Aunque había quedado con Leandra que llegaría a la galería a las nueve en punto de la mañana, a duras penas llegué a las 9:38 a.m.
Me había acostado muy tarde e hice caso omiso a los anuncios de los despertadores.
En la galería fui recibido por ambos jóvenes curadores, Leandra y Genardo. Son novios, pero parecían estar algo molestos. Noté cierta tirantez entre ellos.
Los cuadros que les llevé les encantaron y manifestaron que quizás los expondrían los tres (un tercero lo tenían en su depósito) en la Gran Colectiva que inaugurarían el domingo.
Sin insistirle mucho les indiqué que, si podían y estaban a tiempo para el montaje, les cambiasen los ya pasados de moda e insulsos ‘marcos de museo’ (aunque nuevos) con lo que estaban montadas las pinturas y le pusiesen un “vestido mejor”, de los que hacen en la marquetería de Néstor, el papá de Genardo, ya que son unos marcos únicos, espectaculares y muy elegantes. Que, de esa forma, sin quitarle méritos a las obras, estas relucirían más. Asintieron. Veré el domingo qué tal quedaron, que vestidos de gala le pusieron a mis pinturas.
Dicho esto y acordado los precios, Genardo mismo me hizo el recibo de la ‘entrega a consignación’. Con antelación me había informado que la galería cobraba el cincuenta o cuarenta por ciento de comisión, según el caso. Le expresé que bajaría mis precios, debido a que para mí más importante que el dinero era tener la satisfacción de saber que una de mis obras fuese adquirida por un amante del arte, que de esa forma las daría con gusto en “adopción”, ya que consideraba a mis pinturas como hijos, como parte de mi mismo. En realidad siempre he pensado así, no estaba mintiendo ni exagerando. Aunque, ahora, por esta tempestad que estoy atravesando, el dinero es muy importante, vital, de otra manera no hubiese bajado tanto los precios.
Acordamos trescientos cincuenta mil bolívares por cada uno de los dos cuadros que le llevé y una comisión del cuarenta por ciento para la galería. Del que tenían en depósito, cuyo título no recuerdo y que estaba en consignación por mil doscientos dólares, le indiqué a Genardo que también le bajase un poco el precio.
Antes de despedirnos les pedí una tarjeta de la galería (me dieron unas ocho) con el propósito de llamar y darles la dirección correcta del salón de arte a mis invitados, a quienes comenzaría a llamar después de llegar a “casa”, o sea mi cascarita. Le expresé que yo sabía llegar perfectamente, pero que siempre olvidaba el número de la transversal.
Salí de la galería pletórico de felicidad y elevándole repetidas gracias al Señor. Como estaba escaso de ginebra y cigarrillos, decidí comprarlos en un automercado que está a varias calles de la galería. Pasé de largo con el auto porque, por lo que alcancé a ver desde afuera, estaba atestado de gente. Eras las 10:20 a.m., aproximadamente. Además, había cola para entrar al estacionamiento y en la avenida dos fastidiosos agentes de tránsito evitaban que alguien pudiese orillase a la acera.
Decidí volver a la montaña y comprar mis ‘pertrechos de guerra’ por allá. Mantengo una guerra sin cuartel contra el desespero y la ansiedad y no consigo mejor arma que la ginebra, cigarrillos y lexos.
En el camino siempre vigilaba el paso de una camioneta Explorer que tuviese las mismas características que la de Carolina. Tengo haciéndolo desde que llegó de Aruba con Dorian, no en la esperanza de topármela y verla, sino de cazarla con el fantasmagórico amante que punza mi atormentado corazón. Hasta a altas velocidades, cuando diviso una a lo lejos, voy tras ella.
En mí desespero el otro día perseguí una que me costó mucho alcanzar. Tenía gran similitud con la de Carolina, incluso los topes de las puertas y otras características, pero cuando al fin pude ponérmele atrás (el endiablado conductor corría como un loco y también como un loco fui tras el), me percaté que no era un Ford Explorer sin una Blazer Chevrolet. ¡Qué cagada!, me dije y le pedí disculpas a mi auto por el sofocón que le di. Cosa de desesperados. Eso lo sabe muy bien mi coche, fiel y silencioso compañero de desespero ya que a el también lo he hecho sufrir con tantas sobremarchas y aceleraciones impulsivas e impertinentes. A veces, para tranquilizarlo, lo mimo y le levanto su alter ego diciéndole: “Soy un caballero andante y tu mi indómito corcel”. Cosas de autos y dueños… Sé que no me entiende, pero hasta los momentos se ha portado como todo un campeón… ¡Es un auto maravilloso!
MAÑANA:
Particularmente, aunque la gran mayoría de los humanos los odian (¿envidia, recelo, ignorancia, religión, ineptitud?), yo los admiro con plenitud pese a su evidente y sectario egoísmo y desconfianza hacia otro ser que no sea judío como ellos.
Me puse a lavar una franela y descolgar, doblar y guardar una ropa que tenía secando afuera. Ya se habían hecho las cinco de la tarde. Como mi puerta no está cerrando bien y en varias ocasiones me he golpeado fuertemente la mano izquierda al tratar de desencajarla, le grité a Jhonny, uno de los guariqueños que está trabajando en la finalización de la cascarita-suite, que cuando bajase le dijese a Joaquín que mi puerta no cerraba y que me estaba lastimando las manos en los intentos de abrirla. Que, por favor, subiese a arreglarla.
A la media hora llegaron Joaquín, Freddy, su ayudante, y el propio Jhonny. Sacaron bisagras y tornillos. Lucharon con la puerta más de cuarenta minutos para poder cuadrarla.
Mientras ellos trabajaban en el encuadre yo lo observaba y, de tanto en tanto, chequeaba un risotto que estaba preparando. Al fin lo lograron y se fueron.
Al estar solo, me hice la señal de la cruz y en silencio interior le di gracias a Dios por la comida que me había ofrendado. (Desde que estoy en la montaña siempre lo hago durante todas las comidas. En casa lo hacía muy poco). Comí y me dispuse a dormir.
TODO POR UNA TIRADITA…
Ahora son un cuarto para las cinco de la mañana del día jueves. Ya se fue el fatídico día 13. No sé si desheredarlo o seguir creyendo en el, porque esta vez el bendito 13 se ensañó conmigo.
Retomé el Diario a las 2:15 a.m. ya que no pude seguir durmiendo. Otro sueño, muy confuso y salpicado de pesadilla, me despertó sobresaltado. Antes, a eso de las once y media de la noche, me despertó el repicar del celular. Era Maura, pero no atendí la llamada. Dejó un mensaje y como el bip que avisa que hay un mensaje sin escuchar en el teléfono era harto fastidioso para mi endeble paz, me incorporé de la cama y apagué el aparato. Hice pipí y volví a acostarme.
Al despertar esta madrugada lo escuché. Había dos de ella misma. “¿Por qué no atiendes? ¿Dónde andas metido? ¿Solucionaste el problema de la nevera? (¿Y con qué dinero voy a comprarla si estoy hasta el cuello de deudas?) ¿Cuándo cambiarás el número?”, y más preguntas y más blablablá. Después y para finalizar: “¡Besos!... Te llamo mañana”.
¡Coño, qué ladilla! Y todo por una tiradita. Un buen polvo sí, pero una tiradita al fin y al cabo.
Hasta el momento no he sabido nada de Antonello y Luna.
Voy a asentar en el Diario el poema que escribió en la que iba a ser la página 671 de este manuscrito. No le puso título y aunque costó descifrar algunos de sus garabatos alcohólicos, creo que no está nada mal si se toma en cuenta las condiciones en que estaba.
Río ancestral
Cauce vital
Cuenca abierta
Amor fluvial.
Sensación escondida.
Invasión agobiante
Consumador ardor
Entrañas pujantes.
Fuerza instintiva
Corazón emocionado
Caricia sutil
Trance sensual.
Oración parida
Grito tribal
Liberación espiritual
Éxtasis desbordante
Luz angelical.
Luces fugaces
de amantes azules.
Mi mano está entumecida. Son las 5:05 a.m. Voy a descansar un rato. Proseguiré después, porque mi mañana, a pesar de estar todavía cerca del desaparecido y moribundo día 13, fue magnífica.
MAÑANA:
Tengo haciéndolo desde que llegó de Aruba con Dorian, no en la esperanza de topármela y verla, sino de cazarla con el fantasmagórico amante que punza mi atormentado corazón. Hasta a altas velocidades, cuando diviso una a lo lejos, voy tras ella.
Sin pensarlo dos veces (si voy a morir que sea mientras esté nocaut) saqué la botella de gin, me serví un largo trago en la tacita y lo apuré de un sorbo. Casi inmediatamente otro, pese a que después de la conversación con Alfredo mi sobresalto se había ido saltando por ahí… Ya no estaba en mi cuerpo.
Durante todo el tiempo de la espera, la angustia me había hecho su prisionero y había que aplacarlo de alguna manera y esa era la única forma que tenía a mano… ¿Qué otra cosa podía hacer?
