viernes, 10 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte 2).

  Con el asunto de estos supuestos ataques de pánico (¡creo yo! Y ojalá sea sólo eso y no algo peor o grave), no he podido todavía escuchar el mensaje que dejaron en el celular.
  Ya un poco más tranquilo marqué asterisco dos, send, y mi clave, 4463, la fecha (día, mes y año de mi nacimiento) y escucho la voz de Alfredo, mi amigo y abogado: “Leonardo, es Alfredo Díaz. Por favor llámame urgente a la oficina”. El mensaje fue dejado a las 12:45 p.m. También había otro, dejado dos minutos más tarde, por Maura, donde me decía que me extrañaba.
  La llamada de Alfredo me causó tanto sobresalto, que volvió la taquicardia. Del tiro corrí otra vez al baño y otra aguada, explosiva y putrefacta mierda salió de mi culo.
  Después de limpiarme apresuradamente, tomé el celular y lo llamé. La secretaria me informó que estaba en una reunión muy importante a puerta cerrada y que no tomaba siquiera el teléfono. Le expresé que poco antes me había llamado y dejado un mensaje con carácter de urgencia y quería saber de qué se trataba. Me preguntó si estaba en mi oficina (¿cuál oficina?) y, sin mayor explicación, le contesté que no. Que cuando se desocupase me llamara por celular. Gentilmente me dijo que así se lo informaría y comenzó la espera.
  Los interminables y angustiosos minutos iniciaron su lenta, pausada y aburrida marcha. ¿A ellos, a los minutos, qué carajo les importa lo que pasa por mi mente?... ¡Un coño! Por eso, sólo por eso, una vorágine de pensamientos negativos y desconsoladores comenzaron a tejer su maraña mortal y venenosa. Querían enloquecerme, sacarme de mis cabales y mientras ellos caminaban en su lento tic-tac, yo pensaba: “¿Le habrá pasado algo a Carolina?… ¿La habrán hospitalizado por su problema de gástricos consecuencias de la mala rinoplastia que le hicieron?... ¿Se habrá suicidad llevándose en su acto a Dorian asida entre los brazos? ¿Se lanzó con el niño desde el piso veintidós del penth house?... ¡No!... No, eso es imposible. Aunque esté un poco desquiciada creo que nunca lo haría… ¡Ya sé! La reunión que mantiene a puerta cerrada Alfredo Díaz es con Carolina y su abogado. Seguramente estuvieron grabando mis llamadas y estarán buscando acusarme por acoso y maltratos psicológicos según la nueva Ley de Protección a la Mujer. El acoso puede ser, cabe, pero no los maltratos porque lo único que le dejaba dicho en la contestadora era que la quería, que la amaba mucho, aunque, a decir verdad, cuando estaba completamente borracho le dejaba uno míseros mensajes llenos de reproches, groserías y amenazas suicidas…
  ¡Qué coño importa ya nada! Además, creo que vía telefónica no he dicho nada grave, ni antes ni ahora… ¡No, coño!... No es eso. Seguramente me pincharon el celular y grabaron las conversaciones entre Maura y yo y eso es lo que le están mostrando… ¡Las pruebas de mí infidelidad! No, tampoco puede ser, pinchar un teléfono cuesta un dineral y Carolina es muy avara. No creo que se los haya gastado o quizás, por odio, para darse el gustazo y vengarse, hizo ese “sacrificio”… ¡No!... No y no… Fue Maura quien me grabó. Rosalía la utilizó para joderme. ¡Qué imbécil soy!… O, con el propósito de destruirme, de repente a Carolina se le ocurrió la genial idea de inventar que le robé algunas joyas cuando abrí su ‘armario-caja fuerte secreta’. No creo que sea capaz de tal vileza. De la parte de arriba del armario (las joyas las guarda metidas en un cofre escondido en la parte de abajo, si saqué y me traje a la cabaña seis cubiertos de plata: un tenedor, cuchara, cucharilla de café, cuchillo, un tenedor para frutas y una cuchara para postres. Si iba a estar en esta choza, reflexioné mientras las sustraía, al menos voy a comer principescamente, con dignidad.
  Pensando y pensando el tiempo transcurría y Alfredo Díaz no se hacía presente. Entonces, ¿cuál era la urgencia? No soporté la espera. Aunque debo un cuentón, agarraré el celular y lo llamé.
  Al fin hablé con él. La dichosa “urgencia” que casi me mata no era tal urgencia, sino decirme que no había podido notificarle a Luis David las condiciones que establecí para seguir al mando del periódico, las cuales entre otras eran que debería pagarme un sueldo mensual de tres millones de bolívares, además de otros beneficios. Era una exigencia exagerada, pero con ello quería sacudirlo de una vez por todas de mi vida. De esa forma no seguiría acosándome por teléfono con el sibilino argumento de que ‘hacía falta’ y que debería volver a encargarme del proyecto editorial porque, según él, ‘del cielo llovería dinero como maná en nuestras manos’.
  Durante la turbadora espera “degusté” un suculento y tranquilizador lexo. En la mañana ya había tomado otra dosis, pero su efecto es muy lento y mi inquietud acelerada.

MAÑANA:                                                                               
  Mientras Antonello dejaba emerger de lo profundo de su alma su indeciso tormento interior, yo lo escuchaba impotente y también sumergido en mi propio calvario. De pronto afuera se oyó la voz de Luna.
  – ¿Se puede? –preguntó educada, sin entrar a la cabaña.

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