Caps. 11 al 15.
A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de la novela, la cual forma parte de la trilogía El Papiro. En total son 287 páginas, divididas en veintisiete capítulos, por lo que la semana final dividiré en dos partes los últimos siete. Al terminar, se editará bajo el mismo procedimiento La estrella perdida y, al finalizar, La ventana de agua, las dos siguientes novelas de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.
Ante el temor de estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina inician la despiadada persecución de un joven predicador. La Santa Sede aprueba la acción porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el propósito de asesinar al predicador. Enigmas, romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde hasta las sombras tiemblan.
A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de la novela, la cual forma parte de la trilogía El Papiro. En total son 287 páginas, divididas en veintisiete capítulos, por lo que la semana final dividiré en dos partes los últimos siete. Al terminar, se editará bajo el mismo procedimiento La estrella perdida y, al finalizar, La ventana de agua, las dos siguientes novelas de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.
SINOPSIS
Ante el temor de estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina inician la despiadada persecución de un joven predicador. La Santa Sede aprueba la acción porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el propósito de asesinar al predicador. Enigmas, romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde hasta las sombras tiemblan.
11
John Dark daba los últimos toques a un bigote postizo rubio que momentos antes se había adherido con un pegamento especial.
Estaba frente al espejo, en la sala de baño, presto a salir del hotel de Ravenna.
Vestía un traje de discreta confección color gris plomo. Debajo de este, y con los botones abrochados hasta arriba, una chemise negra completaba su nuevo atuendo.
Sobre el lecho, dentro de una voluminosa bolsa plástica, asomaba parte de la sotana que endosaba la noche anterior.
Miró el reloj. Las agujas marcaban las nueve y treinta de la mañana.
Se dirigió hacia la cama, tomó una pequeña valija que estaba sobre ella y el envoltorio con su traje sacerdotal. Dio un último vistazo a la habitación a fin de cerciorarse de que no había olvidado nada, fue hacia la puerta, giró la perilla y salió escaleras abajo.
Una vez en al calle caminó sin parecer tener prisa ni norte preciso, aunque su mirada estaba alerta y en busca de algo determinado.
Cerca de Piazza del Popolo, en un gran depósito de basura que estaba alineado junto a otros similares al costado de un frondoso árbol, echó la bolsa con el hábito monacal y prosiguió a pie hasta llegar a una transitada intersección.
Con la vista fija en la avenida esperó unos instantes en la acera. Al primer taxi libre que vio pasar, le hizo señas de detenerse. Se subió y, en perfecto italiano, como si fuese su lengua natal, le indicó al conductor que lo llevase al aeropuerto Guglielmo Marconi, en Bologna.
Aunque la distancia era considerablemente larga, John tenía el tiempo calculado con precisión militar. Sabía que el avión que pensaba abordar no partiría sino hasta las tres y media de la tarde, por lo que tenía tiempo de sobra para estar antes de la hora prevista en la Terminal aérea.
Se relajó en el asiento trasero y distraído se puso a observar el paisaje que pasaba velozmente ante sus ojos a medida que el auto avanzaba por una amplia autopista.
Atrás dejaba a Ravenna y a la majestuosa belleza natural que circunda a la ciudad que inspiró a Dante, Bocaccio y Bayron.
Pasado el mediodía, el taxi se detuvo frente a la puerta principal del aeropuerto. Dark, disculpándose por no tener monedas de baja denominación le pagó con un billete de doscientos euros y le dijo que se quedase con el cambio, por lo que el agradecido conductor le brindó toda clase de lisonjas y agradecimientos.
Al llegar a la taquilla de la British vio que pocas personas esperaban para ser atendidas. Se puso en fila y al llegar su turno sacó del bolsillo interior de la chaqueta el boleto y pasaporte y se lo extendió al empleado de la línea aérea. Después del chequeo de rutina, este se lo devolvió y le anunció que su vuelo a Caracas tenía demora de una hora debido al mal tiempo reinante en el aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, en Venezuela.
Debido a la demora, Dark, sin otra preocupación por el momento, entró al primer bar del aeropuerto que encontró a su paso.
Sentado en una de las mesitas del local, estuvo absorbiendo con calma toda la cantidad de whisky que le permitió el retraso.
Al oír por los parlantes anunciar el número de su vuelo y puerta de embarque, pagó y se dirigió hacia ella.
Después del despegue John permanecía todavía con el cinturón abrochado observando por la ventanilla. Veía con infantil embeleso como las nubes se deslizaban en las montañas del cielo. En su mano sostenía el escocés que la azafata le había servido momentos antes.
Sosegado, recostó la cabeza del respaldar y, con el vaso plástico lleno de whisky, se puso a pensar en la guerra, en sus tiempos de luchas en Afganistán y en lo absurdo que había sido todo.
En su mente bullían muchas interrogantes. Las que más le turbaban estaban aderezadas de terror, conspiración y muerte.
Aunque vacilante, siempre que tenía un momento de reflexión o cuando el alcohol lo libraba temporalmente de deberes patrióticos o monacales, se atrevía a repetírselas: “¿El atentado contra Las Torres Gemelas fue un acto terrorista producto de la ira de un grupo fundamentalista o la confabulación de varios estados terroristas?… O de sectores manipulados y dirigidos por oscuros intereses… ¿Habrá sido, por el contrario, un golpe protagonizado por poderes armamentistas y petroleros ligados al gobierno y urdido dentro de los mismos Estados Unidos?”.
Y de esas nacían otras, igualmente perturbadoras: “¿O todo fue producto de una gran coartada del gobierno para afrontar la gran hecatombe económica que se avecinaba?… ¿O una mezcolanza de intereses económicos para justificar la guerra y la destrucción?... ¿Por qué meses antes del atentado los Estados Unidos desató una guerra mediática a nivel mundial con el objeto de desacreditar al Talibán y sus costumbres? ¿Preparaban el terreno para la otra guerra, la de muerte, ruina y ocupación de la nación afgana?
En sus reflexiones Dark no exoneraba a los terrorista islámicos y a su líder, el multimillonario saudí Osama Bin Laden, quien paradójicamente, mucho años antes, durante la invasión soviética a Afganistán fue aliado de los Estados Unidos y era espía de la CIA contra los rusos.
Dudaba, tenía grandes y sustentadas dudas sobre el porqué de la guerra y sus verdaderas motivaciones, pero al final, al no encontrar repuestas lógicas, les atribuía toda la culpa a Bin Laden y a su ejército mercenario.
Aunque no tenía de pruebas para develar una conspiración interna propiciada por su propio país, de una fuente muy confiable, Dark se enteró que mucho, pero mucho antes de comenzar la Operación “Libertad Duradera”, la gran batalla contra el Talibán, el gobierno norteamericano había suscrito un acuerdo secreto con la Alianza Norteña, el grupo afgano aliado e incondicional a los Estados Unidos. En el convenio, como punto central, se prometía ayuda militar y dinero para la reconstrucción del país una vez terminada la guerra, la cual sería corta, a cambio de vía libres para los oleoductos que las transnacionales norteamericanas trazarían desde Uzbekistán.
El tratado se concretó cuando, por presiones norteamericanas, se nombró como presidente de Afganistán a Hamid Karzai, en ese entonces líder del gobierno interino y controlador absoluto del loya jirga, el consejo tribal de esa nación.
De tener fundamento esas conjeturas, se habrían seguido al pie de la letra todas las recomendaciones hechas en el Informe Maresca.
Pero las dudas de Dark rasgaban una realidad aún más profunda y ciertamente aterradora. Sospechaba que el asesinato de Abdul Rahman, Ministro de Aviación y Turismo del nuevo gobierno afgano en el interior de un avión a manos de cinco miembro de las fuerzas militares de la Alianza Norteña, había sido planificada por la CIA debido a que habían fundados indicios de que Rahman no era lo que aparentaba ser, sino un agente infiltrado de Al Qaeda y la persona que espiaba a favor del ahora fallecido Bin Laden y de su lugarteniente, el Molá Mohammad Omar. Este último considerado el gran estratega de la resistencia Talibán y conocido por los servicios secretos de occidente como El hombre sin rostro, ya que se desconocen sus facciones, edad precisa y de qué país islámico es nativo. Sólo se sabe, o creen, que era el segundo Bin Laden, que su barba es cana y usa lentes oscuros.
Hasta los momentos la inteligencia norteamericana únicamente ha podido obtener una foto, bastante desenfocada, que presumen corresponda al Molá Omar.
Hace mucho tiempo Dark sabía que su país no jugaba limpio en los juegos de la guerra, que muy poco les interesaba las vidas humanas o la aniquilación de pueblos enteros si de ello dependía su poderío económico y de imperio sobre toda la humanidad, aunque la respuesta, a través de la guerra, fuese un acto criminal.
Un día, con la guerra en plena efervescencia y mientras se encontraba en Kabul, Dark conoció a Alberto Cairo, un médico italiano que dirige un hospital convertido en centro de rehabilitación de la Cruz Roja Internacional y a quien los lugareños llaman cariñosamente “La Madre Teresa de Kabul” debido a su abnegación hacia los enfermos y heridos de guerra.
Éste le contó que casi todos los días recibía a más de trescientos pacientes, la mayoría mutilados por las minas antipersonales lanzadas desde los aviones norteamericanos, las cuales se habían convertido en un verdadero flagelo en esa nación. “Esas minas no sólo están matando a hombres, sino a mujeres y niños”, le confesó el médico consternado.
Dark estaba ese día ahí porque había sido comisionado, junto a otros seis oficiales de mayor rango, a realizar una inspección en el hospital ortopédico.
Durante el recorrido, el cual hicieron conducidos por Cairo y otros médicos, un anciano delgado, alto, de barba larga y blanquecina, ataviado con la vestimenta típica de la región y con un desteñido turbante color vino tinto sobre su cabeza, se le fue acercando disimuladamente.
Avanzaba ayudado por un par de muletas porque su pierna izquierda había sido amputada un poco más arriba de la rodilla. Cuando estuvo al lado de Dark, a fin de que los otros oficiales no lo entendiesen, en dari, dialecto que sólo hablan en Kabul, le dijo: “Esto –indicó mostrándole la pierna mutilada– fue por servir a tu nación”. Luego miró por sobre su hombro y con sigilo agregó: “Duncan, tengo información vital para usted. Véame mañana, a las dieciséis horas, en la entrada norte de la Mezquita Azul”.
Extrañado, Dark le contestó, también en dari, que se había equivocado de hombre. Que él se llamaba John Dark y que no conocía a nadie en su regimiento con el nombre de Duncan.
Mientras trataba de convencer al anciano de su confusión, uno de los oficiales de la comitiva que supervisaba el hospital requirió su presencia, por lo que Dark giró instintivamente hacia el sitio de donde provenía la voz.
Sin moverse del lugar apenas cruzó un par de palabras con su compañero de tropa. Cuando volteó para reiniciar la conversación con el anciano, éste había desaparecido entre la hilera de camas y la procesión de parapléjicos que se arrastraban ayudados por bastones y muletas dentro de la sala hospitalaria.
Cómo sabía aquel hombre que tanto él como su pelotón estarían al día siguiente en Mazar-i-Sharif, donde está la Mezquita Azul, a más de 300 kilómetros de distancia de donde se encontraba en ese momento, nunca se enteró. Esas órdenes, la de trasladarse a Mazar-i-Sharif, estaban cifradas y su alto mando se la había comunicado solo pocas horas antes.
Al otro día, muy temprano, llegó a la ciudad y sus intenciones eran las de no moverse del cuartel. No obstante en la tarde, impulsado por la curiosidad, cambió de parecer y decidió acudir a aquella extraña cita, aunque llegó minutos más tarde de lo indicado.
Cuando estuvo frente a la Mezquita Azul, conocida como la Tumba de Alí, sitio de oración de los musulmanes chiítas, un alboroto inusual en la zona atrajo su atención. Poco a poco se fue abriendo paso entre la multitud que estaba formando un círculo junto a algo que no alcanzaba a ver. Sólo escuchaba voces de pesar y maldiciones.
Inquieto, apartó de un empellón a un barbudo cincuentón que tenía los dientes destruidos de tanto mascar goma de tabaco. Bajó la vista y sobre el piso vio, rodeado por un charco de sangre cuyo color comenzaba a cambiar de rojo en ocre desteñido debido al penetrante sol y al calor, al anciano que lo había abordado el día anterior en el hospital de Kabul.
Yacía en el suelo degollado. Tenía una de sus manos cerca de la boca. Parecía que alguien, deliberadamente, se la había puesto en esa posición en una suerte de ritual. El cuerpo, según apreciación de los curiosos, fue arrastrado y volteado por sus asesinos con la cara en dirección a la Meca, igual que sus muletas, signo inequívoco de que había sido ajusticiado.
A lo lejos, el plañidero silbido de sirenas indicaba que varios autos patrulla se acercaban a toda velocidad a la mezquita.
Aunque estaba vestido de civil, Dark se apartó del grupo lentamente a fin de no llamar la atención y se escabulló del lugar, corazón de luchas y disputas tribales entre los musulmanes y reino de traficantes y asesinos.
12
En la tarde Figueroa se comunicó con la Misión y le relató a Serafino sus logros. Al finalizar le dijo que, muy a su pesar, debería regresar de inmediato a San Felipe.
El monje le pidió que se quedase. Que solicitara un permiso indefinido en el hospital, porque su presencia en Caracas era de vital importancia. Tenía ubicado a Santiago. Conocía de cerca sus características físicas, por dónde se movía, de qué hablaba, a qué grupo de personas se dirigía y los barrios que frecuentaba.
Del otro lado del auricular el médico lo escuchaba con atención y respeto, pero con deliberada obstinación se resistía a las peticiones del prior.
Cada palabra de Serafino, cada exigencia del monje, sonaba en su mente como el retintín de una caja registradora. Pensaba que si por el caso de María Coromoto, por atender aquel parto de forma “discreta y silenciosa” le había pagado seis millones, otro tantos, o quizás muchos más, podría sacarle por este asunto que tanto le inquietaba y que parecía ser todavía más importante.
–Mis gastos son elevados, padre. Difícilmente podré quedarme un día más aquí. Me encantaría, pero no puedo –argumentó astuto–. Mi maleta está lista y, si Dios quiere, pasado mañana salgo para allá –comunicó decidido, aparentemente inflexible, pero calculando cada una de sus frases.
Conociendo de antemano la codicia del médico y en lo truhán que se convertía cuando sabía que tenía ventaja sobre algo, Serafino se comprometió en transferirle de inmediato una considerable suma de dinero a su cuenta bancaria, prometiéndole que, concluido su encargo, duplicaría esa cantidad.
–Este no es un trabajo común y corriente, Figueroa. Tus servicios van en beneficio de la Iglesia y el pueblo de Dios –concluyó el prior a fin de hacerle entender que estaba haciendo algo correcto y honorable.
Aunque seducido de inmediato por la irresistible proposición, el hábil médico aparentó restarle importancia a la cuestión del dinero con la intención de sacarle aún más provecho a la situación, de exprimir hasta el máximo aquella oportunidad, la cual raramente se le volvería a presentar en todo lo que le restase de vida.
Con el auricular adherido a la oreja y como si la bocina fuese el micrófono de una emisora de radio, Figueroa comenzó un discurso apasionado sobre los casos y los pacientes que tenía en el hospital, a quienes, decía, de ninguna manera podía abandonar. Que esa gente humilde lo necesitaba. Que él era como un padre para ellos. Que era cuestión de ética profesional y no de dinero.
Con cada palabra que pronunciaba su histrionismo aumentaba en vigor y decisión.
Poco a poco su discurso se fue apagando al percibir el desespero que el monje comenzaba a demostrar del otro lado del hilo telefónico.
Serafino era un zorro viejo y lo conocía muy bien. Sabía que aquellos argumentos hubiesen sido totalmente válidos si se tratase de otra persona, pero no en el caso de Figueroa.
–Patrañas, Figueroa… Sabes que te conozco muy bien… Se que siempre que puedes te escapas del hospital y te vas de parranda con alguna mujerzuela… Deja de parlotear y chequea esta tarde tu cuenta… Seguro que se te alegrará el día y se te olvidarán tus pacientes.
El prior fue tan contundente que al médico no le quedó más remedio que aceptar.
–Que conste, padre, que lo hago por la Iglesia… Porque soy un cristiano devoto y no por dinero –advirtió sumiso.
–Está bien, hombre… Por lo que sea, pero hazlo. Busca la manera de convencerlo y traerlo hasta aquí –afirmó resignado el monje antes de colgar.
Pese a la confianza que había depositado en Figueroa y el dinero que estaba invirtiendo en aquel “encargo”, Serafino ignoraba que éste sabía el lugar exacto dónde vivía El Iluminado. Adrede el médico había obviado revelárselo. Esa era una carta que se reservaría para posterior beneficio.
Después de concluir la conversación con el prior, Figueroa tomó el móvil y llamó a su hijo Basilisco para que lo acompañase esa noche al teatro, invitación que el joven aceptó a regañadientes.