¡Qué felicidad!... Hoy tengo tres botellas… ¡Qué paz!
De pronto, mientras sostenía la tacita repleta de gin en la mano irrumpió en la cabaña Antonello. Tenía cara de suicida desorientado. En su rostro se delineaba dolor, confusión, impotencia y desespero. Era un poema a la muerte.
– ¡Dame un par de cigarros! –murmuró y al ver la botella sobre el mesón y la tacita en mi mano, preguntó–: ¿Qué estás tomando?
–Eso… El mismo veneno de siempre –contesté mostrando con el índice la botella.
– ¡Dame un poco! –suplicó y salió hacia su cabaña, la cual está a pocos pasos, contigua a la mía, a buscar un vaso.
Enseguida regresó con el mismo vaso que le presté ayer y lo llenó hasta más arriba de la mitad. Mientras lo bebía comenzó a sollozar.
–Ya no puedo más… No sé que voy a hacer con esa caraíta (Luna)… Por ella perdí mi trabajo. No me dejaba ir, me decía que me quedase con ella... Me tiene sometido… Yo si me meto diariamente mi marihuana, pero nada de eso del crack, la cocaína y toda esa mierda que ella trae con sus amigos a la cabaña… ¡Esos son unos diablos! –confesó con crudeza y sinceridad gallarda su adicción. Hizo una reflexiva pausa y agregó–: Bueno, de cocaína máximo me meto unos toquecitos dos veces a la semana… Pero ese poco de gramos que traen sus amigos, ¡no!
Lo escuché absorto. Yo no le había preguntado nada, tampoco hice alusión a nada sobre el particular. Fue su liberación. Una liberación espontánea y voluntaria.
–Yo creía que eran amigos tuyos –dije refiriéndome, a los jóvenes que veía ir a su cabaña.
–Son de ella y a cada rato me los mete en la casa. El día de mi cumpleaños esos diablos trajeron dos bolsas. Como a las once de la noche no pude más con esa mierda, de ver y escuchar a esos diablos y los boté de la cabaña… Les dije que se fueran pal coño con su basura… –siguió explayado en su revelación mientras absorbía largos sorbos de gin–. Yo soy un hombre de buena familia (yo lo confirmé), instruido y ahora enlodado hasta el culo por esa carajita… Por ella perdí todo… A mi esposa, a mis hijos, a quienes mandé para Italia. Mi mamá me quitó el apartamento de La Boyera, donde vivía… No vivía como un rey, pero si decentemente. Estaba ganando seiscientos mil bolívares y no nos faltaba nada –Antonello divagaba entre los recuerdos y el desespero. Yo lo dejé que se desahogara–. Sabes… Yo tengo una hija grande que ya no me habla… Ya no aguanto más…Ya no aguanto –manifestó descontrolado con los ojos inundados en lágrimas para enseguida estallar en llanto.
Se me hizo un nudo en la garganta al ver a un hombre llorar delante de otro de esa forma. Ante su dolor mis ojos también se humedecieron. Conozco de penas. Lo comprendía como nadie, más en ese momento. Yo también estoy desesperado, pero por amor. No sabía cómo consolarlo. Cómo aplacar su pena porque yo también soy un penado en vida. No obstante, lo así por los hombros y apreté contra mi cuerpo y todavía con el nudo apretando mi garganta, atiné a decirle, ahora yo también con los ojos aguados por el llanto.
– ¡Coño, recuerda lo que me has dicho varias veces! Noi abbiamo buon sangue –dije en italiano, tal como el mismo me lo había dicho– y tú saldrás de esta… ¡Tranquilízate!
La amarga conversación se desarrolló en la relativa privacidad que brindaba un resquicio cerca de la entrada del pequeño baño, a un lateral de la cocinilla a gas de cuarto hornillas.
En su perturbado desahogo Antonello no gritó, casi susurraba aunque estaba bastante ofuscado. Y como los obreros estaban trabajando afuera de la cascarita, a fin de que no se enterasen de lo que estaba ocurriendo, decíamos algunas palabras en italiano y otras en castellano.
–Ya son ocho meses que estoy con ella, pero no soporto más… Me tiene atado y es que yo soy un pendejo con las mujeres… Me dominan y me dejo pisar…
Otro largo trago y el encendedor que no dejaba de funcionar. Una larga nube de humo grisáceo envolvía parte de nuestros rostros.
–Sí, cuando la conocí ella me ayudó a salir de las drogas… Yo en ese entonces no valía nada y ella me sacó de abajo. Pero ahora me está enfermando otra vez. No sé qué hacer –cavilaba, pero más bien parecía estar hablando consigo mismo y no conmigo–. Ella es mi único apoyo pero también mí destrucción… ¿Qué voy a hacer? ¿Qué tengo qué hacer?...
Mientras Antonello dejaba emerger de lo profundo de su alma su indeciso tormento interior, yo lo escuchaba impotente y también sumergido en mi propio calvario. De pronto afuera se oyó la voz de Luna.
– ¿Se puede? –preguntó educada, sin entrar a la cabaña.
Yo, que desde el lugar donde estaba tenía visual hacia la puerta, al notar su compungida cara le digo que sí.
– ¿Antonello está aquí? –indagó antes de entrar. Desde su ubicación no podía verlo.
– ¡Sí! –contestó Antonello desde su “escondite” antes que yo respondiese.
Luna entró a la cabaña, tomó uno de mis cigarrillos y lo encendió.
Antonello enmudeció.
–Mira, la vida es dura, pero hay que salir adelante –comenzó diciendo Luna mirándome–. Todo el mundo tiene problemas…
Y comenzó a contar el cuento de su madre, una mujer muy sumisa que lloraba en silencio cuando su padre, un vasco duro e implacable, la llenaba de insultos y maldiciones.
–Y ahí están… Hechos una mierda. Esa no es vida. Yo no soy como ella –dijo refiriéndose a su progenitora.
Luna, me enteré hoy de su propia boca, tiene veintidós años, y no dieciséis como me había dicho Fernando. Es una muchacha fría, terriblemente fría e indolente. Sin el menor rastro de perturbación en su rostro, hablaba como si no le importase un carajo la vida o sus semejantes. Daba miedo escuchar sus palabras, mucho más saliendo de la boca de una mujer tan joven y hermosa. No vislumbra el futuro, tampoco parece importarle un carajo, pero sí el pasado. Sus palabras estaban salpicadas de odio hacia la humanidad. Al parecer el sufrimiento y las vicisitudes la marcaron desde que era muy niña. Ese tatuaje lo llevaba dentro de su corazón porque alma parecía no tener.
–A mí me importa lo mío y si las cosas no marchan lo mando todo pal coño –sentenció con mirada de centelleante e irascible furia.
Antonello escuchaba silencioso pero con el desespero marcado no solo en su rostro sino en todo su ser. Estaba inmóvil, recostado de la pequeña pared contigua a la puerta del baño, en el mismo sitio donde estuvo desahogándose conmigo. Yo, apoyado ligeramente en el mesón y Luna sentada en mi cama, la cual aún estaba deshecha.
Ella, rubia oxigenada, de cabello crespo tipo negroide ligeramente alisado, tan flaca que hasta los huesos parecen salírsele de sus carnes, de mirada (al menos en ese momento) destilando un putrefacto odio y llevando un muestrario de tatuajes pintados en su barriga, hombro y antebrazo, no puede negar su extracción humilde y tampoco hace nada para disimularlo. Es la propia muchacha de barrio. En cambio, la apariencia de Antonello deja vislumbrar otra categoría social, más elevada y culta.
Seguimos hablando envueltos en una humareda y atragantándonos de ginebra. Esperé que la marea se retirase un poco y le hablé a Luna. Busqué paciencia donde no la tenía y Dios me mandó un poco de ella y de regalo una pizca de sabiduría.
Le hablé de amor. Que cuando hay amor todo se puede y se supera. Le “filosofé” un poco sobre la vida y cómo salir con decencia de las grandes dificultades. Le hablé de una novela de un escritor rusa donde cuenta la historia de una joven y hermosa mujer que, por amor, pudo dominar a un tosco y desesperado alcohólico. Le hablé de la tolerancia y ternura de aquella mujer y que con esas virtudes pudo domeñar a la bestia hasta hacer renacer al hombre. Hacer brotar de sus adentros al ser bondadoso y cariñoso que en realidad era y que estaba escondido dentro de su frustración e ignorancia.
En un arrebato, Antonello se sentó aquí, en esta misma silla donde estoy sentado ahora escribiendo el Diario y comenzó, en este mismo cuaderno que está debajo de mi pluma, a garabatear un poema. Iba a comenzar a escribirlo casi al pie de la última palabra que yo había escrito, pero lo contuve.
– ¡Un momento! –me apuré a decirle y le volteé la página. Una en blanco, como todas las demás que seguían hasta el final de la libreta, las cuales pienso llenar pronto.
