jueves, 25 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 5).

  Al llegar me conseguí a María, la psicóloga, y a su amiga Mariana. Habían ido a chequear los adelantos en la construcción de su cabaña, la cual ya reservó dejando un depósito. María me dijo que quería mudarse pronto, lo más pronto posible, porque no podía seguir viviendo donde estaba. Me reveló el porqué en un cuento corto, rápido y preciso, el cual no entendí con claro convencimiento.
  –A la mujer se le fue el yo-yo (o sea que enloqueció). El tipo (o sea el esposo de la mujer que se volvió loca de bola) se adueñó de la casa y echó a todos afuera, hasta a sus hijos y a mí me dio poco plazo para desocupar y se me está acabando... Urge que me venga –fue su muy particular explicación, pese que yo no se la había pedido.
  Invité a las dos mujeres a tomarse un trago en mi cascarita. Pese que tenía los ojos ocultos tras los lentes oscuros notaron que destilaba desespero por cada uno de mis poros. María se excusó diciéndome que era muy temprano para ella. Mariana, en cambio, expresó que no tomaba licor. Que era abstemia.
  Charlamos un ratico más. Más que todo fue un cruce de banales palabras y hechos sin relevancia. Pronto se despidieron. Ambas son muy lindas y simpáticas. Deben estar cerca de los treinta años. La vi subir por la empinada cuesta en busca de su auto. Mientras observaba sus buenas y contorneadas figuras, se me ocurrieron muchas ideas no muy santas. María es chiquita, un metro sesenta y cinco a lo sumo, de pelo rubio artificial, el cual lleva desordenado, aparentando ser toda una desenvuelta femme fatal. Marina es un poco más alta, debe estar en el metro setenta y dos, y tiene un hermoso pelo negro, el cual le baja con perfumada delicadeza más abajo de los hombros.
  Al irse entré en la cabaña, tomé la carterita, la cual había vuelto a llenar, un paquete de cigarrillo, que destapé con pensativa parsimonia, el yesquero y me dirigí hacia la parte trasera de la cabaña de Antonello y Luna. Les hice una pregunta, di media vuelta y regresé a la mía con la intención de seguir escribiendo, pero no pude.

PAUSA DE HAMBRE: Son las 8:53 p.m. Acaba de entrar Antonello con un plato. Me trajo una exquisita arepa de jojoto (mazorca de maíz amarillo) frita en mantequilla, cuya masa anteriormente había sido mezclada en papelón, leche y un poquito de harina pan. Arriba de la arepa estaban dos lonjas de queso amarillo, del paquetico que en la tarde yo les obsequié cuando me dijeron que iban a preparar ese tipo de arepas. Nunca, en mi vida, había probado algo así. Su sabor, textura -crocante por fuera y mórbida por dentro- y con el maíz, algunas perlitas de maíz, que se desprenden de la masa con cada mordida, las hacían únicas. Me la comí con tantas ganas que casi la devoré. Ahora voy a devolver el plato y al regresar seguiré con el Diario… Aunque, mejor espero por la otra “tanda” que dijo están tostando y que me iba a traer. Pensándolo bien, ya que se está demorando mucho, mejor me le asomó por detrás de su cascarita.

   Bien, suficiente.
  Comí cuatro de esas delicias. Al terminar la última y mientras le ofrecía un trago a Antonello, me disculpe por no asistir a su cumpleaños.
  –Ayer no pude acompañarte porque me sentí muy mal, pero hoy si puedo hacerlo –expresé sincero y con ganas de comenzar una desesperada “parranda”.
  Después de escuchar mi disculpa Antonello tomó mi carterita y apuró un largo trago. Al concluir me invitó a entrar a su cabaña, donde nunca había estado.
  – ¡Espérate! –aguanté animado–. Primero voy a buscar una botella de verdad verdad y unos Cds. para escucharlos.
  Regresé a la cabaña tomé las cosas, entre ellas el CD de Soledad Bravo Con amor.
  –Este es mi preferido –manifesté mostrándoselo apenas sobrepasé la puerta de su cascarita–. Ponlo de primero… Y la que me mata es la canción Nº 12, Quiero ser feliz.
  Me hizo bien la invitación. Antonello, Luna y yo comenzamos una amena charla. Al principio yo llevaba la voz cantante. En mi monólogo les confesé todo lo que me estaba pasando. Con lágrimas en los ojos les conté lo que me había sucedido horas antes. El asunto de los paraguazos y todo lo demás. Antonello y Luna me aconsejaron. Me dijeron que le diera tiempo al tiempo y si se ponía muy estúpida que la mandar a fanculo (o sea, pal carajo). Que lo que importaba era yo, un hombre valioso y de buenos sentimientos. Luego de este, mi primer y verdadero desahogo, eché a llorar como un niño. Me consolaron y volvieron a consolar. Ya nos habíamos tomado la segunda botella de gin, porque al terminarse la primera, yo corrí a buscar otra en la cabaña. Luna destapó una lata de aceitunas rellenas y preparó unas galletitas con queso derretido encima. Yo tenía en el estómago sólo las dos lonjas de pan con mermelada que comí en el desayuno. La mona fue rápida y grande. De pronto perdí la brújula y todo sentido de ubicación.
  Hoy Fernando me dijo que le diera las gracias a Antonello porque me cuidó, que estuvo todo el tiempo a mi lado como hada madrina. También, a fin de hacerme sentir peor de lo que me sentía, me dijo que anoche estaba fuera de mí. Que me llevaron a dormir pero que de repente aparecí con un largo cuchillo militar, de los que usan los soldados Cazadores de selva y con una franelilla toda desgarrada. Que se asustaron mucho. Que me le metí en la cabaña a Andreína y le dije: “¿Qué te pasa, tú no eres la parlanchina, la que habla mucho?”. Y la pobre se asustó mucho. Estaba muda, gélida, aterrorizada por mi inesperada irrupción en su cabaña, me contó Fernando. Su mujer, Sonia, también se espantó porque creyó que por la borrachera me podría caer y clavarme el cuchillote que cargaba. Sin alboroto y con persuasión me volvieron a llevar a la cascarita y allí me quedé dormido tal como estaba vestido. Me dijo que no hubo falta de respeto, pero que, por hoy, “estaba castigado”. Ellos ahora (son las 9:30 p.m.) están reunidos y tomándose unos tragos en las afueras de las cabaña junto a un amigo de Fernando y Sonia. Yo aquí, escribiendo y tomándome media botella de gin que tenía a buen resguardo. Gracias a Dios que voy a concluir, creo que esta misma noche, el Diario. Debo dejarlo hasta aquí, es imperativo. De otra forma voy a terminar verdaderamente alcoholizado o loco.

MAÑANA:                                                                  
  Las dos camionetas, la Explorer de Carolina y la Cherokee, estaban una al lado de la otra. Parecían dos amantes furtivos. ¡Qué rabia!... ¡Qué celos!

miércoles, 24 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 4).