Basilisco, quien desde hace algunos años se había residenciado en Caracas, era el único hijo de Figueroa. Fue el producto de su fallido matrimonio con Hidra Pérez Mago, una despótica mujer descendiente de una humilde familia campesina que de la noche a la mañana se convirtió en adinerada terrateniente debido al abigeato, remarca de ganado y otros delitos. Hidra, por azares del destino, nació en un esquelético palafito que se levantaba, junto a una veintena más, sobre las aguas de Santa Rosa, destartalado caserío enclavado en las márgenes del Lago de Maracaibo. El infortunio y el acecho de la justicia habían llevado hasta allí a su padre, quien en ese entonces tenía su centro de operaciones delictivas en Ureña, en los límites de la frontera colombo-venezolana, en el estado Táchira, y era buscado por las autoridades locales bajo la acusación de abigeato y contrabando de ganado desde Colombia.
En ese refugio, tanto ella como muchos otros miembros de la familia Pérez Mago y la banda, permanecieron hasta que todo el alboroto que se suscitó en torno a su captura se fue disipando.
Cuando el asunto fue totalmente “olvidado” gracias a las jugosas sumas de dinero que tuvo que pagar su padre para contener el voraz chantaje de jueces y funcionarios policiales para que el expediente del caso fuese “archivado y enterrado”, regresaron al hato “Los gavilanes”, en Yaracuy. Ahí su progenitor era accionista principal y mandamás de una gran central azucarera. Además poseía inmensos sembradíos de naranja, sin contar otras grandes extensiones de tierra donde pastaban más de tres mil cabezas de ganado, cerdos y otros animales.
Hidra Pérez Mago, delgada, de tez aceitunada, ojos achinados y poseedora de una de exótica hermosura, presumía erradamente que debido al poder y a la supuesta impunidad que le otorgaba la fortuna de su familia, podía insultar y avergonzar a mansalva a Figueroa frente a su hijo Basilisco. Era la humillante constante de la relación. En su arrogancia consideraba a su esposo un ser sin valor, un bueno para nada, por carecer de bienes y riqueza, aunque era un hombre inteligente y poseedor de una cultura superior a muchos en esas tierras de cuatreros y bandidos. Desgraciadamente, debido a la perniciosa influencia de Hidra, las relaciones con su hijo siempre estuvieron signadas por la tirantez, que rayaba en un sórdido irrespeto a la autoridad paterna. No obstante, Figueroa almacenaba en Basilisco un amor incomprendido y desolado. Soportaba estoicamente sus insultos y humillaciones, perversiones que desde niño le habían sido inculcadas con odio profundo por su propia madre.
Por ello, siempre que tenía un motivo que podría engrandecerle ante sus ojos, lo buscaba, de ahí la invitación que le hizo al teatro. Quería presumir ante él la responsabilidad que le habían encomendado los monjes. Pero, más que nada en el mundo, quería intentar, otra vez, reconquistar su amor, un amor que sabía perdido, pero no irrecuperable.
Sus esfuerzos eran honestos. Era el único ser en el mundo que llevaba su sangre y, no obstante, éste le prodigaba un odio cruel. Eso lo atormentaba. No entendía en qué había fallado, aunque sabía que gran parte de la culpa, de la animadversión de su hijo, la tenía Hidra, quien con el pasar del tiempo pagó con creces todos sus pecados.
El desprecio de Basilisco impulsó a Figueroa, quizás a través de una suerte de conducta inconsciente o tal vez con deliberada intención, a no tener más hijos después de su divorcio de Hidra.
Su experiencia matrimonial fue tan traumática, que jamás pensó en casarse de nuevo. Aunque por su vida pasaron otras mujeres, muy hermosas y de amor genuino, siempre, instintivamente, buscó ahuyentarlas. Escapaba de ellas despavorido y en forma inexplicable. La idea de otro matrimonio lo flagelaba tanto mentalmente, que de sólo imaginarlo caía en una abismal depresión.
Consultó con colegas psiquiatras, pero estos nada le hallaron.
“¡Estás muy bien, chico! –le decían–. ¡Gracias a Dios no tienes nada! Tú mente funciona bien, no así la de tu esposa… Lo único que tienes es una depresión post divorcio, pero eso es normal. ¡Pronto estarás bien!”.
Siempre que recordaba esas palabras u otras semejantes, enardecía. “¿Cómo voy a estar bien si le tengo terror a una relación estable?… ¿Cómo voy a estar bien si le temo al amor?”, se preguntaba.
Después de andar de aquí y allá, de tener una que otra aventura, Figueroa comenzó a despreciar al sexo femenino.
Llegado un momento, siquiera frecuentaba prostitutas, prefería masturbarse antes que estar con una mujer. Su trauma era serio y, por supuesto, sus amigos psiquiatras totalmente errados en sus diagnósticos.
Su aversión a las mujeres la trasladó a un frenético afán de reconocimiento, tanto en su campo, la medicina, como en cualquier situación que se le presentase y que él consideraba propicia para alimentar su ego.
Por ello abrigaba la esperanza que ahora, cuando Basilisco estaba por cumplir los veinticinco años de edad, podría reconquistarlo. Que la época sombría de la niñez y la adolescencia habían pasado. Que el joven ya tenía la suficiente madurez para discernir sobre el bien y el mal, mucho más ahora que estaba lejos de la perversa influencia de la madre, quien con su infamante desprecio, su absurdo insulto a la cordura, había infectado su espíritu desde la infancia.
Basilisco era un hombre apuesto, tan altivo y pretencioso como su padre, aunque heredero de los rasgos indígenas de la madre, los cuales se evidenciaban en sus ojos rasgados de mirada gélida e impenetrable. Parecía que en su esencia no tenía cabida fragilidad ni sentimientos, aunque, cuando se proponía transmitir dulzura, lo lograba en forma impecable.
Cerca de las ocho de la noche Figueroa se paseaba impaciente por los alrededores de las escaleras mecánicas que dan acceso a la Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño, en Los Caobos.
Durante esos días se desarrollaba en Caracas el XIV Festival Internacional de Teatro y esa noche se presentaría el grupo “Berliner Ensemble” con su obra Der aufhaltsame aufstieg des Arturo Ui (La resistible ascensión de Arturo Ui), de Bertolt Brecth. La pieza, dirigida por Heiner Müller, escenificaba una sátira ambientada en la Chicago de 1920, en la que un ambicioso y despiadado gangster servía para ilustrar la historia del ascenso de Hitler al poder y el nefasto crecimiento del nazismo.
De improviso, el médico sintió una suave palmadita sobre el hombro. Al voltear vio a Basilisco, quien estaba acompañado por otra persona.
– ¡Hola, doctor! –saludó irónicamente menospreciando su condición de padre.
– ¡Hijo, qué alegría!... ¡Dichosos los ojos que te ven!... ¡Ve para darte un abrazo! –pronunció Figueroa evidentemente emocionado y con el rostro iluminado de felicidad.
–Te presento a Fernando Lisias, un buen amigo mío, Comisario de la DISIP –contestó esquivo, haciendo caso omiso al regocijo de su padre.
Figueroa, sin apartarle la vista, extendió la mano y saludó al extraño. Luego, con excitación, ya que tenía más de dos años sin verle y apenas sabía de él a través de esporádicas llamadas telefónicas.
– ¡Qué placer verte, hijo!... –expresó con dulce sinceridad– Sigues creciendo cada día más... ¡Ni te imaginas la felicidad que siento! –exclamó orgulloso, mientras lo examinaba de arriba abajo.
Sin contenerse, lo tomó por los hombros, lo acercó contra su cuerpo y lo abrazó con cariño.
–Eres un muchacho muy apuesto… Tan hermoso como tú madre –aseveró en tono complaciente sin soltarlo.
– ¡Gracias!, pero no es para tanto –respondió hosco y apartándolo con un ademán, agregó–: Sólo vamos al teatro, nada más… Conmigo traje a este experto –dijo señalando a Fernando–, quien es todo un actor frustrado, pero gran conocedor de las artes escénicas, aunque su trabajo en la DISIP supera toda ficción y arte.
–Muy bien, hijo, pero tenemos un problema –atajó Figueroa a fin de evitar disertar sobre las actividades policiales de su amigo–. Sólo tengo dos boletos y somos tres –dijo sacando los ticket del bolsillo de su chaqueta.
–Eso no es ningún inconveniente para un hombre como Fernando. Su placa es milagrosa… Abre puertas instantáneamente –precisó arrogante.
Y, ciertamente, era así. DISIP corresponde a las siglas de la Dirección de Inteligencia, Seguridad e Investigaciones Policiales, la temida y bien armada policía política venezolana. Una especie de GESTAPO tropical, pero con la variante de que está plagada de asesinos, los cuales gozan de total impunidad y obran a espalda de la ley amparados por los grandes jerarcas del gobierno. Con ellos nadie está seguro, siquiera los mismos miembros del régimen.
Solventado el contratiempo de los tickets, los tres hombres entraron al teatro y se sentaron uno al lado del otro en la fila D, en el patio.
Estuvieron callados, observando la obra un buen rato y leyendo incómodamente la traducción que se hacía del alemán al español en una pantalla en forma de cinta ubicada en la parte superior del escenario, la cual se iba moviendo y cambiando a medida que los actores decían sus parlamentos.
Durante el primer intermedio, con el tedio reflejado en sus rostros, salieron a fumar y comentar las escenas que habían visto hasta ese momento. Cada quien tenía su propia opinión sobre la obra, pero en una sola cosa eran unánimes: ¡No les gustaba para nada!
Argumentaron que era muy pesada y que, lo más torturante, era leer la traducción, por lo que decidieron no reingresar a la sala.
– ¡Eso es para locos!... La obra dura dos horas y cuarenta y cinco minutos… ¡Es una tortura!... Yo no vuelvo a entrar a la sala ni amarrado –espetó Basilisco mientras estrellaba la colilla de su cigarrillo contra el suelo.
–Te apoyo, amigo –ratificó Fernando–. ¡Esa obra es para dementes!... Yo ya tengo suficiente con todos esos locos fanáticos que andan tratando de desestabilizar al régimen –enfatizó dándole gran importancia a su trabajo en la policía secreta.
– ¡Está bien!... Está bien… Estoy totalmente de acuerdo con ustedes… Pero como la noche es joven y larga, los invito a tomar unos tragos –afirmó con comedida sonrisa Figueroa a fin de enmendar aquel fiasco al que los había arrastrado.
– ¡Espero que no se te ocurrirá meternos en cualquier cuchitril de mala muerte! A nosotros nos gusta lo bueno, lo mejor… –advirtió sarcástico Basilisco.
– ¡Escojan ustedes el lugar!…Ya les dije, yo invito. Conozco muy poco Caracas y no sabría dónde llevarlos –contestó el médico con fingida modestia encogiéndose de hombros–. Pero eso sí, ¡yo pago! –remachó categórico.
–Entonces, ¿qué estamos esperando?… ¡En marcha! –apuró risueño Fernando.
En realidad, tal cortesía no obedecía a ningún acto espontáneo, mucho menos benévolo de Figueroa, ya que de antemano, horas antes de salir hacía el teatro, tenía proyectado invitar a su hijo a un bar cuando finalizase la función. No obstante, los acontecimientos se adelantaron.
Tampoco la invitación era del todo social. Tenía un cariz humano. El médico quería aprovechar la ocasión, la cual muy poca veces se le presentaba, para revelarle a su hijo la importante misión que le habían encomendado desde la Misión de San Felipe.
Desde que Basilisco era niño, esa necesidad, esa profunda motivación interior de sentirse respetado y exitoso ante sus ojos, estaba cosida a su sombra.
¿Culpa, expiación, amor, dolor, sentimiento puro o simplemente rabia e indignación por no lograr lo que quería alcanzar?... O, quizás, un poco de todo ello. ¿Quién sabe? Sólo su misteriosa mente podía develar ese enigma. Posiblemente nunca se sabrá, ya que siquiera en confesión Figueroa hablaba de ello.
A veces, cuando los monjes le preguntaban por su hijo, éste les respondía con monosílabos o simplemente no contestaba.
Pronto decidieron el sitio donde beberían los tragos. No quedaba tan lejos de donde estaban, por lo que todos estuvieron de acuerdo.
Figueroa propuso trasladarse en un sólo auto ya que no tenía sentido separarse y así “podremos hablar por el camino”, argumentó. Aunque la idea no fue del total agrado de Basilisco, al final éste accedió.
Al llegar al estacionamiento, ubicado en el sótano del teatro, los dos jóvenes quedaron deslumbrados ante el lujoso vehículo del médico y, curiosos, le preguntaron de dónde lo había sacado.
–Apenas es un carrito… ¡Lo alquilé esta mañana! –presumió con indiferencia a fin de impresionar a Basilisco.
Al salir del aparcadero tomaron por la amplia avenida Libertador y se dirigieron hacia Las Mercedes, centro gastronómico de Caracas.
Ya en la vía principal, los jóvenes le indicaron a Figueroa que cruzase a la izquierda y avanzara despacio. Cuando estaban muy cerca de un lujoso restaurante, le pidieron que se detuviese.
Casi al instante, un valet-parking presuroso abrió la puerta del auto para que descendiesen. El primero en hacerlo fue Basilisco, quien iba en el puesto delantero, junto a su padre.
Al entrar al restaurante, deslumbrado por el fino y elegante decorado interior, Figueroa no pudo dejar de exclamar con asombro.
– ¡Huao, ustedes sí saben vivir!... ¡Esto es apoteósico! –exclamó.
Un maître con claro acento francés presto fue a recibirlos y los ubicó en una mesa cercana a la barra principal.
Figueroa se sentía cómodo, a sus anchas. Pensaba que ese era el escenario perfecto, digno, para revelarle a su hijo con toda la fuerza de su ego “el importante señor que era”.
Pidió una botella del mejor escocés y algunos canapés de langosta. Les preguntó a los otros si estaban de acuerdo o si querían algo más. Estos aprobaron la elección y se dispusieron a esperar mientras seguían despotricando la obra teatral.
Pronto un mesonero, que más bien parecía un modelo de televisión, llegó con la bebida y protocolarmente descorchó delante de ellos la botella y comenzó a servirla en finos vasos de cristal. Al concluir, todos chocaron las copas para el primer brindis. La risa, un fingido deleite y los chistes subidos de tono pronto comenzaron a surgir.
Figueroa estaba inmensamente feliz. Para completar aquel cuadro, para darle el toque mágico a su dicha, sólo faltaba buscar la ocasión propicia para descorrer la cortina y hablar sobre el verdadero motivo que lo había llevado esa noche hasta allí.
Paciente, esperó a que Basilisco y Fernando se sirviesen su tercera copa. Aunque la inquietud lo dominaba, se concedió un poco más de tiempo. Siguió brindando con ellos y haciendo chistes.
Cuando juzgó que el momento había llegado, liberado de las inhibiciones iniciales y con los vapores etílicos danzando en su cerebro, levantó el vaso.
– ¡Brindemos por mí éxito!... Hoy depositaron mucho, pero mucho dinero, en mi cuenta –expresó jactancioso.
Lanzado el mensaje, se acomodó en la silla y con aire triunfal esperó las inevitables interrogantes que ocasionarían sus palabras, aunque estas no fueron las que imaginó.
– ¿A quién mataste? –preguntó Basilisco con humillante desprecio–. Que yo sepa, tú sólo eres un médico provinciano…–espetó mientras fruncía el ceño.
–Te equivocas, hijo –respondió inmediatamente y sin rencor–. Soy médico y aunque ejerza mi profesión en la provincia, no quiere decir que sea menos competente que los de la capital –puntualizó sin mostrar resentimiento por la ironía–. Además, soy el Jefe de Obstetricia de un hospital, cargo que no le dan a cualquier tonto.
Fernando le prestaba poca atención a la conversación. Mientras padre e hijo charlaban, se distraía pescando con las pinzas pedazos de hielo en el fondo de la deslumbrante cubeta plateada, la cual estaba casi vacía. Luego de depositar varios cubitos en el vaso se sirvió un largo trago.
Acostumbrado a los desprecios más viles, Figueroa no se inmutó por las palabras de Basilisco y siguió hablando.
– ¡Figúrense lo importante que soy, que sobre mis hombros recae el poder de la Iglesia y el pueblo de Dios! –dijo luego de una estudiada pausa y a fin de requerir su total atención repitiendo las palabras que en la tarde le había dicho Serafino.
Fernando Lisias permanecía callado. Lo que decía el médico no tenía ningún sentido para él. Le importaba un carajo. Su atención estaba centrada en una bella joven que momentos antes había entrado al local en compañía de un hombre bastante viejo, muy cerca de la senilidad. En su cerebro se preguntaba con asco: “¿Qué coño hace esa hembrota con ese viejo baboso?”. Y él mismo se respondía: “¡El maldito dinero compra cualquier vaina!”.
Por el contrario, Basilisco, en su aparente indiferencia, estaba al acecho de cualquier palabra fuera de contexto que pudiese pronunciar su padre para replicarle en tono denigrante.
– ¡Tú si eres arrecho!... Como que el whisky te pegó antes de tiempo. “En mi recae el poder de la Iglesia y el pueblo de Dios” –remedó con chanza cruel–. ¡Pero tú crees que uno es pendejo!… ¿Quién coño de madre eres tú en el mundo, en el universo, para que la Iglesia, con su poder, se fije en ti?... ¿Tú nos crees imbéciles?… ¡Coño, por favor!, deja esa vaina y vamos a tomarnos estos whiskys tranquilos –sentenció transmitiendo una aversión incontrolada que se reflejaba en su hiriente mirada.