Al terminar leyó lo que escribió. Sonaba bien y me gustó. Quise leerlo por mí mismo pero no le entendí su letra. Ambos estábamos ya bastante tomados. Cuando termine de asentar en el Diario parte de nuestro coloquio, el que recuerdo con mayor frescura, iré hacia atrás y lo copiaré para dejar testimonio fiel de sus dotes poéticas.
Yo, bastante escasos de argumentos debido a los vapores etílicos, seguía tratando de ablandar con mis palabras a aquella gélida muchacha, mitad demonio y mitad ángel. Mientras, Antonello, mano sobre el papel, buscaba coordinar ideas, pero no le venían. En un arrebato tiró el bolígrafo, sacudió la silla donde estaba sentado y se marchó sin decir palabra.
Estaba molesto. Muy molesto consigo mismo y, quizás, la conversación que yo sostenía con Luna en vez de tranquilizarlo enfurecía más aún su animal interior.
–Lo qué sucede es que él es muy introvertido… A veces pasa más de medio día sin hablar –explicó Luna.
Al rato la conversación se volvió insulsa y algo monótona y ella también se fue a su cabaña. A los pocos minutos, a través de las endebles paredes de la cascarita, escucho portazos y golpes. Preocupado por lo que estuviese ocurriendo adentro, salgo, observo y trato de escuchar algunas voces, pero nada. No tenía intención de entrometerme. Con mí tormento es más que suficiente. Volví a la cabaña y me senté a continuar este Diario. Casi enseguida, Antonello entró como una tromba y desorbitado de pies a cabeza.
– ¡Esto, esto es lo qué logro! –dijo enseñándome los nudillos ensangrentados y con algunas cortaduras.
Supuse que los estrelló contra la noble madera de pino de la puerta o contra la pared.
–Coño, ¿qué hago? –me preguntó desorientado.
–Tranquilizarte… Sólo tranquilizarte –atiné a decirle.
Yo me había parado del asiento y a través de la puerta vi a Luna subiendo cabizbaja por la cuesta que da acceso a las cabañas. Antonello estaba de espaldas, sirviéndose otro trago y no pudo verla. Llenó el vaso hasta casi el tope. A finalizar, se volteó hacia mí, tomó en su mano el vaso que estaba apoyado en el mesón, y dijo:
–Voy a ver qué está haciendo esa carajita.
Salió y la vio casi en la cima de la cuesta. Se metió en su cabaña, tomó algo, quizás las llaves del auto, y salió a perseguirla.
Después de tanta presión (la mía y la de él), la lacerante angustia que se percibe en toda La montaña de los desesperados, se me fueron por completo las ganas de seguir escribiendo.
MAÑANA:
TODO POR UNA TIRADITA…
Ahora son un cuarto para las cinco de la mañana del día jueves. Ya se fue el fatídico día 13. No sé si desheredarlo o seguir creyendo en el, porque esta vez el bendito 13 se ensañó conmigo.
Con el asunto de estos supuestos ataques de pánico (¡creo yo! Y ojalá sea sólo eso y no algo peor o grave), no he podido todavía escuchar el mensaje que dejaron en el celular.
Ya un poco más tranquilo marqué asterisco dos, send, y mi clave, 4463, la fecha (día, mes y año de mi nacimiento) y escucho la voz de Alfredo, mi amigo y abogado: “Leonardo, es Alfredo Díaz. Por favor llámame urgente a la oficina”. El mensaje fue dejado a las 12:45 p.m. También había otro, dejado dos minutos más tarde, por Maura, donde me decía que me extrañaba.
La llamada de Alfredo me causó tanto sobresalto, que volvió la taquicardia. Del tiro corrí otra vez al baño y otra aguada, explosiva y putrefacta mierda salió de mi culo.
Después de limpiarme apresuradamente, tomé el celular y lo llamé. La secretaria me informó que estaba en una reunión muy importante a puerta cerrada y que no tomaba siquiera el teléfono. Le expresé que poco antes me había llamado y dejado un mensaje con carácter de urgencia y quería saber de qué se trataba. Me preguntó si estaba en mi oficina (¿cuál oficina?) y, sin mayor explicación, le contesté que no. Que cuando se desocupase me llamara por celular. Gentilmente me dijo que así se lo informaría y comenzó la espera.
Los interminables y angustiosos minutos iniciaron su lenta, pausada y aburrida marcha. ¿A ellos, a los minutos, qué carajo les importa lo que pasa por mi mente?... ¡Un coño! Por eso, sólo por eso, una vorágine de pensamientos negativos y desconsoladores comenzaron a tejer su maraña mortal y venenosa. Querían enloquecerme, sacarme de mis cabales y mientras ellos caminaban en su lento tic-tac, yo pensaba: “¿Le habrá pasado algo a Carolina?… ¿La habrán hospitalizado por su problema de gástricos consecuencias de la mala rinoplastia que le hicieron?... ¿Se habrá suicidad llevándose en su acto a Dorian asida entre los brazos? ¿Se lanzó con el niño desde el piso veintidós del penth house?... ¡No!... No, eso es imposible. Aunque esté un poco desquiciada creo que nunca lo haría… ¡Ya sé! La reunión que mantiene a puerta cerrada Alfredo Díaz es con Carolina y su abogado. Seguramente estuvieron grabando mis llamadas y estarán buscando acusarme por acoso y maltratos psicológicos según la nueva Ley de Protección a la Mujer. El acoso puede ser, cabe, pero no los maltratos porque lo único que le dejaba dicho en la contestadora era que la quería, que la amaba mucho, aunque, a decir verdad, cuando estaba completamente borracho le dejaba uno míseros mensajes llenos de reproches, groserías y amenazas suicidas…
¡Qué coño importa ya nada! Además, creo que vía telefónica no he dicho nada grave, ni antes ni ahora… ¡No, coño!... No es eso. Seguramente me pincharon el celular y grabaron las conversaciones entre Maura y yo y eso es lo que le están mostrando… ¡Las pruebas de mí infidelidad! No, tampoco puede ser, pinchar un teléfono cuesta un dineral y Carolina es muy avara. No creo que se los haya gastado o quizás, por odio, para darse el gustazo y vengarse, hizo ese “sacrificio”… ¡No!... No y no… Fue Maura quien me grabó. Rosalía la utilizó para joderme. ¡Qué imbécil soy!… O, con el propósito de destruirme, de repente a Carolina se le ocurrió la genial idea de inventar que le robé algunas joyas cuando abrí su ‘armario-caja fuerte secreta’. No creo que sea capaz de tal vileza. De la parte de arriba del armario (las joyas las guarda metidas en un cofre escondido en la parte de abajo, si saqué y me traje a la cabaña seis cubiertos de plata: un tenedor, cuchara, cucharilla de café, cuchillo, un tenedor para frutas y una cuchara para postres. Si iba a estar en esta choza, reflexioné mientras las sustraía, al menos voy a comer principescamente, con dignidad.
Pensando y pensando el tiempo transcurría y Alfredo Díaz no se hacía presente. Entonces, ¿cuál era la urgencia? No soporté la espera. Aunque debo un cuentón, agarraré el celular y lo llamé.
Al fin hablé con él. La dichosa “urgencia” que casi me mata no era tal urgencia, sino decirme que no había podido notificarle a Luis David las condiciones que establecí para seguir al mando del periódico, las cuales entre otras eran que debería pagarme un sueldo mensual de tres millones de bolívares, además de otros beneficios. Era una exigencia exagerada, pero con ello quería sacudirlo de una vez por todas de mi vida. De esa forma no seguiría acosándome por teléfono con el sibilino argumento de que ‘hacía falta’ y que debería volver a encargarme del proyecto editorial porque, según él, ‘del cielo llovería dinero como maná en nuestras manos’.
Durante la turbadora espera “degusté” un suculento y tranquilizador lexo. En la mañana ya había tomado otra dosis, pero su efecto es muy lento y mi inquietud acelerada.
MAÑANA:
Mientras Antonello dejaba emerger de lo profundo de su alma su indeciso tormento interior, yo lo escuchaba impotente y también sumergido en mi propio calvario. De pronto afuera se oyó la voz de Luna.
– ¿Se puede? –preguntó educada, sin entrar a la cabaña.
Hoy es mi día de suerte. Amo al trece, al número trece. Hace tiempo, pero mucho tiempo atrás, adopté al 13 como mi número amuleto. Casi siempre me va de maravilla los días 13. Aún los martes 13, al que el común de la gente, por lo menos en occidente, lo ven como un número diabólico y de mala suerte. Muchos son tan supersticiosos, que hasta lo execran de sus calendarios o agendas. ¡Es el colmo!... Para mi es todo lo contrario… ¡El 13 es lo máximo!
PAUSA DE SUSTO: Sigilosamente se acaba de asomar por la ventana Antonello, quien luce una barba de unos tres días.
–Leonardo, no tienes algo de curdita (licor) –preguntó con voz de ultratumba.
– ¡Coño, me asustaste! –exclamé sobresaltado, ya que tenía la cabezota metida en este Diario, garabateando.