   Ideas, ideas y más ideas aterradoras me asaltaron durante mi retorno a la montaña mientras bebía gin de mi carterita cuarto de litro y fumaba un cigarrillo tras otro. Me importaba un bledo que los demás conductores me viesen empinar de esa forma tan epiléptica el envase plateado forrado en cuero marrón donde tenía mi pequeña reserva de alcohol. En ese instante había perdido la vergüenza, el amor propio y todo deseo de vida. De mis ojos, los cuales estaban ocultos tras grandes lentes oscuros de plástico negro, salían lágrimas que se unían y confundían en una danza de dolor junto a las de mi lagrimeo “natural”. No recuerdo cuántas veces estuve a punto de chocar, de estrellarme contra otros autos, aunque no iba a gran velocidad pero debido a la angustia mordía sin percatarme las líneas de los otros canales. No sólo me salía de la vía, también estaba a punto de salirme de mis cabales. Conductores que venían por la vía contraria me alertaban tocando frenéticamente las bocinas de sus autos y alguna que otras maldiciones que yo no escuchaba por tener los vidrios subidos.
  Sería eso de la una y veinte de la tarde porque cuando salí del estacionamiento vi el reloj y marcaba las 12:54 p.m.
  De pronto, el timbre del celular me regresó un poco a la realidad. Era Alfredo Díaz. Me informó que había hablado con Luis David y éste le dio una serie de explicaciones sobre mis infundadas sospechas. Dijo que él le creyó. (Ahora sí lo entiendo y también le creo porque ya lo saqué de mi lista de virtuales sospechosos. Apenas había sido la primera ‘víctima’ de mis sospechas). También me dijo que el crédito para el periódico nos fue concedido por ciento veinte millones de bolívares y que estaban esperando por mí. En el desespero que tenía le dije que ya no me importaba nada. Le conté con todos los matices de angustia que vibraban en mi ser lo que me había pasado con Carolina momentos antes. Me aconsejó que me quedase tranquilo y que no le provocase ira. Que le diese tiempo al tiempo. Que el tiempo iba lo aclarará todo. Sé que así es. Qué esa es la realidad. Pero el consejo estaría muy bien para una persona calma, tranquila y sin problemas, pero para un desesperado por amor el tiempo es su peor enemigo porque te mata física, mental y espiritualmente.
  Terminé la conversación con Alfredo suplicándole que si Carolina lo llamaba le dijese que la amaba. Que sólo su amor me importaba.
  A llegar a la cabaña, del cuarto de litro de gin ya no quedaba ni un una gota. Sentía que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Me eché boca abajo en la cama y rompí en corto llanto.
  Tendido en la cama, el azul cobalto de jeep reflejaba en mi cerebro. Instintivamente me incorporé, cambié la camisa manga larga azul a cuadros que vestía y puse una franela mangas cortas Banana Republic color gris con rayas negras, saqué otro par de lentes (por eso del disfraz, de pasar un poco desapercibido) y volví a salir con la idea de ir a espiar por los alrededores de casa.
  Mientras conducía las elucubraciones volvieron a granel: “Si es médico o quién coño sea, deberá regresar al trabajo en la tarde. Quizás si, quizás no”. Aparcaré a una distancia prudencial para verlo bien cuando pase. En cuanto a lo del puesto de estacionamiento, pudo haber sido que un nuevo residente se equivocó y aparcó donde no debía. El mío era el 283 y él estacionó en 282. ¿Una simple equivocación? Y si no era así, y si ese era el amante sin rostro, “Carolina tuvo que haberle dado el control que yo usaba para franquear el enverjado. Yo pude entrar porque los guardias me conocen y abrieron la reja eléctrica. No deben saber nada de mi separación… ¿Quién sabe? Con lo chismosas que son las mujeres de servicios seguramente le habrán comentado algo. Ellos, los guardias, siempre le hacen fiesta a ver si pescan en río revuelto y se las llevan a la cama. A muchas les gusta la rochela, más aún si son solteritas”.
  Pensaba en todo, hasta en las cosas más insólitas y absurdas. No obstante la impaciencia mezclada con una buena y rica dosis de desespero mortífero, casi suicida, me hizo abandonar esa fantasía por otra “mejor”. Busqué un punto de observación en una colina, por la carretera del El Saltillo, ubicado en el estacionamiento de un buen surtido establecimiento de venta de frutas, verduras y legumbres. Saqué los binoculares y apunté hacia la terraza del pent house en la esperanza de penetrar con ellos a través de los ventanales ligeramente ahumados. Pero nada. Los lentes son de poco alcance y no pude ver nada. Además, ambas manos me temblaban de forma tal, que siquiera pude lograr un buen foco.
  Decidí entrar a la frutería para evitar sospechas, suspicacias y preguntas incómodas, como las de “qué estaba usted haciendo tanto tiempo en el estacionamiento”, y adquirir algo. Vi unas lentejas y las compré. Pregunté si tenían bicarbonato. El dependiente contestó afirmativamente mientras me observaba con ojos recelosos (Quizás me vio observando con los binoculares). También adquirí el dichoso bicarbonato. Al regresar al auto volví a intentar con los binoculares, pero las manos me traicionaron nuevamente. Abandoné el sitio y me puse a buscar otros puntos de observación más cercanos. No los encontré, pero si llegué a un automercado. Me bajé, compré dos botellas de gin y decidí volver a la cabaña, pero los reflejos de mi mente condujeron el auto hacia la urbanización La Manzanita, donde vive el hermano mayor de Carolina, quien tiene una Cherokee idéntica a la que vi en el sótano de estacionamiento, pero, creo, color verde botella o azul. Quería cerciorarme de que si la que estaba ahí, en el estacionamiento de la casa, no era la de ningún amante sino la de su hermano. Mientras seguía machacando en mi mente: “¿Qué hacía allí esa camioneta?... ¿De quién es en realidad?”. Quería dilucidar de una vez por toda esa martirizadora interrogante. Los vecinos, los dos viejitos de Swit verde, estacionaban a veces ahí su otro auto, uno plateado y de modelo reciente. “¿Será de ellos?... ¿Habrán cambiado de auto en estos cuarenta días que he estado en la montaña? ¿Y por qué cuando llegaron, cuando Carolina me tenía sometido a paraguazos, no estacionaron en su lugar habitual? ¿Estarían ellos antes, desde hace mucho tiempo atrás, usurpando un puesto que no les correspondía pero que al mudarse el nuevo propietario tuvieron que desocuparlo? ¿O el cambio fue idea de Carolina a fin de no levantar sospechas?... Pero ese puesto, ¿en realidad nos corresponde a nosotros. Es de Carolina o no?”… ¡Oh, confusión maldita!... Ahora tengo dudas de que así sea… Creo que el puesto no es nuestro… No lo sé… Ahora no sé nada, Sólo la confusión palpita en mi mente.
  Al llegar a la quinta de su hermano vi un sirviente lavando el piso de la entrada. El estacionamiento está enrejado y la visibilidad es mínima, pero pasando a poca velocidad se puede observar qué autos y cuántos hay adentro. Estaba vacío. Nada. Ni la Cherokee de su hermano ni ningún otro auto.
  Decepcionado, amargado en grado de frustración excesiva y con una alta dosis de desespero recorriendo todos los circuitos eléctricos de mi cuerpo al fallar en todos mis intentos y con el corazón burlado, humillado y pisoteado, otra vez conduje hacia la montaña.

MAÑANA:                                                                   
  …que de repente aparecí con un largo cuchillo militar, de los que usan los soldados Cazadores de selva y con una franelilla toda desgarrada. Que se asustaron mucho.

martes, 23 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 3).

  Seguí de largo y mientras rodaba se me ocurrió otra “brillante” idea. Sin saberlo y menos intuirlo fue, de cierto modo, reconfortante. Tanto, que mi alma se iluminó por escasos instantes. Una luz alumbró las tinieblas de mi atormentado corazón.
  Cuento y asiento en este Diario: Se me ocurrió ir al edificio donde vivía, entrar, aunque no tenía el control de la verja de hierro y, primero, chequear en el sótano los puestos de estacionamiento. Una vez concluida esa tarea, ir hasta el buzón de correspondencia con la sibilina idea en mi mente de que podría conseguir el sobre del recibo telefónico del pasado mes a fin de chequear los números, días y horas de llamadas hechas durante ese período, el cual, por supuesto, yo estuve ausente.
  En todo eso lo que más interesaba a mi turbada mente era conseguir en el recibo el número del ambulatorio y el del ‘fantasmagórico’ médico.
  Pero, mal rayo me parta. Al entrar al sótanos dos, que es donde están nuestros puestos de estacionamiento (son tres en total, aunque únicamente utilizábamos dos) vi aparcado, no en “mí puesto”, sino en el de al lado, un flamante jeep Cherokee azul cobalto último modelo. Al verlo me estremecí de pies a cabeza. En segundo mí mente se volvió un calderero. “¡Es el auto de su amante”!, pensé en automático. “Como hoy es viernes, seguramente mandó a Pablito con su papá y ella la pasará divino, sin estar escondiéndose de nada, con su nuevo hombre. El bebé, mi amado Dorian es tan pequeño que ni cuenta se dará de lo que está pasando. Y como tiene servicio nuevo a quien, seguramente, le habrá dicho que ella es “viuda” todo parecerá “normal”, cavilaba en reflexión paranoica. Mientras mi mente andaba en esos confines, como autómata nervioso mis manos fueron en busca del bolígrafo que siempre guardo en el portapapeles izquierdo de la puerta del auto con el objeto de anotar la matrícula del vehículo, el cual me serviría para posteriores indagaciones. Cuando me dispuse hacerlo, de pronto vi la camioneta dorada de Carolina cruzar la esquina del sótano e ir hacia su puesto a fin de aparcarse. Al notar mi auto y presencia, se detuvo, pensó unos instantes y enfiló la Explorer entre los pilares del estacionamiento zigzagueando a los otros autos que estaban estacionados allí a esa hora con la intención de dar la vuelta y marcharse del sótano. Al intuir sus intenciones, reaccioné, me le adelanté y tranqué el paso con mi auto. Ella frenó y se me quedó viendo fijamente, indecisa, buscando qué hacer. Su camioneta tenía la boca enfilada hacia el estómago del mío, el cual estaba en posición transversa. Bajé el vidrio derecho, levanté la mano a modo de espera y le dije:
  –Un momentico. Sólo quiero decirte unas palabras.
  Sin hablar y con mirada gélida, se bajó de la camioneta y dirigió hacia mí. Estaba bella, bellamente hermosa, como nunca. Con su esplendido y reluciente cabello rubio ángel parecía regresar del Edén, aunque en realidad venía de la peluquería.
  –Yo no tengo nada que hablar contigo –expresó indignada al tenerme cerca y enseguida agregó–: ¿Sabes lo qué me provoca?
  Dicho eso, con la interrogante flotando en el aire, a pasos largos regresó a su camioneta y buscó algo en la parte trasera. Yo estaba paralizado de dicha al verla, aunque por instantes pensé que había ido en busca de una pistola. Agarrado in fraganti husmeando en su edificio. “Acoso y maltrato inhumano” veía escrito en el sumario policial. ¡Listo! Todas las atenuantes estarían en mi contra. No sabía qué hacer. Impávido esperé, fuese lo que fuese, con el cinturón de seguridad todavía abrochado. Es que todo pasó tan de repente que siquiera tuve tiempo de pensar en una reacción defensiva. Y no podía pensarla jamás, porque en todo mí ser, como perfume de dioses sólo flotaba su olor y lo hermosa que estaba.
  Fueron instantes, segundos. Pronto la vi regresar con un paraguas plástico color lila y comenzó, a través de la ventanilla que tenía abierta, a golpearme levemente ya que no tenía espacio para tomar impulso y hacerlo más fuerte.
  – ¡Esto es lo qué me provoca!... Darte duro, desgraciado –decía iracunda mientras me golpeaba.
  Con mi mano derecha, que era con la única que tenía facilidad de movimiento, en dos oportunidades le inmovilicé el paraguas para que su punta no fuese a perforarme un ojo e, igualmente, pudiese escuchar mis razones. Mientras lo sostenía, balbuceaba nervioso: “Porqué mí amor, si yo te quiero mucho… ¡Te amo!... No hagas eso mí amor. Te quiero mucho”. No obstante ella no entendía nada. Estaba tan fúrica, que creo que ni se dio cuenta de que le estaba hablando. Sólo buscaba desahogarse. Hacia lo imposible para liberar su furia. Me puyaba y daba bastonazos cortos. Pese a ello, su cara y sus ojos no denotaban odio. Seguía bella, pura y hermosa.
  –Pero mi amor… Mi amor, yo te amo mucho… –seguía diciendo entre dichoso y nervioso mientras recibía mi paliza.
  –Eso a mí no me interesa –al fin expresó mientras seguía bastoneándome con el paraguas.
  Mientras todo sucedía, por detrás de mi auto, entre el poco espacio que tenía libre, se coló el Swit Chevrlotet verde oscuro que solía estacionarse donde está ahora el jeep Cherokee. Del vehículo se bajaron el viejo y su esposa, quienes, cuando todavía vivía allá, siempre que nos cruzábamos me saludaban con mucho afecto y respeto.
  En ese preciso instante, extenuada y en vista de que no podía hacerme el suficiente daño que quería a través de la ventanilla, Carolina comenzó a golpear con fuerza el techo del auto. Mientras lo hacía, y con los ancianos de espectadores, gritaba:
  –Lo que no te perdono es lo de Luis David… ¿Cómo se te ocurre?... Me ofendiste mucho… Me llamaste puta… –recriminaba mientras seguía golpeando con el paraguas el techo.
  – ¡Está bien!… Está bien… ¡Perdóname!... Al menos déjame ver al niño –supliqué con dolor.
  –Eso lo decidirán en el tribunal –gritó.
  Como siquiera me escuchaba y seguía enloquecida golpeando el techo y luego el capó, adelanté un poco ya que tenía el motor enmarca, con la intención de irme. Al percatarse de ese mínimo movimiento, ella, paraguas totalmente destrozado en manos, se retiró hacia la camioneta. Con la vista fija en sus movimientos, esperé otros instantes. Luego decidí marcharme, dejar las cosas hasta ahí y evitar que se enfureciese aún más.
  Fue reconfortante verla. Estaba tan bella que ni la furia pudo opacar su hermosura. Presentí que aún me ama. Pero que por su orgullo y carácter nunca perdonará mis ofensas y dudas.
  Pero esa la felicidad, la dicha que me causó verla, duró poco y mis esperanzas se fueron con ellas.
  Apenas salí del edificio mi alucinante mente volvió a torturarme: “¿Si toda esa escena de mujer indignada fue sólo un teatro para evitar que anotase la matrícula del jeep?”, pensé. Y seguí alucinado: “De seguro que cuando llegó presintió que esas eran mis intenciones. Por eso el teatro. Para proteger a su amante. Ahora estarán almorzando juntos. Él estará sentado en el puesto que me correspondía en la mesa, y riéndose de lo lindo de la paraguada que me dio. Y después, para celebrarlo, se encerrarán en el cuarto para hacer amor”.
  ¡Maldita mente la mía! ¿Por qué, mi Dios, no me llevas de una vez por todas hacia la locura más absoluta y me liberas de la tortura del pensamiento?... Dicen que los locos no piensan. ¡Qué felices ellos!... ¡Qué afortunados son!

