jueves, 9 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte 1).

  Hoy es mi día de suerte. Amo al trece, al número trece. Hace tiempo, pero mucho tiempo atrás, adopté al 13 como mi número amuleto. Casi siempre me va de maravilla los días 13. Aún los martes 13, al que el común de la gente, por lo menos en occidente, lo ven como un número diabólico y de mala suerte. Muchos son tan supersticiosos, que hasta lo execran de sus calendarios o agendas. ¡Es el colmo!... Para mi es todo lo contrario… ¡El 13 es lo máximo!

PAUSA DE SUSTO: Sigilosamente se acaba de asomar por la ventana Antonello, quien luce una barba de unos tres días.

  –Leonardo, no tienes algo de curdita (licor) –preguntó con voz de ultratumba.
  – ¡Coño, me asustaste! –exclamé sobresaltado, ya que tenía la cabezota metida en este Diario, garabateando.
  – ¡Sí, vale! Me queda un poquito de whisky, el de tú cumpleaños –contesté medio repuesto de la impresión.
  – ¡No, vale! Esa es tuya –refutó.
  –Apenas queda un poquito… Te daré la botella –precisé mientras fui en busca del frasco.
  Se lo había comprado días antes por cinco mil bolívares. Él se la iba a vender al primero que encontrase, pero yo no quería que pasara por la humillación de estarla ofreciendo en cualquier abasto o portugués.
  Tomé la botella de la “despensa” inferior de la cocina y se la di. Apenas restaban unos tres dedos, a lo sumo.
   – ¿No te quedan lexos? –preguntó después de agarrar la botella.
  – ¡No, vale! –contesté de primera, tal como le dije última vez que me pidió ese medicamento para desesperados.
  Otra vez le mentí. No tengo récipe y me quedan unas seis o siete pastillas. Eso me tiene preocupado. En estos momentos para mí son como pepitas de oro.

PAUSA DE RECUPERACIÓN: El susto que me dio Antonello Amilata, ese es su apellido, me causó algo parecido a un ataque de angustia. Me echaré un rato sobre la cama, a ver si el corazón y la respiración recuperan su ritmo normal. Luego lo asentaré en el Diario lo que pensaba escribir.

  Ya pasó. Al levantarme del lecho fui directamente donde tenía el celular apagado. Lo prendí para ver la hora. Es de madrugada. Son las 1:13 a.m. Casi enseguida de encenderlo comienzo a escuchar un bip…bip. Alguien dejó un mensaje en el celular mientras descansaba. Veré de quién es. Lo escucharé tirado otra vez sobre la cama. ¡Huy! Como que este Diario desesperado nunca tendrá fin.
  Hoy, en la última hora de la tarde, acontecieron tantas cosas plenas de desesperación y revelaciones que no sé por dónde empezar y cómo contarlas. Fue la hora más larga de mi vida. No recuerdo otra igual, menos tan cargada de desesperanza, confusión alucinante y con la muerte rondando en la montaña y no en la lejanía, sino aquí, en mi cabaña y luego en la de Antonello.
  Son las 2:58 a.m. Contaré, según el dictado de mi memoria, paso a paso (pero con sus lagunas) lo que viví en esos sesenta minutos. Después, si mi atormentado ser me concede la paz relataré como concluyó el día que, con tantas pausas, además del cansancio y los tragos, no pude finalizar de escribir.
  ¡Coño! Cómo que de ahora en adelante respetaré el número 13, porque no puede ser posible que después que enumeré sus virtudes y bondades, casi al terminar de escribir la última palabra, de casualidad no muero. Y eso que estaba escribiendo bajo las tonadas celestiales, rezos, música y cantos de unos monjes tibetanos grabados por mi buen amigo Valentín Sadra durante su vista al Tíbet, cuya copia en casette me regaló a su regresó. Ambos trabajamos juntos en la revista esotérica Cábala. Él era el director y yo el subdirector. En aquella época yo dirigía, simultáneamente, una revista de espectáculos, la de mayor circulación en el país.
  Bien, recapitulo. El primer presentimiento de que pronto moriría lo tuve cuando escuchaba las sagradas palabras om shiri sairam y luego los acordes y tonadas de gones, platillos de bronce y repiques sobre leños secos de bambúes y el consabido ¡ommmmmmm! con que los monjes tibetanos buscan, en su meditación, conexión con el universo y sus misterios. No sé si realmente lo logran. Yo he tratado, pero no he podido… ¡El universo no se compadece de mi!… ¡Para mi no hay compasión sino tormento!

PAUSA DE AMOR Y NOSTALGIA: Estoy, lo percibo debajo de la punta del bolígrafo, maltratando el recuerdito de bautizo de mi bendito y amado hijo Dorian y todos los ‘etcéteras’ que lo acompañan. Voy a mudarlos a la última página.

