lunes, 8 de noviembre de 2010

5 de septiembre (Parte 2).

  A partir de ese momento todo fue un flujo de venenosas interrogantes. “¿El rústico estará todavía en casa de Rosalía o se lo llevaron?”. Esa conexión, el regreso de Carolina y no verlo más en el estacionamiento, tal como lo había visto los días precedentes, camuflado debajo de una lona blanca, me hacía presumir lo peor y que mí primera deducción era la acertada, pero antes tenía que comprobar si todavía seguía en el lugar.

PAUSA RÁPIDA. Mudo, hasta casi el final de esta libreta, el recuerdito de Dorian y sus papelitos acompañantes.

  El camino se hizo interminable. Otro sorbo de gin, luego otro. Al fin llegué al El Madrigal, donde quedaba mi antiguo hogar. Atisbé de lejos. Evidentemente se percibían signos de vida en su interior. El cortinaje estaba descorrido, pero no había luz, ni sombras moviéndose en su interior. Tal vez habían salido. “Regresaré más tarde”, me dije. “Más tarde, cuando caiga la noche. Por ahora iré hacia casa de Rosalía. Debo corroborar si el rústico sigue aparcado allí”.
  Mientras conducía la respiración se me trancaba. Quería bostezar y se me hacía imposible. Sorbos y más sorbos de gin. El tráfico, esa bestia corpulenta compuesta de latas que ruedan, atentaba contra mí vida y estabilidad emocional. Empecé a sentir la sensación de que el brazo izquierdo se estaba adormeciendo al tiempo que la garganta se volvía seca y pastosa. Entre los sorbos de gin fumaba un cigarrillo tras otro. No había pausa, sino intervalos. A ratos mis ojos se dirigían hacia la cajetilla semivacía que había tirado en el asiento delantero, a mi lado, junto al pequeño grabador y el celular. Rezaba porque no se acabasen todavía. Busqué en la guantera caramelos, los cuales siempre llevo conmigo, pero nada. Se habían terminado.
  Seguí atropelladamente la ruta hacia la residencia de Rosalía. De repente sentí un hormigueo en la parte frontal derecha de la cabeza. “¡Nada -me dije- viene un derrame!”. Otro sorbo. Otro mar de infernales pensamientos, pero al fin llegué. El rústico seguía allí. Al sobrepasar el portón de entrada, orillé el auto y volví a llamar a casa. Nadie atendió. Automáticamente se disparó la contestadora. Repetí la acción y lo mismo. Mis deducciones tenían fundamento. Pablito llegó, pero no Carolina.
  El cuarto de litro de gin de la carterita estaba casi feneciendo, no así la perturbación. Decidí, ya que estaba cerca, ir al supermercado a comprar más ginebra, dos botellas, y ración similar de cigarrillos.
  Al verme caminar con una botella de gin en cada mano hacia la caja rápida para pagar, algunas personas que estaban en el supermercado notaron la desesperación que llevaba tatuada en el rostro. Hasta la cajera hizo chistes con el muchacho empaquetador al notar la fuerza con la que aferraba los dos litros de veneno. “Tú también tomas eso. Te vas a alcoholizar”, le dijo dirigiéndole una esquiva mirada. Yo no hice caso. Sin pestañear, impasible como una estatua me quedé frente a la caja.
  Tomé el cambio, abracé la bolsa con las dos botellas contra el cuerpo y sosegado caminé hacia donde había aparcado el auto. “Al menos esto adormecerá el dolor”, pensé. Una vez en el auto enfilé otra vez hacia la casa de Rosalía. Mi atormentada mente me repetía: “En el aeropuerto tomaron un taxi y después que dejó a Carolina volvió a recoger el auto”. Pero cuando pasé frente a la residencia esas elucubraciones se esfumaron. El rústico seguía allí. Nadie lo había movido. Estaba como siempre lo había visto. Quizás la estrategia fue otra, pensé. Regresaré mañana.
  Traté de apaciguarme pero el tormento no lo permitía. “Anda otra vez a casa de Carolina”, escuche que me susurraba la impaciencia, y así lo hice. Quería ver luces, algún movimiento. En la ruta volví a marcar el número de casa y esperé. De pronto del otro lado apareció la voz de Dorian. De mis ojos brotaron lágrimas, aunque, no sé porqué, con voz fingida sólo atinaba a decir: “¡Alo!... ¡Aló!... ¿Quién habla?... Oiga… ¡Aló!...”, mientras del otro lado de la línea escuchaba a mí bebé con su verborrea ininteligible: “… ¡Eh!... Ba… Ba…Bo… Bu…” y cosas por el estilo. Mientras mis lágrimas descorrían por el rostro y por los movimientos algunas rebotaban sobre el volante, en el fondo oí la voz de Carolina y otra mujer, presumiblemente Elsa, la nana. Tranqué feliz y alocado la tapa del celular. Me sentí satisfecho, aunque también afligido y desesperado. Carolina, ella y nadie más, sabía que quien estuvo llamando insistentemente toda la tarde era yo. Por eso puso a Dorian al teléfono, para que “hablase” conmigo, para que escuchara su voz, y me quedase, de una vez por todas, tranquilo… Que dejase de llamar.
  Una opaca felicidad bañó mí cuerpo.
  Estaban en casa y también Elsa… ¿Elsa?... Las dudas volvieron a asaltarme. La paz fue momentánea. ¿Y si la otra mujer que escuché que hablaba con Carolina no era Elsa, sino el supuesto otro servicio que ella contrató? ¿Una mujer que desconocía su vida y de mí existencia? Carolina amenazó con decirle a todo el que le preguntase que ella era viuda. Que el papá de Dorian había muerto. Entonces su plan, concebido antes de marcharse, resultó perfecto para ocultar su adulterio... Mañana averiguaré si Elsa todavía trabaja en la casa. Si acompañó a Carolina, o si la que ahora está con ella es otro servicio.

MAÑANA:                                                                              
  Depende. A mí se me marca porque está muy ajustado. Otros lo llevan muy holgado…