–Está bien, hijo, no te sulfures –aplacó Figueroa tolerante–. Entiendo que no comprendas nada de lo que te estoy diciendo… Es mi error, lo siento –dijo disculpándose–. Lo que pasa es que no empecé por el principio… La vaina es rara, pero real… Espera… ¡Espera!… No te pongas así –atajó al ver que su hijo se retorcía con desespero en el asiento–. Te lo voy a contar todo desde el principio y después me das tú opinión.
Figueroa comenzó a relatarlo todo. El asunto de María Coromoto lo disfrazó hábilmente, pero lo que ocurrió después lo contó casi con relativa fidelidad.
Basilisco escuchaba nervioso. El comisario seguía entretenido en sus elucubraciones sobre aquella hermosa mujer de ojos verdes que poco antes había entrado al local con el anciano.
– ¡Fueron quince millones! Lo sé, porque verifiqué el saldo por teléfono antes de salir hacia el teatro –precisó Figueroa al concluir el relato.
Al oír la cantidad, Fernando, quien aparentaba estar desentendido, volteó los ojos, hasta ese momento clavados en la mujer, hacia el médico.
– ¡Entonces la vaina es buena!... ¡Quince millones son quince millones!, aunque en esta época no es mucho, no caen nada mal.
Sacó un cigarrillo de la cajetilla que reposaba sobre la mesa, lo encendió y exhaló lentamente una larga bocanada.
–Me está gustando el cuentico tuyo…–precisó–. Si puedo servirte de algo, te pongo mis servicios a la orden… Eso sí, ¡de gratis no hay nada!… Tú sabes, la crisis económica del país nos pone a…
– ¡No le hagas caso Fernando, son cosas de tragos!… Yo no le creo… Lo conozco más que tú, nunca ha servido para…
– ¡Deja que tú padre conteste! –cortó el comisario al impetuoso joven.
Al escuchar la palabra padre, aunque fuese pronunciada por un extraño, Figueroa se hinchó de orgullo. Se sintió salpicado por una aureola espiritual inmensa, aunque él fuese todo lo contrario. En ese instante percibió al comisario como el “ángel” que lograría el tan añorado respeto que buscaba de su hijo.
–Si me ayudas te daré la mitad de todo lo que me den –afirmó sin pensar ni mediar palabra– Tú manejas la infraestructura policial necesaria para que triunfemos, tienes las armas y…
– ¡Fernando, no te metas en eso! No te das cuenta que el viejo está medio loco –interrumpió Basilisco.
–No arriesgo mucho y si la vaina es como dice tu padre, de agarrar a ese carajíto y llevarlo a San Felipe, me ganaré un dinerillo extra que me cae al pelo –contestó el comisario decidido a intervenir en el asunto, y dirigiéndose a Figueroa, preguntó–: ¿Cuándo empezamos?
– ¡Mañana mismo! –afirmó terminante el médico.
Figueroa, entre satisfecho y confuso, cerró los ojos a fin de absorber el aroma de aquel triunfo, pero se encontró con una inmensa oscuridad. En ese fugaz instante, desde lo profundo de su ser se preguntó mentalmente: “¿Qué es la oscuridad, si no una percepción de la nada, donde todo es negro, menos los pensamientos que aún brillan de color?
13
Una tenue brisa soplaba en lo alto del cerro La Bombilla. La tarde se aprestaba a regalarle su luz a la noche.
Santiago se dirigía a los parroquianos. En su grácil rostro comenzaba a resaltar una incipiente barba que le daba cierto aire místico. Vestía unos desgastados jean celestes, una larga camisa blanca que le rozaba las rodillas, la cual llevaba con las mangas recogidas hasta los codos, y unos zapatos deportivos de goma, de esos que usan los basquebolistas.
Se notaba turbado, aunque sus palabras eran firmes y precisas.
–Otra de las pestes escritas en las profecías está haciendo su aparición –anunció calmado–. ¡Esa peste inmunda revelará la maldad y la corrupción que reina entre los hombre de la Iglesia de Dios! –dijo en tono acusador levantando la voz–. En mi alma hay desaliento porque yo sabía que así sucedería, por eso mi dolor ahora es más profundo… ¡La Iglesia, viciada, comienza a mostrar los signos de su perversión! –exclamó imperturbable, pero reflejando congoja.
Una bandada de periquitos de montaña que escandalosamente volaban en retirada hacía el este, en busca de sus nidos, ahogó por instantes su voz. Santiago elevó los ojos al cielo y siguió el curso de los pájaros mientras se alejaban.
–Una sola manzana podrida pudre todo el saco –continuó al atenuarse el estridente chirrido– Pero en el caso de la Iglesia, son muchas y muy putrefactas las manzanas y nadie hace nada para corregir su maldad… Con dolor, hoy debo confesarles que cientos de monjas están siendo violadas por sacerdotes católicos y obligadas a abortar bajo amenazas.
El joven predicador estaba consternado. Sabía que de su boca salían palabras que nunca hubiese querido pronunciar, pero que debía hacerlo porque la fe que los hombres habían depositado en la Iglesia había sido traicionada, lesionada y pisoteada, por ello su indignación.
–Además de monjas, también miles de inocentes niños… Almas puras que albergan en sus cuerpos el símbolo del candor divino, han sido sometidos a la aberrante tortura del abuso sexual por seres que indignamente visten traje sacerdotal, pero que en realidad son demonios –afirmó lacerante, denotando en su rostro una gran congoja–. Nuestra Iglesia, la Iglesia de Dios, fue penetrada por la maldad, la aberración y la injusticia… ¡Nadan en el pecado!… ¡En la codicia!… En la soberbia y la envidia… ¡El odio, la prepotencia, la venganza y la sodomía son parte de su vida!… El fin está próximo... Sólo nos resta orar y esperar la Justicia Divina, pues ¡vamos a destruir este lugar, porque es grande el clamor ante Yahvé! –sentenció sudoroso.
Terminada la última frase, la suave brisa que envolvía el lugar se fue transformando hasta convertirse en viento enfurecido. Las láminas de zinc de los ranchos, los cartones y maderos de sus endebles construcciones, así como la basura que se apilaba como alfombra maloliente en las escalinatas y recovecos del cerro, comenzaron a batir incontrolables al viento. Polvo, tierra agreste y desechos se elevaron al aire en torbellino pestilente.
Inmutable, sin percibir la angustia que los despavoridos pobladores reflejaban ante aquel imprevisto fenómeno, Santiago levantó la voz, como si no estuviese ocurriendo nada.
– ¡Hipócritas!… ¡Fariseos!… ¡Falsos de mil falsedades! –gritó deslumbrado–. Condenan el aborto que busca revindicar a las víctimas de un depravado sexual, de la barbarie humana, mientras que amparados en sus sotanas obligan a abortar bajo amenaza de muerte a las religiosas que ellos mismos han violado y embarazado… Miles de muchachas y cientos de monjas han sido deshonradas por curas en todo el mundo y la Iglesia calla… ¡No hace nada! –denunció con rabia e impotencia–. ¡Centenares de niños han sido prostituidos por los pederastas y homosexuales de la Iglesia y nada se ha hecho!… No pagan sus pecados porque sus crímenes son encubiertos por los jerarcas de la Iglesia… ¿Por qué los cardenales y obispos de Cristo, en su imperturbable y pecadora hipocresía, guardan silencio?... –preguntó sin tratar de buscar respuesta–. No hay duda, son cómplices de la maldad… Su silencio y protección los condena… ¡La Iglesia está prostituida! –afirmó irritado.
Aquella furiosa ventisca que poco antes inquietó a los vecinos, tal como había aparecido se disipó. No obstante, los moradores de La Bombilla estaban pasmados. Muchos se miraban la cara atónitos, otros entrecruzaban interrogantes. La confusión era evidente.
En sus corazones se palpaba un leve temor, pero también una profunda comprensión, porque creían en Santiago y sus palabras. Sabían que era incapaz de mentirles y que todo, todo lo que había dicho y hecho hasta ahora, estaba dirigido por la mano de Dios o, en todo caso, por algo divino que escapaba a su entendimiento. Nunca dudaron de las palabras del predicador, ya que aquel joven de ojos tristes y mirada lánguida no sólo les hizo recobrar la fe, sino que los regresó a la vida. A una vida nueva, a una vida que le había sido negada y arrebatada tanto por gobernantes como por la Iglesia, la cual los había desheredado.
La fe, la alegría de sentir a Dios nuevamente en su interior, fue una conquista que sólo pudo lograrla Santiago a través de su humildad y la verdad que reflejaba su verbo
Cuando el joven predicador percibió que la gente había comprendido la gravedad de su acusación, prosiguió.
– ¿Por qué encubrirlos?... ¿Por qué ningún ser humano se atreve a ponerle freno a tan diabólica maldad?... ¡La dictadura de la falsa y doble moral de la Iglesia acabará pronto!… Dios me ha enviado a prevenirlos… ¡La dictadura de la Iglesia perecerá!... ¡Ellos serán castigados por su maldad criminal!... –vaticinó–. Yo soy, por designio divino, el mensajero de los tiempos que se avecinan… ¡Yo estoy aquí para acabar con las aberraciones de la Iglesia!... Por eso les pido, amigos míos, vivir en la abundancia de la fe, aunque la miseria terrena los atribule y desespere en estos instantes.
La aflicción de Santiago era tan palpable como real. Estaba conmovido por lo que ocurría en el seno de la Iglesia, eventos, en su mayoría, acallados por siglos. A veces, sólo algunas líneas eran publicadas en medios de comunicación de escasa circulación.
–Vayan… ¡Váyanse a sus casas!... ¡Oren y piensen en lo que hoy les he revelado y nunca olviden que Dios vive en sus corazones! –concluyó y, dándoles la espalda comenzó a caminar hacia lo alto del cerro.
Raquel, que lo escuchaba sentada sobre un escaloncillo de concreto, corrió tras él.
– ¡Santiago!… ¡Santiago, no te vayas!...–clamó, pero el predicar no contestó.
En largas zancadas corrió tras el subiendo de par en par las tortuosas escalinatas.
– ¿Por qué huyes? –preguntó agitada cuando logró alcanzarlo.
–No huyo Raquel. Sólo necesito silencio… ¡Por favor, déjame solo! –solicitó afligido–. Mañana volveré y conversaré contigo –prometió indulgente aquel joven de tez blanca que destilaba divinidad.
–Santiago, no comprendí las cosas que dijiste y estoy confusa –insistió la joven.
–Pronto entenderás lo que a tu entendimiento está permitido entender… ¡Ten fe, y no desmayes, joven amiga!
–Pero… –expresó impaciente a fin de retenerlo, pero no pudo.
Santiago le dio la espalda y se alejó cabizbajo. La joven lo siguió con la vista hasta que su sombra se perdió entre unos destartalados ranchos.
La tristeza de Santiago tenía un motivo. Esa misma mañana se enteró que el Vaticano había admitido las denuncias presentadas por las religiosas María O’Donohue y Maura McDonald, en las cuales, en forma cruda, revelaban la violación de centenares de monjas por sacerdotes y misioneros católicos en más de veintitrés países del mundo.
Horas antes de dirigirse a sus seguidores en La Bombilla había leído el informe que indicaba que los abusos dentro de las congregaciones religiosas habían comenzado en los años noventa y que desde entonces, en vez de irse reduciendo, se habían incrementado en forma alarmante.
Que María O’Donohue, coordinadora del programa sobre el Sida de Caritas Internacional y del Cafod (Fondo Católico de Ayuda al Desarrollo), presentó una relación sobrecogedora al presidente de los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, el cardenal español Eduardo Martínez Somal, sobre la violación indiscriminada de monjas por parte de sacerdotes católicos.
El cardenal, sorprendido por las dimensiones del problema, encargó investigar la situación a un grupo de trabajo presidido por la misma O’Donohue.
La nueva investigación –y Santiago tenía el informe más reciente en sus manos– dibujó un panorama aún más inquietante.
La lista de abusos era variada y descorazonadora. Las pesquisas incluyeron casos de novicias violadas por sacerdotes que debían otorgarles los certificados para trabajar en la diócesis. Hablaba de médicos de hospitales católicos asediados por sacerdotes que les llevaban “monjas y otras jóvenes para abortar”.
En el documento que estaba en poder de El Iluminado, O’Donohue escribió: “Un sacerdote obligó a abortar a una monja, pero ella murió durante la operación, no obstante él ofició la misa de difuntos por el eterno descanso del alma de la fallecida”.
El joven predicador sabía que los delitos de los sacerdotes son agravados por la propagación del Sida, como demostraba otro escrito redactado por la misma religiosa y entregado a las autoridades eclesiásticas.
O’Donohue comprobó que el flagelo del Sida había convertido a las religiosas en un grupo “seguro” desde el punto de vista sanitario, lo que aumentaba el interés de los sacerdotes por ellas.
A ese respecto citó el caso de la superiora de un convento que fue contactada por unos sacerdotes interesados en mantener relaciones sexuales seguras con las religiosas de su congregación.
Santiago leyó estupefacto en el informe O’Donohue que los sacerdotes les sugerían a las monjas que recurriesen a la píldora.
Se aludía, específicamente, a un convento de monjas en el que la superiora solicitó la intervención del obispo tras comprobar que un grupo de sacerdotes de la diócesis habían dejado embarazadas a veintinueve monjas. La reacción del obispo fue fulminante: la superiora fue suspendida y sustituida por otra.
Por su parte, Maura McDonald, superiora de las Hermanas Misioneras de Nuestra Señora de África, con quien Santiago tenía una gran amistad y comunicación a través de correos electrónicos, afirmaba en su informe que a veces los sacerdotes reclaman contraprestación sexual a cambio de la confesión.
En algunos países –le contó McDonald a El Iluminado las monjas tienen que afrontar las dificultades que implica el verse obligadas a abandonar la congregación si salen embarazadas. En cambio, el sacerdote trasgresor puede seguir desempeñando su ministerio.
Más allá de la rectitud moral y religiosa, hoy en día se plantea una cuestión de justicia social, y Santiago lo sabía, ya que las monjas daban a luz a sus bebés en condición de madres solteras, por lo que a menudo eran estigmatizadas y abandonadas en circunstancias socioeconómicas de suma pobreza.
Por ello, al perder su estatus dentro de la iglesia y en el sector donde vivían, eran forzadas a convertirse en la segunda o tercera mujer de un hombre. De negarse, la alternativa era prostituirse.
“La Iglesia, pensaba Santiago, en su obcecada protección a los sacerdotes criminales estaba creando monjas prostitutas en todo el planeta”.
En sus manos también reposaban documentos con denuncias probatorias de cómo muchísimos curas sostenían relaciones sexuales con mujeres y muchachas de su propia parroquia. Algunas de ellas esposas de feligreses, quienes se divorciaban por las aberraciones, tanto de sus mujeres como de los sacerdotes.
Muchos testimonios citados en la tenebrosa denuncia que Santiago había leído daban fe de que algunos sacerdotes se relacionaban con varias mujeres y tenían hijos con más de una de ellas.
El informe de O’Donohue citaba el caso de una mujer que recién convertida del Islam al cristianismo fue aceptada, después de muchas penurias, como novicia en una congregación local. Cuando fue a solicitarle al párroco el certificado correspondiente, éste la violó como requisito previo.
Como ella había sido repudiada por su familia por haber abandonado el Islam, no pudo volver a casa, por lo que se unió a la congregación, donde fue pasto de la depravación del sacerdote.
Poco tiempo después quedó embarazada. Atormentada y desolada, la novicia huyó sin rumbo fijo. Diez días después fue hallada deambulando por la selva sumida en estado catatónico.
Luego de largos dos meses, recuperada físicamente, pero marcada de por vida con un daño psíquico imborrable, fue a ver al obispo para denunciar al sacerdote. Éste aceptó la acusación, pero ante su estupor, el obispo condenó al sacerdote a tres Ave María y dos semanas de retiro.
Santiago estaba asqueado por lo que había leído en el informe que, por supuesto, no tuvo ninguna, o muy poca, repercusión en los más importantes medios de comunicación del mundo ya que la poderosa maquinaria de la Iglesia se habían encargado de silenciarlo. Lo poco que se difundió fue casi en forma clandestina. El predicador también sabía que esas aberraciones no eran nada nuevo. Que los mismos crímenes se venían cometiendo siglos tras siglos en la Iglesia de Cristo, la cual era traicionada y profanada por su sus propios mentores, y que muchos de los delitos cometidos en nombre de Dios eran aún más crueles y diabólicos, ya que la tortura y el asesinato también estaban presentes. Por eso, no podía evitar sentir ese dolor que le minaba su corazón. La Iglesia y sus ministros estaban al borde del abismo. Pese a todos los intentos que se hicieron durante milenios para ocultar esos crímenes, el aumento substancial de la podredumbre dentro de la curia era tal, que ya nadie podría contenerla. El excremento comenzaba a sobrepasar la letrina.