– ¡Sí, vale! Me queda un poquito de whisky, el de tú cumpleaños –contesté medio repuesto de la impresión.
– ¡No, vale! Esa es tuya –refutó.
–Apenas queda un poquito… Te daré la botella –precisé mientras fui en busca del frasco.
Se lo había comprado días antes por cinco mil bolívares. Él se la iba a vender al primero que encontrase, pero yo no quería que pasara por la humillación de estarla ofreciendo en cualquier abasto o portugués.
Tomé la botella de la “despensa” inferior de la cocina y se la di. Apenas restaban unos tres dedos, a lo sumo.
– ¿No te quedan lexos? –preguntó después de agarrar la botella.
– ¡No, vale! –contesté de primera, tal como le dije última vez que me pidió ese medicamento para desesperados.
Otra vez le mentí. No tengo récipe y me quedan unas seis o siete pastillas. Eso me tiene preocupado. En estos momentos para mí son como pepitas de oro.
PAUSA DE RECUPERACIÓN: El susto que me dio Antonello Amilata, ese es su apellido, me causó algo parecido a un ataque de angustia. Me echaré un rato sobre la cama, a ver si el corazón y la respiración recuperan su ritmo normal. Luego lo asentaré en el Diario lo que pensaba escribir.
Ya pasó. Al levantarme del lecho fui directamente donde tenía el celular apagado. Lo prendí para ver la hora. Es de madrugada. Son las 1:13 a.m. Casi enseguida de encenderlo comienzo a escuchar un bip…bip. Alguien dejó un mensaje en el celular mientras descansaba. Veré de quién es. Lo escucharé tirado otra vez sobre la cama. ¡Huy! Como que este Diario desesperado nunca tendrá fin.
Hoy, en la última hora de la tarde, acontecieron tantas cosas plenas de desesperación y revelaciones que no sé por dónde empezar y cómo contarlas. Fue la hora más larga de mi vida. No recuerdo otra igual, menos tan cargada de desesperanza, confusión alucinante y con la muerte rondando en la montaña y no en la lejanía, sino aquí, en mi cabaña y luego en la de Antonello.
Son las 2:58 a.m. Contaré, según el dictado de mi memoria, paso a paso (pero con sus lagunas) lo que viví en esos sesenta minutos. Después, si mi atormentado ser me concede la paz relataré como concluyó el día que, con tantas pausas, además del cansancio y los tragos, no pude finalizar de escribir.
¡Coño! Cómo que de ahora en adelante respetaré el número 13, porque no puede ser posible que después que enumeré sus virtudes y bondades, casi al terminar de escribir la última palabra, de casualidad no muero. Y eso que estaba escribiendo bajo las tonadas celestiales, rezos, música y cantos de unos monjes tibetanos grabados por mi buen amigo Valentín Sadra durante su vista al Tíbet, cuya copia en casette me regaló a su regresó. Ambos trabajamos juntos en la revista esotérica Cábala. Él era el director y yo el subdirector. En aquella época yo dirigía, simultáneamente, una revista de espectáculos, la de mayor circulación en el país.
Bien, recapitulo. El primer presentimiento de que pronto moriría lo tuve cuando escuchaba las sagradas palabras om shiri sairam y luego los acordes y tonadas de gones, platillos de bronce y repiques sobre leños secos de bambúes y el consabido ¡ommmmmmm! con que los monjes tibetanos buscan, en su meditación, conexión con el universo y sus misterios. No sé si realmente lo logran. Yo he tratado, pero no he podido… ¡El universo no se compadece de mi!… ¡Para mi no hay compasión sino tormento!
PAUSA DE AMOR Y NOSTALGIA: Estoy, lo percibo debajo de la punta del bolígrafo, maltratando el recuerdito de bautizo de mi bendito y amado hijo Dorian y todos los ‘etcéteras’ que lo acompañan. Voy a mudarlos a la última página.
Ya lo hice.
Con el susto que me pegó Antonello, intuí que pronto (pero fue más pronto de lo que esperaba), sería víctima de la no paz, de la angustia, debido a que con todas la ganas y necesidad de mi ser interior quería bostezar y no podía… Comencé a sentir falta de aire. Después una opresión en el estómago que me asustó aún más. Trato, una y otra vez, de alcanzar el bostezo y vez de lograrlo, me ahogo. Mis sentidos, los pocos que me quedan de no sé cuántos son en total, me advertían que esa extraña sensación se debía a que había comenzado a escribir inmediatamente después de almorzar. (Me había comido un rebosante plato de pasta -rigattoni- en salsa, que preparé apenas llegué a la cabaña, a los que después de servidos le espolvoreé encima bastante queso parmesano “semiácido”, para no decir descompuesto). Mis sentidos insinuaban que el malestar se debía a eso. Que debido a que tenía la cabeza baja y el cuerpo arqueado y contraído sobre el Diario, me estaba causando una indigestión o una digestión precaria, con muchas dificultades. Recordé que en mis tiempos de estudiante de Derecho mi querida, amada, santa e inolvidable madre (QEPD), con mucho amor me decía que nunca abriese un libro después de comer y que, mucho menos, me concentrase en su lectura. Ese oportuno y sabio consejo me lo dio mi venerada madre un día mientras almorzábamos en familia junto a mi padre y hermanos en largo comedor de la sala. Si mal no recuerdo era mi primer año de Leyes en la universidad. Inquieto y ávido de conocimientos, había bajado de mi habitación con un libraco, el cual acomodé a mi lado derecho en la mesa y entre bocado y bocado, seguía leyendo y hojeando sus páginas. Era una total y flagrante mala educación, pero mi padre permitió que lo hiciese porque, además de que era mi primer año en la Escuela de Derecho, al día siguiente tendría un ‘fuerte y difícil’ examen. Mi padre, que también en paz descanse, era muy estricto y, en la mesa, aún más. Todos, mis hermanos y yo, debíamos estar sentado a la hora indicada, bien vestidos y peinados, tanto para el almuerzo como para la cena. Nada de eso de sentarse en la mesa en franelilla, pijama, sin zapatos o con el torso desnudo. Quien olvidase esas normas del galateo (reglas y costumbres del buen comer) recibía, sin aviso ni protesto, un bofetón de mi padre seguido de la orden “¡Vete a vestir!”.
Bueno, contaba que ese día, por tener la cabeza gacha y estar concentrado más en lo que estaba leyendo que en lo que estaba comiendo, me dio un mareo y casi me desmayo. Me asusté mucho, igualmente mis padres y hermanos. Desde ese entonces, recordando el consejo que mi madre me dio en ese momento, siempre evito hacerlo. O sea escribir o leer enseguida después de comer. En aquella oportunidad mi sabia madre acompañó su consejo con la frase ars longa, vita brevis, una máxima latina que significa el conocimiento es inmenso, la vida breve. De ahí en adelante siempre lo he seguido al pie de la letra.
Pero ahora, como estoy desesperado y trato con desdén la vida, hice caso omiso al sabio consejo, aunque por lo cagón que soy en cuando a salud se refiere, entré en rápido y paranoico miedo. Me eché sobre la cama y cerré los ojos con la intención de que esa sensación pasase pronto. Sólo resistí pocos segundos. La mente me llevó a los confines de la muerte. La posición que había adoptado, boca arriba, ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre la barriga, la percibí como de muerto, metido dentro de una urna. Enseguida me incorporé.
Salí de la cabaña y caminé hacía la parte trasera en busca de aire, el cual conseguí a duras penas. Luego hice ejercicios de respiración profunda. Aspiraba mucho aire por la nariz hasta llenar mis maltratados pulmones al máximo. Lo mantenía represado hasta que pudiese y después exhalaba lentamente por la boca, hasta botar el más mínimo residuo de oxígeno.
Pero nada. Cuando uno está cagado, esa mierda no sirve para nada. Luego tosí. Recomendación de Maura para lograr un ritmo cardíaco más natural, pero nada. Regresé al interior de la cabaña y volví a echarme en la cama. Sólo escuchaba, además de mi propio tormento, el también atormentante ruido que hacían unos jóvenes obreros (no los guariqueños) que desde ayer están preparando el terreno enlodado que está más bajo de estás cuatros y continuas cabañas. La intención es, como dicen por aquí, encofrarlas y luego vaciarle el cemento de la base.
La puerta de entrada de mi cascarita siempre o casi siempre permanece abierta durante el día. Como estuve tanto tiempo sin puerta ni ventanas me acostumbré a esa forma de vida a la ‘intemperie’ porque circula aire puro.
Tirado sobre la cama pensaba que si me daba un infarto o algo por el estilo, podía tener la fuerza necesaria para alcanzar las pastillas sublinguales de Isordil que siempre tengo a la vista sobre este mesón, donde mato el tiempo escribiendo el Diario, y salir sin mucho esfuerzo por la puerta y pedir auxilio. Estando abierta es más fácil y menos complicado franquearla, ya que a veces, como fue hecha con madera húmeda, se atora y hay que aplicarle bastantes músculos para que abra.
