicaciones escritas detrás del pote decían que debía esperar treinta minutos, tiempo del secado, pero yo seguí. Tratando de no pisar lo húmedo, sin embargo en varias ocasiones mis cholas quedaron adheridas al suelo. Pese a todo, quedó bien. No estoy totalmente complacido, pero al fin quité esa capa blanca que estaba debajo de la cama. Creo que eso me tenía los ojos llorosos y últimamente no permitía que soñase en paz, como solía hacerlo. Además, ese olorcito a viejo, a pútrido, es insoportable. Después que finalice de extender la cera por toda la superficie visible de la cascarita, procedí a vaciar el closet. ¡Oh, desastre! Todos mis zapatos -negros, marrones, vino tinto y botas- estaban pintados de blanco desde la suela hasta el cuero. Los cepillé afuera, en la parte de atrás de la cabaña. Sudé la gota gorda durante el “trabajito”. Luego limpié el piso del mal llamado” closet”, que también estaba blanco por los hongos. Barrí, cepillé, limpié y luego apliqué el producto. Quedé satisfecho del trabajo y el esfuerzo ya que evito, al distraerme, tomar lexos. Ahora sólo llevo en mi cuerpo el que tomé en la mañana. Espero, en lo que queda de noche, vencer la depresión a fuerza de puras tacitas de ginebra y cigarrillos. Debo reconocer que lo que hice fue una buena terapia. Al menos no pensé ni en Dorian, aunque ahora lo hago, ni en Carolina.

Terminada la “Operación limpieza”, me prodigué un largo duchazo. Al rato se desató el temporal en la montaña. Entonces decidí hacer esto, lo que estoy haciendo: escribir -aunque sin mucha pretensión- estos garabatos.



PAUSA PREOCUPANTE: El celular sigue alocado, pero con vida. Sé que tengo tres mensajes, aunque creo que los escuché todos en la tarde. Eran del banco. Dejaron dicho que debo girar fondos en mi cuenta para cubrir la cuota del crédito del auto. Aún debo año y medio. Lo compré a 48 meses.



Ya son las 9:00 p.m. y sólo se me ocurre quedarme tranquilo, tomando mi gin, fumando y, quizás, leyendo algunos capítulos del libro En la intimidad con Dios, que me prestó Antonello Di Messina. El libro fue escrito por Benito Baur (o.s.b). Nunca lo había oído nombrar, sino hasta ahora, que tengo su libro en mis manos. Señalé unos párrafos que la van muy bien a Carolina y a todos los seres humanos y, por supuesto, a mí, que quizás transcribiré. No por reproche, no por ira, -¡por mi ira!-, sino por lo aleccionador. ¿Por qué los humanos somos tan idiotas y egoístas?... Yo entre ellos, por supuesto. No, no es para reírse, ya que estoy sufriendo una barbaridad. Aunque todos los textos sagrados, de casi todas las religiones del mundo, afirman que el sufrimiento lleva a la paz, a la revelación y a la sabiduría, no estoy por nada de acuerdo con eso. Me opongo rotundamente a ese axioma religioso. Es un total exabrupto. ¿Por qué para ser felices tenemos primero que hacernos el haraquiri? Es inhumano, masoquista y bestialmente cruel e inaudito. ¿Quién escribió tal estupidez?... ¿Un santo, un loco o un obstinado de la vida? No lo sé. Lo único que sé es que no estoy de acuerdo porque va contra todos los principios de la condición humana y la vida.

Pero no por ello voy a dejar de transcribir parte del capítulo IV, titulado La purificación del corazón, en sus páginas 56 y 57 del libro, las cuales tenía marcadas con un hisopo y con cuyos postulados estoy totalmente de acuerdo.

El mismo dice. “Existe el pecado original. De este arranca la perversidad del corazón humano, de la que todos nos resentimos. Ha quedado oscurecida nuestra inteligencia. No conocemos a Dios ni nos conocemos a nosotros mismos; ignoramos tanto el origen como el fin de nuestra vida. No sabemos en qué consiste nuestra verdadera felicidad ni qué hacer para alcanzarla. Somos ciegos e ignoramos que lo somos. Más bien creemos que vemos, a pesar de no ver nada. La voluntad, creada recta por Dios, se ha torcido bajo los efectos del pecado original. Tenía originariamente nuestro corazón tendencia natural a amar a Dios sobre todas las cosas, más después del pecado nuestro amor se ha reconcentrado en nosotros mismos. Si amamos es con egoísmo. Buscamos siempre nuestra ventaja y nuestro interés. Con estas miras nos aferramos desde la infancia tras las cosas terrenas, y nos esclavizan, sujetan a sus órdenes las necesidades materiales y el deseo de remediarlas. Del pecado original nació la concupiscencia, el afán desordenado de las posesiones terrenas (concupiscencia de los ojos), de los goces y placeres mundanos y sensuales (concupiscencia de la carne) y del honor, el poder y la distinción social (concupiscencia del espíritu). Esta concupiscencia nos dificulta querer, y más aún, practicar el bien. Vemos el bien, lo estimamos, incluso lo deseamos, pero obramos mal. No somos como debemos ser. ¡Unen en nosotros tantos instintos que no deberíamos tolerar! Siendo así, ¿qué recurso nos queda? Purificar del mal nuestro corazón, libertarlo del desorden y la corrupción”.

Deambulo por mi cascarita. Atisbo en la oscuridad, pero nadie ha llegado. Estoy solo en la montaña. Me detengo a observar los portarretratos y fijo la vista en el que tiene la foto de Dorian. Paso la mano por su rostro y le lanzo un beso y… me dan ganas de llorar.

¡Carajo, no entiendo porque no puedo llorar, si soy tan propenso a las lágrimas! Tengo muchos días sin verlo. Creo que son treinta y ocho. Qué sé yo. Perdí la cuenta de casi todo. La jornada para mí se resume en día y noche y en noche y día. Todos son iguales, menos los momentos de angustia, los cuales parecen experimentar un goce en mi cuerpo. Le encanta torturarme y disfrutan de mi dolor.

Añoro a mi niño adorado. A sus abrazos, a sus ocurrencias. A cuando me examina con sus angelicales e inocentes ojos. En ese momento parece un querubín que bajó del paraíso. Cómo me encantaría tenerlo entre mis brazos. Estrecharlo, mimarlo y escuchar su risita tierna y celestial. ¡Todo, todo en él lo adoro! Su aliento, sus caricias, rabietas y mimos.

¡Bruja loca!... ¿Por qué me torturas así?… ¿Qué infame delito cometí que merezco tan vil trato?... Yo creo, sinceramente y desde el fondo de mi alma, que mi delito fue quererte demasiado. De darme todo. De volcarme a ti de cuerpo y alma, desinteresadamente, sin pedir nada a cambio, sólo tú amor. Eso lo interpretaste como debilidad, estupidez, y pasto fácil para todas tus triquiñuelas.

Son las 9:45 p.m. Oigo ruidos a mis espaldas. Son Fernando y Sonia que están llegando. Dejaré la pluma a un lado y esperaré cinco minutos. Después les tocaré la puerta. Abrió Sonia. Danger estaba adentro con ellos. Le relaté lo de la tormenta y pregunté si no se les había inundado la cascarita. Sonia afirmó que no. Después les conté que en la tarde le di a Danger, que en las tardes se monta en dos patas y se asoma solícito a mi ventana, toda la olla de caraotas blancas con arroz y salchichas que me sobró del día anterior. Sonia quedó pasmada. Al rato vino Fernando, quien estaba en el baño, y me pidió que no volviese a hacerlo porque el perro es muy delicado del estómago. Le recordé que él mismo me había dicho que le daba caraotas porque contenían mucho hierro. Fernando consintió, pero agregó que sólo le daban un poquito y mezcladas con perrarina. Pedí disculpas y le aseguré que no lo volvería a hacer aunque me siga manipulando con su carita de víctima mimada cuando se asoma por las tardes. Fernando sonrió. Sonia afirmó que iba a comprar y darme un paquete de galletas especiales para que se las diese. “Eso sí, advirtió, raciónalas. No se la des todas de un sólo golpe”.



PAUSA DE INQUIETUD: ¿Dónde carajo está Carolina? ¿Dónde tiene a mi hijo? Esperaré uno minutos más, que sea un poco más tarde, y me meteré otra vez en el sistema de mensajería del teléfono de la casa, mi antiguo hogar. Espero que al celular les den ganas de funcionar.



Les referí a Sonia y a Fernando lo de la cera y deshumificador y lo económico que costaron. Los invité a ver los resultados. Vino sólo Fernando. Me pidió que les mostrase uno de los deshumificadores y mientras iba a buscarlo, vi que curioso observaba de reojo este Diario, el cual tenía abierto sobre el mesón y con el bolígrafo encima, tres o cuatro páginas atrás de la que estaba escribiendo antes de ir a tocarles la puerta. El pobre no habrá podido descifrar siquiera una palabra de mis garabatos, los cuales son bastante confusos. Tanto, que a veces hasta a mi me cuesta leer lo que escribo.

El deshumificador, le pareció bien.

–Vamos a ver si funciona, porque esos hongos son muy poderosos –expresó dubitativo y luego agregó– Lo del sábado si va. Mi tío (Patricio) llamó para reconfirmármelo.

– ¡Buenísimo! No te preocupes, iré a conocer a esa “pavita” (jovencita) de 54 años –respondí mordaz.

Mi respuesta fue una mierda. No lo hice por maldad, sino arrastrado por esa intolerante agonía que no me desampara.



PAUSA DE INQUIETA IRRITACIÓN: Llamare a mi antiguo hogar y me meteré en la contestadora… Suspenso y espera… Traté, pero el odioso celular no quiso funcionar… ¡Lo freiré en la sartén para quemarle toda la humedad y hongos!... Pensándolo bien: ¿Será que la pila expiró o, definitivamente, el aparato se dañó? Sea lo que sea, ni remedio, ya lo puse a “tostar” sobre la lamparita. Tal vez se apiade de mí y me deje hacer aunque sea una desesperada llamada más. El alcohol ya está haciendo mella en mi maltratada humanidad. Son las 10:20 p.m. y Soledad Bravo me taladra el cerebro con la canción número 9, titulada “Al son de este bolero”, la cual dice: Comenzaría todo otra vez si contigo fuera corazón/ La llama aún quema en mi pecho/ Nunca se apagó… ¡Qué torturante!… ¿Tendrá Carolina un amante?



El aparato de sonido se detuvo de golpe. Ceso de tocar. Por más golpecitos que le doy con mi pluma y las manos, nada. Se quedó mudo. Como que se apiadó de mí y no quiere que escuche la número doce (“No puedo ser feliz”), mí preferida, o me quiere terminar de desesperar. Por aquí aislado, sin música, y sólo con el croar de las ranas y los grillos de melodía de semifondo, es como para volverse loco. Necesito un pequeño descanso. Me fastidié de sacudir y darle golpes al aparato y me estoy desesperando… ¡Qué angustia, que sufrimiento, Dios mío! Tengo ganas de estallar en llanto, pero sólo logro que mis ojos se humedezcan apenas un poco más de lo que siempre están. Todos complotan contra mí, ¡hasta el bendito aparato!



PAUSA DE VIDA: Un trago para que la desesperación baje sus decibeles.



Casi logro que funcione. Puse el selector en la canción Nº 10 y apenas comenzó a sonar, regresó a doble cero. Voy a poner la Nº 12 de una vez por todas a ver si la agarra. ¡No lo hizo! Regresó al 00. Otro intento y otro trago de gin. ¡Tampoco!... ¿Todo está contra mí?... Sí, tal parece que si… Otro trago para calmar la angustia… Este quema, pero no por ello deja de ser sabroso. Voy a poner otro CD. Necesito música, ruido, algo que acalle las voces de mí alma herida.

¡Aleluya! Al fin funcionó con los “Cantos sefardíes”… ¡No!... Fue una ilusión… Sólo duró unos segundos y volvió a enmudecer. Pondré el canal clásico en la radio. Quizás me dé paz. Un poco de Mozart, Shubert, Beethoven, Bach o Thaikovsky… O un Paganini con su inquieto y virtuoso violín que me lleven a otra dimensión, donde la tristeza (¡ja, ja!) no tenga universo ni cabida.

La muerte, ¿será qué tan sólo la muerte me concederá descanso?… No, no puede ser posible. Dios es piadoso. Tan piadoso que en lo más íntimo de mí ser escucho sonar campanas, pero me confunden…No entiendo… ¿Serán el augurio de una ruptura definitiva? El anuncio de que nunca volveré con Carolina, cosa que tercamente me resisto aceptar. Con ella se iría parte de mi existencia, lo sé… Todo, a mí alrededor, los árboles, los pájaros y el olor del viento lo perciben y me lo transmiten. Pero yo, mortal estúpido y egoísta, ególatra sin razón, busco darme por desentendido. Más que aplacar mi martirio lo avizoro a través de una esperanza que no existe, porque aunque haya amor en mí corazón, aunque sea cargado de furia, en el de ella no existe porque jamás existió. Nunca me amó, sólo estaba desesperada por sexo.

Ser misericordioso, ilumíname para no seguir torturándome... ¡Dame otra señal!… Sí, otra señal que dentro de mí imbecilidad pueda absorber con claridad.

Sé, Dios, que estoy pidiendo demasiado. Sé que Tú estás guiando mis entumecidas y desesperadas manos, pero Tú también sabes, en tu sabiduría infinita, que soy un imbécil y soñador romántico que no quiere, que se resiste, o no sabe, ver las cosas con claridad. ¡Dame luz, sabio Dios!... Dame luz para cumplir la misión que me destinaste en éste mundo. Dame luz para llevar hacia tu morada a hombres de fe. Seré tu incondicional pastor, Dios mío… Dame luz para amarte aún más… ¡Por favor, dame luz!

¡Coño, es que no logro entender nada!… Coño, todos me desamparan… Menos tú, mi Dios. Todos me hacen ver las cosas oscuramente, todos me rechazan. ¿Por qué Dios? ¿Qué cosa tan mala hice para pagar tan alto precio?...

¡Qué pregunta!... ¡Qué bolas tengo yo al increparte!... Qué bolas, si Tú todo lo sabes y diriges. No, no estoy maldiciendo ni reprochando nada, sólo estoy estúpidamente, filosofando.

¡Qué bolas las mías, Dios, queriendo contradecirte!... A ti, el Dios del universo infinito… El omnipotente, el omnipresente, el que todo lo sabe y lo ve. Qué bolas las mías, ¿verdad?

Sé que tengo que sufrir, Dios. Sé que me tienes destinada una misión… Que una de ellas es la de escribir éste Diario… Sé que me consideras un alma buena y piadosa. Sé, igualmente, que por Tú gracia divina aún estoy vivo… Sé tus pensamientos mi querido Dios, pero ¿hasta cuándo ésta prueba?... Coño, qué pregunta estúpida, si Él lo sabe de antemano.

Coño Dios, si sabías todo esto, si sabías que Carolina no era mí pareja perfecta, ¿por qué coño me hiciste casar con ella y engendrar un hijo? Perdona mi pregunta Dios… Ya recordé el porqué… Recuerdo mis rezos. Veo que no fueron vanos. Que escuchaste mis mudos pensamientos y luego de viva voz que yo lo deseaba. Que quería estar con ella…Lo recordé… Ya entendí, Dios. Lo que pasa es que soy un poco torpe (¿mucho?) en entender tus designios… Escuchaste mis súplicas de entonces. Cuando con mis labios depositados sobre el vientre gestante de su madre pedía que Dorian fuese un profeta, un nuevo conductor de la humanidad. Que de grande se convirtiese en un guía espiritual, en un gran cristiano, cuya misión de vida sería derrotar el materialismo y conducir a la humanidad hacia un mundo mejor y más humano para llevarnos a todos, seres imperfectos, hacia ti, mí Dios… Hacia la verdad absoluta, más allá de la verdad aparente que cercena el pensamiento puro de los hombres. Cuántas veces te lo supliqué Dios... ¡Qué olvido tan misterioso y estúpido el mío, Dios!

Gracias, gracias por hoy, aún 31 de agosto, mostrarme la verdad de mí sufrimiento, de revelarme mí misión: engendré un hijo de un ser cruel, materialista y malvado para que en un futuro sea uno de tus arcángeles, profetas o guías hacia la liberación de la humanidad.

Es cierto, lo pedí tantas veces que así fuera, que me siento alborozado por mí olvido. Ahora sé, Dios, el porqué de mí separación y sufrimiento. Era la cuota, y la es, que debo pagar por mi atrevida pretensión.

Ahora que lo sé, ahora Dios Todopoderoso que me has dado la luz, pagaré mi deuda contigo con el mayor de los gustos, con la mayor complacencia, ya que sé, se hará tú voluntad.

¡Bendíceme Dios en mí ignorancia porque pese a ella nunca dejé de amarte y nunca lo haré, aunque esté en la dimensión de los muertos o donde Tú me quieras llevar!



FIN



PAUSA DESPUÉS DEL FIN: Hora 11:55 p.m. Complacido, con ganas de llorar y al mismo tiempo de reír, beso el portarretrato con la foto de mi adorado Dorian. Lloraré, pero esta vez de felicidad… Por amor, porque ahora tengo un aliciente que reconforta mí destrozada alma y ese es Dorian… ¡Lloro, al fin lloro!... Lloro por amor… Por siempre, ¡por el amor!



PAUSA DE OBSERVACIÓN IMPORTANTE: El fin anterior quizás no sea el fin final. Éste Diario podría tener dos finales. Todo depende de los próximos acontecimientos y las ganas que me queden para seguir con esto. Sé que estos garabatos están todos desordenados y que sólo yo entiendo o sabría recomponer este rompecabezas, pero si sigo vivo en los días venideros, lo ordenaré. Son las 1:35 a.m. del 2 de septiembre. No tengo sueño pese a los cuatro lexo y a la media botella de ginebra que tomé… Y eso que me había prometido que hoy no iba a tomar ni fumar… Qué engaño, pero no lo puedo evitare pese a que está minando mi salud… PAUSA DENTRO DE LA OBSERVACIÓN IMPORTANTE: Me estoy sirviendo y acabo de tomar otra tacita de gin… ¡Uff!... ¡Quema!... Decía que en estos momentos no puedo, en verdad, dejar de hacerme daño. Por ahora lo más importante es ver y abrazar a Dorian. Si no lo logro retomaré el Diario y así tendrá dos finales… El que escribí ayer (¿ayer?) y el que tendrá si prosigo. El Diario al menos me da una razón, una justificación para seguir viviendo, a pesar de que esté plagada de tormento y desesperación. Aunque tú crueldad, Carolina, no merece el perdón de Dios, te concedo el mío.



SEGUNDA PARTE



LOS SONIDOS DE MI DESESPERANZA





2 de septiembre.



Anteanoche estuve divagando un poco, pero me hizo bien. Reflexioné sobre algunas cosas… ¡Mentira!... ¿Cuál reflexión si no tengo siquiera capacidad de pensar en paz?... Cuál reflexión, si a veces lo único que sale de mi mente son incoherencias… Incoherencias de amor y sufrimiento. Bueno, eso no importa. El asunto es que estoy vivo y escribiendo nuevamente. Eso es lo importante… Eso y el amor.

El amor es el todo en la nada, la exaltación de la vida. No lo dejaré escapar aunque muera en el intento… “Navega siempre en el mar donde el amor desata su tempestad de gloria”, escucho que me dice mi conciencia, y lo haré. Juro que navegaré en ese mar hasta en el último suspiro… ¡Dame luz, sabio Dios!... Dame luz para seguir amando… Dame luz para amarte aún más… Por favor, ¡dame luz!... Escucha mis súplicas.

Vivir sin amor es como estar desterrado en una jungla tormentosa y salvaje. Todos lo saben. Yo lo estoy sabiendo ahora y probando su acre dolor.

Sé que brinqué un día en mi desesperación. Fue el de ayer, creo. Ayer… prefiero no contar nada de ayer, excepto una cosa. Tendido en la cama de mis sueños tomé la palabra amor entre mis dedos y comencé a jugar con sus letras. La más suave es la O. Redondita y tersa. Mientras pasaba la punta de los dedos sobre su delicada superficie me hizo recordar el cuerpo, el abdomen sedoso de mi Carolina. Mientras lo palpaba, la diminuta O fue poco a poco creciendo y su textura convirtiéndose en piel humana, con sus poros, olor y toda su delicadeza. Cerré los ojos y pensé por instantes en Carolina. En como pasaba mi manos sobre su suave abdomen y la veía a ella mirándome con dulce pasión. Sus ojos me sonreían y sus labios semiabiertos insinuaban amor y placer. Viendo aquella escena en mi mente, con rubor confieso que llegué a excitarme. Pronto la aparté para no perturbarla y quedara así en mi recuerdo. Pura, limpia, sin pecado concebido… La O encierra todo. Es un globo. Es el mundo en amor. El amor mismo convertido en todo un planeta. Es la esfera de la eternidad a través de amor. ¡Qué hermoso y necesario es el amor! Hace falta más que aire, más que el oxígeno para poder vivir. Estar sin amor es como estar sin cordura. Aparte delicadamente a un lado la O, para que no fuese contaminada en su inmaculada pureza y redondez y comencé a jugar con todas las demás letras del amor. La R no me gustó. Su rabillo final parecía una espina. Una daga que olía a traición. La dejé y enseguida tomé entre mis dedos a la A… ¡Ah, qué hermosos recuerdos trajo a mí memoria! La A es el todo, el principio y el fin del amor. Es el alfa y el omega. ¡Qué hermosa letra! Y es que amor no podría comenzar con ninguna otra letra que no fuese esa. Además, es la primera en todo. En el abecedario y en las vocales. En fin, la A es el amor en toda su magnificencia y divino fulgor. La M, en cambio, aunque grande y majestuosa, con sus largas patas a cada uno de los lados, se me asemeja a dos centinelas, a dos alabarderos que cuidan, vigilan bajo sus pórticos y columnatas romanas la entrada del amor. Si este es bueno y noble, lo dejan pasar. Si es cruel, cínico y falso, le cierran el camino. Me encanta la M. Además, la asocio con maternidad. Es la primera palabra que se me viene a la mente cuando veo la M de amor. No hay nada más tierno, sublime y angelical que la maternidad. ¡Es el milagro de la vida y la existencia!... ¡Es Dios en el vientre de una mujer!... Una reflexión final y una disculpa. Creo que en mi dolor traté muy mal a la R del amor. No intuí con claridad su representación. Recapacité y me disculpo. La R, la R es el final. La conclusión y realización del amor en toda su magnificencia divina. Es el vivir junto al ser amado hasta el fin de la vida, hasta el fin de los tiempos abrazados. Tiernamente abrazados porque el amor, el amor verdadero nunca acaba, nunca muere, persiste en el tiempo por siempre.

Y así, mimando y adorando a la palabra amor, me quedé un rato más echado en la cama. Embelesándome con esa divina palabra. Y entre los juegos que hacía, me percaté que deletreando amor al revés se lee Roma. También hice otros “reveladores” descubrimientos. Al combinar sus caracteres leí en mi mente el nombre Omar. Y siguiendo el juego con sus letras que compone amor, pronto me conseguí con el nombre de Mora, Ramo, Orma sin H, Maro, Arom (aroma en inglés, creo yo), Maor (que si mal no recuerdo era un guerrero vikingo amigo Thor, el dios escandinavo del amor y las guerra), Moar y así otras… Entonces concluí que el amor tiene mil sonidos y su universo mil formas, siempre y cuando se ame con noble desprendimiento y pureza.

¿Se nota?... Se nota que estoy fastidiado y que no tengo nada, absolutamente nada, qué hacer en esta montaña excepto pensar... Al menos esas estupideces me alejan del dolor… De imágenes funestas.

Retomo el Diario. No me gustan los finales cargados de tristeza y el mío no será así. Me resisto. No lo acepto. Además, no hay vida sin amor, ni amor sin vida y yo todavía estoy vivo.

Son la 1:45 a.m. O sea ya es mañana 3 de septiembre.

Ayer recibí una extraña llamada. Aunque, gracias a Dios, el día transcurrió en paz, una endeble y delgada paz. Pasaron cosas que rescatan y afianzan mi fe. Si bien nunca la he perdido, si extraviado temporalmente. El amor al prójimo abunda por doquier, sólo hay que percibirlo y absorberlo. ¡Gracias, Dios, por hacérmelo ver! ¡Qué bella es la vida cuando a tu paso tropiezas con seres de alma pura!

Necesito, tanto como el aire que respiro, seguir escribiendo, descargando mi pena, a veces impregnada de furia, otras de desesperanza y, algunas veces, de amor. Lástima que mi intelecto no me ayuda y muchas palabras huyen de mi mente sin que tenga la capacidad de transcribirlas con la dulce sutileza que merecen cuando inundan mis pensamientos. Quizás es tanta la furia que anida mi alma, que mi razón se ciega. El propio egoísmo de mis pensamientos oscurece todo lo hermoso que a veces se presenta ante mis ojos.



PAUSA PREBEODA: La botella está a medio dedo de decirme adiós (tengo otra). Las manillas del reloj siguen imperturbables su camino, sin conmoverse de mi dolor. Sólo les interesa ir en busca del nuevo día. Ellas no piensan. Son mecánicas. ¡Cómo me gustaría ser como ellas!... Mecánico, sin pensamientos que me turben.



Los sonidos de mi desesperanza retiñen en la noche oscura. Sólo veo un tropel de sentimientos cuyo color huelen a humo y alcohol… ¡Quiero música en mi corazón!... Necesito campanas de paz, no la silenciosa serpiente que alimenta mi desesperación… ¡Besa mi boca, muerte, porque ni tu sentencia podrá acabar con mi pena!

Hijo, hoy daría la vida por verte… ¡Te quiero ver!

Estoy otra vez borracho y con mi pluma maltratando el recuerdito del bautizo de Dorian, uno de los pocos que llevo conmigo… No quiero verlo, porque mi alma se irá en llanto… Te voy a mudar unas páginas más atrás… Estoy escribiendo en una pequeña libreta que compré para seguir garabateando el Diario. No tiene fecha ni nombre. Sus páginas están unidas por un espiral blanco, tal como el suspiro de la muerte y la vida.



PAUSA DE PAZ: Son las 2:00 a.m. del día 3 de septiembre. Voy, con el poco alcohol que me queda, tratar de aniquilarme… Sé que ya lo estoy, pero mi corazón sangra y sólo Dios podrá cerrarme las heridas. Si no fuese por Él, el Todopoderoso, hace tiempo estaría ya (acceso de tos) muerto.





4 de septiembre.



Son las 4:43 p.m. Ayer pasé un día diabólico. No así el sábado, porque al menos me divertí, reí, drené y conocí a Mireya, la bebé de 54 años. Pero hoy estoy deprimido en grado superlativo. Nunca había sentido una desesperación, impotencia, soledad, dudas y tormento más grande. No sé si esto, lo que estoy viviendo, me pasa por bueno o por malo. Creo que, definitivamente, entré en el turbulento e infernal mundo de la depresión. De la verdadera depresión… La más absoluta y mortal.

Hoy apenas tengo fuerzas para garabatear el Diario. Quizás mande todo al diablo: mi vida, mi depresión, mis carencias, tanto de afecto, dinero y trabajo y me eche en la cama a esperar en silencio a la silenciosa muerte.

Desde ayer muchas dudas, además de las dos puñaladas mortales que recibí y archivo para posterior reflexión, comenzaron a juguetear con mi febril y ya enferma mente. Todo, sumado a la carga que venía soportando, ha roto la paz de mi espíritu.

Acabo de regresar de mi viaje de laceración. Esta tarde pasé, tal como estoy haciéndolo últimamente todos los días, por mi antiguo hogar. Desde una distancia prudencial atisbé hacia el pent house para ver si había señales de cambio, de vida. Las cortinas delanteras seguían inmóviles, tal como las he visto, tanto de día como de noche, desde que comencé a espiar. Ninguna luz, ningún movimiento pude captar en su interior. Todo sigue igual en la parte trasera, hacia la terraza.

De ahí seguí hacia la casa de Rosalía, la celestina, porque hace días estoy viendo estacionado en el aparcadero de la quinta un rústico recubierto con una lona blanca. No sé de qué color o marca es. Solo se pueden apreciar sus rines de magnesio. Ayer, durante mi paso por el lugar me percaté que el viento descubrió parta de la matrícula. Pese a la velocidad que traía memoricé los números, los cuales anoté en una servilleta de papel al detenerme varios cientos de metros más adelante. Dado a mis nervios y tormento entré en confusión y anoté 283 RLB ó KLB. A fin de salir de dudas volví a pasar. Esta vez más lento. La lectura correcta es 283 KLB. La placa es de letras y números rojos y en su parte baja tiene la inscripción “carga”. O sea que no era un vehículo particular sino de carga liviana. En mi fantasía creía que se trataba de un “machito” descapotable, de esos que usan los buenos para nada para dárselas de rudos, supermachos y temerosos aventureros… ¿De quién será y por qué está estacionado allí? Lo averiguaré. Llamaré a mis amigos periodistas de la fuente policial para averiguar a nombre de quién está registrado ese vehículo.

Con esa idea en la cabeza, me estuve atormentando durante todo el trayecto de regreso a la montaña. Las cavilaciones no me dejaban siquiera notar por dónde andaba. El auto parecía tener piloto automático y veloz tomaba curva tras curva y mordía dinteles de barrancos sin percatarse del peligro que había a cientos de metros hacia abajo. ¿Y si ese es el auto del amante de Carolina y lo dejó aparcado allí hasta su regreso? ¿Cómo se fueron al aeropuerto? Si se fue en su camioneta alguien tuvo que conducir porque a ella no le gusta hacerlo. Yo siempre lo hacía cuando estábamos juntos. Ella decía: “Maneja tú que yo me distraigo mucho”… Pero, pero todo esto son simples conjeturas. Además, la celestina de Rosalía le tiene alquilado a Marita, una de las tías pobres de Carolina, un pequeño apartamento que construyó en un ala de su quinta como respaldo para cuando tuviese agobios económicos. Pero sus tías, que se las dan de mantuanas santurronas, ¿se prestarían a tapar tan obsceno y perverso adulterio? “Imposible”, pensé. Pero luego mí perturbada mente me aclaró: “¡Ellas son fáciles de engañar! Así lo hicimos un montón de veces cuando Carolina y yo éramos amantes…”. Claro, si le llegasen a preguntarle a la cabrona de Rosalía, ésta, hábil timadora como es, las habría engatusado con cualquier banal explicación. Entonces, sólo entonces podría haber una conexión entre ese misterioso rústico y la “huida” de Carolina a Aruba desde ya casi un mes. Eso pienso. A veces pienso cosas terribles y después recapacito. Los celos y la inseguridad nublan la mente más lúcida. Mi tormento no me hace ver con claridad, oír ni sentir. Apenas percibo reflejos, cosas ilusorias, y cuando pienso en ello me da una gran lástima por mí mismo.

Me siento perdido. Muy perdido en la oscuridad de mí tormento. A fin de apaciguarlo me miento por instantes y me digo: “Carolina dejó su auto a buen resguardo y viajó con mi querido Dorian sola, sin ninguna otra compañía”. Pero al rato, mi mente, a fin de no concederme tregua ni paz, vuelve a meter su aguijón en mi sangrante herida y susurra: “Pero recuerda Leonardo que un día o dos antes de la debacle tú mismo le interceptaste un mensaje en la contestadora de su celular donde un tal Miguel José, de una supuesta agencia de colocaciones le dejó el mensaje: Carolina (sin el señora antecediéndole) es Miguel José por el servicio que pidió. Por favor llámame al 545…”. Escuché hasta allí. No anoté el número porque borré instintivamente el mensaje por creer que carecía de importancia. ¿Por qué esa llamada? Por qué Carolina estaba buscando servicio si tiene dos, una fija, la nana Elsa, que es muy buena, y otro de “por día”. ¿No era para ella?… ¿Para quién era, entonces?... Y mi mente volvió a cabalgar en la incertidumbre y se contestó: “¡Claro, muy claro! Envió a la fija de vacaciones a su pueblo y se buscó otra (que no conociese su entorno familiar) para que cuidase al niño, ya que es una apática floja de primera, y ella andar de brazos y feliz con su amante. Al regresar la despediría y así nadie se enteraría de con quién andaba. Como ella es tan maquiavélica, tan enferma de la psiquis, le habría dicho a su “nuevo amor” lo mismo que me repitió en varias ocasiones antes de partir: “De ahora en adelante me considero una viuda”.

Lo planificó todo con frialdad diabólica. Hacía algo similar cuando andábamos de amantes para que nadie supiese que estaba conmigo y a dónde íbamos. Engañaba a todo el mundo con tal serenidad, que yo me asustaba. Es una hábil mentirosa, una mitómana compulsiva. Así lo hizo durante nuestros calientes fines de semana y escapadas juntos. Con su cara bien lavada dice las mentiras más atroces sin siquiera pestañear y menos arrepentirse. Parece divertirse con la maldad… Haciendo daño.

Pero, ¿estaré pensando mal?… ¿El diablo invadió mí espíritu? ¿Será ella capaz de tan maligno engaño? Pero si yo hablé dos veces por teléfono con Doris, el servicio de por día, para saber dónde estaba Elsa, la nana, y ella me aseveró que estaba con Carolina, que no la había despedido. ¡Oh, turbadora confusión!... ¿Qué estará pasando en realidad?... Entonces, Dios, ¿a qué se deben mis sospechas, mis presunciones?... ¿Estará ella sufriendo al igual que yo?... Dios, porqué me atormentas y llenas de dudas… ¡Sácame de mi tormento! ¿Quién es: Luis David, un chulo del spinning, un fantasma o nadie?... ¿Nadie está con ella?... ¿No tiene a nadie y mis dudas son producto de la desesperación?

Dios, si quieres mi muerte te la ofrendo, pero porqué me torturas con tantas dudas. ¿Por qué merezco tan vil sufrimiento? Por favor, te lo suplico, acaba conmigo de una vez por todas ya que yo, por mis propias manos y en respeto a tú divinidad, no puedo hacerlo.

Ayer, y qué no me pasó ayer. Gracias a los 12 gramos de lexo que aplacaban mí desespero no me sobrevino un infarto.

Anoto.

Después de dormir hasta pasadas la 1:30 p.m. la mona del día sábado, la cual fue consecuencia del juego de dominó en casa de Patricio, donde, en la vaguedad de mis pensamientos perdí casi todas las partidas y los diez mil bolívares que cargaba en el bolsillo, me preparé con esmero una pasta, limpié los trastos sucios y la cabaña, me vestí y salí a dar vueltas y… No mejor no cuento nada… ¿A quién le importa?



PAUSA SIN SENTIDO: Estoy otra vez borracho. Es el momento de divagar y a eso me dispongo.



¡Mí hijo!... ¿Dónde y con quién está mi hijo?… Qué pesar me agobia. No logro dormir. No logro paz. Ni con alcohol ni con los tranquilizantes. Porqué no veo, porqué estoy tan ciego, porqué mí alma están tan desnuda… ¡Habla, oh Dios! Quiero escuchar tú voz… ¡Habla, por favor! Guía mí tormento hacia un recodo de luz. Dame paz, al menos, si no quieres darme felicidad… Agobio sin sentido… Tormento ciego… ¿Quién soy?... ¡Ayúdame a ser!... Por favor… Sí, es una súplica… ¡Por favor, Dios, sácame de la sombra y entrégame tú amor!

Sí. Sé que a veces más que atormentado parezco poeta. Como si fuese alguien que escribe por puro goce intelectual… Sí, a veces yo mismo percibo esa sensación. Que lo estoy haciendo, que estoy escribiendo bajo ese principio, luego… Luego reflexiono y me doy cuenta que, en verdad, estoy muriendo, envejeciendo y atormentándome… Sí, soy un desesperado con alma de escritor…Soy periodista, no cirujano. Es mi forma de contar las cosas. Pero eso no atenúa ni apacigua mi desespero. Mi Diario es auténtico, real, escrito con lágrimas y con sangre. No sólo sangre de la que no se ve -la del corazón, la de los sentimientos-, sino con sangre verdadera, como la que brotó de todo mi cuerpo cuando rodé más de sesenta metros barranco abajo.

Ya no tengo fuerzas. La mano con que tomo el bolígrafo está entumecida. Además, de tanto en tanto la borrachera la lleva a escribir fuera de la libreta… Desfallecida se va sola, fuera del papel… Yo mismo me asombro. Creí que nunca me sucedería algo semejante, pero lo estoy viviendo… Es culpa, además del gin, de la cantidad de lexos, el cansancio, el tormento y todo lo demás que se quiera añadir… Bien, qué importa. Sé que nadie, o casi nadie, podrán descifrar estos jeroglíficos. Por eso sigo escribiendo porque, al fin y al cabo, soy un desesperado de la tinta y el papel.

Son las 11:18 p.m. Se me acabó la energía, las ganas de escribir y las de vivir. Si mañana amanezco vivo seguiré escribiendo.





5 de septiembre.

Son las 8 p.m. Acabo de regresar del tour de la angustia. Fue tanta la intranquilidad y el tormento que creí que me iba a infartar. Que no saldría vivo del tour.

Toda la tarde tuve un presentimiento, tan vívido que a ratos cortaba mi respiración. Inquieto, fumaba un cigarrillo tras otro sin saber porqué y qué estaba pasando en mi cuerpo y cerebro. Caminaba de un lado a otro de la cascarita y siquiera podía salir e irme a algún lugar distante a tomar un poco de aire porque Freddy, el ayudante de carpintería de Joaquín, pasó parte de la mañana instalando una portezuela y pegando unas repisas que faltaban en el interior de la despensa que está debajo de la hornilla de la cocina.

Como llegó la hora del almuerzo se fue y regresó a las dos de la tarde a fin de concluir lo que había empezado.

Freddy es inquieto y hablador. Como tenía puesta música clásica en la radio, comenzó una cháchara intelectualoide. Habló de todos los libros que había leído y de su experiencia como camarógrafo. No paraba mientras ponía clavo, tras clavo y trataba de cuadrar la puertezuela en su lugar. Aunque la charla era amena, mi mente estaba en otro lado y comencé a inquietarme. Quería salir e indagar sobre mi presentimiento: el regreso de Carolina a la ciudad. Hasta le serví de ayudante para que se apurara y terminase de una vez por todas con lo que había venido a hacer.

¡Al fin!... De repente dijo que había terminado y que volvería en la mañana para rematar los detalles. Antes de irse le regalé unas camisas que ya no usaba. Se fue agradecido y prometió que al día siguiente traería unos libros para que los leyese. Se despidió amablemente.

Apenas lo vi subir la cuesta corrí a la ducha. Me aseé lo más rápido que pude, aunque estaba bastante sucio y sudado, porque mientras Freddy hacía lo suyo y no requería de ayuda, me puse a limpiar el traje negro de shantú en seda que se había vuelto blanco del moho que se le adhirió. Lo mismo hice con tres lienzos de mí última colección que, pese a la limpieza, creo que no tienen remedio. La parte de atrás de las telas están salpicadas de hongos y manchas verdosas producto de la humedad. No se las pude quitar por más que lo intenté. Bueno, al menos eliminé lo grueso. Después de limpiarlas la asoleé. Hoy el día está hermoso. Dios le concedió un poco de luz a esta mohosa montaña.

Terminé de bañarme a eso de las cuatro y tanto de la tarde. Me vestí apresurado y salí en el auto. Corría y pensaba como un desesperado. O, era al revés: pensaba como un desesperado y corría. No lo recuerdo. En el cruce de Gavilán hacia Oripoto instintivamente marqué el 9613056, el número de casa, el mismo que con desesperada insistencia estuve marcando todos estos últimos días y hoy más que nunca.

¡Bingo!... Me atendió Pablito, el primer hijo de Carolina. Oí su voz: “¡Hola, quién es!”. Sin saber porqué, quizás por lo inesperado y la impresión, cerré la llamada. Enseguida me sobrevino una fuerte taquicardia salpicada de una mortal y negra angustia. En la vía me topé con un grupo de mongólicos automovilistas que se desplazan como tortugas debido a un repentino y fugaz chaparrón. Impaciente, comencé a adelantarlos con febril locura. Saqué del portaguantes la carterita repleta de un cuarto de litro de gin que siempre guardo allí para cualquier “emergencia” y, bajo la presunción de que iba “descubrir algo” que aniquilaría mi ser, nervioso comencé a beber sorbos de la relajante bebida. Mientras conducía centenares de interrogantes surcaron como relámpagos mi mente. “¿Será qué Pablito regresó del viaje con su padre y subió al pent house a buscar ropa o algo que le hacía falta y después se irá otra vez porque Carolina sigue en Aruba? Sí, así debe ser, ya que Carolina ante de partir e impregnarme de insultos y maldiciones, dijo que regresaría el 8 de septiembre”, respondió mi mente tratando de descifrar el enigma.

Al rato mi parte lógica y pensante se recriminó: “¡Qué tonto fui! Porqué no lo saludé e interrogué para saber de Carolina”.

A partir de ese momento todo fue un flujo de venenosas interrogantes. “¿El rústico estará todavía en casa de Rosalía o se lo llevaron?”. Esa conexión, el regreso de Carolina y no verlo más en el estacionamiento, tal como lo había visto los días precedentes, camuflado debajo de una lona blanca, me hacía presumir lo peor y que mí primera deducción era la acertada, pero antes tenía que comprobar si todavía seguía en el lugar.



PAUSA RÁPIDA. Mudo, hasta casi el final de esta libreta, el recuerdito de Dorian y sus papelitos acompañantes.



El camino se hizo interminable. Otro sorbo de gin, luego otro. Al fin llegué al El Madrigal, donde quedaba mi antiguo hogar. Atisbé de lejos. Evidentemente se percibían signos de vida en su interior. El cortinaje estaba descorrido, pero no había luz, ni sombras moviéndose en su interior. Tal vez habían salido. “Regresaré más tarde”, me dije. “Más tarde, cuando caiga la noche. Por ahora iré hacia casa de Rosalía. Debo corroborar si el rústico sigue aparcado allí”.

Mientras conducía la respiración se me trancaba. Quería bostezar y se me hacía imposible. Sorbos y más sorbos de gin. El tráfico, esa bestia corpulenta compuesta de latas que ruedan, atentaba contra mí vida y estabilidad emocional. Empecé a sentir la sensación de que el brazo izquierdo se estaba adormeciendo al tiempo que la garganta se volvía seca y pastosa. Entre los sorbos de gin fumaba un cigarrillo tras otro. No había pausa, sino intervalos. A ratos mis ojos se dirigían hacia la cajetilla semivacía que había tirado en el asiento delantero, a mi lado, junto al pequeño grabador y el celular. Rezaba porque no se acabasen todavía. Busqué en la guantera caramelos, los cuales siempre llevo conmigo, pero nada. Se habían terminado.

Seguí atropelladamente la ruta hacia la residencia de Rosalía. De repente sentí un hormigueo en la parte frontal derecha de la cabeza. “¡Nada -me dije- viene un derrame!”. Otro sorbo. Otro mar de infernales pensamientos, pero al fin llegué. El rústico seguía allí. Al sobrepasar el portón de entrada, orillé el auto y volví a llamar a casa. Nadie atendió. Automáticamente se disparó la contestadora. Repetí la acción y lo mismo. Mis deducciones tenían fundamento. Pablito llegó, pero no Carolina.

El cuarto de litro de gin de la carterita estaba casi feneciendo, no así la perturbación. Decidí, ya que estaba cerca, ir al supermercado a comprar más ginebra, dos botellas, y ración similar de cigarrillos.

Al verme caminar con una botella de gin en cada mano hacia la caja rápida para pagar, algunas personas que estaban en el supermercado notaron la desesperación que llevaba tatuada en el rostro. Hasta la cajera hizo chistes con el muchacho empaquetador al notar la fuerza con la que aferraba los dos litros de veneno. “Tú también tomas eso. Te vas a alcoholizar”, le dijo dirigiéndole una esquiva mirada. Yo no hice caso. Sin pestañear, impasible como una estatua me quedé frente a la caja.

Tomé el cambio, abracé la bolsa con las dos botellas contra el cuerpo y sosegado caminé hacia donde había aparcado el auto. “Al menos esto adormecerá el dolor”, pensé. Una vez en el auto enfilé otra vez hacia la casa de Rosalía. Mi atormentada mente me repetía: “En el aeropuerto tomaron un taxi y después que dejó a Carolina volvió a recoger el auto”. Pero cuando pasé frente a la residencia esas elucubraciones se esfumaron. El rústico seguía allí. Nadie lo había movido. Estaba como siempre lo había visto. Quizás la estrategia fue otra, pensé. Regresaré mañana.

Traté de apaciguarme pero el tormento no lo permitía. “Anda otra vez a casa de Carolina”, escuche que me susurraba la impaciencia, y así lo hice. Quería ver luces, algún movimiento. En la ruta volví a marcar el número de casa y esperé. De pronto del otro lado apareció la voz de Dorian. De mis ojos brotaron lágrimas, aunque, no sé porqué, con voz fingida sólo atinaba a decir: “¡Alo!... ¡Aló!... ¿Quién habla?... Oiga… ¡Aló!...”, mientras del otro lado de la línea escuchaba a mí bebé con su verborrea ininteligible: “… ¡Eh!... Ba… Ba…Bo… Bu…” y cosas por el estilo. Mientras mis lágrimas descorrían por el rostro y por los movimientos algunas rebotaban sobre el volante, en el fondo oí la voz de Carolina y otra mujer, presumiblemente Elsa, la nana. Tranqué feliz y alocado la tapa del celular. Me sentí satisfecho, aunque también afligido y desesperado. Carolina, ella y nadie más, sabía que quien estuvo llamando insistentemente toda la tarde era yo. Por eso puso a Dorian al teléfono, para que “hablase” conmigo, para que escuchara su voz, y me quedase, de una vez por todas, tranquilo… Que dejase de llamar.

Una opaca felicidad bañó mí cuerpo.

Estaban en casa y también Elsa… ¿Elsa?... Las dudas volvieron a asaltarme. La paz fue momentánea. ¿Y si la otra mujer que escuché que hablaba con Carolina no era Elsa, sino el supuesto otro servicio que ella contrató? ¿Una mujer que desconocía su vida y de mí existencia? Carolina amenazó con decirle a todo el que le preguntase que ella era viuda. Que el papá de Dorian había muerto. Entonces su plan, concebido antes de marcharse, resultó perfecto para ocultar su adulterio... Mañana averiguaré si Elsa todavía trabaja en la casa. Si acompañó a Carolina, o si la que ahora está con ella es otro servicio.

En mi mente fluye como lava de volcán una insidiosa interrogante, una pregunta que me hizo Carolina un día, mientras yo manejaba su camioneta. No recuerdo dónde íbamos. Ella estaba sentada a mí lado, muy callada, y de pronto abrió la boca y lanzó: “¿A los hombres casados se le marca la señal del aro en el dedo? Restando importancia a tan extraña pregunta, más en aquel momento, unos dos meses atrás, cuando aparentemente todo estaba bien entre nosotros, le contesté: “Depende. A mí se me marca porque está muy ajustado. Otros lo llevan muy holgado y eso no deja marca, más si se lo quitan al salir de casa, como hacen algunos que conozco”. Y ella respondió. “Ah, por eso en las reuniones de la compañía veo que mientras charlamos uno de los Trazolari (uno de sus socios en otra empresa) juega mucho con el (aro) y después se lo saca y mete en el bolsillo de la chaqueta”. Extrañado, le respondí. “¡No sé!... No sé porqué lo hace”. Así terminó aquella trivial indagación. Luego hablamos de otras cosas y el asunto del aro quedó atrás, muy atrás, en los recuerdos.

Pero… Pero ahora esa pregunta, tonta e inocente en su momento, asalta mi mente y apuñala mi corazón… ¿Por qué me hizo esa pregunta? ¿Cuál era su verdadero interés? ¿Qué quería averiguar? Sé bien que a ella le aterran los casanovas, los donjuanes casados… Bueno, eso es lo que decía… ¿Estaría, en aquel entonces, viéndose a escondidas con alguien y aunque éste le juraba su soltería ella sospechaba que estuviese casado?... ¡Coño!... Tener el descaro y la audacia de preguntar, de interrogar a su propio esposo, sobre la duda que le embargaba. ¿Será posible tanta desfachatez y crueldad?... ¿Será posible? ¿De ahí saldría el calificativo de “viejo” que me escupía a la cara durante los últimos días juntos?... ¡Sí! Su amante debe ser joven o más joven que yo. Por eso lo de “viejo”… Ahora comprendo… Pero qué cosa. Cuando nos casamos ella bien sabía que le llevaba diecisiete años… ¿Será todo esto, todo lo que he apuntado en el Diario elucubraciones de una mente enferma o la perversa realidad?… El tiempo… El implacable tiempo esclarecerá esta y todas las demás interrogantes que me atormentan… Pero cuándo, cuánto tiempo tendré que esperar para salir de esta borrascosa pesadilla.

Ah, qué angustia, pero no puedo dejar de pensar. Mi mente parece divertirse abonando con martirio y desesperación cada pensamiento... Esta tarde… Ah, esta tarde, qué dolor, cuántas palpitaciones tamborearon mi corazón cuando escuché su voz mientras sostenía, supongo yo, el auricular adherido al oído de Dorian. La percibí alegre, dicharachera y feliz, cuando ella, normalmente, es todo lo contrario: taciturna, deprimida, amargada y frustrada. ¿Estaba feliz por su nuevo affaire y por haberse deshecho de mí?

Dios, ¿por qué me envuelve tanta oscuridad?... ¡Dame de una vez la estocada, perfórame con la verdad… ¡Quiero vivir!… ¡Necesito revivir!... Por favor, hazlo… Necesito saber a qué atenerme para reiniciar, si Tú suprema voluntad así lo desea, una nueva vida. Pero, con este tormento que me aplasta es imposible dar un paso más.

Hazme saber si tiene a otro y ya no me quiere. De esa forma, aunque mí sufrimiento sea mayor, o muera, podré intentar olvidar e iniciar el camino que Tú indiques. Pero, Dios, te lo ruego, acaba con esta cruel incertidumbre. No sigas lacerando mí cerebro… ¡Dame paz!

A lo largo de todo este Diario, en cada uno de los pensamientos que me abrigan -escritos o no-, intuyo egoísmo en cada una de mis palabras. Un egoísmo de amor -¿carnal?- , un egoísmo que busca, o trata, de reivindicar su amor propio herido. Un egoísmo donde el príncipe es el ego, el yo… “El yo sufro”, parece ser lo único importante. “Me está pasando a mí y debo, tengo la necesidad de una vindicta”… Soy tan egoísta, tan despiadadamente egoísta, que en todo lo que he escrito me he escudado, me he refugiado, como un cobarde, en la premisa de que lo que más me importa, o que me importa mucho, es el amor de Dorian, sus recuerdos, su rostro, su ternura, su afecto. Que tengo necesidad de abrazarlo y de mimarlo. Sí, en verdad es una gran necesidad, una gran falta, y no voy a negarlo. Es una verdad inobjetable, pero no lo imperioso. La verdad es que lo que más inquieta mí alma es Carolina. Su pérdida y su desamor. Es la realidad. La pura y honesta verdad… No más escudos a mi egoísmo.

Por eso Dios, por ser tan vil cobarde, por haber camuflados mis sentimientos con la imagen de un inocente bebé, castígame aún más. Hazme sufrir por egoísta. Por no ser verdaderamente honesto, claro y sincero. ¡Hunde tu daga en el centro de mi corazón por ser tan ególatra!

En tus manos estoy. Tú dispones. Quisiera -y Tú, divino Dios, puedes concederme ese milagro- cambiar mis pensamientos por otros más dignos. Dignos de ti y de mí. Pero, con este tormento, en esta desesperación que me tienes sumido, no podré lograrlo solo… Necesito Tú ayuda… Dios sólo Tú puedes. Yo ya no tengo fuerzas… Además, apenas soy menos que un microbio pensante en tu gran universo. Sé que tienes muchos peos que arreglar por el mundo, pero échame una manito a mí también. Eso sí, cuando te desocupes… ¡No!… No te estoy presionado ni manipulando. Sólo te pido, si puedes, que te acuerdes de mí mientras tenga vida.



PAUSA TEOLÓGICA: Dios da su gracia los humildes... El que se humilla será ensalzado…, dice en la Biblia. ¡Qué más humillación pretendes de mí, Dios!



PAUSA EVIDENTE: No me he vuelto loco… ¡aún! Apenas son divagaciones alcohólicas impregnadas de humo, mucho humo y poca comida.



Son las 10:55 p.m. y estoy escuchando la canción Inolvidable, de Soledad Bravo. Dice así: En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse/Imborrables momentos que siempre guarda el corazón/Porque aquello que un día nos hizo temblar de alegría es mentira que pueda olvidarse con un verso de amor/He besado otras bocas buscando nuevas ansiedades y otros brazos me estrechan ardientes llenos de emoción, pero sólo consiguen hacerme recordar los tuyos, que inolvidablemente vivirán en mí/Porque lo que aquello que un día nos hizo temblar de alegría es mentira que pueda olvidarse con un nuevo amor…

¡Te la dedico Carolina!… Todavía no he estado con otra mujer, aunque la idea me ha seducido… No sé tú… No sé si tú puedes decirlo mismo que yo… Creo que no… Creo, pese a mis atormentadas dudas, que sigues siendo honesta. Al menos eso es lo que quiero creer. Quiero mantenerte limpia en mi recuerdo. ¡Qué Dios se apiade de tú alma, si lo hiciste!… ¡Si manchaste mí amor!

Soy cristiano y te perdonaría… Quizás sí, quizás no. Para ser honesto, no lo sé, ahora estoy confundido. Sólo sé que buscaría dentro de mí alma la forma de concederte ese perdón. Sé que lo lograría, pero eso sí, perderías toda mí estima y únicamente podría verte como simple basura, desecho tóxico de la humanidad… Una criminal del amor… Una asesina de lo más sublime y puro que tiene el ser humano: el amor.



PAUSA NUMÉRICA: Son las 11:19 p.m. Comencé a escribir este Diario en una vieja agenda, donde intercalé varios días entre páginas que ya estaban ocupadas y rayadas. Todo está un poco confuso, pero bastante legible para mí. De la agenda negra (ese es el color de su tapa), pasé a este cuadernillo, el cual sigo numerando (comencé la enumeración en la agenda)… ¡Ajá!... ¡Listo! Estoy escribiendo en la página 489 del manuscrito. Lo número para no confundirme, para no perderme en este mar de garabatos y letras. Este desesperado Diario podría abultarse y seguir abultándose, siempre y cuando tenga fuerza para seguir escribiendo o… dure mí vida.



Son la 1:05 a.m. del día 6 de septiembre. Estoy cansado y borracho, pero no tengo sueño. Trataré de dormir por mí mismo. Tengo en el cuerpo una botella de gin pero no ha podido apaciguar mí desesperación. Aunque no quisiera, si no logro conciliar sueño, recurriré a una fulldosis de lexo. Aguantaré. Trataré de hacerlo sin esa ayuda.

Ah, mañana… Si hay un mañana y me acuerdo, asentaré en el Diario un sueño, precario y lastimoso que tuve anoche (¿o anteanoche?) con la imagen de Carolina donde ella fungía de modelo desnuda de unos aprendices de pintores. Había caído en desgracia económica y ese era el único trabajo que pudo conseguir para poder lograr su sustento diario. Luego anotaré todo el sueño… De las burlas de esos aprendices al ver su cuerpo… No sé si recordaré escribirlo porque no me releo y el anotar el día a día me hace olvidar el que pasó… Es mí catarsis. Es lo que me hace seguir adelante y soportar el tormento.

Mi mano, la izquierda, está como siempre, entumecida. Mi mente adormecida por el alcohol. Debo dejar de escribir ahora. El dolor de los dedos es bestial. No sé porque sigo, porque insisto…





6 de septiembre.



Desperté deprimido, cansado y hastiado hasta de mí mismo. Pero tenía que cumplir con la misión que me había propuesto.

A eso de las 9:30 a.m., luego de engullir (ya no como, sino devoro debido a las cuotas de retraso que le debo al estómago) unas hojuelas de maíz bañadas en una blanca leche, me vestí, tomé el auto y lo enruté hacia casa de Rosalía. El rústico seguía estacionado donde siempre lo vi. De ahí emprendí mi tormentoso recorrido de siempre.

¡Qué desespero! Aunque con el desayunó también tragué una tableta de 6 mg. de lexo, pese al sopor y somnolencia del tranquilizante, las laceraciones mentales siguen. No hay pausa.

Decidido y sin pensarlo más, marqué el número de casa en la esperanza, debido a la hora (más o menos las once y media de la mañana) de que me atendería Elsa. Para mala suerte, atendió Pablito. Enseguida colgué. El niño es tan misterioso como la madre y, de seguro, no me iba a decir nada de lo que quería saber.

Concluido el primer recorrido, derrotado y con un agotamiento contenido después de tantos días de tormento, regresé a esconder mi pena la cascarita.

En la tarde, después de almorzar con un pedazo de lechosa que le compré a uno de los tantos camiones de venta ambulante que se estacionan a orilla de la carretera que lleva a la montaña, volví a hacer el mismo giro. ¡Nada!... Nada de nada.

De regreso pensé: ¡al diablo con todo! “Sea lo que sea, algún día se sabrá la verdad. Por más que me atormente no cambiaré los resultados. Lo que pasó, pasó. La única diferencia es que no lo sé y con saberlo no alteraré nada. Lo hecho, hecho está. Dejaré todo en manos de Dios y que sea lo que Él disponga”. Trataba, falsamente, de reconfortarme. Aunque mi subconsciente no se tragaba esa ilusoria perorata interior, súbitamente me invadió una tenue de paz y escuché una serena voz que me susurraba al oído: “Volverás con Carolina. Todas tus sospechas carecen de fundamento. Ella te está sometiendo a ese desprecio para darte una lección. Una lección que te haga recapacitar y no ser tan insolente y arrogante cuando las dudas, celos y desconfianza te atrapan en sus redes”.

