sábado, 11 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte 3).

  Sin pensarlo dos veces (si voy a morir que sea mientras esté nocaut) saqué la botella de gin, me serví un largo trago en la tacita y lo apuré de un sorbo. Casi inmediatamente otro, pese a que después de la conversación con Alfredo mi sobresalto se había ido saltando por ahí… Ya no estaba en mi cuerpo.
  Durante todo el tiempo de la espera, la angustia me había hecho su prisionero y había que aplacarlo de alguna manera y esa era la única forma que tenía a mano… ¿Qué otra cosa podía hacer?
  ¡Qué felicidad!... Hoy tengo tres botellas… ¡Qué paz!
  De pronto, mientras sostenía la tacita repleta de gin en la mano irrumpió en la cabaña Antonello. Tenía cara de suicida desorientado. En su rostro se delineaba dolor, confusión, impotencia y desespero. Era un poema a la muerte.
  – ¡Dame un par de cigarros! –murmuró y al ver la botella sobre el mesón y la tacita en mi mano, preguntó–: ¿Qué estás tomando?
  –Eso… El mismo veneno de siempre –contesté mostrando con el índice la botella.
  – ¡Dame un poco! –suplicó y salió hacia su cabaña, la cual está a pocos pasos, contigua a la mía, a buscar un vaso.
  Enseguida regresó con el mismo vaso que le presté ayer y lo llenó hasta más arriba de la mitad. Mientras lo bebía comenzó a sollozar.
  –Ya no puedo más… No sé que voy a hacer con esa caraíta (Luna)… Por ella perdí mi trabajo. No me dejaba ir, me decía que me quedase con ella... Me tiene sometido… Yo si me meto diariamente mi marihuana, pero nada de eso del crack, la cocaína y toda esa mierda que ella trae con sus amigos a la cabaña… ¡Esos son unos diablos! –confesó con crudeza y sinceridad gallarda su adicción. Hizo una reflexiva pausa y agregó–: Bueno, de cocaína máximo me meto unos toquecitos dos veces a la semana… Pero ese poco de gramos que traen sus amigos, ¡no!
  Lo escuché absorto. Yo no le había preguntado nada, tampoco hice alusión a nada sobre el particular. Fue su liberación. Una liberación espontánea y voluntaria.
  –Yo creía que eran amigos tuyos –dije refiriéndome, a los jóvenes que veía ir a su cabaña.
  –Son de ella y a cada rato me los mete en la casa. El día de mi cumpleaños esos diablos trajeron dos bolsas. Como a las once de la noche no pude más con esa mierda, de ver y escuchar a esos diablos y los boté de la cabaña… Les dije que se fueran pal coño con su basura… –siguió explayado en su revelación mientras absorbía largos sorbos de gin–. Yo soy un hombre de buena familia (yo lo confirmé), instruido y ahora enlodado hasta el culo por esa carajita… Por ella perdí todo… A mi esposa, a mis hijos, a quienes mandé para Italia. Mi mamá me quitó el apartamento de La Boyera, donde vivía… No vivía como un rey, pero si decentemente. Estaba ganando seiscientos mil bolívares y no nos faltaba nada –Antonello divagaba entre los recuerdos y el desespero. Yo lo dejé que se desahogara–. Sabes… Yo tengo una hija grande que ya no me habla… Ya no aguanto más…Ya no aguanto –manifestó descontrolado con los ojos inundados en lágrimas para enseguida estallar en llanto.
  Se me hizo un nudo en la garganta al ver a un hombre llorar delante de otro de esa forma. Ante su dolor mis ojos también se humedecieron. Conozco de penas. Lo comprendía como nadie, más en ese momento. Yo también estoy desesperado, pero por amor. No sabía cómo consolarlo. Cómo aplacar su pena porque yo también soy un penado en vida. No obstante, lo así por los hombros y apreté contra mi cuerpo y todavía con el nudo apretando mi garganta, atiné a decirle, ahora yo también con los ojos aguados por el llanto.
  – ¡Coño, recuerda lo que me has dicho varias veces! Noi abbiamo buon sangue –dije en italiano, tal como el mismo me lo había dicho– y tú saldrás de esta… ¡Tranquilízate!
