viernes, 5 de noviembre de 2010

4 de septiembre (Parte 1).

  Son las 4:43 p.m. Ayer pasé un día diabólico. No así el sábado, porque al menos me divertí, reí, drené y conocí a Mireya, la bebé de 54 años. Pero hoy estoy deprimido en grado superlativo. Nunca había sentido una desesperación, impotencia, soledad, dudas y tormento más grande. No sé si esto, lo que estoy viviendo, me pasa por bueno o por malo. Creo que, definitivamente, entré en el turbulento e infernal mundo de la depresión. De la verdadera depresión… La más absoluta y mortal.
 Hoy apenas tengo fuerzas para garabatear el Diario. Quizás mande todo al diablo: mi vida, mi depresión, mis carencias, tanto de afecto, dinero y trabajo y me eche en la cama a esperar en silencio a la silenciosa muerte.
  Desde ayer muchas dudas, además de las dos puñaladas mortales que recibí y archivo para posterior reflexión, comenzaron a juguetear con mi febril y ya enferma mente. Todo, sumado a la carga que venía soportando, ha roto la paz de mi espíritu.
  Acabo de regresar de mi viaje de laceración. Esta tarde pasé, tal como estoy haciéndolo últimamente todos los días, por mi antiguo hogar. Desde una distancia prudencial atisbé hacia el pent house para ver si había señales de cambio, de vida. Las cortinas delanteras seguían inmóviles, tal como las he visto, tanto de día como de noche, desde que comencé a espiar. Ninguna luz, ningún movimiento pude captar en su interior. Todo sigue igual en la parte trasera, hacia la terraza.
  De ahí seguí hacia la casa de Rosalía, la celestina, porque hace días estoy viendo estacionado en el aparcadero de la quinta un rústico recubierto con una lona blanca. No sé de qué color o marca es. Solo se pueden apreciar sus rines de magnesio. Ayer, durante mi paso por el lugar me percaté que el viento descubrió parta de la matrícula. Pese a la velocidad que traía memoricé los números, los cuales anoté en una servilleta de papel al detenerme varios cientos de metros más adelante. Dado a mis nervios y tormento entré en confusión y anoté 283 RLB ó KLB. A fin de salir de dudas volví a pasar. Esta vez más lento. La lectura correcta es 283 KLB. La placa es de letras y números rojos y en su parte baja tiene la inscripción “carga”. O sea que no era un vehículo particular sino de carga liviana. En mi fantasía creía que se trataba de un “machito” descapotable, de esos que usan los buenos para nada para dárselas de rudos, supermachos y temerosos aventureros… ¿De quién será y por qué está estacionado allí? Lo averiguaré. Llamaré a mis amigos periodistas de la fuente policial para averiguar a nombre de quién está registrado ese vehículo.
  Con esa idea en la cabeza, me estuve atormentando durante todo el trayecto de regreso a la montaña. Las cavilaciones no me dejaban siquiera notar por dónde andaba. El auto parecía tener piloto automático y veloz tomaba curva tras curva y mordía dinteles de barrancos sin percatarse del peligro que había a cientos de metros hacia abajo. ¿Y si ese es el auto del amante de Carolina y lo dejó aparcado allí hasta su regreso? ¿Cómo se fueron al aeropuerto? Si se fue en su camioneta alguien tuvo que conducir porque a ella no le gusta hacerlo. Yo siempre lo hacía cuando estábamos juntos. Ella decía: “Maneja tú que yo me distraigo mucho”… Pero, pero todo esto son simples conjeturas. Además, la celestina de Rosalía le tiene alquilado a Marita, una de las tías pobres de Carolina, un pequeño apartamento que construyó en un ala de su quinta como respaldo para cuando tuviese agobios económicos. Pero sus tías, que se las dan de mantuanas santurronas, ¿se prestarían a tapar tan obsceno y perverso adulterio? “Imposible”, pensé. Pero luego mí perturbada mente me aclaró: “¡Ellas son fáciles de engañar! Así lo hicimos un montón de veces cuando Carolina y yo éramos amantes…”. Claro, si le llegasen a preguntarle a la cabrona de Rosalía, ésta, hábil timadora como es, las habría engatusado con cualquier banal explicación. Entonces, sólo entonces podría haber una conexión entre ese misterioso rústico y la “huida” de Carolina a Aruba desde ya casi un mes. Eso pienso. A veces pienso cosas terribles y después recapacito. Los celos y la inseguridad nublan la mente más lúcida. Mi tormento no me hace ver con claridad, oír ni sentir. Apenas percibo reflejos, cosas ilusorias, y cuando pienso en ello me da una gran lástima por mí mismo.

MAÑANA:                                                                              
  Engañaba a todo el mundo con tal serenidad, que yo me asustaba. Es una hábil mentirosa, una mitómana compulsiva.