MAÑANA:                                                                   
  Saqué los binoculares y apunté hacia la terraza del pent house en la esperanza de penetrar con ellos a través de los ventanales ligeramente ahumados.

lunes, 22 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 2)

 Mientras pensaba y descartaba posibilidades, daba vueltas y vueltas alrededor del ambulatorio. La distancia para dar un giro completo y volver a pasar frente a la instalación, es relativamente corta y como había poco tráfico en la zona, la hacía rápido.
  El auto parecía gobernarse sólo. Yo estaba en otra dimensión. En los parajes de la oscura incertidumbre.
  Tantos pensamientos lacerantes estaban a punto de acabar con mi cordura. Pensaba en tantas, pero en tantas posibles situaciones, que sentía que el corazón se me desangraba por dentro. Los veía, como si los tuviese frente a mí, cuando entrecruzaban un brindis. Luego, cuando se prodigaban furtivos besos y delicadas caricias. Eso me mortificaba, pero más aún no poder ver el rostro del supuesto amante. No le veía nada. Siquiera mi imaginación me lo permitía. Su cara estaba tapada con una fina capucha de hule blanco, similar a la piel, que se le adhería perfectamente al rostro pero no dejaba ver sus facciones. No le distinguía nada. Ni pelo, ni ojos, nariz o si tenía o no bigotes. Poseía una forma ambigua pero humana. En mi imaginación sólo intuía su elegancia y donjuanería. A veces, borrosamente veía sus manos mientras se deslizaban sobre la falda de Carolina, a la altura de las piernas. Ella, satisfecha, lo permitía. Eso me ponía a punto de un ataque de pánico. Al rato comenzaba a vislumbrar las voluptuosas miradas que se prodigaban, las del preámbulo y, después, ya fuera del restaurante, a ambos desnudos en una cama, dedicados al placer, al sexo apasionado como sólo saben derrochar los amantes que no conocen límites, tal como lo hacíamos los dos, y cuya única frontera es la piel, el deseo ardiente y fundirse en un solo cuerpo en el placer más infinito… Todo, todo eso estaba en mi mente mientras como borrico daba vueltas y más vueltas en los alrededores del ambulatorio.
  Al terminar una de ella, distinguí un lugar para estacionarme. Me orillé a la acera y paré al lado de un camión. Era el sitio perfecto. De allí podía ver todo. Al frente, la entrada del ambulatorio y por el espejo retrovisor los autos que daban vuelta en la esquina para acceder a esa vía. Todos los ángulos estaban cubiertos. Y, si mis sospechas eran correctas, si Carolina iba para allá debería, obligatoriamente, cruzar por la esquina que veía por el retrovisor. Era el único camino para llegar al ambulatorio y si iba a recoger a su supuesto amante, yo la tendría en la mira.
  Al volante del auto y con el motor encendido, fumaba más que penado a punto de patíbulo. Esperaba y pensaba. Eran las 11:35 a.m. Muy temprano. No era hora para salir a almorzar. Me prepuse esperar y quedar al acecho hasta las 12:13 minutos. Decidí hasta esa hora específica, porque el 13 es mi número de buena suerte.
  Estaba tan decidido de terminar de una vez por todas con la angustia que me oprimía, que estuve tentado de entrar al ambulatorio. Mi cerebro ya había concebido un plan: mostraría mis credenciales de periodista y utilizaría cualquier pretexto. Que el diario La mañana me había enviado para hacer un reportaje sobre la efectividad y funcionamiento de esos centros y, grabador en mano, entrevistaría a todo el personal médico en cada una de sus especialidades. De esa forma conocería los nombres de toda la plantilla masculina y fotografiaría sus rostros en mi memoria. Sabía que me las ingeniaría, que haría lo que fuese necesario, con tal de estar en su interior y averiguar lo que pudiese. Ver cómo eran los médicos. Si había entre ellos uno joven y apuesto. Y, si lo había, seguramente ese era el fulano que se estaba follando a mi mujer. Porqué todavía es mi mujer. No nos hemos divorciado. Apenas está comenzando todo.
  Al principio la idea me pareció excelente, pero no me atreví. Estaba muy ansioso y me hubiesen tildado de desvariado. Aunque fenomenal, de primera, descarté la idea. No era el momento y mis condiciones anímicas tampoco las más adecuadas para que mi ‘camuflaje’ fuese creíble. Sólo esperaría a que Carolina cruzase por la esquina con su camioneta.
  Pasaron varias del mismo color y modelo. Mi corazón saltaba cada vez que avistaba una, aunque no fuese la de ella. Chequeaba. Cuando la matrícula no correspondía, como tampoco los conductores, dejaba escapar un suspiro de alivio. Además, ninguna se detuvo frente al ambulatorio. Mientras esperaba, fumaba y fumaba y por momentos ya no pensaba. Sólo estaba al acecho, como fiera herida, y con todos los sentidos puestos en la dichosa camioneta. Estaba paranoico. Fue un día de total y enfermiza paranoia. Apenas estuve por esos lados cerca de media hora y con cada segundo que pasaba me enfermaba más y envejecía un par de meses.
 Pronto, el espiral diabólico de la mente repetía la dosis letal y pensamiento tras pensamiento invadían con fuerza destructora mi ser. Un cigarrillo tras otro y chequeos epilépticos del retrovisor para poder ver “la aparición” que le diera sentido a aquella locura.
  El parlante de un auto de la Policía de Chacao me sacó del infernal tormento.
 –A todos los conductores que están parados en la línea amarilla, circulen o serán inmediatamente multados y remolcados –conminaba amenazante uno de los funcionarios por el altavoz.
  Yo era uno de ellos, y como tenía el motor encendido, fui el primero en moverme. Pensaba irme y dejar todo de esa manera, no obstante di otra vuelta. La del ‘por si acaso’ y por la ‘infalible’ ley de casualidad. Por supuesto, nada.
  Decepcionado y prometiéndome que no me daría por vencido, que volvería, decidí abandonar el acecho y regresar a la montaña. No pude quedarme cerca del ambulatorio hasta las 12:13 p.m. como me había prometido por culpa de los policías de tránsito. Abortadas mis esperanzas, me dije: “Iré a la cabaña y me prepararé un buen plato de pasta y, en la tarde, veré qué hago”. Pero mis intenciones se torcieron en el camino cuando la alarma del celular comenzó a sonar alertándome que eran las 12:30 p.m. Y, como aún era temprano y estaba en una vía cercana, decidí dar una vuelta frente a la casa de los padres de Carolina con la esperanza de ver su camioneta aparcada en el garaje. Aunque no tuve ningún presentimiento, me cobijó la idea de que, probablemente, podría haber ido allá, a almorzar con sus progenitores.
  Nada. Sólo vi al gendarme que cuida la casa. Creo que él también me vio pese a que puse el tapasol de la izquierda ocultando gran parte de mi rostro. En la parte de afuera de la casa estaba aparcado un auto viejo con varias personas dentro, aparentemente trabajadores.