  La amarga conversación se desarrolló en la relativa privacidad que brindaba un resquicio cerca de la entrada del pequeño baño, a un lateral de la cocinilla a gas de cuarto hornillas.
  En su perturbado desahogo Antonello no gritó, casi susurraba aunque estaba bastante ofuscado. Y como los obreros estaban trabajando afuera de la cascarita, a fin de que no se enterasen de lo que estaba ocurriendo, decíamos algunas palabras en italiano y otras en castellano.
  –Ya son ocho meses que estoy con ella, pero no soporto más… Me tiene atado y es que yo soy un pendejo con las mujeres… Me dominan y me dejo pisar…
  Otro largo trago y el encendedor que no dejaba de funcionar. Una larga nube de humo grisáceo envolvía parte de nuestros rostros.
  –Sí, cuando la conocí ella me ayudó a salir de las drogas… Yo en ese entonces no valía nada y ella me sacó de abajo. Pero ahora me está enfermando otra vez. No sé qué hacer –cavilaba, pero más bien parecía estar hablando consigo mismo y no conmigo–. Ella es mi único apoyo pero también mí destrucción… ¿Qué voy a hacer? ¿Qué tengo qué hacer?...
  Mientras Antonello dejaba emerger de lo profundo de su alma su indeciso tormento interior, yo lo escuchaba impotente y también sumergido en mi propio calvario. De pronto afuera se oyó la voz de Luna.
  – ¿Se puede? –preguntó educada, sin entrar a la cabaña.
  Yo, que desde el lugar donde estaba tenía visual hacia la puerta, al notar su compungida cara le digo que sí.
  – ¿Antonello está aquí? –indagó antes de entrar. Desde su ubicación no podía verlo.
  – ¡Sí! –contestó Antonello desde su “escondite” antes que yo respondiese.
  Luna entró a la cabaña, tomó uno de mis cigarrillos y lo encendió.
  Antonello enmudeció.
  –Mira, la vida es dura, pero hay que salir adelante –comenzó diciendo Luna mirándome–. Todo el mundo tiene problemas…
  Y comenzó a contar el cuento de su madre, una mujer muy sumisa que lloraba en silencio cuando su padre, un vasco duro e implacable, la llenaba de insultos y maldiciones.
  –Y ahí están… Hechos una mierda. Esa no es vida. Yo no soy como ella –dijo refiriéndose a su progenitora.
  Luna, me enteré hoy de su propia boca, tiene veintidós años, y no dieciséis como me había dicho Fernando. Es una muchacha fría, terriblemente fría e indolente. Sin el menor rastro de perturbación en su rostro, hablaba como si no le importase un carajo la vida o sus semejantes. Daba miedo escuchar sus palabras, mucho más saliendo de la boca de una mujer tan joven y hermosa. No vislumbra el futuro, tampoco parece importarle un carajo, pero sí el pasado. Sus palabras estaban salpicadas de odio hacia la humanidad. Al parecer el sufrimiento y las vicisitudes la marcaron desde que era muy niña. Ese tatuaje lo llevaba dentro de su corazón porque alma parecía no tener.
  –A mí me importa lo mío y si las cosas no marchan lo mando todo pal coño –sentenció con mirada de centelleante e irascible furia.
  Antonello escuchaba silencioso pero con el desespero marcado no solo en su rostro sino en todo su ser. Estaba inmóvil, recostado de la pequeña pared contigua a la puerta del baño, en el mismo sitio donde estuvo desahogándose conmigo. Yo, apoyado ligeramente en el mesón y Luna sentada en mi cama, la cual aún estaba deshecha.
  Ella, rubia oxigenada, de cabello crespo tipo negroide ligeramente alisado, tan flaca que hasta los huesos parecen salírsele de sus carnes, de mirada (al menos en ese momento) destilando un putrefacto odio y llevando un muestrario de tatuajes pintados en su barriga, hombro y antebrazo, no puede negar su extracción humilde y tampoco hace nada para disimularlo. Es la propia muchacha de barrio. En cambio, la apariencia de Antonello deja vislumbrar otra categoría social, más elevada y culta.
  Seguimos hablando envueltos en una humareda y atragantándonos de ginebra. Esperé que la marea se retirase un poco y le hablé a Luna. Busqué paciencia donde no la tenía y Dios me mandó un poco de ella y de regalo una pizca de sabiduría.
