A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de esta novela que forma parte de la trilogía de El Papiro, cuyo primer libro terminé de editar el pasado miércoles 8 de junio, pero si no lo ha leído y desea hacerlo, lo encontrará en su totalidad en el archivo del blog. La estrella perdida consta de 267 página word divididas en treinta y tres capítulos, por lo que la semana final publicaré los tres últimos. Al terminar La estrella perdida y a fin de concluir con la trilogía, editaré bajo el mismo procedimiento La ventana de agua, la tercera novela de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.
Sinopsis
Un grupo de arqueólogos pertenecientes a la Cofradía del Omne Verum, reconocidos estudioso de los papiros de Getsemaní y de Jerusalén, descubren el misterio de la Vera Cruz, la cruz de la crucifixión de Cristo, que se hallaba perdida desde su muerte. Los escritos revelan que los esenios, hermandad de la cual formaba parte Jesucristo, la habían escondido en la cima del Kukenán, el llamado Tepuy de los Muertos, en La Gran Sabana, al sur de Venezuela. La Santa Sede, apoyada por los Dei Pax, un grupo gangsteril al servicio de la Iglesia, busca apoderase de ella, pero se topa con otro gran secreto: la aparición en la Tierra de los Nion, una especie de niños ángeles, quienes nacen asexuados. El doctor Aristócrates Filardo, un psiconeurólogo español de fama mundial, advierte que los Nion o Elegidos de Dios, tienen un par cromosómico muy diferente al de los humanos y que en una de sus células se observa una microscópica cruz brillante. Entre tanto, en una cueva subacuática de Las Cascadas del Ouzoud, en Marruecos, otro arqueólogo de la Cofradía del Omne Verum halla el enigmático Cuarzo de María Magdalena. En sus aristas la piedra tiene grabada una extraña inscripción con los códigos de la alineación del Triángulo Divino, el de la Santísima Trinidad, donde se revelarán nuevas e impresionantes profecías para la humanidad.
Intrigas, muertes y confabulaciones se apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece la alineación del Triángulo Divino.
Caps. 6 AL 10.
Intrigas, muertes y confabulaciones se apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece la alineación del Triángulo Divino.
Caps. 6 AL 10.
6
Un grupo de científicos, entre los que se encontraban psicoanalistas, neurólogos, filólogos, arqueólogos y papirólogos de renombre mundial, habían sido convocados a una reunión a puerta cerrada en un lujoso edificio propiedad de la Santa Sede ubicado en una de las transversales de Via Veneto, en Roma.
En los corrillos periodísticos se decía que en ese sitio funcionaban varias dependencias ultrasecretas del Vaticano. No obstante, la versión nunca fue confirmada.
Los voceros de la Iglesia desmentían los rumores y afirmaban que de secretas no tenían nada. Que las instalaciones eran utilizadas con propósitos sociales y en contadas ocasiones para reuniones de carácter civil, las cuales no atañían a las funciones propias del Estado Pontificio.
Una pequeña placa de bronce cincelada en bajo relieve y colocada en un lugar poco visible del interior de la edificación, anunciaba en letras mayúsculas vaciadas en fondo negro: UFFICIO PER LE RELAZIONI SOCIALI E AIUTO PER I DISASTRATI DEL MONDO, que en buen castellano quiere decir Oficina para las relaciones sociales y ayuda para los damnificados del mundo.
Los presentes en la reunión, unos veinte civiles y cerca de treinta religiosos, fueron invitados para debatir sobre los Niños Índigo y Cristal, llamados por algunos psicólogos como Los Nuevos Conductores Espirituales de la Humanidad, y su asociación a la descripción que se hacía de ellos en algunos papiros descubiertos en excavaciones cercanas a Getsemaní en 1883. Los manuscritos, olvidados por largo tiempo, volvían a tomar singular importancia porque un grupo de arqueólogos, al que pertenecía el viejo profesor Pier Francesco Gagliardi, un escrupuloso estudioso de esos pergaminos, encontró reveladoras citas sobre “niños divinos” o especiales.
La confortable sala de conferencias de la institución católica lucía repleta. Invitados y clérigos estaban sentados alrededor de una larga mesa en forma de U cerrada. Al frente tenían micrófonos, un pequeño ordenador portátil, libretas, lápices y una botellita de agua mineral a cuyo lado estaba una copa de vidrio inmaculadamente limpia.
Presidiendo la reunión, vestido de civil con un pulcro traje negro y exhibiendo por fuera del saco una gruesa cadena con un descomunal crucifijo que pendía desde su cuello hasta el pecho, estaba monseñor Giuseppe Pellegrino, un viejo y arrogante sacerdote piemontés, de quien decían era asesor directo del Papa y coredactor de varias Encíclicas. Había sido arzobispo de Milán, pero ahora no ejercía ningún ministerio. Algunos le atribuían la autoría completa de al menos dos Encíclicas anteriores a la última escrita por Juan XXIII.
Alto, de unos setenta y cinco años de edad y totalmente calvo, el monseñor parecía el retrato viviente de Dante Alighieri debido a su curva y delgada nariz aguileña, idéntica a la del famoso poeta italiano autor de La Divina Comedia.
Dos sacerdotes con varios carpetas y papeles dispuestos ordenadamente frente a ellos escoltaban sus flancos.
El resonar de una campanita y el carraspeo nervioso que se escuchó a través de uno de los micrófonos indicó que la reunión iba a dar inicio.
Después de las salutaciones de rigor a las personalidades invitadas y científicos de renombre, monseñor Pellegrino fue directo al grano.
–Hay suficientes pruebas, las cuales parecen irrefutables, de que están naciendo niños especiales en muchas partes del mundo, pero eso no significa, por nada en lo absoluto, que sean ángeles o enviados del Señor. Eso es, a todas luces, más que una herejía una blasfemia a la sangre de Cristo. Una abominación. Un vil atentado a Los Evangelios y a la palabra divina. Por tal motivo, la Iglesia Católica, la cual represento en esta reunión, se opone rotundamente, a que esos llamados Niños Índigo o Cristal, o como quiera llamársele, sean calificados de ángeles, seres dotados de poder divino o Ungidos de Dios, como los llaman algunos de ustedes. –Hizo una pequeña pausa, la cual aprovechó para sopesar la reacción de los asistentes. A continuación agregó–: El debate queda abierto. Los micrófonos están a disposición de quien quiera intervenir.
De un extremo de la mesa se levantó una mano para solicitar derecho de palabra. Monseñor Pellegrino aprobó e hizo señas de comenzar, pero la intervención fue interrumpida por el desagradable chirrido del feed-back del micrófono. En cuestión de segundos el sonido fue opacado.
−Respeto su posición y la de la Iglesia, monseñor, pero para nada la comparto. Esto no es asunto de retórica, sino de pruebas científicas contundentes. Nosotros también estamos asombrados –expresó señalando con la mano a otros de sus colegas−. Esto va más allá de la comprensión humana y científica, al menos de la que conocemos y poseemos hasta ahora –aseveró convencido de lo que decía.
Quien se dirigía a la selecta concurrencia era Hans Reinhard Müller, ex catedrático de la Universidad de Berlín y filólogo de renombre mundial. La misma persona que momentos antes había levantado la mano.
−Más asombrados quedarían si conociesen a profundidad los secretos de la Biblia y la palabra divina, donde se revela la verdad y los enigmáticos caminos de la vida. En Las Escrituras está todo –sentenció inmutable–. Muchos, entre ellos ustedes, no quieren verlo ni entenderlo −expresó con arrogancia Pellegrino a fin de atajar la andanada de argumentos profanos que presumía se les vendrían encima en esa reunión, la cual el mismo había propiciado.
−No nos referimos al lenguaje propiamente dicho. No al de las palabras, sino al de la mente, monseñor −rebatió Müller acomodándose sus redondos espejuelos color dorado en la nariz−. Estos niños no se comunican con palabras, sino con la mente, incluso cuando están dormidos. No se hacen señales y pueden sostener una larga conversación de un país a otro y en las más largas distancias sin usar teléfono, ni computadora, ni nada que se le parezca. Eso lo hemos podido comprobar científicamente. No sólo yo, sino todos los presentes y muchos otros estudiosos del fenómeno, si es que se puede llamar así –concluyó el rubio y apuesto profesor dando un vigoroso manotazo sobre la mesa a fin de imprimirle mayor rigor a su afirmación.
−En estos manuscritos –respondió el monseñor posando una de sus manos sobre uno de los cartapacios que tenía a un lado− se alerta sobre la venida de esos supuestos ángeles y de otros artilugios que se usarían para confundir al mundo y a la fe católica. No son ángeles ni seres venidos de otros mundos, sino engendros del diablo −recalcó con fuerza el prelado, demostrando la inflexibilidad de la Iglesia en esos asuntos que van más allá de cualquier comprensión teológica o humana.
−Creo que así, con palabras, nunca vamos a hacernos entender por la Iglesia, profesor Müller −terció otro de los científicos−. Algunos colegas y yo hemos traído las más significativas de las pruebas en forma visual. Ellas evidenciarán, sin el menor vestigio de dudas y con pocas palabras, nuestras afirmaciones −finalizó y le hizo un ademán a un joven técnico sacerdote para que comenzara a rodar una proyección.
Quien se había interpuesto entre clérigo y lingüista, era el doctor Aristócrates Filardo, ex decano de la Escuela de Medicina de la Universidad de Cambridge, y única autoridad de nacionalidad hispana que había alcanzado esa posición tan relevante en toda la historia de la prestigiosa institución inglesa desde su fundación en 1229. Por sus aportes a la ciencia había sido designado miembro privilegiado de la Sociedad Internacional de Psiconeurología, así como de otras múltiples asociaciones mundiales. A su lado, muy callada y observadora, estaba sentada la profesora Marcella Buti, de la universidad de Pisa y papiróloga muy apreciada en la comunidad mundial. Junto a la antropóloga y arqueóloga Susanna Bertuccelli, que ocupaba un puesto muy cerca de ella, eran las únicas mujeres en todo el recinto.