Bueno, ojalá sea así. Pero qué lección tan cruel, mucho más utilizando a un inocente niño para castigarme. Esperaré. Dejaré que las cosas discurran sin resistencia y me dejaré arrastrar en la silenciosa incertidumbre… Evitaré, en lo posible, dejarme llevar por los impulsos.

Esta tarde, a los pocos minutos de haber regresado a la cascarita, Freddy tocó. Venía a arreglar la puerta de la despensa, la cual ayer colocó al revés. Por eso no le cerraba. Puso la parte que debería ir hacia arriba mirando hacia abajo y viendo hacia adentro. Me explico. Como es una tabla rectangular compuesta de tres listones ligeramente barnizados unidos uno contra el otro, por el lado que se le mire es lo mismo. La única diferencia es el lado por dónde tiene que encajar. Si no se orienta en la forma exacta como fueron medidos y cortados los listones antes de unirlos, nunca encajará. No es asunto de nivel, sino de deformidades.

Freddy traía tres libros debajo del brazo.

– ¡Cumplí! –dijo complacido de sí mismo al verme asomar por la puerta–. Te traje los libros que te había prometido. Son muy buenos. Este es El cliente, de John Grisham. Me lo leído tres veces –afirmó mientras sus ojos brillaban de satisfacción.

–Gracias, te lo agradezco mucho –referí con cierto desgano–. La tarde…, el día, está muy cargado –añadí enseguida a fin de disculpar mi falta de ánimo.

El afirmó al tiempo que me mostraba los otros libros. Uno era de Sergio Dahbar, titulado Sangre, dioses y mudanzas, el cual estaba bastante empolvado, como si nadie jamás lo hubiese leído. O quizás porque el buen Freddy lo estuvo arrastrando consigo desde la mañana y como no tenía donde guardarlo, seguramente lo apoyaba cerca suyo mientras hacía los trabajos de carpintería. El otro, The street lawyer, también de John Grisham, estaba en inglés.

– ¿Tú debes hablar inglés? –preguntó al mostrármelo.

Asentí tímidamente con la cabeza. ¡Qué va!... No hablo papas de inglés. Le mentí. No sé porqué lo hice, pero mentí. Quizás fue por vanidad, por la banal presunción que a veces atrapa a todos los seres humanos con “imperfecciones sociales”.

Ahora, en el instante que estoy escribiendo esto, tengo los libros desplegados sobre mi tablón de trabajo. Abro la tapa de la novela de Grisham y en su primera página encontré un díptico impreso en papel Fabbiano y conservado en forma impecable. Leo su primera página y me asombra. Por eso lo voy a transcribir en el Diario. El texto, muy corto, dice: “En la tarde de la vida te examinarán en el amor”. Abajo, a manera de firma S. (¿san?) Juan de la Cruz. Lo abro y en su… (PAUSA INTERIOR: Se acabó la tinta del bolígrafo. Buscó otro) parte interior el díptico tiene dos poemas-pensamientos. Uno es de san Agustín y, a la izquierda el otro, que a su pie firma, en letra de imprenta, Santos Erminy Ymery y la fecha: diciembre de 1999. Los leeré inmediatamente… (Pausa).

Ya los leí. Me emocionaron… Ambos poemas me emocionaron. Tanto, que me serviré mi primer gin y los copiaré en el Diario. Pero, además de eso, los reflexionaré, pensaré y llevaré siempre instalados en el departamento de cosas útiles y preciosas de mi cerebro.

Mientras sostengo el papel en mis manos reflexiono e interrogó interiormente: ¿Será este díptico, que llegó a mis manos en esta apartada montaña en momentos de tormento y desesperación y entregado junto a un libro por un carpintero (tal como lo fue Jesucristo) un mensaje divino que me envió el Todopoderoso a través de Freddy, quien hace apenas tres días llegó a la zona con el propósito de ayudar a Joaquín? ¿Será, pese a su hablar tosco, un arcángel moderno enviado por Dios? Y el tres… Llegó hace tres días… El tres es sagrado. A las tres de la tarde murió Cristo y tenía 33 años cuando fue crucificado… El tres es mágico… ¡Es divino!

Una vez con Antonello me pasó lo mismo. Percibí esa misma sensación. Fue a la semana de haberme prestado el libro En la intimidad con Dios. Recuerdo que fue una tarde. Él iba saliendo hacia El Saltillo. Sé dónde iba porque me lo dijo cuando se ofreció en traerme del pueblo lo que necesitase.

Ese día estaba encerrado en mis cavilaciones, tal como siempre. De pronto tocaron la puerta de la cascarita. Era Antonello. Al abrirla nos topamos cara a cara. Sus ojos, brillantes, estaban circundados por una aureola rojiza. Al principio creí que eran ojeras. Que el pobre, a quien percibo sufrir mucho, tenía días de mal dormir. Pero mientras pensaba eso, lo vislumbré, lo asemejé al Arcángel san Gabriel. Mi estupor fue grande. Sentí algo divino recorrer mi cuerpo. Era él, el que estaba frente a mi era el Arcángel san Gabriel. Había visto muchas estampitas del santo, ya que Carolina es su devota y lo tiene por toda la casa. Esa sensación duró microsegundos, pero fue real y tan vívida que no sé como describirla. ¡Lo vi!... Era el Arcángel y no otra persona… En esos microsegundos no era Antonello sino san Gabriel con aureola y todo, ya que aprecié su resplandor tras la cabeza. Quizás pudo ser por efecto de la luz que se proyectó detrás del cuerpo de Antonello al abrir la puerta, pero la luz estaba allí… Yo no estoy loco y tampoco veo visiones… Nunca he visto una.

Enseguida se lo comenté a Antonello. Le dije que por instantes se me pareció al Arcángel san Gabriel. Se sonrío y dijo: “Eso es lo único que me faltaba… ¡Yo un arcángel!”.

¿Pero por qué tuve que relacionar al arcángel con Antonello? ¿Qué prodigio o misterio encierra este lugar, al que bauticé como La montaña de los desesperados? ¿Por qué todos los moradores de la montaña que he conocido hasta ahora respiran desespero por cada uno de sus poros? Hasta Fernando, con su corpulencia y casi dos metros de estatura, a quien creía el más fuerte de todos, arrastra un gran tormento interior, además de graves problema con su mujer. El mismo me lo contó sin preguntarle. Fue el lunes pasado, creo. Él se había quedado en la montaña porque iban a hacerle unos arreglos a su cabaña (todas tienen muchos detalles sin terminar). Esa mañana me contó muchos atormentantes pasajes de su vida y el mal momento que estaba pasando con Sonia. Incluso me mostró la carta que le estaba escribiendo, la cual me negué a leer. A esa hora de la mañana bebía ron ligado con caña blanca y un refresco de cola. Estaba muy turbado. Hasta me enseñó la caja de balas dundun que había comprado.

–Estas hacen mucho daño –dijo enseñándome la punta de plomo perforado del cartucho.

Bueno, parece que por aquí todos estamos expiando algún pecado…

Creo que me distraje un poco. Vuelvo al díptico… El prodigioso díptico que encontré dentro de uno de los libros que me prestó Freddy y que había olvidado anotarlo… Así funciona el tormento. Una vez vas de aquí para allá y después de allá para ninguna parte… Trataré de dominar las dispersiones… Por cierto, no anoté que a Freddy, en “reciprocidad literaria” le presté El descenso de Xanadú, de Harold Robbins, el cual, confieso, no he leído y tampoco sé cómo vino a dar a mis manos. Bien, voy a copiar el texto del dichoso díptico sin distraerme otra vez.

Aunque se acaba de meter un insecto misil que anda dándose cabezazos por toda la cabaña, no haré pausa.

El pensamiento de san Agustín está escrito en verso, o sea en forma de poema, y así lo transcribiré.



Cuando tenga que dejarte

por un corto tiempo

por favor no te entristezcas,

no derrames lágrimas

ni te abraces a tú pena

a través de los años.

Por el contrario, empieza de nuevo

con valentía y con una sonrisa

por mi memoria y en mi nombre

vive tu vida y haz todas las cosas

igual que antes.

No alimentes tu soledad

con días vacíos, sino llena cada hora

de manera útil. Extiende tu mano

para confortar y dar ánimo

y en cambio yo te confortaré

y tendré cerca de mí; y nunca; nunca

tengas miedo de morir porque yo estaré

esperándote en el cielo.



San Agustín

Hermoso. Esperanzador y lleno de dulzura celestial. Más cuando afirma empieza de nuevo con valentía y con una sonrisa por mi memoria y en mi nombre vive tu vida. Y después cuando advierte no alimentes tu soledad con días vacíos sino llena cada hora de manera útil.

Aunque no soy devoto de san Agustín ni de ningún santo en especial, sino que los amo a todos por igual, todavía conservo, aunque un poco envejecida, entre las páginas de la agenda donde comencé a escribir este Diario, una estampita a todo color con la imagen de Jesús en el Huerto de Getsemaní. En su parte trasera hay una oración y el logotipo del Colegio San Agustín, institución educativa donde estudié la primaria.



PAUSA DE ORACIÓN: Pondré la estampita junto al recuerdito de bautizo de Dorian para que lo cuide siempre.



Copiaré el segundo poema-pensamiento.



Linda la gente

que puede sonreír siempre.

Linda la gente

que es agradecida

y sabe agradecer.

Linda la gente

que no siente envidia.

Linda la gente

que ama

y puede expresar su amor.

Linda la gente

que es generosa

y se esmera en dar.

Linda la gente

que quienes le hacen

daño puede perdonar.

Y, más bella aún,

si los puede amar.



Santos Erminy Ymeri

Diciembre 1999



Realmente es linda la gente que ama y puede expresar su amor. Parecen mensajes dirigidos al centro de mi alma. Linda la gente que quienes le hacen daño puede perdonar/y, más bella aún, si los puede amar.

Creo que Dios me habla a través de ese díptico. Es su forma de decirme que me escucha y me indica qué debo hacer. El camino a tomar.



Aunque este Diario está cargado de odiosas verdades. Hirientes y, aparentemente, destructivas y malévolas hacia Carolina, la mujer objeto de mí pena y sufrimiento, no por ello la odio… No sé odiar... y sé perdonar. Yo la amo todavía. Una llamada suya reconfortaría mi espíritu herido. Aunque me dijese la verdad más amarga, la perdonaría, aunque no excusaría sus pecados si los cometió. Mi opinión, a pesar del perdón, seguiría siendo la misma, aunque yo también haya fallado en la relación. Mis pecados fueron veniales y todo inducidos por los celos y las dudas que me creó sus misteriosa personalidad.

La perdono, Dios, pero por favor, sácame de esta incertidumbre, como recomienda san Agustín, para, con valentía, poder empezar una nueva vida.

Son las 8:58 p.m. y no hay llamadas de ella, siquiera para ponerme a Dorian al teléfono. Gracias a Dios que mi pequeño y adorado bebé no tiene conciencia de lo que está sucediendo y por lo que estoy pasando. Tan pequeño, tan indefenso. Tan tierno y dulce, que sería verdaderamente criminal que tuviese conciencia del sufrimiento de su padre… De su madre no creo. Lo dudo bastante, porque con su indiferente crueldad está demostrando todo lo contrario, tanto hacia mí como al bebé.

Son las 9:21 p.m. he bebido poco pero si he fumado bastante. No sé si en lo que queda de noche seguiré así. Tengo buena provisión de ambas cosas.

Hoy suspendí uno de los colirios que me recetó la oftalmóloga. Creo que en vez de mejorar me está empeorando. Seguiré sólo con el que mandó ponerme cada doce horas por doce días seguidos y el ungüento de terramicina, el cual debo aplicarme antes de dormir. Mis ojos siguen llorosos aunque esa doctora afirma que ya no tengo ni conjuntivitis ni queratitis. ¡Coño, qué brutos son algunos médicos! Ni que esta vaina de los ojos fuese una enfermedad rara o desconocida para que no puedan dar con un diagnóstico preciso y contundente. Es un simple lagrimeo y nada más. ¡Pero cómo jode!

Mi cama todavía está desarreglada. Llevo treinta y siete días en la montaña y las sábanas aún están limpias e impecables. Todavía no pienso mandarlas a lavar, no por dinero, porque la lavandera de por aquí cobra sólo “lo que usted quiera darme”. Tampoco por antihigiénico, sino porque no tengo otro cambio y con los temporales que están cayendo por aquí, los trapos duran, a veces, hasta dos días para secarse. Lo que sí yo mismo he lavado, son las fundas de la almohada, ya que con el juego de sábanas que compré venían dos y, como estoy solo, uso una nada más y las voy reemplazando. Mientras lavo una y espero a que seque, uso la otra y así viceversa. La primera la lavé al día siguiente de la caída por el barranco, debido a que, por las heridas frescas, amaneció manchada de sangre y ese tipo de manchas, si se dejan mucho tiempo, no hay detergente inventado hasta ahora que las borre.

Mis dedos vuelven a entumecerse. Últimamente me pasa con mucha frecuencia. Sobre la cama me espera mudo y silencioso el libro Sangre, dioses y mudanzas, de Sergio Dahbar. Me intriga el título y nunca he leído nada de ese autor. Voy a ver de qué se trata y se me gusta, lo leeré hasta quedarme dormido.

Son las 10:22 p.m. Vuelvo a lo mío. No quiero perder tiempo leyendo esa “obra”, ese libraco escrito por Dahbar, un periodista argentino -lo sé porque leí la síntesis “biográfica” que está en la solapa-, que reside en Venezuela desde 1974. Más que nada, la “obra” consiste en una sucesión desordenada de pequeños y tristes artículos sin ninguna ilación, con comentarios de prensa anexos, los cuales para mí no tienen ningún valor literario. Es un empaste sin sentido y sin razón y eso que ganó, aquí en Venezuela, el Premio Hogueras 1989. En el mismo libro leí el fallo del jurado y los nombres de sus integrantes, y me dio risa. En este país la cultura está mediatizada y tasada. Mejor dicho, totalmente secuestrada. ¡Esos malditos intereses y tráfico de influencias! Realmente no perciben o no les interesa el daño que le hacen al decoroso desarrollo de nuestras letras. Realmente entristece. Es una desconsolada realidad. Aquí se compra todo. Nuestra cultura está corrompida y manipulada por mercenarios de las letras. Lo único bueno, a mi humilde parecer, es el título del libraco y la cita de Sarmiento, verdaderamente genial, que Dahbar escogió para reproducirla en la página siete de su “obra” (¿una forma de justificar tan desaguisado librito?).

La cita de Sarmiento es verdaderamente hermosa. Propia de un verdadero escritor y buen estadista. Y, como a mí me viene al pelo, debido a las incorrecciones, repeticiones, grandes fallas de construcción en este Diario (estoy consciente de que las hay, y muchas) que nunca releo, aunque me he propuesto hacerlo algún día, me permito reproducirla.

En su tiempo y en forma simple, clara y sincera, Sarmiento sentenció: Escribid con amor, con corazón, lo que os alcance, lo que se os antoje (que es mí caso). Que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta (el caso de Dahbar), será apasionado, aunque a veces sea inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilazo; no se parecerá a lo de nadie; pero bueno o malo, será nuestro, nadie os lo disputará; entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza.

Mi pretensiones iniciales al escribir el Diario nunca fueron literarias. Era una manera de desahogar mi pena. Un ejercicio para no pensar y, al mismo tiempo, pensar. Era dejar correr mí mano hacia el sufrimiento. Revolcarme en el con sinceridad para que alguien, alguna vez (más que todo mis hijos porque por ellos comencé a escribirlo) supiesen que el dolor me mató, que el pesar pudo, al fin, acabar con mí paz y mí vida. Que no sólo fui un tonto deprimido, sino un tonto que murió por amor.

Esa era mí intención inicial. Ahora le tomé el gusto. Ahora, con todas sus benditas imprecisiones y vaguedades -todas verdaderas y sinceras-, trato, pese a mí dolor, buscarle un sentido literario a este Diario de un Desesperado.

Me turba el miedo, el temor de que caiga en malas manos. En manos inadecuadas. De que alguien se entere de esta intimidad tan desesperante. Que mis notas sean leídas sin que pueda hacerle cambios, sin que pueda reemplazar todos los nombres verdaderos por otros ficticios, que nunca semejen a los auténticos, al menos en algunos casos. Me aterra esa idea, como la de que nunca nadie sepa, se entere, del verdadero del motivo de mí tormento.

Juego a escribir y eso calma un poco el dolor que me causa esa corona de espinas que abrasa mi corazón. No sólo lo abrasa sino también lo abraza, como amante de sangre, y lo hiere.

Sé que resistiré y renaceré. ¡Dios me protege con su bondad infinita! pero, ¿estaré haciendo lo correcto? ¿Estoy fallándole a los principios divinos?

¿Estos es amor u odio? No soy un fabricante de ideas, sino un desesperado que plasma su dolor sobre papel.

La primera epístola de san Pablo a Los corintios habla de amor y dice: El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido (¿Lo estaré haciendo yo?), no busca lo suyo (¿Estaré yo buscando lo mío?), no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad (¿Y está es la verdad? Quizás la mía, nada más. ¿Pero es la verdad o sólo la verdad mía y la verdadera verdad es otra?) . Todo lo sufre, todo lo cree (¡Ahí estoy yo!), todo lo espera (¿La muerte, una nueva vida, la felicidad y la paz?), todo lo soporta (¿Hasta cuándo y por cuánto tiempo?).

Dudas, siempre las dudas. ¿Será que mí fe, y la esperanza de nuevos tiempos después de la turbulencia, me ha abandonado? Era tan feliz, siempre risueño y positivo, ¿por qué ahora me embarga tan sufrida tristeza y melancolía?

Dios, Tú, el misericordioso, sabes la respuesta. ¡Quema mí alma, envíala al infierno, si todo lo que he escrito no corresponde a la verdad, a mi sincero y real tormento! ¡Guíame y sigue guiando mis manos, pera paralízalas si falto a la verdad!

¿Estoy cuerdo o rayo en la locura?... ¿Estaré quizás desvariando y haciendo uso de Tú santo nombre en el pecado?

¡Dame una señal o paralízame a fin de no concluir este Diario!

Son largos cuarenta días, los mismos que Tú, Señor, pasaste en el desierto. Yo estoy en una montaña, un desierto de árboles, de hojas y sufrimientos, dos mil años después. ¿Tendrá algún sentido ésta coincidencia?...

¡No!... No he cumplido aún los cuarenta días. Por la hora y el día que señala el celular, son treinta y ocho. Me faltan dos días, y ¿luego qué?

En este instante, más que a Carolina, quiero ver, abrazar, besar y mimar a Dorian. Al principio lo había utilizado como “escudo”, como excusa cobarde y egoísta debido al resentimiento (¿amor?) hacia Carolina, pero ahora, que lo sé en Caracas, mí corazón siente la imperiosa necesidad de verlo. No me conformo con la foto del portarretrato, quiero verlo en carne y huesos.

¡Coño!, necesito abrazarlo más que a nadie, más que a su madre, a quien presumo amar tanto. ¿Será amor el qué le abrigo o, por el contrario, la veo, la necesito como mi puntal hacia la seguridad y estabilidad económica en estos momentos tan tormentosos y críticos?... ¿La amo?... ¿Verdaderamente la amo o todo es pasión carnal? ¿Son los placeres de la carne o las delicias de los sentimientos los que me unen a ella?... ¡Oh, bendita alucinación de los sentidos!... ¡Qué confusión! Lo único que no es objeto, sino fin de tal confusión, es Dorian. Mí amor por él… Lo demás puede ser lo demás. Cosas sin sentido que turban y enloquecen mi desesperado espíritu.

¡Venceré! Venceré mí desesperación. Me humillaré ante ella y le ganaré la batalla.

El otro día, en mi recorrido desesperado leí y memoricé el letrero de una valla que promociona una conocida marca de whisky. Es un proverbio chino y dice. No temas ir despacio, sólo teme quedarte parado. Y yo no estoy inerte. Voy despacio, pero nunca me encerraré en una abulia, ni física, mental o espiritual.

La otra noche le regalé a Fernando, mí vecino de la cascarita Nº 19, una oración que escribí cuando viví otros tiempos turbulentos. Antes la imprimía por cientos en la computadora, las mandaba a plastificar tamaño carnet y las regalaba, junto a una pequeña medallita de la Virgen de la Milagrosa que compraba en la Librerías Paulinas, a amigos o a quien creía que la apreciaría o podría serle espiritualmente útil. En la cartera todavía tengo una diez de ellas. Voy a buscar una para transcribirla. (Pausa…)

Aquí estoy otra vez. La titulé ORACIÓN PARA MITIGAR LAS ANGUSTIAS y dice así: Nada me perturba. Nada me molesta. Nada inquieta mi alma y corazón. A nada le temo. Soy muy positivo. Tengo fe en Dios y en el Espíritu Santo, así como en todos los santos, quienes siempre están conmigo. Tengo buena salud y soy fuerte como un toro. Ninguna enfermedad está en mí y tampoco me podrá atacar. ¡Dios es mi guía! ¡Dios es mi fe! Yo estoy con Dios y Él me protege contra todo mal, sea físico, mental o espiritual.



Amén



Leonardo Vento



Siempre que me abatía el pesar o sospechaba que me devendría un ataque de angustia, sacaba una copia de la cartera y la leía mentalmente una y otra vez hasta que la ansiedad cesaba.

Es muy poderosa y le tengo mucha fe. Fue inspirada por el Altísimo. Recuerdo que una vez que iba en el auto hacia un lugar determinado que no vale la pena comentar ahora, súbitamente me dio un ataque de muerte. Me hiperventilé y en cuestión de segundos comencé a sudar copiosamente pese a que tenía el aire acondicionado a frío máximo. Sentí que el corazón quería salirse despavorido de mi pecho. Me asusté mucho, muchísimo. Creí que iba a morir. Temblaba y no sabía qué hacer. Pese a ello, le robé un poco de calma a mí angustia y comencé a rezarla. Con fe, miedo, nerviosismo y bastante atropelladamente la repetía de memoria una y otra vez. Primero mentalmente, luego de viva voz. Nadie escuchaba lo que decía (me refiero a los otros conductores que iban por el mismo canal que yo), ya que tenía los vidrios del auto subidos. Esa repetición constante de la oración, mi oración, evitó un fatal desenlace, una muerte súbita. Desde ese entonces, aunque no ahora, siempre que tenía un ataque de pánico la rezaba. Toda mi familia, amigos y mucha gente tienen una copia de ella. A mí, en su momento y cuando lo necesité, me ayudó mucho. Tanto, que me devolvió a la serena vida. Ahora, durante el martirio que vivo, me ayuda la sabia Biblia y otras lecturas, aunque nunca me desprendo de una copia de la oración.

A Fernando le gustó tanto, que dijo que haría copias y las distribuiría entre sus amistades. No sé si esa oración consiste en una herejía o sacrilegio, pero la escribí imbuido de una gran fe y amor hacia Dios e invocando su divina protección cuando un día comenzaron a invadirme los ataques de angustia.

La noche se alarga, se extiende como si fuese plastilina negra sobre la montaña y, lentamente, se aleja. Mientras, como hembra pura y limpia que va al encuentro de su gran amor, la madrugada se despoja de su vestido de raso negro y con mirada de luz, mimosa avanza hacia el nuevo día. Yo bostezo. Danger ladra porque acaban de llegar Antonello y Luna con unos “invitados” desconocidos para su sensible olfato canino. Habrá fiesta en la cascarita 17. Sigo escribiendo al son la música de la radio. Escucho muchas canciones que cantan las penas del amor. Esas de despecho. Pero no me afectan, al menos ahora… Ahora tengo paz. ¿Será que estoy curado?... ¿Qué mi dolor de amor al fin se ha acabado?

No sé. Esperaré mañana. Esperaré ver qué me depara el mañana. Me muevo en el borde del venenoso filo de la incertidumbre. Eso me inquieta, claro está, pero estoy acostumbrándome a dejarme llevar por ella, aunque en ocasiones me le resisto con furia. “¡Qué pérdida de energía!”, me recrimino a veces, pero mí dolor es más fuerte que mi razón. La domina. De tal forma, que a veces me convenzo, me “autoconvenzo”, que yo soy el dolor hecho hombre… Todo resiste, todo tiene fuerza aún. Mi mente, mi cuerpo y mi espíritu. Espero que siga así. Es la fórmula para renacer, para volver a la vida y alcanzar mi tan añorada, pero no conocida, felicidad.

Son la 3:00 a.m. Estoy tentado en llamar a la casa y meterme, como vil “ladrón”, en la casilla de mensajes telefónicos. A esta hora nadie tomará el teléfono. Carolina debe estar profunda ya que antes de irse a dormir ingiere una “bomba” de somníferos de alto voltaje. Pablito tiene un sueño muy pesado. Despierta tan temprano para ir al colegio, que comienza a cabecear a eso de las ocho y media de la noche. El servicio, si es la señora Elsa, aunque tiene el sueño liviano no se moverá a tomarlo si escucha el timbre a esta hora de la madrugada…

¡Decidido! Lo voy a hacer. Si hay algo que contar, lo anotaré en el Diario. (Pausa…).

No hubo nada. ¡Cero mensajes grabados o guardados! Será hasta mañana (¡hoy! Más tarde), querido Diario.

Voy a seguir tomando, fumando y escuchar música hasta que el sueño y el cansancio me arrojen sobre la cama.





MI EPITAFIO

7 de septiembre.



Son las 4.18 p.m. He pasado todo el día triste y muy deprimido. Me estoy tomando unos tragos para soportar el dolor. Hace apenas un minuto estuve a punto de estallar en llanto, pero nada. Escasamente se me humedecieron los ojos. Por eso decidí escribir mí epitafio en la parte trasera de una de mis viejas tarjetas de presentación y pegarla con cinta plástica en el centro de la agenda negra, donde comencé a escribir este Diario.



PAUSA DE TRABAJO: Freddy acaba de tocar la puerta para poner uno de los últimos travesaños de la despensa. Está agachado, a mi derecha, cerca del fregadero, luchando con la tabla, ya que no le cuadra. Aquí, debido a la humedad todo se dilata y deforma con rapidez increíble. Acaba de salir para serrucharle un pedazo que le “sobra”. Pronto volverá. De momento suspenderé este tormentoso diálogo interior. Cuando Freddy termine y se vaya, volveré a tomar la pluma.

Ya concluyó. Son las 4:33 p.m. El pobre Freddy es un verdadero desastre como carpintero. La tabla quedó tan mal hecha y descuadrada, que no pude evitar reírme y hacerle las observaciones pertinentes antes de que se marchase.

–Bueno, traté de hacer una gracia y me salió un despelote –reconoció sonreído.

Nos volvimos a sonreír al contemplar el entuerto, pero ni modo. El mal ya estaba hecho. Nos despedidos y se fue no sin antes comunicarme que volvería en la mañana para fijarle los tornillos.

El epitafio que estaba escribiendo antes de llegar Freddy, dice así: “En caso de que algo me suceda (muerte), entregar esta agenda y otros cuadernos con mis notas del Diario de un Desesperado a… (Nombre reservado hasta para esta trascripción) para que lo ordene y edite. Es mi última voluntad y que nadie se atreva a leerlo al ser encontrado porque lo atormentaré todas las noches mientras tenga vida”. Después del punto final y del cierre de las comillas puesto ahora, puse, en punto y aparte y abajo a la derecha, mi firma autografiada y la fecha: 7.9 00.

Lo primero que hice esta mañana después de despertar, fue llamar al hijo del canciller para pedirle trabajo. Misión imposible. Nadie atiende ninguno de sus teléfonos. Le volví a dejar un suplicante mensaje donde dejaba entrever mi urgencia de trabajo. Luego llamé a un periodista español que tuve bajo mi dirección y que está en la empresa donde trabaja por única y exclusiva recomendación mía. Como profesional es muy talentoso y eso hay reconocerlo, pero como ser humano es un desecho tóxico. Al menos conmigo. De frente dice quererme, estimarme mucho y ser gran amigo, pero al darle le espalda es todo lo contrario. Lo carcome la envidia, rabia, mala disposición y si puede ponerme una zancadilla, no duda siquiera un instante en hacerlo. Conozco de su perversa actitud desde hace bastante tiempo, pero siempre le he restado importancia. No entiendo el porqué, el motivo, de esa doble cara y disfrazada indisposición hacia mí, porque nada le he hecho. En dos ocasiones le di trabajo y saqué del hoyo donde se encontraba, el cual era bastante profundo y desesperante. Aunque él nunca, que yo sepa, ha comentando nada sobre el porqué de su animosidad, quienes lo conocen dicen que sus celos, al parecer, provienen por cuestiones personales y no profesionales. Que le daba rabia, que no soportaba que yo siempre anduviese con mujeres bonitas y de buena posición y él, todo un gran profesional, tenía que refugiarse en prostitutas baratas para tener sexo y compañía, ya que era incapaz de conquistar a nadie. Quizás, pienso ahora, se debía a su putrefacto aliento producto de sus úlceras y gastritis. Muchos, a sus espaldas, le decían “aliento del diablo”. No obstante, yo creo que eso no es todo, ese sólo es el camuflaje de la verdad. Que detrás de sus relaciones con las mujeres, del porqué no puede relacionarse íntimamente con ellas como un ser normal común y corriente, hay algo más oscuro y oculto. Un lado negro. Algo relacionado a su intimidad al estar con una mujer. Algo de su función como hombre, algo muy secreto y misterioso.

Algunos de mis conocidos argumentaban que su animadversión hacia mí se debía a que él no podía tener hijos, y nunca los tuvo, y yo sí. Esa hipótesis se fundamenta en muchos hechos. Me decían que cuando a sus oídos llegaban algunas de mis correrías o “historias amorosas”, que no es el caso repetir ahora, se descomponía. Bueno, si se puede asomar algo. Se indisponía cuando escuchaba el chisme sobre mujeres, algunas de las cuales él conocía, que querían tener un hijo mío y de otras que después de salir embarazadas abortaban por negarme a casar con ellas… Si, lo sé… El aborto es un delito… Un abominable delito del que, pese a mi negativa, fui cómplice en varias ocasiones. De otros casos me enteraba mucho tiempo después… Después que el delito había sido cometido. Nunca, a ninguna mujer, le di mi consentimiento para tal crimen. Siempre me opuse y me opondré mientras tenga vida al aborto inducido, pero eso no me excusa de que fui cómplice de esos delitos… Pero, ¿cómplice, de qué? ¿De no casarme con la mujer que se acostaba conmigo y luego abortaba sin mi consentimiento? ¿Cómplice de no saber que estaban en su momento de fértil procreación, o sea ovulando, cuando se iban a la cama conmigo? ¿Cómplice por no ponerme preservativos cuando ellas imploraban que no lo hiciese… que no les gustaba sentir en sus vaginas el plástico sino la carne?... Si ese es un delito, entonces fui cómplice de sus abortos, pero nunca sufragué, pagué un solo centavo, por uno de ellos y siempre, cuando me ponían contra la espada y la pared, cuando decían “si no te casas conmigo aborto”, me oponía en forma contundente y razonada. Soy católico y estoy contra ese y cualquier otro crimen que atente contra la vida, mis valores espirituales, morales y de ser humano.

¡Dejémoslo hasta aquí!...

Me salí del asunto del periodista español. Para concluir y resumir rápido la cuestión de mi amigo, al que sigo estimando, es que simple y llanamente es un resentido patán. Un envidioso patológico… Al pobre le hace falta psicoterapia y urgente. Tengo muchos cuentos y casos sobre su extraña personalidad. Son muchos, pero anotaré solo uno, el cual puede servir de ilustrativo abreboca. Una vez que salí de vacaciones durante cuarenta y cinco días (tenía tres años sin poder tomarlas) lo dejé, por recomendación mía, aunque al editor de la empresa no le gustaba mucho la idea, como Director-encargado de la revista que dirigía en ese entonces, la de mayor circulación y venta en el país. Bueno, para resumir el cuento, después de irme, el fulano “amigo” comenzó a frecuentar todos los mismos sitios donde yo era habitué (bares, restaurantes, canales de TV, disqueras, etcétera) y a quien le preguntaba por mí, dónde estaba, qué había pasado, simple y desfachatadamente, les decía: “El murió. Yo soy ahora el nuevo director”. ¿Qué tal?... Me enteré al regresar de vacaciones y comenzar, nuevamente, a frecuentar mis sitios de costumbre. Al traspasar la puerta de los locales, dueños, maître y meseros con los que me topaba, me veían como si fuese un fantasma. Ellos, muchos de ellos y otras personas, me comentaron la fechoría. Por eso lo supe. Él, ni palabra de su mala acción dijo. ¡Así paga el diablo! Siquiera le reclamé el asunto, tampoco lo despedí. Lo hice al par de años por otro malévolo agravio que cometió. ¡Había colmado mí paciencia y compasión! Y ahora, después de todo lo que hice por él, además de arreglar muchos de sus entuertos profesionales, ahora que está en buena posición, se niega a extenderme la mano. Eso sí, nunca ha tenido la valentía, sinceridad y honestidad, de lanzarme un no rotundo. Es el rey de las evasivas. De su boca nunca ha salido un no, sino un “veré que hago. Llámame la semana que viene”. Le encanta, en mis momentos de desespero, tenerme en el limbo de la incertidumbre. Eso, al parecer, lo plena de felicidad. Alboroza su alma corrompida tenderme un manto de esperanza. Lo llena de dicha. Es muy ambiguo, como su alma. En sus adentros, en la intimidad de su perversa conciencia, parece gozar, burlarse de mí. Se siente feliz por eso… ¡Pobrecito!... Si eso es lo que le gusta, ¡qué su pudra en su infierno interior! Yo lo perdono, y con el perdón le otorgo el premio de Campeón Mundial de Evasivas Perversas. Sé, desde siempre, que es pérdida de tiempo solicitarle apoyo, pero lo sigo llamando para ver hasta dónde llega la miseria humana y el cinismo de una mente enferma. Aunque su nombre de pila es José Luis Ramírez, él se hace llamar Rafael Del Talante, nombre que adoptó desde que de su amada España llego al país. El dice que es su nombre artístico. Que en su Asturias natal habían muchos taladores y su padre hacía ese oficio… ¡Qué sé yo!... Algo así decía para justificar su apodo, su alias periodístico… No creo que sea de la ETA o lo estén buscando en España por algún crimen, pero, desde que tengo uso de razón, sé que sólo a los artistas de cine les da por eso de cambiarse el nombre por uno más impactante, corto y con “sonido y luz”. Se les entiende, aunque no se justifica. Miren ustedes a Arnold Schwarzenegger, el austriaco de Conan, el bárbaro, Depredador, Terminator y cientos de películas más. Obligó a todos los amantes del cine a aprenderse su nombre y punto. ¡Eso es personalidad!... Cero complejos imbéciles.

En descargo de Rafael Del Talante debo decir, porque nobleza obliga, que con algunos desposeídos muestra otra actitud. Es caritativo y no le tiembla el pulso cuando debe socorrer a alguien necesitado. S ha ocupado de los gastos de sepultura y preparativos funerarios de varios periodistas que quedaron en la indigencia y bajo la impasible e ignorada mirada de los editores donde prestaron servicios hasta que les devino la muerte. No sólo eso. También ha estado atento y prestado ayuda económica, espiritual y humana a varios colegas enfermos y sin recursos. Recuerdo el caso de un periodista chileno el cual, enfermo de SIDA y desahuciado, fue atendido personalmente por Rafael en su lecho de muerte de un hospital público. Iba todos los días a asearle y cambiarle las sábanas y pijama. Siquiera las enfermeras querían atenderlo, pero él lo hacía con devoción cristiana. Y no es que eran grandes amigos, sino apenas un conocido de la redacción. Todos los habían abandonado, hasta su familia que vivía en Chile, pero Rafael, sin ser arte ni parte de él, estoicamente lo ayudó hasta su último suspiro. También sé de su labor social en un ancianato de la capital, adonde va semanalmente a llevar galletas, caramelos y otros obsequios a los viejitos. Por eso, sólo por eso, es que lo perdono y sigo llamando amigo. No importa cuál sea su esquizofrenia virtual conmigo. Es un estado mental muy particular y no por ello, le retiraré el calificativo de amigo… Es la paradoja de la vida y los sentimientos.

Bueno, para terminar de contar lo relativo a mis intentos de búsqueda de trabajo, anoto en este Diario que no localicé a nadie. Perdí mucho, del poco tiempo de llamadas que me quedan en el celular. Entre “espere un momento, veré si está” y toda esa sarta de estupideces con que te demoran telefonistas, secretarias y “asistentes”, para al final decirte que la personas que buscas no se encuentra y que llames más tarde (o cuando te de la perra gana, porque de todos modos no te va a atender), dejé en la angustiosa espera gran parte del crédito telefónico que me quedaba. Si quiero mantener este canal abierto, el único que me comunica con el resto del mundo y amistades, pronto tendré que comprar baratas tarjetas de recarga para seguir usándolo.

Después de la infructuosa llamada a Rafael del Talante, llamé a casa para que me pusiesen a la bocina a Dorian. Quería, al menos, escuchar sus tiernos y cariñosos balbuceos. Atendió Pablito.

– ¡Aló! –dijo.

– ¡Hola, Pablito!, es Leonardo. ¿Cómo estás? –pregunté con gracia y amabilidad, pero terminada la frase colgó, presumo, asustado y sorprendido.

Su madre seguramente ya lo había aleccionado. No debía hablar conmigo y tampoco recibir llamadas provenientes de mi celular. Antes de atender el teléfono, debería primero chequear en el localizador de qué número provenía la llamada entrante. Esa es una práctica muy vieja en Carolina. Cuando no quiere hablar con alguien, hace una lista con números telefónicos que con los días se va agrandando o acortando, depende de cómo le pegue la luna, y se las entrega a los servicios para que, antes de levantar la bocina y de atender la llamada, revisen muy bien y cotejen los números que aparecen en la pantalla del localizador con los de la lista. Si no es ninguna de ellos, pueden recibir la llamada, de otra forma no. Otras copias de la misma lista las pega con cinta plástica al lado de los otros teléfonos que hay en la casa para que no haya excusa de la servidumbre. Se irrita mucho si hay alguna distracción en el asunto. Una vez, cuando estábamos casados, se puso fuera de si porque el servicio atendió una llamada de la lista por ella consideraba “prohibida”. Hasta les ponía señales o cruces de advertencia o un NO, grande y mayúsculo al lado del número telefónico.

A pesar de todo, sé que Carolina todavía me ama. Tuve ese presentimiento. Un presentimiento fuerte, muy fuerte. Lo que sucede es que está muy resentida por todas las cosas que, enardecido, le dije. ¡Ojalá se le pase y volvamos juntos! Me sentí, por fracciones de segundos, iluminado, bañado por una luz que le transmitió seguridad a mí atormentado espíritu. El fenómeno no aconteció después que llamé a casa, sino una hora, o poco menos, más tarde. Porque enseguida que Pablito interrumpió la comunicación, llamé a Doris, el “servicio de por día”. Sé que va a casa a hacer limpieza a fondo todos los lunes y jueves de la semana. Marqué su número celular y atendió enseguida.

–Hola Doris, es Leonardo.

–Hola, cómo está señor Leonardo –contestó cariñosa.

–Doris, te llamo temprano porque como sé que hoy vas a casa, quiero que, por favor, le digas a Elsa que a las doce en punto del mediodía voy a llamar para que me ponga a Dorian al teléfono.

–No, señor Leonardo –ripostó nerviosa y confusa–. Parece que ellos no han regresado todavía.

–No, Doris. Si regresaron –le aclaré–. Apenas acabo de llamar y Pablito, al escuchar mi voz colgó el teléfono –precisé–. Dile a Elsa que no alerte a la señora. Que no diga nada de mi llamada. Lo único que quiero es hablar con el bebé.

–Pero, hoy no voy a ir para allá –contestó dubitativa con evidente intención de evadirme y sacudirse de la petición que le hacia.

– ¿Pero, la señora no te llamó para que vayas a trabajar hoy? –pregunté extrañado.

– ¡Sí! –afirmó enseguida–. Me dejó unos mensajes en el celular, pero sin precisarme qué días debo ir y yo la llamé en varias ocasiones y nadie me contesta el teléfono –concluyó muy serena.

Era cierto, Doris no mintió. En las casi tres docenas de veces que he llamado nadie lo toma. Excepto el día que regresaron y me pusieron a Dorian y yo, tontamente, fingí la voz. Otras tres veces mis llamadas fueron atendidas por Pablito, pero como presentía, tal como ocurrió hoy, que iba a colgar al escuchar mi voz, me desconectaba yo primero.

Como a eso de las once de la mañana salí de la montaña con la misma misión que la de ayer, pero esta vez con ligeros cambios. Pasar únicamente por casa de Rosalía para chequear, por última vez, si el rústico con placas de “carga” sigue ahí.

Antes de llegar, muy cerca de su casa, en el cruce de la Clínica Latinoamericana, apenas sobrepasé el semáforo vi el auto de Rosalía, un viejo Ford. Nos cruzamos. Pasé a su lado, pero en sentido contrario de la vía. La tuve tan cerca que casi nos “rozamos”. Bajo la presunción de que me había visto y reconocido, le toqué la corneta, pero la vieja celestina no se dio por enterada. Era obvio que no me había visto. Siempre va pegada del volante, muy ensimismada. Quizás pensando en su próxima fechoría sentimental. Bueno, me haya visto o no, a estas alturas eso me tiene sin cuidado.

De ahí, después de franquear su casa, bajé por un atajo para volver a la montaña. En el camino me detuve para hacer tres llamadas. Como ya eran las doce en punto, la primera fue Dorian, pero luego de varios repiques “una mano desconocida” desconectó el aparato. Siquiera se disparó la contestadora con la voz de Carolina. Quedé apesadumbrado y contrariado. Creí que esa misma mañana, en un impulsivo ataque de furia, Carolina había mandado a cambiar el número telefónico de casa para que yo no siguiese molestando con mis continuas llamadas. Decepcionado al ver otra vez frustrado un intento de hablar con Dorian, hice la segunda llamada. Fue para mi abogado, Alfredo Díaz. Con desfachatez, y quizás bastante obstinación, me conminaba a llamar yo mismo a Luis David para fijar la fecha del finiquito de la compañía. Insistentemente le repetí que lo hiciese él, ya que no quería hablar con ese “señor”. Me solicitó nuevamente sus teléfonos. Se los di y el me prometió que lo llamaría y que yo lo volviese a llamar a él dentro de una hora. La tercera llamada fue para la Galería de Arte Andrómaca. La persona que atendió me dijo que el personal de la galería seguía de vacaciones y que reabrirían el martes. Llamaré ese día. Necesito dinero y si vendieron algunos de mis cuadros me vendría muy bien.



PAUSA DE TERROR: Comencé a sudar copiosamente. No sé si es a causa del excesivo sol que tomé hoy mientras trataba de quitarle, otra vez, las manchas de moho a un cuadro, el que estaba más invadido por esa marabunta de montaña. Con la manguera que me prestó Fernando, rocié a toda presión mucha agua en la parte trasera, otrora blanca, del lienzo. Después estrujé la tela con un cepillo y detergente en polvo, y nada. Mientras pensaba en qué más podía hacer para quitarle esas feas y perniciosas manchas, lo dejé expuesto al sol. Mientras se secaba, se me ocurrió una “fabulosa” idea, no sé si para bien o para mal de la obra: pasarle un algodón empapado de cloro (por la parte trasera de lienzo, por supuesto). Lo hice y enseguida, al secarse bajo los inclementes rayos del sol, sucedió algo increíble. ¡El milagro! Mágicamente las odiosas y dañinas manchas desaparecieron. No sé si dañé la tela. No sé si con el tiempo el cloro pueda afectarla, pero la verdad es que la parte trasera de la tela quedó impecable, como nueva, de un blanco puro. No creo que le pase nada. El lino es fuerte y de buena calidad y, además, la gente blanquea hasta ropa delicada con cloro. Claro, por una sola vez no le hará nada. Ahora si la baño constantemente en cloro seguramente con el tiempo se le abrirá un hueco. El miedo que me aterrorizó al iniciar esta pausa, está volviendo. Algo raro ocurre en mí cuerpo y temo un infarto o derrame cerebral. Tomaré un duchazo con agua bien fría, como la de esta montaña, a ver si cesa de martirizarme esa sensación.



Son las 7:54 p.m. El malestar ya pasó. Eso espero.

Acabo de tomar el baño. Me duché con agua casi congelada. Mientras el agua descorría por el cuerpo en mi mente surcaban todas las historias que me habían contado sobre los diferentes tipos de infartos y muertes súbitas. De tanto haraquiri mental, comencé a sentir una pequeña molestia en el cuello, a la altura de la llamada Manzana de Adán. Parecía como si alguien la estuviese tensando y en imaginación mortal vi, como si se tratase de una película que se estaba proyectando en ese mismo instante frente a mis ojos, al doctor Contreras en su consultorio. Éste me hablaba y decía: “Los más fuertes (los infartos), de los que pocos se han salvado, son los que dan como un latigazo a la altura de las cuerdas vocales”. Mientras la helada agua desfilaba por los vericuetos de mi mancillado cuerpo, observaba el rostro del buen doctor, sus gesticulaciones y cómo abría los ojos en forma alarmante mientras hablaba y yo, impresionado por sus palabras, lo escuchaba atontado y atemorizado. No podía apartar de mi mente su rostro y el movimiento de sus labios mientras dibujaba una socarrona sonrisa y reiteradamente me decía: “El más fuerte… El más fuerte…”. Después siguieron atormentándome otros recuerdos. Evocaciones de muchas muertes por infarto aprisionaban mis pensamientos mientras trastabillaba en busca de un apoyo. Estaba a punto de desmayarme. Me faltaba el aliento. Tiré el jabón al suelo y con una mano extendida trataba de alcanzar la carrasposa pared del baño a fin de conseguir un punto de apoyo y hacer palanca a fin de lograr una respiración más profunda. Me faltaba aire, casi no podía respirar y por momentos pensé lo peor. En ese instante pasó por mi mente el deceso, por infarto, del papá de Antonio, un amigo de la juventud. El recuerdo me trasladó a esa época, al día en que murió mientras tomaba un baño, precisamente con agua fría, ya que le gustaba mucho hacerlo de esa forma. Salí de la ducha casi dando tumbos y con el agua descorriéndome por todos lados. Como pude comencé a secarme. Con cada movimiento percibía que el aire me faltaba, que no llegaba a mis pulmones. No obstante, al mismo tiempo me sentía repleto de gases y los lóbulos superiores de las orejas calientes y, supongo, rojas como un tomate. Apresuradamente salí de la cabaña con el pecho desnudo, apenas vistiendo un bóxer en la parte inferior. Buscaba aire, respirar… Estaba intranquilo y solo. Solo con mi miedo. Las únicas personas que minutos antes andaban por aquí, eran Antonello, quien por cierto hoy está de cumpleaños, y Luna, pero salieron. Lo sé porque antes de irse tocaron la puerta para…



PAUSA OBLIGANTE: Se acabó la primera libreta. Busco una nueva, chequeo la que se acaba de terminar y recomienzo la numeración por la página 542. Es un manuscrito y mi letra algo grande. Siempre escribo en mayúsculas. De otra forma no entendería, ni yo mismo, lo que escribo. Es, al igual que la anterior, más que una libreta un pequeño cuaderno escolar de doble espiral. En su tapa dura tiene la foto de la cara y parte de los “hombros” de una hermosísimas iguana color grisácea. El cuaderno es de la serie Nota Ecológica-Animales y abajo, en el extremo inferior izquierdo, dice reciclar es vida. Un poco más arriba: Foto: Henry González, el nombre del fotógrafo que captó a la iguana en tan hermosa posición: de perfil y de semifondo un cielo azul inmaculado, únicamente disturbado por unos arbustos que se captan en fuera de foco en la parte inferior. En el segundo folio de cuaderno, en un papel de menor consistencia que la tapa pero igualmente resistente, escribí de puño y letra, tal como es todo este Diario, la siguiente identificación: “Diario de un Desesperado”. Debajo de este, centrado y entre paréntesis, (TOMO III). Más abajo, casi en centro: “OJO: Favor, es el ruego de un muerto, cambiar todos los nombres y lugares a fin de proteger a Dorian y a inocente o culpables”. Más hacia la parte inferior, al final de la última línea y centrado, mi firma autógrafa, la fecha, 9.9.00, y la hora: 3:56 p.m. El cuaderno que acabo de terminar, también de tapa dura y de la misma serie Ecológica concluyó en la página 541 del Diario. En su carátula tiene una foto panorámica, también de Henry González, de una hermosa playa del oriente del país. Es idéntico al que estoy escribiendo ahora. La única diferencia son sus espirales dobles. La otra los tenía color blanco y está laqueada en negro.



Como la pausa quedó un poco larga, busco la página, releo un pedacito y sigo a partir de la última línea. Del último punto y seguido, obviando los tres puntos suspensivos que dejé colgando, a fin de no perderme. Bien, aclarado el punto sigo. Decía:

Lo sé porque antes de irse tocaron la puerta para pedirme un par de cigarrillos. Se los di y se marcharon.

Todavía falto de aire, regresé al interior de la cabaña, tomé una pera que había comprado, y a duras penas comencé a desconcharla y atragantarla como el mismísimo desesperado que soy. Esa ingestión desesperada, causó una mayor sensación de llenura en mi aventado estómago. Busqué en la bolsa de medicinas que tengo guardada en el primer compartimiento del armario y encontré, entre las muestras médicas que me regalaron, una cajita de Pankreón, un dispert de bilis. La abrí y sólo quedaba una, la cual apuré con un poco de agua. Luego agarré dos pequeñas pastillas sublinguales de Isordil, las cuales nunca he tomado, aunque siempre llevo conmigo por un “si acaso”. En la guantera del carro tengo una caja casi completa, que es de donde provienen las dos que mencioné. Hace tiempo que las compro y subdivido en “secciones”: una para el bolsillito monedero del blue jeans o de cualquier ropa que use durante el día, dos bien guardadas en un compartimiento seguro de la billetera, otra cerca de la cama, preferiblemente sobre la mesita de noche y aquí en la cabaña, debido a que no tengo mesita, como son tan pequeñas la apoyo en cualquier saliente o repisita de la cama. Es algo parecido a una paranoia, una especie de “psicosis de vida”, una obsesión para seguir atado a la vida sin que ninguna mala jugada me sorprenda. Es también prevención, miedo y estupidez a la vez. Todo al mismo tiempo. Comencé con esa manía, de comprar Isordil aunque, repito, en mi vida jamás he tomado ni la mitad de una ni tampoco sé bien qué efecto hace, debido al relato de un amigo. En esa época yo me la pasaba de fiesta en fiesta, de cóctel en cóctel y demás reuniones donde la bebida era el primer invitado. El invitado de honor. Y, mi buen amigo me contó que días antes un alto ejecutivo de una empresa publicitaria se estaba tomando unos tragos con unos amigos en un lugar que yo frecuentaba. Todo era armonía, risa y jolgorio entre ellos. De pronto el ejecutivo, de unos dos metros de estatura, se desplomó cuan largo era de la alta silla de la barra donde estaba sentado. Había sufrido un infarto y hubiese muerto en los próximos minutos, de no haber sido por la rápida y decidida acción de otro parroquiano que al percatarse de la situación corrió hacia al sitio donde estaba tendido el ejecutivo y le puso la dichosa pastillita debajo de la lengua. Al parecer el hombre que fue en su auxilio sufría del corazón y cargaba en los bolsillos una buena provisión de Isordil. Después se aseveró que si no hubiese sido por la iniciativa del parroquiano, el ejecutivo habría muerto en los siguientes minutos y que todo intento de llevarlo a una clínica cercana habría sido vano. El ejecutivo se salvó. Estuvo algunos meses retirado de las parrandas y pronto volvió al lugar donde casi pierde la vida para reencontrarse con sus amigos. Se había convertido en todo un personaje, en un héroe de las parrandas, un titán resucitado. Aunque dejó de fumar, siguió bebiendo sus whikies, aunque en menor frecuencia y cantidad que antes. No sé si sigue vivo, pero el asunto me asustó tanto, que desde ese momento comencé a tomar mis precauciones de vida…, por si acaso. Sé igualmente, que si a uno le toca morir, que si ha llegado su momento, el día, nada de eso servirá. Ni que se esconda, rece o no salga de su casa y se porte como un santo, si la chirona llega te lleva con ella. De todas maneras, volviendo a mi perturbador momento, pastilla en mano me recosté buscando respirar profundo. Aunque muy poco a poco iba recobrando la normalidad, decidí incorporarme y buscar la novela El cliente, de John Grisham, que me prestó Freddy.

Volví a la cama, puse los pies en alto, recostados de la pared, y comencé a leerlo. Su corta lectura, ya que llegué apenas a la páginas diecisiete, me hizo cuatro revelaciones. La primera, que soy muy injusto con Carolina (después escribiré porqué). La segunda, que lo que me produce ese fastidioso lloriqueo en mis irritados ojos es el moho y la humedad, pero, más que todo, el moho. Lo descubrí porque el libro, en cada página que pasaba, despedía ese molesto olor a roña húmeda. Y mis ojos, que hoy no habían lloriqueado, comenzaron a aguarse nuevamente. Claro, como estaba acostado boca arriba y con los pies suspendidos contra la pared, el libro lo tenía en todo el frente de la cara, justo encima de los ojos, y al pasar las páginas, aunque microscópico, el polvillo de moho acumulado por el tiempo y la inlectura, iba cayendo como nieve en el interior de mis globos oculares. La tercera revelación fue qué caí en cuenta de que no sólo había leído el libro, sino que también había visto la película que, basada en su argumento, hicieron los gringos. Y la cuarta… Que ya se me había pasado la angustia. Por eso suspendí inmediatamente la lectura. Me inoculé gotas de colirio y me puse otra vez a escribir. Un poco antes fui a disculparme con Antonello y Luna, quienes me habían invitado a su cabaña a la siete para celebrar su cumpleaños (de él, ¿ya lo escribí?), que iba a estar “muy bueno debido a que esperaban visitas muy agradables”.

Ahora son las 9:15 p.m. y estoy pensando en la primera revelación. De que soy muy injusto con Carolina, porque si bien es cierto que nuestras peleas verbales -porque nunca hubo siquiera una bofetada o algo parecido- se debían a su misteriosa personalidad y a las dudas y desconfianza de ambos, también es cierto que la mayoría de ellas se suscitaban cuando yo estaba borracho o algo tomado. Que en esos momentos, debido a la actitud que asumía, yo le incitaba un odio profundo. Por eso sus llantos y desesperos. Aunque bebo mucho no me considero un alcohólico. En cuanto al cigarrillo lo había dejado hace año y medio. Lo retomé, recaí, debido a mi actual desesperación. Drogas no uso. Ni tengo vicios ocultos. Lo de los tranquilizantes, los lexos, es de ahora y espero que sean sólo circunstanciales. Que cuando acabe mi tormento queden en el olvido. No soy adicto a nada extraño. Sólo al amor. No soy un hombre maltratador como describe Grisham al padre de Mark, uno de sus personajes de la novela. Y en sus páginas narra: “El único tiempo que su padre -el de Mark- pasaba en casa solía dedicarlo a beber, dormir y maltratarlos”, narra el autor de El cliente.

¡Dios me libre de tamaña locura criminal! Aunque ella, bajo su óptica, debe tenerme en un concepto parecido al que tenía Mark de su padre, al igual que lo tenía su madre, quien era salvajemente golpeada. No, no es que quiera hacer ninguna comparación, ya que no existe ningún parecido siquiera en el imaginario más descabellado entre el personaje de Grisham y yo. Sólo trato de meterme aquí, en este turbador silencio, en la mente de Carolina, en saber qué piensa, cuál es su concepto real de mí. Busco explicarme muchas cosas, como el porqué de tanto odio si apenas tuvimos un cruce de palabras. Ofensivas sí, pero palabras al fin. Las ofensas que ella me profirió aún retumban en mi mente. Muchas, pero muchas de ellas todavía me atormentan, pero la que me perturba enormemente es cuando, muy irritada, en dos ocasiones me dijo: “Para vivir así es mejor tirar por fuera”. ¿Salió de ella, de su corazón o repitió palabras, sugerencias de Rosalía u otra malsana “consejera”? Quiero creer, mi corazón se inclina se inclina en creer la segunda opción, porque esas son expresiones propias de prostitutas, de personas carentes de moral, y quién se lo haya sugerido, sea quien fuese, es una total ramera.

¿Y el amor, los hijos, el afecto, los sentimientos y toda esa comunión de pequeñas, hermosas y maravillosas cosas que conforman un hogar, no tienen ningún valor? ¿Lo único importante es revolcarse en una cama como un animal? ¿Lo único importante es el sexo, la aberración y el placer? ¿De esa manera se forman familias dignas y honestas?... ¡Insólito y aberrante! Como si el matrimonio se tratase sólo de eso: ¡De tirar!... ¡Qué asco! Qué asco me dieron esas palabras salidas de la boca de la mujer que amo con incondicional devoción. Y después se dicen una gran dama. Una mujer decente. Aún me resisto a creerlo. A creer que fue una expresión suya, salida de su corazón.

Son las diez de la noche y voy a acostarme. Pondré de semifondo el CD con el Concierto para Piano Nº 5, Emperador, de Beethoven, cuya dirección orquestal está bajo la batuta de Palev Ricov.





UNA LUZ EN LAS TINIEBLAS



9 de septiembre.