MAÑANA:                                                                               
  Pronto la vi regresar con un paraguas plástico color lila y comenzó, a través de la ventanilla que tenía abierta, a golpearme levemente ya que no tenía espacio para tomar impulso y hacerlo más fuerte.
  – ¡Esto es lo qué me provoca!... Darte duro, desgraciado –decía iracunda mientras me golpeaba.

domingo, 21 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 1)


UNA LUZ EN LAS TINIEBLAS

  Son las tres y cuarenta y cinco de la tarde. Salto el día de ayer porque fue el más perturbador de mis cuarenta días en la montaña, los cuales cumplo hoy.
  Aunque me había prometido no volverlo a hacer, casi enseguida después de despertar mi estúpida paranoia me indujo a otro pequeño recorrido. Si hubiese sabido de antemano lo que iba a ocurrir, me habría quedado tranquilo, aunque desesperado, en la cabaña. Pero, para aderezo de mi tormento, no fue así.
  Debido a mi obsesión con el asunto del rústico, como a las diez y media enfilé el auto rumbo a casa de Rosalía. Estaba ahí, como siempre, sin signos de que alguien hubiese movido una sola de sus ruedas. En el camino de regreso una mortal vorágine de pensamientos negativos comenzaron a hacer ebullición en mi cerebro. ¿Quién será?… ¿Quién me la robó? ¿Quién es el ladrón de mi amor? Lo del rústico es pura fantasía, pero de todas formas debe haber otro, me decía. ¿Quién será? ¿Cómo es su cara?... ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica? ¿Será uno de los entrenadores de spinning? ¿Luis David?... ¡No!… Luis David no, ya mi intuición lo descartó. Pero de que hay otro, lo hay. Estoy tan seguro como de que algún día voy a morir. Pero, ¿quién coño de la madre será?... ¡Ah!, me indica un chispazo de cordura. Debe ser el médico. Un médico del ambulatorio de Bello Campo, centro asistencial cuyo número, junto a otros nueves, saqué y copié de las llamadas “entrantes” y “salientes” del celular de Carolina durante los últimos ocho o diez días que permanecí en casa.
  En ese entonces las cosas ya estaban malas y dormíamos en cuartos separados. En las noches, mientras ella estaba profunda, me levantaba a hurtadillas y con papel y lápiz en mano me ponía a espiar en su celular. Sólo conseguí nueve. Los fatídicos nueve números, de los cuales durante el día me imponía la tarea de averiguar, corroborar a quién o a quiénes pertenecían. Por supuesto que, a fin de no ponerme en evidencia, hacía las llamadas indagatorias desde teléfonos públicos, todos diferentes y, en muchos casos, fingía la voz, a fin de que si el número al que estaba llamando pertenecía a alguien que me conocía, éste no fuese a reconocerme. Todo un trabajo investigativo que sólo produjo estúpidos y tormentosos resultados.
  Aunque desde el momento en que se me ocurrió la “fabulosa” idea de hurgar en su celular seguí haciéndolo durante casi todas las noches que duré en la casa, excepto los primeros nueve números entrantes y los nueve saliente, no pude sacar ni uno más. Carolina es muy astuta. Creo que se dio cuenta y llamada que hacía o recibía, después de hablar las borraba. Eliminaba todo vestigio ellas. ¡Las quitaba de la memoria y archivo del teléfono!
  Que tuviese el número telefónico de un centro clínico popular me puso suspicaz. ¿Qué hacía con ese número? Y, lo peor, ella fue quien realizó esa llamada. Y no fue ninguna llamada equivocada porque duró muchos minutos. ¿Y qué hacía Carolina, toda una dama popof, acostumbrada a la atención de las mejores clínica de la ciudad, llamando a un ambulatorio popular dedicado a la atención de personas de bajos recursos?... ¿Por qué?... ¡Será su amante un joven médico que trabaja allí?
  Con esa idea fija en la mente y temblando de angustia me trasladé hacia allá. Pasé varias veces frente a la entrada principal del ambulatorio. Realmente no sabía qué estaba buscando O, mejor dicho, sí lo sabía: una pista. Una pista que me entrelazara con las llamadas y el supuesto médico amante de Carolina. Y esa pista me conduciría a otra. Verla a ella entrar al sitio o ubicar su camioneta estacionada en los alrededores.
  Mi mente parecía un volcán a punto de erupción. Me decía: “Hoy es viernes. Seguramente vendrá a buscarlo para salir a almorzar juntos, tal como lo hacía conmigo”. Y en el mismo espiral de sospechas, dudas y conjeturas seguía: “Pero, ¿a dónde irán? ¿A qué restaurante? En alguno de Las Mercedes, no. Descartado. Esa zona es frecuentada por muchos de mis amigos y se pondría al descubierto. Seguramente se irán a un sitio lejos de las miradas curiosas o de mis posibles amigos”.
  Carolina es experta en eso, en subterfugios. Cuando estábamos de amantes, a fin de que sus padres y familiares no se enterasen de lo nuestro, conseguía cada huequito, cada refugio, que yo, que conozco muy bien la ciudad y sus lugares de moda o ‘reservados’, siquiera imaginaba que existían. De pronto llegó a mi turbulenta mente una visión: “¡Tarzilandia! Ese restaurante es perfecto para amantes furtivos… ¡No!... Mucho mejor sería La cacerola, en El Placer, donde yo había husmeado en días pasados. Sí, ese es el lugar ideal”.

MAÑANA:                                                                     
  A veces, borrosamente veía sus manos mientras se deslizaban sobre la falda de Carolina, a la altura de las piernas. Ella, satisfecha, lo permitía. Eso me ponía a punto de un ataque de pánico.

sábado, 20 de noviembre de 2010

7 de septiembre (Parte y5).

  Volví a la cama, puse los pies en alto, recostados de la pared, y comencé a leerlo. Su corta lectura, ya que llegué apenas a la páginas diecisiete, me hizo cuatro revelaciones. La primera, que soy muy injusto con Carolina (después escribiré porqué). La segunda, que lo que me produce ese fastidioso lloriqueo en mis irritados ojos es el moho y la humedad, pero, más que todo, el moho. Lo descubrí porque el libro, en cada página que pasaba, despedía ese molesto olor a roña húmeda. Y mis ojos, que hoy no habían lloriqueado, comenzaron a aguarse nuevamente. Claro, como estaba acostado boca arriba y con los pies suspendidos contra la pared, el libro lo tenía en todo el frente de la cara, justo encima de los ojos, y al pasar las páginas, aunque microscópico, el polvillo de moho acumulado por el tiempo y la inlectura, iba cayendo como nieve en el interior de mis globos oculares. La tercera revelación fue qué caí en cuenta de que no sólo había leído el libro, sino que también había visto la película que, basada en su argumento, hicieron los gringos. Y la cuarta… Que ya se me había pasado la angustia. Por eso suspendí inmediatamente la lectura. Me inoculé gotas de colirio y me puse otra vez a escribir. Un poco antes fui a disculparme con Antonello y Luna, quienes me habían invitado a su cabaña a la siete para celebrar su cumpleaños (de él, ¿ya lo escribí?), que iba a estar “muy bueno debido a que esperaban visitas muy agradables”.
  Ahora son las 9:15 p.m. y estoy pensando en la primera revelación. De que soy muy injusto con Carolina, porque si bien es cierto que nuestras peleas verbales -porque nunca hubo siquiera una bofetada o algo parecido- se debían a su misteriosa personalidad y a las dudas y desconfianza de ambos, también es cierto que la mayoría de ellas se suscitaban cuando yo estaba borracho o algo tomado. Que en esos momentos, debido a la actitud que asumía, yo le incitaba un odio profundo. Por eso sus llantos y desesperos. Aunque bebo mucho no me considero un alcohólico. En cuanto al cigarrillo lo había dejado hace año y medio. Lo retomé, recaí, debido a mi actual desesperación. Drogas no uso. Ni tengo vicios ocultos. Lo de los tranquilizantes, los lexos, es de ahora y espero que sean sólo circunstanciales. Que cuando acabe mi tormento queden en el olvido. No soy adicto a nada extraño. Sólo al amor. No soy un hombre maltratador como describe Grisham al padre de Mark, uno de sus personajes de la novela. Y en sus páginas narra: “El único tiempo que su padre -el de Mark- pasaba en casa solía dedicarlo a beber, dormir y maltratarlos”, narra el autor de El cliente.
¡Dios me libre de tamaña locura criminal! Aunque ella, bajo su óptica, debe tenerme en un concepto parecido al que tenía Mark de su padre, al igual que lo tenía su madre, quien era salvajemente golpeada. No, no es que quiera hacer ninguna comparación, ya que no existe ningún parecido siquiera en el imaginario más descabellado entre el personaje de Grisham y yo. Sólo trato de meterme aquí, en este turbador silencio, en la mente de Carolina, en saber qué piensa, cuál es su concepto real de mí. Busco explicarme muchas cosas, como el porqué de tanto odio si apenas tuvimos un cruce de palabras. Ofensivas sí, pero palabras al fin. Las ofensas que ella me profirió aún retumban en mi mente. Muchas, pero muchas de ellas todavía me atormentan, pero la que me perturba enormemente es cuando, muy irritada, en dos ocasiones me dijo: “Para vivir así es mejor tirar por fuera”. ¿Salió de ella, de su corazón o repitió palabras, sugerencias de Rosalía u otra malsana “consejera”? Quiero creer, mi corazón se inclina se inclina en creer la segunda opción, porque esas son expresiones propias de prostitutas, de personas carentes de moral, y quién se lo haya sugerido, sea quien fuese, es una total ramera.
  ¿Y el amor, los hijos, el afecto, los sentimientos y toda esa comunión de pequeñas, hermosas y maravillosas cosas que conforman un hogar, no tienen ningún valor? ¿Lo único importante es revolcarse en una cama como un animal? ¿Lo único importante es el sexo, la aberración y el placer? ¿De esa manera se forman familias dignas y honestas?... ¡Insólito y aberrante! Como si el matrimonio se tratase sólo de eso: ¡De tirar!... ¡Qué asco! Qué asco me dieron esas palabras salidas de la boca de la mujer que amo con incondicional devoción. Y después se dicen una gran dama. Una mujer decente. Aún me resisto a creerlo. A creer que fue una expresión suya, salida de su corazón.
  Son las diez de la noche y voy a acostarme. Pondré de semifondo el CD con el Concierto para Piano Nº 5, Emperador, de Beethoven, cuya dirección orquestal está bajo la batuta de Palev Ricov.