Las luces fueron atenuadas en forma automática y en la gran pantalla de la sala de conferencias comenzaron a aparecer filmaciones con imágenes de niños. La primera en proyectarse mostraba a un grupo de infantes aparentemente comunes de diferentes edades que no sobrepasaban los cinco años, levitando en una habitación previamente acondicionada por los científicos, que incluían cámaras ocultas, micrófonos y aparatos muy sofisticados para medir temperatura corporal, pulsaciones, actividad neuronal y otras condiciones y estados, tantos físicos como mentales. La segunda filmación mostraba niños semidesnudos unos, y otros en camisetas y pantalón corto, también en edades comprendidas entre los cinco y diez años, con ciertas malformaciones en sus cuerpos, pero de una agilidad inusitada. Hacían una serie de piruetas en el aire y se balanceaban y desplazaban con fuerza en un grupo de trapecios dispuestos en diferentes formas y lugares por los investigadores. Utilizaban ambas extremidades con la misma pericia sin, aparentemente, distinguir brazos de piernas o manos de pies. Ver la filmación era realmente sorprendente. También se proyectaron pruebas telepáticas de aprendizaje inmediato e inteligencia con increíbles resultados por tratarse de niños muy pequeños.
Las demostraciones fueron sucediéndose una tras otras ante el aparente desgano y apatía de los clérigos presentes.
Entre el grupo de niños que presentaron los científicos no sólo habían Niños Índigos, llamados por los psicólogos Rompedores de Sistemas, o Cristal, denominados Pacificadores, sino otros muy pocos conocidos en su comportamiento psiconeuronal, los cuales acababan de ser descubiertos y estaban siendo estudiados por algunos científicos.
Los Niños Índigo fueron llamados así por su distintivo color vital índigo en el aura, siendo el índigo el color de la corona del tercer ojo. Son niños muy intuitivos, mentales, y aparentemente se aburren rápida y fácilmente, aunque esa premisa no está del todo comprobada y, de ser cierto, no se sabe a qué se debe.
Los Niños Cristal, en cambio, son llamados así, no por su color del aura, sino por su vibración y elevada espiritualidad. En su corona predomina un aura con colores violetas y blanco resplandeciente en algunos casos. Según los científicos, los Niños Cristal comenzaron a aparecer en el mundo desde el principio de los siglos. Muy poco se sabe de estos primeros illuminati por evidencia escrita, aunque hay algunas referencias sobre su nacimiento en ciertos papiros pocos conocidos dentro de la comunidad científica.
Los primeros Niños Cristal que poblaron la tierra fueron los precursores de los nuevos tiempos y de la Primera Era Espiritual. Al sobrepasar la edad de la niñez y casi desde la adolescencia, a esos niños comenzaron a llamarlos profetas, pero su generación no los trató tan bien como merecían, como el conocido como Jesucristo. La mayoría de las veces estos precursores espirituales fueron asesinados, pero plantaron la semilla.
Se especula que "Cristal" y "Cristo" son palabras muy similares, y tienen una definición semejante.
− ¿Esto que están viendo qué les dice a ustedes? –preguntó a los clérigos el doctor Filardo interrumpiendo momentáneamente la proyección.
−Trucos baratos… Una charada para tratar de confundirnos… −respondió espontáneo un clérigo que estaba sentado en uno de los extremos de la gran mesa en forma de U.
− ¿Es qué no habrá forma de qué salgan de su oscura terquedad? −afirmó indignado otro de los científicos levantándose de la mesa−. Esta es la cuarta vez que nos reunimos. Siempre traemos pruebas contundentes, demasiado contundentes diría yo, y ustedes siguen tan obcecados como al principio.
−No es problema de obcecación −atajó monseñor Pellegrino−, sino de fe, amigo mío. Las escrituras, Las Divinas Escrituras −recalcó con énfasis− no hablan nada de niños excepcionales ni de la venida a la Tierra de una manada de querubines y ángeles de todo los colores −remachó, esta vez en forma burlona, refiriéndose a algunos niños negros y otros asiáticos que había entre los grupos presentados en los videos.
− ¡Definitivamente la Iglesia está chiflada!... Parece que está reunión no se estuviese celebrando hoy, en pleno siglo XXI, sino durante la Inquisición −afirmó en tono gutural un anciano científico mientras se removía intranquilo en su asiento.
−De esa forma será difícil entendernos… No estamos aquí para juzgar a la Iglesia, ni ofendernos mutuamente, sino para aclarar si estos niños que ustedes creen ángeles o Ungidos de Dios, tienen algo que ver con los papiros descifrados recientemente por el profesor Gagliardi.
− ¡Hombres de poca fe!... ¿Y estos son los qué se dicen conductores de la Iglesia? −balbuceó a sotto voce otro de los invitados para sí mismo, pero como tenía el micrófono abierto fue escuchado por todos.
Sin excepción, todos los clérigos que estaban en la sala se hicieron los desentendidos con las imprecaciones que escucharon. Siquiera voltearon a ver de qué boca había salido. Hubo una pequeña pausa, quizás una reflexión entre todos los presentes. El instante fue aprovechado por otro clérigo para unirse a la reunión.
−Vamos a descartar primero cualquier teoría que nos haga analizar con prejuicios los hechos y remitámonos a lo concreto… A lo tangible, a lo que tenemos en nuestras manos. No a esos niños con sus trucos y entrenamientos de circo… −medió monseñor Pellegrino a fin de que los ánimos se calmasen.
−Volveremos a lo mismo, porque los papiros nos conducirán otra vez hacia los niños −sentenció parco el profesor Antonio Rosellón, reputado papirólogo español.
−Lo sé, por eso no quiero incomodarlos ni que me incomoden con la repetición de las historias mostradas en los videos −aclaró el monseñor entornando los ojos con dulzura paternal−. Primero, ya sabemos que las citas del profesor Gagliardi son auténticas. De eso no cabe la menor duda ni entre ustedes ni entre nosotros. Segundo, conocemos sus escritos, pero no el propósito real de sus metáforas. Por eso estamos aquí, para tratar de ponernos de acuerdo antes de que todo esto se filtre a los medios de comunicación y salga a la luz pública. ¿Se imaginan el escándalo?
−Un fin de mundo, sin lugar a dudas −terció Rafael Delamadrid, un espigado académico hoy en día retirado de los quehaceres universitarios, aunque seguía con sus estudios arqueológicos en forma muy secreta, según le reprochaban algunos de sus propios colegas−. Uno de los papiros interpretados por el doctor Gagliardi −prosiguió con aguda voz ronca−, que por cierto no entiendo porqué motivos no está aquí si es pieza fundamental en todo esto, tiene citas muy similares al 12:36 del Evangelio de San Juan, el cual habla de los hijos de la luz y al Salmo 89, en sus versículos 36 y 37, que dice textualmente: Su descendencia, refiriéndose a la de David, será para siempre, y su trono como el sol delante de mí. Cuando la luna será firme para siempre y como un testigo fiel en el cielo…
−Porqué nos viene con eso ahora, profesor. No creo que sea el tema ni el momento para estar citando Salmos −lo interrumpió Pellegrino haciendo valer su condición de director de debates, además de alta jerarquía eclesiástica que representaba.
−No, no estoy de ninguna manera fuera de contexto, monseñor, porque si analiza de nuevo los textos del profesor Gagliardi, en su última parte es muy similar a los versículos 36 y 37 del Salmo 89, con la única diferencia que el papiro trascrito y atribuido a un supuesto evangelio inédito de San Juan, dice lo mismo, con la excepción que en el se agrega: …y como testigo fiel el cielo, nacerán con aura de cristal los nuevos ungidos. El día que el sol ilumine delante de mí serán esparcidos por toda la Tierra.… ¿No le dice nada esa referencia?... ¿No la asocia a los Niños Cristal que han estado naciendo por millares desde 1996?… ¿No se les asemeja a Los Nion? −concluyó en tono severo.
− ¿Nion?... ¿Qué es eso?... Con todo respeto profesor, creo que usted está desvariando. La edad está mostrando sus secuelas −interpuso de malas ganas el cardenal Francisco de Ribera y Mondariz, primado de Pontevedra, Arosa y Vigo, quien era la persona que se había incorporado a la reunión tardíamente y tomado puesto muy cerca de monseñor Pellegrino.
El cardenal había viajado en un jet privado propiedad de la Santa Sede desde Pontevedra a Roma ese Domingo de Resurrección a petición del propio Papa. Era la llamada que había recibido mientras estaba reunido en el Monasterio de Oia. Uno de los secretarios del Santo Padre le había informado la importancia de su pronto traslado.
−No es así −salió en defensa del larguirucho profesor su colega Hans Müller−. Por lo que veo ustedes no están al tanto de los últimos descubrimientos del profesor.
−Eso no tiene importancia ahora. Después lo trataremos −interpuso Delamadrid a fin de no perder el hilo de su exposición−. En el supuesto nuevo evangelio de Juan −prosiguió carraspeando un poco la garganta− también se afirma que esos niños nacerían marcados con un signo invisible al ojo humano.
−No me diga, querido profesor, que usted ha visto esa marca −inquirió monseñor Pellegrino.
−Yo no. Pero sé quién si.
− ¿Y se puede saber quién?... ¿Quién tiene un ojo tan divino y poderoso para ver marcas invisibles?... ¿Acaso será Superman? −interrogó con despiadado y cínico sarcasmo el cardenal Ribera acariciándose su pequeña y bien delineada chiva en forma de candado.
−No. No, por ahora querido cardenal. Por ahora sólo le diré que hoy en día no hace falta ser Superman para ver muchas cosas que no se ven a simple vista.
Un relámpago producto de la tormenta que inusualmente se estaba desatando sobre Roma en esos momentos, más que todo hacia el oeste de la ciudad, donde estaba la Santa Sede, hizo parpadear por instantes las luces en el interior de la sala de conferencias.
−Es el relámpago de San Mateo −sentenció en forma de broma y risueño monseñor Pellegrino− Tomémonos un descanso y vayamos al salón contiguo para tomarnos un buen capuchino e panini di prosciutto. También hay un buen ristretto, para que se despierten los que están dormidos aunque el día todavía está en su esplendor pese a la tormenta.
− ¡Vamos! −aprobaron algunos atropelladamente.