  Le hablé de amor. Que cuando hay amor todo se puede y se supera. Le “filosofé” un poco sobre la vida y cómo salir con decencia de las grandes dificultades. Le hablé de una novela de un escritor rusa donde cuenta la historia de una joven y hermosa mujer que, por amor, pudo dominar a un tosco y desesperado alcohólico. Le hablé de la tolerancia y ternura de aquella mujer y que con esas virtudes pudo domeñar a la bestia hasta hacer renacer al hombre. Hacer brotar de sus adentros al ser bondadoso y cariñoso que en realidad era y que estaba escondido dentro de su frustración e ignorancia.
  En un arrebato, Antonello se sentó aquí, en esta misma silla donde estoy sentado ahora escribiendo el Diario y comenzó, en este mismo cuaderno que está debajo de mi pluma, a garabatear un poema. Iba a comenzar a escribirlo casi al pie de la última palabra que yo había escrito, pero lo contuve.
  – ¡Un momento! –me apuré a decirle y le volteé la página. Una en blanco, como todas las demás que seguían hasta el final de la libreta, las cuales pienso llenar pronto.
  Al terminar leyó lo que escribió. Sonaba bien y me gustó. Quise leerlo por mí mismo pero no le entendí su letra. Ambos estábamos ya bastante tomados. Cuando termine de asentar en el Diario parte de nuestro coloquio, el que recuerdo con mayor frescura, iré hacia atrás y lo copiaré para dejar testimonio fiel de sus dotes poéticas.
  Yo, bastante escasos de argumentos debido a los vapores etílicos, seguía tratando de ablandar con mis palabras a aquella gélida muchacha, mitad demonio y mitad ángel. Mientras, Antonello, mano sobre el papel, buscaba coordinar ideas, pero no le venían. En un arrebato tiró el bolígrafo, sacudió la silla donde estaba sentado y se marchó sin decir palabra.
  Estaba molesto. Muy molesto consigo mismo y, quizás, la conversación que yo sostenía con Luna en vez de tranquilizarlo enfurecía más aún su animal interior.
  –Lo qué sucede es que él es muy introvertido… A veces pasa más de medio día sin hablar –explicó Luna.
  Al rato la conversación se volvió insulsa y algo monótona y ella también se fue a su cabaña. A los pocos minutos, a través de las endebles paredes de la cascarita, escucho portazos y golpes. Preocupado por lo que estuviese ocurriendo adentro, salgo, observo y trato de escuchar algunas voces, pero nada. No tenía intención de entrometerme. Con mí tormento es más que suficiente. Volví a la cabaña y me senté a continuar este Diario. Casi enseguida, Antonello entró como una tromba y desorbitado de pies a cabeza.
  – ¡Esto, esto es lo qué logro! –dijo enseñándome los nudillos ensangrentados y con algunas cortaduras.
  Supuse que los estrelló contra la noble madera de pino de la puerta o contra la pared.
  –Coño, ¿qué hago? –me preguntó desorientado.
  –Tranquilizarte… Sólo tranquilizarte –atiné a decirle.
  Yo me había parado del asiento y a través de la puerta vi a Luna subiendo cabizbaja por la cuesta que da acceso a las cabañas. Antonello estaba de espaldas, sirviéndose otro trago y no pudo verla. Llenó el vaso hasta casi el tope. A finalizar, se volteó hacia mí, tomó en su mano el vaso que estaba apoyado en el mesón, y dijo:
  –Voy a ver qué está haciendo esa carajita.
  Salió y la vio casi en la cima de la cuesta. Se metió en su cabaña, tomó algo, quizás las llaves del auto, y salió a perseguirla.
  Después de tanta presión (la mía y la de él), la lacerante angustia que se percibe en toda La montaña de los desesperados, se me fueron por completo las ganas de seguir escribiendo.

MAÑANA:                                                                               
TODO POR UNA TIRADITA…
 Ahora son un cuarto para las cinco de la mañana del día jueves. Ya se fue el fatídico día 13. No sé si desheredarlo o seguir creyendo en el, porque esta vez el bendito 13 se ensañó conmigo.

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