Son las tres y cuarenta y cinco de la tarde. Salto el día de ayer porque fue el más perturbador de mis cuarenta días en la montaña, los cuales cumplo hoy.

Aunque me había prometido no volverlo a hacer, casi enseguida después de despertar mi estúpida paranoia me indujo a otro pequeño recorrido. Si hubiese sabido de antemano lo que iba a ocurrir, me habría quedado tranquilo, aunque desesperado, en la cabaña. Pero, para aderezo de mi tormento, no fue así.

Debido a mi obsesión con el asunto del rústico, como a las diez y media enfilé el auto rumbo a casa de Rosalía. Estaba ahí, como siempre, sin signos de que alguien hubiese movido una sola de sus ruedas. En el camino de regreso una mortal vorágine de pensamientos negativos comenzaron a hacer ebullición en mi cerebro. ¿Quién será?… ¿Quién me la robó? ¿Quién es el ladrón de mi amor? Lo del rústico es pura fantasía, pero de todas formas debe haber otro, me decía. ¿Quién será? ¿Cómo es su cara?... ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica? ¿Será uno de los entrenadores de spinning? ¿Luis David?... ¡No!… Luis David no, ya mi intuición lo descartó. Pero de que hay otro, lo hay. Estoy tan seguro como de que algún día voy a morir. Pero, ¿quién coño de la madre será?... ¡Ah!, me indica un chispazo de cordura. Debe ser el médico. Un médico del ambulatorio de Bello Campo, centro asistencial cuyo número, junto a otros nueves, saqué y copié de las llamadas “entrantes” y “salientes” del celular de Carolina durante los últimos ocho o diez días que permanecí en casa.

En ese entonces las cosas ya estaban malas y dormíamos en cuartos separados. En las noches, mientras ella estaba profunda, me levantaba a hurtadillas y con papel y lápiz en mano me ponía a espiar en su celular. Sólo conseguí nueve. Los fatídicos nueve números, de los cuales durante el día me imponía la tarea de averiguar, corroborar a quién o a quiénes pertenecían. Por supuesto que, a fin de no ponerme en evidencia, hacía las llamadas indagatorias desde teléfonos públicos, todos diferentes y, en muchos casos, fingía la voz, a fin de que si el número al que estaba llamando pertenecía a alguien que me conocía, éste no fuese a reconocerme. Todo un trabajo investigativo que sólo produjo estúpidos y tormentosos resultados.

Aunque desde el momento en que se me ocurrió la “fabulosa” idea de hurgar en su celular seguí haciéndolo durante casi todas las noches que duré en la casa, excepto los primeros nueve números entrantes y los nueve saliente, no pude sacar ni uno más. Carolina es muy astuta. Creo que se dio cuenta y llamada que hacía o recibía, después de hablar las borraba. Eliminaba todo vestigio ellas. ¡Las quitaba de la memoria y archivo del teléfono!

Que tuviese el número telefónico de un centro clínico popular me puso suspicaz. ¿Qué hacía con ese número? Y, lo peor, ella fue quien realizó esa llamada. Y no fue ninguna llamada equivocada porque duró muchos minutos. ¿Y qué hacía Carolina, toda una dama popof, acostumbrada a la atención de las mejores clínica de la ciudad, llamando a un ambulatorio popular dedicado a la atención de personas de bajos recursos?... ¿Por qué?... ¡Será su amante un joven médico que trabaja allí?

Con esa idea fija en la mente y temblando de angustia me trasladé hacia allá. Pasé varias veces frente a la entrada principal del ambulatorio. Realmente no sabía qué estaba buscando O, mejor dicho, sí lo sabía: una pista. Una pista que me entrelazara con las llamadas y el supuesto médico amante de Carolina. Y esa pista me conduciría a otra. Verla a ella entrar al sitio o ubicar su camioneta estacionada en los alrededores.

Mi mente parecía un volcán a punto de erupción. Me decía: “Hoy es viernes. Seguramente vendrá a buscarlo para salir a almorzar juntos, tal como lo hacía conmigo”. Y en el mismo espiral de sospechas, dudas y conjeturas seguía: “Pero, ¿a dónde irán? ¿A qué restaurante? En alguno de Las Mercedes, no. Descartado. Esa zona es frecuentada por muchos de mis amigos y se pondría al descubierto. Seguramente se irán a un sitio lejos de las miradas curiosas o de mis posibles amigos”.

Carolina es experta en eso, en subterfugios. Cuando estábamos de amantes, a fin de que sus padres y familiares no se enterasen de lo nuestro, conseguía cada huequito, cada refugio, que yo, que conozco muy bien la ciudad y sus lugares de moda o ‘reservados’, siquiera imaginaba que existían. De pronto llegó a mi turbulenta mente una visión: “¡Tarzilandia! Ese restaurante es perfecto para amantes furtivos… ¡No!... Mucho mejor sería La cacerola, en El Placer, donde yo había husmeado en días pasados. Sí, ese es el lugar ideal”.

Mientras pensaba y descartaba posibilidades, daba vueltas y vueltas alrededor del ambulatorio. La distancia para dar un giro completo y volver a pasar frente a la instalación, es relativamente corta y como había poco tráfico en la zona, la hacía rápido.

El auto parecía gobernarse sólo. Yo estaba en otra dimensión. En los parajes de la oscura incertidumbre.

Tantos pensamientos lacerantes estaban a punto de acabar con mi cordura. Pensaba en tantas, pero en tantas posibles situaciones, que sentía que el corazón se me desangraba por dentro. Los veía, como si los tuviese frente a mí, cuando entrecruzaban un brindis. Luego, cuando se prodigaban furtivos besos y delicadas caricias. Eso me mortificaba, pero más aún no poder ver el rostro del supuesto amante. No le veía nada. Siquiera mi imaginación me lo permitía. Su cara estaba tapada con una fina capucha de hule blanco, similar a la piel, que se le adhería perfectamente al rostro pero no dejaba ver sus facciones. No le distinguía nada. Ni pelo, ni ojos, nariz o si tenía o no bigotes. Poseía una forma ambigua pero humana. En mi imaginación sólo intuía su elegancia y donjuanería. A veces, borrosamente veía sus manos mientras se deslizaban sobre la falda de Carolina, a la altura de las piernas. Ella, satisfecha, lo permitía. Eso me ponía a punto de un ataque de pánico. Al rato comenzaba a vislumbrar las voluptuosas miradas que se prodigaban, las del preámbulo y, después, ya fuera del restaurante, a ambos desnudos en una cama, dedicados al placer, al sexo apasionado como sólo saben derrochar los amantes que no conocen límites, tal como lo hacíamos los dos, y cuya única frontera es la piel, el deseo ardiente y fundirse en un solo cuerpo en el placer más infinito… Todo, todo eso estaba en mi mente mientras como borrico daba vueltas y más vueltas en los alrededores del ambulatorio.

Al terminar una de ella, distinguí un lugar para estacionarme. Me orillé a la acera y paré al lado de un camión. Era el sitio perfecto. De allí podía ver todo. Al frente, la entrada del ambulatorio y por el espejo retrovisor los autos que daban vuelta en la esquina para acceder a esa vía. Todos los ángulos estaban cubiertos. Y, si mis sospechas eran correctas, si Carolina iba para allá debería, obligatoriamente, cruzar por la esquina que veía por el retrovisor. Era el único camino para llegar al ambulatorio y si iba a recoger a su supuesto amante, yo la tendría en la mira.

Al volante del auto y con el motor encendido, fumaba más que penado a punto de patíbulo. Esperaba y pensaba. Eran las 11:35 a.m. Muy temprano. No era hora para salir a almorzar. Me prepuse esperar y quedar al acecho hasta las 12:13 minutos. Decidí hasta esa hora específica, porque el 13 es mi número de buena suerte.

Estaba tan decidido de terminar de una vez por todas con la angustia que me oprimía, que estuve tentado de entrar al ambulatorio. Mi cerebro ya había concebido un plan: mostraría mis credenciales de periodista y utilizaría cualquier pretexto. Que el diario La mañana me había enviado para hacer un reportaje sobre la efectividad y funcionamiento de esos centros y, grabador en mano, entrevistaría a todo el personal médico en cada una de sus especialidades. De esa forma conocería los nombres de toda la plantilla masculina y fotografiaría sus rostros en mi memoria. Sabía que me las ingeniaría, que haría lo que fuese necesario, con tal de estar en su interior y averiguar lo que pudiese. Ver cómo eran los médicos. Si había entre ellos uno joven y apuesto. Y, si lo había, seguramente ese era el fulano que se estaba follando a mi mujer. Porqué todavía es mi mujer. No nos hemos divorciado. Apenas está comenzando todo.

Al principio la idea me pareció excelente, pero no me atreví. Estaba muy ansioso y me hubiesen tildado de desvariado. Aunque fenomenal, de primera, descarté la idea. No era el momento y mis condiciones anímicas tampoco las más adecuadas para que mi ‘camuflaje’ fuese creíble. Sólo esperaría a que Carolina cruzase por la esquina con su camioneta.

Pasaron varias del mismo color y modelo. Mi corazón saltaba cada vez que avistaba una, aunque no fuese la de ella. Chequeaba. Cuando la matrícula no correspondía, como tampoco los conductores, dejaba escapar un suspiro de alivio. Además, ninguna se detuvo frente al ambulatorio. Mientras esperaba, fumaba y fumaba y por momentos ya no pensaba. Sólo estaba al acecho, como fiera herida, y con todos los sentidos puestos en la dichosa camioneta. Estaba paranoico. Fue un día de total y enfermiza paranoia. Apenas estuve por esos lados cerca de media hora y con cada segundo que pasaba me enfermaba más y envejecía un par de meses.

Pronto, el espiral diabólico de la mente repetía la dosis letal y pensamiento tras pensamiento invadían con fuerza destructora mi ser. Un cigarrillo tras otro y chequeos epilépticos del retrovisor para poder ver “la aparición” que le diera sentido a aquella locura.

El parlante de un auto de la Policía de Chacao me sacó del infernal tormento.

–A todos los conductores que están parados en la línea amarilla, circulen o serán inmediatamente multados y remolcados –conminaba amenazante uno de los funcionarios por el altavoz.

Yo era uno de ellos, y como tenía el motor encendido, fui el primero en moverme. Pensaba irme y dejar todo de esa manera, no obstante di otra vuelta. La del ‘por si acaso’ y por la ‘infalible’ ley de casualidad. Por supuesto, nada.

Decepcionado y prometiéndome que no me daría por vencido, que volvería, decidí abandonar el acecho y regresar a la montaña. No pude quedarme cerca del ambulatorio hasta las 12:13 p.m. como me había prometido por culpa de los policías de tránsito. Abortadas mis esperanzas, me dije: “Iré a la cabaña y me prepararé un buen plato de pasta y, en la tarde, veré qué hago”. Pero mis intenciones se torcieron en el camino cuando la alarma del celular comenzó a sonar alertándome que eran las 12:30 p.m. Y, como aún era temprano y estaba en una vía cercana, decidí dar una vuelta frente a la casa de los padres de Carolina con la esperanza de ver su camioneta aparcada en el garaje. Aunque no tuve ningún presentimiento, me cobijó la idea de que, probablemente, podría haber ido allá, a almorzar con sus progenitores.

Nada. Sólo vi al gendarme que cuida la casa. Creo que él también me vio pese a que puse el tapasol de la izquierda ocultando gran parte de mi rostro. En la parte de afuera de la casa estaba aparcado un auto viejo con varias personas dentro, aparentemente trabajadores.

Seguí de largo y mientras rodaba se me ocurrió otra “brillante” idea. Sin saberlo y menos intuirlo fue, de cierto modo, reconfortante. Tanto, que mi alma se iluminó por escasos instantes. Una luz alumbró las tinieblas de mi atormentado corazón.

Cuento y asiento en este Diario: Se me ocurrió ir al edificio donde vivía, entrar, aunque no tenía el control de la verja de hierro y, primero, chequear en el sótano los puestos de estacionamiento. Una vez concluida esa tarea, ir hasta el buzón de correspondencia con la sibilina idea en mi mente de que podría conseguir el sobre del recibo telefónico del pasado mes a fin de chequear los números, días y horas de llamadas hechas durante ese período, el cual, por supuesto, yo estuve ausente.

En todo eso lo que más interesaba a mi turbada mente era conseguir en el recibo el número del ambulatorio y el del ‘fantasmagórico’ médico.

Pero, mal rayo me parta. Al entrar al sótanos dos, que es donde están nuestros puestos de estacionamiento (son tres en total, aunque únicamente utilizábamos dos) vi aparcado, no en “mí puesto”, sino en el de al lado, un flamante jeep Cherokee azul cobalto último modelo. Al verlo me estremecí de pies a cabeza. En segundo mí mente se volvió un calderero. “¡Es el auto de su amante”!, pensé en automático. “Como hoy es viernes, seguramente mandó a Pablito con su papá y ella la pasará divino, sin estar escondiéndose de nada, con su nuevo hombre. El bebé, mi amado Dorian es tan pequeño que ni cuenta se dará de lo que está pasando. Y como tiene servicio nuevo a quien, seguramente, le habrá dicho que ella es “viuda” todo parecerá “normal”, cavilaba en reflexión paranoica. Mientras mi mente andaba en esos confines, como autómata nervioso mis manos fueron en busca del bolígrafo que siempre guardo en el portapapeles izquierdo de la puerta del auto con el objeto de anotar la matrícula del vehículo, el cual me serviría para posteriores indagaciones. Cuando me dispuse hacerlo, de pronto vi la camioneta dorada de Carolina cruzar la esquina del sótano e ir hacia su puesto a fin de aparcarse. Al notar mi auto y presencia, se detuvo, pensó unos instantes y enfiló la Explorer entre los pilares del estacionamiento zigzagueando a los otros autos que estaban estacionados allí a esa hora con la intención de dar la vuelta y marcharse del sótano. Al intuir sus intenciones, reaccioné, me le adelanté y tranqué el paso con mi auto. Ella frenó y se me quedó viendo fijamente, indecisa, buscando qué hacer. Su camioneta tenía la boca enfilada hacia el estómago del mío, el cual estaba en posición transversa. Bajé el vidrio derecho, levanté la mano a modo de espera y le dije:

–Un momentico. Sólo quiero decirte unas palabras.

Sin hablar y con mirada gélida, se bajó de la camioneta y dirigió hacia mí. Estaba bella, bellamente hermosa, como nunca. Con su esplendido y reluciente cabello rubio ángel parecía regresar del Edén, aunque en realidad venía de la peluquería.

–Yo no tengo nada que hablar contigo –expresó indignada al tenerme cerca y enseguida agregó–: ¿Sabes lo qué me provoca?

Dicho eso, con la interrogante flotando en el aire, a pasos largos regresó a su camioneta y buscó algo en la parte trasera. Yo estaba paralizado de dicha al verla, aunque por instantes pensé que había ido en busca de una pistola. Agarrado in fraganti husmeando en su edificio. “Acoso y maltrato inhumano” veía escrito en el sumario policial. ¡Listo! Todas las atenuantes estarían en mi contra. No sabía qué hacer. Impávido esperé, fuese lo que fuese, con el cinturón de seguridad todavía abrochado. Es que todo pasó tan de repente que siquiera tuve tiempo de pensar en una reacción defensiva. Y no podía pensarla jamás, porque en todo mí ser, como perfume de dioses sólo flotaba su olor y lo hermosa que estaba.

Fueron instantes, segundos. Pronto la vi regresar con un paraguas plástico color lila y comenzó, a través de la ventanilla que tenía abierta, a golpearme levemente ya que no tenía espacio para tomar impulso y hacerlo más fuerte.

– ¡Esto es lo qué me provoca!... Darte duro, desgraciado –decía iracunda mientras me golpeaba.

Con mi mano derecha, que era con la única que tenía facilidad de movimiento, en dos oportunidades le inmovilicé el paraguas para que su punta no fuese a perforarme un ojo e, igualmente, pudiese escuchar mis razones. Mientras lo sostenía, balbuceaba nervioso: “Porqué mí amor, si yo te quiero mucho… ¡Te amo!... No hagas eso mí amor. Te quiero mucho”. No obstante ella no entendía nada. Estaba tan fúrica, que creo que ni se dio cuenta de que le estaba hablando. Sólo buscaba desahogarse. Hacia lo imposible para liberar su furia. Me puyaba y daba bastonazos cortos. Pese a ello, su cara y sus ojos no denotaban odio. Seguía bella, pura y hermosa.

–Pero mi amor… Mi amor, yo te amo mucho… –seguía diciendo entre dichoso y nervioso mientras recibía mi paliza.

–Eso a mí no me interesa –al fin expresó mientras seguía bastoneándome con el paraguas.

Mientras todo sucedía, por detrás de mi auto, entre el poco espacio que tenía libre, se coló el Swit Chevrlotet verde oscuro que solía estacionarse donde está ahora el jeep Cherokee. Del vehículo se bajaron el viejo y su esposa, quienes, cuando todavía vivía allá, siempre que nos cruzábamos me saludaban con mucho afecto y respeto.

En ese preciso instante, extenuada y en vista de que no podía hacerme el suficiente daño que quería a través de la ventanilla, Carolina comenzó a golpear con fuerza el techo del auto. Mientras lo hacía, y con los ancianos de espectadores, gritaba:

–Lo que no te perdono es lo de Luis David… ¿Cómo se te ocurre?... Me ofendiste mucho… Me llamaste puta… –recriminaba mientras seguía golpeando con el paraguas el techo.

– ¡Está bien!… Está bien… ¡Perdóname!... Al menos déjame ver al niño –supliqué con dolor.

–Eso lo decidirán en el tribunal –gritó.

Como siquiera me escuchaba y seguía enloquecida golpeando el techo y luego el capó, adelanté un poco ya que tenía el motor enmarca, con la intención de irme. Al percatarse de ese mínimo movimiento, ella, paraguas totalmente destrozado en manos, se retiró hacia la camioneta. Con la vista fija en sus movimientos, esperé otros instantes. Luego decidí marcharme, dejar las cosas hasta ahí y evitar que se enfureciese aún más.

Fue reconfortante verla. Estaba tan bella que ni la furia pudo opacar su hermosura. Presentí que aún me ama. Pero que por su orgullo y carácter nunca perdonará mis ofensas y dudas.

Pero esa la felicidad, la dicha que me causó verla, duró poco y mis esperanzas se fueron con ellas.

Apenas salí del edificio mi alucinante mente volvió a torturarme: “¿Si toda esa escena de mujer indignada fue sólo un teatro para evitar que anotase la matrícula del jeep?”, pensé. Y seguí alucinado: “De seguro que cuando llegó presintió que esas eran mis intenciones. Por eso el teatro. Para proteger a su amante. Ahora estarán almorzando juntos. Él estará sentado en el puesto que me correspondía en la mesa, y riéndose de lo lindo de la paraguada que me dio. Y después, para celebrarlo, se encerrarán en el cuarto para hacer amor”.

¡Maldita mente la mía! ¿Por qué, mi Dios, no me llevas de una vez por todas hacia la locura más absoluta y me liberas de la tortura del pensamiento?... Dicen que los locos no piensan. ¡Qué felices ellos!... ¡Qué afortunados son!

Ideas, ideas y más ideas aterradoras me asaltaron durante mi retorno a la montaña mientras bebía gin de mi carterita cuarto de litro y fumaba un cigarrillo tras otro. Me importaba un bledo que los demás conductores me viesen empinar de esa forma tan epiléptica el envase plateado forrado en cuero marrón donde tenía mi pequeña reserva de alcohol. En ese instante había perdido la vergüenza, el amor propio y todo deseo de vida. De mis ojos, los cuales estaban ocultos tras grandes lentes oscuros de plástico negro, salían lágrimas que se unían y confundían en una danza de dolor junto a las de mi lagrimeo “natural”. No recuerdo cuántas veces estuve a punto de chocar, de estrellarme contra otros autos, aunque no iba a gran velocidad pero debido a la angustia mordía sin percatarme las líneas de los otros canales. No sólo me salía de la vía, también estaba a punto de salirme de mis cabales. Conductores que venían por la vía contraria me alertaban tocando frenéticamente las bocinas de sus autos y alguna que otras maldiciones que yo no escuchaba por tener los vidrios subidos.

Sería eso de la una y veinte de la tarde porque cuando salí del estacionamiento vi el reloj y marcaba las 12:54 p.m.

De pronto, el timbre del celular me regresó un poco a la realidad. Era Alfredo Díaz. Me informó que había hablado con Luis David y éste le dio una serie de explicaciones sobre mis infundadas sospechas. Dijo que él le creyó. (Ahora sí lo entiendo y también le creo porque ya lo saqué de mi lista de virtuales sospechosos. Apenas había sido la primera ‘víctima’ de mis sospechas). También me dijo que el crédito para el periódico nos fue concedido por ciento veinte millones de bolívares y que estaban esperando por mí. En el desespero que tenía le dije que ya no me importaba nada. Le conté con todos los matices de angustia que vibraban en mi ser lo que me había pasado con Carolina momentos antes. Me aconsejó que me quedase tranquilo y que no le provocase ira. Que le diese tiempo al tiempo. Que el tiempo iba lo aclarará todo. Sé que así es. Qué esa es la realidad. Pero el consejo estaría muy bien para una persona calma, tranquila y sin problemas, pero para un desesperado por amor el tiempo es su peor enemigo porque te mata física, mental y espiritualmente.

Terminé la conversación con Alfredo suplicándole que si Carolina lo llamaba le dijese que la amaba. Que sólo su amor me importaba.

A llegar a la cabaña, del cuarto de litro de gin ya no quedaba ni un una gota. Sentía que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Me eché boca abajo en la cama y rompí en corto llanto.

Tendido en la cama, el azul cobalto de jeep reflejaba en mi cerebro. Instintivamente me incorporé, cambié la camisa manga larga azul a cuadros que vestía y puse una franela mangas cortas Banana Republic color gris con rayas negras, saqué otro par de lentes (por eso del disfraz, de pasar un poco desapercibido) y volví a salir con la idea de ir a espiar por los alrededores de casa.

Mientras conducía las elucubraciones volvieron a granel: “Si es médico o quién coño sea, deberá regresar al trabajo en la tarde. Quizás si, quizás no”. Aparcaré a una distancia prudencial para verlo bien cuando pase. En cuanto a lo del puesto de estacionamiento, pudo haber sido que un nuevo residente se equivocó y aparcó donde no debía. El mío era el 283 y él estacionó en 282. ¿Una simple equivocación? Y si no era así, y si ese era el amante sin rostro, “Carolina tuvo que haberle dado el control que yo usaba para franquear el enverjado. Yo pude entrar porque los guardias me conocen y abrieron la reja eléctrica. No deben saber nada de mi separación… ¿Quién sabe? Con lo chismosas que son las mujeres de servicios seguramente le habrán comentado algo. Ellos, los guardias, siempre le hacen fiesta a ver si pescan en río revuelto y se las llevan a la cama. A muchas les gusta la rochela, más aún si son solteritas”.

Pensaba en todo, hasta en las cosas más insólitas y absurdas. No obstante la impaciencia mezclada con una buena y rica dosis de desespero mortífero, casi suicida, me hizo abandonar esa fantasía por otra “mejor”. Busqué un punto de observación en una colina, por la carretera del El Saltillo, ubicado en el estacionamiento de un buen surtido establecimiento de venta de frutas, verduras y legumbres. Saqué los binoculares y apunté hacia la terraza del pent house en la esperanza de penetrar con ellos a través de los ventanales ligeramente ahumados. Pero nada. Los lentes son de poco alcance y no pude ver nada. Además, ambas manos me temblaban de forma tal, que siquiera pude lograr un buen foco.

Decidí entrar a la frutería para evitar sospechas, suspicacias y preguntas incómodas, como las de “qué estaba usted haciendo tanto tiempo en el estacionamiento”, y adquirir algo. Vi unas lentejas y las compré. Pregunté si tenían bicarbonato. El dependiente contestó afirmativamente mientras me observaba con ojos recelosos (Quizás me vio observando con los binoculares). También adquirí el dichoso bicarbonato. Al regresar al auto volví a intentar con los binoculares, pero las manos me traicionaron nuevamente. Abandoné el sitio y me puse a buscar otros puntos de observación más cercanos. No los encontré, pero si llegué a un automercado. Me bajé, compré dos botellas de gin y decidí volver a la cabaña, pero los reflejos de mi mente condujeron el auto hacia la urbanización La Manzanita, donde vive el hermano mayor de Carolina, quien tiene una Cherokee idéntica a la que vi en el sótano de estacionamiento, pero, creo, color verde botella o azul. Quería cerciorarme de que si la que estaba ahí, en el estacionamiento de la casa, no era la de ningún amante sino la de su hermano. Mientras seguía machacando en mi mente: “¿Qué hacía allí esa camioneta?... ¿De quién es en realidad?”. Quería dilucidar de una vez por toda esa martirizadora interrogante. Los vecinos, los dos viejitos de Swit verde, estacionaban a veces ahí su otro auto, uno plateado y de modelo reciente. “¿Será de ellos?... ¿Habrán cambiado de auto en estos cuarenta días que he estado en la montaña? ¿Y por qué cuando llegaron, cuando Carolina me tenía sometido a paraguazos, no estacionaron en su lugar habitual? ¿Estarían ellos antes, desde hace mucho tiempo atrás, usurpando un puesto que no les correspondía pero que al mudarse el nuevo propietario tuvieron que desocuparlo? ¿O el cambio fue idea de Carolina a fin de no levantar sospechas?... Pero ese puesto, ¿en realidad nos corresponde a nosotros. Es de Carolina o no?”… ¡Oh, confusión maldita!... Ahora tengo dudas de que así sea… Creo que el puesto no es nuestro… No lo sé… Ahora no sé nada, Sólo la confusión palpita en mi mente.

Al llegar a la quinta de su hermano vi un sirviente lavando el piso de la entrada. El estacionamiento está enrejado y la visibilidad es mínima, pero pasando a poca velocidad se puede observar qué autos y cuántos hay adentro. Estaba vacío. Nada. Ni la Cherokee de su hermano ni ningún otro auto.

Decepcionado, amargado en grado de frustración excesiva y con una alta dosis de desespero recorriendo todos los circuitos eléctricos de mi cuerpo al fallar en todos mis intentos y con el corazón burlado, humillado y pisoteado, otra vez conduje hacia la montaña.

Al llegar me conseguí a María, la psicóloga, y a su amiga Mariana. Habían ido a chequear los adelantos en la construcción de su cabaña, la cual ya reservó dejando un depósito. María me dijo que quería mudarse pronto, lo más pronto posible, porque no podía seguir viviendo donde estaba. Me reveló el porqué en un cuento corto, rápido y preciso, el cual no entendí con claro convencimiento.

–A la mujer se le fue el yo-yo (o sea que enloqueció). El tipo (o sea el esposo de la mujer que se volvió loca de bola) se adueñó de la casa y echó a todos afuera, hasta a sus hijos y a mi me dio poco plazo para desocupar y se me está acabando... Urge que me venga –fue su muy particular explicación, pese que yo no se la había pedido.

Invité a las dos mujeres a tomarse un trago en mi cascarita. Pese que tenía los ojos ocultos tras los lentes oscuros notaron que destilaba desespero por cada uno de mis poros. María se excusó diciéndome que era muy temprano para ella. Mariana, en cambio, expresó que no tomaba licor. Que era abstemia.

Charlamos un ratico más. Más que todo fue un cruce de banales palabras y hechos sin relevancia. Pronto se despidieron. Ambas son muy lindas y simpáticas. Deben estar cerca de los treinta años. La vi subir por la empinada cuesta en busca de su auto. Mientras observaba sus buenas y contorneadas figuras, se me ocurrieron muchas ideas no muy santas. María es chiquita, un metro sesenta y cinco a lo sumo, de pelo rubio artificial, el cual lleva desordenado, aparentando ser toda una desenvuelta femme fatal. Marina es un poco más alta, debe estar en el metro setenta y dos, y tiene un hermoso pelo negro, el cual le baja con perfumada delicadeza más abajo de los hombros.

Al irse entré en la cabaña, tomé la carterita, la cual había vuelto a llenar, un paquete de cigarrillo, que destapé con pensativa parsimonia, el yesquero y me dirigí hacia la parte trasera de la cabaña de Antonello y Luna. Les hice una pregunta, di media vuelta y regresé a la mía con la intención de seguir escribiendo, pero no pude.



PAUSA DE HAMBRE: Son las 8:53 p.m. Acaba de entrar Antonello con un plato. Me trajo una exquisita arepa de jojoto (mazorca de maíz amarillo) frita en mantequilla, cuya masa anteriormente había sido mezclada en papelón, leche y un poquito de harina pan. Arriba de la arepa estaban dos lonjas de queso amarillo, del paquetico que en la tarde yo les obsequié cuando me dijeron que iban a preparar ese tipo de arepas. Nunca, en mi vida, había probado algo así. Su sabor, textura -crocante por fuera y mórbida por dentro- y con el maíz, algunas perlitas de maíz, que se desprenden de la masa con cada mordida, las hacían únicas. Me la comí con tantas ganas que casi la devoré. Ahora voy a devolver el plato y al regresar seguiré con el Diario… Aunque, mejor espero por la otra “tanda” que dijo están tostando y que me iba a traer. Pensándolo bien, ya que se está demorando mucho, mejor me le asomó por detrás de su cascarita.

Bien, suficiente.

Comí cuatro de esas delicias. Al terminar la última y mientras le ofrecía un trago a Antonello, me disculpe por no asistir a su cumpleaños.

–Ayer no pude acompañarte porque me sentí muy mal, pero hoy si puedo hacerlo –expresé sincero y con ganas de comenzar una desesperada “parranda”.

Después de escuchar mi disculpa Antonello tomó mi carterita y apuró un largo trago. Al concluir me invitó a entrar a su cabaña, donde nunca había estado.

– ¡Espérate! –aguanté animado–. Primero voy a buscar una botella de verdad verdad y unos Cds. para escucharlos.

Regresé a la cabaña tomé las cosas, entre ellas el CD de Soledad Bravo Con amor.

–Este es mi preferido –manifesté mostrándoselo apenas sobrepasé la puerta de su cascarita–. Ponlo de primero… Y la que me mata es la canción Nº 12, Quiero ser feliz.

Me hizo bien la invitación. Antonello, Luna y yo comenzamos una amena charla. Al principio yo llevaba la voz cantante. En mi monólogo les confesé todo lo que me estaba pasando. Con lágrimas en los ojos les conté lo que me había sucedido horas antes. El asunto de los paraguazos y todo lo demás. Antonello y Luna me aconsejaron. Me dijeron que le diera tiempo al tiempo y si se ponía muy estúpida que la mandar afanculo (o sea, pal carajo). Que lo que importaba era yo, un hombre valioso y de buenos sentimientos. Luego de este, mi primer y verdadero desahogo, eché a llorar como un niño. Me consolaron y volvieron a consolar. Ya nos habíamos tomado la segunda botella de gin, porque al terminarse la primera, yo corrí a buscar otra en la cabaña. Luna destapó una lata de aceitunas rellenas y preparó unas galletitas con queso derretido encima. Yo tenía en el estómago sólo las dos lonjas de pan con mermelada que comí en el desayuno. La mona fue rápida y grande. De pronto perdí la brújula y todo sentido de ubicación.

Hoy Fernando me dijo que le diera las gracias a Antonello porque me cuidó, que estuvo todo el tiempo a mi lado como hada madrina. También, a fin de hacerme sentir peor de lo que me sentía, me dijo que anoche estaba fuera de mí. Que me llevaron a dormir pero que de repente aparecí con un largo cuchillo militar, de los que usan los soldados Cazadores de selva y con una franelilla toda desgarrada. Que se asustaron mucho. Que me le metí en la cabaña a Andreína y le dije: “¿Qué te pasa, tú no eres la parlanchina, la que habla mucho?”. Y la pobre se asustó mucho. Estaba muda, gélida, aterrorizada por mi inesperada irrupción en su cabaña, me contó Fernando. Su mujer, Sonia, también se espantó porque creyó que por la borrachera me podría caer y clavarme el cuchillote que cargaba. Sin alboroto y con persuasión me volvieron a llevar a la cascarita y allí me quedé dormido tal como estaba vestido. Me dijo que no hubo falta de respeto, pero que, por hoy, “estaba castigado”. Ellos ahora (son las 9:30 p.m.) están reunidos y tomándose unos tragos en las afueras de las cabaña junto a un amigo de Fernando y Sonia. Yo aquí, escribiendo y tomándome media botella de gin que tenía a buen resguardo. Gracias a Dios que voy a concluir, creo que esta misma noche, el Diario. Debo dejarlo hasta aquí, es imperativo. De otra forma voy a terminar verdaderamente alcoholizado o loco.

Anoche, pese a la súper borrachera, me acosté con una idea fija en mente: despertar en la madrugada y meterme en el sótano del conjunto residencial donde vivía y anotar la matrícula del jeep.

A las 4:05 a.m., en pleno corazón de la madrugada, de un salto dejé la cama. Me quité el blue jean negro con el que me había quedado dormido, me puse un mono de gimnasia y zapatos tenis. Lavé la cara, me tomé otro trago que había dejado servido en un vaso y salí. La borrachera casi había pasado. La noche estaba fría y la carretera solitaria, pero llegué. Al fin llegué frente a la puerta eléctrica que da acceso a los estacionamientos. Les di un corto toque de corneta a los guardias. Uno, que al parecer estaba dormitando, abrió sin chistar ni preguntar nada. Mientras con el auto bajaba hacía el sótano me sorprendió una taquicardia, pero seguí. Quería estar pronto frente a mi rival: la Cherokee azul. Esperaba no verlo o, lo peor, verlo estacionado en mi puesto, pero estaba allí, tal como lo vi en la tarde, con la tropa hacia delante. Al parecer no había sido movido. Anoté las placas: NAT 47N y abajo Monagas, el estado donde había sido matriculado. Las dos camionetas, la Explorer de Carolina y la Cherokee, estaban una al lado de la otra. Parecían dos amantes furtivos. ¡Qué rabia!... ¡Qué celos!

Sólo olvidé algo. Tocar el capó de cada uno de los vehículos para ver si estaban calientes, tibios o fríos. De esa forma sabría si alguno de ellos había aparcado recientemente (en caso de que salieron y regresaron al ‘nido de amor’ de madrugada) o, por el contrario, no habían sido movidos por horas. Esa corroboración la aprendí de la propia Carolina. De esa forma chequeaba, cuando me quedaba sólo en casa, pintando o escribiendo, si había salido o no durante su ausencia. ¡Mujeres!... No obstante, yo debía hacerlo por “causas vitales” y era imperativo, pero fallé. Quizás por los nervios. Era evidente que ella había ido a la peluquería y, normalmente, siempre lo hace cuando tiene una fiesta, reunión o salida nocturna. Si hubiese estado caliente o tibio alguno de los dos, obviamente habían salido a parrandear.

Cuando regresé a la montaña ya eran las cinco y algo de la madrugada de hoy sábado. Me refugié en la cascarita y enseguida me puse a elucubrar, pero un coro de impertinentes gallos no me dejaba pensar en paz ni en silencio. Sorbí el poco de gin que todavía le quedaba al vaso que dejé sobre la repisa, me chupé un cigarrillo y con los pocos que quedaban en la cajetilla fui hacia la parte trasera de la cabaña y me quedé observando el despuntar del nuevo día que se colaba entre los árboles. ¡Qué espectáculo más hermoso!... ¡Qué amanecer tan celestial!

“Lo describiré ahora. Mañana olvidaré toda esa alucinante fantasía”, pensé mientras lo veía. Tomé papel y pluma y, como pude, ya que la borrachera volvió a tomar cuerpo, anoté lo siguiente en la hoja que estoy releyendo y transcribiendo ahora. “Al principio todo es bruma. El color negro, la muerte que cabalga sobre sus corceles de furia, es el rey del firmamento. No se conmueve con nada, apenas deja ver una débil silueta de la Cordillera de la Costa. La más distante. Todo está dormido en el cielo y la lontananza. Hasta los sueños duermen. Pero, poco a poco, la vida, la primavera del nuevo día comienza a murmurar en la lejanía y paleta en mano El Creador esboza un boceto al carboncillo. Líneas tenues, otras difuminadas al azar, danzan al movimiento creador de sus manos. Ha comenzando la sinfonía silente del amanecer. El Dios del universo trabaja apasionado, con armonía y subyugante precisión. Pronto, lo que apenas era una mancha en el cielo se convierte en la montaña más lejana, pero no es color verde selva sino de un gris triste y melancólico. Todavía sueña y, en medio de bostezos, empieza, majestuosa, a erguirse escoltada en su cima por cuatro danzarinas nubes pinceladas al desdén de un alegre gris. Las laderas, las pequeñas doncellas que con su encanto visten a la montaña, comienzan a juguetear a las escondidas y sólo dejan asomar sus ondulantes y moteadas curvas. Poco a poco todo va tomando cuerpo y presencia. Parecía que el hada de la primavera había roto las cadenas de la noche y escapaba hacia la libertad del nuevo día. Corría, corría, en busca de la verdad que le habían ocultado tras un paño de seda negra pero aún estaba lejana. Entretanto, tres estrellas, que reunidas una al lado de la otra forman un celestial triángulo titilante, brillaban sobre mi cabeza. La de la punta superior emitía un destello divino. La miré varias veces invocando paz a mi atormentada alma. Luego le lancé, con todas las fuerzas de mi deshecha alma, un furtivo beso. No quería que las otras se encelaran por mi atrevimiento, por eso lo hice en forma clandestina. Mientras me deleitaba viéndola, hacia el este, el cielo comenzó a teñirse mansamente de color naranja aperlado. Se percibían sus esfuerzos por desembarazarse de la cobija de la noche. Más allá, en el fondo, en la lejanía más lejana, el horizonte nacía bajo un cortejo de bien formadas caravanas de ribetes rojos. Precedían el dorado carruaje del majestuoso astro rey que, aún somnoliento, se resistía a despertar al nuevo día. En un abrir y cerrar de ojos toda la inmensa bóveda del universo comenzó a tornarse en pálido celeste y de las tres estrellas que acompañaban mi soledad sólo queda una, la más titilante. Me despedí de ella en sollozo interior porque sabía que también pronto partiría. En un arrebato la montaña se tornó verde oscuro. Unas pinceladas más y aquel verde menos distante se convirtió en más claro y las sombras a sus costados comenzaron a darle volumen y belleza. Las pocas nubes, que como motas de algodón estaban cerca, a varios codos de las tres estrellas, iniciaron su huida al suspiro de la madre de los vientos. El sol aún no había asomado su reluciente calva. Pero hacia el este, todo lo que estaba alrededor de su reluciente lecho, empezó a sublimizarse en perfecta armonía. Era como si el duende de la inmensidad hubiese encendido la luz en la casa del sol, pero este se negaba a abrir sus ojos todavía. El escenario estaba impecablemente montando, sólo faltaba la presencia de su protagonista en escena. Pronto, del fondo del proscenio del universo, bajo luminosos reflectores y marquesinas multicolores, se anunció la salida del rey. En amoroso abrazo, la bruma se resistía despedirse en algunos recodos de la montaña. En soplos, el cielo, todo el inmenso cielo se teñía en azul seda claro y límpido, no así mí vida de desesperado, pero no importa. Aquí me quedo, tiritando de frío. Tratando de comprender el mágico encanto de la vida y los misterios del universo. Aprendiendo de su silencio. Aunque mi alma agonice, seguiré extasiado viendo el amanecer, el crecimiento, el parto del niño-día. En segundos todo cambia, así como cambian los pensamientos. Adivinando mis tristezas, con una sonrisa dibujada en sus labios el rey sol me muestra sus ojos. El cielo comienza a ser cielo como el cielo nuestro de cada día, con su color de fantasía y vida, y yo vuelvo a ser atormentado por mis desespero. No hay tregua. Ni paz, ni perdón, misericordia o felicidad. Pero no importa, hoy me deleito con las aves, esos seres de bellos plumajes, porque ya comenzaron su sublime concierto lleno de canciones de amor. Los sigo en su vuelo y los busco en la espesura. Traviesos, ellos juegan a las escondidas conmigo. Los buscó pero no los encuentro. Sólo escucho su música y en mi búsqueda el fulgurante sol punza mis cansados y enfermos ojos. El nuevo día brilla pleno de felicidad y estoy feliz por ello. Me alegra haber presenciado su renacer. Ahora lo dejaré solo, para que arrulle a la vida. Yo regresaré a la cabaña y trataré de dormir al canto de los armonios acordes de los pájaros”.

Fue lo escribí en la madrugada y acabo de transcribir ahora.

Siento ahogos en el alma. Gritos en la conciencia y desespero en mi paz. El alucinante tormento que me acompaña indica que debo concluir este Diario hoy. Que no tiene objeto que lo siga escribiendo.

Según mi celular son las 11:41p.m. de un día que ya no recuerdo cuál es y tampoco me importa. Hoy al mediodía hice tres llamadas a casa. Una casi detrás de la otra. Hablé con Elsa y el bebé. Si ella no mintió, si dijo la verdad y no la que Carolina le dijo que dijera. Si no fue instruida y aleccionada por ella en tal sentido, el Diario debe morir. No sé si yo también.

Nuestras tres conversaciones las grabé. Espero que las haya hecho en forma correcta para escucharlas y copiarlas en toda su fiel exactitud.

Primera llamada:

– Ah, ¿quién es? –pregunté al no reconocer la voz, quizás debido al angustioso tormento que llevo encima desde ya hace mucho tiempo.

–Elsa, señor Leonardo –respondió extrañada la mujer de servicio.

– ¿Cómo estás?… ¡Al fin llegaste! –pregunté un poco animado al saber que podía hablar con alguien que podría darme alguna pista sobre Carolina.

– ¡Si! –contestó muy atenta y dispuesta.

– ¿Supongo que estaba de vacaciones?

–Si –respondió con otro monosílabo.

– ¿Fuiste a Aruba? –interrogué con desenfado buscando una respuesta afirmativa.

–No –negó en forma rotunda –. Espere un momento… Ya va…Ya va… –atinó a decir mientras la percibía alejarse un poco de la bocina.

–Mire… ¿Y mi bebé?... ¡Póngamelo! –urgí presintiendo que me iba a dejar con la llamada colgada.

– ¡Ya va!... Ya va…–dijo confusa, como si alguien, muy a su lado, le estaba dando instrucciones. Seguramente Carolina, de ahí las siguientes contradicciones.

– ¡Ya!… Ya…–escuché de pronto del otro lado de la bocina. Era mi adorado Dorian.

– ¡Hola papito!... ¡Qué niño tan lindo!... ¿Cómo está mi bebé querido y adorado?... ¿Te olvidaste de mi?... ¡Hola papito!... ¡Hola! –insistí con mis saludos, pero del otro lado mi amado Dorian no hablaba. Se había quedado ‘mudo’.

Hacia el fondo escuchaba la voz de Elsa que le decía: “Dile que estás almorzando”.

– ¡Hola!... ¡Hola! –dijo mi bebé en tono suave pero muy nítido y claro para su corta edad.

– ¿Qué otras palabras dices? –pregunté, pero se quedó calladito, sin saber qué contestar o decir.

– ¡Aló!.. Mire, señora Elsa…–requerí con cierta intranquilidad y desesperada premura.

– ¡Papá! –pronunció Dorian, quien seguía a la bocina, en perfecta dicción.

– ¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! –repetí yo y volví a insistir para que la señora Elsa se pusiese al teléfono–. Señora, Elsa… ¡Aló!... ¡Aló!... Señora Elsa, ¿usted está sola? –pregunté.

La debía interrogar. Además, Dorian se había ya cansado de “hablar”.

– ¡Claro!... Por eso es que le estoy hablando –contestó al tomar nuevamente el teléfono.

– ¿Pero usted no fue para Aruba con ella? –pregunté.

–Ella se fue antes –precisó–. Yo me fui con la señora Angelice (la hermana-confidente de Carolina) el día diecinueve (agosto).

– ¿Para Aruba?... Ah, usted se fue con Angelice.

– ¡Sí!… Sí… Primero estuve en mi casa, en el Guárico, y cuando regresé me fui para allá con la señora Angelice.

– ¡Ah!... O sea que ella estuvo sola todo el tiempo.

– Sí, ella se fue con el bebé –afirmó sin dubitar.

–Mire déle mi bendición al niño, oyó –respondí entre pensativo y confuso.

–Bueno… Mire, le tengo que dar unos mensajes –precisó Elsa–. Usted sabe que yo cumplo órdenes.

–Bien dígamelos –accedí con el corazón acelerado.

–Ella dice que no tiene ningunas ganas de hablar con usted.

–Lo sé… Ayer me cayó a paraguazos –respondí haciéndole ver que había entendido el mensaje.

– ¿Ayer? –repreguntó ella algo extrañada.

–Sí, ayer –reconfirmé.

–Bueno, ella también dice que van a hablar sólo cuando estén en el bufete de su abogado. Que lo va dejar ver al niño después que hable con el abogado, pero señor Leonardo, no se preocupe, puede llamar para acá a eso de las doce y veinte del mediodía, hora que aquí, como usted sabe, no está la señora, ¿entiende?

–Sí, a la misma hora que estoy llamando ahora –la interrumpí.

–Así es… O como a eso de las nueve y media (de la mañana). Ella, por ahora, siquiera quiere que hable con el niño… Yo, por mí lado no quiero problemas, ¿entiende?... Es un favor que le voy a hacer porque sé que usted es buena persona…

– ¿Pero qué le pasa a ella? –la atajé.

– ¡Ay, yo no sé! Ahorita se fue para casa de su papá a llevarle unas cosas a su hermana que llegó de viaje…

–Pero ella está como enloquecida –sentencié tajante con un dolor que me perforaba el alma.

–Usted sabe que ahí yo no me meto.

–Sí, pero ¿está mal?… ¿Muy intranquila?…

–No, señor Leonardo. Ella está tranquila. Yo no lo veo así.

–Sí, pero por dentro está que arde, porque ayer, como le dije, me cayó a paraguazos. ¿Usted estaba en la casa ayer? –indagué para saber si el supuesto amante de la Cherokee azul o cualquier otro hombre estaba arriba con ella.

–Si, ayer yo estaba aquí. Ayer fue que llegó su hermana.

–Ah,… ¿Quién?... ¿Indira?

–Sí, Indira. Llegó a las cuatro de la tarde.

–Pero yo ayer al mediodía fui a buscar unos materiales de pintura que están en el maletero y coincidí con ella cuando llegaba… Después vinieron los paraguazos y ese poco de golpes… –mentí para disimular las verdaderas intenciones que me llevaron a estar en el sótano a esa hora, aunque ciertamente tengo un montón de cosas arrumadas en ese maletero, hasta ropa, zapatos y buenos trajes que ella, después de vaciar todo el closet con mis pertenencias, las “archivó” en ese nido de ratas y cucarachas.

– ¡Jajaja!… Ja –respondió con una risita de asombro y complacencia.

–Supongo que debe estar fúrica por eso –indagué para saber si sufría igual que yo.

Acabado de decir esto el diálogo telefónico sufrió una pequeña interrupción. De repente dejó la bocina. No sé si fue para ir a atender a Dorian o para escuchar “órdenes” de quién sabe quién, porqué enseguida, al retomar la conversación, cambió de tema. De seguro había alguien a su lado. Quizás la propia Carolina.

Además, si su hermana llegó de Italia y ella fue a visitarla a casa de su padres, porqué no llevarse a Dorian. Pudo haberlo hecho ayer. Lo pudo haber llevado ayer para que su tía viese lo grande y hermoso que está. Pero, ¿por qué dejarlo solo con el servicio en casa un día sábado? Mientras me hacía estas interrogantes y esperaba a que Elsa volviese a tomar el teléfono, vino su cambio de tema y otra corroboración de que mentía, ya que en mi sorpresiva pregunta de que si había ido a Aruba afirmó que “no”. La había traicionado el subconsciente. Luego, para resarcir el error y por indicación de quien tuviese al lado en ese momento, dijo que “sí”, que había ido a Aruba. Cambió todo el panorama en instantes y eso es raro, propio de una persona que miente. Bajo presión o no, pero miente. No dice la verdad o la tergiversa a su antojo y eso, esa táctica malévola, es propia de Carolina, toda una artista en el camuflaje de la verdad. Tanto, que a veces la martiriza. A veces martiriza la verdad de tal forma que ella, siendo la victimaria, la que comete el delito, enseguida se convierte en víctima. Es tan descarada, que aunque la sorprendas in fraganti en una cosa banal y más que insignificante, como, por ejemplo comerse una ración de leche condensada, que le encanta, ella sostendrá hasta la muerte que no fue así, que no fue ella, que a quien vieron no era ella… Lo sé, una persona de temer, pero la sigo amando.

Retomo y transcribo la primera y atormentante conversación con Elsa y su mar de contradicciones.

–Bueno, me imagino. En Aruba estuvo su hermana… (Aquí utilizó el verbo en tiempo pasado, como si alguien a su lado se lo hubiese indicado en ese momento y ella lo único que hizo fue repetirlo. Extraña, su forma de hablar). La cuñada de ella se fue prim… Ellas se fueron juntas…

– ¿Con quién? –pregunté dócil, suave y con mucho desenfado, como si no me importase aunque, la verdad, estaba que ardía de furia, impotencia y a punto de estallar.

– Con Marisela… Estaban todos…

–Ah, se fue con Marisela a Aruba.

– ¡Ajá! Después yo me fui con la Angelice.

–Bueno, por favor bendiga a Dorian y déle un montón de besos de mi parte. Dígale que no volveré a llamar. Que es mejor así… –afirmé con una contenida ganas de llorar porque me sentí burlado, humillado y más que engañado.

–Pero…

–Lo haré a las horas que usted me indicó –aseguré recapacitando y echando a tierra mi impulsiva decisión anterior–. Bueno, chao señora Elsa… Voy a trancar porque el teléfono están por cortármelo, okey…

– ¡Okey!... Bueno, pues.

–Chao, besos al bebé.

La conversación estuvo llena de contradicciones. Además, cómo iban a caber todos en la Explorer. Supongamos que Carolina iba al volante aunque no le guste conducir. Marisela a su lado, en el asiento delantero. Atrás, el bebé bien asegurado en su silla de viaje, la cual ocupa bastante espacio, junto a Milángela y Federico, los hijos de Marisela, y Elsa, la nana y, para colmo, un poco más atrás todo el equipaje. No cabían. Elsa se enredó. Olvidó echar bien el cuento. Se evidenció cuando titubeó y casi se descubre en su propia mentira cuando dijo: “Marisela se fue prim…”, cosa que pronto corrigió al decir “se fueron juntas”. La perdono. Elsa es buena persona y se ve que no sabe mentir. Fue inducida a hacerlo. Tenía que preservar su trabajo. No tenía otra alternativa. Carolina la hubiese despedido y sacado enseguida de la casa si no hacía lo que le pidiese.

Segunda llamada. El intervalo entre una y otra llamada fue de apenas segundos.

– ¡Aló! –contestó Elsa al levantar el teléfono.

–Mire, señora Elsa, cuando ella llegó ayer al mediodía… A las doce y media y piquito, no la vio usted nerviosa… –pregunté directo.

–Sí, la vi como alterada, pero pensé…–se interrumpió y prosiguió–: Le pregunté qué le pasaba y me dijo que estaba nerviosa por la llegada de su hermana.

– ¡Ah!, no fue por los golpes que me dio cuando me encontró allá abajo.

–No, como estaba Pablito, no quiso hablar de eso.

– ¡Ah!... ¡ya!… –acoté pensativo.

–Ella iba para… (No entiendo lo que siguió diciendo Elsa porque la grabación no quedó muy clara en ciertos puntos y yo, por los nervios, apenas recuerdo que hice las llamadas. Si no estuviesen registradas en el grabador, casi juraría que no hice tantas. Que no hice tres).

– ¿Ustedes están desde el día dieciséis en la casa?... ¿Usted regresó con ella?

–Yo regresé con Rosa (¿?) y ella llegó el cinco de septiembre.

– ¡Ahhhh!... Pero usted dónde estaba.

–Yo, con la señora… Ella regresó… Yo me vine en el… Con la señora Angelice porque Pablito regresaba el 27 (agosto).

–Entonces usted la dejó sola en Aruba.

–Ella estaba con la señora Marisela.

– ¡Qué raro! –expresé al recordar que Marisela odia el mar. No se mete siquiera hasta los tobillos–. Y, ¿estuvo tanto tiempo con Carolina en Aruba?

– ¡Ajá!...

– ¡Okey!... ¿Pero usted estuvo con ella en Aruba? –insistí con un nudo en la garganta presintiendo que todo era mentira.

– ¡Ajá! Sí estuve.

–Sí estuvo… –repetía al tiempo que un mar de confusión inundaba mi desespero.

– Estuve desde el diecinueve.

–Con ella.

– ¡Ajá!

–Y usted se vino en el avión con Angelice.

– No. Ella se fue con la señora Marisela y los muchachos.

–Ya entiendo… ¡Bien!… Por favor no le diga a la señora que yo llamé. Me siento muy mal y no volveré a llamar… Quizás lo haga en los momentos que me indicó. Cualquier cosa usted sabe mi teléfono… ¿Usted lo tiene?

–Desde aquí yo no puedo llamar a celular –precisó con entereza y sinceridad.

– ¡Ah!, es verdad. Lo había olvidado.

Ciertamente, era así y yo lo sabía. Carolina no le permitía hacer llamadas a celulares y, mucho menos, realizar conexiones nacionales, aunque sabía que los pequeños hijos de Elsa vivían en Altagracia de Orituco, en el estado Guárico. De las internacionales ni hablar. Y después, delante de sus amigotas de un Club de Enrolladas en busca de Expiación (el club de viejas tiene otro nombre, pero yo lo llamo así) al que pertenece, y pasar el tiempo patrocinando cursos de costura y manualidades, se la da de dama caritativa con infladas ínfulas de filantropía.

– ¿Usted no tiene otro teléfono dónde lo pueda localizar? –preguntó Elsa en el mismo tono misericordioso que había empleado momentos antes.

–No únicamente el celular. Por cierto, ¿ella cómo qué cambió el número de su celular?

–Sí, compró otro.

– ¿No sabes el número?

–No… Bueno, ella me dijo que me lo iba a dar por lo del bebé, para estar pendiente, pero no me lo ha dado.

–Bueno, pero cuando lo tengas me lo das… –expresé edulcorando los más que pude mis palabras a fin de que conmoviese–. Yo no la voy a llamar. Sólo es para tenerlo para cualquier emergencia, ¿de acuerdo?

–Pero yo no quiero meterme en problemas.

– ¡Por favor! –le supliqué como un niño–. De mi parte no diré nada. ¡Te protegeré!... Miré, ¿y están yendo para el club? (Un club social italiano donde el chisme vuela más rápido que pájaros, mariposas o un súper jet, dependiendo del tenor de la historia y la maledicencia de la persona).

–Por ahora no.

– ¿Y no está haciendo spinning?

–Desde que llegó está con eso de la hermana. Comprándole unas sorpresas…

–Otra pregunta, ¿Ella no contrató a una muchacha de servicio para irse a Aruba?

–Andaban… Andaban las ‘muchachas’ de la señora Marisela.

–Bueno, tengo que colgar. Ya sabes, guárdame el nuevo número de la señora… Te llamo mañana para hablar con el niño y me lo das…

–Bueno, veremos si ella me lo da… ¡Chao, señor Leonardo!...

Menos mal que Elsa es casi una santa. No sé cómo aguantó tanto. Cómo soportó mi desesperado desespero. Ayer estaba en la etapa paranoica del desespero. ¡Qué desastre! Hoy, ni yo mismo me aguanto al escuchar por el grabador mis insistencias mientras transcribo esta dos primeras llamada al Diario. Si la tercera llamada es similar a estas dos, me juro por mí mismo, que no lo haré. No la transcribiré. Hacerlo hasta aquí ya me hizo sentir bastante intranquilo y tenso. No tanto por la obstinación, elucubraciones y fantasmas que pululaban en mi mente ayer, sino porque me veo retratado en una condición muy deprimente. De humillación melancólica y triste. De un ser inseguro, cuando siempre he sido todo lo contrario. Como un andrajo. Ayer era el vivo retrato de un andrajo ambulante, lleno de miseria, inseguridad y desesperante tormento. Me resisto a ser lo que ayer vi que era gracias a la grabación, porque en mis sentidos, en mi memoria el martirio interior había borrado todo vestigio de esas conversaciones de ayer. La magia de la electrónica, al permitirme reescucharme, abrieron mis cerrados ojos.





LA MUERTE O EL MANICOMIO



11 de septiembre.



El sábado no pude concluir el Diario. Estaba muy confundido. Demasiadas ideas estúpidas y sin sentido vagaban por mi cerebro, por eso me acosté. Siquiera recuerdo la hora, pero sí que no podía conciliar sueño. Sólo daba vueltas y vueltas en la cama. Pensaba, pensaba y más pensaba y a través de esos pensamientos me atormentaba más y más. Estoy rayando en la locura, lo sé… O, mejor dicho, todavía no porque todavía reconozco mi virtual enajenación y los locos no tienen esa capacidad. Ellos creen que están bien, muy bien, y todos los demás a su alrededor locos. Además, todavía no he comenzado a comer mierda. Me gusta en demasía la buena comida, más que todo la italiana, aunque últimamente no he podido tener esos deleites del paladar. Sólo como lo que puedo, chupo gin como un desesperado irlandés o inglés y fumo más que un turco, para no decir más que puta presa, tal como señala el argot popular.

Todo esto me pasa, por supuesto, ¡por pendejo!... Por ser un incurable romántico, un adicto al amor. Mi confusión es tal, que entre la desesperación, la ginebra, los lexos y las más de dos cajas de cigarrillos que fumo a diario y con el poco y desordenado dormir, estoy abonando el terreno para una única y clara meta con dos vertientes: La muerte o el manicomio.