Mientras se levantaban de sus asientos para dirigirse a la sala contigua, Hans Müller se fue acercando sigilosamente hacia donde todavía permanecía sentado el profesor Delamadrid. Al llegar, puso su boca cerca de la oreja del profesor.
−No diga nada de Los Nion. Hay un espía entre nosotros −le susurró.
Antes de que Delamadrid reaccionase, vio como el rubio filólogo se alejaba a largas zancadas hacia el salón de café.
7
Todavía el reloj no marcaba la una de la tarde y el Kukenán ya había sido arropado por las sombras. Juan Diego y Luis Rafael estaban confundidos. De las tantas veces que remontaron el tepuy nunca vieron una oscuridad tan penetrante. Mucho menos en esos días de abril.
− ¿Esta penumbra no te parece extraña? −preguntó Luis Rafael mientras mascaba otro duro pedazo de carne de danta.
Juan Diego no respondió. Permanecía callado y con sus pequeños ojos apuntados en la cremallera de la carpa, la cual daba la impresión de deslizarse con las arremetidas del viento.
−Todo está negro sobre nosotros y no ha caído ni una gota de agua… Es raro… ¿Por qué no lloverá? −insistió con sus preguntas Luis Rafael.
Su compañero tampoco contestó. Seguía inmerso en un mutismo sepulcral. Era evidente que algo lo intranquilizaba. Y no era por el simple hecho de que no lloviese o de que el cielo estuviese ennegrecido. Su mente estaba en una dimensión menos humana. Movía nervioso la cabeza y los músculos de su cuello lucían tensos.
− ¿Por qué no me contestas?... ¿Qué te pasa?... ¿Te volviste sordo?... −volvió a indagar inquieto su amigo.
−Disculpa un momento… Tengo un presentimiento…
− ¿Un presentimiento?... ¿Crees que volverá a subir? –preguntó refiriéndose a Divor Klaus.
−No, no es eso…
− ¿Y entonces qué?... ¿Qué pasa? −inquirió esta vez alerta.
−Hay algo… Ese cielo… Ese color no me gusta. Estoy subiendo al Kukenán desde que era niño y nunca había visto algo así.
Luis Rafael dejó a un lado el pedazo de carne que chupaba como si fuese una paleta de helado, aunque de esa forma absorbía todas las nutrientes y proteínas necesarias pese a lo duro que debía estar. Trató de incorporarse, pero Juan Diego lo contuvo con la mano.
Era realmente extraño que ni una gota de agua se precipitara al suelo. En La Gran Sabana los chubascos son repentinos y demoledores, pero así como llegan a los pocos minutos se van. Pero esa no era la razón que inquietaba a los dos pemones, sino la densa calma y aquel cielo vestido de luto. De un negro tan profundo como la muerte. Insondables corceles parecían trotar en las cercanías.
El Kukenán y su vecino, el Roroima-Tepuy, eran muy respetados por todos los indígenas del lugar. Según una leyenda ancestral, esas grandes masas de tierra y roca era lo único que había quedado del tronco del Árbol Madre, un gigantesco y frondoso árbol que con sus ramas rozaba el cielo y que se derrumbó estrepitosamente el mismo día en que los romanos crucificaron a Jesucristo a muchos miles de kilómetros de distancia de allí. Al caer, sus ramas formaron todos los ríos, montañas, cascadas y selvas del Amazonas, así como a sus animales pájaros y personas.
−Recuerda que por estos lados muchas almas andan en pena −advirtió Luis Rafael abriendo más de costumbre sus pequeños y rasgados ojos.
−Lo sé. Aunque los abuelos… −Juan Diego se interrumpió y dirigió la mirada hacia la entrada de la carpa. Al notar que todo estaba en orden, prosiguió−: Los abuelos de los primeros tiempos, contaban que cuando alguien penetraba el tronco del Árbol Madre cosas extrañas podrían pasar y volverían de los abismos los…
− ¿Los qué? −preguntó nervioso el joven pemón.
Juan Diego tenía los ojos clavados en la cremallera de la tienda de campaña. Creyó verla deslizar en varias oportunidades. Era como si alguien intentase abrirla desde afuera. Luis Rafael enmudeció en un instante.
Pese a los silbidos y furia del viento que mecía de un lado a otro la pequeña y endeble carpa, dentro podía escucharse el fuerte palpitar de sus corazones.
De pronto calma. Hasta el viento calló.
La cremallera comenzó a bajar lentamente, casi en cámara lenta. Era evidente que alguien desde el exterior trataba de abrirla con sumo cuidado.
−Quizás sea… −susurró Luis Rafael.
Juan Diego le hizo señas de callar y estar atento. Luego metió sigilosamente una mano dentro de su morral y comenzó a hurgar en el interior. Mientras lo hacía le hizo un gesto a su compañero para que apagase la lámpara de kerosén que estaba a un costado de la carpa.
Luis Rafael giró la perrilla del encendido y llevándose índice y pulgar a la boca los empapó de saliva y aprisionó con ellos la mecha para que dejase de parpadear. Volvió a poner en su sitio el bulbo de vidrio y asustado miró a Juan Diego quien, pese a estar a escasos centímetros de distancia, apenas distinguía su silueta.
En silencio y con sus ojos desorbitados esperaron. Los segundos corrieron aprisa, pero nada sucedió.
Aparentemente había sido un falso presentimiento de Juan Diego, El místico, y su don de la predicción.
Cuando era asaltado por esos fogonazos espirituales que ni el mismo sabía de dónde venían, súbitamente tomaba la Biblia y comenzaba a leer Salmos y Proverbios sin ningún orden preconcebido. Simplemente la abría al azar y buscaba el centro. Proverbio o Salmo que se posasen ante sus ojos los leía en alta voz. De esa forma buscaba alejar los malos presagios y a seres escapados de los abismos infernales.
− ¿Ya pasó todo? −preguntó con voz temblorosa Luis Rafael.
Su amigo no pudo contestarle. Un relámpago venido del infinito alumbró la pequeña carpa dejando al descubierto sombras tenebrosas en las afueras del refugio.
− ¡No!… ¡Toma! −gritó lanzándole el crucifijo que sacó del fondo del morral junto a una Biblia, la cual aprisionó contra su pecho.
8
Salidos de matorrales cercanos un grupo de corpulentos salteadores se abalanzaron sobre Débora, Simón y José Pedro. La mayoría llevaba trajes negros ribeteados con finas rayas blancas, muy fuera de tono para la época y la región. Sólo un par de ellos vestían blue jeans y camisa, aunque todos tenían el rostro cubierto por una especie de antifaz de hule color perla que semejaba una piel pálida.
− ¡Hacia la poza, rápido!… −alcanzó a decir Simón cuando tenían a más de media docena de hombres sobre ellos.
Nerviosos los macacos chillaban y brincaban de una rama a otra. La quietud de aquel lugar casi sagrado había sido rota.
Débora fue sometida en instantes por dos de los desconocidos. La endeble muchacha hacía esfuerzos por librarse, pero le era imposible escapar de las fuertes manos que la sujetaban. Rápido, como si en ello dejara la vida, José Pedro metió el cuarzo en el morral y corrió hacia la poza seguido por uno de los atacantes. Simón estaba furioso. Luchaba frenético. Parecía un animal acorralado, pero no se daba por vencido. De certeros puñetazos se fue desembarazando de los malvivientes que buscaban neutralizarlo. Al estar libre, corrió hacia Débora, a quien trataban de amarrarle las manos con cinta de embalaje.
El rufián que perseguía a José Pedro estaba a punto de alcanzarlo. Muy cerca del agua el arqueólogo se detuvo, asió con fuerza un extremo de la mochila para que el cuarzo no fuese a salirse del fondo, tomó impulso y se lo estrelló en la cara cuando lo tuvo de frente. Con un agudo grito de dolor el mal viviente cayó sangrante en una pequeña ciénaga que estaba en la orilla de la poza. Del golpe el antifaz se le rodó y dejó al descubierto el maltrecho rostro de un bigotudo hombre blanco, cuyas facciones nada tenían que ver con el aspecto los pobladores de la zona.
− ¡Al agua!... ¡Métete el agua! −le gritó Simón.
Débora, ya liberada de los rufianes que la tenían, iba veloz hacia la poza. José Pedro esperó que llegase y juntos se lanzaron al agua.
Simón se quedó en la retaguardia. Esperaba que sus compañeros estuviesen a salvo para después ir tras ellos. Luchaba como león. Uno a uno se fue librado de sus agresores. Su fuerza parecía sobrehumana.
Era evidente que los atacantes no querían matarlos sino tan sólo someterlos. No portaban armas y, si las tenían, no hicieron uso de ellas. Su intención no era robarlos, mucho menos asesinarlos, sino secuestrarlos. Los querían vivos y muy conscientes.
Débora y José Pedro nadaban veloces hacia la orilla contraria. Sólo faltaba Simón para estar otra vez los tres juntos.
Al no tener a nadie cerca, el melenudo fortachón se dirigió a pasos rápidos hacia la poza. A punto de meterse al agua, uno de los delincuentes lo alcanzó y le cerró el paso. Sin siquiera pensar en otra posibilidad, de un fuerte empellón lo echó al agua. Miró hacia atrás y al ver que nadie más lo perseguía, se lanzó en magnífico clavado. Ayudado por la cola, resuelto comenzó a nadar en dirección a sus amigos.
Los delincuentes estaban tan atolondrados que no se dieron cuenta del rabo de Simón, cuya punta sobresalía del agua como si fuese una aleta de tiburón.
Desde la ribera los malhechores maldecían su suerte, pero ninguno trató de seguirlos. El que recibió el porrazo con el cuarzo seguía inmóvil cuan largo era sobre la ciénaga. Otros comenzaban a salir del aturdimiento causado por los golpes de aquel “ángel de la guarda” que como bendición divina apareció en el Ouzoud. El que fungía de jefe del grupo revisaba el interior de los morrales de Simón y Débora, abandonados durante el ataque. Furioso estrellaba contra el suelo todo lo que encontraba. Lo que habían ido a buscar no estaba en los morrales. Obviamente querían las notas de José Pedro o lo que el arqueólogo fue a buscar en las cascadas, pese a que no sabían que había hallado el Cuarzo de María Magdalena.