“Si el ataque es fulminante, me jodí. No podré llegar a ellas”, pensé. Luego de pensar en eso, sendos eructos salieron de mi boca. Después un prolongado y nada perfumado pedo… “¡Coño, son gases!”, me dije dando ánimo y borrar el pernicioso pensamiento de muerte súbita que me atormentaba. Pero del bostezo, nada. Al fin vino y con el una rápida carrera al baño, donde exploté en desbordante diarrea.
MAÑANA:
Los interminables y angustiosos minutos iniciaron su lenta, pausada y aburrida marcha. ¿A ellos, a los minutos, qué carajo les importa lo que pasa por mi mente?... ¡Un coño!
P/D A LA PAUSA ANTERIOR: Antes de despedirnos le comuniqué a Maura la decisión de cambiar el número del celular. Casi le da un síncope. “Y yo, cómo me voy a comunicar contigo”. Le dije que la llamaría y se le daría el nuevo número. Es imperativo que lo haga. Es una forma, además de rehuir al acoso del abogado de Carolina, de comprobar su lealtad y silencio. Le dije que, además de ella, no lo tendría más nadie. Que ese sería un supremo acto de confianza, nuestro secreto. Veremos qué pasa. Y es que dudo tanto de ella, no de su entrega, sino de su boca. Tanto, que a veces tiemblo sólo de pensar qué pasaría si Carolina llegara a enterarse que me acosté con ella. Darle el nuevo número telefónico será una decisión muy temeraria. Pero no importa. Conoceré, al fin, de qué madera están hechos algunos seres humanos… ¿Será qué sólo estoy rodeado de bestias?
Hoy pasé un día pleno de paz y alegría, pero estoy tan cansado que no resisto escribir una línea más, pero trataré, pese a los lexos y a la media botella de gin que he engullido desde que tomé el bolígrafo en mis manos. Son las 12:18 a.m. y aunque quiero darle más rienda a mi mano, esta, confusa y cansada, busca resistirse. Veré hasta dónde puedo llegar, de otra forma continuaré mañana, aunque sea otro día, que, por cierto, debo acometer con decisión y prontitud cronométrica desde muy temprano porque esta tarde llamé a la Galería de Arte Adrómaca y Leandra, la curadora y novia de Genardo, hijo del dueño del establecimiento, me notificó que el domingo se inauguraría la Gran Colectiva Nacional y que yo era parte de ella.
“¿Cuándo debo llevar las obras?”, pregunté extrañado. Y respondió que en la galería tenían un cuadro que desde hace meses dejé en consignación. ¡Una obra! ¿Sólo una obra? Me pareció tan pobre que, en pocas palabras, la convencí para llevarle otros dos excelentes cuadros y ella lo aprobó. La cita es para mañana a las nueve y debo ser puntual sino me joden en el montaje. Las pinturas que llevaré serán dos de las tres que adornan la cabaña. Sus títulos son Otoño incipiente y La náufrago, ambos de formato 120x70 cm. y pertenecen a mi última “loca” colección, la cual denominé Vitrales Virtuales. Bajaré los precios, ya que no estoy para estúpidas exigencias. ¡Necesito dinero a toda costa! Y, si bajo los precios, pese a la caótica recesión económica que vive el país bajo el mando del presidente, Comandante y General en Jefe de Todos los Ejércitos, podré tener la suerte de vender algunos… “¡Suerte para el domingo, desesperado!”, me doy ánimo a mi mismo.
Regresando a lo de la caminata con Antonello y Luna debo anotar que fue relajante y llena de nuevas revelaciones.
PAUSA CORTA O NO TAN CORTA… SER O NO SER, I’T IS THE QUESTION…: Fui a hacer pipí. La hago, en mi privacidad, sentado en la poceta, como las mujeres, debido a que cuando estuve viviendo con una mujer con hijos, me reclamaba que salpicaba de orine por todos lados y que tenía la mala costumbre de no levantar la tapa del baño. Que eso era una cochinada y que podría enfermar a sus pequeñas con quién sabe qué imbécil enfermedad porque yo era un puto y, por “precaución”, me obligó a mear sentado. Y así me acostumbré a hacerlo hasta ahora, y así lo hago en mí propia intimidad. No en los sitios públicos o cuando una mujer está en una habitación conmigo, ya que les excita sentir la fuerza del meado cuando se estrella y rebota contra la cristalina y mansa agua de la poceta. Al escucharla salir del pene y penetrar el agua les hacen “presentir” tu fuerza de amante, tu potencia sexual, según me confesó una vez una mujer con la que salía. Se hacen sus fantasías y se lo imaginan grande y duro, como les gusta a todas. Podrán cambiar muchos denominadores comunes en el mundo, tanto en la ciencia o en las matemáticas, pero ese, mientras exista una mujer en el mundo, nunca cambiará: ¡grande y duro! Es ese el denominador común de sus vaginas. Por otro lado, lo de la fuerza de la caída del orine no tiene nada que ver con la potencia sexual y lo digo por mi mismo. Yo lo hago normal o suavecito, dependiendo del momento y como tenga de llena la vejiga. Los diabéticos parecieran que lo hacen con una manguera de bomberos y, sin embargo, en una gran mayoría de los casos, sufren de disfunción eréctil o no sirven como amantes y, lo peor, algunos lo tienen chiquito. Pero eso a ellas no les importa. Si esa es la realidad no tiene ninguna relevancia. Lo importante es su fantasía, porque escuchar la voluptuosa caída del meado le sublima su taquicardia vaginal. La culpa no es tanto de ellas, sino de sus hormonas. De su genética y pensamiento vaginal. Su verdadero amor está en la fantasía, dureza y tamaño de un pequeño apéndice y, por supuesto, en el dinero. En mi puta y experta opinión es así. Así sucede con la gran mayoría de ellas, aunque sean muy señoras y nada putas. Es la realidad, el día a día de esos seres que llamamos mujeres pero que, en realidad, son nuestros diablos de la existencia cotidiana. Pero, ¡cómo nos gustan!... Una vez, cuando todavía no estábamos casados y nos la pasábamos “fugando” de posada en posada turística en el interior del país a fin de escondernos de miradas curiosas y pasar nuestros largos y ardientes fines de semana, Carolina me dijo: “No sólo hay que ser señora, sino parecerlo”… ¡Sin importar lo puta y depravada que sea la mujer, por supuesto!
Vuelvo atrás y regresó al cuento inconcluso de la caminata. Fue reveladora. Cuento porqué.
Al pasar cerca de una casa enclavada en una hondonada de la montaña, afirmé:
–Ahí vive un psiquiatra.
–Sí, el qué jodió a Antonello –manifestó Luna con sus cándidos dieciséis años.
– ¿Cómo es eso? –pregunté extrañado.
–Estuve en tratamiento con él por año y medio… Tú sabes… Por eso de la dependencia –respondió Antonello.
Supuse que se refería a dependencia de alcohol y drogas.
–Pero no logró nada porque está igual de loco –intercedió Luna equiparando al psiquiatra con Antonello.
Como el asunto me pareció bastante delicado y personal, me hice el desentendido, como si no comprendiese su realidad, y me fui por la tangente al decirles que los mejores centros de rehabilitación de drogadictos están en Cuba, pero que son muy costosos.
–Yo conozco a muchos que fueron allá y regresaron peor –sentenció Antonello con desenfado.
–Es cierto. Conozco algunos casos, como el hijo de “Musiú” Laserié (un famosos y adinerado hombre de la televisión local) y la del hijo de Julián Cancheco (un cómico y humorista de televisión) –reafirmé yo recordando unos casos que eran vox populi.
Los tres nos quedamos callados por instantes.
Después, mientras seguíamos montaña abajo, Antonello me dijo que el loquero que vivía en la hermosa casa en cuyas adyacencias pasamos, se llamaba Jaime no sé qué coño y que debía tener unos cuarenta y tres años. En eso llegamos al final de la meta que nos habíamos propuesto. Dimos vuelta y comenzamos el retorno.
Fue un ascenso rápido. Antonello iba de primero. Yo a unos seis pasos de él y atrás, pero bastante atrás, Luna, quien a cada instante pegaba un grito quejándose de que íbamos muy rápido. Que el corazón se le iba a salir del pecho. La pobre tiene principio de bronquitis a causa del frío, los cigarrillos y quién sabe porque otras cosas más… ¡No!... No soy mal pensado. He estado en su cascarita y los he visto meterse, a ambos, sus puchos de marihuana. No los crítico. Ni me interesan sus razones o porqué lo hacen. Quizás, si me da la perra gana, yo también lo haga algún día.
Antonello y yo, quien también subía con fuertes palpitaciones, paramos dos veces. Luna se seguía quejando, pero pronto nos alcanzó. Cuando se me ocurrió decirle que el lugar, que toda esa zona, era una de las canteras más grandes de cristales de cuarzo del país, Luna quedó extasiada. Le propuse escarbar para buscar algunos. Antonello estaba absorto en sus propias cavilaciones y recibió la ‘revelación’ como si le hubiese dicho que el agua es incolora.