“¡Olvídate de todo estúpido romántico!… ¡No te destruyas!”, escucho que grita sollozando mi conciencia con misericordiosa lástima. No obstante, yo sigo con esta mierda, con este sentimentalismo fuera de época y ya no me está gustando, porque la mierda no me gusta. Nunca me ha gustado. Además, ¡qué ácida es la mierda del infierno!

Lo voy a dejar hasta aquí. No más haraquiri mental. Vuelvo atrás, al sábado nueve de septiembre.

Entre la revolcadera en la cama y el sueño traidor que no complacía mi impaciencia, me levanté, fui al baño, desenrollé una buena cantidad de papel toilette y volví a la cama. Todo estaba en penumbras y mis vecinos roncando. Me quité el short y comencé a acariciarme. El animal estaba como los vecinos: ¡roncando! El muy perezoso, que nunca me ha defraudado y siempre ha estado a mi lado en las batallas más decisivas listo para el combate como todo un soldado élite del grupo Delta Force, estaba inerte, casi muerto. Pero insistí y el hijo de puta comenzó a despertar y yo a darme de arriba-abajo y viceversa. Me estaba gustando. Comencé a sentir un leve placer, no el suficiente como para desbordarme. Tenía temor de que algún trasnochado habitante de la montaña, uno de los que también andan desesperados, sin querer o queriendo, no sé, estuviese atisbando a través de alguna de las ventanas para ver qué estaba haciendo. Como yo soy la ‘cosa extraña’ llegada a la montaña, se imaginan cualquier cantidad de cosas sobre mí. Buscan indagar qué coño hago siempre callado y encerrado aquí. ¿Quién sabe qué pensarán? Se imaginarán de todo, menos que estoy escribiendo. Siempre escribiendo y volviendo a escribir y, siempre que tengo otro poquito de aliento y paz, volver a escribir. Lo hago de día, de tarde, noche y madrugadas. “Bueno, ¡al carajo con todo eso!”, me dije. Cerré los ojos y me dejé llevar por la fantasía, con recuerdos de extasiantes momentos de placer del pasado. Comencé con Marlene, la bailaora de flamenco y su largo y prolongado orgasmo de la última vez que hicimos el amor en una habitación del Hotel Rema, en el Rosal. Y es que estaba tan enloquecida de placer y emitió tantos, pero tantos chillidos (al principio creí que fingía), que, por instantes, supuse que había perdido la razón. Me asusté, aunque eso no afectó la erección. ¡Qué placer tan inolvidable también el mío! Más cuando ella, sin poder contener su largo y apasionado éxtasis, apenas lograba besarme con la punta de su lengua, la cual ponía dura, como punta de lanza, y retorcía cual serpiente sobre la mía. Tuvo varios orgasmos continuos. No sé cuantos. No los conté. Lo único que recuerdo es que mientras estaba montada encima de mí callada, moviéndose y mirándome de una forma tan apasionada que estremecía, de repente en ahogos se complacía: “¡Ay, otra vez!… ¡Otra vez!... ¡Ay!... ¡Ay!” y enloquecía en movimientos más rápidos y voluptuosos. En esos instantes yo le pedía que me besase y ella se inclinaba dulcemente sobre mi cuerpo y movía su lengua como áspid en celo sobre la mía. Luego volvía a tomar su posición y seguía moviéndose, moviéndose adherida a mi guerrero erecto. Y como la veía como loca, yo me excitaba aún más, mucho más, y le decía: “Cuando estés a punto de irte otra vez bésame… ¡Bésame, por favor” y ella asentía jadeante: “¡Sí!... ¡Sí!… ¡Sí!” y desesperada, con ágil y elástico movimiento, sin despegarse siquiera un centímetro de mi miembro, se ponía totalmente en cuclillas y, con la planta de los pies firmes sobre la cama, se movía en forma jamás experimentaba por mí. A fin de enloquecerla aún más, yo la azuzaba: “Cuando me venga quiero que te la tomes toda… Toda mi leche”. Y ella respondía: “¡Sí!... ¡Sí!...”, mientras no paraba de moverse. Debido a sus chillidos, porque fueron eso, más que gritos, en varias ocasiones nos tocaron con energía la puerta de la habitación. Quizás provenían de parejas que entraban o salían del hotel. Por supuesto no hice caso. Creo que Marlene ni se enteró de los toques.

Ya la habíamos hecho tres veces y para mi sería el cuarto orgasmo, por eso la gran demora en ‘llegar’, aunque también lo necesitaba. Necesitaba desbordarme pero no podía. Ella pronto volvió a tener otro orgasmo, fue tan loco y ruidoso como los otros y con sus besos y movimientos indujo el mío y presta, como doncella sedienta del desierto, ‘corrió’ a beberse el fruto de nuestro “amor”.

Yo había estado con ella muchas veces. Lo habíamos hecho en todas las formas y maneras conocidas, pero nunca la había visto así. Nunca de esa forma.

Estoy algo confundido con un recuerdo. Creo que entre los tragos anteriores a nuestra “fuga” al hotel, le confesé que había conocido a una mujer maravillosa (Carolina) y que me estaba enamorando de ella. Quizás ella presintió, como de hecho lo fue, que esa sería la última vez que estaríamos juntos.

Después de mi última vez con Marlene, tuve alguna que otra escaramuza erótica con otras “amigas”, pero muy pocas. A los pocos días comencé a frecuentar a Carolina y el asunto comenzó a tomar ribetes tan románticos que me hizo olvidar de todas las demás mujeres.

Pero la noche del sábado, pese a los eróticos y placenteros recuerdos con Marlene, no pude llegar a ‘término’ con ella. Utilicé la memoria y me “fui” a la cama con otras que habían estado conmigo. Cristina, la de diecisiete años, Claritza, mi odontóloga y Reina de Garganta Profunda, Morita, la rubia peligrosa y engañosa, Maura, mi incondicional y frenética cochinita, pero tampoco nada. No podía llegar al máximo del placer. Entonces mi mente me llevó a la cama con mi amada, y “¡odiada!”, Carolina. Qué rico lo hacíamos. Qué placer. Con cuánto amor verdadero nos entregábamos. Fundíamos nuestros cuerpos sin límites ni cordura. Sólo con ella, escuchar en mi mente su voz, ver su mirada y repetir las posiciones dentro de mi fantasía, pude al fin (porque ya me dolía de tanto darle), llegar al clímax y mientras me desbordaba en susurros que sólo yo escuchaba, repetía: “Así Carolain… ¡Así mí amor!”. En esos momentos yo le decía Carolain, con si fuese un nombre inglés (Carolain, se pronuncia) y no Carolina, porque a ella le gustaba. Le hacia sentir más importante. Decía que era más chic y sofisticado. A veces la complacía, otras, simplemente la llamaba por su verdadero nombre, tal cual como fue bautizada: Carolina.

Después que el volcán entró en erupción, me quedé tirado en la cama, con la mano puesta sobre el miembro recubierto en un empapado papel toilette. A los pocos minutos, recobrado el aliento, lo boté a un lado de la cama. Satisfecho, acomodé la cabeza en la almohada y me dije: “Ahora sí, ¡a dormir!”.



PAUSA COCHINA: Quedé tan exhausto que siquiera me levanté para a lavarme.



Escribir esto, más que recordarlo, me volvió a excitar… ¡Me encendió! Ya vuelvo, querido Diario… Sé que sabrás comprender mi urgencia después de tanto tiempo solo, sin una mujer, en esta montaña.



PAUSA DE ERECCIÓN: Sin comentarios.



Mientras me masturbaba recordé a Carolina diciéndome: ¡Dámela!... ¡Dámela!...

¡Qué locura!

Vuelvo a empatar el ayer con el hoy. A pesar de la autocomplacencia tuve un sueño intranquilo, lleno de fantasmas sin rostros, que me hicieron despertar sobresaltado por una visión que aún tengo fresca en la memoria. Serían algo así como las cuatro de la madrugada. Algo así, no recuerdo bien la hora, lo que si no puedo olvidar es el sobresalto. Realmente no sé si fue un sueño o lo imaginé debido a la turbación. La realidad es que sigue atado a mi mente. Y es que fue impactante, aterradoramente impactante ver a Carolina totalmente desnuda, tal como en mí mente la recuerdo, con sus cicatrices y celulitis, haciendo de modelo en una Escuela de Pintura, donde los noveles aprendices se reían, se burlaban despiadadamente de ella y mi mujer, mi querida esposa, incólume, siquiera pestañeaba. Se quedaba quieta, como una estatua de bronce. Al parecer había caído en desgracia, tanto mental como económicamente y no se le ocurrió mejor idea, debido a su desbordada vanidad, que la de servir de modelo. Al principio, en el sueño, me regocijé en su desgracia. Luego sentí una gran compasión, pero también un incontrolado amor. No podía creer los que mis extasiados ojos veían. Iracundo y bajo las socarronas burlas de los jóvenes aprendices, fui en su busca, la tomé delicadamente del brazo y, con los ojos repletos en lágrimas, la apreté contra mí pecho y deposité un acariciante beso en su mejilla. La abracé tan fuerte y con tanto amor, que ambos cuerpos se convirtieron en un todo. En pensamiento, cuerpo y alma. Éramos un legajo de amor. Fue tanta la veneración, ese saber haber vuelto a encontrar, sin importar en qué condiciones, a la parte de mí ser que había extraviado que, como prodigio divino, el sueño se disipó en el momento en que la abrazaba aún con más fuerza, amor y pasión. En ese instante, sobresaltado, y con los dos brazos apretando mí propio cuerpo, desperté.

Cuánto tiempo estuve abrazándome a mí mismo, sólo Dios lo sabe. Lo cierto es que plenó el alma mía.

No sé si el sueño ya lo asenté en el Diario o si este fue uno parecido al otro que tuve, lo cierto es que no pude volver a dormir. Tendido boca arriba en la cama sólo parpadeaba angustiado. Era mi vuelta a la realidad y a la desesperación… El sueño se había ido y yo estaba otra vez sólo con mi suplicio.

Enseguida alguien mandó una orden a mi cerebro. Era clara, precisa y totalmente válida: no tenía sentido permanecer en la cama si no podía dormir. Entonces me incorporé, fui al baño, oriné, tomé un sorbo de agua y comencé a escribir nuevamente.

No transcribiré todavía del grabador al Diario la tercera llamada que le hice a Elsa. Primero la escucharé y si tiene algún valor para mis atormentadas reflexiones, alucinaciones y conjeturas, quizás la anote. Encenderé el aparato y rebobinaré la cinta. Luego la pondré a punto y escucharé.



PAUSA TÉCNICA: Estoy haciendo lo que dije en las líneas precedentes… ¡Espera, conciencia mía!... ¡Espera y sabrás qué disparates dije!



Lo había olvidado. Esta, la tercera llamada, fue la que más me angustió al momento de realizarla y condujo a ser lo más discreto posible al reescucharla a fin de que mi vecinos no se enterasen del tenor de lo allí hablado. Sé que en parte es paranoia, pero es mi intimidad y no pretendo compartirla con nadie. Estas cascaritas son tan endebles que, aunque una de otra estén separadas por algo menos de un metro, si uno se lo propone podría escuchar hasta el ruido de una mosca en la cabaña contigua… ¡Sí!... Exagero, claro está, pero este asunto es mío, es mi tormento. Nadie tiene porqué enterarse de mi íntimo desespero. ¡Punto!... Es mí decisión. Si cambio de parecer, veré quién, cómo, cuándo y dónde, podrá enterarse de “mis cosas”, tal como me decía Carolina cuando desaparecía durante todo un día y yo sin saber qué hacía, dónde y, lo peor, con quién andaba. Cuando regresaba a casa y yo dulcemente le preguntaba, ella me contestaba: “Estaba haciendo mis cosas y punto. Quien mantiene esta casa soy yo y no tienes ningún derecho de reclamarme nada”. Y yo, de nuevo mansamente, le decía: “Está bien, mi amor. No te estoy reclamando nada. Sólo me preocupé. Uno nunca sabe”. Y ella con desfachada naturalidad y cara bien lavada, dándoselas de dama fisna y pretensiones ‘intelectualoides’, me contestaba: “Me vas a venir con ese eufemismo… Me va a venir con ese eufemismo”. Y yo, por el bien de la naciente familia callaba y me iba regañado, arrecho y con el rabo entre las piernas a ver televisión. Eso fue en la época en que quedé sin trabajo. Y, hablando del asunto ese del ‘eufemismo’, al parecer mi pobre y querida esposa no sabía el significado de la palabra o no sabía utilizarlo en su momento adecuado, ya que eufemismo, según el diccionario, simple y llanamente quiere decir: Modo de expresar con suavidad o disimulo ideas o palabras de mal gusto, inoportunas o malsonantes. Pero en mi caso no cabría esa palabra y, mucho menos, su significado. Mis intenciones no eran ‘malsonantes’ y tampoco se podrían encasillar en ninguna de esas partes, en un pretendido eufemismo (cuyos sinónimos, además de otros, son indirecta, insinuación, ironía) porque hablaba con amor, cariño y verdadera y sincera preocupación. Bueno, pero así es la vida. Por cierto, recordé otra de las barrabasadas del lenguaje que cometía me querida y amada Carolina. Debido a su trabajo ella debía, periódicamente, hacer algunos informes. Hasta allí todo bien. Lo que estaba mal es que a los informes ella los llamaba informenes. En ese caso si me atreví a corregirla en varias ocasiones porque repetía constantemente el dichoso informenes cuando hablaba con colegas y extraños por teléfono. Lo tenía pegado en su ser como estampilla. Ojalá que de tanto decírselo, ya lo haya corregido. Es mi querida y amada esposa y lo que más quiero en la vida es que quede siempre bien, muy bien, incluso ahora, que soy víctima de su desprecio y maldiciones.

Bueno, vuelvo a lo de la tercera llamada. Debido a la hora y evitar molestias y que me molesten, me pongo los audífonos y escucho con atención la grabación de la llamada, muy distorsionada, al igual que las otras. Trato de descifrar e interpretar la conversación, la cual pronto iré garabateando en este Diario. Por supuesto, muchas de las palabras salidas de la boca de Elsa fueron dirigidas y manipuladas de antemano por la señora (mi querida Carolina), quien es experta en aleccionar servicios. Y aquí no hay ‘eufemismos’ que valgan, porque lo estoy diciendo directo, sin ambages, tal y como soy y he sido siempre al momento de hablar. Voy al grano y punto, aunque después me arrepienta de lo dicho y pida disculpas. Soy directo, claro, transparente y un incurable adicto a la verdad. ¡Duélale a quien le duela! Por la verdad murió Cristo y si yo tendré que morir por ella, simplemente no se ha perdido gran cosa.



PAUSA DE INDECISIÓN: No sé si hacerlo. Si seguir escuchando esta grabación y mucho menos después pasarla al Diario. Me desespero sólo de efectuar el “ritual” para oírla y copiarla. Eso de ponerme los audífonos, luego darle a play y escuchar. Una vez oído, pinchar el botón de pausa y escribir lo escuchado. Enseguida, después de garabatear la última palabra en el Diario, retroceder, volver adelante y ponerla a punto donde había quedado para cerciorarme de que anoté todo. Después desactivar el botón de pausa, escuchar y anotar esa perturbante conversación. No sé si hacerlo. Simplemente, ¡me ahoga! Más cuando repito cientos de veces la rutina retrocede-pausa-avanza-anota.

Como no tengo nada qué hacer y todavía es de madrugada y falta mucho para que los primeros rayos de sol asomen por el horizonte, decidí escuchar nuevamente el diálogo Elsa-Leonardo (tercera llamada), del cual haré un resumen con todas las contradicciones y falsedades que de esa grabación me atormentan.



PAUSA DE DESESPERO: Tengo que terminar rápido con este Diario. Botarlo, desaparecerlo o, simplemente, guardarlo y no escribir más. Es urgente que lo haga. Se ha convertido en una amenaza contra mi estabilidad emocional. Si no lo hago terminará conmigo… ¡Acabará conmigo!… Presiento la muerte. Una muerte estúpida, vacía y, todo, por amor… Pensándolo bien, sería una buena muerte, una muerte de príncipes… ¿Y de qué más se puede morir uno?... De un ataque cardíaco, una enfermad incurable, que lo atropelle un auto o le caiga un árbol encima, en la guerra o a manos del hampa… Rectifico. Morir por amor sería la mejor muerte y la mejor de las suertes… ¡Gracias, Dios!... ¡Gracias! Veo que no me has abandonado y me quieres que jode… ¡Muchísimo!



En realidad nadie, más que Carolina, sabe con quién se fue para Aruba. Además del bebé, por supuesto, pero él es muy pequeño para decir algo ni enterarse de nada. Lo cierto es que no logro entender mucho de este enredo y desenredarlo me está volviendo loco. Quizás lo del dichoso viaje es toda una madeja de continuas mentiras y más mentiras. Elsa afirma que estuvieron en el Hilton y que cuando ella llegó se mudaron a un resort cuyo nombre no recuerda. Entonces, Carolina no contrató a un servicio adicional por tiempo de “vacaciones” para que se ocupase del niño tal como yo pensaba. De otra forma no tendría objeto que Elsa fuese. ¿Cómo no voy a dudar si con cada llamada que hago me consigo un mar de contradicciones y afirmaciones sin sustentación?

Y, por si fuese poco, en esa tercera llamada hice la “infalible” pregunta del desesperado, la que nadie nunca, por más que se esté muriendo por dentro, debe hacer.

El resumen será breve, no así mi dolor.

–Señora Elsa, otra vez Leonardo. ¿Usted cree, como mujer qué sabe de la vida, que ella me pueda perdonar, que me ama todavía? –pregunté de sopetón.

Fui directo al grano por dos motivos. Uno, para saber de una vez por todas a qué atenerme y el otro, porque no sé hasta cuando tenga teléfono ya que no he pagado mis tarjetas de crédito y el cargo me lo hacen a una ellas.

– ¡No!... Ya no… Ella ya no lo perdona más… No quiere saber más nada… –manifestó tajante.

Luego del suspenso y sollozo interior, lancé la satánica pregunta crucial, la que nunca se debe hacer porque nunca te dirán la verdad. Ninguna mujer que exista o que esté por existir o nacer en este mundo, la responderá sin ambigüedad, con total sinceridad. Siquiera si el hombre logra descubrir la verdad, lo aceptarán, lo afirmarán. Si se le llegase a insinuar a una mujer que descubriste “al otro”, al hombre que te robó su amor y que sabes quién es, simplemente dirán: “Estás equivocado… Estas o loco”. Y en ello insistirán hasta la muerte. No existe “tortura” o prodigio alguno en el mundo de los vivos o de los muertos que a una mujer le haga confesar a su pareja la existencia de otro hombre en su vida.

– ¿Pero tiene a otro? –pregunté mientras un nudo se desagarraba en mi garganta.

– ¿No tiene qué? –respondió haciéndose la sorda.

–Que no hay otro hombre de por medio –insistí a punto de llorar.

– ¡Ay, no!... No, señor Leonardo. ¡Cómo cree usted!...

–Entonces… Entonces, sí tengo chance de reconquistarla… –pregunté desesperado, como si la buena de Elsa supiese o podría influir en el corazón de Carolina.

–No creo –respondió lapidaria.

– ¿Por qué?

–Está muy dolida… Usted la insultó mucho. No creo que lo perdone.

–Pero yo la amo todavía… Los insultos fueron por su misteriosa mente, por su forma de ser –dije excusándome ante ella.

–No creo que vuelvan…

–Usted cree que no.

–Bueno, yo no sé… ¡No!…

– ¿Cómo mujer, qué piensa? –solicité.

–Ella tiene sus principios… Dice que usted la ofendió… –(siguió un blablablá ininteligible a través de la grabación, el cual, como no pude entender ni descifrar, no transcribo)–… Que usted la trató muy mal… Que no soporta más…

–Pero, ¿ella se sigue hablando con Rosalía?

– ¡No! –contestó en forma contundente.

– ¡Ah!, pero esa... Esa fue la que causó toda la mierda.

– ¿Sí?

–Una noche yo le intercepté una llamada de casi una hora y escuché todos los malévolos consejos que le estaba dando –solté de un tirón revelando el watergate sentimental que tenía montado en la casa.

Pero la buena Elsa, seguramente asesorada por Carolina, a quien la percibía a su lado escuchando la conversación por el inalámbrico, afirmó para finalizar:

–Ella ya tomó su decisión. Dice que de ahora en adelante se entenderían a través de sus abogados –precisó tajante.

–Bueno… –afirmé con el corazón partido–. Qué Dios la bendiga… De todos modos yo la sigo amando –No había terminado la frase cuando en el fondo escuché un chillido de atención de Dorian–. Y al bebé también, ¡oyó!... ¡Dígales que los amo a los dos! –agregué con voz firme, tratando de mantener la entereza. No quería que percibiese mi inmenso dolor a través del hilo telefónico, aunque en ese momento por mi rostro descorría un par lágrimas.

–Bien –se despidió con un rápido monosílabo para correr a atender al niño.

– ¡Chao! –dije lacónico, con voz de ultratumba, como queriendo, ¡al fin!, morir de una vez por todas y acabar con este sufrimiento.



PAUSA MALDITA: Quiero terminar inmediatamente con este Diario, pero por algún extraño fenómeno sigo aprisionado a sus páginas y al bolígrafo. Cada letra, cada palabra que escribo me mata lentamente, pero no sé como desatarme. Es como un hechizo, un pérfido embrujo.



Ya es de madrugada. Es domingo. Lo domingos siempre dormía hasta tarde. Soñaba y amaba. Amaba sonar. Los sueños me reconfortan, me alejan de este depredador mundo y me transportan a maravillosas fantasías. Siempre he amado soñar, aún ahora, que sufro. Son mi válvula de escape a la felicidad. A un mundo lleno de amor, donde todo es primavera y alegría… ¡Ahhhh!... Suspiro por los tiempos idos. Suspiro por mi vida, por lo feliz que era.

Me cansé de escribir idioteces. Recordar el pasado trastorna el presente y yo vivo en el presente. Lo importante es el ahora. El momento presente. ¡Este momento!, el cual es único e irrepetible. El ahora es la vida, el instante que viene el futuro y el que se fue el pasado, pero si no vivimos el ahora jamás habrá pasado ni futuro, sino una lenta y agónica muerte.

Me voy a poner el mono de gimnasia y saldré a vivir el ahora, a dar una “vuelta de reconocimiento”.

Definitivamente, soy un pobre estúpido, un paranoico al que, al parecer, le agrada sufrir. Cuando salí a dar la vuelta de reconocimiento serían cerca de las cinco y treinta de la mañana, o sea de madrugada. Pero como los locos somos locos, y mucho más locos los que sufrimos por amor, enfilé, primero, rumbo a La Manzanita. A mi enferma y lacerada mente le mordía una imperiosa curiosidad. Debía saber, sin que existiese la menor duda razonable posible, si la Cherokee del hermano de Carolina era verde o azul. Me atormentaba la imagen del reluciente jeep que vi aparcado casi en “mi puesto” de estacionamiento. Tenía que saber si, en verdad, era del supuesto amante de Carolina o, por el contrario, tal como le pedí a Dios que fuese, la de su hermano mayor.

Pese a la hora, conseguí algunos problemillos en la vía que impedían ir más aprisa. Al fin llegué. Con el auto rodando a menos de veinte kilómetros por hora pasé frente a la residencia del hermano mayor de Carolina. ¡Oh, decepción!... Su Cherokee es color verde botella, nada parecida a la otra.

Lloré por dentro. Mis sospechas habían tomado el rumbo que me negaba a admitir. Pero, ¿tendría, ciertamente, algo qué ver con Carolina el hecho de que ese jeep azul cobalto estuviese estacionado en ese sitio?

Con el alma hecha pedazos tomé hacia mi antiguo hogar, el lugar donde tantas veces amé y soñé con Carolina. La intención era meterme otra vez en el estacionamiento y sufrir un poco más al ver, nuevamente, el jeep estacionado allí. De pronto, en un momento de lucida reflexión, aborté el plan y seguí de largo para regresar a la montaña con la promesa interior de que no lo volvería a hacerlo. Que no volvería a ese estacionamiento. Que no perforaría más mis intestinos, corazón y mente con tanto innecesario tormento.

Uno de mis compañeros de La Montaña de los Desesperados me vio llegar a tan temprana hora. Excusé mi dolor con un “fui a hacer un poco de ejercicios y comprar cigarrillos”. ¡Qué contradicción!

Atormentado y sin saber qué pasó y qué hacer en las siguientes horas, me puse a ordenar la cabaña, que hacía asco con todas las humedecidas colillas tiradas en el suelo. Concluida la tarea, decidí vestirme para ir a “pasear” por la ciudad.

Al terminar de ponerme los zapatos repicó el celular. Totalmente ‘ido’, metido en mis cavilaciones, como un autómata lo tomé y contesté. Era Maura, la obsesiva italianita con quien tuve un largo y caliente romance en la época en que andaba solo por el mundo. Desde hace varias noches atrás me ha estado llamando, respondiendo, en principio, una primera llamada que yo le hice unas de esas tantas noches de borrachera, soledad y olvido. Me preguntó qué estaba haciendo. Le contesté que nada y enseguida ella dijo que quería verme.

–Salgo a buscarte –respondí sin pensarlo dos veces.

– ¿Ya? –preguntó asombrada.

– ¡Ya! –afirmé–. En media hora estoy en tu casa.

– ¿Aún sabes dónde vivo? –indagó dubitativa.

–¡Claro! –contesté y salí en su búsqueda.

Cumplí la cuarentena y sabía que ella me liberaría.

En el camino casi me arrepiento. Me recriminaba mi segura y garantizada primera infidelidad. “¡Carolina pal carajo!, me dije buscando justificarme a priori. Lo que importa soy yo”.



PAUSA DE ALCOHOL Y CANSANCIO: Fue divino. Mañana (ahora son las 8:42 p.m. y he estado embriagándome sin comer casi nada), si aún estoy cuerdo (o vivo), asentaré en el Diario mi primera infidelidad. Ahora, más que nunca, después de haber pecado en mi amor, estoy totalmente convencido de que amo a Carolina sobre todas las cosas terrenas existentes y por existir. Maura es mucho más joven que Carolina… Pero, ¿por qué escribo esto?... Comenzaron las lagunas y maremotos alcohólicos en mi mente. Les cedo el paso. Seguiré escribiendo mañana, o más tarde si el gin me deja. Necesito asentar en el Diario mi primer domingo, después de cuarenta días de atormentada pero placentera paz, rota por el volcán de Maura… Realmente esa mujer es un tsunami.



PAUSA DE “POR SI ACASO”: Por si la muerte me sorprende mientras esté durmiendo y este Diario quede inconcluso, debo, por amor, confesar que pese a todo el sufrimiento, penurias, obsesiones, padecimientos y dolor, Carolina sigue, y será hasta más allá de la muerte, mí verdadero amor. La única mujer que, a pesar de mis malditas dudas y celos, pudo hacer florecer al Dios del amor en mi alma aunque sea fría como una nevera, calculadora, mala, despiadada y cruel… ¡Qué masoquismo del coño de la madre, el mío! ¿Cómo pudo ser parida mujer semejante y al mismo tiempo ser bendecida por el amor de los hombres?... ¡Qué paradoja de vida!… ¡Seguiré!... ¡De bolas que seguiré escribiendo!… Esta pausa era sólo por un “por si acaso”.



Como mi tormento no me permite descansar y, mucho menos, dormir, escribiré cómo transcurrió la tarde y, después, la noche del domingo.

Asustado, temeroso, arrepentido y sintiéndome vilmente culpable, después de recogerla en su casa llegué con Maura a La Montaña de los Desesperados a eso de las dos de la tarde. Al montarse en el auto ella expresó que no podía creer que después de casi cuatro años estábamos otra vez juntos, como si nada hubiese sucedido. Hablamos de todo. O, mejor dicho, ella habló de todo. Yo sólo escuchaba. En mis pensamientos la figura de Carolina, el incandescente reflejo de mi pecado, de mí primera traición, me incomodaba hasta los cojones. Pero todo estaba ya consumado (o a punto de consumar) y ella a mi lado. ¿Qué hacer?... ¿Ir hacia atrás y devolverla a su casa? Aunque lo pensé, la crueldad de Carolina me hizo seguir hacia adelante sin mirar atrás.

Maura estaba más hermosa que la última vez que la vi. Se conserva muy bien a sus treinta y cuatro años. No aparenta su edad. Más bien parece de veintiocho. Su cabello rubio plata, su rostro blanco y ojos acaramelados, además de su bien formada figura pese a su estatura (no debe pasar de un metro sesenta y ocho), la hacen apetecible (¡y yo con el hambre que tenía!) a los ojos de cualquier hombre. En la época en que andábamos juntos muchos volteaban a verla en condicionado reflejo sin importarles que estuviese acompañada. Y si a todos esos atributos femeninos le unimos su picardía, coquetería y sensualidad, la convierten en una mujer bastante irresistible.

En el camino a la montaña, a fin de que ella conociese los alrededores (y también con el propósito de despistarla) les di varias vueltas por entradas y recovecos desconocidos hasta para mí. Mientras rodábamos le advertí que no dijese palabra sobre nuestro encuentro ni dónde estaba metido. En varios lugares de la vía le pedí que desviase la vista a fin de que no se percatara de los avisos que había en la ruta. Casi al llegar a la trocha que conduce hacia las cascaritas la conminé a reclinar su cuerpo hacia adelante y taparse los ojos con las manos para que no viese la vereda que va hacia mi refugio. Ella se reía, hacía preguntas sobre el porqué de tan insólita petición. No podía creer lo que le estaba pidiendo, sin embargo hizo caso y accedió.

Se lo pedí porque a ella (es su naturaleza) se le va mucho la lengua. Nadie sabía, hasta ahora, dónde estaba metido. Debía mantenerlo en secreto de todos, no tanto por lo deprimente del lugar, sino para preservar mi íntimo tormento. Es mío y de nadie más y a nadie le he dado licencia para meterse en mi alma y regodearse en mi sufrimiento. Lo de Antonello y Luna fue un desahogo necesario. Un desahogo alcohólico que me evitó que explotase por dentro, que permitió seguir viviendo, aunque fuese atormentado, pero viviendo.

Bajando por el terroso camino arropado por una inmaculada cobija de frondosos bambúes, a apenas unos doscientos metros de las cascaritas, le dije que ya podía dejar la incómoda posición a la que la obligué y levantar la vista. De antemano sabía que todo había sido una precaución estéril porque Maura tiene una memoria fotográfica prodigiosa. Ubica todo con facilidad asombrosa y si de números se trata, se les graban y almacenan como si su cerebro fuese un disco duro de última generación.

Al rato de llegar a la cabaña nos reímos con eso, ya que yo le decía que por su retentiva y sentido de ubicación hubiese sido la mejor espía del mundo.

Como no creía en mi desgracia, la cual en parte le había contado durante nuestras conversaciones telefónicas, Maura se había vestido muy elegante para estar en una montaña. Una fina blusa azul con estampados blancos que parecían de Versace, y una falda midi con volante negro de mucha clase y, lo peor, una sandalias de tacón semialto.

Apenas llegamos, Andreína, Rolando y una amiga, así como Fernando y Sonia estaban subiéndose a sus autos. Fernando me dijo que volvería pronto.

Maura no podía creer mi precariedad. Cuando comenzó a bajar por la empinada cuesta de cemento que conduce a las cascaritas río a mandíbula batiente y requirió el apoyo de mi brazo a fin de no rodar.

Pronto llegamos, ya que la distancia del montículo donde aparcamos hasta la puerta de mi cascarita es, a lo sumo, de apenas unos cuarenta o cincuenta pasos. Lo autos no pueden llegar hasta abajo. Un rústico doble tracción si, pero subir sería muy forzoso y dañino para el auto porque no hay espacio para tomar velocidad y cierto impulso.

Cuando entramos a mi cabaña Maura otra vez estalló en risa. No podía creer aquello. Le parecía imposible que estuviese viviendo en esas condiciones. Cuando le hablé de que vivía en una cabaña en la montaña seguramente pensó que era un chalet tipo suizo, algo de mucha clase, amplia y confortable, por eso lo de su risa continua, pero breve. Nunca se imaginó algo tan rústico y tosco al mismo tiempo. Yo ya me había acostumbrado y me parecía algo digno de un desesperado.

Como tenía mucha hambre, comenzó a hurgar entre los víveres que tenía en existencia, que más bien eran provisiones de subsistencia. “¿Cómo hace para vivir así? Sin nevera ni nada… ¡Eres un loco!”, soltó estupefacta al sentirse incómoda, casi maniatada. Dicho esto se aprestó a preparar unos suculentos espaguetis con salsa de atún (de dos latas que le abrí), pasta de tomates y orégano. Le quedó exquisita. La comimos mientras degustábamos sendos tragos de Etiqueta Negra, una botella que le “compré” a Antonello, ya que el día anterior a su cumpleaños me tocó la puerta y desesperado y sin dinero me preguntó: “¿Cuánto cuesta esta botella?”. Le dije que al menos doce mil bolívares y el contestó: “Voy a salir a venderla. A ver si me dan cinco mil”. Yo, aunque corto de dinero y ante su desesperada situación, le dije: “¡No, vale! No te pongas en eso. Dámela acá, yo te doy los cinco mil bolívares” y me la dio. Por eso es que Maura y yo estábamos brindando con whisky de primera en nuestro reencuentro.

– ¡Hielo!... Yo sin hielo no lo tomo –expresó desdeñosa mi hermosa invitada.

Fernando, quien ya había regresado, nos regaló unos cuantos cubitos que aún tenía en su refrigerador, al tiempo que advirtió: “Mira, la licorería aún está abierta. Creo que cierran a eso de las cuatro. Todavía estás a tiempo para ir a comprar una bolsa porque a mi casi no me queda”.

Le di las gracias por la indicación y salí con Maura a buscar el hielo. La licorería estaba a unos cinco kilómetros de las cascaritas. Sería ir y venir. Ella se quería quedar en la cabaña, pero con sutileza la persuadí a que me acompañase.

La conozco muy bien y sabía que si la dejaba sola en la cabaña comenzaría a curiosear entre mis cosas y que no sólo daría con este Diario, sino con los cuatrocientos dólares que tengo a buen resguardo dentro de un koala.

Fuimos y, al regresar, Fernando estaba lavando su cava de hielo a fin de sacarle el moho que se le había adherido. Me la ofreció gentilmente. Luego nos reunimos Sonia, Fernando, Rolando, Maura y yo frente a la cabaña de Fernando, donde había colocado su mesa y sillas de plástico blanco. Allí estuvimos compartiendo cordialmente. Nos reímos, hicimos chistes y comenzamos a embriagarnos, pero cada uno con lo suyo. Cada uno con su reserva de licor, porque así es aquí, en la montaña. Cada quien se toma lo que tiene, no así con la comida.

Con Rolando entablé una corta charla sobre literatura. Y como sabe que estoy escribiendo un libro (todos lo saben, porque esa fue la excusa que di cuando llegué a la montaña. Lo que no saben es que en realidad, sin siquiera habérmelo propuesto, estoy garabateo en forma muy primitiva un Diario), me preguntó si no había leído alguna obra de Alfredo Bryce Echenique, un escritor peruano que “rompe con todos los moldes”, según afirmó. Le dije que no. Y con vehemencia recomendó que leyese La vida exagerada de Martín Romaña. Me habló algo de su argumento, pero no lo recuerdo ahora. Insistió en que me gustaría. Luego me comentó episodios sobre otras dos obras del mismo autor. Como la música (Fernando es un amante de ella) estaba todo volumen, le pedí que, por favor, me anotara los títulos en un papel. Lo buscó y escribió, haciendo especial recomendación de que los leyera en el orden como los puso. El primero sería el que mencioné más arriba de estas líneas. Después El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz y, por último, La amigdalitis de Tarzán. Le aseguré que los compraría (cuando tenga dinero, digo para mí) y los leería.

En ese divagar sobre literatura, obras y autores con Rolando, le confesé que aunque desde niño había leído buenas y grandes obras, entre ellas casi todos los clásicos, ahora, debido a mis pretensiones literarias, había dejado de leer como antes por “temor a las influencias”. Creo que es mierda. Ese cliché lo dice todo el mundo, mucho más los holgazanes literarios. Aunque en mi no es una constante, realmente debo confesar que he dejado de leer. No soy el mismo de antes.

Y mientras entre trago y trago conversábamos, reíamos y hacíamos chistes, se desató un temporal de pronóstico reservado con vientos huracanados tan poderosos que los techos de las cascaritas, que son de una especie de zinc reforzado, comenzaron a batir con fuerza demoníaca y buscaban zafarse para salir volando hasta el propio corazón de la montaña.

Sonia estaba aterrada. Fernando también. Absorto, Rolando no sabía qué hacer. Las gotas de lluvia parecían latigazos. Golpeaban con dolor sobre la espalda. Sonia, quien recién había regresado del interior de la cabaña donde estaba preparando algunos pasapalos, volvió a meterse junto a Fernando a su cascarita y celular en mano comenzó a marcar el número de Robert para quejarse de los endebles techos.

Como el temporal había acabado con la alegría de la reunión, Maura y yo regresamos a la cabaña. Serían algo más de las ocho de la noche. Una vez dentro comenzamos a besarnos y acariciarnos y, en instantes, desnudos y haciendo el amor. Aunque estábamos a oscuras, debido a la falta de cortinas Maura temía que algún mirón se asomase a través de los cristales, pero en instantes ese temor se disipó y le dio paso a la pasión y placer desmedido. Yo, que hablo tanto, que soy expresivamente apasionado, estaba casi mudo. Sólo cerraba los ojos y pensaba que el cuerpo que estaba acariciando y penetrando era el de Carolina aunque no existía comparación entre uno y otro. Una delgada y con culo aperlado y la otra voluminosa (Carolina) y con culo achatado. Una (Maura), con senos de adolescente en pleno desarrollo y la otra (Carolina), con grandes y sedosas tetas. Una (Carolina), que me ahogaba con su peso, y la otra (Maura), que la manejaba a mi antojo por su ágil fragilidad. No obstante, y que me perdone quién pueda perdonarme, me la imaginaba. Me imaginaba que estaba haciendo el amor con ella, con Carolina. Por eso le pedí a Maura y ella me complació sin siquiera imaginarse el porqué se lo solicitaba, hacer el amor en las mismas posiciones que lo hacía con Carolina. No era lo mismo. Yo abría y cerraba los ojos en la oscuridad tratando de encontrarla en mi fantasía, de presentirla. ¡Pero coño, Maura lo hace muy bien! Se desvivió en complacerme, aunque yo quería sentir la vulva de Carolina, no la de Maura. Su boca, cuando tomaba mi miembro con ella, no era la boca que yo quería sentir. Sus besos no eran los que yo quería saborear. Me gustó, no lo niego. Fue el desahogo de mi cuarentena y me sentí complacido. Las primeras dos veces que eyaculé, fue la liberación de una carga, la cual también pesa, y mucho, y no te deja discernir con serenidad. Ella también alcanzó los dos orgasmos. Uno de ellos de forma simultánea con el mío porque a gritos me pedía: “¡Acuérdate!... ¡Acuérdate!... Siempre los dos nos íbamos juntos”. El tercero fue un desastre. Maura se inquietó mucho. Creo que presintió algo. Que mi piel le transmitió que no estaba haciendo el amor con ella sino con otra. En su decálogo mental de la buena amante, buscó por todas las formas y maneras que conocía hacerme llegar pero, por más que lo necesitaba, no pude descargarme dentro de ella otra vez. Aunque mi miembro estaba más erecto y duro que la Torre Eiffel, no llegué al clímax porque comencé a sentirme culpable, traidor e infiel. Me consideraba un desgraciado cornudo, un maldito traidor, pese a que en mi fantasía sospecho una supuesta infidelidad de Carolina, que ella lo hizo antes que yo… Ahora me pregunto, ¿si todo fue producto de mi imaginación, de mis desconfianzas y dudas, quién me perdonará ahora?



PAUSA TELEFÓNICA PROLONGADA: Son las 12:37 a.m. del día martes doce de septiembre. Maura me llama y cuenta su agenda, su “historial” de hoy. Comentó que fue a una entrevista de trabajo (ella también está cesante). Por eso ayer, riéndose me repitió en varias ocasiones: “Se juntaron el hambre con la miseria”. Me habló de su entrevista con Rafael Benavides, el vicepresidente de una constructora muy importante, quien la acosa sexualmente. Me dijo que estaba casado y que tenía dos hijas, una de dieciocho y otra de ocho. Que, pese al acoso, mantuvo su compostura. Le expresó que aspiraba setecientos mil bolívares de sueldo. Que fue muy bien vestida, muy ejecutiva. Que mañana tenía otra entrevista en la Siemens. Que le disculpara la hora en que me estaba llamando ya que se había quedado dormida. Después de decir esto bostezó y todo, pero, como la conozco bien, no le creo ni papas. Debe haber llegado en ese mismo instante a su casa o, en el mejor de los casos, me estaba chequeando. Quiera saber dónde estaba. Cuando andábamos juntos lo hacía a cada rato. Temía que me fuese ‘por ahí’ o que la estuviese traicionando con otra. Es muy, pero muy celosa y desconfiada en cosas de los sentimientos y emociones. Después de una pequeña pausa para tomar aire, manifestó que me había comprado comida y no sé qué más. Y, de ahí en adelante, siguió con su interminable blablablá... (¡Qué coño de madre soy! La pobre sigue enamorada de mí pero yo no de ella). En un momento de la cháchara expresó que me iba a cocinar una comida rica este fin de semana y… En ese instante la atajé. Le dije que dejase el apuro. Que no fuese tan impaciente. Que todavía no volveríamos a juntarnos. (Por supuesto, le mentí con eso de que ‘todavía no’. Fue una mentira piadosa. Yo amo a Carolina y la seguiré amando, pero no quería herirla. La veo tan enamorada, tan ilusionada. No se lo merece, mucho menos tan temprano y después de lo de anoche). Le expresé que tenía que esperar mi entrevista (cuando me llamen) con los abogados de Carolina y que en ese preciso instante me estaba tocando el miembro y que me iba a tirar un pajazo con el recuerdo de anoche (se lo dije, más que nada, para desatarla del tema de volver juntos). Ella contestó: “¡Deja la paja!”. Le expresé que era broma, aunque, en verdad, estaba muy, pero muy excitado (sino pregúntele a el). Después de mi interrupción más bla, bla, bla en monólogo interminable y, de pronto, “¡Chao!… ¡Besos!... ¡Cuídate mucho!... ¡Muá!... ¡Muá!... ¡Muá!” y colgó.



Y yo sigo escribiendo esta pendejada que ya me está desesperando más que el propio desespero que lo inició, ya que no sé cuál ni cómo será el final que Dios y el destino me deparan.

¡Qué valiente soy! Tengo los dedos entumecidos, al igual que el cerebro y el alma, y sigo… ¡Sigo escribiendo! No sé qué hora es, pero por los vapores etílicos que inundan mi cerebro y la caja de cigarrillos semivacía, debo estar cerca del preámbulo del amanecer.

Hoy cometí varias cagadas. Pero no tan grande como la de traer a Maura a la montaña. Por cierto ayer, después hacer el amor y como el temporal había cesado, nos duchamos, arreglamos y volvimos hacia la cabaña de Fernando porque la música a todo volumen y las voces que escuchábamos indicaban que la cosa seguía. Apenas había tenido un mojado receso y nosotros estábamos listos a seguir la parranda.

Alcohol y cigarrillos. Cigarrillos, alcohol, música y blablablá. Lo montaña se había iluminado. Los desesperados estaban felices y emborrachándose. Yo entre ellos. Quizás era el Presidente ad honorem, el líder de los desesperados, quizás no. Quizás había personas más desesperadas que yo y no lo sabía. Lo importante es que, realmente la pasamos bien y camuflamos muy bien nuestro dolor. Por lo menos mi disfraz, con Maura al lado, era perfecto. Parecía un ser normal.

Estuvimos compartiendo otro buen rato con nuestros vecinos y luego, después de despedirnos, volvimos a acostarnos y hacer el amor. Ella es una mujer muy ardiente y apasionada, al igual que yo. Ambos somos del signo Aries. Ella es del siete y yo del cinco de abril. Fuego contra fuego y eso que los astrólogos dicen que dos polos del mismo signo se rechazan porque tienen la misma energía interior. En cambio, afirman que los Libras (Carolina) y los Aries, o sea yo, se las llevan a las mil maravillas. Entonces, ¿por qué mi desastre, ignorantes astrólogos?... ¡Farsantes, buenos para nada! ¡Ustedes sólo existen para esquilmar un dinerito a gente de poca fe!... ¡Estafadores de la esperanza!... Eso son… ¿Por qué coño la gente le hace tanto caso a esos maricones de la astrología? ¡Qué coño de expertos van a ser!… ¿Por qué no se meten el dedo por el culo y mientras lo disfrutan tratan de adivinar sobre la inmortalidad del cangrejo y qué le depararan los astros?

Serían más útiles a la humanidad y a mi mujer, por la que estoy desesperado y muriendo, irse al mismísimo infierno con toda su superchería y cartas. La crédula de Carolina no se despega del televisor cuando esos locos pitonisos (hombres, mujeres y maricones) comienzan desde muy temprano en la mañana a atormentarle la vida a la gente con sus pronósticos astrales.

¿Por qué no le hacen la Carta Astral al diablo?... ¡Estafadores!... ¿Saben cuántos planetas orbitan alrededor del sol?... ¿Saben qué están por descubrir otros dos muy distantes que apenas logran distinguir sus siluetas con los supertelescopios? ¿Y sus doce infalibles signos saben por dónde se lo meterán cuándo eso ocurra?... ¡Por el culo!

Mí Carolina necesita de mucho soporte emocional y espiritual, no de astrólogos. Su ansiedad e intranquilidad la tienen con los ojos cerrados. No le dejan ver la realidad. Yo traté de apaciguar su tormento con mis caricias y mimos… Con mi amor y entrega. Lo lograba por períodos, por largos períodos, pero de pronto, sin saber porqué ni cómo, se volvía a abrazar a una insospechada angustia. Nos comunicábamos. Me comunicaba mucho con ella y trataba con mis limitados recursos psicológicos regresarla a la felicidad, a la radiante alegría. A veces lo lograba y volvía a ser la mujer luminosa y segura de sí misma. No obstante, a veces por el más insignificante y banal motivo, volvía a desmoronarse. Es inteligente, pero muy desconfiada. Tanto, que desconfía hasta de sus capacidades y destrezas. Cree que detrás de cada palabra hay una doble y hasta tercera intención. No distingue ni sabe ver entre matices. Es muy radical. Para ella todo es blanco y negro y así no se puede vivir en paz y armonía. En ese ir y venir de inseguridades, de pasar el suiche y volverlo a subir, se le está yendo la vida en un mar de miserias cuando podría ahogarse en el océano infinito de la dicha y felicidad. Lo tiene todo y no lo sabe y, lo peor, busca el todo donde está la nada.

Sólo los seres de poca fe se dejan atrapar por la astrología y mí Carolina es una de esas personas. Cree a ojos cerrados en la paja loca de esos maricones que deja meter en casa todas las mañanas a través de la pantalla de vidrio. Es una verdadera locura. “Hoy no salgas… Si eres del signo Libra tendrás un mal día… Si eres Virgo, hoy te lo quitarán… Ah, si eres de Cáncer pronto te aquejarán serios problemas de salud… Y a los de Tauro que se cuiden, porque le acaecerá un grave accidente”, y así por el estilo. El que escucha esa mierda está un poco loco, pero el que les cree se convierte en un peligroso paranoico.

Esos astrólogos del ‘cajón de los idiotas’ son profetas de la maldad, seres diabólicos, pero más imbéciles son los que creen en sus vagas y banales idioteces carente de toda lógica científica.

¡Ah, querida Carolina! Te adoré y aún te adoro. Fuiste la última pasión de mí vida. ¡Mi último verdadero y gran amor! Presiento que te perdí y con ello gané el salvoconducto a las puertas del infierno. ¡Ojalá qué todo esto tenga sentido! Que este Diario tenga una razón que vaya más allá de lo humano y se convierta en una lección para los amantes que sufren y comprendan que el amor es un don divino y no una percepción de los sentidos o una sensación de la carne. Que entiendan que donde hay amor vive Dios y no se puede amar con reservas ni investido de misterio porque sólo se cosechará soledad, peste más terrible que la desesperanza. La soledad es tormento del espíritu y mortal veneno para la mente.

¡Moriré de amor, pero nunca de soledad!



SEGUNDO FIN

(Quizás mañana, si aún estoy vivo, comenzaré un tercer fin o la muerte).









HACIA EL TERCER Y ÚLTIMO FINAL

Nota: Este Diario ya se ha comido seis bolígrafos. Acabo de regresar de comprar dos más.





LA NUEVA ETAPA





12 de septiembre.



Defraudado, burlado, humillado hasta por las cachifas de Carolina. Víctima de intrigas, complots, engaños, traiciones y conspiraciones, buscaré levantarme de entre los muertos, como Lázaro.

Tengo fe y amor y eso lo es todo.

Aunque me acosté tarde anoche, hoy me levanté temprano. No porque tuviese muchas ganas de hacerlo, sino porque el despertador de mi reloj primero, y después el de mesa, comenzaron con sus insistentes pititos intermitentes a alertarme de que eran las seis y media de la mañana. De antemano los había ajustado para que sonaran a esa hora. Había quedado con el hijo del canciller, el nuevo alcalde de Catare, que lo llamaría hoy a las 7:30 a.m.

Hice pipí, preparé café y esperé, sin quitarme el suéter de lana, el pantalón del mono de gimnasia y unas gruesas medias con las que dormí, ya que anoche hizo un frío congelante, a que el reloj marcara la hora acordada para la llamada.

Había ajustado los relojes para que zumbaran una hora antes debido a que soy muy flojo para salir de la cama. Lo pienso mucho antes de hacerlo. De hecho pude, bajo reprobación de mi pereza, cuando eran ya las siete de la mañana.

Ni me lavé la cara, porque en mis adentros decidí, una vez lograda la conversación, volverme a tirar en la cama y seguir durmiendo. Las anteriores noches de desvelo se lo suplicaban a mi cuerpo. Fumé dos o tres cigarrillos acompañados por soberbias tazas de café y esperé impaciente.

La pequeñas manecillas del reloj, que siempre andan de carrera, esta vez parecían artríticas, casi paralizadas. No aguanté más y a la siete y veinte marqué el número de su casa, porque, además de la enojosa espera, que me tenía intranquilo, pensé: “Y si hoy decidió salir más temprano para asumir su rol de regidor del destino de esa populosa parroquia me quedaré sin la ansiada conversación”. ¡Coño!, me urge un trabajo. No puedo dejar pasar la oportunidad que me prometió. Como es nuevo en el cargo, al principio ese sabor de poder y de mando lo inducirán, como ocurre con la mayoría de los funcionarios públicos, al menos durante los primeros meses, a madrugar para sentarse en su trono. Al poco tiempo, cuando comienzan a hastiarse y ser atacados por el virus de la rutina, la cual después los conduce al cáncer de la apatía y la corrupción, van cuando quieren y a lo hora que les da la perra gana. De pronto, el pueblo que les dio el poder en la esperanza de que se solucionarían sus problemas, pasa a ser una molesta masa amorfa llena de plañideros reclamos. A los que antes los políticos les mendigaban sus votos llenándolos de promesas, abrazos y besos, ahora los consideran basura pestilente y evitan acercarse a ellos. Y, propiamente, la política es eso: ¡Basura! Y los políticos sus inmundos receptáculos, donde los sentimientos y los principios son un lujo que no se pueden permitir. Como a través de mis años de ejercicio periodístico aprendí que en este país los poderes del estado y sus funcionarios, trabajan así, marqué el teléfono y esperé. El mismo me atendió.

…–Hola. Buenos días, José Rafael, es Leonardo –saludé afable.

– ¡Epa!, Leonardito –contestó en tono cordial y cariñoso.

–Te estoy llamado a esta hora y hoy martes, porque así lo habíamos convenido –le recordé.

–Sí, claro. Pero mira, la cosa está aún un poco enredada y estamos haciendo unos ajustes. Todavía no tengo nada, pero llámame el jueves. Llama, por favor. En ninguna forma me molestas. Llama, ¿de acuerdo?

– ¡Claro! Seguro, qué lo haré. Que pases un feliz día –le deseé y colgamos.

Después de tanto tiempo de espera y con esas vanas esperanzas, se me quitaron las ganas de seguir durmiendo.

Me lavé la cara, cepillé los dientes, peiné y, pese a la hora, decidí ir a comprar un par de Kilométricos, ya que anoche la tinta de mi último bolígrafo me dijo: ¡Hasta aquí llegamos! No me quejo. La realidad es que en verdad duran kilómetros de escritura.

Una vez en el abasto compré también un garrafón de agua potable, una caja de cigarrillos y un bistec de hígado, el cual pensaba comerme en el almuerzo con bastantes cebollas.



PAUSA COÑO DE MADRE: Son las 10:26 p.m. de hoy, no de ayer, porque hoy estoy escribiendo lo de ayer (al menos lo que recuerdo), el cual también ligo con el hoy, con el ahora mismo. Puse un CD. de Mijares, el cual tengo sonando mientras escribo y me está atormentando con la canción número uno del compacto, cuyo título es Volverás. Copiaré rápidamente las palabras que golpetean mi cerebro como si fuese una pera de boxeo. Voy… (El aparato de mierda, este que está a mi lado, ahora que me dispuse a copiar la canción no quiere sonar más. Tengo un cruel desafío con el. Primero le doy golpecitos con el bolígrafo (el Kilométrico), luego montones de ellos y si con eso no vuelve a la vida y a sonar, comienzo a hundir la punta de mis dedos en cuántas cosas y tornillitos tiene por dentro. Al final, después su ‘merecido descanso’, ya que lo tengo funcionando día y noche y pese a su impertinencia y el tiempo que me roba para poder seguir con mis garabatos, siempre obedece y vuelve a funcionar. Anoche, como otras tantas, estuve a punto de estrellarlo contra el piso. Hubiese sido un musicidio, ya que habría acabado con la vida de mi bullicioso, pero útil acompañante, que, dicho sea de paso, ahuyentó a todos los grillos y misiles insectívoros que se metían en la cabaña. PAUSA DE SILENCIO DENTRO DE ESTA MISMA PAUSA: Voy a incorporarme de mi asiento y a repetir todos los “procedimientos” para que el bendito aparato vuelva a funcionar y no me deje sólo, no me abandone, porque en silencio sólo escucho el latido de mi tristeza y el lloroso sonido del bolígrafo mientras se abre paso entre las líneas de mi tormentoso manuscrito. Además, le prometí a este Diario unas estrofas de Volverás y no puedo defraudarlo, debo cumplir con lo prometido… ¡Coño!, estas pausas tan pendejas me hacen olvidar el hilo (aunque en mí mente está bastante confuso), la cronología del Diario. Y Volverás habla de: Volverás cuando sepas que no hay más de lo que hay… /Volverás al primer zarpazo de la soledad porque sabes que tú y yo no morimos de amor/Ojalá no sea tarde y empecemos de cero y tal vez nos vaya mejor/Volverás porque somos uña y carne y mucho más/Volverás porque quieras o no quieras soy tu hogar/Volverás de la mano del fracaso y sin disfraz/Volverás sin pedir excusas un día más/Y sabes que morimos de amor/Ojalá no te confundas y no sea tarde/Que empecemos de cero y tal vez nos vaya mejor…



Al regresar de la bodega vi a Antonello y a Luna en short y franela que subían por la cuesta a fin de iniciar una caminata por la montaña.

Saqué la pequeña compra del auto y en mi descenso nos cruzamos. “¿De ejercicios? Los felicito. Eso es bueno”, manifesté a mi paso.

Entré a la cabaña, ordené las cosas, y me senté a escribir. Con desgano apenas garabateé unas cuatro líneas de este TERCER FINAL. Quería anotar unas cuantas “cosillas” que se me habían pasado por alto anoche, pero mi pensamiento, mis deseos iban hacia Antonello y Luna y su disposición de ejercitarse y caminar libres por la montaña. Respirar profundamente todos sus misterios y sabiduría. A mí me encanta hacerlo. Entonces, de pronto, mi yo interior exclamó decidido: “¡Coño, déjate de pendejadas y anda también a echar una caminata!”.

Me quité el suéter de lana, enfilé una franelilla sin mangas, guardé el celular en uno de los bolsillos del mono y en el otro una pequeña navaja por si había que cortar algunas ramas, y abandoné la cabaña.

Comencé a bajar por el enramado camino de bambúes que convierte a ese tramo del descenso en un hermoso túnel vegetal y pronto me volví a encontrar a Antonello y Luna, quienes ya venían de regreso. Me dijeron que sólo hicieron un corto recorrido. Les indiqué que más reconfortante para alma y espíritu era bajar más, adentrarse en la soledad de la montaña. Que allí se respira paz y que, además, era excelente para ejercitar todo los músculos. Antonello manifestó que no bajaron mucho porque Luna les tiene terror a las serpientes. Me volteé hacia la muchacha y le dije que yo también, pero que no se preocupase porque ellas nos temían aún más a nosotros y que cuando “olfateaban” presencia humana salían más rápido que una bala a protegerse en sus guaridas. Además, le manifesté que más adelante la vegetación era muy hermosa, que parecía bañada por un manto divino y que, con suerte, podría ver a algunas traviesas y escurridizas ardillitas. Mi argumento convenció a Luna y ambos me siguieron.