A los pocos minutos los tres fugitivos llegaron sin problemas a la orilla contraria. Apenas la tocaron corrieron hacia un bosquecito de olivares que se estaba en una explanada cercana. Al sentirse seguros y lejos de sus perseguidores, se detuvieron exhaustos.
− ¡Tremendo susto! −exclamó José Pedro echándose boca arriba sobre un terraplén.
−Pero pudimos con esos cobardes –señaló su fortachón amigo, quien también se notaba bastante cansado.
−Gracias a ti, Simón… A tu fuerza y decisión. De otra forma nos hubiesen dominado −aseguró el joven arqueólogo, quien apenas tenía el traje de baño puesto.
−Tu ropa quedó tirada en el suelo… Si nos agarra aquí la noche te congelarás −manifestó con maternal encanto Débora mientras se tendía a su lado con la respiración entrecortada.
−Gracias por preocuparte, pero aquí tengo un cambio. Siempre llevo uno conmigo −expresó señalando la mochila.
−Muy previsor −observó Simón−. Propio de todo buen científico.
−Y, sorpresa, también tengo algo para ti −afirmó sacando del morral una empapada franela strech color negra−. Todavía hay sol. La pondré a secar junto a la otra ropa −expuso y luego, dirigiéndose a Débora, agregó amable, pero juguetón: −Y usted también señorita, si no la que se congelará será usted.
−Yo no… Gracias… Estoy bien así −contestó con cierto rubor, pero decidida a quedarse con la ropa mojada puesta.
− ¡Ah, las mujeres!... ¿Quién las entenderá algún día? −interpuso Simón a fin de protegerla.
Sabía que la joven no podía desnudarse y quedarse sólo en ropa interior porque pondría al descubierto la larga cola que, al igual que él, tenía.
- ¿Quiénes eran y qué querían esos rufianes? −preguntó José Pedro incorporándose del suelo.
−La mafia…
− ¿La mafia?... ¿Y qué querría la mafia de nosotros? −manifestó asombrado.
−Es otro tipo de mafia −explicó Débora−. Una especie de Mafia Cristiana que sirve a los intereses de la Iglesia.
−Por favor… No me vengan con ese cuento a mí que ya estoy muy grande para esas cosas.
−Es así José Pedro. Débora no está inventando nada. Es un tipo de mafia que trabaja conjuntamente con la Iglesia. Se intercambian favores y negocios. No es como esas mafias de gangster de las películas. Estos son en su mayoría empresarios, comerciantes, hombres de negocios y gobernantes provenientes de las viejas mafias sicilianas −explicó Simón.
−Esos tipos que nos asaltaron no tenían nada parecido a empresarios y hombres de negocios… Por favor no sean tan ingenuos… ¿Quién les contó esas estupideces? −ripostó con disgusto el delgado arqueólogo arqueando las cejas.
−No son estupideces ni fantasía nuestra. Es la pura verdad… Recuerda lo del Omne verum… Nosotros no te hemos mentido nunca −recordó Débora, quien estaba tras unos arbustos cercanos.
Siguiendo la sugerencia de José Pedro fue hacía los matorrales, se quitó parte de la ropa y la puso a secar. Esperaba escondida para que no la viese semidesnuda.
−Es cierto… Disculpen. Mi instinto me dice que no me han mentido. Al menos hasta ahora. Pero, repito, esos tipejos no tenían facha de empresarios… ¿O me equivoco?
−No, no te equivocas. La gente que te quería secuestrar forma parte del brazo armado de esa mafia. Se hacen llamar los Dei Pax, que traducido del latín, como bien sabes, quiere decir Paz de Dios, aunque dentro de la Iglesia les dicen La Hermandad de la Sangre −manifestó muy seguro Simón.
− ¿Secuestrarme a mí?… ¿Por qué?... Yo no tengo nada que ver ni con la Iglesia ni con mafias. Yo apenas soy un insignificante arqueólogo… ¿Y por qué no creer que iban tras de ustedes?
−Primero, porque a nosotros no nos conocen. Siquiera saben que existimos −expresó Simón en forma natural−. Y, segundo, porque tú eres el objetivo…
− ¿El objetivo?... ¿Cuál objetivo?... ¿Qué dicen?...
−De la Iglesia José Pedro −afirmó contundente Débora mientras salía de atrás de los arbusto abrochándose el último botón de la blusa, la cual apenas estaba ligeramente seca.
−Pero, ¿por qué?
− Porque tienes algo que a ellos les interesa y mucho… Y ahora se interesarán mucho más porque ya no tienes una cosa, sino dos −indicó Simón.
−El cuarzo…
−Sí, el cuarzo. Ahora si estás en serio peligro y debemos reforzar la vigilancia… Pediremos ayuda… −precisó la joven mientras recogía la franelilla negra de entre las ramas y se la extendía a Simón.
−Esperen un momento y déjenme comprender. Yo tengo el cuarzo… El cuarzo que ustedes me ayudaron a hallar, ¿cierto?
−Cierto −dijo Débora.
−Ellos lo quieren… ¿Pero para qué?... −preguntó ingenuo José Pedro.
−Para ocultar la verdad… –le respondió Simón.
−Pero cuál verdad si siquiera sé lo que dice.
−Pronto lo sabrás… Apenas con una mirada diste con el primer acertijo… Resolver los otros no te tomarán mucho tiempo −sentenció la frágil muchacha llevándose la mano a la boca.
Había dicho algo que no debía. Simón la miró extrañado, pero ya no había nada qué hacer.
− ¿Los otros acertijos?... ¿Y cómo sabes que son varios?... Sinceramente no dejan de asombrarme.
−Porque siempre detrás de la primera pista viene la segunda y así sucesivamente −manifestó a fin de reparar la ligereza y evitar que se percatase que tanto ella como Simón sabían mucho más de lo que le habían dicho.
−En todo caso, porqué la Iglesia querría ocultar una verdad que siquiera conoce o sabe que existe −indagó el arqueólogo extrañado.
−Para preservar su poder y mantener el oscurantismo sobre las verdaderas y legítimas bases en las que debería asentarse la Iglesia Católica, las cuales durante siglos han sido manipuladas, tergiversadas y cambiadas al antojo de Papas, teólogos y reyes −aseveró contundente Simón mientras echaba un vistazo a la cima de la colina que tenía al frente, la cual tendrían que remontar para poder salir del lugar.
−Está bien… Está bien, pero al principio dijiste que estaban detrás de mí porque tenía dos cosas que les interesaban: Una es el cuarzo y la otra cuál.
−El texto del papiro que descifraste… El que te trajo hasta aquí… Buscan que le entregues el 3G3.
− ¿Y cómo sabes eso?... Bueno… No me lo digas sino esta tarde voy a enloquecer… Confiaré en ustedes. Pero, no entiendo −prosiguió dubitativo José Pedro−, cuáles son los nexos de esa gente con la Iglesia... ¿Qué tienen qué ver el uno con el otro?
−Poder, amigo mío… Poder… Todo lo hacen por poder y más poder. Poder de acción y poder de control… −sentenció Simón moviendo la cabeza con indignación.
−Entiendo…
−Es preocupante, pero es la verdad… Pero lo que me gustaría saber José Pedro, es cómo se enteraron de que estabas aquí. ¿Se lo dijiste a alguien?... −preguntó Débora dirigiéndole una mirada escrutadora.
−No, a nadie… Esta era mi misión secreta… Mi descubrimiento… No se lo dije a nadie −afirmó.
El arqueólogo mentía. Quería proteger al Omne verum, la cofradía a la cual pertenecía, y al resto de sus integrantes.
− ¿Estás seguro?… Haz memoria… −insistió Débora.
−Segurísimo, a nadie… A ninguno de mis colegas de la universidad…
− ¿Y a gente de la Iglesia? −preguntó precavido Simón.
−No… ¿Por qué iba a decirle a los curas sobre esto?... ¡Oh, espera un momento! −expresó reflexivo−. No, no puede ser…
− ¿Qué pasa?... ¿Recordaste algo?
−Sí −pero no puede ser posible…
−Dinos y trataremos de ayudarte −solicitó Débora.
−Se lo dije a mí tío, el cardenal Ribera, hace un par de días… Lo llamé por teléfono antes de salir para acá… Pero no creo… Además, el está en España.
−Yo sí creo, José Pedro. Pero eso ahora no tiene importancia. Lo importante es que el cuarzo aún está en nuestras manos y tenemos que resguardarlo hasta que lo descifres −concluyó Simón dándole un manotazo de aliento en la espalda.
José Pedro había quedado desconsolado por la revelación que sus nuevos amigos acababan de hacerle. Además de su tío, el cardenal Ribera, nadie, excepto un solo miembro del Omne verum, sabía sobre su viaje a Marruecos y el motivo que lo llevaba hasta allá. Pero tenía argumentos válidos más que suficientes, de que esa persona jamás revelaría su destino, incluso bajo la más cruel de las torturas. Todas sus sospechas se centraban en su tío, el cardenal, por una serie de extrañas e insistentes preguntas que le hizo cuando hablaron por teléfono.
−Por lo menos ya sabemos que del otro lado están nerviosos y trabajando rápido. No se detendrán ante nada −sentenció Débora mientras lo ayudaba a ponerse la camisa, la cual seguía bastante húmeda.
Simón hacia lo mismo. Luchaba por enfilarse aquella estrecha franela que le había dado José Pedro, pero se le atoraba a la altura del antebrazo y no quería deslizarse hacia sus desarrollados bíceps. No estaba totalmente seca y tampoco era lo suficientemente elástica como parecía. En sus vanos esfuerzos José Pedro se le acercó para auxiliarlo. Fue cuando, sin proponérselo, vio una especie de cicatriz que tenía en el costado derecho. Una marca que él conocía muy bien.
−Tengo un amigo que tiene una igual a la tuya −señaló tocándole aquel tatuaje color ocre pálido que se delineaba más arriba de sus costillas falsas, a un lado de la tetilla.
− ¡Lo sé!… –afirmó tranquilo–. También es amigo mío… Mejor dicho, es mi hermano. Nuestro hermano − explicó refiriéndose del mismo modo a Débora.
La joven asintió con la cabeza. De esa forma confirmaba las aseveraciones de Simón.