El predicador percibía que todo se había desbordado con furia y que brotaba por las cañerías como peste humana. Una peste que contaminaba la fe cristiana de cientos de millones de personas en el mundo. Y todo por la demencia y codicia de los conductores de la Iglesia. De jerarcas que se oponían al matrimonio de los sacerdotes pero que sí aceptaban y ocultaban, con complicidad criminal, violaciones de mujeres y niños, laceraciones, pederastia, homosexualidad entre cardenales, obispos, monseñores y demás categorías eclesiásticas, prostitución de monjas y novicias, psicopatías criminales y toda una rica y monstruosa gama de trastornos mentales entre los sacerdotes.
Sabía que la depravación llegaba a tales extremos, que hoy en día, en un insolente reto a la cordura y a la moral, los sacerdotes gay tienen sus propias website donde destapan sin tapujo todo su sucio libertinaje con diabólica y alucinante maldad.
A todo ello, a toda la descomposición que corroía los cimientos de la Iglesia, debía el predicador su indignación.
Tenía el alma desecha. No había gozo en su interior sino amargura. Esa tarde su melancolía parecía presentirla otra bandada de pájaros que regresaban a sus nidos silenciosos, sin su acostumbrado alegre trinar.
Quería estar solo. Por eso se alejó a toda prisa después de concluir sus palabras. Subió hasta lo alto del cerro y se sentó en el borde de una enmohecida baranda construida en ese desolado rincón para evitar que algún desprevenido niño o anciano cayese por el profundo barranco que apenas estaba a unos pasos. Al fondo y a la distancia, tal como una ilusión inalcanzable para los pobres pobladores de La Bombilla, se distinguía un conjunto de lujosas villas de urbanizaciones vecinas.
Aquel indómito viento que afloró de la nada durante el sermón aún susurraba en el cerro como un llanto imperecedero.
Santiago estaba tan ensimismado en sus reflexiones, que parecía no percatarse del mundo que giraba a su alrededor.
A lo lejos una delicada voz femenina rompió con la quietud del lugar. Poco a poco fue haciéndose más nítida y sonora.
– ¡Santiago!… ¡Santiago!… –se escuchaba con agobio.
Era Raquel. Respiraba con dificultad, aunque sus vivaces ojos vibraban de emoción por haberlo encontrado. Interrumpiendo la carrera se detuvo justo frente a él. Entre sofocos le sonrió, pero el predicador parecía no haberse dado cuenta de su presencia.
– ¡Qué te sucede!… ¿Te sientes mal? –preguntó impetuosa asiéndolo de los hombros.
– ¡Disculpa, Raquel!… Estaba orando y no te oí – expresó el predicador con docilidad levantando los ojos.
–No te preocupes…–manifestó mientras se sentaba a su lado–. Perdona que te haya seguido… Quería conversar contigo sobre esas denuncias… Son terribles…
–Lo sé, pero es la verdad y nadie podrá ocultarla esta vez. Debí decirlo antes… Mucho antes de que esos criminales desviasen los hechos y encubriesen a los culpables.
– ¿Cómo qué antes?... Yo creí que eso acababa de ocurrir… En la Iglesia hay mucha gente buena y de seguro harán algo –contestó afligida la joven, quien ya había recuperado el aliento.
–Si lo sé, hay gente buena entre ellos –asintió Santiago–, pero hoy en día la Iglesia es como un animal muerto y corrupto que comienza a ser invadido por gusanos... Mi misión es evitar que la destruyan totalmente… Por eso he venido… ¡Por eso estoy aquí!... Debo cumplir con los designios del Todopoderoso… Tengo que salvar a la Iglesia Católica y reconstruirla en base a la verdadera palabra de Dios.
– ¿Pero cómo podrás? –interrogó asombrada la joven–. ¡Por favor, Santiago, tranquilízate!... Necesitas descansar… No me gusta verte así –dijo para consolarlo mientras cariñosamente le acariciaba el cabello.
Raquel lo miraba con ternura. En sus ojos se percibía algo más que preocupación.
Sus pupilas resplandecían con el brillo inconfundible que sólo el amor puede pincelar. Su piel, tersa y blanca, semejaba una escultura inmaculada bajo aquel ligero vestido color rosa que cubría su delgada y bien contorneada figura.
El predicador estaba demasiado sumergido en sus pensamientos para advertir la primaveral belleza de aquella jovencita que con sus esplendorosos ojos azules se lo devoraba.
–Son tantos los crímenes cometidos en nombre de Dios, que no puedo estar tranquilo. Mi corazón sangra de igual forma como sangran las heridas de los mártires, de aquellos que mueren por la violencia de la guerra y del hambre –sentenció tomándole la mano, la cual apretó contra su pecho.
– ¡Lo sé! –exclamó la joven en largo suspiró.
–Lo que he revelado no es nada nuevo ni el comienzo, sino otro signo de la perversión en que ha caído la Iglesia…–añadió Santiago conmovido–. ¿A cuántos centenares de miles torturaron y mataron durante la Inquisición por el sólo hecho de ignorar o desconocer algunas “verdades” de la Iglesia?... Se divertían friéndolos en las hogueras por herejes… ¡Eran unos sádicos y no monjes de Dios!... Y ahora, en pleno siglo XXI, siguen pecando impunemente… ¿Por qué el Vaticano no intervino si sabía que los nazis estaban exterminando a millones de judíos?... –se preguntó agitando la cabeza, condenado aquellos miserables crímenes.
– ¡No lo sé!… Hablas de cosas que poco entiendo –contestó con dulce franqueza recostando su rostro sobre el hombro del predicador.
–El Papa Pío XII lo sabía y no hizo nada… ¿No es eso un crimen?... ¿No fue cómplice por omisión?... ¿No fue tan criminal su actitud como la de los verdugos?... La Iglesia, sin duda alguna, fue cómplice del festín sangriento… El que calla otorga… Más importante era, y lo sigue siendo, preservar el poder de los parásitos que moran en el Vaticano que salvar a millones de seres humanos.
Santiago estaba desconsolado. Su dolor destilaba amargura e indignación. Infructuosamente Raquel trataba de interrumpirlo.
– ¡Qué asquerosa deshonra!.. ¿Error imperdonable?... ¿A la Iglesia se le ocurrirá la sabia decisión de esperar quinientos años para pedirle perdón a los judíos por el holocausto que ellos mismos impulsaron?... ¡Por destruirlos en nombre de Dios!... ¿Qué están haciendo ahora cuando anualmente más de un millón de niños, sólo en África, mueren de hambre?… ¿Qué hacen cuando cada tres segundos muere un niño de hambre en el mundo?... ¡Nada, por supuesto! ¿Estará el Vaticano planificando pedir dentro de mil años disculpas a la humanidad por su indolencia?… ¿Es esa, según la Iglesia, la voluntad de Dios?... ¿Es voluntad de Dios que el Vaticano se cruce de brazos siendo el Estado más pequeño y al mismo tiempo el más rico del mundo?... ¿Dónde está la caridad humana que predican farisaicamente en las iglesias?... ¡No, amiga mía!... ¡El mundo está podrido y la Iglesia es su más indigno reflejo!
Santiago estaba desatado. Pese al furor, al verbo fogoso, en sus palabras podía percibirse una plegaría con olor a misericordia.
–Por favor, no te atormentes más –rogó Raquel–. Te hace daño. Tú ya haces demasiado. Para nosotros eres nuestro salvador, nuestro guía, la única luz que nos ha iluminado…
–Es sólo parte de mi misión, Raquel, pero todo es muy complejo, más de lo que imaginas…
–Te queremos porque nos hablas con la verdad y la practicas y eres de los pocos que se han quedado entre nosotros… Los políticos suben el cerro cuando necesitan nuestros votos… Van y vienen, pero tú no, Santiago… Tú estás con nosotros, eres de nosotros… ¡De los nuestros!… –expresó sonriendo a fin de sacarlo de su tribulación.
Raquel hablaba con el corazón abierto. Sus palabras florecían con sentimiento puro.
Santiago comenzó a prestarle atención. Aquella delicada y hermosa muchacha había aprendido más del mundo que muchos otros jóvenes que, a diferencia de ella, tuvieron la oportunidad de estudiar en costosos colegios y posteriormente en universidades privadas.
–Los políticos creen –continúo después de un suspiro y batir su larga cabellera al aire– que somos ignorantes y que nos convencen con sus mentiras cada vez que vienen al barrio… Se los hacemos creer… ¡Después votamos por quien nos da la gana o, simplemente, no votamos!… Nos da igual gane quien gane, ya que siempre nos olvidan y nunca hacen nada por nosotros. Pero tú sí, Santiago… Tú nos has devuelto la fe –dijo emocionada dejando rodar una pequeña lágrima por su mejilla.
–No es suficiente Raquel, no es suficiente – señaló Santiago abrazándola mientras con uno de sus dedos contenía aquella perla reluciente que descorría por el rostro de la muchacha. Luego, ansioso y apretándola fuerte contra el pecho, agregó: –Raquel, tengo que hacer algo y pronto… El tiempo se me acaba, lo sé… El momento se acerca…
– ¿Qué quieres decir con eso de que el tiempo se te acaba? –indagó intranquila la joven.
–No es nada Raquel, sólo un decir… Una forma de hablar… –apresuró a contestarle evadiendo una respuesta precisa–. Me impaciento, es todo… A veces me siento indefenso y no sé cómo contener el desastre y las injusticias.
–Te entiendo, porque lo mismo me pasa a mí.
–Lo que sucede Raquel, es que el mundo se ha convertido en una nueva Torre de Babel. Aunque la gente hoy en día hable el mismo idioma y tenga formas de comunicación superavanzadas, está sucediendo lo mismo que en la bíblica Babel: ¡Nadie se entiende! –profirió mientras con ambas manos se alisaba el cabello hacia atrás.
–La vida es un embrollo… Todo está pata pa´arriba… Es la pura verdad –ratificó pensativa la joven.
–El odio y la ambición tienen sumida a la humanidad en una sórdida confusión, en depredaciones intestinas y guerras... –expresó convencido el predicador–. Hermanos contra hermanos luchan diariamente entre sí, tanto en guerras fraticidas o militares, donde el olor a sangre y muerte los seduce. Como en luchas económicas, donde el barniz del papel moneda y la riqueza obnubilan sus almas y enloquece su ser sin saber realmente porqué combaten… ¿Por los territorios?... ¿Por el poder y el dinero? –se preguntó frenético–. ¡No!... No… Luchan para dominarse, para aniquilarse o poseerse los unos a los otros. En sus atormentados propósitos sólo hay fines banales y de riqueza, tan perecederos como ellos mismos… Y si para conseguirlo hay que matar, no dudan en hacerlo… El hombre se ha convertido en un animal abominable… En un instrumento de muerte…
–Son tan transparentes tus palabras, que ahora te entiendo mejor… Esa es la realidad… Cruel, pero es la realidad.
–Lo que más atemoriza al hombre, Raquel, es la conciencia de su propia e irremediable muerte –aseveró juntando sus manos en forma de rezo –. Con su actitud humillan a Dios. Y mientras ellos se aniquilan, el hambre y las injusticias se apoderan del mundo, exterminándolo y envileciéndolo, querida y joven amiga –sentenció acariciándole el rostro.
–No es nada nuevo… Siempre ha sido así, lo se hasta yo, que apenas he estudiado unos pocos años.
–La violencia del hambre, mi bella amiga, es asesina, es el holocausto de los desposeídos, y a nadie parece importarle. En la Tierra hoy en día todo es guerra, confusión y muerte. Es la locura del hombre la que mata al hombre… El hombre será víctima de su codicia y perecerá aniquilado por su propia confusión…
– ¿Qué dices?... Creo que eso nunca sucederá… Santiago, no soy tan tonta como parezco. He leído periódicos y algunos libros… ¿Por qué ese sentimiento tan negativo?
–Amiga mía, porque han despreciado la omnipotencia del poder de Dios, poder el cual, absurdamente, en su miopía, los hombres han sustituido y creen encontrarlo en el dinero y posesiones… El mundo está huérfano de fe… La maldad se ha apoderado del mundo.
Raquel, cobijada al calor del cuerpo de Santiago, lo escuchaba embelesada. Su semblante irradiaba una luz que sólo la felicidad podía prodigar. En cada uno de sus profundos suspiros parecía encender una esperanza que sólo ella, en sus adentros, y el Altísimo conocían.
De pronto Santiago calló y se puso a contemplar el cielo.
Los latidos del corazón de Raquel se percibían como sordos tañidos de campanas que hablaban un lenguaje que sólo el amor sabe hablar.
Los últimos resplandores de la tarde comenzaban a robarle el brillo al cerro La Bombilla. Abajo, en la gran ciudad, como dirigidas por los acordes de una sinfonía de Bach, el centenar de luces que alfombraban las extensas autopistas y avenidas comenzaban a encenderse ondulantes al ritmo de sueños y fantasías.
Los dos jóvenes permanecían apretados uno al otro como si el tiempo estuviese detenido. Callados miraban a la distancia como la ciudad que tenían a sus pies, abajo, se iba transfigurando entre sombras y luces.
El bufido de un perro callejero que escarbaba entre un montón de basura, regresó a Santiago a la realidad.
– ¡Observa fijamente a un perro manso en los ojos y verás a un ángel! –soltó imprevistamente.
– ¿Qué?... ¿Te has vuelto loco o te estás burlando de mí? –respondió vivaz Raquel.
– ¡No!... No… –sonrió Santiago apartándola delicadamente de su cuerpo–. Lo que pasa es que nunca te has detenido a verlo. ¡Hazlo y lo comprobarás por ti misma!... Es una experiencia maravillosa. Cuando lo logres, sentirás un goce interior indescriptible… ¡Verás a un ángel de verdad-verdad! –aseveró risueño, como si el disparate que acaba de salir de su boca fuese lo más común y normal del mundo.
– ¿Un ángel?… ¿Ángeles aquí en el barrio? –interrogó asombrada la joven abriendo incrédula sus enormes ojos.
–Hay muchos ángeles aquí, en la Tierra, pero nadie se fija, Raquel….Nadie quiere verlos… Están a su lado y no se percatan de ello… Los hombres están muy atareados matándose los unos a los otros a fin de conseguir equivocadamente la felicidad a través de los bienes materiales y no saben que la felicidad está en cada rincón, en cada esquina, como en la que nos encontramos ahora.
– ¡Sí, es verdad!… Aquí me siento muy feliz y dichosa –expresó, y para sus adentros, con un suspiro, se dijo: “¡Y no sabes cuánto!”.
–El secreto de la felicidad es el amor y el amor es símbolo indisoluble de la fe. No puede existir el uno sin el otro... ¿Los ángeles?… ¡Claro que los hay!... Muchos, por montones... Aquí, y muy cerca de nosotros...
El tono de la voz de Santiago fluía natural, como si lo que estaba diciendo era algo tan obvio y normal como el cielo y las estrellas que tenían sobre sus cabezas.
–Sólo hay que saber mirar con fe y sumisión sincera, de otra manera nunca los verás –arguyó mientras la joven, pasmada, no se perdía ni uno de sus más mínimos movimientos–. Un loco callejero, un solitario vagabundo o el más sucio y harapiento de los mendigos, puede ser un ángel.
– ¿Cómo?... ¿No te estarás burlando de mí, verdad? –rezongó Raquel frunciendo el ceño.
–Sólo obsérvalos en los ojos con fe y te será develado el don y la verdad divina… ¿Ángeles?... Ángeles hay por doquier en la Tierra. Están en la mirada de un niño, en el aroma de una flor o en una gota de rocío. Únicamente esperan el momento preciso para despojarse de sus camuflajes y tocar las trompetas cuando el día haya llegado.
–Pero en la iglesia nunca nos han dicho eso. Tampoco, hasta ahora, he visto a un sacerdote ayudar a un pordiosero –reflexionó la joven–. Más bien los sacan de las iglesias para que no molesten con sus pedideras a los ricos que van a escuchar misa, que son los mismos a los que después los sacerdotes les quitan dinero porque les dicen que Dios los va a perdonar y que serán salvados el día del Juicio y todo esa vaina que ellos se inventan… Tú sabes… Todo para sacarles dinero… En cambio a los mendigos los botan, sólo pueden estar fuera de las iglesias y de vaina…
– ¡Lo sé!... Lo sé Raquel, pero no debe ser así. Esa no es la Iglesia que fundó Jesucristo ni la que quiere Dios. Esa es la Iglesia de los hombres, hecha por ellos a su imagen y semejanza, con sus defectos, imperfecciones y maltrechas virtudes, pero no la de Dios –comentó–. Al no cumplir con el mandato divino de humildad y misericordia se convierten en farsantes, en unos simples políticos de la cristiandad.
–Es verdad, no existe piedad en la Iglesia –confirmó pensativa la muchacha.
–Pero no debería ser así, amiga mía. Además, ¿quién o qué es la Iglesia actual para adulterar los mandatos de Dios? –preguntó esperando una respuesta que no llegó.
La muchacha no salía de su encanto. Una fascinación irrefrenable absorbía cada centímetro de su piel. Percibía que el corazón estaba a punto de desbordársele.
– ¿Por qué a través de los siglos muchos de sus jerarcas, Papas y cardenales y otros bandidos vestidos con hábitos de monje, tergiversaron en forma inmoral las escrituras y confundieron a los hombres en su fe?... Estas, Raquel, son dos preguntas que me repito constantemente… ¡Eran hijos del diablo, no de Dios!...
– ¡Estoy de acuerdo contigo! –asintió la muchacha sin comprender las reflexiones de Santiago, aunque lo escuchaba con atención.