PAUSA ATORMENTANTE: Son las 11:16 p.m. El teléfono repicó en varias ocasiones Al constatar el número que aparecía en la pantalla del celular con los que estaban almacenados en mi memoria enseguida supe que era Maura quien llamaba. Estaba indeciso en si atenderla o no. Opté por lo primero. Me contó lo que había hecho durante el día. Que entregó el currículo en la Siemens y que en la entrevista le fue de maravilla. Luego siguió con su eterno blablablá y, ¡coño!, al terminar, siguió con otro blablabá que comenzó a impacientarme. ¡Sí habla esa mujer! Parece una máquina incontrolable de palabras. Creo (ahora lo creo muy, pero muy en serio) que en aquella época la dejé por eso. Por su desbocada lengua. ¡Coño, es atormentante! Me dijo, a fin de que no pensase en nada “malo”, que se estaba portando bien. Que confiara en ella. Después me volvió a repetir su agenda del día y todo otro blablablá. De pronto hizo una pequeña pausa y me preguntó qué había comido y, lo insólito, aunque sé que es muy desconfiada, lanzó: “¿Dónde estás?”… ¡Qué bolas! ¿Dónde carajo voy a estar? Con esta desesperación, limpio como tablón de lavandera, sin trabajo y, ahora, también atormentado por ella y sus dudas. Dónde coño puedo estar sino metido en esta mierda. No obstante, como es tan bocona, le volví a hacer la advertencia de que no dijese nada de dónde estaba. Que me había convertido en un súper escéptico, que ya no creía en nadie, y que estaba cansado de traiciones. Volvió a repetirme que ella había “cambiado” y que por nada en el mundo me haría daño. Me mandó besos… Muchos besos y…

– ¿Y la nevera? Tienes que tener una nevera –expresó cuando ya estaba por trancar.

“¡Qué coño me interesa una nevera! Yo ya estoy congelado en mi tormento. ¿Otro peo más?”. Eso lo que pensé dentro de mí, pero a ella le contesté que lo decidiría más adelante, que me averiguase cuánto cuestan. Prometió que se ocuparía de ello. Más besos y la pregunta: “¿Vamos a pasar este fin de semana juntos en la montaña?”. Le dije que no había problema -aunque hay uno- y le volví a recordar que no se le ocurriese decirle nada a Rosalía, ya que esa mujer es diabólica. Me contestó qué si creía que estaba loca (¡sí lo está, o casi!) y que no le repitiese tanto esa advertencia. Que ella estaba clara (¿Clara?... ¡Ni por el coño!) y siguió con otra retahíla más. Que me cuidara. Qué yo valía mucho y bla… bla… bla… Besos y adiós.



Hoy ha sido mi primer día, desde que regresaron de Aruba, que no llamé a casa. Tantas burlas continuas, que no me provocó. Estoy tan herido en mi amor propio, que tampoco tuve ganas de hacerlo por Dorian. Olvidaré los recorridos desesperados. Esos tours de angustia y muerte súbita y me quedaré tranquilo sin siquiera, a pesar mío, llamar por teléfono, hasta que esta mierda llena de incertidumbre no se aclare a través de los abogados. ¿Divorcio o no divorcio?… ¿Ser o no ser?...



P/D A LA PAUSA ANTERIOR: Antes de despedirnos le comuniqué a Maura la decisión de cambiar el número del celular. Casi le da un síncope. “Y yo, cómo me voy a comunicar contigo”. Le dije que la llamaría y se le daría el nuevo número. Es imperativo que lo haga. Es una forma, además de rehuir al acoso del abogado de Carolina, de comprobar su lealtad y silencio. Le dije que, además de ella, no lo tendría más nadie. Que ese sería un supremo acto de confianza, nuestro secreto. Veremos qué pasa. Y es que dudo tanto de ella, no de su entrega, sino de su boca. Tanto, que a veces tiemblo sólo de pensar qué pasaría si Carolina llegara a enterarse que me acosté con ella. Darle el nuevo número telefónico será una decisión muy temeraria. Pero no importa. Conoceré, al fin, de qué madera están hechos algunos seres humanos… ¿Será qué sólo estoy rodeado de bestias?



Hoy pasé un día pleno de paz y alegría, pero estoy tan cansado que no resisto escribir una línea más, pero trataré, pese a los lexos y a la media botella de gin que he engullido desde que tomé el bolígrafo en mis manos. Son las 12:18 a.m. y aunque quiero darle más rienda a mi mano, esta, confusa y cansada, busca resistirse. Veré hasta dónde puedo llegar, de otra forma continuaré mañana, aunque sea otro día, que, por cierto, debo acometer con decisión y prontitud cronométrica desde muy temprano porque esta tarde llamé a la Galería de Arte Adrómaca y Leandra, la curadora y novia de Genardo, hijo del dueño del establecimiento, me notificó que el domingo se inauguraría la Gran Colectiva Nacional y que yo era parte de ella.

“¿Cuándo debo llevar las obras?”, pregunté extrañado. Y respondió que en la galería tenían un cuadro que desde hace meses dejé en consignación. ¡Una obra! ¿Sólo una obra? Me pareció tan pobre que, en pocas palabras, la convencí para llevarle otros dos excelentes cuadros y ella lo aprobó. La cita es para mañana a las nueve y debo ser puntual sino me joden en el montaje. Las pinturas que llevaré serán dos de las tres que adornan la cabaña. Sus títulos son Otoño incipiente y La náufrago, ambos de formato 120x70 cm. y pertenecen a mi última “loca” colección, la cual denominé Vitrales Virtuales. Bajaré los precios, ya que no estoy para estúpidas exigencias. ¡Necesito dinero a toda costa! Y, si bajo los precios, pese a la caótica recesión económica que vive el país bajo el mando del presidente, Comandante y General en Jefe de Todos los Ejércitos, podré tener la suerte de vender algunos… “¡Suerte para el domingo, desesperado!”, me doy ánimo a mi mismo.

Regresando a lo de la caminata con Antonello y Luna debo anotar que fue relajante y llena de nuevas revelaciones.



PAUSA CORTA O NO TAN CORTA… SER O NO SER, I’T IS THE QUESTION…: Fui a hacer pipí. La hago, en mi privacidad, sentado en la poceta, como las mujeres, debido a que cuando estuve viviendo con una mujer con hijos, me reclamaba que salpicaba de orine por todos lados y que tenía la mala costumbre de no levantar la tapa del baño. Que eso era una cochinada y que podría enfermar a sus pequeñas con quién sabe qué imbécil enfermedad porque yo era un puto y, por “precaución”, me obligó a mear sentado. Y así me acostumbré a hacerlo hasta ahora, y así lo hago en mí propia intimidad. No en los sitios públicos o cuando una mujer está en una habitación conmigo, ya que les excita sentir la fuerza del meado cuando se estrella y rebota contra la cristalina y mansa agua de la poceta. Al escucharla salir del pene y penetrar el agua les hacen “presentir” tu fuerza de amante, tu potencia sexual, según me confesó una vez una mujer con la que salía. Se hacen sus fantasías y se lo imaginan grande y duro, como les gusta a todas. Podrán cambiar muchos denominadores comunes en el mundo, tanto en la ciencia o en las matemáticas, pero ese, mientras exista una mujer en el mundo, nunca cambiará: ¡grande y duro! Es ese el denominador común de sus vaginas. Por otro lado, lo de la fuerza de la caída del orine no tiene nada que ver con la potencia sexual y lo digo por mi mismo. Yo lo hago normal o suavecito, dependiendo del momento y como tenga de llena la vejiga. Los diabéticos parecieran que lo hacen con una manguera de bomberos y, sin embargo, en una gran mayoría de los casos, sufren de disfunción eréctil o no sirven como amantes y, lo peor, algunos lo tienen chiquito. Pero eso a ellas no les importa. Si esa es la realidad no tiene ninguna relevancia. Lo importante es su fantasía, porque escuchar la voluptuosa caída del meado le sublima su taquicardia vaginal. La culpa no es tanto de ellas, sino de sus hormonas. De su genética y pensamiento vaginal. Su verdadero amor está en la fantasía, dureza y tamaño de un pequeño apéndice y, por supuesto, en el dinero. En mi puta y experta opinión es así. Así sucede con la gran mayoría de ellas, aunque sean muy señoras y nada putas. Es la realidad, el día a día de esos seres que llamamos mujeres pero que, en realidad, son nuestros diablos de la existencia cotidiana. Pero, ¡cómo nos gustan!... Una vez, cuando todavía no estábamos casados y nos la pasábamos “fugando” de posada en posada turística en el interior del país a fin de escondernos de miradas curiosas y pasar nuestros largos y ardientes fines de semana, Carolina me dijo: “No sólo hay que ser señora, sino parecerlo”… ¡Sin importar lo puta y depravada que sea la mujer, por supuesto!



Vuelvo atrás y regresó al cuento inconcluso de la caminata. Fue reveladora. Cuento porqué.

Al pasar cerca de una casa enclavada en una hondonada de la montaña, afirmé:

–Ahí vive un psiquiatra.

–Sí, el qué jodió a Antonello –manifestó Luna con sus cándidos dieciocho años.

– ¿Cómo es eso? –pregunté extrañado.

–Estuve en tratamiento con él por año y medio… Tú sabes… Por eso de la dependencia –respondió Antonello.

Supuse que se refería a dependencia de alcohol y drogas.

–Pero no logró nada porque está igual de loco –intercedió Luna equiparando al psiquiatra con Antonello.

Como el asunto me pareció bastante delicado y personal, me hice el desentendido, como si no comprendiese su realidad, y me fui por la tangente al decirles que los mejores centros de rehabilitación de drogadictos están en Cuba, pero que son muy costosos.

–Yo conozco a muchos que fueron allá y regresaron peor –sentenció Antonello con desenfado.

–Es cierto. Conozco algunos casos, como el hijo de “Musiú” Laserié (un famosos y adinerado hombre de la televisión local) y la del hijo de Julián Cancheco (un cómico y humorista de televisión) –reafirmé yo recordando unos casos que eran vox populi.

Los tres nos quedamos callados por instantes.

Después, mientras seguíamos montaña abajo, Antonello me dijo que el loquero que vivía en la hermosa casa en cuyas adyacencias pasamos, se llamaba Jaime no sé qué coño y que debía tener unos cuarenta y tres años. En eso llegamos al final de la meta que nos habíamos propuesto. Dimos vuelta y comenzamos el retorno.

Fue un ascenso rápido. Antonello iba de primero. Yo a unos seis pasos de él y atrás, pero bastante atrás, Luna, quien a cada instante pegaba un grito quejándose de que íbamos muy rápido. Que el corazón se le iba a salir del pecho. La pobre tiene principio de bronquitis a causa del frío, los cigarrillos y quién sabe porque otras cosas más… ¡No!... No soy mal pensado. He estado en su cascarita y los he visto meterse, a ambos, sus puchos de marihuana. No los critico. Ni me interesan sus razones o porqué lo hacen. Quizás, si me da la perra gana, yo también lo haga algún día.

Antonello y yo, quien también subía con fuertes palpitaciones, paramos dos veces. Luna se seguía quejando, pero pronto nos alcanzó. Cuando se me ocurrió decirle que el lugar, que toda esa zona, era una de las canteras más grandes de cristales de cuarzo del país, Luna quedó extasiada. Le propuse escarbar para buscar algunos. Antonello estaba absorto en sus propias cavilaciones y recibió la ‘revelación’ como si le hubiese dicho que el agua es incolora.

Luna y yo comenzamos una infructuosa búsqueda. Al filo del mediodía Antonello le dio permiso para que siguiese conmigo, buscando los cuarzos, y se marchó solo a la cabaña.

Después de una hora, pese a las pertinaces “excavaciones”, Luna y yo regresamos defraudados, con las manos sucias y con unos remilgos microscópicos de cristales cuarzo.

Ya en mi cabaña, preparé el hígado encebollado, el cual comí con deleite y ansiedad canina. Raro que Danger no se asomó a la ventana para pedirme su cuota.

De allí en adelante, enseguida después de ingerir mi alimento, comencé una frenética tarea de limpieza. Lavé, en el mínimo fregadero toda la ropa que consideré sucia. Un blue jeans, short, bóxer de dormir, franela, interiores, paños de cocina, medias y otro pequeño etcétera de cosas. Luego sacudí la ropa del “closet” la cual, otra vez, estaba llena de moho.

En un descanso me puse a afilar y sacarle unas manchas de óxido a uno de mis cuchillos (el más viejito) de supervivencia. Quedó reluciente. De ahí fui directo a lavar los trastos sucios de la cocina. Cuando consideré que la “misión” estaba cumplida, agarré en mis manos la última pera, ya semipodrida, la lavé, saqué del closet una pequeña navaja militar de camuflaje y vanidosamente me fui hacia donde los guariqueños construían las últimas ocho cabañas de ese sector.



PAUSA INELUDIBLE: ¡Coño, me estoy durmiendo! Ya no puedo más. Estoy casi borracho y con pocos cigarrillos en la cajetilla. Son la 1:47 a.m. según el reloj del celular. Debo tratar de dormir porque mañana debo llevar el par de cuadros a la galería. Si en mi mente desesperada los recuerdos no se diluyen o huye cual ladrón de mi atormentado ser, seguiré mañana.







13 de septiembre.



Hoy es mi día de suerte. Amo al trece, al número trece. Hace tiempo, pero mucho tiempo atrás, adopté al 13 como mi número amuleto. Casi siempre me va de maravilla los días 13. Aún los martes 13, al que el común de la gente, por lo menos en occidente, lo ven como un número diabólico y de mala suerte. Muchos son tan supersticiosos, que hasta lo execran de sus calendarios o agendas. ¡Es el colmo!... Para mi es todo lo contrario… ¡El 13 es lo máximo!



PAUSA DE SUSTO: Sigilosamente se acaba de asomar por la ventana Antonello, quien luce una barba de unos tres días.



–Leonardo, no tienes algo de curdita (licor) –preguntó con voz de ultratumba.

– ¡Coño, me asustaste! –exclamé sobresaltado, ya que tenía la cabezota metida en este Diario, garabateando.

– ¡Sí, vale! Me queda un poquito de whisky, el de tú cumpleaños –contesté medio repuesto de la impresión.

– ¡No, vale! Esa es tuya –refutó.

–Apenas queda un poquito… Te daré la botella –precisé mientras fui en busca del frasco.

Se lo había comprado días antes por cinco mil bolívares. Él se la iba a vender al primero que encontrase, pero yo no quería que pasara por la humillación de estarla ofreciendo en cualquier abasto o portugués.

Tomé la botella de la “despensa” inferior de la cocina y se la di. Apenas restaban unos tres dedos, a lo sumo.

– ¿No te quedan lexos? –preguntó después de agarrar la botella.

– ¡No, vale! –contesté de primera, tal como le dije última vez que me pidió ese medicamento para desesperados.

Otra vez le mentí. No tengo récipe y me quedan unas seis o siete pastillas. Eso me tiene preocupado. En estos momentos para mí son como pepitas de oro.



PAUSA DE RECUPERACIÓN: El susto que me dio Antonello Amilata, ese es su apellido, me causó algo parecido a un ataque de angustia. Me echaré un rato sobre la cama, a ver si el corazón y la respiración recuperan su ritmo normal. Luego lo asentaré en el Diario lo que pensaba escribir.



Ya pasó. Al levantarme del lecho fui directamente donde tenía el celular apagado. Lo prendí para ver la hora. Es de madrugada. Son las 1:13 a.m. Casi enseguida de encenderlo comienzo a escuchar un bip…bip. Alguien dejó un mensaje en el celular mientras descansaba. Veré de quién es. Lo escucharé tirado otra vez sobre la cama. ¡Huy! Como que este Diario desesperado nunca tendrá fin.

Hoy, en la última hora de la tarde, acontecieron tantas cosas plenas de desesperación y revelaciones que no sé por dónde empezar y cómo contarlas. Fue la hora más larga de mi vida. No recuerdo otra igual, menos tan cargada de desesperanza, confusión alucinante y con la muerte rondando en la montaña y no en la lejanía, sino aquí, en mi cabaña y luego en la de Antonello.

Son las 2:58 a.m. Contaré, según el dictado de mi memoria, paso a paso (pero con sus lagunas) lo que viví en esos sesenta minutos. Después, si mi atormentado ser me concede la paz relataré como concluyó el día que, con tantas pausas, además del cansancio y los tragos, no pude finalizar de escribir.

¡Coño! Cómo que de ahora en adelante respetaré el número 13, porque no puede ser posible que después que enumeré sus virtudes y bondades, casi al terminar de escribir la última palabra, de casualidad no muero. Y eso que estaba escribiendo bajo las tonadas celestiales, rezos, música y cantos de unos monjes tibetanos grabados por mi buen amigo Valentín Sadra durante su vista al Tíbet, cuya copia en casette me regaló a su regresó. Ambos trabajamos juntos en la revista esotérica Cábala. Él era el director y yo el subdirector. En aquella época yo dirigía, simultáneamente, una revista de espectáculos, la de mayor circulación en el país.

Bien, recapitulo. El primer presentimiento de que pronto moriría lo tuve cuando escuchaba las sagradas palabras om shiri sairam y luego los acordes y tonadas de gones, platillos de bronce y repiques sobre leños secos de bambúes y el consabido ¡ommmmmmm! con que los monjes tibetanos buscan, en su meditación, conexión con el universo y sus misterios. No sé si realmente lo logran. Yo he tratado, pero no he podido… ¡El universo no se compadece de mi!… ¡Para mi no hay compasión sino tormento!



PAUSA DE AMOR Y NOSTALGIA: Estoy, lo percibo debajo de la punta del bolígrafo, maltratando el recuerdito de bautizo de mi bendito y amado hijo Dorian y todos los ‘etcéteras’ que lo acompañan. Voy a mudarlos a la última página.



Ya lo hice.

Con el susto que me pegó Antonello, intuí que pronto (pero fue más pronto de lo que esperaba), sería víctima de la no paz, de la angustia, debido a que con todas la ganas y necesidad de mi ser interior quería bostezar y no podía… Comencé a sentir falta de aire. Después una opresión en el estómago que me asustó aún más. Trato, una y otra vez, de alcanzar el bostezo y vez de lograrlo, me ahogo. Mis sentidos, los pocos que me quedan de no sé cuántos son en total, me advertían que esa extraña sensación se debía a que había comenzado a escribir inmediatamente después de almorzar. (Me había comido un rebosante plato de pasta -rigattoni- en salsa, que preparé apenas llegué a la cabaña, a los que después de servidos le espolvoreé encima bastante queso parmesano “semiácido”, para no decir descompuesto). Mis sentidos insinuaban que el malestar se debía a eso. Que debido a que tenía la cabeza baja y el cuerpo arqueado y contraído sobre el Diario, me estaba causando una indigestión o una digestión precaria, con muchas dificultades. Recordé que en mis tiempos de estudiante de Derecho mi querida, amada, santa e inolvidable madre (QEPD), con mucho amor me decía que nunca abriese un libro después de comer y que, mucho menos, me concentrase en su lectura. Ese oportuno y sabio consejo me lo dio mi venerada madre un día mientras almorzábamos en familia junto a mi padre y hermanos en largo comedor de la sala. Si mal no recuerdo era mi primer año de Leyes en la universidad. Inquieto y ávido de conocimientos, había bajado de mi habitación con un libraco, el cual acomodé a mi lado derecho en la mesa y entre bocado y bocado, seguía leyendo y hojeando sus páginas. Era una total y flagrante mala educación, pero mi padre permitió que lo hiciese porque, además de que era mi primer año en la Escuela de Derecho, al día siguiente tendría un ‘fuerte y difícil’ examen. Mi padre, que también en paz descanse, era muy estricto y, en la mesa, aún más. Todos, mis hermanos y yo, debíamos estar sentado a la hora indicada, bien vestidos y peinados, tanto para el almuerzo como para la cena. Nada de eso de sentarse en la mesa en franelilla, pijama, sin zapatos o con el torso desnudo. Quien olvidase esas normas del galateo (reglas y costumbres del buen comer) recibía, sin aviso ni protesto, un bofetón de mi padre seguido de la orden “¡Vete a vestir!”.

Bueno, contaba que ese día, por tener la cabeza gacha y estar concentrado más en lo que estaba leyendo que en lo que estaba comiendo, me dio un mareo y casi me desmayo. Me asusté mucho, igualmente mis padres y hermanos. Desde ese entonces, recordando el consejo que mi madre me dio en ese momento, siempre evito hacerlo. O sea escribir o leer enseguida después de comer. En aquella oportunidad mi sabia madre acompañó su consejo con la frase ars longa, vita brevis, una máxima latina que significa el conocimiento es inmenso, la vida breve. De ahí en adelante siempre lo he seguido al pie de la letra.

Pero ahora, como estoy desesperado y trato con desdén la vida, hice caso omiso al sabio consejo, aunque por lo cagón que soy en cuando a salud se refiere, entré en rápido y paranoico miedo. Me eché sobre la cama y cerré los ojos con la intención de que esa sensación pasase pronto. Sólo resistí pocos segundos. La mente me llevó a los confines de la muerte. La posición que había adoptado, boca arriba, ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre la barriga, la percibí como de muerto, metido dentro de una urna. Enseguida me incorporé.

Salí de la cabaña y caminé hacía la parte trasera en busca de aire, el cual conseguí a duras penas. Luego hice ejercicios de respiración profunda. Aspiraba mucho aire por la nariz hasta llenar mis maltratados pulmones al máximo. Lo mantenía represado hasta que pudiese y después exhalaba lentamente por la boca, hasta botar el más mínimo residuo de oxígeno.

Pero nada. Cuando uno está cagado, esa mierda no sirve para nada. Luego tosí. Recomendación de Maura para lograr un ritmo cardíaco más natural, pero nada. Regresé al interior de la cabaña y volví a echarme en la cama. Sólo escuchaba, además de mi propio tormento, el también atormentante ruido que hacían unos jóvenes obreros (no los guariqueños) que desde ayer están preparando el terreno enlodado que está más bajo de estás cuatros y continuas cabañas. La intención es, como dicen por aquí, encofrarlas y luego vaciarle el cemento de la base.

La puerta de entrada de mi cascarita siempre o casi siempre permanece abierta durante el día. Como estuve tanto tiempo sin puerta ni ventanas me acostumbré a esa forma de vida a la ‘intemperie’ porque circula aire puro.

Tirado sobre la cama pensaba que si me daba un infarto o algo por el estilo, podía tener la fuerza necesaria para alcanzar las pastillas sublinguales de Isordil que siempre tengo a la vista sobre este mesón, donde mato el tiempo escribiendo el Diario, y salir sin mucho esfuerzo por la puerta y pedir auxilio. Estando abierta es más fácil y menos complicado franquearla, ya que a veces, como fue hecha con madera húmeda, se atora y hay que aplicarle bastantes músculos para que abra.

“Si el ataque es fulminante, me jodí. No podré llegar a ellas”, pensé. Luego de pensar en eso, sendos eructos salieron de mi boca. Después un prolongado y nada perfumado pedo… “¡Coño, son gases!”, me dije dando ánimo y borrar el pernicioso pensamiento de muerte súbita que me atormentaba. Pero del bostezo, nada. Al fin vino y con el una rápida carrera al baño, donde exploté en desbordante diarrea.

Con el asunto de estos supuestos ataques de pánico (¡creo yo! Y ojalá sea sólo eso y no algo peor o grave), no he podido todavía escuchar el mensaje que dejaron en el celular.

Ya un poco más tranquilo marqué asterisco dos, send, y mi clave, 4463, la fecha (día, mes y año de mi nacimiento) y escucho la voz de Alfredo, mi amigo y abogado: “Leonardo, es Alfredo Díaz. Por favor llámame urgente a la oficina”. El mensaje fue dejado a las 12:45 p.m. También había otro, dejado dos minutos más tarde, por Maura, donde me decía que me extrañaba.

La llamada de Alfredo me causó tanto sobresalto, que volvió la taquicardia. Del tiro corrí otra vez al baño y otra aguada, explosiva y putrefacta mierda salió de mi culo.

Después de limpiarme apresuradamente, tomé el celular y lo llamé. La secretaria me informó que estaba en una reunión muy importante a puerta cerrada y que no tomaba siquiera el teléfono. Le expresé que poco antes me había llamado y dejado un mensaje con carácter de urgencia y quería saber de qué se trataba. Me preguntó si estaba en mi oficina (¿cuál oficina?) y, sin mayor explicación, le contesté que no. Que cuando se desocupase me llamara por celular. Gentilmente me dijo que así se lo informaría y comenzó la espera.

Los interminables y angustiosos minutos iniciaron su lenta, pausada y aburrida marcha. ¿A ellos, a los minutos, qué carajo les importa lo que pasa por mi mente?... ¡Un coño! Por eso, sólo por eso, una vorágine de pensamientos negativos y desconsoladores comenzaron a tejer su maraña mortal y venenosa. Querían enloquecerme, sacarme de mis cabales y mientras ellos caminaban en su lento tic-tac, yo pensaba: “¿Le habrá pasado algo a Carolina?… ¿La habrán hospitalizado por su problema de gástricos consecuencias de la mala rinoplastia que le hicieron?... ¿Se habrá suicidad llevándose en su acto a Dorian asida entre los brazos? ¿Se lanzó con el niño desde el piso veintidós del penth house?... ¡No!... No, eso es imposible. Aunque esté un poco desquiciada creo que nunca lo haría… ¡Ya sé! La reunión que mantiene a puerta cerrada Alfredo Díaz es con Carolina y su abogado. Seguramente estuvieron grabando mis llamadas y estarán buscando acusarme por acoso y maltratos psicológicos según la nueva Ley de Protección a la Mujer. El acoso puede ser, cabe, pero no los maltratos porque lo único que le dejaba dicho en la contestadora era que la quería, que la amaba mucho, aunque, a decir verdad, cuando estaba completamente borracho le dejaba uno míseros mensajes llenos de reproches, groserías y amenazas suicidas…

¡Qué coño importa ya nada! Además, creo que vía telefónica no he dicho nada grave, ni antes ni ahora… ¡No, coño!... No es eso. Seguramente me pincharon el celular y grabaron las conversaciones entre Maura y yo y eso es lo que le están mostrando… ¡Las pruebas de mí infidelidad! No, tampoco puede ser, pinchar un teléfono cuesta un dineral y Carolina es muy avara. No creo que se los haya gastado o quizás, por odio, para darse el gustazo y vengarse, hizo ese “sacrificio”… ¡No!... No y no… Fue Maura quien me grabó. Rosalía la utilizó para joderme. ¡Qué imbécil soy!… O, con el propósito de destruirme, de repente a Carolina se le ocurrió la genial idea de inventar que le robé algunas joyas cuando abrí su ‘armario-caja fuerte secreta’. No creo que sea capaz de tal vileza. De la parte de arriba del armario (las joyas las guarda metidas en un cofre escondido en la parte de abajo, si saqué y me traje a la cabaña seis cubiertos de plata: un tenedor, cuchara, cucharilla de café, cuchillo, un tenedor para frutas y una cuchara para postres. Si iba a estar en esta choza, reflexioné mientras las sustraía, al menos voy a comer principescamente, con dignidad.

Pensando y pensando el tiempo transcurría y Alfredo Díaz no se hacía presente. Entonces, ¿cuál era la urgencia? No soporté la espera. Aunque debo un cuentón, agarraré el celular y lo llamé.

Al fin hablé con él. La dichosa “urgencia” que casi me mata no era tal urgencia, sino decirme que no había podido notificarle a Luis David las condiciones que establecí para seguir al mando del periódico, las cuales entre otras eran que debería pagarme un sueldo mensual de tres millones de bolívares, además de otros beneficios. Era una exigencia exagerada, pero con ello quería sacudirlo de una vez por todas de mi vida. De esa forma no seguiría acosándome por teléfono con el sibilino argumento de que ‘hacía falta’ y que debería volver a encargarme del proyecto editorial porque, según él, ‘del cielo llovería dinero como maná en nuestras manos’.

Durante la turbadora espera “degusté” un suculento y tranquilizador lexo. En la mañana ya había tomado otra dosis, pero su efecto es muy lento y mi inquietud acelerada.

Sin pensarlo dos veces (si voy a morir que sea mientras esté nocaut) saqué la botella de gin, me serví un largo trago en la tacita y lo apuré de un sorbo. Casi inmediatamente otro, pese a que después de la conversación con Alfredo mi sobresalto se había ido saltando por ahí… Ya no estaba en mi cuerpo.

Durante todo el tiempo de la espera, la angustia me había hecho su prisionero y había que aplacarlo de alguna manera y esa era la única forma que tenía a mano… ¿Qué otra cosa podía hacer?

¡Qué felicidad!... Hoy tengo tres botellas… ¡Qué paz!

De pronto, mientras sostenía la tacita repleta de gin en la mano irrumpió en la cabaña Antonello. Tenía cara de suicida desorientado. En su rostro se delineaba dolor, confusión, impotencia y desespero. Era un poema a la muerte.

– ¡Dame un par de cigarros! –murmuró y al ver la botella sobre el mesón y la tacita en mi mano, preguntó–: ¿Qué estás tomando?

–Eso… El mismo veneno de siempre –contesté mostrando con el índice la botella.

– ¡Dame un poco! –suplicó y salió hacia su cabaña, la cual está a pocos pasos, contigua a la mía, a buscar un vaso.

Enseguida regresó con el mismo vaso que le presté ayer y lo llenó hasta más arriba de la mitad. Mientras lo bebía comenzó a sollozar.

–Ya no puedo más… No sé que voy a hacer con esa caraíta (Luna)… Por ella perdí mi trabajo. No me dejaba ir, me decía que me quedase con ella... Me tiene sometido… Yo si me meto diariamente mi marihuana, pero nada de eso del crack, la cocaína y toda esa mierda que ella trae con sus amigos a la cabaña… ¡Esos son unos diablos! –confesó con crudeza y sinceridad gallarda su adicción. Hizo una reflexiva pausa y agregó–: Bueno, de cocaína máximo me meto unos toquecitos dos veces a la semana… Pero ese poco de gramos que traen sus amigos, ¡no!

Lo escuché absorto. Yo no le había preguntado nada, tampoco hice alusión a nada sobre el particular. Fue su liberación. Una liberación espontánea y voluntaria.

–Yo creía que eran amigos tuyos –dije refiriéndome, a los jóvenes que veía ir a su cabaña.

–Son de ella y a cada rato me los mete en la casa. El día de mi cumpleaños esos diablos trajeron dos bolsas. Como a las once de la noche no pude más con esa mierda, de ver y escuchar a esos diablos y los boté de la cabaña… Les dije que se fueran pal coño con su basura… –siguió explayado en su revelación mientras absorbía largos sorbos de gin–. Yo soy un hombre de buena familia (yo lo confirmé), instruido y ahora enlodado hasta el culo por esa carajita… Por ella perdí todo… A mi esposa, a mis hijos, a quienes mandé para Italia. Mi mamá me quitó el apartamento de La Boyera, donde vivía… No vivía como un rey, pero si decentemente. Estaba ganando seiscientos mil bolívares y no nos faltaba nada –Antonello divagaba entre los recuerdos y el desespero. Yo lo dejé que se desahogara–. Sabes… Yo tengo una hija grande que ya no me habla… Ya no aguanto más…Ya no aguanto –manifestó descontrolado con los ojos inundados en lágrimas para enseguida estallar en llanto.

Se me hizo un nudo en la garganta al ver a un hombre llorar delante de otro de esa forma. Ante su dolor mis ojos también se humedecieron. Conozco de penas. Lo comprendía como nadie, más en ese momento. Yo también estoy desesperado, pero por amor. No sabía cómo consolarlo. Cómo aplacar su pena porque yo también soy un penado en vida. No obstante, lo así por los hombros y apreté contra mi cuerpo y todavía con el nudo apretando mi garganta, atiné a decirle, ahora yo también con los ojos aguados por el llanto.

– ¡Coño, recuerda lo que me has dicho varias veces! Noi abbiamo buon sangue –dije en italiano, tal como el mismo me lo había dicho– y tú saldrás de esta… ¡Tranquilízate!

La amarga conversación se desarrolló en la relativa privacidad que brindaba un resquicio cerca de la entrada del pequeño baño, a un lateral de la cocinilla a gas de cuarto hornillas.

En su perturbado desahogo Antonello no gritó, casi susurraba aunque estaba bastante ofuscado. Y como los obreros estaban trabajando afuera de la cascarita, a fin de que no se enterasen de lo que estaba ocurriendo, decíamos algunas palabras en italiano y otras en castellano.

–Ya son ocho meses que estoy con ella, pero no soporto más… Me tiene atado y es que yo soy un pendejo con las mujeres… Me dominan y me dejo pisar…

Otro largo trago y el encendedor que no dejaba de funcionar. Una larga nube de humo grisáceo envolvía parte de nuestros rostros.

–Sí, cuando la conocí ella me ayudó a salir de las drogas… Yo en ese entonces no valía nada y ella me sacó de abajo. Pero ahora me está enfermando otra vez. No sé qué hacer –cavilaba, pero más bien parecía estar hablando consigo mismo y no conmigo–. Ella es mi único apoyo pero también mí destrucción… ¿Qué voy a hacer? ¿Qué tengo qué hacer?...

Mientras Antonello dejaba emerger de lo profundo de su alma su indeciso tormento interior, yo lo escuchaba impotente y también sumergido en mi propio calvario. De pronto afuera se oyó la voz de Luna.

– ¿Se puede? –preguntó educada, sin entrar a la cabaña.

Yo, que desde el lugar donde estaba tenía visual hacia la puerta, al notar su compungida cara le digo que sí.

– ¿Antonello está aquí? –indagó antes de entrar. Desde su ubicación no podía verlo.

– ¡Sí! –contestó Antonello desde su “escondite” antes que yo respondiese.

Luna entró a la cabaña, tomó uno de mis cigarrillos y lo encendió.

Antonello enmudeció.

–Mira, la vida es dura, pero hay que salir adelante –comenzó diciendo Luna mirándome–. Todo el mundo tiene problemas…

Y comenzó a contar el cuento de su madre, una mujer muy sumisa que lloraba en silencio cuando su padre, un vasco duro e implacable, la llenaba de insultos y maldiciones.

–Y ahí están… Hechos una mierda. Esa no es vida. Yo no soy como ella –dijo refiriéndose a su progenitora.

Luna, me enteré hoy de su propia boca, tiene veintidós años, y no dieciséis como me había dicho Fernando. Es una muchacha fría, terriblemente fría e indolente. Sin el menor rastro de perturbación en su rostro, hablaba como si no le importase un carajo la vida o sus semejantes. Daba miedo escuchar sus palabras, mucho más saliendo de la boca de una mujer tan joven y hermosa. No vislumbra el futuro, tampoco parece importarle un carajo, pero sí el pasado. Sus palabras estaban salpicadas de odio hacia la humanidad. Al parecer el sufrimiento y las vicisitudes la marcaron desde que era muy niña. Ese tatuaje lo llevaba dentro de su corazón porque alma parecía no tener.

–A mí me importa lo mío y si las cosas no marchan lo mando todo pal coño –sentenció con mirada de centelleante e irascible furia.

Antonello escuchaba silencioso pero con el desespero marcado no solo en su rostro sino en todo su ser. Estaba inmóvil, recostado de la pequeña pared contigua a la puerta del baño, en el mismo sitio donde estuvo desahogándose conmigo. Yo, apoyado ligeramente en el mesón y Luna sentada en mi cama, la cual aún estaba deshecha.

Ella, rubia oxigenada, de cabello crespo tipo negroide ligeramente alisado, tan flaca que hasta los huesos parecen salírsele de sus carnes, de mirada (al menos en ese momento) destilando un putrefacto odio y llevando un muestrario de tatuajes pintados en su barriga, hombro y antebrazo, no puede negar su extracción humilde y tampoco hace nada para disimularlo. Es la propia muchacha de barrio. En cambio, la apariencia de Antonello deja vislumbrar otra categoría social, más elevada y culta.

Seguimos hablando envueltos en una humareda y atragantándonos de ginebra. Esperé que la marea se retirase un poco y le hablé a Luna. Busqué paciencia donde no la tenía y Dios me mandó un poco de ella y de regalo una pizca de sabiduría.

Le hablé de amor. Que cuando hay amor todo se puede y se supera. Le “filosofé” un poco sobre la vida y cómo salir con decencia de las grandes dificultades. Le hablé de una novela de un escritor rusa donde cuenta la historia de una joven y hermosa mujer que, por amor, pudo dominar a un tosco y desesperado alcohólico. Le hablé de la tolerancia y ternura de aquella mujer y que con esas virtudes pudo domeñar a la bestia hasta hacer renacer al hombre. Hacer brotar de sus adentros al ser bondadoso y cariñoso que en realidad era y que estaba escondido dentro de su frustración e ignorancia.

En un arrebato, Antonello se sentó aquí, en esta misma silla donde estoy sentado ahora escribiendo el Diario y comenzó, en este mismo cuaderno que está debajo de mi pluma, a garabatear un poema. Iba a comenzar a escribirlo casi al pie de la última palabra que yo había escrito, pero lo contuve.

– ¡Un momento! –me apuré a decirle y le volteé la página. Una en blanco, como todas las demás que seguían hasta el final de la libreta, las cuales pienso llenar pronto.

Al terminar leyó lo que escribió. Sonaba bien y me gustó. Quise leerlo por mí mismo pero no le entendí su letra. Ambos estábamos ya bastante tomados. Cuando termine de asentar en el Diario parte de nuestro coloquio, el que recuerdo con mayor frescura, iré hacia atrás y lo copiaré para dejar testimonio fiel de sus dotes poéticas.

Yo, bastante escasos de argumentos debido a los vapores etílicos, seguía tratando de ablandar con mis palabras a aquella gélida muchacha, mitad demonio y mitad ángel. Mientras, Antonello, mano sobre el papel, buscaba coordinar ideas, pero no le venían. En un arrebato tiró el bolígrafo, sacudió la silla donde estaba sentado y se marchó sin decir palabra.

Estaba molesto. Muy molesto consigo mismo y, quizás, la conversación que yo sostenía con Luna en vez de tranquilizarlo enfurecía más aún su animal interior.

–Lo qué sucede es que él es muy introvertido… A veces pasa más de medio día sin hablar –explicó Luna.

Al rato la conversación se volvió insulsa y algo monótona y ella también se fue a su cabaña. A los pocos minutos, a través de las endebles paredes de la cascarita, escucho portazos y golpes. Preocupado por lo que estuviese ocurriendo adentro, salgo, observo y trato de escuchar algunas voces, pero nada. No tenía intención de entrometerme. Con mí tormento es más que suficiente. Volví a la cabaña y me senté a continuar este Diario. Casi enseguida, Antonello entró como una tromba y desorbitado de pies a cabeza.

– ¡Esto, esto es lo qué logro! –dijo enseñándome los nudillos ensangrentados y con algunas cortaduras.

Supuse que los estrelló contra la noble madera de pino de la puerta o contra la pared.

–Coño, ¿qué hago? –me preguntó desorientado.

–Tranquilizarte… Sólo tranquilizarte –atiné a decirle.

Yo me había parado del asiento y a través de la puerta vi a Luna subiendo cabizbaja por la cuesta que da acceso a las cabañas. Antonello estaba de espaldas, sirviéndose otro trago y no pudo verla. Llenó el vaso hasta casi el tope. A finalizar, se volteó hacia mí, tomó en su mano el vaso que estaba apoyado en el mesón, y dijo:

–Voy a ver qué está haciendo esa carajita.

Salió y la vio casi en la cima de la cuesta. Se metió en su cabaña, tomó algo, quizás las llaves del auto, y salió a perseguirla.

Después de tanta presión (la mía y la de él), la lacerante angustia que se percibe en toda La montaña de los desesperados, se me fueron por completo las ganas de seguir escribiendo.

Me puse a lavar una franela y descolgar, doblar y guardar una ropa que tenía secando afuera. Ya se habían hecho las cinco de la tarde. Como mi puerta no está cerrando bien y en varias ocasiones me he golpeado fuertemente la mano izquierda al tratar de desencajarla, le grité a Jhonny, uno de los guariqueños que está trabajando en la finalización de la cascarita-suite, que cuando bajase le dijese a Joaquín que mi puerta no cerraba y que me estaba lastimando las manos en los intentos de abrirla. Que, por favor, subiese a arreglarla.

A la media hora llegaron Joaquín, Freddy, su ayudante, y el propio Jhonny. Sacaron bisagras y tornillos. Lucharon con la puerta más de cuarenta minutos para poder cuadrarla.

Mientras ellos trabajaban en el encuadre yo lo observaba y, de tanto en tanto, chequeaba un risotto que estaba preparando. Al fin lo lograron y se fueron.

Al estar solo, me hice la señal de la cruz y en silencio interior le di gracias a Dios por la comida que me había ofrendado. (Desde que estoy en la montaña siempre lo hago durante todas las comidas. En casa lo hacía muy poco). Comí y me dispuse a dormir.



TODO POR UNA TIRADITA…



Ahora son un cuarto para las cinco de la mañana del día jueves. Ya se fue el fatídico día 13. No sé si desheredarlo o seguir creyendo en el, porque esta vez el bendito 13 se ensañó conmigo.

Retomé el Diario a las 2:15 a.m. ya que no pude seguir durmiendo. Otro sueño, muy confuso y salpicado de pesadilla, me despertó sobresaltado. Antes, a eso de las once y media de la noche, me despertó el repicar del celular. Era Maura, pero no atendí la llamada. Dejó un mensaje y como el bip que avisa que hay un mensaje sin escuchar en el teléfono era harto fastidioso para mi endeble paz, me incorporé de la cama y apagué el aparato. Hice pipí y volví a acostarme.

Al despertar esta madrugada lo escuché. Había dos de ella misma. “¿Por qué no atiendes? ¿Dónde andas metido? ¿Solucionaste el problema de la nevera? (¿Y con qué dinero voy a comprarla si estoy hasta el cuello de deudas?) ¿Cuándo cambiarás el número?”, y más preguntas y más blablablá. Después y para finalizar: “¡Besos!... Te llamo mañana”.

¡Coño, qué ladilla! Y todo por una tiradita. Un buen polvo sí, pero una tiradita al fin y al cabo.

Hasta el momento no he sabido nada de Antonello y Luna.

Voy a asentar en el Diario el poema que escribió en la que iba a ser la página 671 de este manuscrito. No le puso título y aunque costó descifrar algunos de sus garabatos alcohólicos, creo que no está nada mal si se toma en cuenta las condiciones en que estaba.



Río ancestral

Cauce vital

Cuenca abierta

Amor fluvial.



Sensación escondida.

Invasión agobiante

Consumador ardor

Entrañas pujantes.



Fuerza instintiva

Corazón emocionado

Caricia sutil

Trance sensual.



Oración parida

Grito tribal

Liberación espiritual

Éxtasis desbordante

Luz angelical.

Luces fugaces

de amantes azules.



Mi mano está entumecida. Son las 5:05 a.m. Voy a descansar un rato. Proseguiré después, porque mi mañana, a pesar de estar todavía cerca del desaparecido y moribundo día 13, fue magnífica.



GUERRA SIN CUARTEL CONTRA EL DESESPERO



Aunque había quedado con Leandra que llegaría a la galería a las nueve en punto de la mañana, a duras penas llegué a las 9:38 a.m.

Me había acostado muy tarde e hice caso omiso a los anuncios de los despertadores.

En la galería fui recibido por ambos jóvenes curadores, Leandra y Genardo. Son novios, pero parecían estar algo molestos. Noté cierta tirantez entre ellos.

Los cuadros que les llevé les encantaron y manifestaron que quizás los expondrían los tres (un tercero lo tenían en su depósito) en la Gran Colectiva que inaugurarían el domingo.

Sin insistirle mucho les indiqué que, si podían y estaban a tiempo para el montaje, les cambiasen los ya pasados de moda e insulsos ‘marcos de museo’ (aunque nuevos) con lo que estaban montadas las pinturas y le pusiesen un “vestido mejor”, de los que hacen en la marquetería de Néstor, el papá de Genardo, ya que son unos marcos únicos, espectaculares y muy elegantes. Que, de esa forma, sin quitarle méritos a las obras, estas relucirían más. Asintieron. Veré el domingo qué tal quedaron, que vestidos de gala le pusieron a mis pinturas.

Dicho esto y acordado los precios, Genardo mismo me hizo el recibo de la ‘entrega a consignación’. Con antelación me había informado que la galería cobraba el cincuenta o cuarenta por ciento de comisión, según el caso. Le expresé que bajaría mis precios, debido a que para mí más importante que el dinero era tener la satisfacción de saber que una de mis obras fuese adquirida por un amante del arte, que de esa forma las daría con gusto en “adopción”, ya que consideraba a mis pinturas como hijos, como parte de mi mismo. En realidad siempre he pensado así, no estaba mintiendo ni exagerando. Aunque, ahora, por esta tempestad que estoy atravesando, el dinero es muy importante, vital, de otra manera no hubiese bajado tanto los precios.

Acordamos trescientos cincuenta mil bolívares por cada uno de los dos cuadros que le llevé y una comisión del cuarenta por ciento para la galería. Del que tenían en depósito, cuyo título no recuerdo y que estaba en consignación por mil doscientos dólares, le indiqué a Genardo que también le bajase un poco el precio.

Antes de despedirnos les pedí una tarjeta de la galería (me dieron unas ocho) con el propósito de llamar y darles la dirección correcta del salón de arte a mis invitados, a quienes comenzaría a llamar después de llegar a “casa”, o sea mi cascarita. Le expresé que yo sabía llegar perfectamente, pero que siempre olvidaba el número de la transversal.

Salí de la galería pletórico de felicidad y elevándole repetidas gracias al Señor. Como estaba escaso de ginebra y cigarrillos, decidí comprarlos en un automercado que está a varias calles de la galería. Pasé de largo con el auto porque, por lo que alcancé a ver desde afuera, estaba atestado de gente. Eras las 10:20 a.m., aproximadamente. Además, había cola para entrar al estacionamiento y en la avenida dos fastidiosos agentes de tránsito evitaban que alguien pudiese orillase a la acera.

Decidí volver a la montaña y comprar mis ‘pertrechos de guerra’ por allá. Mantengo una guerra sin cuartel contra el desespero y la ansiedad y no consigo mejor arma que la ginebra, cigarrillos y lexos.

En el camino siempre vigilaba el paso de una camioneta Explorer que tuviese las mismas características que la de Carolina. Tengo haciéndolo desde que llegó de Aruba con Dorian, no en la esperanza de topármela y verla, sino de cazarla con el fantasmagórico amante que punza mi atormentado corazón. Hasta a altas velocidades, cuando diviso una a lo lejos, voy tras ella.

En mí desespero el otro día perseguí una que me costó mucho alcanzar. Tenía gran similitud con la de Carolina, incluso los topes de las puertas y otras características, pero cuando al fin pude ponérmele atrás (el endiablado conductor corría como un loco y también como un loco fui tras el), me percaté que no era un Ford Explorer sin una Blazer Chevrolet. ¡Qué cagada!, me dije y le pedí disculpas a mi auto por el sofocón que le di. Cosa de desesperados. Eso lo sabe muy bien mi coche, fiel y silencioso compañero de desespero ya que a el también lo he hecho sufrir con tantas sobremarchas y aceleraciones impulsivas e impertinentes. A veces, para tranquilizarlo, lo mimo y le levanto su alter ego diciéndole: “Soy un caballero andante y tu mi indómito corcel”. Cosas de autos y dueños… Sé que no me entiende, pero hasta los momentos se ha portado como todo un campeón… ¡Es un auto maravilloso!



LA TRIBU DEL AMOR



El otro día, cuando andaba rondando por la ciudad y bajé cerca de un kiosco a comprar cigarrillos, casualmente me conseguí un amigo de la juventud que tenía siglos sin ver. Por lo hablado, el encuentro me hizo reflexionar bastante.

–Tú eres Leonardo Vento, a qué no sabes quién soy yo –me atajó cuando estaba por montarme otra vez en el auto.

–Te conozco. Sé que te conozco, pero ahora no recuerdo –expresé confundido y sobresaltado.

–Ricardo Cassatti… ¿Te acuerdas?

¡Claro qué sí!... ¡Qué maravilla volver a verte! –expresé dichoso viéndole directamente a los ojos que es lo único que, además de la voz, no cambia con los años.

–Pero, ¿en verdad sabes quién te está hablando? –indagó al observar mi evidente confusión ya que topármelo era lo que menos me esperaba cuando bajé del auto para comprar cigarrillos.

– ¡Claro!... Claro qué lo sé. Estudiamos juntos –respondí, observando a aquel ser extraño, gordo y bastante calvo que tenía delante de mí y que en nada se parecía al joven de mis recuerdos estudiantiles.

Después de otro ‘escarceo’ de reconocimiento y recuerdos, me dijo que era médico. Que se había graduado con honores junto a un par de judíos de su promoción. Le manifesté que en Venezuela los médicos judíos son muy buenos.

–En todas partes del mundo, no sólo en Venezuela, los judíos son los primeros –respondió sin titubeos a fin de convalidar mi afirmación.

–Bueno, como ellos tiene dinero, después de graduados mandan a sus hijos a hacer sus post grados en los mejores hospitales de los Estados Unidos. De allí tanta fama… –traté de justificar mi primera errónea afirmación.

–No es que tiene dinero –atajó a fin de corregirme–. Es que son muy unidos. Con una sola llamada diciendo: “Abraham, te envío mí hijo y protégelo”–expresó a manera de chanza–. Con eso está todo solucionado. No importa la parte del mundo donde estén, pero ellos con o sin dinero se ayudan mutuamente –precisó.

–Es cierto… Ese es parte de su credo –contesté rápidamente–. Tengo amigos judíos de muchos recursos económicos y sé que ayudan a otros menos favorecidos. Los he visto darles cheques de varios ceros sin siquiera hacerles firmar un recibo… Sólo apuntan en una libreta el monto. El otro sabrá cuándo devolvérselo… Entre ellos son muy honestos y se respetan mucho –concluí recordando a un amigo judío que todas las tardes de los jueves de todas las semanas las ocupaba en recibir, escuchar y extender cheques a compatriotas hebreos que estaban necesitados de dinero o querían montar un negocio y no tenían capital suficiente. Esas tardes no recibía a nadie, que no fuese judío, en su oficina.

Seguimos hablando por un corto tiempo más y luego nos despedimos. Siquiera intercambiamos teléfonos o tarjetas (yo tenía las viejas, las de mi antiguo trabajo).

Cuando me monté en el auto me puse a reflexionar sobre lo que habíamos hablado. De los judíos y de los amigos hebreos que tengo. La judaica, en realidad es una familia, una única familia, sin importa nombre, apellido o condición social, unida a través del mundo y si estuviesen en la Luna o Marte, sería lo mismo. Nada cambiaría su estilo de vida. Siquiera una tercer guerra mundial, ya que en vez de “débiles” los haría aún más fuertes porque ya vivieron todos los horrores imaginables y sin imaginar durante el holocausto. Ellos no son una familia integrada por cinco o más miembros, son una familia universal compuesta por miles de millones de personas. Particularmente, aunque la gran mayoría de los humanos los odian (¿envidia, recelo, ignorancia, religión, ineptitud?), yo los admiro con plenitud pese a su evidente y sectario egoísmo y desconfianza hacia otro ser que no sea judío como ellos. Es más, aunque no soy escultor, a veces mi mente proyecta que estoy realizando un gran monumento del alto de una torre de treinta pisos, donde recreo a miles de seres humanos sin importar color, edades, sexo o contextura. Niños, adolescentes, adultos, hombres fuertes y otros débiles y enclenques, mujeres hermosas y otras feas y gordas, viejos, unos de apariencia mesiánica y otros modernos, y bebés en brazos de sus madres unidos en una sola gigantesca pieza escultórica de mármol. Es la piedra de la hermandad, de la fidelidad, paz, amor, unidad y religión porque encima de todos ellos una resplandeciente constelación de estrellas adopta la forma de Estrella de David. ¿Por qué todos los seres humanos no formamos una gran tribu con la de ellos?, me pregunto. Aunque con distintos credos y principios, porque hay que respetar la pluralidad de ideas, sería una tribu de amor. De esa forma estaríamos siempre unidos y conformaríamos una verdadera y digna especie humana y no los animales depredadores que somos ahora. Pese a que Dios no dotó de conciencia, somos los seres más destructores, viles, sanguinarios e inconscientes de todas las especies, sea animal, insecto, planta, río, montaña o árbol o de todo lo que tenga vida y materia sobre la Tierra. En definitiva, nosotros los humanos, seres repletos de ignominiosa inconciencia y estúpida arrogancia, nos creemos dioses del mundo y, en realidad, somos el último eslabón de la imperfección. No somos nada y nos creemos todo. ¡Qué vanidad fuera de toda lógica universal! Aunque me esté gustando, y mucho, descargarme con esta pendejada, de ponerme a filosofar sobre el mundo y el papel que juegan los seres humanos en este complejo, irracional e intolerante planeta, mi peo es otro. Buscar la fórmula, mágica o no, para cambiar y vencer mi desesperación y tormento.



DIVAGANDO EN LAS PAUSAS…



PAUSA URGENTE Y HÚMEDA: Me acabo de tirar un peo y de mi culo no salió sólo aire putrefacto, sino también un salpicón de mierda. Corro al baño a limpiarme… ¡Ya!... Gasté un cuarto de rollo de papel en lograrlo. Mañana lavaré el bóxer, el cual colgué lleno de mierda enganchado a un clavo tras la puerta del baño (no uso interiores en la “casa”). Mañana será otro día. Por lo menos hoy no huelo a mierda. El bóxer se quedará ahí. Tengo tantos gins en mi cerebro, que ya carezco de olfato, gusto y visión. Por eso es que escribo tan enrevesado. Y, si me meto a duchar, seguramente aterrizaré de cabeza al piso y ya no quiero más heridas. Con las que tengo es suficiente. Me disculpo con este Diario por la ‘peíta’ debido a que las últimas diez o catorce páginas de este manuscrito las estoy escribiendo hoy jueves y no ayer miércoles. Mentí porque me faltaban muchas cosas por decir y no encontraba la manera de hacerlo. Mi letra toda ‘roñosa’ se debe a que hoy, aunque aparentemente tranquilo, estoy tan o más descompuesto que ayer. Si a eso le unimos la ginebra y la carátula de un CD que pongo bajo mi mano para que sirva de punto de apoyo a fin de que levante un poco y me canse menos. Soy zurdo y escribo poniendo el cuaderno al revés, o sea mirando hacia el frente, en forma horizontal (torcida) y no vertical, tal como lo hacen los seres normales. De esa forma y manera el ‘peo’ se vuelve más complicado, porque la bendita y lúcida carátula del CD, debido al afinque y la presión que ejerzo sobre ella para poder llegar a la altura del Diario, gracias a su resbaladiza superficie plástica, se me mueve de un lado a otro haciendo que mi mano se atore, se convierta en aún más torpe. No sé si se entiende esta pobre y borracha explicación, pero cuando uno escribe al amparo de Dios y metido en una montaña sin las más elementales herramientas modernas, sino sólo con bolígrafo y papel para garabatear, cualquier cosa puede suceder. Como que una pequeña, pero de apariencia feroz, araña, de repente camine, como Dios por su casa, sobre el papel en que escribes. O que otro bichito cornudo, que no es alacrán, pero que tiene ponzoñas muy parecidas, empieza a merodear amenazante sobre el tablón en el que escribes. Y, lo peor, que una chiripa cornuda y borracha, busque meterse en tu tacita para beberse el gin que con tanto sacrificio compraste. En fin, como el temor se vence enfrentándolo, las mayoría de las noches me a jugar con ellos a fin de salvarlos de la depredadora y mortal luz de la lamparita. La técnica de salvamento que aplicó, a fin de no maltratarlos y salgan sin un rasguño de la cabaña, es la siguiente: coloco la punta del bolígrafo en dirección y muy cerca de donde vienen caminado a fin de que se monten en ese bote salvavidas (a veces es difícil lograrlo) y una vez allí, cuando son pequeños, los sacudo por la ventana con un fuerte soplido, o moviendo impertinentemente la pluma para que caigan afuera, a su verdadera vida, a su hábitat natural. No pasa igual con las inquietas mariposillas y polillas, y no tanto porque algunas sean son muy grandes y de aspecto aterrador, sino por su complicado y circunvalado vuelo en espiral (los científicos aeronáuticos deberían copiar su impecable forma de vuelo direccional). Con ellas aplico el Método del Cansancio. Después de su frenético revoloteo por toda la cascarita, espero que se agoten y se pongan a descansar en el rincón que ellas prefieran a fin de retomar un poco de aliento para luego volver con su danza. Antes de que eso ocurra, me les acerco sigilosamente por detrás y, a fin de no lastimarlas, las agarro con un pedacito de papel toilette, el cual luego arrugo en forma de paracaídas y las boto también por la ventana. Por supuesto, van “enroscadas” en el mismo blanco y perfumado papel en la esperanza de que no regresen y se cieguen, que es lo peor que le puede pasar a una mariposa, o mueran atrapadas en la luz de mi lámpara. La luz para ellas hace el mismo efecto que el sol para nuestros ojos y si se acercan mucho y por un período de tiempo no tan considerable, primero pierden la vista, después enloquecen (¡y, qué yo sepa, no hay manicomio para mariposas!) y finalmente se achicharran bajo sus rayos. Muchos indígenas australianos y de otras latitudes se las comen porque dicen que es un rico manjar lleno de suculentas proteínas… ¡Yo nunca he comido chicharrón de mariposa!... ¿A qué sabrá?... Tal vez las pruebe algún día… Si los locos comen mierda, nada malo sería que un hombre cuerdo coma chicharrón de mariposas.