Luna y yo comenzamos una infructuosa búsqueda. Al filo del mediodía Antonello le dio permiso para que siguiese conmigo, buscando los cuarzos, y se marchó solo a la cabaña.
Después de una hora, pese a las pertinaces “excavaciones”, Luna y yo regresamos defraudados, con las manos sucias y con unos remilgos microscópicos de cuarzo.
Ya en mi cabaña, preparé el hígado encebollado, el cual comí con deleite y ansiedad canina. Raro que Danger no se asomó a la ventana para pedirme su cuota.
De allí en adelante, enseguida después de ingerir mi alimento, comencé una frenética tarea de limpieza. Lavé, en el mínimo fregadero toda la ropa que consideré sucia. Un blue jeans, short, bóxer de dormir, franela, interiores, paños de cocina, medias y otro pequeño etcétera de cosas. Luego sacudí la ropa del “closet” la cual, otra vez, estaba llena de moho.
En un descanso me puse a afilar y sacarle unas manchas de óxido a uno de mis cuchillos (el más viejito) de supervivencia. Quedó reluciente. De ahí fui directo a lavar los trastos sucios de la cocina. Cuando consideré que la “misión” estaba cumplida, agarré en mis manos la última pera, ya semipodrida, la lavé, saqué del closet una pequeña navaja militar de camuflaje y vanidosamente me fui hacia donde los guariqueños construían las últimas ocho cabañas de ese sector.
PAUSA INELUDIBLE: ¡Coño, me estoy durmiendo! Ya no puedo más. Estoy casi borracho y con pocos cigarrillos en la cajetilla. Son la 1:47 a.m. según el reloj del celular. Debo tratar de dormir porque mañana debo llevar el par de cuadros a la galería. Si en mi mente desesperada los recuerdos no se diluyen o huyen cual ladrón de mi atormentado ser, seguiré mañana.
MAÑANA:
En aquella oportunidad mi sabia madre acompañó su consejo con la frase ars longa,vita brevis, una máxima latina que significa el conocimiento es inmenso, la vida breve. De ahí en adelante siempre lo he seguido al pie de la letra.
Al regresar de la bodega vi a Antonello y a Luna en short y franela que subían por la cuesta a fin de iniciar una caminata por la montaña.
Saqué la pequeña compra del auto y en mi descenso nos cruzamos. “¿De ejercicios? Los felicito. Eso es bueno”, manifesté a mi paso.
Entré a la cabaña, ordené las cosas, y me senté a escribir. Con desgano apenas garabateé unas cuatro líneas de este TERCER FINAL. Quería anotar unas cuantas “cosillas” que se me habían pasado por alto anoche, pero mi pensamiento, mis deseos iban hacia Antonello y Luna y su disposición de ejercitarse y caminar libres por la montaña. Respirar profundamente todos sus misterios y sabiduría. A mí me encanta hacerlo. Entonces, de pronto, mi yo interior exclamó decidido: “¡Coño, déjate de pendejadas y anda también a echar una caminata!”.
Me quité el suéter de lana, enfilé una franelilla sin mangas, guardé el celular en uno de los bolsillos del mono y en el otro una pequeña navaja por si había que cortar algunas ramas, y abandoné la cabaña.
Comencé a bajar por el enramado camino de bambúes que convierte a ese tramo del descenso en un hermoso túnel vegetal y pronto me volví a encontrar a Antonello y Luna, quienes ya venían de regreso. Me dijeron que sólo hicieron un corto recorrido. Les indiqué que más reconfortante para alma y espíritu era bajar más, adentrarse en la soledad de la montaña. Que allí se respira paz y que, además, era excelente para ejercitar todo los músculos. Antonello manifestó que no bajaron mucho porque Luna les tiene terror a las serpientes. Me volteé hacia la muchacha y le dije que yo también, pero que no se preocupase porque ellas nos temían aún más a nosotros y que cuando “olfateaban” presencia humana salían más rápido que una bala a protegerse en sus guaridas. Además, le manifesté que más adelante la vegetación era muy hermosa, que parecía bañada por un manto divino y que, con suerte, podría ver a algunas traviesas y escurridizas ardillitas. Mi argumento convenció a Luna y ambos me siguieron.
PAUSA ATORMENTANTE: Son las 11:16 p.m. El teléfono repicó en varias ocasiones Al constatar el número que aparecía en la pantalla del celular con los que estaban almacenados en mi memoria enseguida supe que era Maura quien llamaba. Estaba indeciso en si atenderla o no. Opté por lo primero. Me contó lo que había hecho durante el día. Que entregó el currículo en la Siemens y que en la entrevista le fue de maravilla. Luego siguió con su eterno blablablá y, ¡coño!, al terminar, siguió con otro blablabá que comenzó a impacientarme. ¡Sí habla esa mujer! Parece una máquina incontrolable de palabras. Creo (ahora lo creo muy, pero muy en serio) que en aquella época la dejé por eso. Por su desbocada lengua. ¡Coño, es atormentante! Me dijo, a fin de que no pensase en nada “malo”, que se estaba portando bien. Que confiara en ella. Después me volvió a repetir su agenda del día y todo otro blablablá. De pronto hizo una pequeña pausa y me preguntó qué había comido y, lo insólito, aunque sé que es muy desconfiada, lanzó: “¿Dónde estás?”… ¡Qué bolas! ¿Dónde carajo voy a estar? Con esta desesperación, limpio como tablón de lavandera, sin trabajo y, ahora, también atormentado por ella y sus dudas. Dónde coño puedo estar sino metido en esta mierda. No obstante, como es tan bocona, le volví a hacer la advertencia de que no dijese nada de dónde estaba. Que me había convertido en un súper escéptico, que ya no creía en nadie, y que estaba cansado de traiciones. Volvió a repetirme que ella había “cambiado” y que por nada en el mundo me haría daño. Me mandó besos… Muchos besos y…
– ¿Y la nevera? Tienes que tener una nevera –expresó cuando ya estaba por trancar.
“¡Qué coño me interesa una nevera! Yo ya estoy congelado en mi tormento. ¿Otro peo más?”. Eso lo que pensé dentro de mí, pero a ella le contesté que lo decidiría más adelante, que me averiguase cuánto cuestan. Prometió que se ocuparía de ello. Más besos y la pregunta: “¿Vamos a pasar este fin de semana juntos en la montaña?”. Le dije que no había problema -aunque hay uno- y le volví a recordar que no se le ocurriese decirle nada a Rosalía, ya que esa mujer es diabólica. Me contestó qué si creía que estaba loca (¡sí lo está, o casi!) y que no le repitiese tanto esa advertencia. Que ella estaba clara (¿Clara?... ¡Ni por el coño!) y siguió con otra retahíla más. Que me cuidara. Qué yo valía mucho y bla… bla… bla… Besos y adiós.
Hoy ha sido mi primer día, desde que regresaron de Aruba, que no llamé a casa. Tantas burlas continuas, que no me provocó. Estoy tan herido en mi amor propio, que tampoco tuve ganas de hacerlo por Dorian. Olvidaré los recorridos desesperados. Esos tours de angustia y muerte súbita y me quedaré tranquilo sin siquiera, a pesar mío, llamar por teléfono, hasta que esta mierda llena de incertidumbre no se aclare a través de los abogados. ¿Divorcio o no divorcio?… ¿Ser o no ser?...
MAÑANA:
He estado en su cascarita y los he visto meterse, a ambos, sus puchos de marihuana. No los crítico. Ni me interesan sus razones o porqué lo hacen. Quizás, si me da la perra gana, yo también lo haga algún día.
Nota: Este Diario ya se ha comido seis bolígrafos. Acabo de regresar de comprar dos más.
LA NUEVA ETAPA
12 de septiembre.
Defraudado, burlado, humillado hasta por las cachifas de Carolina. Víctima de intrigas, complots, engaños, traiciones y conspiraciones, buscaré levantarme de entre los muertos, como Lázaro.
Tengo fe y amor y eso lo es todo.
Aunque me acosté tarde anoche, hoy me levanté temprano. No porque tuviese muchas ganas de hacerlo, sino porque el despertador de mi reloj primero, y después el de mesa, comenzaron con sus insistentes pititos intermitentes a alertarme de que eran las seis y media de la mañana. De antemano los había ajustado para que sonaran a esa hora. Había quedado con el hijo del canciller, el nuevo alcalde de Catare, que lo llamaría hoy a las 7:30 a.m.
Hice pipí, preparé café y esperé, sin quitarme el suéter de lana, el pantalón del mono de gimnasia y unas gruesas medias con las que dormí, ya que anoche hizo un frío congelante, a que el reloj marcara la hora acordada para la llamada.
Había ajustado los relojes para que zumbaran una hora antes debido a que soy muy flojo para salir de la cama. Lo pienso mucho antes de hacerlo. De hecho pude, bajo reprobación de mi pereza, cuando eran ya las siete de la mañana.