−¿Hermano?... ¿Conoces a Santiago?... ¡No lo puedo creer!...
−Y mucho. Quería estar con nosotros… Con Débora y conmigo, ayudando, pero tuvo que ir a otro lugar muy distante de aquí… Allí lo necesitaban con urgencia…
−Pero creí que había desaparecido del mundo… Tengo tiempo, mucho tiempo sin saber de él… Se esfumó sin dejar pista.
−Tenía que hacerlo así… Después de los incidentes de Venezuela y la explosión del monasterio de San Felipe debía desaparecer por su propia seguridad y la de todos nosotros…
−Supe de esa explosión por los periódicos, pero no sabía que Santiago tenía algo que ver con ella.
−No. Ciertamente no tenía nada que ver, pero es mejor no hablar del asunto −solicitó Simón con desconsuelo.
Los dos hombres se referían a Santiago, un joven predicador conocido como El Iluminado en los barrios caraqueños porque hacia milagros entre sus desposeídos pobladores. Inusitadamente fue secuestrado por orden de la Iglesia y llevado al llamado Monasterio de San Felipe, en el estado Yaracuy, al centrooccidente de Venezuela, para ser “examinado” por los monjes de una vieja congregación capuchina, quienes erradamente creían que tenía tatuada la marca de Satán en el cuerpo. No se supo nada más de él porque el monasterio explotó durante una pavorosa tormenta sin dejar rastros de sus ocupantes quienes, según informaron los medios de comunicación, quedaron totalmente calcinados.
La marca que tenía Simón en su costado derecho era idéntica a la de Santiago: una especie de triángulo color paja quemada de unos siete centímetros de grosor, cuya forma semejaba un pedazo de cartón rasgado que en su centro tenía dibujado la figura de un pez, igual al que los antiguos cristianos pintaban en las cuevas donde alababan a Dios. Dentro de la imagen del pez estaba grabada una inscripción en arameo que decía Con la marca del pez en su cuerpo nacerán Los Elegidos de Dios y de su parte posterior penderá una cola.
José Pedro había conocido a Santiago en Caracas. Fue durante el desarrollo de una conferencia sobre arqueología y papirología. El muchacho fue centro de las miradas y curiosidad de los expertos allí reunidos. Intervenía en forma incisiva y sus preguntas tenían pasmados a los conferencistas, quienes no lograban dar respuestas concretas al inquieto asistente que denotaba gran conocimiento arqueológico. José Pedro se encariñó con el joven y lo invitó a asistir a su laboratorio de la Universidad de Caracas, donde después de palpar sus capacidades, le pidió que le ayudase con algunas traducciones de papiros. Fue durante uno de esos encuentros que Santiago le mostró la marca que tenía en un costado. Ese día José Pedro no pudo descifrarla porque tuvo que salir apresurado a una reunión científica a la que fue convocado de urgencia. Se habían prometido realizar una sesión más larga, pero el joven nunca volvió a regresar al laboratorio, aunque en su memoria quedó grabada la cita.
− ¿Santiago es realmente tú hermano o es una forma de decir que lo estimas mucho? −preguntó José Pedro.
El calificativo de Simón lo dejó intrigado. No entendía cómo el joven que conoció en Caracas podía ser su hermano si no se parecían en nada.
−Es mi hermano. Un hermano verdadero, pero de la forma como lo conciben por estos lados del mundo −explicó evasivo a fin de no entrar en detalles sobre su filiación real con Santiago.
Durante toda la conversación José Pedro no se apartó de su mochila. Cuidaba su preciada carga como si fuese el tesoro más grande del mundo y por nada ni nadie se alejaría de aquel cuarzo color violeta y sus enigmáticos secretos. Secretos que había movilizado a la Iglesia y a toda una red de nuevos terroristas dedicados al pillaje y a la muerte.
9
Las calles de Roma seguían atestadas de fieles. Siquiera la inusitada tormenta pudo evitar que saliesen de sus casas para orar en los templos y asistir a las misas que se seguirían oficiando en todas las iglesias según la tradición cristiana en Domingo de Resurrección. Fue una verdadera bendición de Dios, que en la capital italiana no estuviesen permitidas las procesiones, de otra forma el día más importante de la cristiandad hubiese quedado deslucido y empantanado.
La reunión de Via Veneto se reanudó sin la participación del cardenal Ribera y monseñor Pellegrino, quienes se excusaron de no poder seguir debatiendo con ellos porque el Santo Padre requería su presencia en El Vaticano. Aquella fue simplemente una excusa piadosa, porque ambos estaban platicando a puerta cerrada en una amplia oficina cercana a la Sala de Conferencias y por nada pensaban dejar la tranquilidad del confortable recinto.
El cardenal estaba cómodamente sentado en un acolchado sillón de fieltro color vino tinto. Degustaba con deleite un puro cubano, con el que hacía boquillas de humo. Monseñor Pellegrino estaba de espaldas a su interlocutor. Mientras charlaba observaba distraído a través del cristal del alto ventanal de la oficina, el cual estaba forrado con una delicada armadura de caoba.
−Menos mal que esta mañana no llovió −reflexionó pensativo monseñor Pellegrino sin apartar los ojos del ventanal mientras grandes goterones rebotaban del vidrio−. Los meteorólogos habían pronosticado lluvias leves… El Papa estaba preocupado, pero a las diez y cuarto en punto salió a presidir la Misa de Resurrección. No cayó siquiera una gota de agua. El cielo se mantuvo inmaculado todo el tiempo... Te juro que tenía años que no veía la plaza tan llena −agregó mientras miraba como calle abajo la gente corría para guarecerse de la lluvia.
− ¿Y cómo fue el Urbi et Orbi? −preguntó con desgano el cardenal Ribera.
Era evidente que prestaba poca atención a las palabras de Pellegrino. La misa ni los actos en la Plaza San Pedro eran de su interés inmediato.
−Mucha devota esperanza se esparció entre los fieles, querido cardenal. Es un momento muy emotivo... Se palpa la fe y la misericordia hasta en el aire.
El monseñor le refería a detalles de la celebración pascual de la mañana, a la cual Ribera no pudo asistir por estar reunido en Pontevedra, en el Monasterio de Santa María de Oia.
El Urbi et Orbi es la acostumbrada bendición que después de la Santa Misa el Papa confiere a Roma y al mundo desde el balcón central de la basílica de San Pedro los Domingo de Resurrección. Como es tradición, la bendición se retransmite en directo, vía satélite, hasta los más apartados rincones del planeta y escuchado en vivo por los miles de fieles que desde muy tempranas horas del día se congregan en la Plaza San Pedro y sus alrededores.
− ¡Fallaron!... Sinceramente no entiendo como pudieron fallar si eran tantos y ellos tres −se lamentó iracundo el cardenal saliéndose totalmente del tema religioso y la celebración del Día de la Resurrección.
− ¿Cómo qué tres?... Me habían dicho que el profesor estaba sólo −preguntó extrañado monseñor Pellegrino apartándose del ventanal.
−Sí, también me habían informado lo mismo, pero en el momento que lo encontraron estaba acompañado por otro hombre y una mujer.
− ¿Entonces qué sucedió? Cómo ocho hombres bien entrenados no pudieron con esos tres… y además una mujer −expulsó en tono despectivo Pellegrino.
Volvió a mirar hacia de la ventana, aunque en realidad no veía nada, siquiera la lluvia. Sólo cavilada sobre aquel bochornoso fracaso en Marruecos.
−No eran ocho, sino diez −corrigió Ribera soltando una gran bocanada de humo cuyo curso siguió con los ojos.
− ¿Diez?...
−Sí, diez. Dos se quedaron abajo para cubrir la retirada en caso que tomasen el camino contrario.
− ¿A qué hora recibiste la llamada de esos buenos para nada? −preguntó el anciano monseñor al tiempo que subía ligeramente el puño del saco para constatar la hora en su reloj.
−Hace apenas unos diez minutos. Llamaron mientras ustedes tomaban café… Yo estaba en la sala de baño.
− ¿Quién te avisó?, si se puede saber.
− ¡Claro que se puede saber! −ripostó con cierto asombro el cardenal Ribera−. Fue fray Benítez.
− ¿Confías en él?
− ¡Por supuesto, es mi mano derecha!... Tengo absoluta confianza en ese hombre de Dios. Con su ayuda he logrado cosas que solo no habría podido. Es muy leal y nunca se queja de nada −agregó para que no quedasen dudas sobre su entereza.
−Está bien. Confiaré en tú buen juicio −respondió el monseñor, haciendo uso de su autoridad y la ascendencia que tenía con el Santo Padre−. Pero ese imbécil profesor dónde consiguió ayuda en un sitio tan apartado… ¿Quiénes eran sus acompañantes? −interrogó a la espera de una respuesta mientras se movía hacia un lado del escritorio.
−No lo sé. No me informaron nada. Sólo dijeron que el hombre que lo acompañaba era un fortachón de dos metros… Y, por favor, te ruego que no le digas imbécil a mi sobrino −solicitó en tono humilde y sin mucho énfasis−. Él es un hombre muy ilustrado e inteligente pese a su corta edad.
−Es tan ilustrado que no le pudiste sacar el pedazo de papel que queríamos y, lo peor, tampoco los hombres que mandaste… No entiendo cómo se les escaparon siendo tantos y tan expertos. Esa gente −afirmó refiriéndose a los Dei Pax− es casi infalible… Peores cosas han hecho y han salido triunfantes.
El cardenal no respondió a las interrogantes. Adrede quedó callado. Sabía el porqué, pero prefirió no decirlo. Lo involucraba directamente. Él mismo había dado las órdenes para que el grupo no llevase armas. Su advertencia fue contundente: “A nadie se le ocurra sacar siquiera una navaja durante la operación. No quiero lastimar a mi sobrino. Capturarlo será fácil”. Ciertamente habría sido fácil, pero no contaban con la presencia de Simón y su habilidad en combate cuerpo a cuerpo.
−Del papiro sólo sabemos su numeración. Que es el 3G3 y que proviene de Getsemaní. Pero nada sobre su mensaje y menos porqué tú sobrino fue a Marruecos… ¿A buscar qué?... ¿Qué pista seguía? −preguntó Pellegrino mientras se ubicaba tras el impecable escritorio de madera veneciana brillantemente pulido y adornado con delicadas tallas que remontaban a las expertas manos de artesanos del cinquecento.