PAUSA VITAL: Estoy borrachito. Lo único que he comido en todo el día es una sopa de cebollas con arroz que me preparé al mediodía. Afuera hay voces y ruidos. Ya llegaron Fernando y Andreína, los más parlanchines en este paraje de la montaña… No me soporto ni soporto la torpeza de mi mano y mente, las cuales se resisten a continuar por hoy. Despertaré en la madrugada y seguiré, por hoy ¡basta! Menos mal que yo no utilizo metáforas preconstruidas. Mi sólo tormento ya es una metáfora. Por ello digo, o me pregunto: ¿Mí vida es una metáfora plena de tormento o una fantasía del alma?... ¿Tiene sentido o no se entiende nada? Bien, lo diré de otra forma, muy clara y precisa. Mi vida es una poceta llena de mierda, que metafóricamente quiere decir ¡un desastre!... ¡Esa es una metáfora!... ¿O al revés?



PAUSA DE INCOMPRENSIÓN: ¿Por qué todas las canciones, por lo menos las últimas cien que he escuchado, sus letras siempre hablan de desamor, de tristezas, traiciones y olvidos y muy pocas de amor sublime puro y tierno, comprensión y tolerancia? ¿Y es qué el mundo, cantores y juglares se han olvidado que el amor puro existe? ¿Por qué tanta alegoría, tanta exaltación a la traición, a los corazones partidos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Cuál es el norte de la humanidad?... ¿Su propia destrucción? ¿Por qué los cantores no subliman el amor sino el despecho, la aberración de una mente enferma y atormentada por una traición?

¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia la carencia de fe, hacia la nada absoluta? ¿Al funeral de la espiritualidad? ¿Hacia el suicidio del amor? Si el amor lo es todo. Es fuerza vital y Dios encarnado en nuestras almas. ¿Cuál es el diabólico mensaje? ¿Qué nada sirve y qué todo es podrido y falso? ¿Qué vivimos en un mundo inundado de mierda falaz, hipócrita y superficial? Me resisto a creerlo. No lo acepto. Me pondré en huelga de amor para que la verdad renazca y triunfe en toda su brillante espiritualidad. Y eso que los que no me conocen (y nunca conocerán por su falta de sesos), me califican como un verdadero coño de madre. Soy todo lo contrario. Las apariencias engañan. No soy un santo, ¡lo sé! Pero estoy muy distante de la precariedad de los sentimientos, del amor, la fe, la confianza y el deber ser hacia mí prójimo. Amo a los seres humanos, con defectos o sin ellos, simplemente ¡lo amo! Esa es mi naturaleza.

Aunque normalmente las PAUSAS que intercalo en el Diario no “admiten” punto y aparte, porque así me dio la perra gana de concebirlas y entrelazarlas con la narración cuando las ‘invente’, hoy, debido a mi pulcra, desvariada y total borrachera, me da la gana de hacerlo, por eso puse punto y aparte y ahora vuelvo a poner punto y aparte, ¡okey!

¿Preocupados fantasmas de mí conciencia por mi burda filosofía? Yo lo estaría, por burda que fuese, si piensan, se detienen, únicamente por instantes, a pensar en las absurdidades que constante y conscientemente hacemos los seres humanos y, sin pensar siquiera en sus funestas consecuencias, las repetidos cientos de veces, se darían cuenta, queridos fantasmas, de lo hermosa que es la vida y sus verdades. Todas, inobjetables, como, por ejemplo, la máxima que dice: Haz el bien y no mires a quién y la sagrada, única e irrebatible enseñanza de nuestro señor Jesucristo: Ama al prójimo como a ti mismo. Toda la filosofía de una vida sana, pura y hermosa y llena de amor encerrada en es sólo frase. ¿Qué más se puede pedir o decir?



PAUSA DECIDIDA: Saqué de entre las páginas del cuaderno donde escribo el Diario, mi “procesión” de acompañantes. El recuerdito del bautizo de Dorian y todo lo demás, ya que por su grosor y volumen, no dejaban que la punta de mi ya destartalada pluma corriese con facilidad. Como estoy terminando este tercer cuaderno, pronto comenzaré el “tomo” cuatro.







14 de septiembre.



Lo que comenzó como un esplendoroso día, al pasar las horas se convirtió en diabólico y todo por mí ocurrencia, mi tozuda disposición de cambiar el número telefónico del celular.

A primera hora de la mañana, serían las siete y treinta, llamé a casa de José Rafael. La dama que respondió el teléfono dijo: “Hoy se marchó muy temprano”. Escuchada la ‘terrible’ respuesta ya que, de momento, se esfumaba la posibilidad real de trabajo con la que soñaba, le pedí encarecidamente que le notificase sobre mi llamada. Que se lo anotase en un papel y que cuando volviera a casa se lo diese.

Como no me doy por vencido fácilmente y soy más cabeza dura que un toro de lidia o un asno, como mejor prefieran, marqué el número de su celular. Nadie contestó y la casilla de mensajes estaba llena. Siquiera pude dejarle dicho nada. Llamada perdida.

Aunque tenía muchas ganas de echarme en la cama y seguir durmiendo, melancólico me puse a preparar el desayuno. Tres rebanadas de pan cuadrado, el cual doro en la sartén, a la francesa. Una vez dorado, les unto encima queso fundido y listo.

Terminada la colación, me dispuse, a fin de darle tregua, aunque fuese mínima, a mi mente, a ocuparme un poco de la “casa”.

Lavé los pocos trastos sucios, la parte de abajo del mono de gimnasia, o sea el pantalón, dos short y unos cuatro interiores. Todos con una gran mancha marrón por el lado que está cerca de la comisura del ano y, debo reconocerlo, hediondos a mierda. Por supuesto que los remojé y estrujé un buen rato antes enjuagarlos y ponerlos a secar al sol, el cual estaba radiante. Todas mis tareas las realicé en el pequeño fregadero, el cual sirve para tres esenciales funciones: lavar trastos sucios, lavaplatos y lavamanos. Un tres en uno excelente. El lo único en toda en cabaña., además de la ducha, por donde sale un chorro de agua.



PAUSA DE TORMENTO: Las moscas me tienen enloquecido (¡aún más!) y a punto de un ataque de angustia con su frenética y cochina danza de espolvoreo de bacterias y cosquilleo irritante cuando se posan en mi torso y piernas desnudas. Estoy escribiendo en short y aunque, por ahora, no “asesino” a indefensos insectos, pienso que un poco de insecticida las espantarán y si alguna tiene tanta mala suerte como la mía y pasa delante del rociador cuando acciono la válvula, pues QEPD.



A eso de las once de la mañana tomé una cebolla, medio cubito de pollo y me dispuse a preparar una suculenta sopa de cebollas para el almuerzo.

Mientras estoy absorto en mi quehacer culinario, pese a que durante el día siempre dejo la puerta abierta, de pronto escucho el sonar de unos nudillos contra la madera.

–¿Se puede, Don Leonardo? –pregunta una voz desde la parte de afuera de la cabaña.

Asentí y entró.

Era Freddy, quien venía a instalar la última portezuela de madera del estante de la cocina.

El pobre, aunque tiene todas las intenciones de hacer las cosas bien, no atina una: No pudo colocarla. Mientras lo intentaba yo seguía pendiente de la cocción y de sus intentos de encajarla y cuadrarla bien.

Cuando creí que la sopa estaba casi lista, le agregué un puño de arroz y revolví con la cuchara de plata, que en su extremo cóncavo inferior tomó un color negruzco brillante. Si la viese ahora Carolina, agregaría esta “afrenta, este maltrato a la dignidad y bienes de la mujer”, como un agravante más en su demanda de divorcio. ¿Qué carajo, qué guiso diabólico estará cocinando con sus abogados?... De seguro inventando cualquier cosa con tal de joderme.

Como tenía todo dispuesto para almorzar, Freddy, educadamente y exhausto (más parecía que quería huir de la tortura que le impuso la portezuela), expresó:

–Coma tranquilo, Don Leonardo. Volveré en la tarde.

Le comuniqué que en la tarde no podría ser porque saldría de la montaña. Le diferí su ‘misión’ para el día siguiente.

Últimamente todos los trabajadores de por estos lados me dicen Don Leonardo. No sé si es por respeto o por todo lo que he envejecido en estos días de angustia, tormento y desespero. Debe ser por lo segundo, porque hasta yo, cuando me veo en el espejo noto las marcas, lo envejecido que me ha dejado esta pena. Sí, seguramente se dieron cuenta de mi metamorfosis, porque antes me saludaban con un “¡Epa, Leonardo!”… ¿Cómo estás Leonardo? ¿Cómo amaneciste Leonardo?” y saludos por el estilo. Pero ese cambio a ‘Don’ en menos de dos meses me tiene preocupado. Debo analizar la causa.

Algunas horas más tarde después de almorzar, llamé al 811 de Selcel por el otro celular, un viejo ‘prepago’ que tenía tirado en la maletera del auto, a fin de efectuar el cambio de número.

–Buenas tardes. Bienvenido a Selcel. Le habla Javier, ¿en qué puedo servirle? –escuché del otro lado de la línea.

Le informé que llamaba para efectuar el cambio de número. Luego de un corto pero preciso interrogatorio para chuequear la autenticidad de todos mis datos con el objeto de cerciorarse de que, ciertamente, el aparato me pertenecía (por el asunto ese de los robos de teléfonos), me asignó el nuevo número 014-249.85.53 y comenzamos la lenta y un poco complicada nueva programación. Yo escuchaba sus indicaciones a través del viejo ‘prepago’ y en el mío iba asentando todos los pasos que señalaba: “Marque 41* (asterisco), seguidamente el número 887… “. No llegaba a marcarlos todos porque mi aparato regresaba automáticamente al inicio. Se bloqueaba. Quedó defectuoso desde que durante toda la noche le cayó encima el piche zumo de un queso blanco semiduro que había apoyado precisamente en el tablón de arriba de donde tenía enchufado el aparato cargando. No me lo esperaba, ya que estaba bien envuelto en tres bolsas plásticas, pero al parecer tenía un pequeño orificio por donde comenzó a gotear y las gotas fueron a caer directamente sobre el celular. Lo inundó. Lo limpie cuidadosamente con papel toilette, luego con trapito húmedo y, aparentemente, había salido ileso, aunque oliendo a mierda… ¡Es qué el pobre celular está quesudo como yo!... Le hace falta su celulara…

Con el operador de Selcel intenté la acción dos veces más. Fastidiado, sugirió que lo llevase a chequear a una de sus Centrales de Servicios, que allí lo podrían reprogramar con la computadora. Preguntó dónde me encontraba. Le dije que en Las Mercedes. No le iba a decir que en La Montaña de los Desesperados. Me informó que fuese al CCCT, Nivel C-1 y que ellos trabajaban hasta las cinco y treinta de la tarde. Ya eran pasadas las tres. Pensaba ducharme, pero aborté la idea. “¡Coño de la madre. Todo me sale mal!”, me recriminé.

Lo peor de todo esto es que el número viejo había sido totalmente eliminado y asignado el nuevo y el celular quedaría inoperante hasta no resolver el problema que presentaba. En fin, en dos palabras: ¡quedé jodido! Sin poder llamar ni recibir llamadas.

Apresuradamente me vestí y corrí hacia la Central de Servicios con la esperanza de que allí el puto celular se dignara de funcionar.

Conseguí rápidamente donde estacionar. Ya dentro del centro comercial caminé hacia el Nivel C-1. Me sentí incómodo, pueblerino, andando sobre su piso de mármol después de estar pisando terruños, piedras y pedruscos en la montaña. Tenía la falsa sensación que todos me observaban. Quizás les llamaba la atención mi cara de amargado, pero, la verdad, era que caminaba con inseguridad. No era ‘el yo’ de siempre.

Vi a un señor empujando el cochecito de un bebé con su risueña esposa marchando a su lado y sentí una aflicción de muerte. Carolina, y yo haciendo lo mismo, rodando el coche con Dorian en su interior, pasamos varias veces por ese mismo lugar. Nostalgia, pena y desespero. ¿Por qué coño estoy reducido a esto? ¿Por qué tanto sufrimiento?... ¡Contéstame, Dios!…Tengo tiempo que no peleo contigo, pero ganas no me faltan para comenzar una ya, aunque sé que tu siempre, como eres Todopoderoso, saldrás triunfante y cagado de la risa.

Tengo tres días sin llamar a casa. ¿Tres?... No recuerdo. Tres días sin hablar con Dorian sabiendo que puedo llamar en las horas que me ‘asignaron’. ¿Para qué llamar? Para que me digan qué no está, qué está durmiendo o qué la mamá lo está bañando. ¿Qué burla es esa? ¡Estoy arrecho con tantas vejaciones! Y, lo peor, para hacerme sufrir más y ser más crueles con mi deshecha vida, utilizan a Dorian como arma. ¿No es suficiente con haberlo perdido todo? El amor de Carolina, mi autoestima, mis ganas de vivir, la paz, mis afectos, amistades y toda la felicidad que el mundo me habías concedido.

Por ese motivo y cualquier otro que está perdido en mi mente, decidí no llamar más. Es mi castigo… ¿A qué? No lo sé. Quizás a mí mismo… ¡Al carajo los motivos!... Voy a llamar ahora mismo…



PAUSA DE DOLOR Y NOTALGIA: No hay nadie en casa. Se activó la contestadora. ¿Estarán en el Club? ¿Ella haciendo spinning y Elsa paseando al niño por el parque infantil? ¿O Carolina la dejó allí con el niño y anda con su amante y cuando termine de besuquearse con él los irá a recoger? ¿Quién coño sabe en qué anda esa mujer?



Llegué a la Central de Servicios. No había casi nadie y me atendieron con prontitud. El bendito aparato funcionó a las mil maravillas en manos de la programadora. Para cerciorarse de que todo estaba bien hizo una llamada de prueba. Funcionó y me lo entregó no sin antes advertirme que la línea se haría activa de cuatro a seis horas.

Salí del Centro con la intención de llamar al doctor Marcos Valera por unos teléfonos públicos ubicados en todo el frente de la salida de las oficinas de Selcel, pero ambos estaban ocupados. Esperé impaciente unos minutos. La conversación que sostenían los usuarios parecía interminable. Llamaré de otro lugar, me dije, ya que esta espera me va a costar, con lo que tendré que pagar de estacionamiento, más que una larga conversación por celular. (Reflexiones de un hombre quebrado y, para remate, desesperado).

Al salir del estacionamiento del centro comercial equivoqué la salida y fui a parar hacia la vía que va a Altamira. En vista del error, propio de desesperados, decidí dar, antes de regresar a la montaña, una vueltecita por el ambulatorio de Bello Campo. ¿Sorprendería esta vez a Carolina buscando al fantasmagórico médico?

Cerca del ambulatorio había un par de teléfonos públicos. Estacioné y llamé al doctor Valera. Sería un suspiro en la tormenta si se llegase a un pronto acuerdo con lo de la demanda. El abogado era la primera persona, por necesidad vital y monetaria, que debería tener mi nuevo número.

Contestó la secretaria. El doctor no estaba y le dicté a ella el número. Luego le pedí que lo repitiese para cerciorarme de que lo había anotado correctamente.

Mientras hacia la llamada y veía inquieto hacia el ambulatorio creyendo descubrir lo que posiblemente sólo existe en mi atormentada mente, mis piernas fueron presas de un leve temblor… Terminó la llamada y, por supuesto, nada del fantasma y su bella princesa.

Durante todo el trayecto de regreso a la cabaña sentía el rostro compungido, como a punto de caerse a pedazos sobre el volante y mis piernas. Mis pensamientos estaban tan dispersos y deprimidos (¡ellos también -los pensamientos- se deprimen!) que recordaba el aspecto que tenía la cara de Carolina cuando se deprimía, lo cual es frecuente en ella, por eso se atragantaba de pastillas tranquilizantes y somníferos. Nor… (Aquí terminó el cuaderno número tres. Sigo transcribiendo el cuaderno cuatro y último, el cual comienza por la página 757 del manuscrito).

Retomo la línea anterior, la quedó en Nor…

Normalmente la observaba así, con su rostro compungido, labios arqueados hacia abajo, los ojos sin luz ni brillo y absorta en las oscuras y lúgubres cavernas de sus pensamientos.

Tan sombríos eran sus pensamientos, que cuando ella iba sola, manejando su camioneta, siempre llevaba la radio o el reproductor al máximo del volumen y, con ¡los vidrios cerrados! Si por casualidad nos topábamos en la vía de regreso a casa y llegábamos simultáneamente al estacionamiento, no se daba cuenta de que estaba a su lado y hablándole. Ella siempre llevaba el volumen de la radio a la locura. Era su fórmula se escape, su evasión de la realidad para bloquear o dispersar los pensamientos que le asaltaban. Hacía lo mismo cuando comenzamos nuestra relación y convivía con ella en su casa de Altamira. Al sentir chirriar el portón metálico del estacionamiento sabía que era ella (Normalmente, yo llegaba antes a casa). A fin de recibirla me asomaba por la pequeña terraza del segundo nivel. Ella se bajaba de la camioneta (antes tenía una Blazer gris, la cual vendió a la celestina de Rosalía) con el motor aún encendido y la música a reventar. Recogía sus cosas. Carpetas, cartera o alguna compra, desactivaba el motor y subía. Era su constante. Así lo hacía siempre. A veces, no sé porqué tormentosos motivos, subía sin siquiera apagar el auto y dejaba que la música siguiese chillando a todo volumen. Hace, pero hace mucho tiempo, Carolina convive con un gran tormento interior que no le da paz. Se esfuerza, pero no lo logra. Por eso su vital y constantes visitas psiquiátricas.

A pesar de todo la amo. Cuántas veces intenté ayudarla. Pocas veces pude, porque con celos maníacos evita que nadie se entrometa en su mente. Esa es su caja fuerte más preciada y su tormento mortal.

Unos cuatro meses atrás, estando yo al volante de su Explorer nueva, íbamos muy tranquilos y callados a una reunión de no recuerdo qué.

–Yo no me quiero enfermar… No me quiero enfermar… –estalló de repente en amargo llanto.

– ¿Qué te pasa mi vida?... ¿Por qué te vas a enfermar? –pregunté sorprendido y asustado por esa repentina explosión.

–Es qué mi mamá se enfermó de los nervios después de cumplir los cuarenta y al poco tiempo murió de cáncer… Eso me atormenta… Yo no quiero enfermarme –decía en sollozos y moqueando como una bebé.

La tranquilicé como pude.

– ¿Y por qué esa comparación?... Tú no tienes nada que ver con tú mamá… No tiene nada qué ver una cosa con la otra. Tú no estás enferma. Además, todavía faltan unos cuantos años para que llegues a los cuarenta –argumenté a fin de serenarla.

–Pero ese presentimiento no me lo puedo quitar de la mente… –decía mientras seguía sollozando sin parar.

– ¡No chica!... ¡Quítate esa vaina de la cabeza! A ti no te va a pasar nada. Tú morirás de vieja –afirmé para calmarla.

Poco a poco se fue tranquilizando. La distraje con otros temas hasta que llegamos a nuestro destino. Ese mismo presentimiento obsesivo me lo había comunicado en otras ocasiones, pero nunca en la forma tan dramática cono lo hizo esa vez.

Aquel rostro compungido que siempre veía en Carolina, ahora también es mío. Me pertenece. Le robé su depresión y la enmarqué en mi rostro. Estoy igual, idéntico, cual copia al carbón. Inexpresivo, con el rictus de los labios hacia abajo, como la máscara griega de la tragedia, los ojos parecidos a la noche y dispersos en la oscuridad de mis pensamientos aunque el día sea radiante y, para que la copia sea aún más fiel, ahora yo también, inconscientemente, ando con la radio a todo volumen buscando aturdirme con la música, sin importar del tipo que sea y sin reparar tampoco si ando con los vidrios del auto subidos o bajados. Es su herencia de amor y sufrimiento.

Estando a unos dos kilómetros de La Montaña de los Desesperados, una canción me enardeció y puso a correr como un demente. Era de Sopra pa contraría (creo que se escribe así). Me sacó de mis cabales. Es de un negrito brasilero y Carolina la cantaba con mucho amor. Decía algo así: Cuando hago el amor con el sólo recuerdo tu cuerpo/Aunque sea de otro sólo es tu cuerpo el que quiero y mierdas por el estilo, cuya letra hablaba de amores y sexo no olvidados y prohibidos pese a estar los amantes separados y ella con otro hombre. No recuerdo bien la letra, pero me da en la propia madre porque cuando la canción salió al mercado y se puso de “moda”, Carolina se desvivía al escucharla por la radio del auto mientras iba conmigo (sola supongo que también) y la cantaba y se reía. Yo, molesto, verdaderamente molesto, le pedía que la quitara. Que pusiese otra emisora, que esa canción, argumentaba por celos, era de arrabal, sin clase, pero ella se negaba. En varias ocasiones le moví el dial y ella se quedaba tranquila. Otras, la volvía a sintonizar y me decía “Pero si a mí me gusta ¿Qué pasa? Y yo, al lado suyo, manejando muerto de dudas y cavilaciones, tenía que soportar esa canción que me horadaba el cerebro. Pero más sorprendido quedé cuando compró el CD y lo llevó a casa. Esa canción, de todas las que contenía el compacto, era la que ponía y repetía insistentemente. “Esa es la mejor del disco. Por esa nada más vale la pena comprarlo”, decía mientras me moría de celos y dudas. ¡Coño de la madre!, como que en esa época ya tenía a otro, pienso ahora.

Al releer este Diario, si es que llegó a hacerlo y concluirlo, la buscaré y la copiaré a fin de que alguien, sea quién sea, entienda porqué una simple canción, como la calificaba Carolina cuando le pedía que la quitara, me afectaba y me afecta aún más hoy. Sí, es cierto, es una simple canción, que carece de cuerpo, vida y razón, pero también es totalmente cierto que cuando una mujer se “encariña” tanto con una canción es por un motivo y nunca sano o intrascendente. Siempre hay una razón. Les dice algo o le recuerda algo que, casi siempre, es clandestino. Ellas son, además de muy hormonales, excesivamente vaginales, y mucho más cuando una canción habla de hacer el amor con otro, el goce y todo ese otro montón de porquerías de mierda. En el peor de los casos, ese tipo de canciones les reviven un secreto, una traición, algo condenable pero que disfrutan mucho callándolo. Forma parte de su baúl secreto e infranqueable que llevarán a cuestas toda la vida y nadie jamás podrá penetrarlo.

Soy tonto pero no tanto (¡sonó cacofónicamente bonito!), o quizás demasiado para ser un imbécil real, de carne y huesos, y no una comiquita.

Antes de casarme con Carolina, cuando me separé de Eva María, una novia que quise mucho, adopté, a fin de aplacar mi dolor y despecho la canción No sé tú, de Luis Miguel. La asociaba a mí tristeza y cuando hacía el amor con otras mujeres, al menos durante el primer año de nuestra separación, veía su cuerpo. Sentía que era ella, Eva María. Lo mismo que me acaba de pasar con Maura. Sabía que era otro cuerpo, pero me imaginaba que hacía el amor con Carolina. ¡Qué desgracia!... Toda la mierda me cae a mí… Ese es el baúl que tendré que cargar a cuestas toda la vida… ¡Pura mierda!... ¡Mierda de mujeres!... ¡Qué asco!

Al llegar a casa quise estallar en sollozos, pero por aquí uno no tiene ni la privacidad ni la libertad siquiera para eso. Siempre alguien anda cerca, sin pretensiones de husmear, pero cerca y te cortan el gusto (¡las ganas!) de sufrir con ¡muchas ganas!

En vista de ello, no me quedó más remedio que beber enloquecido y fumar. Tanto, que me sentí prisionero de una nube de humo. Bebí hasta desvanecer, pero antes de que mis manos y mi cabeza se resistieran a seguir adelante, en un papel aparte escribí un poema, el cual titulé Por qué lloran las mariposas, el cual copiaré.

Aclaro que todo lo que corresponde a este día 14 de septiembre, lo escribí en el Diario al día siguiente, o sea hoy 15. No obstante le dejé un suave ‘matiz’ para que pareciese escrito en su día y no ahora… ¿Qué les pareció eso de un ‘suave matiz’, fantasmas de mis sueños y de mis sombras?

Fue tanto el gin y la cuota de lexos, que quedé nocaut a eso de las 11:30 p.m.

A continuación el poema y me despido de este día para entrar en el próximo, el cual no es tan próximo porque ya estoy viviendo la noche del 15 de septiembre, pero si me vuelvo a noquear con el gin, lo seguiré el 16 y así sucesivamente hasta el final. Esa es la tónica que me impuso mi comandante La Ginebra.



POR QUÉ LLORAN LAS MARIPOSAS







Tirado en la ribera de la nada

pensaba en el atardecer

de la primavera, en los bosques

callados y siempre vivos

de la sabiduría silenciosa.



Escuchaba el riachuelo

de mi alma descorrer

hacia el eterno

soplo del viento.



Miraba embelesado

a los pájaros cantores

de fantasías y quimeras

que cabalgan en los sueños.



Miraba al mundo

girar en torno mío

pero no entendía

sus movimientos

ni el porqué de la vida.



Todo fluye. Nada es eterno.

Hasta la muerte es temporal,

como temporales son

las ideas y las ilusiones.



Me vi tirado

sobre una alfombra

de hierba viva

adornada por flores

de tantos colores

que el mismísimo arco iris

las hubiese envidiado

si ese vil defecto

albergase su juego golondrino.



Estaba tan feliz

que hasta la dicha

susurraba su alegría

en el eco de la montaña.



De pronto vi una,

después otra,

más adelante a millones

de hermosas mariposas

de múltiples colores, formas

y maneras de danzar al viento.



Una muy pequeña,

de tiernas y agraciadas

alas color azul cobalto

ribeteadas de perfumado

listón blanco, dejaba

descorrer una lágrima

por su inocente mejilla.



No pude permanecer más tiempo

tendido en la hierba viva.

Me incorporé, fui hacia

ella y curioso le pregunté:

¿por qué lloras mariposa?



Levantó su rostro

y con la lágrima

aún rodando hacia

la inmensidad intangible,

me dijo: Por el mundo…

Por ustedes…

¿Y por qué?, la interrumpí

en su sollozo interior sin

dejarla concluir.

Porque navegan hacia el fin

y siquiera se han dado cuenta.



Me recosté junto a ella

y puse a pensar a su lado

mientras una gran lágrima

también rodaba por mi rostro.







15 de septiembre.



Esto si lo estoy escribiendo hoy viernes. Son las 9:05 p.m. y ya tengo unos cuantos tragos encima.

Pese a la borrachera de ayer, a eso de la una y media de la madrugada de hoy me despertó el ring del celular, no del número nuevo, que sólo lo tienen el doctor Valera y Alfredo Díaz, sino del viejo. Era Maura. Quería saber si hoy, a las dos de la tarde, podría ir a buscarla a su casa. Que prepararía un maletín con ropa y se quedaría aquí, conmigo, hasta el próximo lunes. Bastante adormilado le dije que no sabía qué decirle. Que a eso de las diez de la mañana hablaríamos nuevamente para ponernos de acuerdo. Realmente no sabía qué decirle y no me iba a poner a discutir con ella a esa hora. Tenía mucho sueño. Para mí las una y media de la madrugada es todavía ayer. Mucho más con toda la bebida que tenía metida en el cuerpo.

Para resumir el asunto, ahora que estoy bien despierto aunque un poco borracho (¡otras vez!), debo decir, a fin de elevar un digno tributo a la verdad, que le mentí a Maura. No la llamaría a la hora que le dije y menos iría a buscarla, como de hecho no lo hice. Hoy quiero estar sólo y, por ahora, así lo estoy. No sé mañana.



PAUSA DE TORMENTA: Se acaba de desatar el segundo temporal con visos de tempestad eléctrica de la noche. El primero fue como a las diez, pero duró poco. Quién sabe cuánto este. Ahora son las 10:55 p.m. y desde que me senté en mi sillita, frente al tablón y al cuaderno del Diario con la finalidad de garabatear algo, lo único que he hecho es beber y escuchar música.



Los recuerdos de mis días en el tormento, me asaltan por ráfagas. Hoy escribiré sobre ellos porque, aunque desperté a las 5:30 a.m., no he salido de la montaña en todo el día y no tengo desventuras nuevas que anotar.

Esta mañana, lo único que se me ocurrió hacer después de vaciar la vejiga, fue masturbarme con el recuerdo de Carolina. De cómo lo hacíamos. Aunque no quería, una deleitante sensación electrificó mi cuerpo de arriba abajo, quitándome todas ganas de seguir durmiendo. Entonces, después de hacer pipí, desenrollé apresuradamente bastante papel toilette y volví a echarme sobre el lecho. Me desnudé completamente y comencé a acariciarme pensando en Carolina. A esa hora nadie podría verme a través de la ventana porque todavía era de noche, aunque lentamente el cielo comenzaba su apresurada carrera hacia el alba.



PAUSA DE OTRO TORMENTO: Aunque Deepak Chopra afirme en sus libros que la culpa no existe, yo soy el único culpable de lo que de ahora en adelante suceda con mi vida. Son las 11:35 p.m. y acabo de recibir y atender una llamada de Maura. Está desesperada por venir a La Montaña de los Desesperados. Quiere verme y estar conmigo. ¿Qué contradicción, no?... Grabé parte de la conversación. Me agarró fuera de base y, por mis vapores etílicos, dije cosas inoportunas, aunque siempre digo lo que no debería decir cuando debo decir otra cosa o evadir respuestas y hacerme el loco. ¡Me encanta el trabalenguas anterior!... Soy demasiado confiado. ¡Por la boca muere el pez! Y creo que yo moriré por mi extrema ingenuidad y bocota. Si me acuerdo, después haré y anotaré un resumen de nuestra conversación. Por ahora, me tomaré otro gin y voy a lo importante. Hacia el centro, el corazón, la médula de la existencia de este Diario: Carolina, mi único amor y la masturbada que me eché con ella.



PAUSA DE FUGA: Aunque sé que nadie notó mi ausencia, debo asentar en el Diario que después de escribir el nombre “Carolina” y el asunto de la masturbada, me escapé al lado, a la cabaña de Antonello y Luna. Estuve allí más de una hora. Hablamos de mi, ellos, la vida y la filosofía propia de los borrachos que al expresarla te parece arrechísima, magnífica, una revelación sin parangón, el próximo premio Nóbel de Filosofía, pero al día siguiente, cuando despiertas y estás sobrio, es la propia cagada filosófica. Mañana, si Dios quiere, o más tarde, contaré los detalles, pero ahora, son las 1:00 a.m. del sábado, quiero contar y revivir mi orgasmo imaginario con Carolina… El que comenzaba a relatar antes de estas pausas…



Retomo la parte del orgasmo…

Seguí acariciándome sin lograr evolución ni erección. Todavía estaba muy dormido y bastante débil por la borrachera precedente. Mi miembro permanecía inerte, pero mis deseos ardientes… ¡La depresión es maldita! ¡Hasta acaba con la hombría del hombre! Pero, como soy Aries, soy muy cabeza dura y no me doy por vencido tan fácilmente. Seguí tocándome, acariciándome, mimándolo y de repente, como el Ave Fénix, resurgió de sus cenizas y se puso “grande y duro”, como me decía mi amada Carolina cuando lo tenía en sus manos, lista para llevárselo a la boca. Con mis ojos cerrados, vagando en la dimensión del placer, como si Carolina estuviese cabalgando sobre mi miembro erecto, comencé mover la mano de arriba- abajo y de abajo hacia arriba, suavemente, con pasión. Una pasión que poco a poco fue convirtiéndose en huracán desbocado. Mi respiración se aceleró y comencé a entreabrir la boca y mover la cabeza de un lado a otro de la almohada… ¡Qué bien lo estaba haciendo Carolina!... Seguía y seguía cabalgándome como una jinetera del sueño y del placer infinito. A veces soltaba una mano y cambiaba para la otra y durante esos cambios levantaba la mano que tenía libre y en la oscuridad la subía hasta la altura de sus senos, los cuales imaginariamente acariciaba… Quise también alcanzarlos con mi boca, pero no pude y seguí y seguí con furia y pasión, hasta que de pronto lancé un susurrante grito… ¡Ahhhhh!... ¡Ahhhh!... ¡Ahh! y sentí como me venía y casi desvanecía… Mi cuerpo se electrificó de tal forma que creí que ahí, en ese orgasmo, moriría… El rictus de mi cara cambió y mis labios se pusieron flácidos al tiempo que la respiración se entrecortaba de placer. Siquiera solté el miembro y tampoco tuve tiempo de alcanzar el papel toilette… Quedé bañado de mi propio y caliente amor… Así quedé por un tiempo, con los labios semiabiertos, hasta que recuperé la respiración. Al fin logré inhalar y exhalar normalmente. Dejé escapar un suspiro y lancé un beso al viento. Exhausto, moví el cuerpo hacia un lado y satisfecho, maravillosamente satisfecho, me iba a echarme la cobija encima con la intención de seguir durmiendo, pero el frío y ya pegajoso semen recordó que debía limpiarme. Lo hice apresuradamente y boté el papel a un lado de la cama. Pronto el espejismo se esfumó y yo quedé profundo.



PAUSA DE ÍNTIMA DECENCIA: Muchas de las cosas, actos, posiciones, palabras y frases que escuché durante toda la fantasía real en la que me transportó mis recuerdos durante la masturbación, los reservo por íntimo pudor y decencia. No porqué estén salpicadas de aberración, ya que en el amor todo está permitido entre los amantes, sino para preservar la dignidad y esencia de Carolina a fin de que, sin justicia ni conocimiento de causa, alguien se forme una errónea opinión sobre ella.



CON LOS FANTASMAS Y LOS ANGELES



Desperté para ir al baño, pero al percatarme de la hora, las siete y veinte, corrí al celular y marqué el número de José Rafael, pero nada. Nadie contestó el teléfono. Después de hacer pipí volví a la cama. La depresión no me daba paz. Pensaba, sólo pensaba… Mejor dicho, creo que ni pensaba. Sólo estaba tirado en la cama. Cualquiera me hubiese confundido con un andrajo. Siquiera ya tenía el aspecto de una persona. Mi vivacidad, mis ganas de vivir y emprender nuevos retos, de luchar de ir por la vida sonreído y amando al prójimo, ayudando, los había enterrado el desamor y, lo peor, siquiera me invitó a su funeral. Me dejó sólo, en la Tierra, como un fantasma, igual, o quizás más desmejorado, a los fantasmas a lo que les hablo constantemente y me acompañan en mi soledad.

Seguí tirado en la cama haciendo lo que últimamente he aprendido a hacer a la perfección: Pensar en cosas llenas de mierda y dolor. Al rato tocó Freddy para intentar, otra vez, con lo de la puerta. Le di gracias en mis adentros porqué me sacó de la aberrada abulia que me tenía posesionado.

Mientras Freddy luchaba con la portezuela, no se me ocurrió otra cosa que ponerme a preparar una salsa roja para pasta.

Al menos, observar la docena de burbujitas rojas del líquido en ebullición, me desataba de los pensamientos nefastos mientras embobado las veía formar y microsegundos después desaparecer para darle paso a la creación de otras más grandes, más rojas y más calientes. Funcionó bien al principio. Al rato comencé a ver a aquella cosa roja bullente como el Caldero del Diablo y el aceite, la profusión de aceite que le había vertido encima, empezó a hacer el efecto de un espejo y yo a verme reflejado en sus disformes manchas. Enseguida pronuncié para mis adentros Va de retro Satanás y me conecté con Dios y hermosos y celestiales paisajes que había visitado durante mis viajes. La imagen funesta del “infierno en salsa” pronto desapareció.

– ¡Al fin! –exclamó Freddy complacido mientras yo miraba a través de la ventana la hermosa espesura de la montaña.

Su lucha fue tenaz, pero logró su cometido. Se río en grande al conseguir que la bendita puerta cerrara al colocarle un dispositivo imantado en uno de sus extremos interiores. Antes había montado y desmontado la puertita una docena de veces sin que pudiese lograr el efecto deseado ya que, a los pocos segundos después de cerrarla, esta, como por arte de magia o quién sabe qué prodigio infernal, volvía a abrirse ante sus ojos sin que nadie la tocase. El pobre estaba desesperado. Se quejaba, además del hambre que decía tener, de un dolor en los meniscos debido a la posición gacha como tenía que trabajar.

–Esa fue la mano de Dios… Te ayudó para aplacer el dolor de tus rodillas y el hambre –dije a fin de animarlo.

Sonrió, pero se notaba confuso. No entendía qué hizo o qué pieza movió para que la portezuela al fin cerrara.

Satisfecho, se despidió cortésmente y se fue.

El orgasmo imaginario de la madrugada me había abierto mucho el apetito. Comí el plato de pasta tan desaforadamente que me llené de tantos gases que comenzaron a aprisionarme pecho y abdomen impidiendo una correcta y pausada respiración y… comenzó el culillo, ya que la mente se divierte torturando a los desesperados. “¿Coño, me irá a dar algo?... Está vez si es de verdad y no imaginación… Nunca las manos me habían sudado tanto”, pensaba casi aterrado. Pero, otra vez, un largo y salvador eructo me rescató de esas atormentantes cavilaciones y regresó a la realidad. Luego, al ratito, un sonoro peo indicó que todavía estaba vivo, aunque apestando a mierda. Así, entre eructos y peos, me eché sobre la cama.

Traté de dormir un poco, pero están encementando el piso de afuera, cerca de la calzada enlodada que sube hacia el “estacionamiento”. El ruido que hacían los obreros, además del infernal ronroneo de la mezcladora de cemento, no concedieron la pizca de paz que necesitaba para entregarme en brazos de Morfeo. El trabajo duraría unas cuantas horas debido a que también están terminado la “suite”, la cual supuestamente tendrán lista, y para “inaugurar”, mañana sábado, a las cuatro de la tarde, ya que a esa hora se mudarán los nuevos vecinos. Todo un acontecimiento aquí, en La Montaña de los Desesperados. No vendrán bandas, el alcalde o invitados especiales, porque no saben dónde queda este hueco en la montaña, pero estaremos nosotros, con nuestra buena dosis de angustia y caña.

De tantas opciones que tenía, al fin Robert se la alquiló a una pareja que no conozco ni nunca he visto por esto lares, al meno mientras he estado en la cabaña.

Por si fuese poco, a todos los ruidos inherentes a la construcción, había que sumarle los de Fernando y su “ultramoderno y de pinga” equipo de sonido, el cual tenía a todo volumen. De esa forma solo un extraterrestre podría pegar pestañas y yo no lo era. Hoy es su cumpleaños número 29 y Sonia y él decidieron celebrarlo en casa de la madre de grandullón karateca y entrenador de spinning, y no aquí en la montaña, como, en principio, tenían pensado. Y como faltaban algunas horas antes de partir, el cumpleañero se estaba poniendo a “tono” y para ello nada mejor que una buena dosis de caña y música.

Tirado en la cama boca arriba y con la cara apuntando la bóveda azul del techo de la cabaña, pensaba en Franz Kafka y su Metamorfosis. A veces me sentía igual y del tamaño de una cucaracha desorientada en su abandono y soledad.

Al rato, alabado sea el Señor, me vi inundado de pensamientos positivos y una gran y serena paz. Sentí como si un ángel se hubiese metido en mi cuerpo y mente para cuidarme. ¡Qué embriaguez de luz y placer divino! El ángel se sentó cómodamente en un agradable resquicio de mi mente y comenzó a interrogarme.

– ¿Quieres realmente volver al lado de Carolina y tú hijo? ¿Estás seguro de eso? –preguntó con cándida voz, muy parecida a la de un niño de seis años.

– ¡Sí!... ¡Sí!... Es lo que más deseo en la vida… –respondí alborozado y lleno de júbilo.

– ¿Por qué? –preguntó lacónico, buscando ahondar en mi alma y pensamientos.

–Porqué los amo, los añoro… Son toda mi vida. Tengo una gran nostalgia y sufro mucho sin ellos. Quiero tenerlos cerca, abrazarlos, besarlos… Quiero salir de este tormento –contesté con un nudo en la garganta y titubeante convicción.

– ¿Y qué has aprendido durante este último tiempo? –indagó el ángel con voz de niño.

–Que los amo y que gran parte de todo es culpa mía… Mis dudas me llevaron a la ruptura…

– ¿Estás completamente seguro qué sólo fue eso? –insistió con voz firme el ángel.

Entreví que en su interrogante sugería que estaba omitiendo algo. Y así era. Pronto llegué al otro motivo. Solo bastó pensar fracciones de milésimas de segundos.

–Y el alcohol –reconocí apenado–. Prometo, si me concedes la gracia de volver con ellos, no beber más… Por lo menos durante dos años, o sólo cuando ella apruebe que lo haga durante alguna celebración… Rectifico: ¡Más nunca!... No beberé más nunca, lo prometo. Después también dejaré el cigarrillo y…- expresé recapacitando, a fin de no perder esa gran oportunidad que me estaba concediendo el ángel. No quería que se arrepintiese por mi subconsciente desfachatez, no estaba en posición de exigir o manipular y condicionar su determinación.

–Una vez entraste a una iglesia y prometiste lo mismo con mucha devoción delante de Dios, pero pronto rompiste el juramento que hiciste en el altar –atajó en tono reprobatorio el ángel.

Era cierto. El ángel tenía razón. Fue cuando éramos amantes. Antes de casarnos y nos separamos por alrededor de mes y medio. El motivo fue el mismo: el alcohol. La ofendí, humillé y vejé verbal y ácidamente por celos disparados por la bebida, la cual nubla sentidos y cordura.

–En aquel entonces se te concedió tú deseo y le fallaste a Dios –recriminó dócilmente el ángel.

–Pero esta vez cumpliré la promesa –expresé suplicante.

– ¿Verdaderamente has aprendido la lección? Reflexiona.

Después de estas últimas palabras el ángel, tal como había aparecido, se esfumó de mi mente.

Alelado y con la boca abierta, me quedé tirado sobre la cama. Un turbulento caudal de reflexiones inundó la parte más espiritual de mi cerebro. La culpa me abrazó tan fuerte que estuvo a punto de sofocarme. Sólo cuando con hombría reconocí mis múltiples errores, todo ellos cometidos por la diabólica bebida, me soltó. Me hizo sentir como un cobarde por haber tratado a una honorable y devota esposa como una ramera y todo por el alcohol.

Con los ojos apuntados al cascarón celeste del techo de la cascarita, pronto lo imaginé como si se tratase de la bóveda de la Capilla Sixtina y entre sus frescos vi pintada a Carolina con Dorian en brazos. Parecía una madonna amantando al niño. Su mirada tierna, la de ambos, me conmovieron. También proyectaban una silenciosa interrogante que me hizo sonrojar: “¿Has aprendido las lección?”, parecían preguntarme con los ojos. Avergonzado trataba de esconderme en la oscuridad de mis pensamientos, pero no encontré recodo umbrío porque todos estaban iluminados. Al momento moví la cabeza en forma afirmativa en la almohada haciéndoles entender qué sí, que había aprendido. Poco a poco la imagen de la madre con el niño se fue desvaneciendo en sus contornos, al igual como pintan las estampitas sacras que venden en los portones de las iglesias. Me sonreían y yo a ellos. Así no quedamos viendo y sonriendo hasta que partieron completamente. Bueno, no tan completamente, porque esa imagen quedó grabada en mi alma como nítida fotografía.

La lección ha sido aprendida. Mis errores reconocidos, aún cuando siga bebiendo, como nunca antes lo había hecho, mientras escribo este Diario, el cual irá a parar a la hoguera si Dios me concede la gracia de volver junto a mi familia. Ahora, si Dios, a través de una inconfundible y clara señal me indica que no lo queme y lo publique cambiando nombres y algunos lugares con el objeto de que su lectura sirva de guía para que futuros desesperados retrocedan y reflexionen sobre las trampas malignas que urden las bebidas alcohólicas, así lo haré. De otra forma será pasto seguro de una buena fogata.

Esta mañana, cuando defequé, además de leerme el capítulo 13 de la Primera Epístola del apóstol San Pablo a los Corintios, también tuve tiempo de leer el capítulo 11 de la Epístola a los Hebreos, ya que en el índice de mi pequeña Biblia de bolsillo, la recomendaban para las personas que se sentían atrapados por las dudas. Su lectura me extasió, aunque yo no he perdido ni he dudado nunca en mi fe hacia Dios. En sus palabras buscaba otras revelaciones. Algo que interrumpiese mi constante duda hacia Carolina, nunca hacia Dios. No encontré, por supuesto, lo que con ahínco buscaba para liberar mis dudas, no obstante de esa lectura, llena de pasajes maravillosos y reconfortantes, aprendí que debo aquietarme y esperar en silencio. Esperar el designio de Dios.

“Sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que la hay, y que es galardonador de los que la buscan”. Y aunque todo el capítulo es aleccionadoramente hermoso, copiaré también sus versículos 32, 33 y 34, que expresan: “¿Y qué más digo? Porque el tiempo me faltaría contando de Gedeón, de Barac, de Sansón, de Jefté, de David, así como de Samuel y los profetas, que por fe conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuerte en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros”.

Quizás, influenciado por tan virtuoso escrito, gracias a esa lectura fresca en mi ser, intuí la presencia del ángel consejero cabalgando en los refugios de mi mente y después, enseguida después, la visión de Carolina con Dorian en brazos. No fue confusión etílica ni efecto de la resaca, sino una divina sensación, totalmente divorciada de los efectos alucinantes de la bebida.

Relajado e irradiado por una sutil paz interior, al fin pude dormir. Al despertar llamé a casa y hablé con Dorian, a quien su mamá, mi amada Carolina, le enseñó a decir Papá en forma perfecta, muy clara. Es signo irrefutable, aunque ahora sea prisionera de la ira más que del odio, que aún me ama y que podré, tal vez, recibir su perdón.







16 de septiembre.



Fue un sábado gris, pero de paz interior. ¿Estaré cambiando? ¿Se estará produciendo en mi corazón y sentimientos una metamorfosis divina? ¿Estará por llegar a mi la tan añorada felicidad?... No creo. Todavía no lo creo. Debo purificarme aún más, debo sufrir más para lograrlo. ¿Por qué Dios atravesó otra a vez a Maura en mi vida? ¿Es otra prueba o mi total crucifixión? No sé. Todavía estoy muy confuso, pero con un resuello de paz. Además, quien llamó primero a Maura fui yo. ¿Qué diabólica tentación me indujo a hacerlo? ¿Quién guió mi mano a marcar su teléfono? ¿La desesperación o Lucifer? Y ahora, ¿cómo haré para quitármela de encima? Su procesión de llamadas me están asustando, volviendo cauto, aunque nunca lo he sido. ¿A qué conllevará ésta situación? ¿A mi completa perdición y a la irrenunciable condena de Carolina? Dios mío, cuánto desconcierto persiste en mi ser.

Hoy desperté pasadas las once de la mañana debido a la carga de ginebra y lexos. Mis ideas amanecieron confusas, al igual que yo. Ya no tengo voluntad de comer, aunque lo estoy haciendo. Sé que de otra forma, si dejara de hacerlo, estaría acabado, sin fuerzas y cualquier cosa podría sobrevenir. Me preparo algunas cosas con desgano. No es como al principio, que me divertía inventado platos exquisitos como los que hacían en casa. Ahora me conformo con comer cualquier cosa. Lo importante es sobrevivir y estar lúcido.

Pasé parte de la tarde quitándole el moho al traje y los zapatos que me pondré mañana para asistir a la inauguración de la colectiva de pintura. La cita será a las once de la mañana y trataré de ser puntual.

Únicamente invité a Rina, quien de entrada me comunicó con fría sinceridad que no iría. Que después del cóctel fuese a su casa para hablar. Y eso que le aclaré que la invitaba sin ningún compromiso de compra, sólo para charlar y disfrutar de la muestra juntos. A fin de animarla le dije que asistirían grandes artistas, incluso algunos premiso nacionales. Pero nada. Debido a mi terca insistencia y a fin complacerme pronunció un tímido e inseguro “trataré”. Se excusó aduciendo que sus problemas legales la absorbían mucho y que como el lunes terminarían las vacaciones judiciales, todo su interés estaba centrado en resolver el juicio criminal que le interpuso Fernandito, el único hijo de su fallecido esposo, un multimillonario ingeniero constructor que pasó a mejor vida hace seis meses dejando una suculenta herencia calculada en unos cuantos miles de millones de dólares, los cuales, en diferentes juicios, se pelean Rina y Fernandito. En una de las querellas éste último la acusa de haber envenenado a su difunto esposo, treinta años mayor que ella. Que esa fue la causa de su muerte. Se hizo la exhumación del cadáver y el caso, debido a extraños intríngulis, sigue sin decidirse. Es un proceso harto difícil porque ambas partes en conflicto manejan mucho dinero, influencias y amistades políticas, además de la asesoría y participación de renombradas firmas de abogados y como, aquí, en éste país, el Poder Judicial está corrompido y putrefacto, no habrá juicio justo ni tampoco se hará justicia, tal como sucede con miles de casos, sino que saldrá vencedor el que sea más “discreto y hábil” en el momento de fijar cuotas y comprar conciencias. Por ahora, nadie puede predecir el final. Rina podría ir a la cárcel si en una triquiñuela o en una compra de conciencia el juez “saltimbanqui” decide que su finado esposo fue envenenado. En otro de los juicios su hijo sostiene que durante los últimos años de su vida su padre estaba inhabilitado mentalmente por sufrir de Alzheimer y que, por ese motivo, el último testamento, en el que dejó gran parte de su fortuna a nombre de Rina, su esposa, y una pequeña porción de torta a él, debe ser anulado. Según mi opinión, Don Fernando Delzino, el finado esposo de mi amiga Rina, estaba perfectamente bien y lúcido, aunque tenía cosas y manías propias de los viejos, pero de allí a estar mentalmente enfermo, no lo creo. No soy un experto ni tampoco médico pero, sinceramente, el hombre estaba algo viejo, pero entero.

Pudiese ser que haya algo turbio en torno a su muerte. Quizás sí, quizás no. Digo esto por ciertas circunstancias extrañas, pero antes de entrar a conjeturar, aclaro que no creo, aunque no pongo las manos en el fuego por nadie, que Rina lo haya envenado. Es un poco alocada y ciertamente adicta a las drogas y al alcohol, pero no tiene el perfil de una asesina. Me niego a creerlo. Digo esto porque durante los últimos dos años Rina siempre andaba y se llevaba consigo a todas las reuniones, sociales o no, a su “asistente personal”, un apuesto, alto y joven próximo a graduarse de abogado que tendría, al menos, diez o más años menos que ella. En realidad no había que ser muy inteligente o perspicaz para darse cuenta que su “asistente personal”, era, en realidad, su amante, el hombre que amaba. Ella decía que lo necesitaba para que la ayudase con su esposo, para bajar las escaleras y cosas por el estilo. De hecho, sí lo hacía. Cumplía con su cometido y luego se iba a su casa.

Y me preguntó: ¿por qué no contrató a una enfermera o enfermero para que cumpliese esas funciones? Dinero le sobraba. Además, la cachita “de por día” que tenía podría muy bien ayudarla. Bueno, no estoy criticando ni juzgando nada. Sólo atando cabos.

De carácter introvertido y callado José Juan, que así se llama el joven estudiante de leyes, representaba muy bien su papel. Discreto, callado y obediente, realizaba todas las tareas, por más humillantes que fuesen, que le ordenaba Rina. Al principio era así, aunque el asunto levantaba ciertas malignas suspicacias, pero con el tiempo el libreto se alteró. No les importó nada y llegó un momento en que la desfachatez se apoderó de ambos y el joven se la pasaba todo el día metido en esa casa. Aunque delante de extraños seguía siendo discreto y de pocas palabras, por las miradas que se cruzaban y por otros miles de sutiles detalles, no cabía la menor duda de que entre ambos existía un furtivo romance.

Es más, a veces hasta se quedaba a dormir en casa de Rina y Don Fernando, supuestamente en el cuarto de servicio, pero la realidad era otra. En ese entonces, Rina era la encargada de suministrarle, a eso de las nueve de la noche, enseguida después de la cena, un somnífero y otros medicamentos prescritos por el médico de cabecera del anciano multimillonario. Estando en su casa fui testigo de eso en varias ocasiones. Lo veía cuando muy educado y obediente le hacía caso a su esposa y tomaba de sus propias manos los medicamentos y se los llevaba a la boca. A los dos o tres minutos de haberse tomado sus pastillas Don Fernando se despedía amablemente e iba a su habitación para disponerse a dormir (Rina y él dormían desde hace mucho tiempo en cuartos separados, distantes uno del otro).

Durante la sobremesa nos quedábamos charlando y yo, ¡siempre yo!, tomándome uno o dos tragos. En aquel tiempo Rina no ingería alcohol por estrictas órdenes médicas y José Juan es abstemio. Al filo de las once de la noche yo también me despedía y marchaba, pero su “asistente personal” se quedaba porque “tenían que arreglar algunos asuntos legales”. La matemática es infalible. Uno más uno es dos, y nunca puede ser tres. ¿No lo creen fantasmas de mis tormentos? ¿Qué hacían? Ese no era mí problema ni me importaba. No soy detective y no era mi propósito averiguarlo. Si hacían lo que supuestamente hacían, no los juzgo. No está en mí hacerlo. Ese es asunto de ellos… ¡Qué lo gocen!

En ese entonces yo frecuentaba mucho la casa de Rina y el affaire era más que evidente. Además, durante los funerales, a los cuales asistí junto a Carolina, Rina reprobó e insultó a Rosalía, la celestina, quien también estaba en la funeraria, porque alcanzó a oírla cuando le comentaba a un grupo de señoras que el finado Don Fernando sufría de Alzheimer. Eso irritó mucho a mi amiga debido a que durante los últimos años negaba, y yo la apoyo, que el anciano multimillonario no sufría de esa degradante enfermedad, sino de cierta chochez.

Para la inauguración de mañana también invité a Cruz Lares y a su esposo, Don José Antonio de La Sierra. Le dejé con su hija una tarjeta de invitación en su local de comida tex-mex. La pobre Adriana estaba comiendo y al verme se asustó tanto que dejó caer el tenedor al suelo. Invité, igualmente a Robert y a Jorge Rodríguez, el joven ingeniero de las cascaritas y novio de la hija de Robert, quien me aseguró que iría con su mamá, una de las vicepresidentas del Banco de Venezuela. Veremos quién va y qué pasa.

No invité a Maura por múltiples obvias razones, pero la principal fue para que no la viesen conmigo. En esta ciudad hasta los árboles hablan y cantan y, por ahora, no me conviene escuchar ninguna de sus tonadas.

Como desde el viernes Maura quiere venir a la montaña, quedé que pasaría por ella el domingo a las dos y media de la tarde, o sea después de terminado el cóctel de la exposición. A ella no le comenté nada de la gran Colectiva de Pintores. Le manifesté que estaría en el Junko Country Club, en la residencia de unos familiares que me habían invitado a una “parrillada interior”, o sea no de jardín sino dentro de la casa, donde usarían unas parillas eléctricas recién salidas al mercado que compraron en los Estados Unidos. Le aseguré que sólo estaría una hora o un poco más con ellos y después me iría. Con lo incisiva que es y con lo pendejo que soy, seguramente descubrirá mi mentira.

Y hablando de Maura, acaba de sonar el celular por donde me puede ubicar. Preguntó cómo la estaba pasando. Le dije que bien, sin problemas. Insistió en lo de mañana y que le dijese la hora precisa en que la pasaría buscando. Le ratifiqué que a las dos y media. Que me llamase para recordármelo ya que, aunque saldría muy temprano del Junko (está a unos 25 kilómetros de la ciudad), tendría que volver a la montaña a ponerme un traje porque al mediodía tendría una entrevista de trabajo. Me deseó suerte y colgó.

¡Qué enredo, Dios mío!... Las mentiras conducen a eso y mientras más la dices más te enredas en su madeja. Tengo un imán para meterme en problemas y, lo peor, es que después no sé cómo salir de ellos. Invento mentiras tan pendejas que no engañarían ni a un niño de tres años. Y todo porqué no la invité a la exposición, a la cual decidí ir trajeado elegantemente. Y como saldría de la muestra vistiendo traje y de allí directamente a buscarla, no se me ocurrió otra mentira más “normal” y menos enredada, que la que urdió mi atormentada mente.

Ya escondí los pocos dólares que me quedan en mi “caja fuerte”, que no es otra que la parte de debajo de la alfombra del maletero del auto, cerca del caucho de repuesto. Mañana debo esconder, también en el mismo lugar, el celular con el nuevo número. Como seguramente verá el cargador, le diré que el Samsung viejo lo están tratando de reparar y el que tengo, o sea el Motorota usado que ella verá, se lo compré a un amigo, quien a su vez adquirió uno de última generación, al que le transfirió su mismo número. Y que yo, por mi parte, cambié el número por eso de “protegerme” de los fastidiosos abogados de Carolina, quienes seguramente comenzarán a acosarme y bombardearme de citas y amenazas a partir del día lunes y, al haber cambiado de número, se estrellarán contra una pared y no sabrán cómo ni dónde ubicarme. La única persona que, en el peor de los casos le puede dar mi nuevo número telefónico, es Alfredo Díaz, mi abogado, pero a éste no le dije que era mío, sino que un amigo llamado “Héctor” me lo había prestado mientras me arreglaran el mío. Tejí tal enredo, que ahora hasta explicarlo se hace difícil, por una tiradita más... O unas cuántas… Es qué me liberan. Esas tiraditas son medicinales… ¡Son mi terapia de sobrevivencia!

Bueno, la cosa es que el celular, de cuya existencia no quiero que se entere Maura ni otras personas, permanecerá al menos dos días apagado y metido en la maleta del auto. Quien me busqué a través de ese número no me encontrará y yo tampoco sabré quién me está buscando. Esto es ¡por ahora! Después trazaré otra estrategia. Además, soy tan tonto y me dan ganas de reír de tristeza, que no recuerdo el nuevo número… Lo debo tener anotado por ahí. Así está más seguro, tanto que ni yo lo sé.