–Esa no fue la misión encomendada por Jesucristo a sus apóstoles... El no quería división ni discriminaciones, por el contrario, buscaba la unión de todos los pueblos a través de la fe cristiana… Pecadores y no pecadores, bajo los ojos de Dios, son un mismo todo amoroso, único e indisoluble.
– ¿Cómo es eso? –preguntó desconcertada agitando las manos.
–El mal, bella niña, se corrige con el bien. Y el bien promueve la reconciliación y el perdón entre los hombres –explicó tomándole la mano con ternura–. El perdón es fe, no humillación. Sólo aquellos que pueden perdonar están con Dios, porque en Dios no hay condena, sino reconciliación y paz. ¡Allá de aquellos que no perdonan ni se arrepienten!
–Entiendo Santiago, pero no me digas niña porque soy una mujer echa y derecha… Ya tengo diecinueve años, ¿sabes? –señaló retirando suavemente la mano de la suya–. Creo en lo que dices… Lo viví en carne propia con mi mamá… Tú la conoces, sabes que es una mujer buena, que ayuda a la gente aunque no tenga ni para nosotros… –explicó. Luego, abriendo más que de costumbre sus grandes ojos, como buscando mayor contundencia a sus palabras, agregó–: Mi mamá es tan devota, que la he visto ayunar luego que le regala a los vecinos la poca comida que nos queda… Cuando la veo orar, y lo hace todos los días, parece una santa –afirmó inquieta mientras se acariciaba las rodillas con ambas manos–. Ella es muy pura, pero los sacerdotes la tienen confundida… Le niegan la comunión porque dicen que es una mujer divorciada…
– Farsantes... ¡Hipócritas pecadores! –exclamó Santiago interrumpiéndola–. ¡Pero ellos si toman la comunión después de violar aberradamente a jóvenes y monjas!
– ¡Que barbaridad!... ¿Será por eso que mucha gente ya no va a misa?… Mis amigos ya no creen en esos zamuros… Dicen que son mala gente… Gente acomplejada… –remachó Raquel.
–No todos… Hay que ser justos y no se puede generalizar… El peor mal está en las cabezas, en los jefes de la Iglesia…
–Santiago, si me permites, te voy a contar algo que me dejó pasmada. Quiero que me des tú opinión.
–Dime… Te escucho… Si está en mi poder valorizar lo que me dirás lo haré –afirmó el joven predicador.
–Hace varios meses una amiga mía fue a buscar al cura porque su mamá se estaba muriendo… Quería que le diese la extremaunción. Llorando y con el corazón deshecho salió corriendo cerro abajo. Eran casi las dos de la tarde… Como a la media hora llegó a la iglesia y desesperada se puso a tocar la puerta de la sacristía. –Contenta por la atención que le estaba prestando el predicador, la joven hizo una corta pausa para tomar aire y enseguida prosiguió–: Como nadie respondía, se iba a ir. Apenas dio la espalda a la puerta una señora la abrió para atenderla. Mi amiga le explicó la urgencia, pero la señora le dijo que no podía hacer nada, que volviera más tarde. Que el cura estaba haciendo la siesta y que sus órdenes eran terminantes: por nada en el mundo deberían despertarlo… La pobre se fue. Volvió al cerro y vio que su mamá empeoraba. Sabía que pronto moriría. Por eso, pasadas algunas horas volvió a la iglesia, pero esta vez le vinieron con el cuento de que el cura no estaba, que se había ido a la barbería…
–Fue una indolencia criminal… Son las actitudes que socavan la fe en Cristo…Sé que eso ocurre Raquel, pero hay cosas aún peores… Mucho peores, donde la vida de millares de personas está en peligro.
–Si tú lo dices, te creo… Santiago, tú nos has abierto los ojos en muchas cosas… ¡Gracias a Dios qué estás en el barrio!... Le has devuelto la fe a muchos… A muchos, y yo los conozco, que estaban metidos en la maldad… ¡Tú entiendes! –afirmó tomándole ahora ella la mano.
–Pronto se revelerá la verdad, Raquel… La justicia divina caerá sobre los hombres y la Iglesia será reconstruida –sentenció para serenarla.
–Mi papá, y me duele decirlo, era un hombre malo, confundido –refirió Raquel arrastrada por los recuerdos, como queriendo contarle en un momento toda su vida–. Maltrataba mucho a mi mamá. Siempre que llegaba borracho, que eran casi todos los días, excepto los lunes, porque, según decía, “tenía que llegar ‘sanito’ al trabajo”, le daba grandes palizas, ¡y por nada!... Era un bruto… ¡Un frustrado cobarde!... Un día casi la mata –relató aterrorizada, como si aquellas terribles escenas del pasado se repetían delante de sus ojos como en una película. Tragó saliva y ansiosa continuó–: Los vecinos me ayudaron a llevarla al Puesto de Socorro… Tenía un ojo casi desprendido… Los médicos que la atendieron le hicieron varias radiografías y dijeron que también tenía dos costillas rotas, además de moretones, excoriaciones y todo eso, en piernas y brazos…
–No sigas… No te sigas haciendo daño Raquel… Con eso no solucionarás nada… Solo te harás daño…
–Lo sé, pero tengo que desahogarme… Disculpa y escúchame sólo un minutito más… Esa vez pasó dos semanas hospitalizada… ¡Te lo juro!... Después que se recuperó huimos del barrio. Nos fuimos lejos… Estábamos felices y vivíamos sin angustias… –Calló. Su rostro, que momentos antes parecía iluminado de esperanza, ensombreció de nuevo–. Pasado un año nos encontró y se volvió a prender la pelea… Lo de siempre… Peleas y discusiones, pero esa vez, pese a que mi madre recibió varios golpes, no lo dejó entrar a la casa. Al poco tiempo salió el divorcio, que fue otro problema, pero al fin mi mamá pudo sacárselo de encima… No fue fácil, pero lo logró. Por eso Santiago me parece una injusticia que después de todo lo que pasó no la dejen comulgar.
–No te preocupes bella amiga, Dios hará justicia. Negar la comunión a los divorciados es otra aberración de esta decadente Iglesia Católica que, después de tantos siglos de progresos y enseñanzas cristianas, todavía vive en un conveniente y medieval oscurantismo.
– ¡No entiendo!… Y no me reproches…No me digas que esa es mi palabra preferida porque me voy a poner brava, pero dime: ¿Por qué si uno busca acercarse a la Iglesia esta le cierra la puerta? –indagó con ingenuidad infantil.
–Todo, hoy en día, es muy confuso. Hay muchos intereses… La Iglesia está corrompida… –trató de explicar Santiago con palabras simples–. Lo que le pasa a tú mamá es, además de injusto, es absurdo –aclaró–. Lo mismo sucede con millones de creyentes en todo el mundo… La Iglesia, en vez de sumar, se empeña con terquedad en dividir, ya que no es capaz de organizar y soportar en sus hombros el poder omnipotente y supremo de la fe en Cristo.
–Entonces, ¿por qué tratan de obligar a la gente a que vaya a misa? –preguntó embrollada la joven.
–A la Iglesia actual le interesa muy poco, o nada, que el mundo entero se vuelque a la palabra de Cristo –sentenció Santiago con voz grave y seguro de lo que estaba diciendo–. Sería complicarle la comodidad de sus vidas… A ellos únicamente les importa preservar su poder compacto, sin mucho alboroto ni más fieles, ya que serían, y de hecho lo son, incapaces de manejar y, entiende bien, de ma-ni-pu-lar –dijo deletreando cada sílaba con énfasis y dicción inequívoca– a tantos millones de personas al mismo tiempo. Eso escapa de su radio organizativo. Entonces, lo mejor para la Iglesia es seguir la maquiavélica sugerencia de dividir para seguir reinando en ‘paz’ pecadora…
Santiago calló deliberadamente y le brindó una tierna mirada. Raquel estaba emocionada, ya que nunca había visto a Santiago hablar de esa forma. Mucho menos tenerlo tan cerca y haberse recostado de su hombro o de posar su mano en la suya. Nunca hubiese imaginado tanta dicha.
–Que un divorciado no pueda comulgar no es un mandato de Dios, sino una superficial interpretación humana de las escrituras. Una interpretación discriminatoria que conlleva un soberbio odio en sus entrañas... Un hombre de amor y fe como Jesucristo nunca hubiese permitido semejante atropello… Como tampoco es Ley de Dios que los sacerdotes no puedan casarse… ¡Eso es mentira!... Es otra manipulación de la Iglesia.
– ¿Entonces en la Iglesia todo es engaño? –preguntó Raquel con espontánea inocencia.
–Te responderé, inquieta muchachita, diciéndote que todos los profetas y muchos de los apóstoles de Cristo eran hombres casados, con hijos y una familia numerosa.
–Nunca pensé en eso... Pero, por favor, Santiago, ya no me llames más muchachita porque ya soy una mujer hecha y derecha.
–Está bien, mujer hecha y derecha –repitió parodiándola–. A los sacerdotes no les permiten casarse por una decisión unilateral, incoherente y sumamente egoísta de la Iglesia, que no proviene de Dios ni de las enseñanzas de Cristo… ¿Comprendes? –interrogó para cerciorase de que estaba siendo claro.
. ¡Si!... Si, entiendo –contestó Raquel, aunque ahora estaba más pendiente del hombre, de sus ojos y expresiones, que de sus instructivas palabras.
–Es una decisión –repitió el predicador– egoísta y malvada, porque, según obvias y oscuras intenciones, para mantener a los sacerdotes bajo su control, dominio y vigilancia, la Iglesia necesita supervisar cada uno de sus pasos las veinticuatro horas del día en cada uno de los instante de toda su vida y para lograrlo deben tenerlos ubicados y encerrados en sus claustros… Para alcanzar ese fin, durante siglos formaron una red de espionaje e inteligencia a través de parroquias y obispados… Por eso en sus inicios todos son confinados, a fin de lavarles el cerebro, en conventos, monasterios y retiros… ¿Entiendes lo que digo? –preguntó observando su reacción.
– ¡Sí!... Si… –remachó–. Pero, ¿por qué ocurre eso? –preguntó extrañada por semejante enredo.
–Las autoridades eclesiásticas ven como insano que los sacerdotes se casen, que se distraigan en la Sagrada Familia y en sus propios hijos, un sólo segundo de sus vidas y quehaceres apostólicos. Esa es, simple y llanamente, la esclavitud del sacerdocio. Una esclavitud pecaminosa y denigrante a la condición humana… ¡Es la “santa” dictadura de la Iglesia!
– ¿Por qué el matrimonio te parece tan importante entre los sacerdotes? –interrumpió Raquel, esta vez totalmente desorientada.
–Porque es injusto pedirle a un hombre, por más votos de castidad que haga y por más vocación hacia Cristo que tenga, veinticuatro horas sobre veinticuatro horas de abstención en pensamientos, palabras y obras en un mundo donde hay tanta provocación, placer, insinuación y libertinaje… Es algo imposible de dominar –precisó–. Por eso entre los sacerdotes, obispos, monseñores y en quien tú menos te imaginas, hay tantas aberraciones y desviaciones sexuales, espirituales y mentales.
– Ahora sí entendí… Pienso que si le permitiesen casarse no pasarían por tantas cosas malas… ¡Pobrecitos! –exclamó apiadándose.
El joven predicador la observó fijamente, sin embargo su mente estaba divagando en un tiempo que no parecía terrenal.
Sus ojos irradiaban un esplendor etéreo. En su brillo se revelaba algo divino e inexplicable. Era apenas un muchacho, un muchacho como cualquier otro, pero sus reflexiones brotaban de su boca con tal espiritual sabiduría, que cualquiera lo hubiese confundido con un ilustrado anciano o un ser ungido por un don celestial, de allí el apodo de El Iluminado, que le endosaron en el barrio.
– Raquel, el matrimonio es un sacramento instituido por Dios y protegido por sus mandamientos... Es un sacramento divino… Es el símbolo de la unión del hombre con Dios. ¿Quién dijo que está permitido para unos y para otros no? –se interrogó, y luego, como impulsado por una revelación, continuó–: Dios me pidió que le recordase a los sacerdotes de la Tierra que, por voluntad divina, pueden casarse libremente y sin presión, cuándo, dónde y con quién quieran y que por ello serán bendecidos, así como las familias que procreen… ¡Serán bendecidos por la gracia de Dios!... – hizo una corta pausa, y como si hubiese regresado del infinito, agregó–: La familia es un don divino y para todos por igual… Si la Iglesia cumpliese ese precepto acabarían las aberraciones y locuras “benditas”… Se evitaría el cisma que está por venir…
Santiago guardó silencio. La noche, en su apresurada marcha, parecía querer tragarse en las penumbras cada rastro de luz que quedaba en el cerro. De su semblante se fue disipando aquel indescriptible aspecto que tenía segundos antes. Su voz ya no parecía venir de las bóvedas celestes. Era otro ser, más terreno, más elemental, que pocos segundos antes.
–Perdona que te atormente con mis palabras, pero no puedo dejar de pensar en la maldad de algunos seres –se justificó casi en murmullo.
–Santiago, estoy feliz de estar a tu lado, escuchándote, aprendiendo… En nada me molestas –objetó la joven prodigándole una tierna mirada que hablaba de amor.
–Gracias por entender… Pero es tarde… Tengo que irme –expresó inesperadamente y a manera de disculpa, adujo: –Tengo problemas con la moto... Hoy no quería encender y me costó un rezo a San Ignacio hacerla volver en sí –afirmó bosquejando una impaciente sonrisa–… Mañana, si Dios quiere, le chequearé la batería y…
– ¡Por favor, no te vayas todavía! –rogó Raquel dibujando una tierna mirada en su rostro–. ¡Quédate un poquito más!… Todo lo que has dicho me hace sentir bien y estoy totalmente de acuerdo contigo en todo.
–Lo sé, dulce amiga, Dios es justicia todopoderosa, pero la Iglesia parece haberlo olvidado. Pregonan y publican en sus libros religiosos que “sin el derecho al matrimonio y a la procreación no existe la dignidad humana”. De acuerdo a esos postulados los sacerdotes son seres indignos a la condición humana porque no tienen derecho a casarse ni a tener hijos… ¡Absurdo! –sentenció mientras Raquel no dejaba de clavarle sus hermosos ojos–. ¿O será qué unos simples votos de castidad dispensan a los sacerdotes de ser indignos?... ¡Qué imbecilidad más ruin!... ¡Todos los sacerdotes deberían casarse y tener hijos! –recalcó convencido de que era lo mejor para ellos.
–Tienes razón Santiago… ¿Qué tiene que ver el matrimonio con la pureza del alma?… Hacen ver como si casarse fuese un pecado mortal.
–Creo que un sacerdote con esposa e hijos sería más útil para el cristianismo y la fe. El sacerdote casado estará más cerca de la comprensión humana cuando tenga su propia familia. Podrá palpar en carne propia el milagro de la vida a través del nacimiento de sus hijos… No sé si me explico, Raquel –preguntó haciendo un gesto con las manos.
– ¡Claro que sí!… Es tan simple, que hasta yo lo entiendo.
Santiago la contempló satisfecho. La joven absorbía con relativa facilidad lo que la Iglesia se había resistido admitir tercamente durante muchos siglos.
–Estando unido en matrimonio, el sacerdote viviría la experiencia católica de su propia familia en Cristo… Experimentaría su crecimiento, conduciría la educación de sus hijos y observaría su posterior comportamiento como hombres de Dios en la sociedad… ¿Te parece eso malo, Raquel? –indagó, y al ver que la joven movía la cabeza negativamente, agregó–: Serían vivencias únicas. Experiencias que les darían más sabiduría y comprensión sobre la santa misión que tiene que cumplir un cristiano en la Tierra… Pero, bajo los actuales preceptos, todo es incomprensible… Todo es confusión… La Iglesia confunde… –sentenció agitando las manos.
Hizo una pausa. En sus ojos se percibía un rasgo que sólo la duda puede bosquejar. Vacilante se pasó la mano por la frente. Sentía las sienes estallar. Dudó una vez más. No estaba seguro si debía decir lo que iba a decir. Pensaba que Raquel era demasiado joven para comprenderlo. De pronto, pese a la momentánea indecisión, sus labios comenzaron a moverse.
–Raquel, la Iglesia está contra el aborto no por motivos éticos o divinos. ¡No!... Se burla del mundo… ¿Por qué entonces exige el aborto de monjas violadas y sometidas a las más aberrantes torturas sexuales por sacerdotes que se dicen hombres de Dios, pero que en realidad son discípulos del diablo?... A eso yo le llamo complicidad criminal –señaló.
– ¡Oh, qué Dios nos libre de tanta maldad!... ¡María Santísima evita que eso siga sucediendo! –exclamó la muchacha haciéndose la señal de la cruz.
En su frágil hermosura Raquel semejaba una flor virginal. Con cada palabra de Santiago sus pupilas reclamaban a gritos justicia y, también, porque ya no podía ocultarlo más, ¡amor!... Un amor puro y sublime.
–Esos indignos sacerdotes no sólo violan la ley de los hombres sino también pisotean, en nombre de Cristo, todos los principios de la Ley Divina…
–No sigas… ¡Por favor, no sigas Santiago!... Hablemos de otra cosa…
–Pisotean el nombre de ese Dios que ellos dicen representar en la Tierra. Es una actitud repugnante y vil… Pero hoy… Hoy… –expresó turbado sin poder concluir lo que pensaba decir.