−Tampoco lo sé. Le pregunté en varias ocasiones pero el muy testarudo no quiso decirme nada… Que al regresar me daría todos los detalles.
En la pared que le hacia fondo a la escribanía colgaba una preciosa copia del cuadro Jesús es atravesado en un costado por la lanza de un soldado romano, del pintor Fray Angélico, cuyo original está Monasterio Dominico de San Marcos, en Florencia. Aunque no guardaba las estrictas medidas del original, era un trabajo consumado. Cualquier ojo inexperto la hubiese confundido con una pieza auténtica a no ser por su monumental tamaño del lienzo, el cual cubría casi toda la pared posterior y finalizaba a ras del suelo.
−No podemos esperar a que regrese. Además, no sabemos dónde fue a parar después del susto que se pegó. Eso es lo que me dijiste, ¿cierto?
−Totalmente cierto. Los hombres que lo esperaban por la otra salida no lo vieron bajar… Nadie sabe donde está ahora y menos si sigue con el hombre y la mujer.
−Que lo sigan buscando… Diles a tus hombres de la Hermandad que los sigan buscando…−repitió el monseñor demostrando autoridad e impaciencia−. No pueden estar muy lejos y tampoco tienen donde esconderse.
−Esconderse como esconderse no, pero hay mucho terreno de por medio… Aunque poco poblado, mucho terreno… −reflexionó el cardenal tratando de imaginarse dónde podrían haberse metido su sobrino y sus desconocidos acompañantes.
−Nos queda poco tiempo y debemos encajar todas las piezas del rompecabezas para que el criptograma que le entregaremos al Santo Padre tenga forma coherente y pueda comprender, a ciencia cierta, los mensajes que estamos descifrando.
−Si, lo sé.
−Recuerda que tiene que ser hoy, si es posible antes del anochecer.
−Lo estamos tratando y usted sabe cuánto esfuerzo he puesto en esto, monseñor −respondió el cardenal con implícita obstinación.
Al llamarlo “monseñor” en forma rasa, quiso sutilmente recalcarle que él tenía un rango superior dentro de la jerarquía eclesiástica.
−Disculpa la descortesía, querido cardenal. Estoy cansado… Muy cansado −repitió mientras un largo bostezo salía de su boca−. No he dormido casi nada. Tuvimos un Sábado Santo larguísimo, con bautizos y comunión de adultos… Después las trescientas sesenta y cinco campanas de todas las iglesias de Roma repicando al mismo tiempo para anunciar la Resurrección −explicó mientras otro involuntario bostezo refrendaba sus palabras−… ¿Te imaginas en qué estado debo tener la cabeza? −preguntó conteniendo con la mano un tercer bostezo.
−Debería descansar. Dormir un poco en la habitación contigua. El día aún es joven y faltan muchas cosas por hacer −sugirió honesto y con cierta indulgencia Ribera−. Mientras toma la siesta me quedaré aquí haciendo algunas llamadas y moviendo los hilos que hay que mover… También me gustaría saber cómo van las ceremonias en Pontevedra… Llamaré a fray Benítez.
−Bien, te haré caso. Pero descansaré sólo unos minutos… Cualquier emergencia llámame enseguida… No me incomodará. ¿De acuerdo?
−De acuerdo… Vaya, vaya usted, monseñor.
A los teólogos y estudiosos del Vaticano le faltaban unir sólo tres piezas para armar el rompecabezas que tenía desquiciado a los jerarcas de la Iglesia, pero los tres fragmentos aparentemente tenían los mismos números y estos correspondían, uniéndolos uno tras otros, al 666, el número de Satán. Tan sólo José Pedro y los enunciados del 3G3 podrían ayudarlos.
Al ver desaparecer a Pellegrino tras la puerta contigua a la oficina, el cardenal Ribera y Mondariz, uno de los clérigos más influyentes de toda España y respetado dentro del Sacro Colegio Cardenalicio, tomó el teléfono y comenzó a hacer llamadas. La primera fue infructuosa. Volvió a marcar y del otro lado de la línea pronto apareció la voz de fray Benítez. Luego de los saludos de rigor e indagar sobre el desarrollo de los actos litúrgicos en Pontevedra, preguntó por las verdaderas intenciones de aquella llamada. El sacerdote le informó que no sabía nada de los prófugos, pero que uno de ellos llevaba “algo muy duro dentro de la mochila”.
− ¿Cómo que algo duro? −se oyó repetir con furia en la amplia oficina. Y luego de recibir las explicaciones de fray Benítez, más tranquilo, preguntó −: ¿Qué clase de piedra?... Si, es posible que sea un cuarzo por las heridas que dices que dejó en el rostro del desdichado.
Después de impartir nuevas órdenes y enterarse de los pormenores de la búsqueda que se estaba llevando a cabo en las adyacencias del Ouzoud, Ribera le pidió que lo llamase enseguida, sin importar hora ni momento, cuando tuviese algo importante que informar.
−Bien, bien −repetía a cada instante el cardenal a su interlocutor ratificando todo lo que le decía el fraile a través del hilo telefónico.
A diferencia de Roma, ciudad donde están prohibidas las procesiones, en Pontevedra, así como en el más minúsculo pueblo de España, para cerrar la Semana Santa con devota fe católica, se celebran monumentales y floridas procesiones para conmemorar la Resurrección de Cristo. Muchas de las manifestaciones religiosas españolas tienen como atractivo principal El Encuentro entre las imágenes del Cristo Resucitado y de la Virgen de la Alegría, que en ese instante se despoja del luto en un acto simbólico que se celebra en la Plaza Mayor de la ciudad. En Vigo, de donde era también primado el cardenal Ribera y Mondariz, y otros lugares de la península, las procesiones son organizadas por la Cofradía de La Vera Cruz, cuyo principal mentor era fray Benítez, mano derecha del cardenal y con quien estuvo habando minutos antes sobre los actos realizados en su región.
En el mundo entero durante el Domingo de Resurrección, que es el acontecimiento que le da verdadero sentido al cristianismo, se le atribuye gran importancia al simbolismo de la Luz y se incluye en todos los actos litúrgicos una más extensa lectura de las Sagradas Escrituras. Cristo triunfó sobre la muerte y con su regreso abrió las puertas del cielo a los creyentes. En la misa dominical se enciende el Cirio Pascual que representa la luz de Cristo Resucitado y que permanece prendido hasta el día de La Ascensión, cuando se conmemora la subida de Jesús al cielo.
Un portazo que se escuchó en el fondo, alertó al cardenal Ribera que Pellegrino había despertado e iba hacia donde estaba. Antes de colgar el teléfono le recordó a fray Benítez que lo mantuviese al tanto sin importar la hora en que se produjese la noticia.
− ¿Qué buenas nuevas tenemos? −preguntó el monseñor al verlo.
−Nada. Se incorporaron más hombres en la búsqueda. Prometieron llamar cuando tuviesen algo.
−Por la gracia de Dios esperemos que sea pronto −manifestó Pellegrino uniendo sus dos manos en forma de plegaria a la altura del pecho.
− ¡Amén!… Dios y Padre Pío están de nuestra parte y no nos dejarán solos −sentenció el cardenal en evidente lisonja hacia el monseñor, que era un fanático devoto del santo sacerdote italiano a quien se le estigmatizaban manos y pies en el Monasterio de San Giovanni Rotondo.
−Eso espero… Eso espero −repitió meditabundo el viejo prelado.
− ¿No le han informado nada de la reunión? −preguntó refiriéndose a la que todavía se celebraba en la Sala de Conferencias con los científicos y arqueólogos.
−Nada importante… Siguen enfrascados en una discusión de muchachos…
−Estuve pensando monseñor −esta vez la alusión a su jerarquía reflejó un tono de cordial respeto−, en esos niños y las cosas que hacían. Eso no me llamó mucho la atención, sino la afirmación de Delamadrid. Ese viejo zorro sabe algo que nosotros no sabemos.
− ¿A qué te refieres?... Se dijeron tantas cosas en tan pocos momentos −preguntó Pellegrino, pasándose las manos por la cabeza como queriendo alisar un pelo que desde hace mucho tiempo no existía.
−A los Nion y a su cita de la última parte del papiro descifrado por el profesor Gagliardi.
−Por favor, Francisco −dijo tuteándolo−. Tú también vas a creer en las patrañas de ese viejo achacoso. Además, por ahí dicen que se ha dedicado a la bebida… No hagas caso…
−Sigue siendo una autoridad mundial respetable y hay que…
− ¡Bah!... A mí no me da ninguna confianza… Tanto él como su prestigio se irán a pique si sigue con la bebida y cometiendo locuras… A ver, ¿qué crees tú que quiso decir con eso de Nion?
−Se refería a niños luz… Nuevos seres apocalípticos… Recuerda que antes de nombrarlos citó y como testigo fiel el cielo, nacerán con aura de cristal los nuevos ungidos. El día que el sol ilumine delante de mí serán esparcidos por toda la Tierra, que corresponde al texto trascrito por el profesor Gagliardi y que todos conocemos.
−No hay nada que por ahora corrobore que ese texto pertenezca realmente a un supuesto evangelio inédito escrito por San Juan.
−De igual manera me inquieta.
−Quédate tranquilo y dejemos que nuestros espías trabajen. Por ahora centrémonos en tu sobrino y sus amigos.
La reunión tenía escasos minutos de haber concluido. No se llegó a ningún acuerdo. Más bien fue una triste caricatura de lo que podría denominarse una guerra entre teología y ciencia, donde el ganador absoluto fue la confusión.
La mayoría de los científicos salieron desengañados y con la intención de no volverse a reunir con los representantes de la Iglesia en caso de que fuesen llamados nuevamente.
Hans Müller alcanzó al profesor Delamadrid cuando estaba a punto de entrar al ascensor con el que abandonaría la edificación.
− ¡Profesor!... ¡Profesor!... Espere un momento −gritó haciéndole señas con su desvencijado portafolio de cuero.
