lunes, 13 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte 5).

GUERRA SIN CUARTEL CONTRA EL DESESPERO
  Aunque había quedado con Leandra que llegaría a la galería a las nueve en punto de la mañana, a duras penas llegué a las 9:38 a.m.
  Me había acostado muy tarde e hice caso omiso a los anuncios de los despertadores.
  En la galería fui recibido por ambos jóvenes curadores, Leandra y Genardo. Son novios, pero parecían estar algo molestos. Noté cierta tirantez entre ellos.
  Los cuadros que les llevé les encantaron y manifestaron que quizás los expondrían los tres (un tercero lo tenían en su depósito) en la Gran Colectiva que inaugurarían el domingo.
  Sin insistirle mucho les indiqué que, si podían y estaban a tiempo para el montaje, les cambiasen los ya pasados de moda e insulsos ‘marcos de museo’ (aunque nuevos) con lo que estaban montadas las pinturas y le pusiesen un “vestido mejor”, de los que hacen en la marquetería de Néstor, el papá de Genardo, ya que son unos marcos únicos, espectaculares y muy elegantes. Que, de esa forma, sin quitarle méritos a las obras, estas relucirían más. Asintieron. Veré el domingo qué tal quedaron, que vestidos de gala le pusieron a mis pinturas.
  Dicho esto y acordado los precios, Genardo mismo me hizo el recibo de la ‘entrega a consignación’. Con antelación me había informado que la galería cobraba el cincuenta o cuarenta por ciento de comisión, según el caso. Le expresé que bajaría mis precios, debido a que para mí más importante que el dinero era tener la satisfacción de saber que una de mis obras fuese adquirida por un amante del arte, que de esa forma las daría con gusto en “adopción”, ya que consideraba a mis pinturas como hijos, como parte de mi mismo. En realidad siempre he pensado así, no estaba mintiendo ni exagerando. Aunque, ahora, por esta tempestad que estoy atravesando, el dinero es muy importante, vital, de otra manera no hubiese bajado tanto los precios.
  Acordamos trescientos cincuenta mil bolívares por cada uno de los dos cuadros que le llevé y una comisión del cuarenta por ciento para la galería. Del que tenían en depósito, cuyo título no recuerdo y que estaba en consignación por mil doscientos dólares, le indiqué a Genardo que también le bajase un poco el precio.
  Antes de despedirnos les pedí una tarjeta de la galería (me dieron unas ocho) con el propósito de llamar y darles la dirección correcta del salón de arte a mis invitados, a quienes comenzaría a llamar después de llegar a “casa”, o sea mi cascarita. Le expresé que yo sabía llegar perfectamente, pero que siempre olvidaba el número de la transversal.
  Salí de la galería pletórico de felicidad y elevándole repetidas gracias al Señor. Como estaba escaso de ginebra y cigarrillos, decidí comprarlos en un automercado que está a varias calles de la galería. Pasé de largo con el auto porque, por lo que alcancé a ver desde afuera, estaba atestado de gente. Eras las 10:20 a.m., aproximadamente. Además, había cola para entrar al estacionamiento y en la avenida dos fastidiosos agentes de tránsito evitaban que alguien pudiese orillase a la acera.
  Decidí volver a la montaña y comprar mis ‘pertrechos de guerra’ por allá. Mantengo una guerra sin cuartel contra el desespero y la ansiedad y no consigo mejor arma que la ginebra, cigarrillos y lexos.
  En el camino siempre vigilaba el paso de una camioneta Explorer que tuviese las mismas características que la de Carolina. Tengo haciéndolo desde que llegó de Aruba con Dorian, no en la esperanza de topármela y verla, sino de cazarla con el fantasmagórico amante que punza mi atormentado corazón. Hasta a altas velocidades, cuando diviso una a lo lejos, voy tras ella.
  En mí desespero el otro día perseguí una que me costó mucho alcanzar. Tenía gran similitud con la de Carolina, incluso los topes de las puertas y otras características, pero cuando al fin pude ponérmele atrás (el endiablado conductor corría como un loco y también como un loco fui tras el), me percaté que no era un Ford Explorer sin una Blazer Chevrolet. ¡Qué cagada!, me dije y le pedí disculpas a mi auto por el sofocón que le di. Cosa de desesperados. Eso lo sabe muy bien mi coche, fiel y silencioso compañero de desespero ya que a el también lo he hecho sufrir con tantas sobremarchas y aceleraciones impulsivas e impertinentes. A veces, para tranquilizarlo, lo mimo y le levanto su alter ego diciéndole: “Soy un caballero andante y tu mi indómito corcel”. Cosas de autos y dueños… Sé que no me entiende, pero hasta los momentos se ha portado como todo un campeón… ¡Es un auto maravilloso!

MAÑANA:                                                                               
  Particularmente, aunque la gran mayoría de los humanos los odian (¿envidia, recelo, ignorancia, religión, ineptitud?), yo los admiro con plenitud pese a su evidente y sectario egoísmo y desconfianza hacia otro ser que no sea judío como ellos.




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