Bajó la cabeza. Apoyó los codos sobre sus muslos y con los pulgares se palpó las sienes. Cuando sus dedos se posaron sobre aquellas venas incoloras y palpitantes, sus ojos humedecieron.
– ¡Tranquilízate, Santiago!... ¡Tranquilízate! –apremió Raquel–. No sigas torturándote porque me destrozas el corazón… ¡No pienses más en eso, por favor!… Pero si te desahoga… Si aplaca tu sufrimiento, dime lo que quieras… Estoy contigo y te apoyaré en todo –expresó abrazándolo.
–Me entristece que tantas monjas misioneras hayan sido violadas por sacerdotes de su misma congregación.
– ¡Qué criminales!... Ya nadie puede confiar en ellos…
–También hay otras cosas, igualmente funestas, Raquel… Me enteré de algo muy maligno... Existen miles de millares de curas gay que con la complicidad de la Iglesia abusan, perversa y constantemente, de los inocentes niños que los padres confían a sus cuidados en escuelas y colegios católicos… Lo más abominable de todo esto, es que algunos de ellos solicitan permiso a sus superiores para casarse en rito homosexual… No lo quise decir en el cerro porque era demasiado duro –confesó compungido–. En el barrio ya hay suficiente dolor, no merecen sufrir por los crímenes de otros… Por eso no lo dije…
– Lo sé Santiago… Durante el sermón yo estaba entre la gente... Todos estábamos asombrados… ¿Y es qué nunca se acabará la maldad?... ¡Qué asco, qué basura, Dios mío! –se lamentó la joven echando hacia atrás su rubio y largo cabello.
–En las iglesias hay muchos sacerdotes buenos, casi santos, aunque los malos los superan tres a uno… En el día de la revelación ellos serán nuestros aliados… Los muros de la Iglesia tienen que ser removidos para expulsar a los adictos del mal… ¡Por eso estoy aquí!... Por eso el Padre me envió… Debo limpiar y purificar la Iglesia… ¡Satán la ha invadido! –afirmó categórico, acariciándose la incipiente barba que comenzaba a despuntar en su rostro.
14
John Dark acababa de aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía. En el avión se había cambiado de ropa. La chemise negra la sustituyó por una camisa blanca de puños y en el bolsillo superior del saco acomodó con desenfado un pañuelo blanco.
El ex combatiente de Afganistán pasó por inmigración como cualquier otro turista, sin ningún problema. De ahí siguió directo hacia la salida llevando el pequeño maletín, único equipaje que traía consigo, el cual las autoridades aduanales de Bologna le permitieron embarcarlo como bulto de mano.
Antes de dejar las instalaciones aeroportuarias se dirigió al lavabo, donde de un tirón se arrancó el bigote postizo. Después se lavó bien las manos con un pequeño jabón que sacó de un estuche que tenía guardado en unos de los bolsillos de la chaqueta.
Una vez en la calle solicitó los servicios de un taxi que estaba aparcado a pocos metros de una de las salidas de la Terminal Aérea. Cuando el auto se detuvo a su lado abrió la portezuela y se sentó en el asiento trasero.
–Al hotel Tamanaco, por favor – ordenó con claro acento español.
El chofer, abobado por el sofocante calor del litoral playero donde está ubicado el aeropuerto, no preguntó nada de momento. Sin embargo, después que tomó la autopista que conducía a Caracas, buscó entablar conversación. No lo hacía por ninguna cortesía, sino para sopesar que tan incauto era aquel turista recién llegado. Si no tenía un adecuado conocimiento de las vías de la capital o el cambio de la moneda local, sería víctima ideal para ser timado al momento de requerir la cuenta. No era nada nuevo. Sólo un viejo y astuto truco que utilizan algunos inescrupulosos taxistas en casi todos los aeropuertos del mundo.
– ¿Viene de paseo o de negocios?... ¿Le gusta Caracas? –preguntó con naturalidad.
John, no dispuesto a hablar con extraños, se hizo el desentendido. Se reclinó del respaldar y cerró los ojos, denotando cansancio, por lo que al conductor no le quedó más remedio que encender la radio, la cual puso a bajo volumen, y quedarse callado.
Luego de subir por la autopista de La Guaira, que es la única vía rápida a la capital, y de resignarse a varios quilómetros del infernal tráfico urbano, el taxi se detuvo frente al lobby del majestuoso Hotel Tamanaco, una joya arquitectónica construida en los albores de los años cincuenta y el cinco estrellas más antiguo de la ciudad.
En la recepción Dark mostró el pasaporte y se registró sin problemas. Su reservación había sido hecha con antelación por sus mentores días antes de salir de Ravenna.
Después de pasar la tarjeta electrónica por la ranura de la habitación 515, ubicada en el quinto piso del hotel, entró y cerró la puerta tras de si. Apoyó el pequeño maletín sobre el sofá que estaba cerca del guardarropa y sin siquiera lavarse la cara después de aquel viaje tan caluroso ya que el taxista tenía el aire acondicionado dañado, tomó el teléfono, marcó un número que tenía anotado en una pequeña agenda de cuero negra y esperó unos segundos.
–Soy El Caballero enviado desde Ravenna. Acabo de llegar… ¿Todo sigue igual, no hay cambios? –expresó al escuchar una voz del otro lado de la línea.
– Sí, todo sigue igual, pero, por favor, déme la contraseña –solicitaron del otro lado de la línea.
–La espada de Dios vencerá –precisó John Dark.
–Y nunca será doblegada –contestó su misterioso interlocutor, quien era nada menos que Serafino Anás, el Prior de la Misión de San Felipe.
– ¿El paquete con los utensilios de trabajo están listos? –indagó el recién llegado.
–Todo, tal como ustedes lo pidió y le será entregado en la dirección convenida.
–Bien, me volveré a comunicar con usted cuando lo crea conveniente –puntualizó el ex veterano de Afganistán antes de colgar.
John Dark era la persona a la que se refería Serafino durante la celebración del conclave. Era el Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia, que había solicitado a sus superiores de Roma que le enviase. Cuando le preguntó al prior sobre “los utensilios de trabajos” se refería a armas.
Los Justicieros de Dios pertenecen a una congregación muy especial y hermética del Vaticano y únicamente siguen órdenes de algunos altos prelados de la Santa Sede, cuya identidad es conocida por muy pocos. Al ser admitidos a la orden, Los Justicieros hacen un riguroso voto de silencio y juran sacrificar sus propias vidas y la de quien fuese necesario, a fin de no revelar la verdad sobre su existencia.
Desde tiempos remotos hombres como Dark y hasta legiones de ellos, han servido a la Santa Iglesia. Su pasado se remonta a Los Caballeros de Dios, una secta secreta que nació en el siglo XIII debido a una escisión que sufrió la Orden de Los Templarios, unos duros monjes-guerreros, la cual había sido fundada en 1118 por Hugo de Payns y otros ocho caballeros franceses, compañeros de Godofredo de Bouillon, Duque de Lorena, conquistador, libertador de Jerusalén y jefe de la primera cruzada.
Inicialmente los Caballeros del Temple eran los más acérrimos defensores de la Iglesia y su verdadero nombre, en aquel entonces, fue el de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, Orden militar y religiosa que dio origen a Las Cruzadas. La misma que renegó de su existencia Serafino durante el conclave en la Misión Capuchina.
Esa Orden estaba libre de toda jurisdicción temporal y dependía directamente de la Santa Sede. No obstante, en nombre de Dios y de la Iglesia cometieron muchos crímenes, entre ellos el robo, saqueos, exterminio de pueblos enteros y el homicidio. Se creían poseedores de la verdad absoluta y justificaban sus atrocidades en nombre de la fe cristiana y en la defensa del Santo Sepulcro.
La historia cuenta que a instancias de un insigne señor, llamado Bernardo de Claraval, luego convertido en San Bernardo, dos caballeros francos, dos Hugos: de Payns y de la Champaña, fundaron en 1118 la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, cuya originalidad radicaba en que los integrantes eran monjes guerreros.
Siendo ya nueve, se presentaron ante el Rey Balduino II de Jerusalén y se ofrecieron para cuidar el camino de Jaffa, infestado de ladrones que asaltaban a los peregrinos. Antes de emprender su misión, tomaron los tres votos monacales: pobreza, obediencia y castidad. Poco después el rey les entrega como vivienda una parte del templo de Jerusalén, lo que les da el nombre definitivo de Caballeros Templarios. Diez años permanecieron en esa condición, sin aumentar su número ni inmiscuirse en las guerras santas en que estaba sumida la zona.
En 1128, San Bernardo logró concitar un Concilio (de Troyes) para que se aprobara la Orden del Temple, sujeta única y exclusivamente a los mandatos del Papa, sin dependencia alguna a las autoridades eclesiásticas o terrenales y liberada de todo impuesto.
Es precisamente en ese entonces cuando los Caballeros visten la túnica blanca que los diferenció de sus aliados-adversarios, los Caballeros de San Juan (hoy de Malta), que vestían túnica negra. Si bien el blanco era el color elegido por el Cister, casualidad o no, era también el de los Levitas que cuidaban el Arca, el de los esenios, el de los sufíes y el mismo que utilizó Jesucristo. En 1147 el papa Eugenio III los autorizó a lucir la cruz griega de ocho puntas de color rojo.
Fue Bernardo de Claraval quien compactó la Orden, le confió su misión, le transmitió sus enseñanzas y finalmente redactó sus reglas iniciales. Parte de estos hechos permanecerán por siempre en secreto.
A partir del Concilio, sus principales miembros recorrieron el mundo de entonces reclutando fondos y enrolando efectivos para asumir, una vez organizados, la Guerra Santa. La respuesta fue generosa y concluyente. Los caballeros fueron alineados de a dos, en díadas. Ambos caballeros comían de la misma escudilla.
En la campaña de Oriente la disciplina hubo de ser feroz, la retirada imposible, la mínima falta duramente castigada y la vida comunitaria emparejada, tanto en armamento como en Padrenuestros.
Muerte, sangre y victoria, amor, salvajismo, abnegación y derrota fueron hitos anónimos en los campos de Galilea mientras el “otro” Temple, el que había quedado en Occidente (excepto España, donde también guerreaban), se transformaba en un factor de crecimiento, pacificación y civilización.
En un plano de respeto al conocimiento y creencias monoteístas, los templarios entablaron en Oriente relaciones, entre batalla y batalla, con musulmanes y rabinos a los que invitaron a su base en Francia para discutir y aprender de ellos.
Las relaciones entre templarios y musulmanes fueron corteses, tal vez de una comprensión casi perfecta, lo cual no evitó que se degollaran con saña si caían prisioneros uno del otro. Sin embargo, pese a su bravura en combate, fueron proclives e intentaron treguas para ahorrar sangre. Estos hechos merecieron críticas de casi todos (incluso de San Luis), algunas hijas del fundamentalismo religioso de la época y de otras montadas en la cresta de la ola de la envidia a la grandeza de cuerpo y espíritu de los caballeros, ya que la riqueza del Temple no solo fue material sino también espiritualmente trascendente.
Paralelamente a su enriquecimiento, forjaron y ampararon una legión de artesanos. Desarrollaron el arte gótico (sistema sin precedente que alivió el peso de los muros) y características arquitectónicas muy peculiares en todos sus edificios. Construyeron o ayudaron a construir más de 70 catedrales en menos de 100 años, que liberadas del románico, se alzaron al cielo en abierto desafío a la ley de gravedad. Protegieron “fraternidades” constructoras (los “Hijos del Maestre Jaques” o los “Hijos de Salomón”) las que, desprotegidas al caer el Temple, se transformarían en la semilla de la francmasonería. Despejaron los caminos de ladrones y feudales salteadores con lo que abrieron las rutas al comercio. Difundieron la letra de cambio (ya practicada por venecianos y lombardos) y con sus extensos cultivos alimentaron como nunca a hombres y bestias de Europa. Durante los casi doscientos años de su existencia no hubo hambruna en Europa. Elaboraron una simbología y un código para su comunicación interna, ante la ignorante desesperación de reyes y obispos.
La buena administración, la exención de impuestos, los botines de guerra, las continuas donaciones y buenos negocios, dieron como fruto el enriquecimiento de la Orden. Enriquecimiento que regresaba al pueblo al mejorar las condiciones de vida para todos.
En términos modernos puede decirse que se transformó en una “multinacional ética” con deudores prominentes, lo que resultaría a la larga peligroso. Más de un Rey de Francia recurrió al Temple en busca de dinero, entre ellos Felipe IV (El Hermoso), quien sumido en deudas, motines e inflación creyó encontrar la solución en hacerse de sus bienes. Tuvo como colaborador tardío en la empresa al Papa Clemente V.
La noche del 14 de octubre de 1307 Felipe El Hermoso hizo arrestar a Los Templarios de su reino.
Acusados de herejía, sodomía, confesión comunitaria, escupir el crucifijo y otros argumentos de indudable efecto popular, elegidos hábilmente por Nogaret, el consultor legal, los nobles caballeros sufrieron lo indecible en cárceles pestilentes, frías, oscuras, hostiles hasta el destino final: la hoguera.
La “justicia” de la Inquisición estuvo a cargo de los dominicos, sus enemigos ya conocidos. Las confesiones fueron compradas o arrancadas bajo tortura.
Cada uno trataba de obtener su parte del botín. Si bien Felipe quería los bienes de la Orden, también el clero secular, el propio Papa y nobles de la época, apuraban como buitres hambrientos los trámites para tratar de conseguir algún bien del Temple, algún despojo, por pequeño que fuera y todo “por amor a Dios”. La codicia hizo presa de todos, incluida la Iglesia.
El 18 de marzo de 1311, el último Gran Maestre, Jaques de Molay, analfabeto, virilmente prefirió el fuego a la cadena perpetua. Godofredo de Charnay lo siguió.
Según relatos, en cuanto vio el fuego preparado, Jaques de Molay se desnudó sin titubear y le dijo a los verdugos: “Por lo menos dejadme juntar un poco las manos para elevar mi plegaria a Dios..., ya que voy a morir, sabe Dios, injustamente. Pronto caerá la desgracia sobre quienes nos condenan inicuamente. Dios vengará nuestra muerte, con esta convicción muero”. La muerte lo tomó tan dulcemente que fue motivo de admiración para los presentes.
En 1328 ya no reinaba en Francia descendiente alguno de Felipe El Hermoso. Después llegaron las guerras, el hambre y la peste y el galope sombrío de los jinetes del Apocalipsis.
Se cuenta que cuando la cabeza de Luis XVI rodó, de la multitud salió el grito: “¡Jaques de Molay, por fin has sido vengado!”. Es que se decía que Felipe había reencarnado en Luis XVI.
San Bernardo, que según la leyenda bebió tres gotas de leche brindadas por la Virgen Negra mientras oraba y que, de acuerdo a la tradición, había sido instruido por druidas, fue el mentor de la Orden del Temple. Pretendió una Orden que se inmiscuyera sin vergüenza en los asuntos mundanos y que pese a que sus miembros fueran absolutamente pobres, la orden en sí fuera inmensamente rica. Que se implicara en todas las actividades humanas para ser su reformadora, organizadora, juez y custodia.
Es decir, hubo un enriquecimiento voluntario desde el inicio y necesario para el despliegue de las actividades posteriores.
Una de las misiones secretas que le impuso San Bernardo era la búsqueda del Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley, que suponía enterradas en el Templo de Jerusalém. Es probable que junto a las Tablas de la Ley hubiese copias de algunos documentos sagrados egipcios que Moisés se habría llevado en el éxodo, motivo determinante, tal vez, de la encarnizada persecución del Faraón.
Aparentemente, los templarios se establecieron siempre en enclaves mágicos, sagrados, lugares de mucha energía, donde por otra parte, ya habían existido otros cultos y construcciones sagradas.
Se dice que bebieron de fuentes más antiguas, a veces no conocidas, que su sincretismo religioso conjugó el esoterismo esenio y judío con el sufismo, el gnosticismo, la alquimia, el hermetismo egipcio y el mundo mágico de las runas y el mito del Santo Grial.
La riqueza de Los Templarios, muy bien administrada, alentó la codicia de reyes y papas.
Imperdonable ha de haber sido también que en lo religioso hayan sido tolerantes y hasta ecuménicos, cuando tal cosa era sinónimo de traición, herejía o cobardía. Que hayan sido lo suficientemente fieles a la tradición, a la Orden y a sí mismos como para elegir, hasta el último de ellos, la hoguera en vez de la cadena perpetua, los hace guerreros excepcionales.
Por ello no tuvieron perdón ni compasión de la Iglesia. Menos aún cuando su lema fue: “Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam” (No a nosotros Señor, no a nosotros, sea la gloria en Tú Nombre).
Los Templarios fueron infundadamente acusados y encarcelados por ultrajar imágenes religiosas y sagradas, adorar a perros y gatos, realizar orgías, obtener riquezas por métodos criminales y estar íntimamente relacionados con la sociedad secreta de Los Asesinos, pecados que, en su época, eran absueltos por las altas dignidades eclesiásticas sin mediar entre ellos la confesión.
