viernes, 19 de noviembre de 2010

7 de septiembre (Parte 4).

   Son las 7:54 p.m. El malestar ya pasó. Eso espero.
  Acabo de tomar el baño. Me duché con agua casi congelada. Mientras el agua descorría por el cuerpo en mi mente surcaban todas las historias que me habían contado sobre los diferentes tipos de infartos y muertes súbitas. De tanto haraquiri mental, comencé a sentir una pequeña molestia en el cuello, a la altura de la llamada Manzana de Adán. Parecía como si alguien la estuviese tensando y en imaginación mortal vi, como si se tratase de una película que se estaba proyectando en ese mismo instante frente a mis ojos, al doctor Contreras en su consultorio. Éste me hablaba y decía: “Los más fuertes (los infartos), de los que pocos se han salvado, son los que dan como un latigazo a la altura de las cuerdas vocales”. Mientras la helada agua desfilaba por los vericuetos de mi mancillado cuerpo, observaba el rostro del buen doctor, sus gesticulaciones y cómo abría los ojos en forma alarmante mientras hablaba y yo, impresionado por sus palabras, lo escuchaba atontado y atemorizado. No podía apartar de mi mente su rostro y el movimiento de sus labios mientras dibujaba una socarrona sonrisa y reiteradamente me decía: “El más fuerte… El más fuerte…”. Después siguieron atormentándome otros recuerdos. Evocaciones de muchas muertes por infarto aprisionaban mis pensamientos mientras trastabillaba en busca de un apoyo. Estaba a punto de desmayarme. Me faltaba el aliento. Tiré el jabón al suelo y con una mano extendida trataba de alcanzar la carrasposa pared del baño a fin de conseguir un punto de apoyo y hacer palanca a fin de lograr una respiración más profunda. Me faltaba aire, casi no podía respirar y por momentos pensé lo peor. En ese instante pasó por mi mente el deceso, por infarto, del papá de Antonio, un amigo de la juventud. El recuerdo me trasladó a esa época, al día en que murió mientras tomaba un baño, precisamente con agua fría, ya que le gustaba mucho hacerlo de esa forma. Salí de la ducha casi dando tumbos y con el agua descorriéndome por todos lados. Como pude comencé a secarme. Con cada movimiento percibía que el aire me faltaba, que no llegaba a mis pulmones. No obstante, al mismo tiempo me sentía repleto de gases y los lóbulos superiores de las orejas calientes y, supongo, rojas como un tomate. Apresuradamente salí de la cabaña con el pecho desnudo, apenas vistiendo un bóxer en la parte inferior. Buscaba aire, respirar… Estaba intranquilo y solo. Solo con mi miedo. Las únicas personas que minutos antes andaban por aquí, eran Antonello, quien por cierto hoy está de cumpleaños, y Luna, pero salieron. Lo sé porque antes de irse tocaron la puerta para…

PAUSA OBLIGANTE: Se acabó la primera libreta. Busco una nueva, chequeo la que se acaba de terminar y recomienzo la numeración por la página 542. Es un manuscrito y mi letra algo grande. Siempre escribo en mayúsculas. De otra forma no entendería, ni yo mismo, lo que escribo. Es, al igual que la anterior, más que una libreta un pequeño cuaderno escolar de doble espiral. En su tapa dura tiene la foto de la cara y parte de los “hombros” de una hermosísimas iguana color grisácea. El cuaderno es de la serie Nota Ecológica-Animales y abajo, en el extremo inferior izquierdo, dice reciclar es vida. Un poco más arriba: Foto: Henry González, el nombre del fotógrafo que captó a la iguana en tan hermosa posición: de perfil y de semifondo un cielo azul inmaculado, únicamente disturbado por unos arbustos que se captan en fuera de foco en la parte inferior. En el segundo folio de cuaderno, en un papel de menor consistencia que la tapa pero igualmente resistente, escribí de puño y letra, tal como es todo este Diario, la siguiente identificación: “Diario de un Desesperado”. Debajo de este, centrado y entre paréntesis, (TOMO III). Más abajo, casi en centro: “OJO: Favor, es el ruego de un muerto, cambiar todos los nombres y lugares a fin de proteger a Dorian y a inocente o culpables”. Más hacia la parte inferior, al final de la última línea y centrado, mi firma autógrafa, la fecha, 9.9.00, y la hora: 3:56 p.m. El cuaderno que acabo de terminar, también de tapa dura y de la misma serie Ecológica concluyó en la página 541 del Diario. En su carátula tiene una foto panorámica, también de Henry González, de una hermosa playa del oriente del país. Es idéntico al que estoy escribiendo ahora. La única diferencia son sus espirales dobles. La otra los tenía color blanco y está laqueada en negro.