MAÑANA:                                                                   
  En el camino de regreso, una mortal vorágine de pensamientos negativos comenzaron a hacer ebullición en mi cerebro. ¿Quién será?… ¿Quién me la robó? ¿Quién es el ladrón de mi amor?

viernes, 19 de noviembre de 2010

7 de septiembre (Parte 4).

   Son las 7:54 p.m. El malestar ya pasó. Eso espero.
  Acabo de tomar el baño. Me duché con agua casi congelada. Mientras el agua descorría por el cuerpo en mi mente surcaban todas las historias que me habían contado sobre los diferentes tipos de infartos y muertes súbitas. De tanto haraquiri mental, comencé a sentir una pequeña molestia en el cuello, a la altura de la llamada Manzana de Adán. Parecía como si alguien la estuviese tensando y en imaginación mortal vi, como si se tratase de una película que se estaba proyectando en ese mismo instante frente a mis ojos, al doctor Contreras en su consultorio. Éste me hablaba y decía: “Los más fuertes (los infartos), de los que pocos se han salvado, son los que dan como un latigazo a la altura de las cuerdas vocales”. Mientras la helada agua desfilaba por los vericuetos de mi mancillado cuerpo, observaba el rostro del buen doctor, sus gesticulaciones y cómo abría los ojos en forma alarmante mientras hablaba y yo, impresionado por sus palabras, lo escuchaba atontado y atemorizado. No podía apartar de mi mente su rostro y el movimiento de sus labios mientras dibujaba una socarrona sonrisa y reiteradamente me decía: “El más fuerte… El más fuerte…”. Después siguieron atormentándome otros recuerdos. Evocaciones de muchas muertes por infarto aprisionaban mis pensamientos mientras trastabillaba en busca de un apoyo. Estaba a punto de desmayarme. Me faltaba el aliento. Tiré el jabón al suelo y con una mano extendida trataba de alcanzar la carrasposa pared del baño a fin de conseguir un punto de apoyo y hacer palanca a fin de lograr una respiración más profunda. Me faltaba aire, casi no podía respirar y por momentos pensé lo peor. En ese instante pasó por mi mente el deceso, por infarto, del papá de Antonio, un amigo de la juventud. El recuerdo me trasladó a esa época, al día en que murió mientras tomaba un baño, precisamente con agua fría, ya que le gustaba mucho hacerlo de esa forma. Salí de la ducha casi dando tumbos y con el agua descorriéndome por todos lados. Como pude comencé a secarme. Con cada movimiento percibía que el aire me faltaba, que no llegaba a mis pulmones. No obstante, al mismo tiempo me sentía repleto de gases y los lóbulos superiores de las orejas calientes y, supongo, rojas como un tomate. Apresuradamente salí de la cabaña con el pecho desnudo, apenas vistiendo un bóxer en la parte inferior. Buscaba aire, respirar… Estaba intranquilo y solo. Solo con mi miedo. Las únicas personas que minutos antes andaban por aquí, eran Antonello, quien por cierto hoy está de cumpleaños, y Luna, pero salieron. Lo sé porque antes de irse tocaron la puerta para…

PAUSA OBLIGANTE: Se acabó la primera libreta. Busco una nueva, chequeo la que se acaba de terminar y recomienzo la numeración por la página 542. Es un manuscrito y mi letra algo grande. Siempre escribo en mayúsculas. De otra forma no entendería, ni yo mismo, lo que escribo. Es, al igual que la anterior, más que una libreta un pequeño cuaderno escolar de doble espiral. En su tapa dura tiene la foto de la cara y parte de los “hombros” de una hermosísimas iguana color grisácea. El cuaderno es de la serie Nota Ecológica-Animales y abajo, en el extremo inferior izquierdo, dice reciclar es vida. Un poco más arriba: Foto: Henry González, el nombre del fotógrafo que captó a la iguana en tan hermosa posición: de perfil y de semifondo un cielo azul inmaculado, únicamente disturbado por unos arbustos que se captan en fuera de foco en la parte inferior. En el segundo folio de cuaderno, en un papel de menor consistencia que la tapa pero igualmente resistente, escribí de puño y letra, tal como es todo este Diario, la siguiente identificación: “Diario de un Desesperado”. Debajo de este, centrado y entre paréntesis, (TOMO III). Más abajo, casi en centro: “OJO: Favor, es el ruego de un muerto, cambiar todos los nombres y lugares a fin de proteger a Dorian y a inocente o culpables”. Más hacia la parte inferior, al final de la última línea y centrado, mi firma autógrafa, la fecha, 9.9.00, y la hora: 3:56 p.m. El cuaderno que acabo de terminar, también de tapa dura y de la misma serie Ecológica concluyó en la página 541 del Diario. En su carátula tiene una foto panorámica, también de Henry González, de una hermosa playa del oriente del país. Es idéntico al que estoy escribiendo ahora. La única diferencia son sus espirales dobles. La otra los tenía color blanco y está laqueada en negro.

  Como la pausa quedó un poco larga, busco la página, releo un pedacito y sigo a partir de la última línea. Del último punto y seguido, obviando los tres puntos suspensivos que dejé colgando, a fin de no perderme. Bien, aclarado el punto sigo. Decía:
  Lo sé porque antes de irse tocaron la puerta para pedirme un par de cigarrillos. Se los di y se marcharon.
  Todavía falto de aire, regresé al interior de la cabaña, tomé una pera que había comprado, y a duras penas comencé a desconcharla y atragantarla como el mismísimo desesperado que soy. Esa ingestión desesperada, causó una mayor sensación de llenura en mi aventado estómago. Busqué en la bolsa de medicinas que tengo guardada en el primer compartimiento del armario y encontré, entre las muestras médicas que me regalaron, una cajita de Pankreón, un dispert de bilis. La abrí y sólo quedaba una, la cual apuré con un poco de agua. Luego agarré dos pequeñas pastillas sublinguales de Isordil, las cuales nunca he tomado, aunque siempre llevo conmigo por un “si acaso”. En la guantera del carro tengo una caja casi completa, que es de donde provienen las dos que mencioné. Hace tiempo que las compro y subdivido en “secciones”: una para el bolsillito monedero del blue jeans o de cualquier ropa que use durante el día, dos bien guardadas en un compartimiento seguro de la billetera, otra cerca de la cama, preferiblemente sobre la mesita de noche y aquí en la cabaña, debido a que no tengo mesita, como son tan pequeñas la apoyo en cualquier saliente o repisita de la cama. Es algo parecido a una paranoia, una especie de “psicosis de vida”, una obsesión para seguir atado a la vida sin que ninguna mala jugada me sorprenda. Es también prevención, miedo y estupidez a la vez. Todo al mismo tiempo. Comencé con esa manía, de comprar Isordil aunque, repito, en mi vida jamás he tomado ni la mitad de una ni tampoco sé bien qué efecto hace, debido al relato de un amigo. En esa época yo me la pasaba de fiesta en fiesta, de cóctel en cóctel y demás reuniones donde la bebida era el primer invitado. El invitado de honor. Y, mi buen amigo me contó que días antes un alto ejecutivo de una empresa publicitaria se estaba tomando unos tragos con unos amigos en un lugar que yo frecuentaba. Todo era armonía, risa y jolgorio entre ellos. De pronto el ejecutivo, de unos dos metros de estatura, se desplomó cuan largo era de la alta silla de la barra donde estaba sentado. Había sufrido un infarto y hubiese muerto en los próximos minutos, de no haber sido por la rápida y decidida acción de otro parroquiano que al percatarse de la situación corrió hacia al sitio donde estaba tendido el ejecutivo y le puso la dichosa pastillita debajo de la lengua. Al parecer el hombre que fue en su auxilio sufría del corazón y cargaba en los bolsillos una buena provisión de Isordil. Después se aseveró que si no hubiese sido por la iniciativa del parroquiano, el ejecutivo habría muerto en los siguientes minutos y que todo intento de llevarlo a una clínica cercana habría sido vano. El ejecutivo se salvó. Estuvo algunos meses retirado de las parrandas y pronto volvió al lugar donde casi pierde la vida para reencontrarse con sus amigos. Se había convertido en todo un personaje, en un héroe de las parrandas, un titán resucitado. Aunque dejó de fumar, siguió bebiendo sus whikies, aunque en menor frecuencia y cantidad que antes. No sé si sigue vivo, pero el asunto me asustó tanto, que desde ese momento comencé a tomar mis precauciones de vida…, por si acaso. Sé igualmente, que si a uno le toca morir, que si ha llegado su momento, el día, nada de eso servirá. Ni que se esconda, rece o no salga de su casa y se porte como un santo, si la chirona llega te lleva con ella. De todas maneras, volviendo a mi perturbador momento, pastilla en mano me recosté buscando respirar profundo. Aunque muy poco a poco iba recobrando la normalidad, decidí incorporarme y buscar la novela El cliente, de John Grisham, que me prestó Freddy.