En pocas palabras, Los Caballeros de Dios y Los Templarios eran hojas de un mismo árbol.
Al igual que hoy en día, en pleno siglo XXI, lo es John Dark. Un Justiciero de Dios, un heredero de los Hijos del Temple, que en vez de usar la espada o el cuchillo, usa armas de guerra sofisticadas y gases letales, y que sin estar agrupado en díadas o sectas, siendo uno sólo puede causar más daño que cien Templarios juntos de los siglos pasados.
15
La mañana siguiente Figueroa amaneció con un aturdimiento bestial. Estuvieron bebiendo hasta bien entrada la madrugada y siquiera recordaba la hora en que había llegado al hotel. Llamó a la recepción para que le subiesen aspirinas y dos frascos de bebida reconstituyente.
La resaca era grande, pero estaba contento. Había logrado involucrar a Basilisco y a su amigo Fernando en el proyecto para llevar a Santiago ante los monjes de la Misión de San Felipe.
Aunque creía que lo hubiese podido lograr solo, sin ninguna ayuda, prefirió compartir la aventura y las ganancias con tal de intentar, otra vez, recobrar el cariño de su hijo, afecto el cual la vida le había negado desde hacía veinticinco años.
De pronto en sus pensamientos cruzó la imagen de Hidra, su ex esposa. El sólo recuerdo lo indisponía porque aquella mujer había destrozado su existencia, la de su propio hijo y de todo lo que estaba a su alcance.
En un lugar muy especial e inviolable de su memoria almacenaba con celo sádico todos los detalles de la venganza que concretó Don Ernesto Alvarado Redondo, el padre de Hidra, al bautizarla con ese extraño nombre.
Esbozando una sonrisa de satisfacción, la mente de Figueroa lo transportó al día que su suegro conoció a Ninfa Mago, la madre de Hidra.
En aquellos tiempos Don Ernesto se dedicaba al abigeato, contrabando y otros delitos. Era conocido en las montañas de Ureña, al oeste del estado Táchira, como “El loco” Ernesto, alias que después de amasar una cuantiosa fortuna y alcanzar el respeto, poder e impunidad que concede el dinero, se transformó en Don Ernesto.
Durante los primeros meses de matrimonio el poderoso terrateniente se deleitaba narrándoles a sus amigos cómo había conocido a aquella diosa bendita que luego convirtió en su mujer.
“Ese día el sol estaba inmóvil, estacionado en el centro en el cielo, y el calor era insoportable -contaba a sus más íntimos, entre quienes se encontraba Figueroa, mientras se balanceaba en una mecedora tejida con paja cruda-. Mis hombres y yo decidimos ir hacia el manantial para refrescar los caballos… Aunque nos perseguía todo un ejército, mientras cabalgábamos me abrazó un presentimiento… Sabía que algo hermoso me iba a ocurrir. Lo intuía mucho antes de llegar”, describía el astuto hacendado haciendo gala de su verbo y cultura, porque antes de meterse a bandolero cursó un par de años en la Escuela de Filosofía y Letras en la universidad de su región. Cuando estaba con sus amigos le encantaba utilizar palabras “desconocidas”, porque “le divertía un mundo verlos abrir los ojos desorientados, como unos tontos”.
“Desde lejos vi a ese encanto de muchacha -proseguía relatando- y a sus dos amigas bañándose casi desnuítas, con las teticas al aire, en El Pozo de la Araña Azul, cerca del Gran cují de los Lamentos, ese que tiene forma de inmenso paraguas y que dicen trajeron de Tierra Santa. Yo andaba con mi caporal, que era mi segundo al mando, y unas dos docenas de valientes llaneros. Las tres mujeres estaban provocativas. Era tanta su belleza, que el manantial envolvía sus cuerpos con furia, como queriéndolas desflorar. Retozaban de felicidad y pegaban unos griticos que me hacían estremecer de deseo cuando el chorro de agua fría de la cascada reventaba sobre sus cuerpos… La pequeña pantaletica de la más jovencita transparentaba un matorral lleno de virginal sensualidad. Al vernos llegar comenzaron a cuchichear y reír entre ellas con picardía, sin ningún rubor… ¡Eran unos ángeles!… Una obra perfecta de la naturaleza. Yo quedé flechado por una sola, la más mocita, que tenía el pelo más negro que la misma noche. Después supe que se llamaba Ninfa Reyes y que iba a ser mí mujer, o sino dejaría de llamarme Ernesto Alvarado Redondo”, contaba el viejo hacendado.
Y la verdad es que aquella mujer quedó tatuada en los ojos de Don Ernesto desde ese instante y hasta el día de su muerte. Después de verla todo corrió más aprisa que el viento.
Pese a la diferencia de origen y edad, Don Ernesto pasaba de los cuarenta y nueve y Ninfa apenas acababa de salir de la adolescencia, la perfecta hermosura de aquella jovencita, que le parecía una ilusión inalcanzable, lo atrapó tan ciegamente que faltó poco para que del manantial la llevase directo al altar.
De esa alocada unión pronto nació Hidra, su primera y única hija.
Atrás quedaron los días de bandolerismo y persecuciones. La felicidad al fin le había sonreído a Don Ernesto, tanto, que al dejar sus andanzas compró una gran hacienda cerca de San Felipe, muy lejos del lugar de sus operaciones delictivas y donde su verdadera identidad y andadas eran desconocidas.
Aquella alegría primaveral de los comienzos se vio opacada casi inmediatamente después del parto. Como si hubiese sido poseída por un maleficio, Ninfa dejó emerger del pozo de sus entrañas una inusitada y aberrante personalidad. Se hablaba de depresión post parto y otras tonterías, pero nada de eso era real. Ciertamente había ocurrido una metamorfosis en aquella mujer después del alumbramiento. Sus encantos femeninos, sus modales, sus principios morales y hasta su forma de caminar cambiaron radicalmente. Ahora, más que el ama y señora de una inmensa y productiva finca, parecía una prostituta callejera. No tanto por los exagerados escotes y rocambolesco maquillaje facial que comenzó a usar, sino por la forma como provocaba a los hombres que se le atravesaban en la vía.
Toda la región sabía de sus continúas infidelidades. En el pueblo la apodaban “La loca adúltera” y, realmente, tenía de ambas cosas. Don Ernesto decidió no volver a pronunciar nunca más, mientras viviese, su nombre. Se conformaba con llamarla La Doña o, simplemente, La mujer. Varias veces pensó en matarla, pero no se atrevió a hacerlo. Su presencia y juventud le transmitían vida y vigor. Además, pese a todo, la seguía amando con locura. “Si lo mato -se decía- perderé todo. También moriré. No puedo vivir sin verla, aunque sea una inmunda ramera”.
Con el pasar de los meses su joven esposa parecía haberlo olvidado completamente, por lo que sus amigos le gastaban rudas bromas a Don Ernesto.
Ninfa había experimentado una transformación irreconocible. De la mujer atenta, generosa y dulce de los inicios, no había quedado absolutamente nada. Todo se había esfumado, hasta parte de su innata belleza.
Deslumbrada por las enseñanzas de una anciana que vivía en una pequeña choza en los alrededores de la hacienda, la joven comenzó a dedicarle casi todo el día a la práctica de la hechicería y magia negra, la cual usaba tanto para lastimar o ahuyentar a extraños, como para domeñar y poseer a quien quisiese. Eso le divertía. Le hacía percibir que, al fin, tenía algo propio, lejos de la miseria y privaciones de la niñez y de la influencia de su poderoso, rico y temido marido.
Las tierras de Don Ernesto no estaban lejos de La Montaña de Sorte, una montaña encantada dominio de la mítica María Lionza, llamada entre los espiritistas La Reina de Las Cuarenta Legiones, las cuales estaban formadas por diez espíritus cada una. Junto a La Reina siempre aparecía Guaicaipuro, cacique que luchó aguerrida y valientemente contra los conquistadores españoles en el Valle de Caracas y considerado líder de la Corte Indígena, así como Negro Primero, único negro con rango de oficial en el ejército libertario de Simón Bolívar que, según la leyenda popular, dirigía La Corte Negra.
María Lionza, de acuerdo a notables espiritistas, aparecía sentada sobre grandes boas y vestida con un largo manto azul, plumas de colores y joyas o, cuando la jungla se transformaba en cobriza, cabalgando sobre el lomo de una gigantesca danta que era escoltada por feroces pumas, jaguares y chivos.
La leyenda también afirma que La Reina, una mujer de belleza sin igual, se manifestaba ante creyentes y seguidores como una gran mariposa azul, la cual revoloteaba antes sus ojos para indicarles el camino a seguir, revelándole su destino en el mundo del más allá.
El culto a María Lionza se remonta al siglo XIV, a muchos años antes de la llegada de los conquistadores españoles a Venezuela. Para ese entonces los indígenas que habitaban el territorio que actualmente conforma el estado Yaracuy veneraban a Yara, diosa de la naturaleza y el amor.
La tradición popular describe a Yara como una bella mujer de ojos verdes, pestañas largas, amplias caderas y cabello liso adornado por tres orquídeas abiertas. “Su sonrisa era dulce y su voz suave y tenía el don de poder comunicarse con los animales”, se asevera en un documento indígena escrito sobre piel de leopardo que fue encontrado dentro de un pequeño cofre tallado en reluciente cuarzo rosado enterrado cerca de una gran cascada al oeste de la Montaña de Sorte.
Según la fábula, Yara era una princesa indígena que fue raptada por una enorme anaconda que se enamoró de ella. Cuando los espíritus de la montaña se enteraron de lo sucedido, decidieron ir en busca de la serpiente y cuando la encontraron hicieron que se inflara hasta reventar y morir. Luego nombraron a Yara reina de las lagunas, ríos y cascadas, madre protectora de la naturaleza y reina del amor.
El mito de Yara sobrevivió a la conquista española. Así fue como tomó el nombre católico de Nuestra Señora María de la Onza del Prado Talavera de Nivar, título que con el paso del tiempo se convirtió en María de la Onza o María Lionza.
Los hechizos que estaba haciendo Ninfa no tenían nada, ni remotamente, que ver con María Lionza, La Reina del Bien, cuyos devotos veneraban en Semana Santa para que les curase las enfermedades o le otorgase poder, riqueza y amor.
Ninfa era todo lo contrario. Se decía que había hecho un pacto con los demonios y los seres de las cavernas abismales del más allá. Un más allá muy tenebroso, más en tierras de Yaracuy, donde desde Chivacoa hasta los confines del cielo, parecía que el infinito absorbía al mal y hechos venidos de la dimensión de los muertos.
La habilidad que Ninfa fue adquiriendo con el pasar del tiempo, la cegó de tal manera, que estaba totalmente convencida de poder controlar las almas, tanto de vivos como de muertos, sin importar hace cuantos siglos hubiesen dejado de existir.
Esa sensación la tenía soldada con tanta fuerza en las entrañas, que hizo desbordar con furia sus profundos resentimientos. Muy rápido comenzó a tejer oscuras represalias contra quienes consideraba sus enemigos. Ahora percibía que lo tenía todo y que nadie podría arrebatárselo ni detenerla.
Con los artificios obtenidos de la hechicería, se creía el ama y señora del llano y las montañas, de seres vivos o muertos y con poder sobre cualquier voluntad, proviniese de la tierra o de ultratumba.
Los pobladores contaban que su fuerza era entrañablemente misteriosa y que durante las noches de luna llena enviaba a un grupo de peones de la hacienda, a quienes previamente escogía entre los más fuertes, para que fuesen a extraer rocas de las profundidades de un río cercano. Todas debían ser planas y en forma de punta de lanza o triángulo.
Con ellas comenzó a construir un altar para que fuese morada de los espíritus que invocaba. Cinco meses le tomó la selección de las rocas y otros tres la construcción del altar, el cual mandó a edificar en la cima de una colina aledaña a la hacienda, cerca de un cementerio rural, de cuyo costado brotaba un arroyo de aguas turbias.
Cuando Ninfa estaba en plena oración maléfica, los campesinos que se aventuraban a espiarla en las noches de luna clara. Decían que se cubría la cara con una máscara hecha con la cabeza de un chacal y se embriagaba con ron añejo para que de las sombras, de los lugares húmedos y de los mundos subterráneos, apareciesen ante ella las bestias infernales del mal y los espíritus de los difuntos.
Contaban que rodeados de gusanos y serpientes, los dioses del mal, pestilentes como cadáveres en descomposición, comenzaban a materializarse frente a ella de entre las sombras.
En ese momento Ninfa tomaba la púa de un peine negro, le prendía fuego a modo de tea y se abría paso entre las almas que aullaban de dolor. Muchos de los grandes cirios que alumbraban el altar, así como las pequeñas velas, que las había por cientos dispuestas en forma de círculo en el piso o entre las rocas, comenzaban a extinguirse. Las llamas parecían llorar de dolor y casi se podía percibir en coro un susurro maléfico mientras todo era envuelto por las tinieblas.
Luego, relataban los peones, todo eran órdenes, que los espíritus salían a cumplir lanzando unos espantosos gritos que hacían erizar a la sabana.
Esas noches los ríos dejaban de arrullar por instantes. Pasados algunos minutos, parecían contorsionarse furiosos y sus aguas volvían a fluir dejando resonar un murmullo triste, como si algo les hubiese sido arrebatado del fondo de sus entrañas.
Todo era negro en esa época. Hasta los días azules habían perdido su brillo. La paz apenas era una palabra. Hablar se convertía en pesar porque todo era muerte más allá de Chivacoa. María Lionza, La Reina, jamás hubiese podido socorrer a los necesitados, siquiera montada en su danta como guerrera del bien. Otras fuerzas, y muy poderosas, habían invadido sus dominios. El mal se había desatado y sólo restaba esperar.
Ninfa tenía el control. De su pequeño feudo sólo algunos podían salir o entrar, siempre y cuando ella se lo permitiese.
Don Ernesto no escapó a sus conjuros. Era su víctima más cercana y preferida, por lo que el viejo bandido poco a poco comenzó a ver minada su fortuna y salud.
Frente a sus compañeros atribuía al desvelo sus malas inversiones, ya que poco dormía, aunque estos sospechaban que se debían a los siniestros maleficios de su otrora bella mujer.
Era tanta la perversión que se había posesionado de Ninfa, que a Don Ernesto, católico por tradición familiar y fanático estudioso de la Biblia desde su más tierna edad, se le hacía virtualmente imposible convencerla para llevar ante la pila bautismal a su pequeña hija.
Ninfa se había convertido, o tal vez lo era desde un principio, en una atea retorcida en el fango del espiritismo y la idolatría indígena. Con obcecación se oponía a que su hija recibiese el santo sacramento del bautizo.
Por un tiempo Don Ernesto buscó inútilmente convencerla. La mujer nunca dio muestras de ceder, todo lo contrario, lo maldecía cuando osaba tocarle el tema.
Pese a su intransigencia y maldad, Ninfa tenía un lado débil y Don Ernesto lo sabía: la ciega ambición y desmedido amor al dinero.
Por ello un día, en un arranque de deliberada indulgencia, prometió cederle dos mil hectáreas de tierra de cualquiera de sus haciendas si accedía a bautizar en el lapso de quince días a la pequeña, con la condición de que él escogería el nombre y que el de Lorena, que había llevado hasta ese entonces, sería descartado.
Ninfa le hizo un minucioso interrogatorio antes de acceder. Al final, convencida de que las intenciones de su marido eran honestas, pidió, para concretar el pacto, que le revelase el nombre que había escogido para su hija y Don Ernesto, inofensivamente, mencionó: “Hidra”.
Luego de un premeditado silencio que parecía no finalizar nunca y con sus ponzoñosos ojos clavados sobre Don Ernesto, aprobó la decisión acompañándola con una estrepitosa carcajada.
Pasmada por el singular nombre que había escogido su marido, se pasó las manos por el cabello y con mirada centelleante, expresó: “Creí que le ibas a poner Virgen María… Como ahora te la das de santurrón y puro…” y sin concluir explotó otra vez en ensordecedora y desatinada carcajada que hizo volar despavoridas a unas perdices que anidaban en unos arbustos cercanos a la finca.
Don Ernesto sonrió manso, aparentando no importarle nada aquella escena, pero en sus adentros quería asesinarla.
Recobrado el sentido, la mujer examinó de arriba abajo a su desacoplado esposo y, presintiéndolo indefenso, buscó aprovecharse de la ocasión.
“¡Hidra!... ¡Está bien!... ¡Del carajo!... Si a ti te gusta ese nombre para nuestra hija, por mí no hay inconvenientes, pero eso sí, primero me firmas los papeles cediéndome las tierras. De otra forma no hay arreglo”, exigió Ninfa según cuenta el caporal de la finca, quien fungía de testigo del pacto.
Intuyendo una trampa, Don Ernesto, bandido experto y siempre alerta pese a las fatigas de los últimos años, aprobó el término de su mujer haciendo la salvedad de que firmaría el documento el mismo día del bautizo y dentro de la misma iglesia donde se concelebraría el sacramento. Esta aprobó sin aspavientos la condición impuesta.
Blanca, como todas las iglesias de la tierra donde se le reza con veneración a Dios y a los santos y vírgenes de todos los días, estaba pintada la capilla de Santa Inés de los Ríos, en la provincia de Chivacoa. Aunque maltrechas por los años y el uso, cuando las viejas campanas tañían alegraban a la sabana. Sin embargo, el día de la ceremonia bautismal el recinto estaba en semisombras, adormecido.