Ni me lavé la cara, porque en mis adentros decidí, una vez lograda la conversación, volverme a tirar en la cama y seguir durmiendo. Las anteriores noches de desvelo se lo suplicaban a mi cuerpo. Fumé dos o tres cigarrillos acompañados por soberbias tazas de café y esperé impaciente.
La pequeñas manecillas del reloj, que siempre andan de carrera, esta vez parecían artríticas, casi paralizadas. No aguanté más y a la siete y veinte marqué el número de su casa, porque, además de la enojosa espera, que me tenía intranquilo, pensé: “Y si hoy decidió salir más temprano para asumir su rol de regidor del destino de esa populosa parroquia me quedaré sin la ansiada conversación”. ¡Coño!, me urge un trabajo. No puedo dejar pasar la oportunidad que me prometió. Como es nuevo en el cargo, al principio ese sabor de poder y de mando lo inducirán, como ocurre con la mayoría de los funcionarios públicos, al menos durante los primeros meses, a madrugar para sentarse en su trono. Al poco tiempo, cuando comienzan a hastiarse y ser atacados por el virus de la rutina, la cual después los conduce al cáncer de la apatía y la corrupción, van cuando quieren y a lo hora que les da la perra gana. De pronto, el pueblo que les dio el poder en la esperanza de que se solucionarían sus problemas, pasa a ser una molesta masa amorfa llena de plañideros reclamos. A los que antes los políticos les mendigaban sus votos llenándolos de promesas, abrazos y besos, ahora los consideran basura pestilente y evitan acercarse a ellos. Y, propiamente, la política es eso: ¡Basura! Y los políticos sus inmundos receptáculos, donde los sentimientos y los principios son un lujo que no se pueden permitir. Como a través de mis años de ejercicio periodístico aprendí que en este país los poderes del estado y sus funcionarios, trabajan así, marqué el teléfono y esperé. El mismo me atendió.
–Hola. Buenos días, José Rafael, es Leonardo –saludé afable.
– ¡Epa!, Leonardito –contestó en tono cordial y cariñoso.
–Te estoy llamado a esta hora y hoy martes, porque así lo habíamos convenido –le recordé.
–Sí, claro. Pero mira, la cosa está aún un poco enredada y estamos haciendo unos ajustes. Todavía no tengo nada, pero llámame el jueves. Llama, por favor. En ninguna forma me molestas. Llama, ¿de acuerdo?
– ¡Claro! Seguro, qué lo haré. Que pases un feliz día –le deseé y colgamos.
Después de tanto tiempo de espera y con esas vanas esperanzas, se me quitaron las ganas de seguir durmiendo.
Me lavé la cara, cepillé los dientes, peiné y, pese a la hora, decidí ir a comprar un par de Kilométricos, ya que anoche la tinta de mi último bolígrafo me dijo: ¡Hasta aquí llegamos! No me quejo. La realidad es que en verdad duran kilómetros de escritura.
Una vez en el abasto compré también un garrafón de agua potable, una caja de cigarrillos y un bistec de hígado, el cual pensaba comerme en el almuerzo con bastantes cebollas.
PAUSA COÑO DE MADRE: Son las 10:26 p.m. de hoy, no de ayer, porque hoy estoy escribiendo lo de ayer (al menos lo que recuerdo), el cual también ligo con el hoy, con el ahora mismo. Puse un CD. de Mijares, el cual tengo sonando mientras escribo y me está atormentando con la canción número uno del compacto, cuyo título es Volverás. Copiaré rápidamente las palabras que golpetean mi cerebro como si fuese una pera de boxeo. Voy… (El aparato de mierda, este que está a mi lado, ahora que me dispuse a copiar la canción no quiere sonar más. Tengo un cruel desafío con el. Primero le doy golpecitos con el bolígrafo (el Kilométrico), luego montones de ellos y si con eso no vuelve a la vida y a sonar, comienzo a hundir la punta de mis dedos en cuántas cosas y tornillitos tiene por dentro. Al final, después su ‘merecido descanso’, ya que lo tengo funcionando día y noche y pese a su impertinencia y el tiempo que me roba para poder seguir con mis garabatos, siempre obedece y vuelve a funcionar. Anoche, como otras tantas, estuve a punto de estrellarlo contra el piso. Hubiese sido un musicidio, ya que habría acabado con la vida de mi bullicioso, pero útil acompañante, que, dicho sea de paso, ahuyentó a todos los grillos y misiles insectívoros que se metían en la cabaña. PAUSA DE SILENCIO DENTRO DE ESTA MISMA PAUSA: Voy a incorporarme de mi asiento y a repetir todos los “procedimientos” para que el bendito aparato vuelva a funcionar y no me deje sólo, no me abandone, porque en silencio sólo escucho el latido de mi tristeza y el lloroso sonido del bolígrafo mientras se abre paso entre las líneas de mi tormentoso manuscrito. Además, le prometí a este Diario unas estrofas de Volverás y no puedo defraudarlo, debo cumplir con lo prometido… ¡Coño!, estas pausas tan pendejas me hacen olvidar el hilo (aunque en mí mente está bastante confuso), la cronología del Diario. Y Volverás habla de: Volverás cuando sepas que no hay más de lo que hay… /Volverás al primer zarpazo de la soledad porque sabes que tú y yo no morimos de amor/Ojalá no sea tarde y empecemos de cero y tal vez nos vaya mejor/Volverás porque somos uña y carne y mucho más/Volverás porque quieras o no quieras soy tu hogar/Volverás de la mano del fracaso y sin disfraz/Volverás sin pedir excusas un día más/Y sabes que morimos de amor/Ojalá no te confundas y no sea tarde/Que empecemos de cero y tal vez nos vaya mejor…
MAÑANA:
Veremos qué pasa. Y es que dudo tanto de ella, no de su entrega, sino de su boca. Tanto, que a veces tiemblo de sólo de pensar que pasaría si Carolina llegara a enterarse que me acosté con ella.
Como el temporal había acabado con la alegría de la reunión, Maura y yo regresamos a la cabaña. Serían algo más de las ocho de la noche. Una vez dentro comenzamos a besarnos y acariciarnos y, en instantes, desnudos y haciendo el amor. Aunque estábamos a oscuras, debido a la falta de cortinas Maura temía que algún mirón se asomase a través de los cristales, pero en instantes ese temor se disipó y le dio paso a la pasión y placer desmedido. Yo, que hablo tanto, que soy expresivamente apasionado, estaba casi mudo. Sólo cerraba los ojos y pensaba que el cuerpo que estaba acariciando y penetrando era el de Carolina aunque no existía comparación entre uno y otro. Una delgada y con culo aperlado y la otra voluminosa (Carolina) y con culo achatado. Una (Maura), con senos de adolescente en pleno desarrollo y la otra (Carolina), con grandes y sedosas tetas. Una (Carolina), que me ahogaba con su peso, y la otra (Maura), que la manejaba a mi antojo por su ágil fragilidad. No obstante, y que me perdone quién pueda perdonarme, me la imaginaba. Me imaginaba que estaba haciendo el amor con ella, con Carolina. Por eso le pedí a Maura y ella me complació sin siquiera imaginarse el porqué se lo solicitaba, hacer el amor en las mismas posiciones que lo hacía con Carolina. No era lo mismo. Yo abría y cerraba los ojos en la oscuridad tratando de encontrarla en mi fantasía, de presentirla. ¡Pero coño, Maura lo hace muy bien! Se desvivió en complacerme, aunque yo quería sentir la vulva de Carolina, no la de Maura. Su boca, cuando tomaba mi miembro con ella, no era la boca que yo quería sentir. Sus besos no eran los que yo quería saborear. Me gustó, no lo niego. Fue el desahogo de mi cuarentena y me sentí complacido. Las primeras dos veces que eyaculé, fue la liberación de una carga, la cual también pesa, y mucho, y no te deja discernir con serenidad. Ella también alcanzó los dos orgasmos. Uno de ellos de forma simultánea con el mío porque a gritos me pedía: “¡Acuérdate!... ¡Acuérdate!... Siempre los dos nos íbamos juntos”. El tercero fue un desastre. Maura se inquietó mucho. Creo que presintió algo. Que mi piel le transmitió que no estaba haciendo el amor con ella sino con otra. En su decálogo mental de la buena amante, buscó por todas las formas y maneras que conocía hacerme llegar pero, por más que lo necesitaba, no pude descargarme dentro de ella otra vez. Aunque mi miembro estaba más erecto y duro que la Torre Eiffel, no llegué al clímax porque comencé a sentirme culpable, traidor e infiel. Me consideraba un desgraciado cornudo, un maldito traidor, pese a que en mi fantasía sospecho una supuesta infidelidad de Carolina, que ella lo hizo antes que yo… Ahora me pregunto, ¿si todo fue producto de mi imaginación, de mis desconfianzas y dudas, quién me perdonará ahora?