MAÑANA:                                                                  
  Muchas, pero muchas de ellas todavía me atormentan, pero la que me perturba enormemente es cuando, muy irritada, en dos ocasiones me dijo: “Para vivir así es mejor tirar por fuera”. ¿Salió de ella, de su corazón o repitió palabras, sugerencias de Rosalía u otra malsana “consejera”?

jueves, 18 de noviembre de 2010

7 de septiembre (Parte 3).

   Después de la infructuosa llamada a Rafael del Talante, llamé a casa para que me pusiesen a la bocina a Dorian. Quería, al menos, escuchar sus tiernos y cariñosos balbuceos. Atendió Pablito.
  – ¡Aló! –dijo.
  – ¡Hola, Pablito!, es Leonardo. ¿Cómo estás? –pregunté con gracia y amabilidad, pero terminada la frase colgó, presumo, asustado y sorprendido.
  Su madre seguramente ya lo había aleccionado. No debía hablar conmigo y tampoco recibir llamadas provenientes de mi celular. Antes de atender el teléfono, debería primero chequear en el localizador de qué número provenía la llamada entrante. Esa es una práctica muy vieja en Carolina. Cuando no quiere hablar con alguien hace una lista con números telefónicos que con los días se va agrandando o acortando, depende de cómo le pegue la luna, y se las entrega a los servicios para que, antes de levantar la bocina y de atender la llamada, revisen muy bien y cotejen los números que aparecen la pantalla del localizador con los de la lista. Si no es ninguna de ellos, puede recibir la llamada, de otra forma no. Otras copias de la misma lista las pega con cinta plástica al lado de los otros teléfonos que hay en la casa para que no haya excusa del la servidumbre. Se irrita mucho si hay alguna distracción en el asunto. Una vez, cuando estábamos casados, se puso fuera de si porque el servicio atendió una llamada de la lista por ella considerada “prohibida”. Hasta les ponía señales o cruces de advertencia o un NO, grande y mayúsculo al lado del número telefónico.
  A pesar de todo, sé que Carolina todavía me ama. Tuve ese presentimiento. Un presentimiento fuerte, muy fuerte. Lo que sucede es que está muy resentida por todas las cosas que, enardecido, le dije. ¡Ojalá se le pase y volvamos juntos! Me sentí, por fracciones de segundos, iluminado, bañado por una luz que le transmitió seguridad a mí atormentado espíritu. El fenómeno no aconteció después que llamé a casa, sino una hora, o un poco menos, más tarde. Porque enseguida que Pablito interrumpió la comunicación, llamé a Doris, el “servicio de por día”. Sé que va a casa a hacer limpieza a fondo todos los lunes y jueves de la semana. Marqué su número celular y atendió enseguida.
  –Hola, Doris, es Leonardo.
  –Hola, cómo está señor Leonardo –contestó cariñosa.
  –Doris, te llamo temprano porque como sé que hoy vas a casa, quiero que, por favor, le digas a Elsa que a las doce en punto del mediodía voy a llamar para que me ponga a Dorian al teléfono.
  –No, señor Leonardo –ripostó nerviosa y confusa–. Parece que ellos no han regresado todavía.
  –No, Doris. Si regresaron –le aclaré–. Apenas acabo de llamar y Pablito, al escuchar mi voz colgó el teléfono –precisé–. Dile a Elsa que no alerte a la señora. Que no diga nada de mi llamada. Lo único que quiero es hablar con el bebé.
  –Pero, hoy no voy a ir para allá –contestó dubitativa con evidente intención de evadirme y sacudirse de la petición que le hacía.
  – ¿Pero, la señora no te llamó para que vayas a trabajar hoy? –pregunté extrañado.
  – ¡Sí! –afirmó enseguida–. Me dejó unos mensajes en el celular, pero sin precisarme qué días debo ir y yo la llamé en varias ocasiones y nadie me contesta el teléfono –concluyó muy serena.
  Era cierto, Doris no mintió. En las casi de tres docenas de veces que he llamado nadie lo toma. Excepto el día que regresaron y me pusieron a Dorian y yo, tontamente, fingí la voz. Otras tres veces mis llamadas fueron atendidas por Pablito, pero como presentía, tal como ocurrió hoy, que iba a colgar al escuchar mi voz, me desconectaba yo primero.
  Como a eso de las once de la mañana salí de la montaña con la misma misión que la de ayer, pero esta vez con ligeros cambios. Pasar únicamente por casa de Rosalía para chequear, por última vez, si el rústico con placas de “carga” sigue ahí.
  Antes de llegar, muy cerca de su casa, en el cruce de la Clínica Latinoamericana, apenas sobrepasé el semáforo vi el auto de Rosalía, un viejo Ford. Nos cruzamos. Pasé a su lado, pero en sentido contrario de la vía. La tuve tan cerca que casi nos “rozamos”. Bajo la presunción de que me había visto y reconocido, le toqué la corneta, pero la vieja celestina no se dio por enterada. Era obvio que no me había visto. Siempre va pegada del volante, muy ensimismada. Quizás pensando en su próxima fechoría sentimental. Bueno, me haya visto o no, a estas alturas eso me tiene sin cuidado.
  De ahí, después de franquear su casa, bajé por un atajo para volver a la montaña. En el camino me detuve para hacer tres llamadas. Como ya eran las doce en punto, la primera fue Dorian, pero luego de varios repiques “una mano desconocida” desconectó el aparato. Siquiera se disparó la contestadora con la voz de Carolina. Quedé apesadumbrado y contrariado. Creí que esa misma mañana, en un impulsivo ataque de furia, Carolina había mandado a cambiar el número telefónico de casa para que yo no siguiese molestando con mis continuas llamadas. Decepcionado al ver otra vez frustrado un intento de hablar con Dorian, hice la segunda llamada. Fue para mi abogado, Alfredo Díaz. Con desfachatez, y quizás bastante obstinación, me conminaba a llamar yo mismo a Luis David para fijar la fecha del finiquito de la compañía. Insistentemente le repetí que lo hiciese él, ya que no quería hablar con ese “señor”. Me solicitó nuevamente sus teléfonos. Se los di y el me prometió que lo llamaría y que yo lo volviese a llamar a él dentro de una hora. La tercera llamada fue para la Galería de Arte Andrómaca. La persona que atendió me dijo que el personal de la galería seguía de vacaciones y que reabrirían el martes. Llamaré ese día. Necesito dinero y si vendieron algunos de mis cuadros me vendría muy bien.

PAUSA DE TERROR: Comencé a sudar copiosamente. No sé si es a causa del excesivo sol que tomé hoy mientras trataba de quitarle, otra vez, las manchas de moho a un cuadro, el que estaba más invadido por esa marabunta de montaña. Con la manguera que me prestó Fernando, rocié a toda presión mucha agua en la parte trasera, otrora blanca, del lienzo. Después estrujé la tela con un cepillo y detergente en polvo, y nada. Mientras pensaba en qué más podía hacer para quitarle esas feas y perniciosas manchas, lo dejé expuesto al sol. Mientras se secaba, se me ocurrió una “fabulosa” idea, no sé si para bien o para mal de la obra: pasarle un algodón empapado de cloro (por la parte trasera de lienzo, por supuesto). Lo hice y enseguida, al secarse bajo los inclementes rayos del sol, sucedió algo increíble. ¡El milagro! Mágicamente las odiosas y dañinas manchas desaparecieron. No sé si dañé la tela. No sé si con el tiempo el cloro pueda afectarla, pero la verdad es que la parte trasera de la tela quedó impecable, como nueva, de un blanco puro. No creo que le pase nada. El lino es fuerte y de buena calidad y, además, la gente blanquea hasta ropa delicada con cloro. Claro, por una sola vez no le hará nada. Ahora si la baño constantemente en cloro seguramente con el tiempo se le abrirá un hueco. El miedo que me aterrorizó al iniciar esta pausa, está volviendo. Algo raro ocurre en mí cuerpo y temo un infarto o derrame cerebral. Tomaré un duchazo con agua bien fría, como la de esta montaña, a ver si cesa de martirizarme esa sensación.