Para que no quedasen dudas y el pacto tuviese testigos de excepción, a la iglesia fueron invitados todas las autoridades civiles y militares de la región, entre quienes se encontraban el juez que una vez condenó a Don Ernesto y luego, a los años, lo absolvió, así como el general, ya retirado, que comandaba el ejército que una vez lo perseguía, además de las familias más prominentes de la región, todos ricos terratenientes.
Aquel roble que durante su juventud fue temerario bandolero, considerado invencible, adorado por unos y temido por otros, ahora estaba entregado dócilmente a la voluntad de Ninfa. Pero nadie sabía que con ello concretaba su venganza, la cual quedaría sembrada en la llanura como recuerdo imperecedero.
Estaba convencido de que el mayor desastre de su vida había sido desposar a Ninfa, mujer que le arrebató el sosiego y llenó de penas. También sabía que con lamentos no solucionaría nada. El daño estaba hecho. Sólo tenía una carta y se la había jugado. Pasase lo que pasase, ya no podría devolverla al mazo.
A veces, en los momentos de pesar, quería arrebatarle al tiempo las horas para borrar el día en que conoció a Ninfa. Sin embargo la mesa estaba servida. Aunque la mujer con quien se había desposado le quitó las ganas de vivir, ahora daría, aunque le costase la vida, el último combate.
Se sentía dichoso por haber tenido una hija legítima, a una verdadera hija, legal y habida en santo matrimonio. La amaba con ternura, no obstante, cuando su mente era asaltada por escabrosos pensamientos, maldecía la hora en que la criatura brotó del vientre de aquella adúltera y diabólica mujer. En esos momentos se asqueaba y arrepentía de haberla traído al mundo.
Don Ernesto no exageraba. Ciertamente Ninfa era una bruja indeseable y malvada, a quien le atribuían muchas muertes extrañas y sucesos inexplicables por todo Yaracuy.
Cuando Ninfa estaba embarazada, sin imaginarse siquiera, ni remotamente lo que devendría después, Don Ernesto les decía a sus amigos que vislumbraba que su hija sería el vivo retrato de la madre. Aunque en ese entonces se refería tan sólo a su belleza, a su alegría, no se había ciertamente equivocado.
Pasado el tiempo, y a medida que Hidra iba creciendo, se semejaba cada vez más, tanto en maldad como en arrogancia, a su madre. Desde que era muy pequeña los vecinos murmuraban que la niña estaba poseída.
Cuando las habladurías llegaban a oídos de Don Ernesto, éste entraba en cólera profunda y en más de una ocasión amenazó con matar a quien se atreviese a repetir, en público o en privado, tan grotesca infamia.
Sin embargo, a veces él también era invadido por borrascosas dudas que no le hacían conciliar el sueño. En las noches despertaba sobresaltado víctima de horribles pesadillas. Pesadillas premonitorias que presagiaban una realidad que se resistía aceptar.
Cuando eso ocurría, durante las madrugadas se sentaba en una mecedora en el zaguán de la casa y con la mirada perdida en el vacío se sumergía en amargas reflexiones hasta que despuntase el alba. Sus pensamientos se paseaban entre Dios y Lucifer y de allí a los confines de lo efímero y lo eterno, afligiendo aún más su abatido corazón. Al volver otra vez a la realidad, se sentía más confundido que al principio.
Una vez, cuando Hidra todavía no había cumplidos los tres años de edad, la niña tuvo uno de sus constantes ataques de “furia” frente a unos comerciantes que lo visitaban esa tarde en la hacienda.
Al ver que la niña se arrojaba al suelo después de una furibunda rabieta y comenzaba a contorsionarse con los ojos desvariados, más por ignorancia que por otra cosa y sin conocer del tormento del hacendado, en son de broma uno de ellos refirió: “A esa niña hay que hacerle un exorcismo”.
Más vale que jamás hubiese pronunciado semejante desatino. Don Ernesto se descompuso de tal forma que buscó una escopeta de repetición de dos cañones, cargada con guaimaros calibre 12, de las tigreras, y obligó al infeliz a que corriese hacia la salida, de otra forma lo mataría “como a un perro”, según contaron los presentes. Mientras empujaba al desdichado con el cañón del arma aprisionada a la espalda, Don Ernesto escupía por su boca las más repugnantes maldiciones. Dicen que pálido como la muerte misma, el despavorido comerciante daba traspiés hacia la salida mientras Don Ernesto, descargaba una y otra vez, el arma apuntado al aire. Sólo se detuvo cuando se le terminaron los cartuchos.
En su yo más íntimo lo abatía un sentimiento de culpa mortal. Estaba convencido y esa idea no podía borrársela de la mente, que él, sólo él, provocó la maldad en su hija al bautizarla con el nombre de Hidra. Con masoquista maledicencia se reprochaba su conducta. Haberse dejado llevar por el odio y la venganza.
Recordaba con amargura el día de la celebración del bautismo y los sucesos posteriores, casi simultáneos a este.
En su cerebro estaba grabado el momento en que el sacerdote, con voz firme y clara, pronunció: “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y en nombre de la Santa Iglesia Católica, yo te bautizo con el nombre de Hidra”. Y como, segundos después, sintió en su cuerpo el castigo de la ira divina por haber consumado tan sacrílego episodio en la casa de Dios y con su propia hija.
Cuentan los presentes a la ceremonia que Don Ernesto vestía un impecable liqui-liqui de lino blanco y que en el cuello llevaba abotonado una deslumbrante yunta de oro cochano grabado con la efigie del indio Guaicaipuro. Se notaba complacido y sereno, aparentemente feliz, según la concurrencia. Estaba justo al lado de Ninfa, quien sostenía entre sus brazos a la pequeña criatura.
De pronto, pese a que ese día la región había sido invadida por un gélido frío, en el preciso instante en que el sacerdote hacía la señal de la cruz y rociaba el agua bendita sobre la frente de la niña, Don Ernesto comenzó a sudar y abrir la boca jadeante, como si estuviese ahogándose. Hubo alarma y susurros. Muchos rostros ensombrecieron. Nadie se explicaba aquel repentino cambio, por lo que se acercaron al ganadero para socorrerle y preguntar qué le sucedía.
“Antes de perder el conocimiento trató de hablar, pero las palabras nunca salieron de su boca. Una saliva ocre descorría por sus labios y sólo se escuchaban jadeos en vez de palabras. Parecía querer gritar, pero no podía”, testimoniaron después algunos de los invitados presentes.
Don Ernesto fue socorrido por sus amigos. A los pocos minutos volvió en si tembloroso, presentando síntomas de asfixia y empapado en sudor. Por supuesto, la fiesta de celebración fue suspendida.
Después de aquel día nada volvió a ser igual. Algo, y muy grave, en su interior, en mente, atacó al viejo bandolero. Estuvo varias semanas en cama y bajo tratamiento, pero ninguno de los médicos que lo atendió se atrevió a emitir un diagnóstico preciso.
“Fue un soponcio”, dijo uno, el más anciano de los galenos. Fue tan banal y nada convincente su dictamen, que todos lo tomaron en broma.
Después de muchos estudios y exámenes de laboratorio, su ataque fue considerado como “algo inexplicable y fuera de toda lógica médica conocida hasta el momento”.
Tal como nació la enfermedad vino el remedio. Un buen día, como si nada hubiese ocurrido, Don Ernesto, totalmente restablecido, despertó muy temprano y silbando una tonada llanera se presentó ante los asombrados campesinos de la hacienda que a esa hora ordeñaban las vacas.
Cuando contaba el incidente a sus allegados, de cómo él recordaba el día del bautizo, refería que pedía a gritos que detuviesen la ceremonia, que parasen todo y que no bautizaran a su hija con ese nombre, pero que nadie lo escuchaba por más esfuerzo que hacía. Decía que él si se escuchaba. Que oía sus propios gritos retumbar por toda la iglesia, pero que nadie volteaba a verlo. Por eso comenzó a gritar más fuerte, siempre más fuerte, tanto, hasta que no pudo respirar más y pasó lo que pasó.
A partir de ese entonces, Don Ernesto notaba como su alma se fragmentaba en varios y diminutos pedazos. Vivió otros diez largos años sumido en un tormento bestial y martirizador. No dormía. El insomnio era parte de su existencia y ojeras tan negras como el carbón moteaban sus ojos haciendo muy tétrica su apariencia. Nunca más conoció la paz. Hasta el día de su muerte se arrepintió el haber escogido, impulsado por el resentimiento, aquel nombre para su hija.
Como apasionado estudioso de teología y del Bestiario Románico, Don Ernesto sabía, desde mucho antes de bautizar a su hija, que Hidra, a quien San Juan menciona en varios pasajes concretos del Apocalipsis, representaba en la antigüedad a una serpiente de varias cabezas que simbolizaba al demonio.
Y, peor aún, había leído El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges, donde el escritor describía con terrorífica claridad el nacimiento y la muerte de Hidra, algunos de cuyos pasajes Don Ernesto se sabía de memoria, los cuales en sus momentos de obnubilado arrepentimiento, recitaba en soledad y para sí mismo: Tifón, hijo disforme de la Tierra y del Tártaro, y Equidna, que era mitad hermosa mujer y mitad serpiente, engendraron la Hidra de Lerna. Cien cabezas le cuenta Diódoro el historiador, nueve la Biblioteca de Apolodoro. Lempriere dice que esta última cifra es la más exacta. Lo atroz es que, por cada cabeza cortada, dos le brotaban en el mismo lugar. Se ha dicho que las cabezas eran humanas y que la del medio era eterna. Su aliento envenenaba las aguas y secaba los campos. Hasta cuando dormía, el aire ponzoñoso que la rodeaba podía causar la muerte de un hombre. Juno la crió para que se midiera con Hércules, pero Hidra parecía destinada a la eternidad. Su guarida estaba en los pantanos de Lerna. Hércules y Yolao la buscaron. El primero le cortó las cabezas y el otro fue quemando con una antorcha las heridas sangrantes. A la última cabeza, que era inmortal, Hércules la enterró bajo una gran piedra, y donde la enterraron estará ahora odiando y soñando.
Don Ernesto llevó a cuestas su pecado hasta el día de su muerte. Nunca supo si fue o no perdonado por El Altísimo, ya que expiró antes de que el sacerdote, el mismo que ofició el bautizo de Hidra, llegase a su hacienda para darle la extremaunción.
El tiempo nunca fue garantía de impunidad. Por eso, como las historias de venganzas y locuras se repiten, Hidra, enterada desde la adolescencia del profano origen de su nombre, antes de dar a luz al hijo no deseado de Figueroa, juró sobre la tumba de Ninfa, su madre amada, llamarlo Basilisco. Con ese tributo póstumo pretendía saldar, tal como hizo su padre en el pasado, su tormento y su venganza.
Ninfa murió muchos años antes que Don Ernesto carcomida por un cáncer de estómago. Tuvo una muerte espantosa. Nueve meses de agonía no sirvieron para pagar sus pecados y perversidades. Pisoteó como quiso el Sexto Mandamiento y muchos más, por lo que provocó repetidamente la ira de Dios y de ángeles y arcángeles.
Ni el falso arrepentimiento, con el que quiso justificarse ante su familia al exhalar el último suspiro, pudo salvarla del fuego infernal. Menos los demonios que siempre invocó en sus conjuros. Ahora debe estar pudriéndose en las profundidades satánicas donde moran los inmundos espíritus que despertó de las tinieblas mientras vivía.
Sin embargo una semilla había quedado. Fue sembrada en el mal y en el mal estaba germinado sin saber porqué, ni cuándo su capullo maligno saldría de su oscura perversidad al mundo.
Como el implacable tiempo todo lo aclara, de la misma forma que el día disipa la noche y el bien se impone sobre el mal aunque le lleve siglos de luchas y muertes, se concretó la última revelación.
Todo fue causal y no por casualidad, sino producto de una ley universal que nunca hierra, jamás perdona y mucho menos se equivoca.
Aconteció que durante uno de sus interminables días de farras, Basilisco, en aquel entonces joven pretencioso y arrogante que no se refrenaba en despotricar de su familia por haber perdido casi toda la fortuna que poseía, se topó con Don Justino, un rencoroso y eterno rival de su abuelo, el finado Don Ernesto.
Luego de toscos juegos de palabras, entre tragos y con provocativa chanza, éste le dijo al muchacho que su madre había sacado su nombre del fondo del mismo infierno y que él nunca podría entrar a una iglesia porque estaba signado por el Diablo.
Las paredes de la cantina temblaron aquel día cuando, endemoniado y fuera de si, Basilisco se abalanzó sobre el viejo terrateniente blandiendo un filoso cuchillo de montaña. Su acción fue tan rápida, que los guardaespaldas de Justino no tuvieron tiempo de reaccionar.
Si no hubiese sido por los otros mayorales que componían el grupo, esa noche la sangre hubiese corrido en la sabana.
Ante los ruegos de sus compañeros de farras, Basilisco, con los ojos infectados de profunda ira, pensó durante unos segundos interminables antes de apartar el cuchillo de la garganta de Justino.
Al día siguiente, aún con los efectos de la borrachera en plena efervescencia, despertó temprano y llevándose por delante todo lo que encontraba a su paso, se dirigió hacia la bien equipada biblioteca que había dejado su abuelo.
Al llegar frente a la puerta principal la abrió de un empellón. Ante sus ojos se alzaron media docena de inmensos estantes de pura y noble caoba repletos de libros.
Todavía aturdido por el alcohol, escrutó con impaciencia cada rincón de la biblioteca, a la que muy pocas veces había entrado porque no era muy amigo de la lectura y odiaba todo lo que oliese a libros.
Sin saber por dónde empezar y qué buscar, impetuoso hojeó toscamente algunos tomos, los cuales sacaba desordenadamente y luego de una rápida mirada los tiraba al suelo al no encontrar lo que pretendía.
Se sentó en un amplio diván y volvió a mirar en su entorno. Aunque no sabía qué carajo hacía metido ahí, entre esa montaña de libros, siguió buscando.
Su desesperada pesquisa pronto dio frutos cuando en un volumen titulado “Bestiario”, que su abuelo había dejado bien oculto detrás de otro montón de libros apilados en la parte más oscura de la biblioteca, leyó: “Basilisco, animal con cabeza monstruosa, cresta de gallo y cuerpo y cola de reptil o en forma de lanza. Personifica al demonio y su misión es la de custodiar tesoros y el encargado de conducir al infierno las almas de los condenados”.
Trastornado, el joven lanzó el libro con furia contra una lámpara que adornaba el viejo escritorio de su abuelo, se echó a un lado del sillón y comenzó a llorar desconsoladamente.
Así pasó más de una hora. Su pesar no había terminado aún. Tambaleante se incorporó y fue a recoger el libro que había tirado y regresó con el hasta el diván.
Más calmado, volvió a releer los párrafos que explicaban el origen de su nombre. Con la vista fija en ellos los repasó una y otra vez. De sus ojos brotaban dardos incendiarios. Furioso, más que indignado, de un tirón volteó la página.
El azar le tenía deparada otra triste sorpresa cuando fijó los ojos sobre unas líneas donde estaba escrito Ninfas o Nereidas. Extrañado e impulsado por una elemental curiosidad, ya que Ninfa era el nombre de su abuela, leyó: Ninfas, animal con cabeza y tronco de mujer rematado por cola de pez que a veces puede ser doble. Representan a la voluptuosidad, los vicios y las tentaciones…”.
Sin terminar de leer aquello dejó caer el pesado tomo que tenía apoyado en su regazo y descompuesto salió corriendo de la biblioteca.
Ese día la cólera se extendió como peste por toda la hacienda. Incendió un establo, descargó su revolver una y otra vez contra el tractor que estaba utilizando el caporal, mató a tiros a casi media docena de reses y no se calmó hasta que, desfallecido por la borrachera, quedó dormido.
Pasó tres días encerrado en su habitación. No quiso ver ni hablar con nadie. Apenas comía y sólo pedía a gritos botellas de aguardiente.
Al cuarto día salió del encierro. Altivo se dirigió al potrero, ensilló un caballo y a trote raudo se internó llano adentro.
Regresó muy tarde, en la noche. En su rostro ya no se percibía tormento ni furia, menos arrogancia, sino un odio mortal.
PRÓXIMO MIÉRCOLES Caps. 16 AL 20
Adelanto...
Segundos después, como una sombra apareció debajo del marco la figura de Serafino, el viejo regente de la Misión.
No hubo palabras, ni saludos. Serafino entró y tras él aseguró con llave la puerta.
Los dos monjes se miraron y en silencio recorrieron con la vista sus cuerpos.
Lucindo deshizo su posición inicial, se incorporó levemente y levantó su sotana hasta la cintura, dejando al descubierto medio cuerpo.
Ni una señal. Los dos monjes sólo se entrecruzaron miradas seductoras, como si fueran dos quinceañeras enamoradas.
Con impaciente lascivia reflejada en el rostro, Serafino se le acercó, se sentó en el borde de la cama y comenzó a acariciarle sus partes íntimas, las cuales estaban cubiertas por un grueso pantalón de gamuza color verde oliva.