Cuando regresé a la montaña ya eran las cinco y algo de la madrugada de hoy sábado. Me refugié en la cascarita y enseguida me puse a elucubrar, pero un coro de impertinentes gallos no me dejaba pensar en paz ni en silencio. Sorbí el poco de gin que todavía le quedaba al vaso que dejé sobre la repisa, me chupé un cigarrillo y con los pocos que quedaban en la cajetilla fui hacia la parte trasera de la cabaña y me quedé observando el despuntar del nuevo día que se colaba entre los árboles. ¡Qué espectáculo más hermoso!... ¡Qué amanecer tan celestial!
“Lo describiré ahora. Mañana olvidaré toda esa alucinante fantasía”, pensé mientras lo veía. Tomé papel y pluma y, como pude, ya que la borrachera volvió a tomar cuerpo, anoté lo siguiente en la hoja que estoy releyendo y transcribiendo ahora. “Al principio todo es bruma. El color negro, la muerte que cabalga sobre sus corceles de furia, es el rey del firmamento. No se conmueve con nada, apenas deja ver una débil silueta de la Cordillera de la Costa. La más distante. Todo está dormido en el cielo y la lontananza. Hasta los sueños duermen. Pero, poco a poco, la vida, la primavera del nuevo día comienza a murmurar en la lejanía y paleta en mano El Creador esboza un boceto al carboncillo. Líneas tenues, otras difuminadas al azar, danzan al movimiento creador de sus manos. Ha comenzando la sinfonía silente del amanecer. El Dios del universo trabaja apasionado, con armonía y subyugante precisión. Pronto, lo que apenas era una mancha en el cielo se convierte en la montaña más lejana, pero no es color verde selva sino de un gris triste y melancólico. Todavía sueña y, en medio de bostezos, empieza, majestuosa, a erguirse escoltada en su cima por cuatro danzarinas nubes pinceladas al desdén de un alegre gris. Las laderas, las pequeñas doncellas que con su encanto visten a la montaña, comienzan a juguetear a las escondidas y sólo dejan asomar sus ondulantes y moteadas curvas. Poco a poco todo va tomando cuerpo y presencia. Parecía que el hada de la primavera había roto las cadenas de la noche y escapaba hacia la libertad del nuevo día. Corría, corría, en busca de la verdad que le habían ocultado tras un paño de seda negra pero aún estaba lejana. Entretanto, tres estrellas, que reunidas una al lado de la otra forman un celestial triángulo titilante, brillaban sobre mi cabeza. La de la punta superior emitía un destello divino. La miré varias veces invocando paz a mi atormentada alma. Luego le lancé, con todas las fuerzas de mi deshecha alma, un furtivo beso. No quería que las otras se encelaran por mi atrevimiento, por eso lo hice en forma clandestina. Mientras me deleitaba viéndola, hacia el este, el cielo comenzó a teñirse mansamente de color naranja aperlado. Se percibían sus esfuerzos por desembarazarse de la cobija de la noche. Más allá, en el fondo, en la lejanía más lejana, el horizonte nacía bajo un cortejo de bien formadas caravanas de ribetes rojos. Precedían el dorado carruaje del majestuoso astro rey que, aún somnoliento, se resistía a despertar al nuevo día. En un abrir y cerrar de ojos toda la inmensa bóveda del universo comenzó a tornarse en pálido celeste y de las tres estrellas que acompañaban mi soledad sólo queda una, la más titilante. Me despedí de ella en sollozo interior porque sabía que también pronto partiría. En un arrebato la montaña se tornó verde oscuro. Unas pinceladas más y aquel verde menos distante se convirtió en más claro y las sombras a sus costados comenzaron a darle volumen y belleza. Las pocas nubes, que como motas de algodón estaban cerca, a varios codos de las tres estrellas, iniciaron su huida al suspiro de la madre de los vientos. El sol aún no había asomado su reluciente calva. Pero hacia el este, todo lo que estaba alrededor de su reluciente lecho, empezó a sublimizarse en perfecta armonía. Era como si el duende de la inmensidad hubiese encendido la luz en la casa del sol, pero este se negaba a abrir sus ojos todavía. El escenario estaba impecablemente montando, sólo faltaba la presencia de su protagonista en escena. Pronto, del fondo del proscenio del universo, bajo luminosos reflectores y marquesinas multicolores, se anunció la salida del rey. En amoroso abrazo, la bruma se resistía despedirse en algunos recodos de la montaña. En soplos, el cielo, todo el inmenso cielo se teñía en azul seda claro y límpido, no así mí vida de desesperado, pero no importa. Aquí me quedo, tiritando de frío. Tratando de comprender el mágico encanto de la vida y los misterios del universo. Aprendiendo de su silencio. Aunque mi alma agonice, seguiré extasiado viendo el amanecer, el crecimiento, el parto del niño-día. En segundos todo cambia, así como cambian los pensamientos. Adivinando mis tristezas, con una sonrisa dibujada en sus labios el rey sol me muestra sus ojos. El cielo comienza a ser cielo como el cielo nuestro de cada día, con su color de fantasía y vida, y yo vuelvo a ser atormentado por mis desespero. No hay tregua. Ni paz, ni perdón, misericordia o felicidad. Pero no importa, hoy me deleito con las aves, esos seres de bellos plumajes, porque ya comenzaron su sublime concierto lleno de canciones de amor. Los sigo en su vuelo y los busco en la espesura. Traviesos, ellos juegan a las escondidas conmigo. Los buscó pero no los encuentro. Sólo escucho su música y en mi búsqueda el fulgurante sol punza mis cansados y enfermos ojos. El nuevo día brilla pleno de felicidad y estoy feliz por ello. Me alegra haber presenciado su renacer. Ahora lo dejaré solo, para que arrulle a la vida. Yo regresaré a la cabaña y trataré de dormir al canto de los armonios acordes de los pájaros”.
Fue lo escribí en la madrugada y acabo de transcribir ahora.
Siento ahogos en el alma. Gritos en la conciencia y desespero en mi paz. El alucinante tormento que me acompaña indica que debo concluir este Diario hoy. Que no tiene objeto que lo siga escribiendo.
MAÑANA:
No dice la verdad o la tergiversa a su antojo y eso, esa táctica malévola, es propia de Carolina, toda una artista en el camuflaje de la verdad. Tanto, que a veces la martiriza. A veces martiriza la verdad de tal forma que ella, siendo la victimaria, la que comete el delito, enseguida se convierte en víctima.
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