MAÑANA:                                                                   
  Buscaba aire, respirar… Estaba intranquilo y solo. Solo con mi miedo.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

7 de septiembre (Parte 2).

  Lo primero que hice esta mañana después de despertar, fue llamar al hijo del canciller para pedirle trabajo. Misión imposible. Nadie atiende ninguno de sus teléfonos. Le volví a dejar un suplicante mensaje donde dejaba entrever mi urgencia de trabajo. Luego llamé a un periodista español que tuve bajo mi dirección y que está en la empresa donde trabaja por única y exclusiva recomendación mía. Como profesional es muy talentoso y eso hay reconocerlo, pero como ser humano es un desecho tóxico. Al menos conmigo. De frente dice quererme, estimarme mucho y ser gran amigo, pero al darle le espalda es todo lo contrario. Lo carcome la envidia, rabia, mala disposición y si puede ponerme una zancadilla, no duda siquiera un instante en hacerlo. Conozco de su perversa actitud desde hace bastante tiempo, pero siempre le he restado importancia. No entiendo el porqué, el motivo, de esa doble cara y disfrazada indisposición hacia mí, porque nada le he hecho. En dos ocasiones le di trabajo y saqué del hoyo donde se encontraba, el cual era bastante profundo y desesperante. Aunque él nunca, que yo sepa, ha comentando nada sobre el porqué de su animosidad, quienes lo conocen dicen que sus celos, al parecer, provienen por cuestiones personales y no profesionales. Que le daba rabia, que no soportaba que yo siempre anduviera con mujeres bonitas y de buena posición y él, todo un gran profesional, tenía que refugiarse en prostitutas baratas para tener sexo y compañía, ya que era incapaz de conquistar a nadie. Quizás, pienso ahora, se debía a su putrefacto aliento producto de sus úlceras y gastritis. Muchos, a sus espaldas, le decían “aliento del diablo”. No obstante, yo creo que eso no es todo, ese sólo es el camuflaje de la verdad. Que detrás de sus relaciones con las mujeres, del porqué no puede relacionarse íntimamente con ellas como un ser normal común y corriente, hay algo más oscuro y oculto. Un lado negro. Algo relacionado a su intimidad al estar con una mujer. Algo de su función como hombre, algo muy secreto y misterioso.
  Algunos de mis conocidos argumentaban que su animadversión hacia mí se debía a que él no podía tener hijos, y nunca los tuvo, y yo sí. Esa hipótesis se fundamenta en muchos hechos. Me decían que cuando a sus oídos llegaban algunas de mis correrías o “historias amorosas”, que no es el caso repetir ahora, se descomponía. Bueno, si se puede asomar algo. Se indisponía cuando escuchaba el chisme sobre mujeres, algunas de las cuales él conocía, que querían tener un hijo mío y de otras que después de salir embarazadas abortaban por negarme a casar con ellas… Si, lo sé… El aborto es un delito… Un abominable delito del que, pese a mi negativa, fui cómplice en varias ocasiones. De otros casos me enteraba mucho tiempo después… Después que el delito había sido cometido. Nunca, a ninguna mujer, le di mi consentimiento para tal crimen. Siempre me opuse y me opondré mientras tenga vida al aborto inducido, pero eso no me excusa de que fui cómplice de esos delitos… Pero, ¿cómplice, de qué? ¿De no casarme con la mujer que se acostaba conmigo y luego abortaba sin mi consentimiento ¿Cómplice de no saber que estaban en su momento de fértil procreación, o sea ovulando, cuando se iban a la cama conmigo? ¿Cómplice por no ponerme preservativos cuando ellas imploraban que no lo hiciese… que no les gustaba sentir en sus vaginas el plástico sino la carne?... Si ese es un delito, entonces fui cómplice de sus abortos, pero nunca sufragué, pagué un solo centavo, por uno de ellos y siempre, cuando me ponían contra la espada y la pared, cuando decían “si no te casas conmigo aborto”, me oponían en forma contundente y razonada. Soy católico y estoy contra ese y cualquier otro crimen que atente contra la vida, mis valores espirituales, morales y de ser humano.
  ¡Dejémoslo hasta aquí!...
  Me salí del asunto del periodista español. Para concluir y resumir rápido la cuestión de mi amigo, al que sigo estimando, es que simple y llanamente es un resentido patán. Un envidioso patológico… Al pobre le hace falta psicoterapia y urgente. Tengo muchos cuentos y casos sobre su extraña personalidad. Son muchos, pero anotaré solo uno, el cual puede servir de ilustrativa abreboca. Una vez que salí de vacaciones durante cuarenta y cinco días (tenía tres años sin poder tomarlas) lo dejé, por recomendación mía, aunque al editor de la empresa no le gustaba mucho la idea, como Director-encargado de la revista que dirigía en ese entonces, la de mayor circulación y venta en el país. Bueno para resumir el cuento, después de irme, el fulano “amigo” comenzó a frecuentar todos los mismos sitios donde yo era habitué (bares, restaurantes, canales de TV, disqueras, etcétera) y a quien le preguntaba por mí, dónde estaba, qué había pasado, simple y desfachatadamente, les decía: “El murió. Yo soy ahora el nuevo director”. ¿Qué tal?... Me enteré al regresar de vacaciones y comenzar, nuevamente, a frecuentar mis sitios de costumbre. Al traspasar la puerta de los locales, dueños, maître y meseros con los que me topaba, me veían como si fuese un fantasma. Ellos, muchos de ellos y otras personas, me comentaron la fechoría. Por eso lo supe. Él, ni palabra de su mala acción dijo. ¡Así paga el diablo! Siquiera le reclamé el asunto, tampoco lo despedí. Lo hice al par de años por otro malévolo agravio que cometió. ¡Había colmado mí paciencia y compasión! Y ahora, después de todo lo que hice por él, además de arreglar muchos de sus entuertos profesionales, ahora que está en la buena posición, se niega a extenderme la mano. Eso sí, nunca ha tenido la valentía, sinceridad y honestidad, de lanzarme un no rotundo. Es el rey de las evasivas. De su boca nunca ha salido un no, sino un “veré que hago. Llámame la semana que viene”. Le encanta, en mis momentos de desespero, tenerme en el limbo de la incertidumbre. Eso, al parecer, lo plena de felicidad, alboroza su alma corrompida tenderme un manto de esperanza. Lo llena de dicha. Es muy ambiguo, como su alma. En sus adentros, en la intimidad de su perversa conciencia, parece gozar, burlarse de mí. Se siente feliz por eso… ¡Pobrecito!... Si eso es lo que le gusta, ¡qué su pudra en su infierno interior! Yo lo perdono, y con el perdón le otorgo el premio de Campeón Mundial de Evasivas Perversas. Sé, desde siempre, que es pérdida de tiempo solicitarle apoyo, pero lo sigo llamando para ver hasta dónde llega la miseria humana y el cinismo de una mente enferma. Aunque su nombre de pila es José Luis Ramírez, él se hace llamar Rafael Del Talante, nombre que adoptó desde que de su amada España llego al país. El dice que es su nombre artístico. Que en su Asturias natal habían muchos taladores y su padre hacía ese oficio… ¡Qué sé yo!... Algo así decía para justificar su apodo, su alias periodístico… No creo que sea de la ETA o lo estén buscando en España por algún crimen, pero, desde que tengo uso de razón, sé que sólo a los artistas de cine les da por eso de cambiarse el nombre por uno más impactante, corto y con “sonidos y luz”. Se les entiende, aunque no se les justifica. Miren ustedes a Arnold Schwarzenegger, el austriaco de Conan, el bárbaro, Depredador, Terminator y cientos de películas más. Obligó a todos los amantes del cine a aprenderse su nombre y punto. ¡Eso es personalidad!... Cero complejos imbéciles.
  En descargo de Rafael Del Talante debo decir, porque nobleza obliga, que con algunos desposeídos muestra otra actitud. Es caritativo y no le tiembla el pulso cuando debe socorrer a alguien necesitado. S ha ocupado de los gastos de sepultura y preparativos funerarios de varios periodistas que quedaron en la indigencia y bajo la impasible e ignorada mirada de los editores donde prestaron servicios hasta que les devino la muerte. No sólo eso. También ha estado atento y prestado ayuda económica, espiritual y humana a varios colegas enfermos y sin recursos. Recuerdo el caso de un periodista chileno el cual, enfermo de SIDA y desahuciado, fue atendido personalmente por Rafael en su lecho de muerte de un hospital público. Iba todos los días a asearle y cambiarle las sábanas y pijama. Siquiera las enfermar querían atenderlo, pero él lo hacía con devoción cristiana. Y no es que eran grandes amigos, sino apenas un conocido de la redacción. Todos los habían abandonado, hasta su familia que vivía en Chile, pero Rafael, sin ser arte ni parte de él, estoicamente lo ayudó hasta su último suspiro. También sé de su labor social en un ancianato de la capital, adonde va semanalmente a llevar galletas, caramelos y otros obsequios a los viejitos. Por eso, sólo por eso, es que lo perdono y sigo llamando amigo. No importa cuál sea su esquizofrenia virtual conmigo. Es un estado mental muy particular y no por ello, le retiraré el calificativo de amigo… Es la paradoja de la vida y los sentimientos.
  Bueno, para terminar de contar lo relativo a mis intentos de búsqueda de trabajo, anoto en este Diario que no localicé a nadie. Perdí mucho, del poco tiempo de llamadas que me quedan el celular. Entre “espere un momento, veré si está” y toda esa sarta de estupideces con que te demoran telefonistas, secretarias y “asistentes”, para al final decirte que la personas que buscas no se encuentra y que llames más tarde (o cuando te de la perra gana, porque de todos modos no te van a atender), dejé en la angustiosa espera gran parte del crédito telefónico que me quedaba. Si quiero mantener este canal abierto, el único que me comunica con el resto del mundo y amistades, pronto tendré que comprar baratas tarjetas de recarga para seguir usándolo.