Son las 10:45 p.m. Concluiré por hoy. No he bebido un sólo trago en todo el día, pero si nueve miligramos de lexos y fumado una cajetilla de cigarrillos… ¿Estaré volviendo a la normalidad? ¿Se estará gestando dentro de mí la metamorfosis hacia el cambio?

Me echaré sobre la cama y pensaré en silencio hasta quedarme dormido. Peor, primero, esconderé los cuatro cuadernos y la agenda donde he venido garabateando el Diario. Maura es muy curiosa y no quiero que lea siquiera una línea de éste Diario, aunque durante la borrachera del domingo pasado le comenté someramente que “estaba escribiendo un libro”. Retomaré el Diario el miércoles, cuando ella se vaya. En su presencia, obviamente, no podré apuntar ni una letra… ¿De acuerdo tormentosos fantasmas de mi alma?





DEL AMOR A LA DEPRAVACIÓN Y EL ADULTERIO



17, 18, 19 y 20 de septiembre.



Recomencé el Diario hoy, miércoles 20 de septiembre. Estoy muy afligido. Pasé parte de la tarde tirado en la cama, leyendo y buscando algunos pasajes bíblicos que le den fuerza a mi esperanza. Algo que cabalgue sobre mi desespero y se lo llevé lejos de mí. Fuera de la montaña y de éste mundo. Las hallo, encuentro las cosas, pero no las escucho. Mi interior no las escucha. Mis ojos sólo leen y ven pasar letra tras letra, pero por la turbación el texto se extravía en sendas ignotas de mi mente para darle, nuevamente, paso al tormento.

Son las 7:41 p.m. Estoy escuchando a Beethoven en su concierto para piano Nº 5. Es el único CD de música clásica que tengo en la montaña. Trato de buscar la tan añorada paz a través de sus acordes. Quizás llegué, quizás no.

Esta tarde, mientras hojeaba la Biblia puse un casette con la música de la India y el Tíbet para que nadie, sino esas celestiales tonadas, se interpusiesen entre la lectura y yo. Tuve un poco de paz, pero no la que esperaba.

Luego, al leer la Epístola Universal de Santiago, sus aseveraciones me hicieron sentir como un pusilánime traidor. Un pecador miserable, a quien no habría que concedérsele ningún perdón. Ni humano ni divino.

¡Adúltero!... ¡Bestia adúltera fui durante todos estos días! Me dejé seducir por el pecado de la carne en forma frenética. Entonces, ¿en qué reside mi amor por Carolina? ¿Comodidad, bienestar, posición social, vanidad jactanciosa, codicia y placer?... ¡Oh, hipócrita de mí!... ¡Oh, cobarde que escudas tus instintos carnales bajo el disfraz manipulador de un alma pura e inocente! La de tú propio hijo, Dorian.

Cobardía cruel, la de mí atormentada alma pecadora carente de los más elementales sentimientos.

¡Adúltero de mierda! Eso es lo que soy. ¡Oh, almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera pues, que quiera ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios, dice Santiago, el apóstol, en su sagrada epístola. Y en su capítulo tres, del cual sólo copiaré tres versículos, también afirma: Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno. Porque toda naturaleza de bestias y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana, pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal.

Y, mi veneno, fue realmente mortal. Tanto para mi atormentada alma, que guardaba hasta ahora un secreto diabólico, como para la de Carolina, a quien hice acreedora inocente de mi tormento e incertidumbre.

Dejaré fluir del escondrijo oscuro de mi alma el secreto que nunca me había propuesto revelar y no por cobardía, sino por vergüenza. Quiero que hoy sepan, fantasmas que atormentan alma, que fui yo quien hizo las “misteriosas” llamadas que ponían en tela de juicio la honorabilidad de Carolina, mi esposa. Fui yo, quien fingiendo voz extraña, llamé por un teléfono público a Dolores, la esposa de Luis David, alterando su ya precaria paz. Fui yo, quien por otro teléfono público, llamé a Carolina para acusarla de adúltera esquizofrénica y paranoica. Y fui yo, también, quien desde un teléfono tarjetero hizo dos llamadas a mi propio celular, a las cuales no contesté, con el único y perverso propósito que el número por donde llamé quedase registrado en la memoria del celular con el objeto de urdir, en caso de que fuese necesario, una cobarde coartada a mi pecado. Mi atormentada y enferma mente planificó todo por infundados celos y desconfianza. Una desconfianza, quizás no tanto de ella o hacia ella, sino más bien de mí mismo, pero abonada por la misteriosa personalidad de Carolina.

Me dejé infectar por el veneno de las dudas, dudas irracionales, que contaminaron todo mi cuerpo y pusieron sello al pasaporte hacia el desespero. Todo fue obra de un corazón flagelado por los celos y, lo más censurable, con ello alteré la mansedumbre de otros corazones.

Y ahora, oh cobarde de mí, no contento con infringir tantos sufrimientos, tengo el descaro de cometer adulterio, abierto, sin freno, al libre albedrío de la lascivia más sórdida y aberrante.

De mi adulterio habrá fe y pruebas contundentes, ya que lo relataré con la asqueante suciedad de los detalles. Quizás me atreva a hacerlo, quizás no. Deberé pensarlo muy bien antes de hacerlo. Ya he herido a mucha gente y no crea que deba seguir haciéndolo.

Pero el adulterio de Carolina, de mí querida esposa (aunque a estas alturas dudo que haya estado con otro), quedará por siempre encerrado en su mente y recuerdos. Quién fue: ¿Luis David, el médico, el entrenador de spinning, el fantasma de la Cherokee azul?... ¿Todos ellos?... ¿O hay varios más?… De haber existido uno, o algunos, nunca lo sabré porque nunca habrá pruebas o testimonio. Las mujeres son mitómanas congénitas y cuando se trata de cachos son aún más suspicaces y mentirosas… ¿Será así?… ¡No!... ¿Estaré yo tan enfermo y desubicado?

¡Quiero paz, coño!... Clamo misericordia y clemencia para mi atormentado ser.



PAUSA PERTURBADORA: Acaba de llamarme Maura. Le tenía preparado un discurso en mi mente y quería soltárselo de una vez, pero no pude debido a la corta conversación. Sólo dijo que volvería a discar mi número a las 11:00 p.m. porque a partir de esa hora tenía ‘minutos libres’ en su celular. Mi discurso, el que le tengo preparado, será de despedida “temporal”, a fin de no herirla con un “no te quiero ver más nunca”, “lo nuestro fue bonito, pero vamos a dejarlo hasta aquí” o “amo a Carolina y no me la puedo quitar de la mente”. Iré preparándola, alejándola de mí poco a poco, evitando a toda costa cualquier otro encuentro físico o carnal. Con el tiempo se fastidiará y me dejará tranquilo.



Mi conversión al total y absoluto adulterio comenzó el domingo 17.

Tal y como lo tenía previsto, a las once de la mañana estuve en la inauguración de la colectiva de pintura en la Galería Andrómana.

El sábado en la tarde ventilé el traje de shantú en seda azul que había escogido para la ocasión, eliminé el moho a unos mocasines negros que después pulí con betún, lavé y puse a secar una franela muy elegante de rayas horizontales blancas y azules, casi idénticas al color del traje, de cuello corto y confeccionada en algodón en seda.

Al día siguiente salí de la montaña antes de lo previsto y no fue por mi impaciencia, sino porque se avecinaba un chubasco y no quería salir con los zapatos embarrados y el traje mojado. Luego de tantos preparativos no iba a llegar como un mojón de cañería.

Bajé de la montaña sin prisa, a poca velocidad. Como todavía era muy temprano cuando llegué a la ciudad y la inauguración estaba pautada para las once, mi atormentada mente indicó que pasara antes, ustedes saben, fantasmas que me acompañan, a dar una “vueltita de reconocimiento” por una vía cercana a mi antiguo hogar, desde donde podía divisar el penth house que fue refugio y cobijo de un gran de amor pero que mi calenturienta mente plagada de celos y desconfianza destruyó.

¿Objeto de la vueltita? El de siempre: alimentar mi tormento y la esperanza de verles en la terraza. (Más bien verla a ella, ya que el bebé es muy pequeño y únicamente si lo tuviese en brazos podría distinguirlo, cosa que ella nunca haría debido a que es muy alto y peligroso). ¡Qué Dios los cuide!

Mientras manejaba por los alrededores albergaba la remota ilusión que Carolina y yo podríamos toparnos, auto con auto, en el camino. Mi ilusión no era en nada placentera, no estaba signada por el amor o la ternura, sino más bien por una niebla sombría, algo que me hiciese indagar algo que me causase más dolor: verla con el supuesto amante de la Cherokee azul. Pero, como siempre, nada. Nada apareció o vi que pudiese darle argumento a mis dudas.

Al pasar por la pequeña vía que bordea la parte trasera del edificio y de donde se puede ver el penth house casi ras con ras, no vi nada. Al parecer no había nadie en casa. Siquiera una persiana o una cortina al viento batía. Parecía un apartamento fantasma, poblado por fantasmas idénticos a los que me acompañan en mis recorridos, en mi pena y en mi soledad.

Decidí dar una vuelta más e irme. Así lo hice. Después enfilé hacia la galería. Pasé frente a la hermosa fachada de mármol que tapiza sus dos pisos y enmarca los grandes ventanales por donde elegantemente iluminados se ven hermosas obras de arte, y apenas en ese momento un empleado se disponía a abrir la puerta de entrada, también de vidrio. Eran las once en punto de la mañana. Decidí seguir de largo a fin de dar tiempo a que llegasen algunos invitados. No iba ser el primero estúpido, impaciente, además de sublimemente atormentado, que fuese a entrar por esa puerta.

A fin de hacer tiempo, di una vuelta y en el supermercado cercano me estacioné, bajé y compré dos botellas de ginebra. Más adelanté adquirí cigarrillos en un kiosco de venta de periódicos. El tiempo no pasaba. Todo por allí está relativamente cerca, no obstante me dije: “Al carajo, qué hago dando vueltas como un sonámbulo. Daré un giro más y entraré ala galería”. Así lo hice.

Al entrar, además de los dueños y empleado, apenas habían llegado un par de personas. Saludé a Leandra y Genardo, detallé a vuelo de desesperado algunos cuadros, subí al piso superior e hice lo mismo. Bajé otra vez a planta baja y me tomé unos cuantos vinos, pero para hacer corto el cuento abreviaré que la muestra no fue lo exitosa que se esperaba. Asistieron pocos invitados y nada de venta. Y eso que entre los expositores había grandes maestros, menos yo, que me colé al sarao pictórico debido a la gentileza de los dueños. Sólo expusieron una sola de mis obras, la cual enmarcaron con mucha elegancia y distinción. Realmente lucía espléndida y no tenía nada que envidiarle a los otros cuadros por más grandes maestros que fueran los que los realizaron.

Poca gente es sinónimo de mucho vino. Entre copas y copas de cabernet y blanc de blanc y charlas sobre arte comenzó a esfumarse la mañana. A la una en punto salí de la galería y me dirigí hacia donde había aparcado el auto. Saqué de abajo del asiento delantero el celular al que tiene acceso Maura y lo encendí. Ya había dejado un mensaje. Me pedía que la disculpase ya que no podríamos vernos debido a que saldría a dar un paseo con su pequeño hijo. Respiré aliviado. “La mano de Dios evitó tan prolongado encuentro”, discurrí en mi fuero interno.

Volví a poner el teléfono de donde lo había sacado, crucé la calle y regresé a la galería y seguí con las charlas, más que todo con una Licenciada en Arte, bastante maltratada de cara, pero con buen cuerpo. No debería tener más de cuarenta años. Se quejaba repetidamente de no haberla reconocido. Según ella me había filmado para un micro de televisión durante una colectiva en la que participé, pero no la recordaba, ni a ella ni al bendito micro. En medio de la charla me invitó a ir, después que terminase el vernissage, al ‘Maní es así’, un bar donde, según dijo, todos los domingos se reúnen muchos intelectuales, aunque yo lo conocía sólo por nombre. Insistía que fuese porque la “iba a pasar muy bien”. Le manifesté que tal vez iría, no obstante atormentada mente dirigía sus neuronas hacia la montaña. Hacia mi soledad y derrota. Además, con qué dinero pagaría los tragos y con cual elocuencia de derrotado y en crisis podría, tal como lo hacía antes, sostener una conversación optimista y positiva sin que se notase mi desesperada situación. Opté por no ir, hacer caso omiso a la tentación y regresar a la montaña. A todas luces intuía que detrás de la amable invitación había, al menos, otras dos intenciones. Una que le pagara los tragos y, la otra, que me la follara. Ganas me sobraban, ya que, pese a la “cuota inicial” que me dio Maura, el “queso sexual” que tengo sigue intacto. Tanto, que si pudiese me follaría yo mismo o sería capaz, si se presentase la ilusoria ocasión, de acostarme con diez mujeres a la vez… Por supuesto, una por una, hasta quedar extenuado y si muero en el intento, ¡bien muerto me sentiría!

Al llegar a la cabaña me desvestí y tiré sobre la cama en interiores y franelilla. Comencé a pensar y atormentarme. Mi hijo, Carolina… ¿qué estarán haciendo? ¿Dónde andarán? ¿Dorian recordará mi rostro?... ¡Dios mío, por qué tanto castigo! ¿Cuál ha sido mi perversidad ante la vida que merezco tan cruel tortura? ¿Moriré de soledad, aquí, en la montaña? ¿Realmente Carolina, después de amarme tanto, ahora me odia?... ¿Todo este sufrimiento es una prueba, una lección?...

Mis pensamientos no tenían otro norte o rumbo que no fuese el tormento. Sólo ellos plenaban mis deseos y angustias. Mi depresión, aunque no suicida, era total. Yo, un hombre siempre tan vigoroso, ahora tendido en una cama como un harapo, confundido y refugiado entre los pliegues de una también harapienta cobija, nunca me lo hubiese jamás imaginado. ¡Maravilloso!... Dos andrajos juntos y en silencio. Uno arriba y el otro abajo. Mi cara era sólo el reflejo opaco del dolor, el sufrimiento y la desesperación que tenía dentro.

El timbre del celular hizo sucumbir mi letargo. Era Maura. Serían aproximadamente las cuatro y veinte de la tarde.

Al escuchar mi voz de ultratumba me preguntó qué pasaba, si me sentía bien y cómo me había ido en la “entrevista de trabajo”. Sucintamente le contesté que todo bien. No obstante, como es su costumbre, insistió con preguntas y repreguntas. Y como realmente me sentía deshecho, le confesé que estaba muy deprimido, mal.

Mi tono de voz tuvo que haberla preocupado mucho, ya que decidida me dijo que la fuese a buscar, que pospondría la salida con su hijo y que se quedaría conmigo, en la montaña, hasta el martes o miércoles y que me traería unas cosas que había comprado, entre ellas una alfombra antiresbalante para el baño y unas sábanas que sacaría a escondidas de su madre (ella vive en casa de sus padres), a fin de cambiar la que tenía porque, según ella, estaba sucia. Cosa de mujeres. Yo la veía limpia, pese a que tenía durmiendo sobre ella más de mes y medio.

Sin pensarlo dos veces fui a buscarla. Cuando llegué, aproximadamente a la hora, casi me da un ataque verla con dos maletines, una bolsa y su cartera. Tenía visos de “mudanza” y eso me alertó y asustó. “¿Qué coño estoy haciendo?”, grité dentro de mí. “Ando desesperado en busca de una reconciliación, lloro por el amor de Carolina y estoy cometiendo este desvarío”, me susurraba en el sordo oído de mi alma mientras los fantasmas de mi conciencia reían a granel. ¡Definitivamente, mi atormentada alma no tiene brújula ni razón!

Ya no podía echarme hacia atrás. La única forma sería pisar hasta el fondo el acelerador y perderme de ahí. Pero la soledad y la depresión pudieron más que la razón.

En segundos, risueña y feliz, la vi metiendo las cosas el portaequipajes y a ella sentándose a mi lado. “¡Qué animal soy!... ¿He perdido todo vestigio de cordura?”. Llevar a la cabaña a la única mujer -¡la más peligrosa!-, que podría evitar aplastantemente, si llegase a existir esa posibilidad, una reconciliación con Carolina. Mi querida y ahora rabiosa esposa la conocía sólo por foto y su voz por la grabación que me consiguió en la casa, la cual databa de la época en que Maura había sido poseída por su obsesión fatal hacia mí. Todas las fotos de Maura que Carolina consiguió entre mis archivos de oficina, la rompió con rabia y celos. Sabía que era muy, pero muy linda, y eso la enfurecía aún más. La veía como una “competidora”, alguien que podría robarle mi amor, pero se equivocaba porque yo la amaba a ella y no sólo había olvidado a Maura, sino que le temía. No le tenía ninguna confianza, menos amor. Era volublemente loca y eso, pese a que es muy buena en la cama, me aterraba. Cuando la dejé, cuando pude librarme de su obsesión fatal, sólo entonces respiré aliviado, como si hubiese dejado una gran carga que pendía sobre mi espalda y cabeza.

Éste mismo error, el de llevar a Maura a la montaña, lo cometí la semana pasada. Luego me arrepentí, y mucho, pero la carne es débil y mi mente más aún. Pero, ¿con una “mudanza” coño?... El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, reza el proverbio, pero, ¡coño!, yo he tropezado un montón de veces… ¿Qué tipo de animal soy?

Al llegar a la cabaña Maura se hizo dueña del espacio. Destendió la cama y puso las sábanas y cobija que se había traído de su casa a escondidas de su mamá. Agradezco el esfuerzo, su decisión y buena intención, pero, la verdad, es que estaban andrajosas. Las que tenía puestas podrían estar sucias, pero eran nuevas. Las que trajo estaban tan descoloridas y gastadas que parecían haber recibido una gran cantidad de peos durante quién sabe cuántos años.

Mientras Maura acomodaba el “nuevo lecho nupcial”, quise ayudarla pero no me lo permitió argumentando que si lo hacía nos pelearíamos, que eso era pavoso, del mal augurio. ¿Y?... Primera vez en mí vida que escucho algo semejante. ¿Será una superstición napolitana? ¿Será por eso que me peleaba con Carolina? Porque los domingos, cuando estábamos sin cachita porque se había ido de permiso dominguero, siempre me pedía que la ayudase a tender la cama, una extra king-size porque ella es grandota, y yo obediente y sumiso la ayudaba.

Después de terminar con “el cuarto”, Maura se puso a cocinar. Recostado en la cama con la almohada acolchada detrás de la espalda (aquí hay una sola almohada), la veía esmerarse con verdadera devoción amorosa mientras preparaba una salsa y ponía a hervir agua para la pasta. Hablaba sin cesar. Parecía una gran máquina de procesar palabras de todos los tipos, colores y tonos. De tanto en tanto dirigía su mirada acompañada de una complaciente y sensual sonrisa hacia mí.

Mientras hablaba yo asentía con monosílabos y la observaba angustiado. “¡Qué he hecho, Dios mío! ¿Cómo saldré después de ella?”, me recriminaba medroso.

Entre los víveres que trajo a la cabaña había una botella de ron. Me pidió que le sirviese un poco con coca-cola. Se lo serví con abundante hielo, del que habíamos comprado en el camino de regreso a la montaña, y comenzó a tomárselo lentamente. Yo me serví un largo trago de ginebra y volví a recostarme en la cama, desde donde la escuchaba y observaba mientras cocinaba.

Una vez listo su manjar (en realidad la salsa le quedó exquisita), comimos y charlamos. Hizo tanta pasta que quedó para el día siguiente y en abundancia.

Después del almuerzo seguimos tomando. Ella su ron y yo mi ginebra. Salimos con nuestros aparejos de borrachera (hielo, bebidas, vasos, música y cigarrillos) y nos sentamos detrás de la cascarita para ver el atardecer.

Cuando la noche nos arropó con su manto, se nos unió Luna y Antonello. Sostuvimos diálogos muy profundos. La filosofía propia de los derrotados.

A las once y tanto de la noche nos despedimos. Cada quien se retiró a su cabaña. De ahí en adelante comenzó la lujuria, la cual duró cuatro días.

No abundaré en detalles por lo grotesco, sólo diré que asqueó la pureza de mi concepto del placer. Cuando no hay amor, la relación, el acoplamiento se convierte en lascivia supraanimal. Lo hicimos más de veinte veces. Todas con el mismo efecto asqueante en mi desesperado ser.



PAUSA OLÍMPICA: Recién me estoy enterando que ya arrancaron las Olimpíadas. Las noticias y todo lo que acontezca fuera mi oscuro mundo ya poco me importan. Cuando a través del receptor de radio anuncian el comienzo del Noticiero, simplemente cambió el dial y voy en busca de una música que me agrade. Aunque, a decir verdad, sólo la clásica y los címbalos del Tíbet y la India causan un efecto relajante a mi tormento.



Cuatro días y tres noches, tal como dicen los anuncios de promoción turística en los periódicos: “¡Visite Aruba, el paraíso del Caribe, por sólo 450 dólares! Cuatro días y tres noches. Pasaje incluido”, estuve inmerso en el placer. Mi pasaje también estaba incluido, pero al arrepentimiento y a la lujuria más depravada y complaciente.

Lo único bueno de la estadía de Maura en la montaña, sin desmerecer, claro está, su incondicional apoyo en momentos tan difíciles, fue su relato del último mes y medio al lado de Manuel, su novio español. Los días postreros de esa relación, que la misma Maura calificó de concubinato ya que estuvieron conviviendo ocho meses, es digna de una novela de Corín Tellado.

Estando Manuel, ex copiloto de Viasa, en la Colonia Tovar, un villorrio turístico hecho a remembranza de las antiguas aldeas alemanas de montaña y situada a unos sesenta kilómetros al oeste de Caracas, resbaló sobre una piedra y rodó por una pequeña hondonada.

Excepto superficiales raspones y una leve magulladura en la rodilla izquierda, la caída no pasó de ser un gran susto.

En esa época Maura vivía con él en su apartamento de Los Samanes, una urbanización clase media del este de la capital.

A los pocos días de la caída, Manuel comenzó a sentir fuertes temblores, continuos y repentinos, desde la punta del dedo gordo del pie que se había golpeado, hasta la ingle. Cuando le daba el dolor todo su cuerpo se movía en forma incontrolada, casi epiléptica. Maura tenía que abrazarlo fuertemente a fin de contenerlo. Al rato y en forma lenta todo volvía a la normalidad.

Persistente e incisiva como es, Maura insistió, por todos los medios y argumentos disuasivos a su alcance, en llevarlo al médico, pero éste, de carácter irascible, además de prepotente y soberbio, se negaba a sus pedidos.

En esos días, procedente de Villanova, un poblado situado a unos trescientos kilómetros de Barcelona, en España, llegó a Caracas Doña Begoña, la madre de Manuel, una viuda de armas tomar y tan prepotente como su hijo. Maura le contó lo que le sucedía a Manuel y la señora accedió en llevarlo al día siguiente a la Clínica El Ávila, donde los atendió el doctor Vásquez, un médico amigo y cercano a la familia.

Una vez en el consultorio, el médico escuchó el relato de la caída y los síntomas que sentía y procedió a examinarlo detenidamente, pero al terminar éste no se atrevió a dar un diagnóstico. Lo remitió a un famoso neurólogo, amigo suyo, que trabajaba en otra clínica.

Al día siguiente fueron y el especialista lo analizó minuciosamente. Sin adelantar ningún diagnóstico o emitir opinión alguna, le dijo que debería regresar para hacerle una resonancia magnética. Los tres, Manuel, Doña Begoña y Maura, salieron muy nerviosos del consultorio.

Al fin pasaron las horas y muy temprano en la mañana del otro día todos volvieron a la clínica y Manuel se hizo la resonancia. Sin emitir todavía opinión, el médico le extendió un informe de dos páginas y lo reenvió a la Clínica El Ávila, que allí el doctor Vásquez le diría qué tenía. Así lo habían acordado ambos médicos por ser el doctor Vásquez muy amigo de la familia.

Y vino el golpe mortal: “Tienes esclerosis lateral amiotrófica (enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular). Una enfermedad muy grave”, les dijo el doctor Vásquez a Manuel en presencia de su madre. A Maura le habían pedido que esperase fuera del consultorio.

Tanto Manuel como su madre quedaron en shock. En vista de la sospechada reacción, el doctor Vásquez se tomó su buen tiempo para aconsejarlo paternalmente y prepararlo psicológicamente sobre la forma cómo debería absorber y afrontar el diagnóstico. Incrédulo y alarmado, Manuel le preguntó al médico sobre las características de la enfermedad y porqué era considerada tan grave. Debido a la insistencia de madre e hijo, con un nudo en la garganta el doctor Vásquez les explicó de qué se trataba y reveló que “si la enfermedad no avanzaba rápidamente, podría vivir, a lo sumo, de dos a dos años y medio”.

Del consultorio salieron hechos un mar de lágrimas, al que se le agregó el llanto de Maura, quien hasta ese momento esperaba impaciente afuera.

Manuel apenas tiene cuarenta años de edad y a pleno día, en un lujoso consultorio y acompañado de su madre, tuvo que escuchar la pena de muerte que le dictó la vida.

Durante todo el trayecto a casa estuvieron llorando. Doña Begoña conducía el auto de Manuel, un Festiva azul cuatro puertas que a Maura le recordaba nuestros días juntos, ya que en ese entonces yo tenía uno blanco. Su hijo iba a su lado y Maura ocupando el puesto de atrás. Llegaron desconsolados. Los días siguientes también fueron de mucho llanto. Amigos pilotos de Manuel fueron a visitarlo a fin de inyectarle paz y esperanza. También lo visitó su ex esposa y sus dos hijas, quienes viajaron de noche en auto desde Barquisimeto, ciudad ubicada a unos trescientos sesenta y cinco kilómetros al occidente de Caracas.

Las semanas transcurrieron entre lágrimas y visitas. Visitas y lágrimas, hasta que Doña Begoña regresó a Barcelona, dejando a Maura al cuidado de su hijo.

De ahí en adelante comenzó el calvario de Maura.

Además de amante, se convirtió en su enfermera. Aunque Manuel siempre la trataba mal porque tiene un carácter de mil demonios, su enfermedad lo convirtió en más déspota aún. Le decía que era un puta ignorante, que no valía nada. “¡Bruta!... ¡Bruta!”, le gritaba a cada instante y ella, con paciencia de Job, soportaba sus maltratos.

Me confesó que ya no le quería. Que la magia había desaparecido. Que estaba a su lado por lástima y por conveniencia. Esto último no salió de sus labios, pero tratándose de Maura y conociéndola como la conozco, su interés en Manuel era por el dinero y la posición que tenía.

Me dijo que al retirarse de Viasa, la línea aérea donde trabajó como copiloto internacional, le dieron buen dinero, aunque él tenía suficiente de familia. Además, ahora trabajaba como importador de electrodomésticos, los cuales traía de Miami y colocaba en Caracas por intermedio de una empresa en la que era socio junto a un amigo, otro ex copiloto.

En honor a la verdad, debo decir que cuando Maura y yo éramos pareja, no se mostraba tan interesada por lo material como la intuí durante su relato de alcoba. Era mucho más joven que ahora, pero el tiempo y los trancazos, al parecer, la curtieron.



PAUSA DE DOLOR Y REFLEXIÓN: ¡Por qué la miseria humana se ensaña tanto con los pobres! ¿Por qué de ellos será el reino de los cielos, los elegidos? ¿Por qué Dios los humilla tanto en su naturaleza humana, degradándolos hacia el sufrimiento más implacable? Hago esta reflexión porque a mi espalda (escribo con la puerta abierta tras de mí) escucho a esos niños-obreros mientras gritan y trabajan como bestias de carga. No los guariqueños, sino otro grupo que llegó para terminar aceleradamente la construcción de las cascaritas de esta zona. Cuando me tomo un descanso y dejo de garabatear este Diario por algunos minutos, me asomo hacia donde están trabajando y los veo haciendo un esfuerzo que va más allá de todas sus posibilidad, sin embargo lo hacen. Arrastran con tanto afán carretillas con mezclas de cemento por la cuesta, que da dolor verlos. Se ven tan pesadas que yo no podría moverlas. Un día lo intenté, pero estando vacía, y tuve que ponerle mucho músculo para lograr subirla. Durante todo el día ellos suben y bajan constantemente hasta que el último rayo de sol se pierda en el horizonte. Y, lo peor, es que las carretillas que usan, dos en total, están tan destartaladas que sus ruedas no tienen dominio sobre su eje y bailan de un lado a otro como marionetas cansadas de tanta tragedia. Se mueven de tal forma, que pareciera que de momento a otro se saldrían, como de hecho ocurrió en varias oportunidades, dándoles aún más trabajo a los niños-obreros al repararla con cables de alambre y un alicate, lo único que tiene a mano para hacerlo. A veces le meten una carga de bloques tan pesada a las carretillas, que tienen que bajar haciendo equilibrio para no irse al suelo con ellas. Llevan los bloques hacía lo más profundo de la hondonada, donde están construyendo un pozo séptico. Los bloques forman parte de la pared de contención, la que contendrá la podredumbre, la miseria y el hedor del sufrimiento y mierda, de los que habitarán luego ese conjunto de cascaritas. Los niños-obreros salvan la primera pendiente de manera “fácil” pero luego, para llegar al fondo, tienen que pasar con su carga por unos improvisados “puentes” que hicieron sobre un gran lodazal con tablones de madera por donde apenas cabe la rueda de la carretilla y sus pies. Si resbalan y caen, además de embarrarse podrían resultar seriamente heridos. Sobrepasar los “puentes” no era la meta final, sino otro amargo eslabón en el camino. Luego de tal proeza de fuerza, habilidad y decisión signadas por la necesidad de su miseria, tenían que bajar por una espinosa y casi impenetrable declive. Los veo y callado admiro y aplaudo sus proezas. Estoy al tanto de sus hazañas y adelantos porque de rato en rato salgo de la cabaña a tomar un poco de aire fresco o a retirar lo que tengo en el improvisado tendedero que hice con un pedazo de alambre en la parte trasera de la cabaña. Allí pongo a secar todo lo que pueda lavar yo mismo en el diminuto lavaplatos de la cocina (franelas, shorts, medias, paños, interiores y cosas por el estilo), porque el sol le da directo y, además de secarlos bien, los “desinfecta” un poco. Pero como el clima en la montaña tropical es tan impredecible, pronto un día del sol brillante y cielo de un celeste inmaculado se puede convertir en minutos en uno borrascoso y con terribles vientos. Y, como después de la tempestad siempre viene la calma, a la media hora del turbulento aguacero, otra vez en el firmamento se proyecta un brillante y caliente sol. Tan caliente, que sobre una fina y reluciente plancha aluminio se podría freír un par de huevos en menos de un cuarto de hora. Cuando me refiero a niños-obreros, lo digo sin ninguna exageración, porque quizás sólo algunos de ellos llegan a los dieciséis. Otros apenas tendrán diez u once años. Excepto un negro alto y delgado como una palmera, pero que tiene la fuerza de Sansón, que es el Maestro Albañil que está finalizando la “cascarita-suite” de dos pisos. Se llama Luis y trabaja sin descanso de sol a sol. Casi siempre anda con el torso desnudo, pantalones andrajosos y mordiendo un tabaco debajo de sus poblados bigotes. Debe tener unos cuarenta años, pero da gusto verlo levantar del suelo un pesado saco de cemento de veinticinco kilos como si fuese una pluma y luego metérselo debajo del brazo y transportarlo como si se tratase de un escolar que va al colegio con un libro debajo del brazo. Todos, todos ellos, son verdaderamente admirables. Me asombro porque yo he visto y he vivido al lado de edificaciones en construcción y los obreros que allí trabajan son hombres curtidos, fuertes y corpulentos y, por si fuese poco, utilizan instrumentales de primera. Pero niños-obreros, en mi puta vida los había visto. Sólo aquí, en la montaña. Por ello mi pregunta y reflexión. ¡Dios, misericordia! ¡Ten misericordia con ellos! Además, no son ningunos malandrines sacados de las calles. Son gentiles, educados y respetuosos. ¿Por qué tan humillante trato?... ¿Un prueba?... ¿Tú todo lo pruebas, Dios? ¿Para qué tantas pruebas?... ¿No eres Dios y todo lo sabes, entonces por qué?... Son las cosas que me confunden de Ti, amado Dios, pero no me opongo. Con oponerme no lograría nada. Luchar contigo es imposible y, aunque sea posible, siempre ganarás porque eres Todopoderoso… ¡Te amo, Dios!



Pero ese sólo era el comienzo del vía crucis de Maura. Manuel fue empeorando muy aceleradamente. Se investigó a través de Internet y una pequeña luz esperanzadora apareció a través de la pantalla de la computadora. La nota médica señalaba que había un medicamento muy costoso, pero efectivo, para retardar el progreso de su esclerosis. Buscaron el medicamento y lo consiguieron. La caja de cincuenta pastillas costaba doscientos cincuenta mil bolívares. Había que probar y así lo hicieron. Pero nada. La enfermedad prosiguió su lento camino hacia la muerte.

Muy inquieta, Doña Begoña llamaba de Villanova casi todos los días a Caracas para conversar con su hijo. En una de sus llamadas le dijo que en España podría tener una salvación. Que había hablado con personas que le recomendaron un neurólogo de Barcelona. Convencido por su madre que allí tendría una oportunidad de vivir, decidió marchar a España. Que si iba a morir sería allí, en su tierra. Le pidió a Maura que lo acompañase. Maura accedió sin presentir el suplicio que le vendría.

Compraron los boletos, únicamente de ida, pero con la buena suerte para Maura que el de ella salió ida y vuelta… y por el mismo precio. Extrañados volvieron a la agencia de viajes donde los habían adquirido para preguntar qué había pasado y allí les dijeron que se debió a un error del programa y que lo dejaran así, ya que la compañía asumía la pérdida.

Eso fue extraño, pero me lo contó la misma Maura, aquí, estando los dos juntos y desnudos, en la cama que tengo ahora a mi izquierda. Todo el cuento de Manuel y ella me lo echó mientras tomábamos, fumábamos y descansamos en la cama después de una tenida de amor.

Más extraño aún fue cuando me dijo que no viajaron juntos en el mismo avión. Que él se fue en Iberia y a ella le compró un pasaje más económico en otra línea aérea, cuyo vuelo llegaría a Barcelona veinticuatro horas después que él arribase. Se hizo de esa forma porque, según Maura, Manuel, pese a que tiene dinero, es muy miserable.



PAUSA DE PIEDAD: Son las 6:35 p.m. en la montaña. Acaba de amainar un torrencial aguacero y la neblina tendió su manto para esconder la lejanía. Un pichón de mariposilla acaba de entrar a la cabaña para comenzar a danzar dispersa en torno a la letal luz de mi lamparita. Espero el momento adecuado para atraparla. Trato pero no se deja. Pronto, desfallecida, la pequeña mariposilla se sentó a descansar sobre la tapa de un CD. Lo tomé, levanté a la altura de mi boca y la soplé por la ventana, hacia la vida y la libertad.



Maura llegó a Barcelona al día siguiente del arribo de Manuel. Doña Begoña fue a recogerla al aeropuerto en su Volvo. Durante todo el camino hacia Villanova hablaron esperanzadas y emocionadas sobre la recuperación de Manuel. Una vez en casa, un confortable apartamento, todo fue alegría y felicidad, al menos durante los primeros días.

Maura hacía de enfermera y atendía con devoción cristiana a su novio-amante, pero la irascibilidad de Manuel, potenciada por su enfermedad, la cual ataca todo el sistema nervioso, se hacía a veces insoportable. Y si a ello se le unía su soberbia, prepotencia y maltratos, el asunto iba tornándose en insoportable. Maura aguantó… Se había convertido en su enfermera, nada más.

Ya no había caricias, sino maltratos, recriminaciones y exigencias. Manuel la trataba como un andrajo. Doña Begoña le pedía que tuviese paciencia. Y Maura la tuvo, y mucha, hasta que los límites comenzaron a colmarse. Ella estaba sin dinero y Manuel siquiera le daba una peseta para comprar cigarrillos, pero si le pedía y exigía ayuda cuando se sentía desesperado. Luego que ella lo socorría dulcemente y lo tranquilizaba, ya recobrado su estado normal volvía a gritarle: “¡Puta bruta, dónde andas!... ¡Ven, coño, maldita imbécil!... ¡Tráeme un vaso de agua, ya!”, y cosas por el estilo.

La autoestima y paciencia de Maura se fue minando, así como sus necesidades diarias de tener a su lado, como siempre lo ha hecho, por lo menos una cajetilla de cigarrillos. Manuel se negaba a darle el dinero para comprárselos. Entonces comenzó, muy cautamente, a hurtar. Le robaba de su caja unos tres o cuatro cigarrillos, los cuales fumaba a escondidas a fin de que no se percatara de su fechoría.

A veces Manuel, al chequear su cajetilla y darse cuenta que le faltaban algunos puros, la miraba incisivo. Pero en su desespero, con la muerte tocándole la puerta, no tenía la capacidad de recordar si se los había fumado o si ella se los había birlado.

Los maltratos y vejaciones siguieron y con estos los pequeños hurtos. Maura me contó que un buen día mientras dormía le sacó de la billetera cincuenta dólares de unos ochocientos que guardaba en ella. El pobre enfermo, pero déspota ser, no se percató de la sustracción.

Doña Begoña, tan tirana y soberbia como Manuel, ya no le veía como la novia, la mujer de su hijo, sino como su enfermera, y siempre que podía y la ocasión se presentase la utilizaba también como servidumbre.

Al día siguiente que le sacó a Manuel los dólares de la billetera, la envió a comprar el pan. Y Maura diligentemente partió a cumplir el mandato. Pero esta vez con una gran alegría interior al poder, al fin, salir de esa casa que se había convertido en su cárcel y tormento.



PAUSA DE DESESPERO E INCONFORMIDAD: Me había prometido desde ayer no volver a llamar a mi antiguo hogar, ni “hablar” en los próximos diez días con Dorian. Me lo había prometido, lo juro, pero ahora, a las 7:19 p.m. del jueves 21 de septiembre, siquiera menos de veinticuatro horas después de la última vez que hablé con casa, volví a hacerlo. Ayer, y a través de Elsa, la devota nana, Carolina me volvió a negar mi solicitud de ver al bebé. Le pedí a Elsa que le dijese que quería hablar con ella, pero la muy fresca contestó, a través de la misma nana, que sólo hablaría conmigo cuando estuviésemos sentados en el bufete de los abogados. Sólo allí trataríamos la cuestión de las visitas a mi hijo, que el tribunal decidiría la forma y los días en que podría verlo y repitió que nosotros dos no teníamos nada que hablar. Y todo ese chaparrón a través de la humilde y abnegada Elsa. Luego, para remate, a través de la misma nana me mandó a decir que le dijese a “mi amigo” Luis David que no volviese a llamar a casa. Y yo, extrañado, pregunté “¿Cuándo llamó?”… Suspenso… Al parecer Carolina estaba y estuvo escuchando toda mi conversación a través de un inalámbrico. Luego del suspenso, la misma Elsa afirmó: “La señora no tiene amigos de barrio, que por favor no la vuelva a llamar”. Más extrañado aún le notifiqué que tenía más de mes y medio que no hablaba con él. De pronto, dicho eso, la llamada se cayó. Volví a marcar y nada. Y así lo seguí intentando muchas y repetidas veces sin lograr otra vez la comunicación. Hoy hace poco, cuando marqué el número de mi antiguo hogar, todo comenzaba bien, la llamada entraba, pero como al quinto o sexto repique empezaba a sonar como si la línea estuviese ocupada. ¿Carolina cambió el número? ¿Se habrá enterado de mi asunto con Maura, es casualidad o simplemente producto de la tormenta? ¿Y por qué no se dispara la contestadora?... Hoy, además de las tormentas naturales presiento tormentas humanas. ¿Maura habrá soltado la lengua?... ¿Habría abierto su bocota presintiendo que pronto no volvería a verla, que la dejaría? Las mujeres son así. Son impredecibles y muy vaginales. Hacen cualquier cosa con tal de lograr lo que desean. Les importa un carajo nada, ni llevarse por delante a quien sea. No se detienen en sentimientos y afectos, provengan de dónde provengan… Por eso hay tantos niños con problemas, afectados psicológicamente y abandonados a la suerte de sus propios desencantos y carencias hogareñas.



Tenía dos días sin beber ni tomar lexos, pero hace rato destapé mi última botella de gin. La mudez de teléfono de casa y eso de que Luis David llamó, si nunca lo hacía, y todo ese silencio me está volviendo loco. Debo saber qué está pasando en realidad. Todo es muy extraño… Todo raro y mi mente confundida. Yo, ciertamente, tengo tiempo sin hablar con Luis David, pero en realidad no sé hace cuánto. ¿Y qué desesperado cronometra con precisión matemática el tiempo y hechos de su absurda y atormenta vida? Nadie contesta en casa y eso me tiene perturbado… ¿Qué coño estará pasando? Por ahora voy tomarme con tranquilidad unos cuantos tragos, después, si los fantasmas de mi alma me lo recuerdan, seguiré con el casi fiel, pero sintético relato, de Maura y sus últimos días con Manuel.



Si Dios, quiere, seguiré mañana o en la madrugada…



PAUSA DE AMOR: Acabo de salvar de una muerte indigna, tal como seguramente será la mía, a otra mariposilla, esta vez vestida de luto que se coló sin ser vista en la cabaña. Ella se posó en mi mano derecha. Delicadamente, a fin de no espantarla, me incorporé de la silla, abrí la ventana, la cual había cerrado para que se me metiese el agua de lluvia, y la soplé a la oscuridad… ¿Mi oscuridad? ¿Estaré cabalgando sobre el tormento en busca de los tiempos perdidos?... ¿Aún me queda vida?





SIGO DESTROZANDO CORAZONES Y VIDAS ÚTILES



22 de septiembre.



Ayer pasé todo el día en la montaña, escribiendo, asido de una memoria traidora, que no me dejaba recordar todo lo que no pude escribir durante la estancia de Maura en la cabaña.

Anoche me acosté, ni sé a qué hora, totalmente borracho y deprimido. Esta mañana desperté a eso de las nueve. Tenía un hambre tan atroz que devoré, aún frío, todo el sobrante del risotto que preparé ayer para el almuerzo, del cual había dejado una buena porción para la cena, pero siquiera lo toqué. Cambié el menú: una botella de ginebra y dos cajetillas y media de cigarrillos. Una cena explosiva, pero conciliadora para los espíritus desesperados.

Esta mañana, como todas las que le precedieron desde que estoy en la montaña, siento un escalofrío en la conciencia al ver el piso, al lado izquierdo de la cama, lleno de colillas. Pareciera que hasta dormido fumo.

Después de comerme todo el rico arroz sobrante, me aseé y comencé a prepararme un desayuno cristiano: pan tostado, al cual luego le expandí queso para untar, abundante café y casi un litro de refresco de cola.

Al chequear la pantalla del celular, que también me sirve de reloj y calendario, única guía que tengo para saber en qué día y mes ando porque de otra forma me perdería en el tiempo de la desesperación, me di cuenta que hoy es 22 de septiembre y sutiles campanadas en mi cerebro me recordaron que ayer, 21, Dorian cumplió diecisiete meses de vida, de los cuales dos, los últimos dos, sus madre no me ha dejado verlo. Me recrimino amargamente mi olvido y no haberlo llamado y cantando el ‘cumplemes feliz’, tal como lo he venido haciendo desde que nació.

Esa crueldad de Carolina, ese desvariado castigo que me impuso, merecería pena de cárcel. Aunque Dios, justo y todopoderoso, ya impuso su condena al recluirla en la prisión de su mente.

Yo enseñaré a los trasgresores tus caminos y los pecadores se convertirán a ti/Líbrame de la sangre, Elohim, Dios de mi salvación, y cantará mi lengua tu justicia/ Abre tú, Señor mis labios, y cantará mi boca tus alabanzas, dice el versículo 15:17 del Salmo 51. ¿Mi sacrificio tendrá sentido, alguna recompensa o es también una condena?

La punta de mi bolígrafo acaba de toparse con el recuerdito de bautizo de Dorian. Lo saco de entre las páginas del cuaderno y observo la gran foto “al agua”, con la carita difuminada de Dorian de semifondo y en primer plano, debajo del texto. Sus ojos, los hermosos ojos de la imagen fotográfica no se apartan de los míos. Mi hijo, mi querido hijo, me mira fijamente y, como su boca está semiabierta, pareciese decirme algo… Quizás sugerirme que tenga paciencia y que no me deje vencer por la desesperación. En su angelical mirada presiento que pronto lo podré estrechar entre mis brazos… Lo escucho, es como si la foto del recuerdito me hablase… Lo escucho decir: “Resiste papá, resiste… Yo te amo mucho y te necesito”.



PAUSA DE LÁGRIMAS: Voy a colocar el recuerdito y sus santos acompañantes al final de este cuaderno ya que mis ojos se aguaron y no quiero estallar en llanto y sollozos. Oye, oh señor. Mi voz con que a ti clamo. Ten misericordia de mí y respóndeme (Salmo 27:7).



Anoche le destrocé el corazón a Maura. Le dije lo que tenía pensando decirle hace varios días. Debía ser así a fin de que las cosas no se complicaran aún más y después no pudiese ya remediarlas. Ya mi corazón tenía un sufrimiento bestial y no podía endosarle otra carga. Tal como lo venía haciendo todas las últimas noches, llamó. Esta vez pasadas las once. Y, como estaba totalmente ebrio, ante su insistencia de querer venir hoy a la cabaña a fin de pasar el fin de semana juntos, categóricamente le dije que no podría ser. Que yo amaba a Carolina. Que quería volver junto a ella y a mi hijo. Que estaba desesperado. Maura no quiso aceptar mis argumentos y advirtió nuevamente que si seguía así me iba a enfermar. La conversación fue larga y repetitiva, tanto por mi dolor como por la borrachera. La cosa llegó a tal extremo que Maura, cosa que nunca había hecho, me trancó el teléfono. No sé si con una bendición o una maldición. Los vapores etílicos estaban en tal grado de efervescencia, que pronto una gran venda negra circundó mis recuerdos. Que dije para que sucediese eso, no lo sé. Tengo tantas lagunas en mi cerebro que en sus aguas se podría hacer una gran regata… No recuerdo casi nada de esa conversación, sólo que la tuve y que tuvo que ser bastante insolente para que ella cortase la comunicación. Recuerdo que en vista de ello marqué su número en varias ocasiones pero Maura no tomó el teléfono.

En mi desesperación navega una perniciosa duda: ¿Fue precipitada mi decisión de cortarla?

La duda surge porque ahora, en este preciso instante, me siento entre arrepentido y contento al librarme de ella. Aunque fui una mierda, lo reconozco. Una total y despreciable mierda con la mujer que me tendió la mano, su comprensión, su risa, su amor y prestó su cuerpo para satisfacer mi desbordado canibalismo sexual. Fui malvado, desagradecido y egoísta por no comprenderla. Se desprendió de todo, abandonó los placeres mundanos de la ciudad, a su familia, a su hijo y amigos para venirse a la montaña, a este antro de desesperación, a confortarme, a curar mi herido corazón, y porqué no, a cuidarme y yo le pagué con vil desprecio. Ella nunca hubiese venido si todavía no me amase. Con lo interesadas que son las mujeres, ninguna lo hubiese hecho si en su corazón no albergase amor o placer, quién sabe. Con las mujeres nunca se sabe. Pero de que fui una mierda, fui una ¡mierda!



PAUSA DE RING-RING: Hora 3:45 p.m. Maura en el auricular. No la aprecié con odio, rencor o resquemor. Me dijo que me tenía unas sorpresas. Que había comprado dos cintas con canciones nuevas de Ana Gabriel, las cuales sabía que me gustan, más aún en este estado de catatónica desesperación. Que las fuese a buscar esta noche, a las siete, a su casa. Yo, de pendejo, le dije que sí. (Hoy, como a las dos de la tarde, encerrado en el baño me masturbé con ella). A las 3:55 p.m., luego de pensarlo diez minutos, la llamé. No atendió o tenía el celular apagado. Le dejé el siguiente mensaje. “Mira, creo que no iré. Hoy me siento muy mal. Llámame esta noche”.



Ya que hablo de Maura, voy a terminar de relatar, tal como ella me lo contó, su agonía en Villanova.

La resaca y los últimos y desesperados pequeños acontecimientos no me habían hecho proseguir. Voy:

Antes de comprar el pan y ejecutar el mandato de Doña Begoña, Maura cambió los cincuenta dólares en el banco. Creo, si mal no recuerdo, le dieron diecisiete mil pesetas. Del banco fue a la tabaquería más cercana y compró dos cajetillas de cigarrillos. De allí se dirigió a un bar que vio en la esquina del frente y se tomó cuatro cervezas. Mientras lo hacía lloraba y fumaba. A esa hora el bar estaba semivacío. Un parroquiano que estaba allí se le acercó y le preguntó: “¿Guapa, qué te pasa?”. Ella le contestó amablemente que nada, que no se preocupase y siguió tomando en solitario. Una vez concluidos los cuatro vasos de cerveza pagó e inició el regreso a casa después de comprar el pan. Al llegar le preguntaron el porqué de tanta demora. Ella manifestó que se quedó conversando de Venezuela con unas señoras.

Desde ese momento, desde ese día, se había prometido dejarlo todo. A Manuel y a su madre y regresar al país, pero, ¿cómo hacerlo? No tenía dinero para el tren hasta Barcelona, luego los taxis y algo para la comida. Ese era su dilema. Sólo tenía el pasaje aéreo para la vuelta, nada más. Aunque guardó parte de lo que le quedaban de las diecisiete mil pesetas, eso no le serviría de mucho. Los días fueron pasando sin conseguir en su mente una salida rápida y efectiva. Y entre cajetillas de cigarrillos y cervezas pronto se le esfumó el poco dinero que le había hurtado a Manuel, quien al invitarla a España, le aseguró que no se preocupase por nada ya que él correría con todos los gastos. Mentira, la engañó. Lo único que le permitió hacer, al día siguiente de llegar a Villanova, fue una llamada telefónica a su casa para informarles a sus padres e hijo que había llegado bien. Eso fue todo. Fue su único acto de bondad hacia su amante y, ahora, también enfermera.

Las vejaciones siguieron. Las ofensas también. Un día salieron los tres de compras a Barcelona. En una de las tiendas más refinadas de la ciudad Doña Begoña le compró a su hijo un abrigo, un suéter y franelas de lana. Eran mediados de noviembre y en Villanova a veces la temperatura desciende a varios grados bajo cero. Aunque el invierno todavía no había entrado en toda su furia, Maura dijo que en esos días ella se moría de frío. En su maleta sólo había metido ropa ligera y unos cuantos suéteres, pero muy livianos para ese frío que le penetraba hasta el alma. Como en Venezuela no venden ropa pesada para el invierno, pensó que de hacerle falta Manuel la proveería de ropa adecuada.

Mientras Doña Begoña y Manuel hacían las compras a ella le ordenaron que esperase en el auto, tal como si fuese una doméstica. Pese a la humillación, Maura lo hizo gustosa ya que hacía un frío de morir y estaba vestida con ropa ligera. Al regresar después de estar más de una hora de compras, curiosa le preguntó a Manuel:

– ¿Qué me compraste, mi amor?

– ¡Nada! ¿Qué te has creído? Que gaste el dinero de mi madre en ti –respondió lapidariamente su enamorado.

Con lo parlanchina que es, en todo el camino de regreso a casa Maura siquiera abrió la boca. Casi al llegar, Doña Begoña, que iba al volante de su Volvo, le preguntó:

– ¿Qué te pasa Maura?

– Nada, Doña Begoña, nada. Es que no me siento muy bien.

Desde ese momento Maura decidió buscar trabajo a fin de conseguir el dinero necesario para regresar a Venezuela. Ella es Asistente Ejecutiva bilingüe (español-inglés), una especie de Secretaria Ejecutiva, y de Caracas se había traído varias copias de su currículo.

Un buen día, al darse cuenta que Doña Begoña era una mujer bien relacionada y que entre sus amistades se encontraban personas muy influyentes, tanto de Villanova como de Barcelona, entre ellos el vicepresidente de una importante compañía de seguros, le pidió que la recomendase con éste último y por respuesta recibió:

– ¿Y cómo crees qué lo voy a molestar por tan poca cosa?

Maura quedó helada, pese a que en esos días la doña le había regalado algunos de sus trapos viejos para que pudiese guarecerse del frío.

La autoestima de Maura, así como la seguridad en si misma, comenzó a resquebrajarse a pasos agigantados. Hasta la comida se la vigilaban, por lo que comenzó a rebajar de peso. Sin comer, con ese frío tan bestial y su amor propio pisoteado a cada instante, no era para menos. Era como un homicidio por cuotas.

Me contó que un día Doña Begoña y Manuel la invitaron para que los acompañase a una fiesta en casa de unos amigos, no sin antes Manuel hacerle la advertencia “Ni se te ocurra abrir mucho la boca porque eres una bruta”.

Pese a ello, como Maura es fiestera y anima con sus encantos cualquier sarao, decidió ir no obstante las lapidarias palabras de Manuel, quien vertía sobre ella todo su odio y recriminación ante la vida.

Una vez en la reunión, la cual estuvo muy animada, al principio Maura optó por seguir al pie de la letra la orden de Manuel. “Parecía una mongólica. Sentada en una esquina y sin hablar”, contó. Pero con el transcurrir de los minutos comenzó a conversar con algunos de los invitados que se le acercaban. Es muy linda, rubia, ojos acaramelados, de agraciado cuerpo y con un garbo que no podía pasar desapercibida. Manuel, a cierta distancia, la observaba de reojo. Un buen momento se le acercó y ante la sorpresa de los invitados, le espetó: “¡Calla, tú eres una bruta!”. A Maura no le quedó otra alternativa que salir corriendo al lavabo y ponerse a llorar.

Al rato salió, se sentó en un rincón y volvió a enmudecer. Mientras, en su mente urdía un plan para huir de Manuel, Doña Begoña y España. De toda aquella pesadilla que se había convertido lo que en un principio fue un sueño de amor.

Al día siguiente de la fiesta Maura le comunicó a Manuel y a Doña Begoña que saldría a buscar trabajo para poder cubrir sus necesidades primarias. Que aunque tenía techo y algo de comida necesitaba para sus cigarrillos, ropa interior de lana, botas, toallitas sanitarias y todo lo que la pudiese hacer sentir mejor y menos dependiente. Ambos aprobaron sin chistar la decisión de Maura. Sabían que para un extranjero sin visa de residencia en el país, sería harto difícil.

Estuvo tres días tocando puertas y ofreciendo sus servicios. El trabajo que fuese, pero nada. Como en Villanova no consiguió nada, se fue para Terranova, un pueblo cercano.

Al fin, una luz, muy opaca, pero una luz al fin y al cabo. Por su condición de extrajera consiguió trabajo como obrera, llevando y llenando cajas en la empacadora de la Fressnet, un vino español. Su labor consistiría, le informó la supervisora, en un trabajo de mesa, de equipo, con otras personas, vaciando cajas de vino y las botellas, por pares, empaquetarlas con un par de copas en unos estuches navideños, muy elegantes, y que tenía que cumplir con una cuota mínima de veinte cajas por persona. “¡Simple!”, pensó Maura al primer momento.

La supervisora también le comunicó que sería un trabajo temporal, de un mes, y que por ello recibiría doce mil quinientas pesetas a la semana. Sin pensarlo dos veces, y con los pies destrozados después de tanto caminar y tocar puertas infructuosamente, Maura dijo: “¡Acepto!”.

Pero al bajar al depósito y conocer a sus compañeros de trabajo, se le vino el cielo encima. De los catorce, sólo ella y otra chica parecían personas normales. Los demás no lo eran. Se dio cuenta al instante. Unos tenían el Síndrome de Down, otros eran cojos o tuertos y unos pocos con problemas psiquiátricos, aunque no graves. Era un personal de ‘tercera’, ya que España como en otros países europeos, por Ley, las empresas deben darles empleo a personas discapacitadas.

Su desesperación era tan grande, que suspiró y decidió comenzar a trabajar al día siguiente.

Al regresar a casa le informó a Manuel y a Doña Begoña de su logro. Como la empresa donde trabajaría le quedaba a varios kilómetros de distancia, Doña Begoña, en un acto de misericordia infinita, se comprometió a llevarla a Terranova.

Acostumbrada a tratar con ejecutivos, a hablar con soltura en inglés sobre temas trascendentes del acontecer empresarial, el primer día fue miserable para Maura. Enseguida se hizo amiga de la chica normal o que, aparentemente, lo era. Mientras trabajaban charlaban sobre Venezuela. De sus playas, cocoteros y bellezas naturales. La joven le decía que ella tenía unos primos en su país y que les gustaba vivir allá.

Pese a ello, a esos momentos de sana conversación, tenía que estar alerta porque un muchacho, de unos veinticinco años de edad que padecía Síndrome de Down, de tanto en tanto se le acercaba sigilosamente por detrás y con el dedo índice golpeaba, no con fuerza, sobre su hombro, y le decía: “Tú me gustas… Tú me gustas”.

Otro, de unos treinta, con problemas mentales no le quitaba la vista de encima y cuando le pasaba al lado de forma inesperada estiraba el brazo con la intención de agarrarla. Y, por si fuese poco, ese primer día sus manos y espalda se resintieron, ya que parte de su trabajo era buscar las pesadas cajas de vino amontonadas a unos veinte metros de distancia del mesón de trabajo, abrirlas delicadamente con una cuchilla siguiendo las instrucciones que el habían dado, ya que serían recicladas posteriormente (se cortó más de un par de veces), sacar de ellas dos botellas a la vez y pasarlas al segundo de la mesa, quien, luego de espolvorearlas con un trapo, las colocaría en el estuche y lo pasaría al siguiente hasta completar el ciclo.

