domingo, 21 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 1)


UNA LUZ EN LAS TINIEBLAS

  Son las tres y cuarenta y cinco de la tarde. Salto el día de ayer porque fue el más perturbador de mis cuarenta días en la montaña, los cuales cumplo hoy.
  Aunque me había prometido no volverlo a hacer, casi enseguida después de despertar mi estúpida paranoia me indujo a otro pequeño recorrido. Si hubiese sabido de antemano lo que iba a ocurrir, me habría quedado tranquilo, aunque desesperado, en la cabaña. Pero, para aderezo de mi tormento, no fue así.
  Debido a mi obsesión con el asunto del rústico, como a las diez y media enfilé el auto rumbo a casa de Rosalía. Estaba ahí, como siempre, sin signos de que alguien hubiese movido una sola de sus ruedas. En el camino de regreso una mortal vorágine de pensamientos negativos comenzaron a hacer ebullición en mi cerebro. ¿Quién será?… ¿Quién me la robó? ¿Quién es el ladrón de mi amor? Lo del rústico es pura fantasía, pero de todas formas debe haber otro, me decía. ¿Quién será? ¿Cómo es su cara?... ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica? ¿Será uno de los entrenadores de spinning? ¿Luis David?... ¡No!… Luis David no, ya mi intuición lo descartó. Pero de que hay otro, lo hay. Estoy tan seguro como de que algún día voy a morir. Pero, ¿quién coño de la madre será?... ¡Ah!, me indica un chispazo de cordura. Debe ser el médico. Un médico del ambulatorio de Bello Campo, centro asistencial cuyo número, junto a otros nueves, saqué y copié de las llamadas “entrantes” y “salientes” del celular de Carolina durante los últimos ocho o diez días que permanecí en casa.
  En ese entonces las cosas ya estaban malas y dormíamos en cuartos separados. En las noches, mientras ella estaba profunda, me levantaba a hurtadillas y con papel y lápiz en mano me ponía a espiar en su celular. Sólo conseguí nueve. Los fatídicos nueve números, de los cuales durante el día me imponía la tarea de averiguar, corroborar a quién o a quiénes pertenecían. Por supuesto que, a fin de no ponerme en evidencia, hacía las llamadas indagatorias desde teléfonos públicos, todos diferentes y, en muchos casos, fingía la voz, a fin de que si el número al que estaba llamando pertenecía a alguien que me conocía, éste no fuese a reconocerme. Todo un trabajo investigativo que sólo produjo estúpidos y tormentosos resultados.
  Aunque desde el momento en que se me ocurrió la “fabulosa” idea de hurgar en su celular seguí haciéndolo durante casi todas las noches que duré en la casa, excepto los primeros nueve números entrantes y los nueve saliente, no pude sacar ni uno más. Carolina es muy astuta. Creo que se dio cuenta y llamada que hacía o recibía, después de hablar las borraba. Eliminaba todo vestigio ellas. ¡Las quitaba de la memoria y archivo del teléfono!
  Que tuviese el número telefónico de un centro clínico popular me puso suspicaz. ¿Qué hacía con ese número? Y, lo peor, ella fue quien realizó esa llamada. Y no fue ninguna llamada equivocada porque duró muchos minutos. ¿Y qué hacía Carolina, toda una dama popof, acostumbrada a la atención de las mejores clínica de la ciudad, llamando a un ambulatorio popular dedicado a la atención de personas de bajos recursos?... ¿Por qué?... ¡Será su amante un joven médico que trabaja allí?
  Con esa idea fija en la mente y temblando de angustia me trasladé hacia allá. Pasé varias veces frente a la entrada principal del ambulatorio. Realmente no sabía qué estaba buscando O, mejor dicho, sí lo sabía: una pista. Una pista que me entrelazara con las llamadas y el supuesto médico amante de Carolina. Y esa pista me conduciría a otra. Verla a ella entrar al sitio o ubicar su camioneta estacionada en los alrededores.
  Mi mente parecía un volcán a punto de erupción. Me decía: “Hoy es viernes. Seguramente vendrá a buscarlo para salir a almorzar juntos, tal como lo hacía conmigo”. Y en el mismo espiral de sospechas, dudas y conjeturas seguía: “Pero, ¿a dónde irán? ¿A qué restaurante? En alguno de Las Mercedes, no. Descartado. Esa zona es frecuentada por muchos de mis amigos y se pondría al descubierto. Seguramente se irán a un sitio lejos de las miradas curiosas o de mis posibles amigos”.
  Carolina es experta en eso, en subterfugios. Cuando estábamos de amantes, a fin de que sus padres y familiares no se enterasen de lo nuestro, conseguía cada huequito, cada refugio, que yo, que conozco muy bien la ciudad y sus lugares de moda o ‘reservados’, siquiera imaginaba que existían. De pronto llegó a mi turbulenta mente una visión: “¡Tarzilandia! Ese restaurante es perfecto para amantes furtivos… ¡No!... Mucho mejor sería La cacerola, en El Placer, donde yo había husmeado en días pasados. Sí, ese es el lugar ideal”.

MAÑANA:                                                                     
  A veces, borrosamente veía sus manos mientras se deslizaban sobre la falda de Carolina, a la altura de las piernas. Ella, satisfecha, lo permitía. Eso me ponía a punto de un ataque de pánico.

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