MAÑANA:                                                                               
  Algo raro ocurre en mí cuerpo y temo un infarto o derrame cerebral. Tomaré un duchazo con agua bien fría, como la de esta montaña, a ver si cesa de martirizarme esa sensación.

martes, 16 de noviembre de 2010

7 de septiembre (Parte 1).

MI EPITAFIO
  Son las 4.18 p.m. He pasado todo el día triste y muy deprimido. Me estoy tomando unos tragos para soportar el dolor. Hace apenas un minuto estuve a punto de estallar en llanto, pero nada. Escasamente se me humedecieron los ojos. Por eso decidí escribir mí epitafio en la parte trasera de una de mis viejas tarjetas de presentación y pegarla con cinta plástica en el centro de la agenda negra, donde comencé a escribir este Diario.

PAUSA DE TRABAJO: Freddy acaba de tocar la puerta para poner uno de los últimos travesaños de la despensa. Está agachado, a mi derecha, cerca del fregadero, luchando con la tabla, ya que no le cuadra. Aquí, debido a la humedad todo se dilata y deforma con rapidez increíble. Acaba de salir para serrucharle un pedazo que le “sobra”. Pronto volverá. De momento suspenderé este tormentoso diálogo interior. Cuando Freddy termine y se vaya, volveré a tomar la pluma.
  Ya concluyó. Son las 4:33 p.m. El pobre Freddy es un verdadero desastre como carpintero. La tabla quedó tan mal hecha y descuadrada, que no pude evitar reírme y hacerle las observaciones pertinentes antes de que se marchase.
  –Bueno, traté de hacer una gracia y me salió un despelote –reconoció sonreído.
  Nos volvimos a sonreír al contemplar el entuerto, pero ni modo. El mal ya estaba hecho. Nos despedidos y se fue no sin antes comunicarme que volvería en la mañana para fijarle los tornillos.
  El epitafio que estaba escribiendo antes de llegar Freddy, dice así: “En caso de que algo me suceda (muerte), entregar esta agenda y otros cuadernos con mis notas del Diario de un Desesperado a… (Nombre reservado hasta para esta trascripción) para que lo ordene y edite. Es mi última voluntad y que nadie se atreva a leerlo al ser encontrado porque lo atormentaré todas las noches mientras tenga vida”. Después del punto final y del cierre de las comillas puesto ahora, puse, en punto y aparte y abajo a la derecha, mi firma autografiada y la fecha: 7.9 00.

MAÑANA:                                                                    
  Muchos, a sus espaldas, le decían “aliento del diablo”. No obstante, yo creo que eso no es todo, ese sólo es el camuflaje de la verdad.

lunes, 15 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte y5).

  La otra noche le regalé a Fernando, mí vecino de la cascarita Nº 19, una oración que escribí cuando viví otros tiempos turbulentos. Antes la imprimía por cientos en la computadora, las mandaba a plastificar tamaño carnet y las regalaba, junto a una pequeña medallita de la Virgen de la Milagrosa que compraba en la Librerías Paulinas, a amigos o a quien creía que la apreciaría o podría serle espiritualmente útil. En la cartera todavía tengo una diez de ellas. Voy a buscar una para transcribirla. (Pausa…)
  Aquí estoy otra vez. La titulé ORACIÓN PARA MITIGAR LAS ANGUSTIAS y dice así: Nada me perturba. Nada me molesta. Nada inquieta mi alma y corazón. A nada le temo. Soy muy positivo. Tengo fe en Dios y en el Espíritu Santo, así como en todos los santos, quienes siempre están conmigo. Tengo buena salud y soy fuerte como un toro. Ninguna enfermedad está en mí y tampoco me podrá atacar. ¡Dios es mi guía! ¡Dios es mi fe! Yo estoy con Dios y Él me protege contra todo mal, sea físico, mental o espiritual.

Amén

Leonardo Vento

  Siempre que me abatía el pesar o sospechaba que me devendría un ataque de angustia, sacaba una copia de la cartera y la leía mentalmente una y otra vez hasta que la ansiedad cesaba.
  Es muy poderosa y le tengo mucha fe. Fue inspirada por el Altísimo. Recuerdo que una vez que iba en el auto hacia un lugar determinado que no vale la pena comentar ahora, súbitamente me dio un ataque de muerte. Me hiperventilé y en cuestión de segundos comencé a sudar copiosamente pese a que tenía el aire acondicionado a frío máximo. Sentí que el corazón quería salirse despavorido de mi pecho. Me asusté mucho, muchísimo. Creí que iba a morir. Temblaba y no sabía qué hacer. Pese a ello, le robé un poco de calma a mí angustia y comencé a rezarla. Con fe, miedo, nerviosismo y bastante atropelladamente la repetía de memoria una y otra vez. Primero mentalmente, luego de viva voz. Nadie escuchaba lo que decía (me refiero a los otros conductores que iban por el mismo canal que yo), ya que tenía los vidrios del auto subidos. Esa repetición constante de la oración, mi oración, evitó un fatal desenlace, una muerte súbita. Desde ese entonces, aunque no ahora, siempre que tenía un ataque de pánico la rezaba. Toda mi familia, amigos y mucha gente tienen una copia de ella. A mí, en su momento y cuando lo necesité, me ayudó mucho. Tanto, que me devolvió a la serena vida. Ahora, durante el martirio que vivo, me ayuda la sabia Biblia y otras lecturas, aunque nunca me desprendo de una copia de la oración.
  A Fernando le gustó tanto, que dijo que haría copias y las distribuiría entre sus amistades. No sé si esa oración consiste en una herejía o sacrilegio, pero la escribí imbuido de una gran fe y amor hacia Dios e invocando su divina protección cuando un día comenzaron a invadirme los ataques de angustia.
  La noche se alarga, se extiende como si fuese plastilina negra sobre la montaña y, lentamente, se aleja. Mientras, como hembra pura y limpia que va al encuentro de su gran amor, la madrugada se despoja de su vestido de raso negro y con mirada de luz, mimosa avanza hacia el nuevo día. Yo bostezo. Danger ladra porque acaban de llegar Antonello y Luna con unos “invitados” desconocidos para su sensible olfato canino. Habrá fiesta en la cascarita 17. Sigo escribiendo al son la música de la radio. Escucho muchas canciones que cantan las penas del amor. Esas de despecho. Pero no me afectan, al menos ahora… Ahora tengo paz. ¿Será que estoy curado?... ¿Qué mi dolor de amor al fin se ha acabado?
  No sé. Esperaré mañana. Esperaré ver qué me depara el mañana. Me muevo en el borde del venenoso filo de la incertidumbre. Eso me inquieta, claro está, pero estoy acostumbrándome a dejarme llevar por ella, aunque en ocasiones me le resisto con furia. “¡Qué pérdida de energía!”, me recrimino a veces, pero mí dolor es más fuerte que mi razón. La domina. De tal forma, que a veces me convenzo, me “autoconvenzo”, que yo soy el dolor hecho hombre… Todo resiste, todo tiene fuerza aún. Mi mente, mi cuerpo y mi espíritu. Espero que siga así. Es la fórmula para renacer, para volver a la vida y alcanzar mi tan añorada, pero no conocida, felicidad.
  Son la 3:00 a.m. Estoy tentado en llamar a la casa y meterme, como vil “ladrón”, en la casilla de mensajes telefónicos. A esta hora nadie tomará el teléfono. Carolina debe estar profunda ya que antes de irse a dormir ingiere una “bomba” de somníferos de alto voltaje. Pablito tiene un sueño muy pesado. Despierta tan temprano para ir al colegio, que comienza a cabecear a eso de las ocho y media de la noche. El servicio, si es la señora Elsa, aunque tiene el sueño liviano no se moverá a tomarlo si escucha el timbre a esta hora de la madrugada…
  ¡Decidido! Lo voy a hacer. Si hay algo que contar, lo anotaré en el Diario. (Pausa…).
  No hubo nada. ¡Cero mensajes grabados o guardados! Será hasta mañana (¡hoy! Más tarde), querido Diario.
  Voy a seguir tomando, fumando y escuchar música hasta que el sueño y el cansancio me arrojen sobre la cama.

MAÑANA:                                                                               
MI EPITAFIO
…mi última voluntad y que nadie se atreva a leerlo al ser encontrado porque lo atormentaré todas las noches mientras tenga vida.