Ese primer día, cuando sonó el silbato que les avisaba que podrían pasar al “comedor”, otro largo tablón lleno de destartaladas banquetas, se puso a llorar cuando vio el plato de comida, típico de presidiario, tal como esos que se ven en las películas donde se retrata la miseria humana. Ese día le sirvieron un asqueroso ‘empaste’ entre macarrones y garbanzos totalmente incomibles.

“Ese día no comí”, me dijo Maura también llorando al recordar tan tristes y pesaroso días, mientras estaba acostado desnudo en la cama y ella, también desnuda, sentada a mi lado con un cigarrillo en una mano y un trago de ron en la otra.

Al cuarto día no resistió más. Subió llorando y le informó a la supervisora que no podría seguir. Que se volvería loca si se quedaba un día más. Ella entendió. Más calmada, Maura le preguntó si le pagarían algo por esos días. La dependiente le informó que no porque no había cumplido la semana. No obstante, conmovida ante su desesperación, sacó de su cartera diez mil pesetas y se las obsequió.

Maura se despidió agradecida y desde ahí mismo llamó a Doña Begoña para que la fuese a buscar. Se atrevió hacerlo, porque los días precedentes la doña la dejaba esperando fuera de la fábrica tiritando de frío, casi encogida, sentada en un banquito, durante casi una hora hasta que al fin se presentaba.

De tantos sufrimientos, sus cuarenta y ocho kilos de peso se redujeron a treinta y seis.

“Parecía un cadáver. Si me hubieses visto nunca me habrías reconocido. Mi apariencia era terrible y mi cabello parecía estar sin vida, como toda yo”, volvió a recordar llorando.

Al día siguiente vino el chispazo divino a su mente. Recordó que estando sola en el apartamento de Los Samanes, en Caracas, donde vivía con Manuel, tocó el intercomunicador un mensajero del City Bank para hacerle entrega de un sobre que contenía la renovación de su tarjeta Platinium del banco americano. Ella firmó el acuse de recibo y puso el sobre encima de la mesa del comedor. Al llegar Manuel de su trabajo, le notificó de la correspondencia. Él la abrió e irritado comenzó a maldecir las madres de los ineptos que se la habían enviado. Aún colérico, marcó el número del banco y les notificó que había un error en el segundo apellido. Del banco le informaron que enseguida le anularían esa tarjeta y que al día siguiente le enviarían la correcta. De la rabia Manuel la dejó tirada, con sobre y todo, en una baqueta y le ordenó a Maura que la botase y se olvidó de ella. Llegó la nueva. Maura le dio el sobre, el chequeó delante de ella todos los datos y asunto concluido.

No obstante, Maura no botó la que había venido con el error en el segundo apellido. La guardó en su cartera pese a que era una Platinium totalmente inservible en aquellos momentos, pero no ahora, en España, con Manuel desvariando y maldiciendo a cada rato por su enfermedad. Eso lo hacía vulnerable y descuidado con sus cosas. Por ello Maura urdió un plan maestro para escapar de aquel calvario. Lo puso en marcha dos días después.

Estando Manuel profundo debido a los tranquilizantes, a eso de la cinco de la madrugada tomó su billetera e intercambió las tarjetas. Agarró la buena y la anulada que ella guardaba la colocó en la cartera de su novio-amante. La noche anterior se había preparado y escondido una pequeña maleta.

Hecho el cambio se vistió, tomó la maleta, y zapatos en mano, a fin de no hacer el más mínimo ruido, salió de la casa.

Cuando alcanzó la calle eran aproximadamente las seis de la mañana y los transportes todavía no habían comenzado a funcionar o, por lo menos, no había rastros de ellos por el vecindario.

Maura se fue alejando a paso rápido de los alrededores del edificio de apartamentos. A medida que caminaba, con la mano pedía un aventón a los automovilistas que se desplazaban a esa hora por el lugar, pero nada. El frío era congelante y el viento lo hacía aún peor. Sin embargo, siguió caminando decidida y mostrando de tanto en tanto su pulgar en alto cuando escuchaba ruidos de autos a sus espaldas. De pronto un frenazo. Maura apresuró el paso hacia el vehículo, se asomó por la ventanilla y vio al joven conductor que le decía: “¿Qué pasa maja? ¿Adónde vas?

– ¡A Barcelona! –manifestó angustiada.

–Ya, pero yo no voy allí –ripostó sonriendo.

–Bueno, por lo menos hasta la estación del tren. Si quieres, te doy cinco mil pesetas –suplicó.

– ¡Sube, anda, sube! –contestó el joven, quien accedió a llevarla hasta la estación sin cobrarle un céntimo.

El trayecto se hizo interminable en la mente de Maura, aunque la conversación con el simpático muchacho fue muy amena, según cuenta.



PAUSA SIN PRISA: ¿Pero qué coño estoy haciendo? De mi desespero me pasé al de Maura. ¡Coño, me está fastidiando esta vaina! Me está robando horas de mi propio tormento. ¡No hay justicia! Está bien que haya robado a Manuel, pero no mi propio desespero. Mi intimidad atormentada. ¿Entiendes, ladrona?... Te concluiré rápido. Has robado muchas páginas de mi Diario. De ahora en adelante sólo te permitiré que me robes lo que mi poder de síntesis te otorgue… ¡Ladrona!... Además, yo no justifico ningún delito… ¡Eres una ladrona y punto!



Una vez en tren de la libertad a Maura le tocó sentarse al lado de una señora sueca. Hablaron en inglés. Ella no pudo contenerse y le contó que huía de su novio enfermo. Esta la confortó como una madre.

Ya en Barcelona, estaba lista para dar el segundo paso de su plan maestro. Conocía exactamente donde quedaba la sede del City Bank, ya que cuando estuvo con Manuel y Doña Begoña de compras pasaron frente al edificio del banco y se le quedó grabado en la memoria debido a la hermosa plaza que circunda el sector. Tomó un taxi y fue hasta allá. Espero sentada en un café a que no hubiese tanta gente en su cercanía y el momento que consideró el preciso, se levantó y decidida caminó hacia el cajero automático. Introdujo la tarjeta, marcó la clave, 2254, que la había memorizado debido a que Manuel, cuando su enfermedad lo paralizaba, la enviaba al cajero a sacar dinero para las compras de la casa y medicinas (aunque eso no se lo creí a Maura. Se la quitó de otra forma, pero le dio pena o no quiso confesármelo), y sacó 170.000 pesetas, el equivalente a unos quinientos dólares o más. Ella no se acuerda a cómo estaba el cambio en esos días, pero cree que fue algo así o un poco más. Yo ni idea. De casualidad sé, más o menos, cómo está el cambio en bolívares.

De banco corrió al aeropuerto para tomar el avión que la conduciría a Madrid y de allí a Maiquetía, en Venezuela.

Desde Barajas llamó a Raquel, su amiga del alma, para que fuese a recogerla al aeropuerto con Jorge, la pareja de Raquel, un ex policía peruano que trabajó para el Servicio Secreto de Fujimori.

Una vez en Venezuela y libre del yugo de Manuel y Doña Begoña, se alojó en casa de Raquel y Jorge durante una semana. Ella le contó de su humillación y cautiverio y trazaron, los tres juntos, la tercera y última etapa del plan.

Todas las noches, a las 12:30 a.m., iban a diferentes cajeros del City Bank a sacar el límite del día, que eran 500 dólares, hasta que completaron cinco mil dólares, de los cuales trescientos cincuenta Maura se los regaló a Raquel y su novio.

Al concluir esa semana de “fechórica venganza”, Maura regresó a su casa, con sus padres e hijo, haciéndoles creer que había llegado de España ese mismo día.

Ella pensaba seguir sacando dinero, pero esa misma semana Manuel y Doña Begoña se habían percatado del robo. Llamaron a Caracas hechos una furia y llenando de improperios a la señora Concetta y amenazando con mandar a la cárcel a su Maura. Para sacárselos de encima ella le dijo que su hija estaba trabajando en otra ciudad, muy lejos de Caracas y que tenía más de una semana que no sabía nada de ella y que, además, no la creía capaz de tal cosa (¡Yo sí! De eso y mucho, pero muchísimo más).

Al colgar, Concetta maldijo a su hija y la conminó a darle la Platinium. Maura no tuvo más remedio que acceder a la petición de su madre. Concetta la tomó en sus manos y con unas tijeras la cortó en pedacitos, los cuales tiro en el water, bajó la palanca y pronto, en un torbellino de agua, la prueba del delito desapareció como por arte de magia y pasó a engrosar los putrefactos drenajes de la zona.

Maura se irritó porque tenía intenciones de sacar más dinero, ya que Manuel tenía en esa cuenta cincuenta mil dólares.

Mucho antes de Navidad Manuel y Doña Begoña aterrizaron en Venezuela. Tenían una doble misión. Ir personalmente a casa de Maura y viajar hasta Barquisimeto para que Manuel se despidiese de sus dos hijas y su ex esposa. El pobre ya andaba en silla de ruedas.

Sólo pudo despedirse de su hijas, pero de Maura no vio ni el polvo.

No sé cómo fue la Navidad de Manuel, pero la de Maura “millonaria”.



PAUSA DE IMBECILIDAD: Debido a mi rechazo, Maura me ha estado torturando a través del teléfono. Está hecha una furia. Dice que volví a burlarme de ella. Que la volví a utilizar. No entiende mi situación. Aunque le expliqué de mil maneras que necesito paz, que sufro por Dorian y por Carolina, eso no le entra en su cabezota. Menos que no puedo estar con ninguna otra mujer. Que la soledad, por ahora, será mi única compañera. Que necesito reflexionar y bla, bla, blá y más bla, bla, blá. Pero ella no entiende razones. En vista de ello, hace días le apliqué un watergate. La estoy grabando, tanto de viva voz como los mensajes llenos de irá que me deja en la contestadora… ¡Coño, si ella grabó mi última conversación estoy perdido! ¡Qué imbécil soy!... El lunes cambiaré ese número. Maura es capaz de todo y su camino hacia mi destrucción total será a través de la celestina de Rosalía, quien me odia, aunque ante los demás diga hipócritamente que es mi devota amiga del alma… ¡Farsante y mala gente, eso es lo qué es ella! Ojalá que Manuel, si aún está vivo, tenga la razón: ¡Maura es una bruta! (…Aunque muy hábil). Y, si estás muerto, Manuel. por favor ayúdame del más allá y evita, si ella me grabó, que la cinta llegue al destino que creo, por mi imbecilidad, podría llegar. Pero, si realmente es bruta (o el bruto soy yo) que no haya logrado hacer una buena grabación o se le haya olvidado poner la cinta o pulsar record en el aparato… ¡Mejor es qué se la haya perdido y basta!





MIEDO, SIDA Y WATERGATE



23 de septiembre.



Hoy, pese a las atribulantes últimas horas de desespero, amanecí con mucha paz interior. Empero, entre ceja y ceja tengo impuesta una impostergable misión: sacar de la cabaña el bolso con sábanas y ropa Maura. De esa forma borraría toda evidencia física de que ella o cualquier otra mujer estuvieron en la cabaña. Aunque el olor a mujer a veces es difícil camuflar, fumé mucho y me tiré una buena dosis de peos sobre el lecho del adulterio, por lo que no creo que quede olor a ella, sino a macho… ¡Hediondo, pero a macho!

Mi plan era llevar el bolso a casa de Nelson, mi mejor amigo y también amigo de ella y dejarlo allí para que ella lo fuese a buscar. Por ahora debo evitar, a cómo dé lugar, cualquier otro contacto con Maura.

Me vestí y al salir de la montaña tomé rumbo a la vivienda de Nelson. Al llegar me sentí decepcionado. Su auto no estaba aparcado en el garaje, no obstante estacioné y bajé del vehículo. Al estar frente a la casa toqué con las llaves de mi auto la reja del jardín. Y, ¡oh, sorpresa! Nelson, tembloroso por su recién diagnosticado Mal de Parkinson, y más encanecido y delgado que nunca, apareció de atrás de una columna.

Tras un breve pero caluroso y sincero saludo, me dijo:

– ¡Acompáñame! Tengo que cobrar un dinero y ando limpio.

Yo asentí. Se subió al auto y fuimos rumbo a La Yaguara. En el trayecto le comuniqué el motivo de mi inesperada visita.

– ¡Tú estás loco!... ¡Esa mujer tiene Sida! –soltó tajante al referirse a Maura.

Le expresé que era imposible. Que se veía muy saludable. Sin signos de nada y más bien rellenita, ya que dicen que los enfermos de Sida comienzan a rebajar de peso abruptamente. Que no tenía manchas en la piel y siquiera tos, pese a todo lo que fumaba.

La última vez que Nelson la vio fue después de su regreso de España, con doce kilos menos y tan demacrada que aparentaba más edad. Debido a eso, y por lo promiscua que es, algunas de sus amistades creían que tenía Sida.

–Lo menos que te rifaste fue una gonorrea –precisó mi amigo a fin de darme ánimo y, por la cara que yo había puesto, olvidase el asunto del Sida.

–Bueno, veremos – dije confiado y restándole importancia al asunto.

Nelson me estima mucho, más que a sus propios hermanos. Yo también lo estimo bastante, pero no de la misma sincera y desinteresada forma y reciprocidad como la suya. Por eso, parte del camino se la pasó recriminándome el porqué no lo había buscado a él y a los otros amigos del grupo en busca de ayuda. Mientras lo hacía a cada rato insistía y repetía que su casa estaba a la orden. Que su finada madre me estimaba mucho y que podría ocupar su cuarto, el cual por consenso familiar y por considerarlo su recinto sagrado, dejaron intacto, de la misma forma y decoración que tenía después que murió.

Entre agradecimientos de mi parte y ofrecimientos por el lado suyo, llegamos al sitio, una venta de partes de automotores usadas. Lo ayudé a bajarse del auto y fue directamente a la oficina del dueño. Yo esperé afuera. Cobró el dinero y regresamos a su casa en medio de un tráfico infernal, no muy común los sábados, y comenzó otro interrogatorio. El de mi separación. A grandes rasgos le conté algunos episodios, como el de las agendas con mi Bitácora Sexual, los paraguazos, los insultos y la negativa de hacerme ver a Dorian. También le aseveré que dudaba que hubiese otro hombre de por medio. Él, siempre analítico y viejo zorro de mil batallas, escuchaba callado mis palabras, poniéndole mucha atención a mis inflexiones de voz.

– ¡Esa mujer lo que está es celosa!... ¡Ja!… ¡Ja!… ¡Ja!... –sentenció de repente, esbozando una pícara y socarrona sonrisa, para luego agregar–: ¿Y qué más quiere esa vieja?... Tú estás tan bien plantado que puedes conquistar a la mujer que te de la gana…

–No es ninguna vieja, Nelson –atajé yo a fin de protegerla–. Apenas tiene cuarenta años y nosotros…

–Eso no importa, pero parece vieja –replicó sin dejar concluir lo que le iba a decir.

–A mí no me parece… –atiné a decir sin darme cuenta de sus verdaderas intenciones.

Quería, de todas las formas posibles, confortarme, abrigarme en mi dolor y subirme la autoestima, la cual estaba en el cruel subsuelo del infierno y él, desde que me vio, se dio cuenta de eso.



Llegamos de vuelta a su casa, saqué del maletero el bolso con las cosas de Maura, se las entregué y nos despedimos.

De regreso a la montaña iba con la intención de echarme en la cama y descansar un poco, tanto mente como cuerpo. Pero hice algo más simpático: me puse a cocinar las lentejas que había dejado remojando en la mañana. Le agregué, en busca de sabor, una chuleta de cochino que compré en el camino. Tomé un cubito de pollo y una gran papa que antes corté en trocitos pequeños, lo puse a toda llama y me senté a escribir.

Detrás de mí, en la corta distancia de una cascarita a otra, Fernando, Sonia, Rolando y Andreína, que está insoportable, tenían montado su sarao. Aunque la música estaba a full volumen, ni pizca hizo en mi humanidad.



PAUSA TELEFÓNICA AVISADA: La estaba esperando. Sabía que Maura seguiría insistiendo. Así se desarrollo este último (¡espero que así sea, con el favor de Dios!), diálogo.

– ¡Aló!... ¡Aló! –pronuncié al contestar haciéndome el desentendido, como si no supiese que era ella quien llamaba.

–Leonardo –escuché del otro lado su lacónica y suplicante voz como de ultratumba.

– ¿Qué pasa? –pregunté rudo.

…– ¡Oye!... Bueno… –atinó a decir. Al parecer estuvo llorando mucho.

…– ¿Qué pasa?

–Me engañaste… Me engañaste como a una estúpida… Me fallaste –expresó con un nudo en la garganta.

–Yo no te engañé –atajé–. Ni te he fallado ni un coño… Yo te lo dije… Yo quiero silencio, paz… ¡Yo quiero tranquilidad!... Yo no puedo… Yo estoy atormentado, Maura. Tú, muy inteligentemente, me dijiste que me ibas a comprender… No te he engañado, ni me he burlado…

–Pero porqué me tratas así, de esa manera –respondió irritada, levantando la voz–. O sea, que cuando tú me llamas borracho yo si puedo soportar tu lata…

–Pero es que no te estoy diciendo nada… No te estoy recriminando nada… Sólo te digo que estoy atormentado. Te lo he dicho desde un principio. No me he burlado de nadie y nunca me burlo de nadie –me excusé.

–Pero, entonces, coño… Coño, todo lo que yo te he dado en estos días… Coño…

–Sí, pero… Pero yo te dije –ella me interrumpía. No me dejaba concluir lo que estaba diciendo, pero yo seguía hablando sobre su voz–. Te dije que era imposible, que necesitaba paz… Qué quizás en un futuro, pero yo ahora necesito mucha paz…

–O sea que tú conmigo no encuentras paz… O sea, que si yo estoy ahí contigo no encuentras paz…

–Yo encuentro paz en la soledad. Mi paz interior no la puedo conseguir sino pensando… Solo… Te lo dije con mucha… –no pude concluir lo que le iba a decir porque ella montó su voz encima de la mía, pero enseguida, manifesté–: Esa es mí realidad. No puedo estar con ninguna otra mujer… Todo lo que te he dicho es la pura verdad… ¡No puedo estar con mujeres!… Con nadie... ¡Con ninguna! –repetí con énfasis por si acaso me estaba grabando. Y agregué–: Yo tengo un peo muy grande dentro de mí mismo. Quiero que me entiendas eso.

–Bueno, pero eso me lo dices ahora…–interrumpió como si mis argumentos los hubiese lanzado a la mierda.

–No, te lo dije desde la primera vez que hablamos – le recordé.

–Pero tú me llamaste…

–Bueno, ahora yo no recuerdo quién llamo a quién –contesté haciéndome el tonto–. La idea es tranquilidad, paz, conciencia, amor… Yo quiero paz, entiéndeme. Tengo un bebé… Pienso mucho en él y eso me está atormentando…

–A ti te dio el síndrome del carayeyo (dependencia del bebé).

–No, a mí no me dio ningún síndrome. Yo lo adoro… Es mí hijo querido… Yo lo amo, así como amo a Carolina. Es mi esposa. Entonces quiero paz, ¿entiendes?… ¿Cómo decírtelo?... Nadie se burla de nadie. No me he burlado de ti… Ni tú de mí…

–Bueno, si amas a Carolina, ¿por qué no la buscas? –precisó punzante.

–Estoy pasando por una situación muy difícil, Maura. Una muy precaria y difícil situación… Además de los sentimientos hay muchas otras cosas, pero la que más me afecta es la sentimental… ¿Entiendes lo qué quiero decirte?

– ¡No!... No te entiendo. Lo que pasa es que volviste a utilizarme y a burlarte de mí.

–Bueno, ¡por favor! –repliqué.

– ¡Chao, Leonardo! –y enseguida el inconfundible sonido del click que indicaba que había colgado.



Enseguida volvió el apacible silencio y la paz reconquistada. La consideré una victoria. Haber salido de ella provocó una sensación de alivio en todo mi ser… ¿Habré salido en realidad?... El tiempo y el espacio, que todo lo saben y ven, dirán la verdad… ¿O me sorprenderán con una mentira?

La frase “porqué no la buscas” retumbó en mi cerebro toda la noche y no me dejó conciliar el sueño.

¡Claro qué la busqué! ¿Cuántas veces no traté de aproximarme a ella vía telefónica y recibía rechazos, burlas y humillaciones por quienes tomaban el auricular? ¿Cuántos click punzantes no rebotaron en mi cerebro? ¿Y los paraguazos? ¿No me prohibió que entrase al estacionamiento?... Entonces, ¿qué debo hacer? ¿Cómo acercármele si siquiera quiere hacerlo por teléfono?

Con tantas interrogantes en la mente y los ojos pegados de la bóveda azul de la cabaña, recorrí el cuerpo de Carolina, nuestro perfecto acoplamiento, el mejor y el único de todas las mujeres que han pasado por mi vida, y se ocurrió hacer lo que los fantasmas de mi soledad están todavía criticándome: ¡autocomplacerme!... Al fin pude dormir tranquilo.





24 de septiembre.



Un día gris y lleno de tormentas casi continúas en La Montaña de los Desesperados.

Pasé parte de la mañana arreglando y ordenando enseres y lavando unas franelas que tengo secando cerca de mí, en un gancho de ropa asido al tablón de la despensa.

Luego de lavar me eché sobre la cama y me puse a pensar y recordar varios sueños continuos y reiterativos que tuve poco antes de despertar. Por cierto, hoy me levanté de la cama súper animado y gozoso, estado que se disipó rápidamente después de las llamadas que hice en la tarde. Una fue a Rosalía, la cual duró más de diez minutos, y la otra a casa, de siete. Ambas opacaron por completo mi gozo interior.

Mis sueños… No en balde afirman que los sueños, sueños son.

En el primero me vi en la parte de afuera de un cobertizo asomándome por una de sus ventanas, la cual, en realidad, era la mía, la de mi cascarita, pero con detalles diferentes. Estando asomado dirigí la mirada al frente y vi una pequeña e improvisada biblioteca de madera con libros amontonados en el centro y sobre un, el resquicio, en el lado de arriba, una gran serpiente asomaba parte de su cabeza y cuerpo. Corrí hacia adentro, hacia un rincón lleno de paja parecido, pero nada igual, al sitio donde yo guardo el machete y estiré la mano para empuñarlo. La puerta semiabierta del cobertizo dejaba colar un brillante rayo de luz que alumbraba el escondite. Cuando metí la mano, otras dos culebras, bien muertas y en estado de descomposición, rozaron mi mano y cayeron al piso. Saqué el machete, que estaba muy oxidado por tener mucho tiempo guardado sin uso en el mismo, lo aferré en mi mano izquierda y en la oscuridad, únicamente alumbrado por hilillo de luz, fui en búsqueda del reptil. Al estar frente a frente a la monstruosa figura le di un preciso machetazo en la cabeza. Creyéndola muerta, encendí la luz. No era ningún ser vivo sino la efigie de una enorme serpiente verde tallada en madera. En mi furiosa arremetida sólo desconché parte de atrás de su cráneo. De pronto presentí sombras amenazantes tras de mí y volteé alerta, con el machete en guardia. Era la silueta de otro reptil, pero estaba disecado y empotrado a manera de decoración cerca de un estante. Luego vi otro y después otros y otros más… Mucho más, pero todos estaban embalsamados.

De ese sueño salté inmediatamente a otro.

Una voz me indicó que Carolina quería hablar conmigo. Mi rostro se iluminó de felicidad. La voz señaló a qué lugar debía dirigirme y allá fui. Era un edificio blanco, de mármol, parecido a la Torre de Pisa, pero no era tal. Entré y de repente me veo en una inmensa sala vacía, cuyas paredes eran de marfil, sentado en un sofá que estaba a un paso de otro sofá, ambos de estilos y colores diferentes. El mío estaba tapizado con una tela verde opaca con dibujos de pequeñas florcillas blancas y el otro, donde estaba sentada Carolina, marfil. Amos estábamos frente a frente. Ella vestía un traje largo, floreado, y blue jean y franela. Ella mi miraba con sus ojos lánguidos pero plenos de paz. Yo, frente a ella, absorto. Y ella habló. Dijo. “Rina nos invitó a la India”. Y yo le pregunté: “¿Quieres qué te acompañe?”. Y decidida, abriendo sus pequeños ojos y avivando una llama de amor en ellos, contestó: “¡Claro!”. Al escuchar su respuesta, la cual era sinónimo de perdón, delicadamente me arrodillé ante ella y comencé a besarla en su regazo con devoción celestial. Luego las mejillas, después los párpados, que mantenía cerrados mientras lo hacía. Mi gozo era tal que desperté sonreído y feliz. Pero al abrir los ojos, en un soplo todo se esfumó.

Tuve otros dos sueños. En la mañana los tenía frescos en la memoria, pero ahora, son las 4:30 p.m., se difuminaron en la montaña. No eran trascendentes para mi desespero, es lo único que puedo recordar. Y menos ahora, que acabo de empinarme un cuarto de litro de ginebra después que pasé tres días sin tomar un sólo sorbo… Y todo por la bendita llamada que hice… Coño, ¿es qué moriré de estúpido? Estoy muy, pero muy disgustado conmigo mismo. Si es así… No se rían de mí, fantasmas de mi tormento.

Confortaría mucho mi dolor y penas si algún día alguien, aunque fuese una sola persona, sacara provecho de mi tormento, de mi desespero después que me haya ido. Después que muera, si es que muero… De amor nadie muere afirman mis fantasmas... Eso es mierda. ¡He visto muchos morir de amor!… He sabido de cientos de casos durante mi ejercicio periodístico… De muchos que han muerto, en las formas más despiadadas, espantosas e inhumanas, sin contar entre estas el suicidio, de puro y verdadero amor… ¿Enfermizo?... ¿Patológico?... Quizás, pero amor al fin y al cabo.

Eso no importa. Sea como sea me tiene sin cuidado como se muere, de todas formas, llegado el día, todos tendremos que morir. Lo importante es morir en paz y si podemos dejar una huella de nuestro paso por la vida, mejor… Aunque nadie te lo aplauda… No estamos en esta vida para buscar aplausos. Aunque seamos marionetas, personajes de esta larga y a veces corta tragicomedia que es la vida, al concluir esta obra terrena, esta mis in scène de Dios, el Todopoderoso, quizás los ángeles nos aplaudan allá arriba o quizás los demonios nos chiflen y lancen tomates cuando lleguemos al tabernáculo del infierno. Esa será nuestra única y verdadera recompensa o condena de vida.

Eso no importa (repito esta frasecita porqué me da la perra gana). Ahora lo importante y lo único que le pido a Dios es que nunca, más nadie, pase por lo que estoy pasando… ¡Esto es demencia total!... ¿Cómo la mía? No, qué va, yo no estoy loco, sino desesperado y atormentado, que no es lo mismo ni se escribe igual. A todos, a todos los desesperados del mundo, si alguna vez este largo relato de sufrimiento y desazón llegase a aparecer en público, dedico con mucho amor y humildad este Diario. Espero que les sirva de algo, que los haga reflexionar, que les salve la vida y comiencen un nuevo reto y camino hacia el amor, lo único sublime y verdadero… ¡El amor todo lo puede!

Pero, ¡al carajo con todo esto! Seguiré garabateando el Diario con cosas más útiles… ¿A quién?…. ¡No sé!

La primera llamada, la de los diez minutos y pico, la cual sé que duró tanto porque fue cronometrada por el contador de tiempo del celular, que deberé pagar yo y no tengo dinero, se la hice a la celestina de Rosalía… ¿Quién me manda a ser tan huevón?

Más que todo la hice para atar cabos. Saber o percibir a través del tenor de la conversación, si Maura había soltado la lengua. Y, por otro lado, tener alguna pista sobre la actual vida de Carolina. No cumplí, después de diez minutos y pico de conversación, con ninguno de los dos cometidos. Me siento imbécilmente defraudado. Lo único que saqué fue un regaño, ya que Rosalía me dijo -¡y lo creo!-, que la fisura entre Carolina y yo comenzó cuando borracho y celoso le negué la paternidad de Dorian. Fue un desvarío total en aquel momento, pero yo no lo tomé de la misma forma como lo absorbió ella. Para mi había sido una estupidez más, una locura de borracho, que se olvidaría al día siguiente, al pasar la mona. Y así fue para mí, pero no para ella, que interpretó el mensaje en toda su cruel maldición. Cualquier otra mujer hubiese juzgado mis palabras como un disparate de borracho celoso, pero no para la introvertida y elucubrante mente de Carolina. Eso la marcó interiormente, pero calló. Siquiera tenía la más mínima idea de que lo que dije la hubiese afectado tanto. Además, eso sucedió cuando Dorian tenía apenas poco de meses de nacido o qué sé yo. No recuerdo bien cuántos. No sabía que nunca me había lo perdonado. Me arrepiento ahora, tan como me arrepentí en aquel momento, y la perdono a ella por creer en esa idiotez salida de mi borracha boca. Además, ¿cómo iba a saber yo qué ese fue el principio del fin si durante toda nuestra vida en común nunca más se volvió a hablar del asunto? No obstante, su corazón me había marcado.

¡Claro qué es mi hijo, coño!... Es igualito a mí y, aunque no se pareciese tanto, es mi hijo y punto. Nadie más lo hubiese podido concebir de la forma como lo concebimos porque no nos separábamos durante casi todas las veinticuatro horas del día y nuestro amor no era tan sólo de cama, sino repleto del más puro y noble sentimiento… Era algo divino y únicamente Dios nos pudo dar ese regalo del cielo… ¡A nosotros, a nadie más!

Cuando una persona está borracha dice millones de sandeces por segundo y no por ello así piense o lo que diga entre los vapores etílicos sea la verdad absoluta, irrebatible.

La otra cosa que me recriminó Rosalía fue que no supe valorar la entrega y desprendimiento de Carolina, porque ella, cuando comenzó nuestra relación y vivíamos juntos como amantes, fue parcialmente execrada del núcleo familiar… Eso lo pongo en duda porque no fue así. Sus hermanas y su madrastra nos visitaban. Luego nosotros comenzamos a frecuentarlos a ellos. Lo que pasa es que yo le gustaba a Rosalía (no ella mí) y la execrada del núcleo familiar de Carolina, al que siempre frecuentaba, fue ella y nadie más. Ya no la invitaron más a ninguna de las fiestas, almuerzos y reuniones que se hacían en casa de los padres de Carolina. Y ahora que lo pienso, aunque sea tarde, sé porque extraña circunstancias fue: Carolina estaba celosa de nuestra amistad y temía que Rosalía se fuese de boca y dijese alguna imprudencia de su vida pasada y otros novios que tuvo antes de conocerme… Pero, ¿en qué estoy cayendo? ¿Dónde estoy llevando este Diario?... ¿A chismes de comadronas baratas?... ¡Qué basura! Día tras día voy cayendo más bajo. Tanto en mis instintos como en mi resentimiento de desesperado.

Dejo este chismorreo hasta aquí por nauseabundo y voy con la segunda llamada, la que me dio en la mera madre.

Volví a tropezar con la misma piedra. Pese a que me había prometido unas cien veces no volver a llamar a casa, debido al asuntito ese de “porqué no la buscas” que Maura dejó sembrado en mi cerebro, llamé. Me atendió Elsa. Me dijo que Carolina junto al bebé, su hermana Sandra, que llegó de Italia, y su pequeña hija Vosella, habían ido de paseo y shooping a un centro comercial.

Lo que me afectó e intranquilizó mucho fue la verborrea, que me fue soltando Elsa tras escuchar mis interrogantes. Entres las cosas que me dijo fue que la señora (o sea Carolina) se la pasaba de aquí y allá, entre ágapes familiares, cenas, almuerzo y cumpleaños. El sábado, o sea ayer, le dio en casa un desayuno y almuerzo a toda su familia. Que estaba tranquila, normal y que por lo que habla con su hermana Angelice por teléfono, lo de la separación sigue su curso normal en manos de los abogados. Que quitó de la sala todos los cuadros míos, lo cuales yo con amor le había regalado. Había remodelado y cambiado el color de nuestra habitación nupcial y que ya no quedan vestigios, excepto Dorian, por supuesto, porque no lo puede desaparecer, de mi presencia en la casa. Que en esa casa no había quedado nada que le trajese mi recuerdo a la memoria.

¡Coño, y después de tanto que la amé!... Que hacíamos el amor casi todo los días. ¿Eso se olvida? ¿Eso lo puede borrar o esconder? ¿Y dónde queda la memoria, el recuerdo de las horas, los días, los años de amor y placer? ¿Puede esconder mi cuerpo de su memoria?... ¿Puede borrar las delicias del éxtasis, la embriaguez de nuestros orgasmos simultáneos?





25 de septiembre.



Hasta la tristeza se burla de mí. La paz y el gozo interior con el que desperté ayer y que se convirtió en tormenta con el pasar de las horas, en la noche entraron en caos martirizante.

Dejé de escribir y me refugié en la cabaña de Antonello con un vaso de ginebra en la mano (ya no la pequeña tacita) lleno hasta el borde, que me serví de una botella que a las seis de la tarde el mismo me acompañó a comprar en uno de esos recovecos de la carretera que van hacia una zona llamada La Unión, los cuales él conoce muy bien. Como no tenía dinero, le pagué una botella pequeña de ron, en agradecimiento a su favor de acompañarme e indicarme el sitio donde los días domingos, pese la prohibición de venta de licores en todo el país, expendían alcohol libremente y sin muchos cuidados o reserva.

En el trayecto hablamos de lo sagrado y obsceno de la vida. De Dios, quien nos hizo a su imagen y semejanza y, no obstante, los seres humanos somos tan imperfectos. Le dije que yo tenía una teoría en ese sentido: Que no somos perfectos porque Dios todavía no ha concluido su obra. Que todavía nos está moldeando y que quizás dentro de unos cuantos miles de de millones de años más, nos ponga su rúbrica, no de un martillazo tal como hizo Miguel Ángel con el Moisés, y tampoco nos dirá “¡y ahora habla!”, sino “¡y ahora ámense los unos a los otros!”. Le expliqué que calculado en relación con el tiempo cósmico el ser humano apenas vive fracciones de segundos (¡y se enrolla tanto, coño!) y que Dios necesita más tiempo para crear su obra maestra y… ¡perfecta! O sea, que nosotros todavía no hemos entrado en el molde de fundición. Apenas somos un boceto.

Al regresar seguimos conversando. Estábamos los dos solos en la cabaña. Luna había ido a casa de su madre y no tardaría en llegar. Mientras charlábamos y bebíamos, Antonello metió la mano debajo del sofá-cama y sacó un paquete de hierba y de la forma más normal del mundo comenzó a preparar un pucho de marihuana. En mi rabia y dolor interior, no demostré sorpresa alguna. Terminada la faena comenzó a fumárselo. Mientras tanto yo escupía por la boca todo mi tormento y dolor. Al rato llegó Luna con su madre, quien la había venido a acompañar. Se fue enseguida, aunque yo seductoramente la invité a que nos acompañase. Ella, una rubia oxigenada de unos cuarenta y cinco años de edad, es una mujer de ciertos y atrayentes encantos. Se quedó muy poco, ni diez minutos, con nosotros. Partió aduciendo que su esposo, el vasco cascarrabias, se molestaría si se demoraba en regresar, pero esa no era la verdadera razón.

Al irse, Luna manifestó que su madre quedó impactada con tanto olor a marihuana dentro de la cabaña. No obstante le pidió a Antonello que le preparase uno. Yo no noté la pestilencia. Estaba medio “entonado” y como nunca he fumado hierba el olor lo confundía con el de los cigarrillos.

Antonello cumplió la orden de Luna. Hizo el pucho, lo encendió, se lo pasó y enseguida comenzó a prepararse otro para el. No sé cuántos se fumaron anoche. A ratos yo salía de su cabaña hacia la mía para rellenar el vaso con ginebra. En una de esas idas y venidas tomé el celular. Sería algo así como las diez de la noche y estaba bastante bebido, pero no borracho, y marqué el número de casa. Sabía que a esa hora ya estarían todos dormidos. Hice en total cuatro llamadas, ya que el tiempo de dejar el menaje hablado concluía, pero yo no había terminado de decirlo todo. Recuerdo que le dejé grabadas palabras de amor. Que la quería mucho, más a que a mi propia vida, tanto a ella como a Dorian. Que nuestro acoplamiento era el mejor que había tenido en toda mi vida y que la vez que le dije que con todas lo hacía igual, era mentira. Que lo había dicho por vanidad. Utilicé la palabra “acoplamiento” y no hacer el amor u otra palabra altisonante, porque en la tarde Elsa me notificó que Carolina había encargado a Pablito que chequeara todos los mensajes. Esa revelación la recibí como una puñalada, aunque anoche (estoy escribiendo hoy lo de ayer, como normalmente lo he venido haciendo a lo largo de todo este Diario) tuve la ilusión de que ella escuchara el beodo mensaje de amor que le dejé.

Seguí con Antonello y Luna media hora más. Ellos seguían encendiendo pucho tras pucho de marihuana y bebiendo ron. Yo ya había desahogado mi dolor con mis amigos, quienes ya alucinaban. Opté por despedirme y regresar a mi cabaña.

En fin, mi día concluyó con otra imbecilidad. Una metida de pata tras otra. Quería morirme, pero sólo logré una soberana borrachera. Entre el humo de la marihuana y la pésima ginebra, aún de peor calidad de la que siempre tomo porque no había otra, pasé todo el santo día siguiente en estado semicatatónico.

Son las 12:00 p.m. desde que desperté esta mañana hasta ahora, he ingerido nueve gramos de lexos. No tengo pizca de sueño, pero tampoco ganas de garabatear este Diario. Las pocas palabras que logré hilvanar, comencé a dejarlas descorrer a través de la punta del bolígrafo apenas hace media hora.

No sé cuándo termine este largo pesar de palabras, pero, de algún modo, deberá terminar… Se lo dejó al amor. ¡Qué el amor escriba la última palabra!

Ahora, me agobia la tristeza. Me echaré en la cama. Trataré de interpretar el ruido del silencio de mi alma desesperada.





28 de septiembre.



Soy inmune a la reflexión. Presiento… Sé que soy una mierda y, a pesar de que me lo creo sin la menor pizca de duda, no hago nada para cambiar. Soy un ser estático en la mierda. No hay luz… ¡No!, si la hay. La veo. Me ilumina, pero la obvio. Me creo el Todopoderoso… Pero de la mierda, porque esa ha sido mi vida, ¡una mierda! No soy ningún muchachito sin experiencia, pero, no obstante, actúo como tal. Evito, adrede, aunque concibo que todas las fallas estén dentro de mí, una reconsideración interior. Un acto de contrición. Una limpieza del alma. Tengo la escoba en la mano y no sé qué hacer con ella. Tampoco me interesa hacer nada con ella aunque sepa y, de hecho, lo sé. Soy, en definitiva, una mierda egoísta que únicamente le interesa revolver y repartir su mierda a su antojo. A su propio arbitrio, pese a que esa mierda me esté matando. ¿Suicidio? ¡No, qué va!... La mierda no se suicida. Me amo muchísimo a mí mismo para cometer tal locura. Aunque, solapadamente, engañando, mintiéndole a mi propia alma, lo hago. Y lo hago por mi conveniente egoísmo. Soy tan egoísta que siquiera le doy cabida a la adversidad para que ella haga su trabajo sucio. Yo, y sólo yo, a mí manera, a mi estúpida manera, tengo que acabar conmigo, con mi dolor y sufrimiento. No permito que nadie, ni mi mente, trampeen mi propia muerte. Me creo tan autosuficiente, tan perfecto, que siquiera mi mente podrá domeñar mi autodestrucción.

Estoy llorando… ¡Al fin, coño! Mientras escribo estas palabras, que son las mías, y de nadie más, lloro. Lloro como un niño y eso me hace sentir bien. Libera un peso, una culpa inexistente, pero una culpa que como un fantasma vagaba por mi cerebro sin darme descanso o paz. No es que ahora la tenga, pero alivia la pesada carga de mi egoísmo, de mis continuas estupideces. Mis lágrimas, las que ahora corren por mis mejillas y silenciosas se estrellan sobre el papel donde garabateo el Diario, son únicas, porque brotan de mi propio egoísmo, que no tiene parangón con ningún otro porque no hay ser más despreciable en mi tormento y desesperación que yo mismo. Toda la mierda del mundo me la eché sobre los hombros. Se la robé, despojé a otros seres para que fuese mía, solamente mía. ¿Qué clase de ser soy, Dios mío? ¿A qué inmunda bestia creaste? ¿Por qué pulula toda maldad e incomprensión en mi alma?... Coño, Dios, ¿cuál coño es mí prueba? ¿Sí…? Repíteme… Fe, esperanza y amor. ¿Fe en ti?... La tengo. Creo que es lo único puro que tengo. Lo único que me queda sin un ápice de egoísmo, pero con cierto y manipulador interés. Después debo tener esperanza… ¿Eso me pides?… ¿Esperanza en qué o de qué?... ¿De mi propia muerte? No creo, la he perdido. Hasta eso he perdido… Hasta la esperanza de tener una muerte rápida y digna he perdido, Dios… ¡Déjame llorar tranquilo y no me atormentes más!... Las mierdas, querido Dios, carecen de esperanza y yo soy eso. ¡Una mierdota!... ¿Amor? Cuál amor, Dios mío, si me tienes crucificado desde que nací. ¿El de los hijos?... Ya tampoco eso me importa un carajo porque ellos aman a su manera y yo a la mía, que es una digna, aunque reprochable y egoísta, manera de amar… Soy una mierda, Dios y no tengo remedio… Soy un caso perdido. Quiero que todo dance a mis pies y baile al ritmo que yo imponga de acuerdo a mi antojo y egoísmo y eso no es amor y tampoco saber compartir. Todo lo que esté fuera de esa órbita o se me oponga, es trivial, vacío. Sólo creo en mi propio egoísmo. Ni tu perorata bíblica hace mella en mí. Sólo la escucho sordamente, pero no tiene ningún valor para reconfortar mi alma desesperada. A veces tengo fe en tú divina misericordia, pero como no llega cuando y cómo yo la busco, la desecho. No tengo paciencia, únicamente tengo fe para desesperar. No quiero más tú tortura. ¿No es qué eres misericordiosamente bueno, incapaz de hacer el mal? Entonces, ¿cuál es tú contradicción, Señor y Dios de los Cielos? Aquí me tienes. Vuelto mierda y además llorando como un verdadero mojón de mierda… ¿Eres bueno y malo a la vez? ¿Qué doctrina es esa? ¡Explícame!... Ah, ya sé. Primero tengo que espiar mis pecados, mis culpas. Luego vendrá el perdón. Entonces, primero me vuelves mierda y después me perdonas… ¿Eso funciona así? ¡Coño, eres un verdadero torturador, un verdugo de almas desesperadas, y no un Dios!... No eres el Dios pleno de bondad, entendimiento y comprensión, ungido de amor divino que nos enseñan en el catecismo. Si me torturas eres tan malvado como yo. Y si eres malvado, presiento que eres diablo y Dios al mismo tiempo. Eres Satanás y Dios. ¿Ese es el gran misterio de tu doctrina? Esa es la revelación. ¿Qué eres las dos cosas al mismo tiempo?... Mi suerte está echada… Te la entrego a ti, Dios-Satanás. Verdugo y torturador almas. Mátame o reivindícame, porque yo no sé cómo hacerlo. Ya que eres divino, espero Tú palabra, una manifestación, para saber el camino a tomar. Yo, por mi mismo, no sé cuál es. Pero apúrate, porque no tengo el don de la paciencia. Sólo tengo el don de la desesperación. ¡No sean tan mierda conmigo! Sabes que a pesar de todos mis defectos soy un alma pura, aunque salpicada de la mierda del mundo. Dios, te lo suplico, tira por el retrete lo nauseabundo, lo fétido y hazme instrumento de ti, porque el diablo te está ganando la partida y también la batalla. Lo digo por esa mierda del ‘bien y el mal’, que nos enseñaste. ¿Recuerdas? Y Tú, Todopoderoso, no debes permitirlo. Si lo haces no eres tal, sino una fantasía, un truhán, un timador de la fe. ¡Vence tu diablo interior Dios y ayúdame ahora!... ¡Te lo suplico!

Son las 7:00 a.m. Anoche me acosté borracho y desperté igualmente borracho. De hecho, ahora me estoy bebiendo el poco de gin que quedó de las dos botellas que tomé ayer, las cuales destapé a las diez de la mañana (ayer).

Bebo como lo que soy, un desesperado. Ingiero lexos como un loco. ¿Acabará esto con mi vida o espero sentado los designios de Dios?

Ya no me quedan lágrimas… Las boté todas, pero comprendí que el gran secreto del sufrimiento es tener alma y yo ya no la tengo. ¡También la boté a la basura!

Ya no amo a nadie. Siquiera a mí mismo. Me desprecio. Únicamente pienso en el placer carnal. ¡Soy un animal! Y eso, eso no es amor. Es instinto primario y animal. En eso me he convertido. En animal destructivo y depredador debido a que me seduce la idea del mal hacia mis semejantes, no hacia mí.

¿Esa es tú benevolencia, Dios? ¿Por qué destruyes mi alma Dios-Satanás? ¿Cuáles son, en realidad, mis pecados -¡yo no lo sé!- para infringirme tanto dolor y sufrimiento?... ¡Coño de la madre, mátame de una vez y dame la paz del infierno! No puede ser peor que este y, si lo es, ya estoy curtido en el. Échale más mierda a la mierda, pero, por favor, ¡quítame la razón y la conciencia!

“Hombre de poca fe”, repites en mí mente. Quizás. Pero, ¿cómo coño voy a tener mucha fe si te has convertido en mi verdugo?

“Tienes que espiar tus culpas”, me dices. ¿Cuáles y tantas culpas tengo, por qué yo no las sé? ¡Culpable eres Tú, Dios, si es que tengo culpas, por sembrarlas en mi alma!

¿No soy tú hijo, hecho a tu imagen y semejanza? Entonces, tan culpable de mis culpas eres Tú tanto como yo por ponérmelas dentro.

Pero, pese a todo y no sé porqué carajo, te sigo amando, mi Dios. Sigues siendo mí guía y soporte a la vida. No obstante el desespero, mi fe en ti sigue inmaculada, incólume, pura, oh Todopoderoso. ¡Te amo, Dios! Eres mi líder y yo me aferro a ti, amado Creador. A ti entrego mí espíritu atormentado. ¡Gloria a ti, Señor de los Cielos!

Perdóname Dios mío por todas las blasfemias que escribí, pero esta mañana estaba atormentado, sin paz y aborreciendo hasta a mi sombra. Perdóname por todo, mí Dios, aunque creo que lo hiciste a propósito. Otra vez me pusiste a prueba. Tú mismo me pusiste a escribir todas esas idioteces y ofensas para probar mi fe. Querías saber hasta dónde llegaba, hasta dónde podía llegar y de qué era capaz en mi tormento. Si mi desvarió no era sólo verbal sino también de acción. Probaste de qué estoy hecho y ahora sabes -¡siempre lo has sabido!- que te amo sobre todas las cosas. Gracias por someterme a esa prueba, porque ahora mi fe esta más consolidada, más fuerte que esta mañana, más limpia y nítida. ¡Siempre crecerá! Mi fe siempre crecerá ¡Te amo oh, Señor! Eres mi luz y mi gloria. No volveré a desviar el camino… ¡Lo juro!

Ahora son las 9:07 de la noche. Mi espíritu está tranquilo. Regresó la cordura a mi alma, aunque no mis ganas de escribir con el mismo ímpetu que antes.

Estaba, antes de comenzar estas líneas, postrado en la cama, leyendo la Biblia. Estaba leyendo a Mateo. De allí salté a los proverbio de Salomón, hijo de David, rey de Israel. En su capítulo tres, versículos once y doce, encontré la respuesta mi tormento cuando leí: No menosprecies, hijo mío, el castigo de Dios, ni te fatigues de su corrección, porque Dios al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere.





29 de septiembre.



Tenía dos días atrapado en una desesperación sin final. Sigo igual, pero mi tormento y sufrimiento fue milagrosamente atenuado durante una hora o menos.

Estuve toda la mañana y parte de la tarde como alma en pena. Salía y entraba de la cabaña sin saber, en realidad, qué hacer o buscar. ¿Cuándo terminará esta angustia atormentante que me apuñala día y noche?

Duermo poco. Sólo logro conciliar el sueño con un cubo de gin y lexos. No hay en mí alma únicamente sufrimiento y dolor. Hay algo más, que va más allá del dolor.

Ayer “hablé” largo con Dorian. Esta mañana también.

La soledad de La Montaña de los Desesperados hoy es insoportable. Siquiera un pájaro canta. Siquiera una nube deja caer su estrepitoso llanto. Sólo escucho el latir de mi corazón y la ahogada respiración de mi tormento.

Mi rutina se repite casi al carbón. Un día igual al otro. El mismo desespero. La misma angustia.

Tomé en mis manos la pequeña Biblia, me eché sobre la cama y me puse a hurgar entre sus páginas. De pronto una chispa divina iluminó la oscuridad de mi mente. “Iré en busca de Dorian y Carolina”. Y como dirigido por un ángel que se conmovió de mi sufrimiento, fui hacia el auto y enrumbé decidido, sin miedo, hacia al Club Galo.

Después de pasar con el auto el puesto de control de socios, avancé por la vereda que conduce hacia la casa-club, que queda en la cima de una colinita, y de pronto frente a mí veo la reluciente e inconfundible camioneta de Carolina. Estaba aparcada frente a las canchas de tenis. Parecía decirme: “Carolina está allí. Anda y búscala”. Subí hasta el primer grupo de estacionamientos y en el primer lugar que encontré vacío dejé el auto. Temeroso, sin saber con qué me iba a topar y amparado por los árboles comencé husmear desde lo alto a ver si los veía, tanto a ella como a Dorian, en algunas de las canchas, pero nada. Empecé el descenso siempre atisbando entre los arbustos. ¡Nada! Mucha gente, pero ningunos eran ellos. Pisando la entrada hacia las canchas volví a panear con la vista todo lo que podía ver del lugar y nada otra vez. Entonces, con paso decidido penetré en las instalaciones. Pasé por la primera, después por la segunda de las canchas y nada. Sigo caminando y casi al llegar a la última veo un cabello rubio reclinado sobre un bolso como en búsqueda algo en su interior. “¡Carolina!”, me dije, pero no estaba seguro. Proseguí y pronto llegué frente de ella. Ya no estaba reclinada, sino con la espalda volteada, dándole una compota de guayaba a Dorian. No se percató que yo estaba ahí, parado frente a ella.

–Perdóname, pero no lo pude evitar –dije suplicante–. Necesitaba ver a Dorian. Toda la noche soñé con él y hace poco, echado en la cama, volví a pensar en él y algo me guió hasta aquí.

–Está bien, aquí está. ¡Míralo! –expresó resignada, evadiendo verme en la cara.

Fueron los momentos, casi una hora, más felices de estos últimos dos meses. Lo abracé, lo estreché contra mi cuerpo. Paseamos. Jugamos con las llaves de mi auto, las cuales aferró curioso entre sus manitas, como si se tratase de un juguete. Se llevaba el control automático de la alarma al oído y decía: “¡Aló!... ¡Aló!”, como si fuese un teléfono. Lo vi, por primera vez, corretear en su diminuta pequeñez con tanta gracia que me conmovía y alegraba. Al pasar cerca de un bolso que alguna mamá había dejado sobre las gradas, al darse cuenta que por su abertura colgaba un llavero con una pequeña pelotita de tenis en su extremo inferior, le llamó mucho la atención. Fue hacia allá y lo asió fuertemente. Lo quería para él. Le pregunté a una señora que estaba cerca del bolso dónde los vendían y ella muy amable contestó que posiblemente en la tienda del cafetín. Me iba a dirigir hacia allá con el niño, pero Carolina no me dejó.

Mientras me alejaba para buscarle el llavero, qué emoción me dio escucharlo lloroso y molesto diciendo “¡Papi!... Papi”, mientras Carolina lo sujetaba fuertemente entre sus brazos para contener su huída hacia mi.

Regresé enseguida con el llavero con bola de tenis (¡Gracias a Dios que lo conseguí!) y Dorian se alegró muchísimo. Seguimos correteando y jugando hasta que Pablito terminara su clase de tenis. Por eso ellos estaban ahí.

En un momento tomé la mano de Carolina y le pedí pausadamente que perdonara todos mis errores, que la amaba mucho, además de otras caricias para su alma y la mía. Pero su respuesta fue implacable: “¡Ya es tarde!”.

Me dijo muchas otras cosas que por la emoción de volverlos a ver, no recuerdo. Todas ellas fueron recriminaciones. Yo la dejé que se desahogara, sólo interrumpiéndola de vez en cuando con un “pero yo te amo”, “Te amo más que a mí vida”.

Terminó la clase y Pablito llegó donde estábamos con cara de pocos amigos. Serio, irritado, pero calmo. Lo saludé con cariño, pero su evidente disgusto, la rabia que le causó verme al lado de su madre, quien también sufre por causa mía, impidió que contestase el saludo.

Carolina recogió su bolso y las cosas del niño y llevando yo a Dorian en brazos fuimos hacia su camioneta. Al llegar, ya lejos de miradas curiosas, virtualmente me arrebató al niño de las manos y se dispuso a acomodarlo en su sillita en el asiento trasero. Mientras lo hacía me volvió a llenar de recriminaciones, esta vez con rabia. Me llamó mentiroso y que ya no me creía nada. También me echó en cara lo de las supuesta llamada anónima, la cual negué rotundamente manifestándole que yo había recibido dos y que por ello estuve postrado en cama una semana. (¡Mentira! Por eso es que tengo la nariz larga). Me reprochó y reprochó en un par de minutos todo lo que su rabia le hacía recordar. Yo por respuesta sólo atinaba a decirle que me estaba muriendo, que sufría mucho. Su respuesta no se hacía esperar: “Eso a mí no me importa”.

Carolina estaba ataviada con un top y mono negro de gimnasia y zapatos de spinning. Arriba del top se había puesto un blusón azul celeste con rosas con toques de amarillo pastel. Era evidente que al terminar Pablito su clase de tenis ella iría al gimnasio. Cosa que no pudo hacer debido a mi presencia. Al irse arrancó la camioneta con furia, como para perderse de mi lado y estacionarse más arriba, cerca del gimnasio, precisamente donde, a la vista, estaba mi auto. Su intención era dejar la camioneta allí y entrar a clases de spinning. No obstante no pudo hacerlo, porque sabía que yo iba hacia allá y no quería volverse a topar conmigo. Mientras iba caminado en dirección al estacionamiento, la vi retrocediendo con enojo y perderse del lugar. No sé si al tiempo regresó y cumplió con su clase o del disgusto se fue directo a casa, tal como lo hice yo.

Camino a la montaña sabía que aún me amaba con locura, pero su orgullo era más fuerte y su perdón está perdido en las redes de su rabia.

Mis dudas y mis celos, sumados a su personalidad misteriosa y reservada, acabaron con este amor. Me sentí vil en dudar de ella. Fue un error imperdonable de mi loca impulsividad. Mi arrepentimiento es real. No sé si ella me conceda su perdón y misericordia y podamos juntos reinventar -olvidando el pasado- nuestro amor único y tormentosamente apasionado. Sería la gloria, tanto para nosotros como para el pequeño Dorian.

De otra forma, estaríamos sombríos como la muerte. Detenidos en el tiempo. Con espacio sólo para el sufrimiento y el recuerdo. Seríamos tenues sombras, cual libélulas perdidas, pero sin sentimientos. Pasto de la soledad y la oscuridad. Corazones sin norte. Almas extraviadas que vagarían hacia el Apocalipsis del amor.

Los días siguieron, las semanas también, hasta cumplir el quinto mes en La Montaña de los Desperados. Muchas cosas ocurrieron. Otras dejaron de ocurrir, pero dejo a la imaginación del lector tres posibles finales. Escojan el que más les satisfaga, de todas formas yo ya no estaré aquí, garabateando este Diario.



PRIMER FINAL: Leonardo al fin se reconcilia con Carolina y viven una segunda luna de miel. A partir de ese día la familia aumenta, ya que sale nuevamente embarazada y colorín colorado, este cuento se ha terminado. Pasó por un zapatito roto y el próximo milenio les contaré otros.



SEGUNDO FINAL: Leonardo sucumbe a los placeres de la carne y a los encantos de Maura y ambos preparan una extravagante y concurrida boda campestre en La Montaña de los Desperados. Y así, fueron felices cual perdices, hasta que Leonardo muere de un paro cardíaco de tanto hacer el amor con la insaciable Maura.



TERCER FINAL Y ÚLTIMO: Deprimido y derrotado Leonardo, llevado de las manos de Antonello, se convierte, en además de alcohólico, en un adicto a las drogas. Y viviendo en esa condición se semialucinación ambos se enamoran. Luna no soporta la situación y se suicida con una sobredosis, momento que aprovechan ambos hombres para declarar abiertamente en La Montaña de los Desesperados su apasionado Love Story al entonar la canción somos hombres somos rosos, somos lindos mariposos… ¡Ay, so!.. ¡Ay, so!... ¡La burra se cagó!...







FIN FINAL

(¡De verdad, verdad!)





POSDATA FINAL: Al final de cuentas todos somos prisioneros de algo. Yo de mi desespero. Otros, quizás, de la vida misma. Pero lo importante es seguir viviendo, seguir amando y, sobre todo, seguir alimentando nuestra fe, amor y esperanza, que es, al fin y al cabo, lo único que nos mantiene vivos.