  Ya lo hice.
  Con el susto que me pegó Antonello, intuí que pronto (pero fue más pronto de lo que esperaba), sería víctima de la no paz, de la angustia, debido a que con todas la ganas y necesidad de mi ser interior quería bostezar y no podía… Comencé a sentir falta de aire. Después una opresión en el estómago que me asustó aún más. Trato, una y otra vez, de alcanzar el bostezo y vez de lograrlo, me ahogo. Mis sentidos, los pocos que me quedan de no sé cuántos son en total, me advertían que esa extraña sensación se debía a que había comenzado a escribir inmediatamente después de almorzar. (Me había comido un rebosante plato de pasta -rigattoni- en salsa, que preparé apenas llegué a la cabaña, a los que después de servidos le espolvoreé encima bastante queso parmesano “semiácido”, para no decir descompuesto). Mis sentidos insinuaban que el malestar se debía a eso. Que debido a que tenía la cabeza baja y el cuerpo arqueado y contraído sobre el Diario, me estaba causando una indigestión o una digestión precaria, con muchas dificultades. Recordé que en mis tiempos de estudiante de Derecho mi querida, amada, santa e inolvidable madre (QEPD), con mucho amor me decía que nunca abriese un libro después de comer y que, mucho menos, me concentrase en su lectura. Ese oportuno y sabio consejo me lo dio mi venerada madre un día mientras almorzábamos en familia junto a mi padre y hermanos en largo comedor de la sala. Si mal no recuerdo era mi primer año de Leyes en la universidad. Inquieto y ávido de conocimientos, había bajado de mi habitación con un libraco, el cual acomodé a mi lado derecho en la mesa y entre bocado y bocado, seguía leyendo y hojeando sus páginas. Era una total y flagrante mala educación, pero mi padre permitió que lo hiciese porque, además de que era mi primer año en la Escuela de Derecho, al día siguiente tendría un ‘fuerte y difícil’ examen. Mi padre, que también en paz descanse, era muy estricto y, en la mesa, aún más. Todos, mis hermanos y yo, debíamos estar sentado a la hora indicada, bien vestidos y peinados, tanto para el almuerzo como para la cena. Nada de eso de sentarse en la mesa en franelilla, pijama, sin zapatos o con el torso desnudo. Quien olvidase esas normas del galateo (reglas y costumbres del buen comer) recibía, sin aviso ni protesto, un bofetón de mi padre seguido de la orden “¡Vete a vestir!”.
  Bueno, contaba que ese día, por tener la cabeza gacha y estar concentrado más en lo que estaba leyendo que en lo que estaba comiendo, me dio un mareo y casi me desmayo. Me asusté mucho, igualmente mis padres y hermanos. Desde ese entonces, recordando el consejo que mi madre me dio en ese momento, siempre evito hacerlo. O sea escribir o leer enseguida después de comer. En aquella oportunidad mi sabia madre acompañó su consejo con la frase ars longa, vita brevis, una máxima latina que significa el conocimiento es inmenso, la vida breve. De ahí en adelante siempre lo he seguido al pie de la letra.
  Pero ahora, como estoy desesperado y trato con desdén la vida, hice caso omiso al sabio consejo, aunque por lo cagón que soy en cuando a salud se refiere, entré en rápido y paranoico miedo. Me eché sobre la cama y cerré los ojos con la intención de que esa sensación pasase pronto. Sólo resistí pocos segundos. La mente me llevó a los confines de la muerte. La posición que había adoptado, boca arriba, ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre la barriga, la percibí como de muerto, metido dentro de una urna. Enseguida me incorporé.
  Salí de la cabaña y caminé hacía la parte trasera en busca de aire, el cual conseguí a duras penas. Luego hice ejercicios de respiración profunda. Aspiraba mucho aire por la nariz hasta llenar mis maltratados pulmones al máximo. Lo mantenía represado hasta que pudiese y después exhalaba lentamente por la boca, hasta botar el más mínimo residuo de oxígeno.
  Pero nada. Cuando uno está cagado, esa mierda no sirve para nada. Luego tosí. Recomendación de Maura para lograr un ritmo cardíaco más natural, pero nada. Regresé al interior de la cabaña y volví a echarme en la cama. Sólo escuchaba, además de mi propio tormento, el también atormentante ruido que hacían unos jóvenes obreros (no los guariqueños) que desde ayer están preparando el terreno enlodado que está más bajo de estás cuatros y continuas cabañas. La intención es, como dicen por aquí, encofrarlas y luego vaciarle el cemento de la base.
  La puerta de entrada de mi cascarita siempre o casi siempre permanece abierta durante el día. Como estuve tanto tiempo sin puerta ni ventanas me acostumbré a esa forma de vida a la ‘intemperie’ porque circula aire puro.
  Tirado sobre la cama pensaba que si me daba un infarto o algo por el estilo, podía tener la fuerza necesaria para alcanzar las pastillas sublinguales de Isordil que siempre tengo a la vista sobre este mesón, donde mato el tiempo escribiendo el Diario, y salir sin mucho esfuerzo por la puerta y pedir auxilio. Estando abierta es más fácil y menos complicado franquearla, ya que a veces, como fue hecha con madera húmeda, se atora y hay que aplicarle bastantes músculos para que abra.
  “Si el ataque es fulminante, me jodí. No podré llegar a ellas”, pensé. Luego de pensar en eso, sendos eructos salieron de mi boca. Después un prolongado y nada perfumado pedo… “¡Coño, son gases!”, me dije dando ánimo y borrar el pernicioso pensamiento de muerte súbita que me atormentaba. Pero del bostezo, nada. Al fin vino y con el una rápida carrera al baño, donde exploté en desbordante diarrea.

MAÑANA:                                                                             
  Los interminables y angustiosos minutos iniciaron su lenta, pausada y aburrida marcha. ¿A ellos, a los minutos, qué carajo les importa lo que pasa por mi mente?... ¡Un coño!

No hay comentarios: