jueves, 25 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 5).

  Al llegar me conseguí a María, la psicóloga, y a su amiga Mariana. Habían ido a chequear los adelantos en la construcción de su cabaña, la cual ya reservó dejando un depósito. María me dijo que quería mudarse pronto, lo más pronto posible, porque no podía seguir viviendo donde estaba. Me reveló el porqué en un cuento corto, rápido y preciso, el cual no entendí con claro convencimiento.
  –A la mujer se le fue el yo-yo (o sea que enloqueció). El tipo (o sea el esposo de la mujer que se volvió loca de bola) se adueñó de la casa y echó a todos afuera, hasta a sus hijos y a mí me dio poco plazo para desocupar y se me está acabando... Urge que me venga –fue su muy particular explicación, pese que yo no se la había pedido.
  Invité a las dos mujeres a tomarse un trago en mi cascarita. Pese que tenía los ojos ocultos tras los lentes oscuros notaron que destilaba desespero por cada uno de mis poros. María se excusó diciéndome que era muy temprano para ella. Mariana, en cambio, expresó que no tomaba licor. Que era abstemia.
  Charlamos un ratico más. Más que todo fue un cruce de banales palabras y hechos sin relevancia. Pronto se despidieron. Ambas son muy lindas y simpáticas. Deben estar cerca de los treinta años. La vi subir por la empinada cuesta en busca de su auto. Mientras observaba sus buenas y contorneadas figuras, se me ocurrieron muchas ideas no muy santas. María es chiquita, un metro sesenta y cinco a lo sumo, de pelo rubio artificial, el cual lleva desordenado, aparentando ser toda una desenvuelta femme fatal. Marina es un poco más alta, debe estar en el metro setenta y dos, y tiene un hermoso pelo negro, el cual le baja con perfumada delicadeza más abajo de los hombros.
  Al irse entré en la cabaña, tomé la carterita, la cual había vuelto a llenar, un paquete de cigarrillo, que destapé con pensativa parsimonia, el yesquero y me dirigí hacia la parte trasera de la cabaña de Antonello y Luna. Les hice una pregunta, di media vuelta y regresé a la mía con la intención de seguir escribiendo, pero no pude.

PAUSA DE HAMBRE: Son las 8:53 p.m. Acaba de entrar Antonello con un plato. Me trajo una exquisita arepa de jojoto (mazorca de maíz amarillo) frita en mantequilla, cuya masa anteriormente había sido mezclada en papelón, leche y un poquito de harina pan. Arriba de la arepa estaban dos lonjas de queso amarillo, del paquetico que en la tarde yo les obsequié cuando me dijeron que iban a preparar ese tipo de arepas. Nunca, en mi vida, había probado algo así. Su sabor, textura -crocante por fuera y mórbida por dentro- y con el maíz, algunas perlitas de maíz, que se desprenden de la masa con cada mordida, las hacían únicas. Me la comí con tantas ganas que casi la devoré. Ahora voy a devolver el plato y al regresar seguiré con el Diario… Aunque, mejor espero por la otra “tanda” que dijo están tostando y que me iba a traer. Pensándolo bien, ya que se está demorando mucho, mejor me le asomó por detrás de su cascarita.

   Bien, suficiente.
  Comí cuatro de esas delicias. Al terminar la última y mientras le ofrecía un trago a Antonello, me disculpe por no asistir a su cumpleaños.
  –Ayer no pude acompañarte porque me sentí muy mal, pero hoy si puedo hacerlo –expresé sincero y con ganas de comenzar una desesperada “parranda”.
  Después de escuchar mi disculpa Antonello tomó mi carterita y apuró un largo trago. Al concluir me invitó a entrar a su cabaña, donde nunca había estado.
  – ¡Espérate! –aguanté animado–. Primero voy a buscar una botella de verdad verdad y unos Cds. para escucharlos.
  Regresé a la cabaña tomé las cosas, entre ellas el CD de Soledad Bravo Con amor.
  –Este es mi preferido –manifesté mostrándoselo apenas sobrepasé la puerta de su cascarita–. Ponlo de primero… Y la que me mata es la canción Nº 12, Quiero ser feliz.
  Me hizo bien la invitación. Antonello, Luna y yo comenzamos una amena charla. Al principio yo llevaba la voz cantante. En mi monólogo les confesé todo lo que me estaba pasando. Con lágrimas en los ojos les conté lo que me había sucedido horas antes. El asunto de los paraguazos y todo lo demás. Antonello y Luna me aconsejaron. Me dijeron que le diera tiempo al tiempo y si se ponía muy estúpida que la mandar a fanculo (o sea, pal carajo). Que lo que importaba era yo, un hombre valioso y de buenos sentimientos. Luego de este, mi primer y verdadero desahogo, eché a llorar como un niño. Me consolaron y volvieron a consolar. Ya nos habíamos tomado la segunda botella de gin, porque al terminarse la primera, yo corrí a buscar otra en la cabaña. Luna destapó una lata de aceitunas rellenas y preparó unas galletitas con queso derretido encima. Yo tenía en el estómago sólo las dos lonjas de pan con mermelada que comí en el desayuno. La mona fue rápida y grande. De pronto perdí la brújula y todo sentido de ubicación.
  Hoy Fernando me dijo que le diera las gracias a Antonello porque me cuidó, que estuvo todo el tiempo a mi lado como hada madrina. También, a fin de hacerme sentir peor de lo que me sentía, me dijo que anoche estaba fuera de mí. Que me llevaron a dormir pero que de repente aparecí con un largo cuchillo militar, de los que usan los soldados Cazadores de selva y con una franelilla toda desgarrada. Que se asustaron mucho. Que me le metí en la cabaña a Andreína y le dije: “¿Qué te pasa, tú no eres la parlanchina, la que habla mucho?”. Y la pobre se asustó mucho. Estaba muda, gélida, aterrorizada por mi inesperada irrupción en su cabaña, me contó Fernando. Su mujer, Sonia, también se espantó porque creyó que por la borrachera me podría caer y clavarme el cuchillote que cargaba. Sin alboroto y con persuasión me volvieron a llevar a la cascarita y allí me quedé dormido tal como estaba vestido. Me dijo que no hubo falta de respeto, pero que, por hoy, “estaba castigado”. Ellos ahora (son las 9:30 p.m.) están reunidos y tomándose unos tragos en las afueras de las cabaña junto a un amigo de Fernando y Sonia. Yo aquí, escribiendo y tomándome media botella de gin que tenía a buen resguardo. Gracias a Dios que voy a concluir, creo que esta misma noche, el Diario. Debo dejarlo hasta aquí, es imperativo. De otra forma voy a terminar verdaderamente alcoholizado o loco.

MAÑANA:                                                                  
  Las dos camionetas, la Explorer de Carolina y la Cherokee, estaban una al lado de la otra. Parecían dos amantes furtivos. ¡Qué rabia!... ¡Qué celos!

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