PAUSA TELEFÓNICA PROLONGADA: Son las 12:37 a.m. del día martes doce de septiembre. Maura me llama y cuenta su agenda, su “historial” de hoy. Comentó que fue a una entrevista de trabajo (ella también está cesante). Por eso ayer, riéndose me repitió en varias ocasiones: “Se juntaron el hambre con la miseria”. Me habló de su entrevista con Rafael Benavides, el vicepresidente de una constructora muy importante, quien la acosa sexualmente. Me dijo que estaba casado y que tenía dos hijas, una de dieciocho y otra de ocho. Que, pese al acoso, mantuvo su compostura. Le expresó que aspiraba setecientos mil bolívares de sueldo. Que fue muy bien vestida, muy ejecutiva. Que mañana tenía otra entrevista en la Siemens. Que le disculpara la hora en que me estaba llamando ya que se había quedado dormida. Después de decir esto bostezó y todo, pero, como la conozco bien, no le creo ni papas. Debe haber llegado en ese mismo instante a su casa o, en el mejor de los casos, me estaba chequeando. Quiera saber dónde estaba. Cuando andábamos juntos lo hacía a cada rato. Temía que me fuese ‘por ahí’ o que la estuviese traicionando con otra. Es muy, pero muy celosa y desconfiada en cosas de los sentimientos y emociones. Después de una pequeña pausa para tomar aire, manifestó que me había comprado comida y no sé qué más. Y, de ahí en adelante, siguió con su interminable blablablá... (¡Qué coño de madre soy! La pobre sigue enamorada de mí pero yo no de ella). En un momento de la cháchara expresó que me iba a cocinar una comida rica este fin de semana y… En ese instante la atajé. Le dije que dejase el apuro. Que no fuese tan impaciente. Que todavía no volveríamos a juntarnos. (Por supuesto, le mentí con eso de que ‘todavía no’. Fue una mentira piadosa. Yo amo a Carolina y la seguiré amando, pero no quería herirla. La veo tan enamorada, tan ilusionada. No se lo merece, mucho menos tan temprano y después de lo de anoche). Le expresé que tenía que esperar mi entrevista (cuando me llamen) con los abogados de Carolina y que en ese preciso instante me estaba tocando el miembro y que me iba a tirar un pajazo con el recuerdo de anoche (se lo dije, más que nada, para desatarla del tema de volver juntos). Ella contestó: “¡Deja la paja!”. Le expresé que era broma, aunque, en verdad, estaba muy, pero muy excitado (sino pregúntele a el). Después de mi interrupción más bla, bla, bla en monólogo interminable y, de pronto, “¡Chao!… ¡Besos!... ¡Cuídate mucho!... ¡Muá!... ¡Muá!... ¡Muá!” y colgó.
Y yo sigo escribiendo esta pendejada que ya me está desesperando más que el propio desespero que lo inició, ya que no sé cuál ni cómo será el final que Dios y el destino me deparan.
¡Qué valiente soy! Tengo los dedos entumecidos, al igual que el cerebro y el alma, y sigo… ¡Sigo escribiendo! No sé qué hora es, pero por los vapores etílicos que inundan mi cerebro y la caja de cigarrillos semivacía, debo estar cerca del preámbulo del amanecer.
Hoy cometí varias cagadas. Pero no tan grande como la de traer a Maura a la montaña. Por cierto ayer, después hacer el amor y como el temporal había cesado, nos duchamos, arreglamos y volvimos hacia la cabaña de Fernando porque la música a todo volumen y las voces que escuchábamos indicaban que la cosa seguía. Apenas había tenido un mojado receso y nosotros estábamos listos a seguir la parranda.
Alcohol y cigarrillos. Cigarrillos, alcohol, música y blablablá. Lo montaña se había iluminado. Los desesperados estaban felices y emborrachándose. Yo entre ellos. Quizás era el Presidente ad honorem, el líder de los desesperados, quizás no. Quizás había personas más desesperadas que yo y no lo sabía. Lo importante es que, realmente la pasamos bien y camuflamos muy bien nuestro dolor. Por lo menos mi disfraz, con Maura al lado, era perfecto. Parecía un ser normal.
Estuvimos compartiendo otro buen rato con nuestros vecinos y luego, después de despedirnos, volvimos a acostarnos y hacer el amor. Ella es una mujer muy ardiente y apasionada, al igual que yo. Ambos somos del signo Aries. Ella es del siete y yo del cinco de abril. Fuego contra fuego y eso que los astrólogos dicen que dos polos del mismo signo se rechazan porque tienen la misma energía interior. En cambio, afirman que los Libras (Carolina) y los Aries, o sea yo, se las llevan a las mil maravillas. Entonces, ¿por qué mi desastre, ignorantes astrólogos?... ¡Farsantes, buenos para nada! ¡Ustedes sólo existen para esquilmar un dinerito a gente de poca fe!... ¡Estafadores de la esperanza!... Eso son… ¿Por qué coño la gente le hace tanto caso a esos maricones de la astrología? ¡Qué coño de expertos van a ser!… ¿Por qué no se meten el dedo por el culo y mientras lo disfrutan tratan de adivinar sobre la inmortalidad del cangrejo y qué le depararan los astros?
Serían más útiles a la humanidad y a mi mujer, por la que estoy desesperado y muriendo, irse al mismísimo infierno con toda su superchería y cartas. La crédula de Carolina no se despega del televisor cuando esos locos pitonisos (hombres, mujeres y maricones) comienzan desde muy temprano en la mañana a atormentarle la vida a la gente con sus pronósticos astrales.
¿Por qué no le hacen la Carta Astral al diablo?... ¡Estafadores!... ¿Saben cuántos planetas orbitan alrededor del sol?... ¿Saben qué están por descubrir otros dos muy distantes que apenas logran distinguir sus siluetas con los supertelescopios? ¿Y sus doce infalibles signos saben por dónde se lo meterán cuándo eso ocurra?... ¡Por el culo!
Mí Carolina necesita de mucho soporte emocional y espiritual, no de astrólogos. Su ansiedad e intranquilidad la tienen con los ojos cerrados. No le dejan ver la realidad. Yo traté de apaciguar su tormento con mis caricias y mimos… Con mi amor y entrega. Lo lograba por períodos, por largos períodos, pero de pronto, sin saber porqué ni cómo, se volvía a abrazar a una insospechada angustia. Nos comunicábamos. Me comunicaba mucho con ella y trataba con mis limitados recursos psicológicos regresarla a la felicidad, a la radiante alegría. A veces lo lograba y volvía a ser la mujer luminosa y segura de sí misma. No obstante, a veces por el más insignificante y banal motivo, volvía a desmoronarse. Es inteligente, pero muy desconfiada. Tanto, que desconfía hasta de sus capacidades y destrezas. Cree que detrás de cada palabra hay una doble y hasta tercera intención. No distingue ni sabe ver entre matices. Es muy radical. Para ella todo es blanco y negro y así no se puede vivir en paz y armonía. En ese ir y venir de inseguridades, de pasar el suiche y volverlo a subir, se le está yendo la vida en un mar de miserias cuando podría ahogarse en el océano infinito de la dicha y felicidad. Lo tiene todo y no lo sabe y, lo peor, busca el todo donde está la nada.
Sólo los seres de poca fe se dejan atrapar por la astrología y mí Carolina es una de esas personas. Cree a ojos cerrados en la paja loca de esos maricones que deja meter en casa todas las mañanas a través de la pantalla de vidrio. Es una verdadera locura. “Hoy no salgas… Si eres del signo Libra tendrás un mal día… Si eres Virgo, hoy te lo quitarán… Ah, si eres de Cáncer pronto te aquejarán serios problemas de salud… Y a los de Tauro que se cuiden, porque le acaecerá un grave accidente”, y así por el estilo. El que escucha esa mierda está un poco loco, pero el que les cree se convierte en un peligroso paranoico.
Esos astrólogos del ‘cajón de los idiotas’ son profetas de la maldad, seres diabólicos, pero más imbéciles son los que creen en sus vagas y banales idioteces carente de toda lógica científica.
¡Ah, querida Carolina! Te adoré y aún te adoro. Fuiste la última pasión de mí vida. ¡Mi último verdadero y gran amor! Presiento que te perdí y con ello gané el salvoconducto a las puertas del infierno. ¡Ojalá qué todo esto tenga sentido! Que este Diario tenga una razón que vaya más allá de lo humano y se convierta en una lección para los amantes que sufren y comprendan que el amor es un don divino y no una percepción de los sentidos o una sensación de la carne. Que entiendan que donde hay amor vive Dios y no se puede amar con reservas ni investido de misterio porque sólo se cosechará soledad, peste más terrible que la desesperanza. La soledad es tormento del espíritu y mortal veneno para la mente.
¡Moriré de amor, pero nunca de soledad!
SEGUNDO FIN
(Quizás mañana, si aún estoy vivo, comenzaré un tercer fin o la muerte).
MAÑANA:
HACIA EL TERCER Y ÚLTIMO FINAL
Nota: Este Diario ya se ha comido seis bolígrafos. Acabo de regresar de comprar dos más.