Al escuchar su nombre Delamadrid retrocedió unos pasos y dejó que el ascensor partiese sin él.
−Hola, ¿qué pasa profesor Müller? −preguntó al tenerlo cerca.
−Quería prevenirlo… En el salón no pude porque había muchos ojos que me miraban.
− ¿Prevenirme de qué? −indagó sin sobresaltos el espigado académico.
−Algunos colegas y gente del clero cree que usted sabe algo muy importante –expresó haciendo énfasis en su ultima palabra.
−En esta profesión siempre hay algo importante por descubrir. ¿No lo cree usted, querido profesor? −sentenció en forma de chanza a fin de restarle importancia al asunto.
−No, no es eso… Dicen que usted encontró “piezas” desconocidas −dijo casi en susurro−. Eso lo pone en peligro −concluyó acercándosele al oído.
− ¿Cuál peligro? −soltó molesto.
− ¡No!… No grite. Aquí no es seguro hablar –expresó quedo y mirando a los alrededores–. Lo invito a un café fuera de aquí. Así podré contarle con calma lo poco que sé.
−No tomo café hace tiempo, amigo Müller, pero si me invita a un buen brandy con gusto aceptaré −manifestó en el instante que la portezuela del ascensor volvía a abrirse delante de sus narices.
− ¡Hecho! −afirmó el rubio filólogo metiéndolo casi de un empujón en el ascensor.
Al estar en la calle notaron que seguía lloviendo. Ninguno de los dos había llevado paraguas. Se subieron las solapas de los sacos y orillados a los escaparates de las tiendas de Vía Condotti comenzaron a caminar en dirección a un elegante edificio de fines del ottocento, donde funcionaba el hotel Tiberio, en Vía Lombardia. Delamadrid recomendó el lugar debido a la ubicación de su sala-bar, la cual, según dijo, “brinda cierto anonimato y discreción”.
Al llegar al local estaban algo circunspectos. No se conocían bien y, obviamente, se estudiaban uno al otro. A los pocos minutos, superadas las aprehensiones propias de la circunstancia, comenzaron a pasarla de maravilla. Entre risas y cuentos relativos a la profesión, el diálogo fluía con naturalidad. El delgado arqueólogo ya se había tomado su tercer brandy mientras su acompañante apenas había saboreado el primero.
Las copas fueron abundando y las risas también. Cuando creyó que era el momento oportuno Müller lanzó un felino zarpazo.
− ¡Qué ocurrencia la tuya con eso de los Nion!… Los dejó como imbéciles. Buena salida… Infantil, pero buena −dijo tentándolo.
−No, no fue ninguna ocurrencia –respondió después de sorber otro poco de brandy.
− ¡Bah!, no me vas decir que estabas hablando en serio. ¿Cómo fue que dijiste?... ¿Mion o Maon? −preguntó pronunciado adrede mal el nombre de Nion.
Aunque apenas se había tomado dos brandys, con premeditada intención Müller hablaba como si estuviese subido de tragos. En realidad quien lo estaba, y bastante, era su interlocutor.
−Nion, amigo mío… Se llaman Nion y son un tipo de niños muy superiores a los Índigo y Cristal –explicó con voz ligeramente pastosa–. Han comenzado a nacer por todo el mundo… Hay reportes de muchos países. Son seres privilegiados, escogidos por designio divino.
−Ah, no me venga con eso… La estamos pasando muy bien para que ahora me salga con un cuento de bebés ángeles.
−No, no es cuento. Además yo tengo pruebas irrefutables sobre su anunciación, la cual sucederá por estas fechas.
− ¿Y qué podrían tener de especial esos niños?… Esos Mion, si se puede saber −volvió a repetir en forma desdeñosa y buscando sacar de las casillas al arqueólogo.
Delamadid no le contestó enseguida. Se tomó su tiempo. Estaba más pendiente de los tragos que de la conversación.
−Muchas cosas, ni te imaginas. Sería largo enumerarlas todas. Sólo te diré que tienen una marca… – argumentó impaciente mientras levantaba su copa vacía requiriendo la presencia del cantinero.
−Si, la invisible… Ese cuento ya lo escuché en la reunión.
−Invisible al ojo humano pero no al microscopio electrónico −reveló con ingenua emoción.
−Comprendo −asintió Müller, haciéndole creer que entendía, aunque estaba totalmente fuera de contexto. Sorbió otro poquito de brandy de su copa y enseguida, muy serio, pero en tono burlón, serio, añadió: − ¡En la frente!...Ahí tiene la marca… En la frente, como los hindú.
− ¡No imbécil! −gritó mientras daba un manotón sobre la mesa−. En el cromosoma X… En el par 23… −afirmó arrebatando de la reluciente bandeja el trago que el mesero le traía−. La próxima trae dos de una vez −ordenó con voz bastante engolada, pero educado, sin perder la compostura aunque parte de ella ya se había ido.
− ¿En los cromosomas? … Pero qué disparate es ese profesor…
−Ningún disparate… Yo la he visto…
− ¿Y cómo es esa supuesta marca? Usted es un sabio y nadie lo engañaría fácilmente −expresó con lisonja endulzando sus palabras a fin de que soltase el misterio de la marca antes de que fuese a perder la coherencia por el exceso de tragos.
Hans Müller estaba ansioso. Delamadrid relajado, aunque los vapores etílicos estaban a punto de noquearlo.
– ¿Cuál marca? –repreguntó casi fuera de sí.
–Las de los Nion, profesor… La de los benditos Nion –comunicó con impaciencia.
−Es luminosa… −atinó a responder segundos antes de posar la cabeza sobre la mesa y quedar totalmente grogui.
10
Sombras monstruosas con rostro de seres venidos de los abismos del mal amenazaban a Juan Diego y Luis Rafael. Con sed de sangre y vida volaban enloquecidas en las afueras de la carpa atormentando a los horrorizados pemones.
Eran tan pavorosos sus chillidos infernales que hasta el susurro del viento se escondió tras las rocas. Nada se movía en la mágica montaña. Siquiera las víboras, que aturdidas corrieron a refugiarse en la seguridad de la sabana. Los desesperantes lamentos de muerte y agonía rompían el sordo eco del Kukenán, que despertó a su gemir.
− ¡Cuidado Luis Rafael!... ¡Agáchate! −gritó Juan Diego al percatarse que el inmundo velo que tenía enrollado en su cuello una de las horribles criaturas estaba por atraparlo.
− ¡Gracias! −exclamó estremecido mientras se incorporaba del suelo donde cayó de bruces al evadir la diabólica criatura.
−Corre hacia acá y no te apartes de mi lado −le pidió El Místico, quien estaba menos turbado que su compañero.
− ¡Disipa la oscuridad, oh mi Dios! −suplicó Luis Rafael elevando su mirada al cielo en desesperado ruego mientras corría todo lo rápido que sus trémulas piernas le permitían.
Sin perder de vista a los dos pemones, las sombras se atrincheraron entre las nubes en grupos de cinco y seis. Permanecieron suspendidas en el aire comadreando, como si estuviesen urdiendo un plan. Luego se elevaron hacia la oscuridad y ávidas de vidas se lanzaron en veloz picada sobre los asustados indígenas. A medida que se acercaban, sus pestilentes bocas abiertas en forma de ratoneras infernales se hacían más grandes y pavorosas.
− ¿Qué está pasando?... Yo no quiero morir… ¿Qué son esas cosas? –interrogó espantado Luis Rafael.
−Nadie va a morir. No te apartes de mi −solicitó tratando de dominar sus temores.
Juan Diego abrió la Biblia que tenía en las manos y comenzó a buscar una lectura que debía conocer muy bien, pero no la encontraba. Sus nervios le traicionaban. De pronto las criaturas detuvieron su carrera y quedaron suspendidas en aire. Sin quitarle los ojos de encima siguió pasando con empeño hoja tras hoja.
− ¿De dónde salieron?… ¿Qué son? −interrumpió Luis Rafael mientras levantaba a los cielos la cruz que le había dado su amigo.
−Los hijos… Los parientes de Brihna y Rezak −respondió El Místico sin estar muy seguro de lo que decía.
−Despertamos a los muertos… Yo te dije que nos fuéramos… No sé porqué te hice caso −se lamentó el joven pemón sin separarse ni un milímetro de su compañero.
Según leyendas todavía vivas en algunos enclaves indígenas, Brihna y Rezak son los temerosos espíritus ancestrales de la peste, muerte y mala suerte. Se afirma que fueron germinados en los abismos del mal y que moran en cuevas subterráneas de la selva. Son criaturas muy temidas porque siembran caos, acaban con cosechas, interrumpen la gestación en mujeres con hasta cinco meses de embarazo y enlutan toda la región con muertes, disputas y mala suerte desde el primer invierno después del equinoccio de primavera hasta el seco verano de las noches de poca luna. Su maleficio dura siete años, pero al concluir el tiempo de desgracia viene un nuevo renacer y años de esplendor y gloria para todos los indígenas en un perímetro de 3.333 kilómetros cuadrados a la redonda.
Menos intranquilo que su compañero, Juan Diego seguía pasando las páginas de la Biblia sin perder de vista a aquellas criaturas suspendidas en el aire. De tanto en tanto abrían en forma descomunal sus bocas. Eran como bostezos diabólicos que esparcían por el aire un repugnante hedor a cadáver y azufre. De pronto, sigilosamente, se filtraron entre las densas nubes y desaparecieron sin motivo aparente.
Un silencio de ultratumba se adueñó del Tepuy de los Muertos.
− ¿Dónde fueron? −preguntó sobresaltado Luis Rafael.
Inseguro atisbaba el oscuro cielo, pero las sombras no dejaron rastro alguno.
−No lo sé… De lo que estoy seguro es que regresarán.
−Cómo lo sabes… Yo no veo nada… Ya se fueron… Mejor comencemos a bajar para irnos de aquí −dispuso y caminó hacia lo que quedaba de la desgarrada carpa para recoger sus cosas.
−Quédate tranquilo… Es una trampa… Los ancestros siempre decían que este era el peor momento… Es una tregua de muerte.
−Para qué… Porqué una tregua.
−Para que cometamos errores… Para que dudemos −manifestó seguro de lo que decía aprisionando con fuerza la Biblia contra su pecho.
−No te entiendo −dijo estremecido Luis Rafael, quien dejó de caminar hacia la carpa y regresó donde estaba su amigo.
−Mantén siempre en alto la cruz y no dejes que te toquen. No se acercarán demasiado mientras tengamos la cruz y la Biblia.
−No se si podré hacerlo… Tengo mucho miedo…
−Tienes que dominarlo. De otra forma nos vencerán −aseguró Juan Diego, quien le tomó el brazo y se lo subió para que la cruz estuviese elevada por encima de su cabeza.
−Trataré, pero estoy que me hago encima. Me dan ganas de salir corriendo.
−Eso es precisamente lo que buscan esos demonios. Que te atemorices y corras… Si lo haces utilizarán tú miedo y te empujarán hacia el precipicio para que mueras… Ellos controlan tus emociones, pero no pueden tocarte… Sólo tocan tú miedo, ¿entiendes? −preguntó a fin de darle ánimo y dejase de temblar.
−No, nada. Sólo sé que no quiero morir… ¡A mí sí pueden tocarme!... Estuvieron a punto de agarrarme con su inmunda bufanda.
−Creíste, pero no pueden… Fue tú mente… Es una ilusión. Es como un espejismo. Ellos matan a las personas sin tocarlas.
−Juro que no te entiendo… ¡Ahí vienen más! −gritó indicando con la punta del crucifijo una gran mancha gris con ribetes blanquecinos que volaba hacia ellos−. ¡Me voy de aquí! −chilló aterrado, pero la fuerte mano de Juan Diego se lo impidió.
− ¡Quieto!… No te muevas… Estos parecen peores –alertó y abrió la Biblia en busca de la cita que antes no encontró.
Mientras lo hacía, una estampita de vivos colores de la Santísima Virgen de Coromoto que tenía guardada entre las páginas del Libro Sagrado se desprendió y comenzó a caer lentamente hacia el rocoso suelo.
Siquiera una pizca de viento, ni un pequeño resoplo acariciaba el aire en aquel momento.
Los asquerosos engendros que los acosaban tenían un aspecto demoníaco indefinido. Sus purulentas cabezas siamesas semejaban dos balones de básquet unidos en el centro por un cordel de tripas. Mientras volaban sus oídos desprendían grandes gusanos con siniestros y llorosos rostros de forma humana. Antes de caer al vacío los atrapaban en sus pestilentes bocas y tragaban vivos o a medio masticar. Después de saborear lo que para ellos parecía un exquisito manjar, lanzaban alaridos mortuorios plenos de satisfacción. Sus brillantes cabezas transparentaban venas, nervios y parte de su minúsculo cerebro en forma de tridente. Eran tan traslúcidas, que a través de ellas podía verse el turbulento recorrido de hilillos de sangre que luego brotaban por sus ojos y deslizaban como pequeñas cascadas por los bordes de su nariz. Vestían harapos moteados de una neblina color cenizo-satánico, que se deshacían en jirones durante sus planeos. Cuando iban a velocidad siniestra, los andrajos se desprendían para dejar al descubierto la osamenta calcinada y todavía sangrante de sus cuerpos. Eran despojos vivos hecho de carne putrefacta y macerada en el infierno.
– ¡Dios, no puedo moverme! −salió de la garganta salpicada de horror de Luis Rafael.
−Levanta la cruz y no te muevas de mi lado… No temas. No pasará nada −expresó a fin darle ánimo.
−No sé si podré…
−Recoge lentamente la estampita y dámela −pidió señalando con el índice el sitio donde estaba la ilustración de la Virgen.
− ¿Cuál estampita?… ¿De qué estampita estás hablando?
− La de la Virgen de Coromoto que tienes cerca del pie −dijo Juan Diego señalándola de nuevo.
Luis Rafael estaba paralizado. Temblaba de pies a cabeza. Apenas podía moverse. Aquellos monstruos del averno habían llegado muy cerca y hacían vuelos circulares cada vez más cerrados en torno a ellos. Las negras nubes que cubrían el cielo parecían temblar con cada uno de sus ensordecedores gritos.
− ¡Aprisa!... Recoge la estampita −volvió a pedirle pero su compañero no reaccionaba− ¡Tómala! −repitió dándole una patada en el tobillo.
Como un autómata, sin siquiera calcular el espacio entre él y la estampita y con la vista fija en aquellos seres, Luis Rafael se inclinó, la recogió y se la dio a Juan Diego.
Tranquilo, pero muy atento a los movimientos que hacían las endemoniadas figuras, El Místico la puso como separador en el centro de la Biblia, en el lugar que con tanta insistencia y desesperación buscaba minutos antes y que al fin consiguió. Pausado, pero en voz alta, casi a gritos, comenzó a leer justo en el momento que tres de los monstruos infernales se les abalanzaban.
−Mejor es confiar en el Señor, tu Dios que confiar en el hombre. Mejor es confiar en el Señor, tu Dios que confiar en el poderoso. Todas las naciones me rodearon pero en el nombre del Señor yo las destruiré. Me rodearon y me asediaron pero en el nombre del Señor yo las destruiré… −leyó con mística devoción.
Las criaturas se detuvieron de golpe. Parecían haber chocado contra una inexpugnable puerta invisible. Juan Diego estaba leyendo el Salmo 118 de la Biblia y había comenzado por el versículo número 8, considerado el centro del Libro Sagrado y la unión de Dios con el universo y todo lo que encierra.
−Me rodearon como abejas, se enardecieron como fuego de espinos, pero en el nombre del Señor yo las destruiré. Me empujaste con violencia para que cayese, pero me ayudó el Señor. MI fortaleza y mi cántico es el Señor, mi Dios. El ha sido mi salvación. Voz de júbilo y salvación hay en las tiendas de los justos. La diestra del Señor hace proezas −prosiguió ante las confusas bestias del averno que comenzaban a replegarse.
Luis Rafael seguía pasmado. No hablaba. Sólo mantenía bien en alto el crucifijo, tal como se lo pidió su compañero.
−La diestra del Señor, mi Dios, es sublime. La diestra del Señor nos hace valientes. No, no moriré sino que viviré y confiaré las obras del Señor. Me castigó mucho el Señor, mi Dios, pero no me entregó a la muerte −siguió leyendo Juan Diego, ahora con más decisión al ver que las criaturas salidas del inframundo retrocedían sin saber qué hacer.
Envalentonado por aquella aparente retirada Luis Rafael fue reaccionando. Con el terror todavía tatuado en el rostro, blandía en alto el crucifijo y hacía movimientos con el para espantarlas.
− ¡Ábranme la puerta de la justicia para entrar a dar gracias al Señor! −exclamó con tanta energía y decisión que algunas criaturas retrocedieron aparentemente asustadas.
−Esta es la puerta que conduce al Señor, mi Dios, y por ella entrarán los justos. Te alabaré porque me has oído, Tú has sido para mí la salvación −pronunció con voz grave El místico, ahora más animado al ver la reacción de su amigo.
Una inusitada calma envolvió al Kukenán. Nada, siquiera el coreo armonioso de los grillos se escuchaba. Las criaturas de los abismos infernales se desvanecieron en el firmamento como por mandato divino, pero las tinieblas seguían sobre esa parte del Tepuy de los Muertos. Todo hacía vislumbrar que la batalla aún no había terminado. Hasta los vientos regresaron, pero entonando un himno de desesperación y no de gloria.
Luis Rafael permanecía petrificado al lado de Juan Diego. Todavía tenía la cruz en alto y nadie le haría cambiar de esa posición. En su memoria brotaban hermosos recuerdos de la juventud. Los momentos en que alegre iba hacia el conuco junto a sus padres cantando alabanzas al Señor por haber llevado la lluvia a la sabana. Recordaba como se extasiaba cuando veía germinar de la tierra una nueva vida. Cómo se desvivía en cuidos para que aquellas semillas que sembró con sus propias manos creciesen fuertes y robustas, tal como les decían sus padres que debía crecer él. Cuando brotaban los retoños los mimaba con si fuesen los hijos amados que algún día tendría. Le hablaba a las plantas y les prometía que una vez grande tomaría la semilla para que el ciclo eterno de la vida no se interrumpiese. “Mira cómo lloran”, decía cuando uno de sus amiguitos pisaba o maltrataba algún retoño mientras jugaban en el conuco. Desde muy niño aprendió que la vida es tan frágil como un soplo y que sólo con amor perduraría. Que debía dejar un legado para que cuando él ya no estuviese nuevos retoños podrían nacer bajo el arrullo del amor y la esperanza. Era el ciclo sempiterno de la vida y Luis Rafael lo aprendió desde muy niño. Aunque ahora le asustaba saber que el momento de partir estaba próximo. Que en pocos segundos podría irse sin saber a dónde, aunque se propuso que con esos seres demoníacos no sería. Con ellos jamás. Por eso permanecía firme al lado de Juan Diego. Los fugaces recuerdos de la juventud mágicamente lo sacaron del paralizante marasmo.
−Ya no tengo miedo Juan Diego… Si regresan te ayudaré… Siento no haber servido de mucho hasta ahora −pronunció resuelto poniéndose la cruz a la altura del pecho.
−Gracias… Sabía que el susto se te pasaría −expresó risueño y complacido por la decisión su compañero−. Esta calma no me gusta para nada… Presiento que pronto los tendremos encima otra vez.
Apenas terminó de pronunciar la palabra cuando una de las pestilentes criaturas le rozó los oídos a velocidad inusitada. Juan Diego se tambaleó, soltó la Biblia y rodó hacia el despeñadero por donde minutos antes había caído Divor Klaus.
−¡Juan Diego noooo! −gritó desconsolado Luis Rafael.
PRÓXIMO MIÉRCOLES Caps. 11 al 15.
Adelanto...
Quien estaba impartiendo órdenes e indicando la ruta a seguir, era John Dark, el ex veterano capitán de asalto de la décima tercera brigada aerotransportada del ejército norteamericano que luchó en Afganistán e Irak y que rescató junto a Raquel y el Remedón a Santiago del Monasterio de San Felipe, donde estaba siendo torturado por un grupo de teólogos capuchinos que creían que el muchacho era un enviado de Satán, un falso profeta.
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