  Como la pausa quedó un poco larga, busco la página, releo un pedacito y sigo a partir de la última línea. Del último punto y seguido, obviando los tres puntos suspensivos que dejé colgando, a fin de no perderme. Bien, aclarado el punto sigo. Decía:
  Lo sé porque antes de irse tocaron la puerta para pedirme un par de cigarrillos. Se los di y se marcharon.
  Todavía falto de aire, regresé al interior de la cabaña, tomé una pera que había comprado, y a duras penas comencé a desconcharla y atragantarla como el mismísimo desesperado que soy. Esa ingestión desesperada, causó una mayor sensación de llenura en mi aventado estómago. Busqué en la bolsa de medicinas que tengo guardada en el primer compartimiento del armario y encontré, entre las muestras médicas que me regalaron, una cajita de Pankreón, un dispert de bilis. La abrí y sólo quedaba una, la cual apuré con un poco de agua. Luego agarré dos pequeñas pastillas sublinguales de Isordil, las cuales nunca he tomado, aunque siempre llevo conmigo por un “si acaso”. En la guantera del carro tengo una caja casi completa, que es de donde provienen las dos que mencioné. Hace tiempo que las compro y subdivido en “secciones”: una para el bolsillito monedero del blue jeans o de cualquier ropa que use durante el día, dos bien guardadas en un compartimiento seguro de la billetera, otra cerca de la cama, preferiblemente sobre la mesita de noche y aquí en la cabaña, debido a que no tengo mesita, como son tan pequeñas la apoyo en cualquier saliente o repisita de la cama. Es algo parecido a una paranoia, una especie de “psicosis de vida”, una obsesión para seguir atado a la vida sin que ninguna mala jugada me sorprenda. Es también prevención, miedo y estupidez a la vez. Todo al mismo tiempo. Comencé con esa manía, de comprar Isordil aunque, repito, en mi vida jamás he tomado ni la mitad de una ni tampoco sé bien qué efecto hace, debido al relato de un amigo. En esa época yo me la pasaba de fiesta en fiesta, de cóctel en cóctel y demás reuniones donde la bebida era el primer invitado. El invitado de honor. Y, mi buen amigo me contó que días antes un alto ejecutivo de una empresa publicitaria se estaba tomando unos tragos con unos amigos en un lugar que yo frecuentaba. Todo era armonía, risa y jolgorio entre ellos. De pronto el ejecutivo, de unos dos metros de estatura, se desplomó cuan largo era de la alta silla de la barra donde estaba sentado. Había sufrido un infarto y hubiese muerto en los próximos minutos, de no haber sido por la rápida y decidida acción de otro parroquiano que al percatarse de la situación corrió hacia al sitio donde estaba tendido el ejecutivo y le puso la dichosa pastillita debajo de la lengua. Al parecer el hombre que fue en su auxilio sufría del corazón y cargaba en los bolsillos una buena provisión de Isordil. Después se aseveró que si no hubiese sido por la iniciativa del parroquiano, el ejecutivo habría muerto en los siguientes minutos y que todo intento de llevarlo a una clínica cercana habría sido vano. El ejecutivo se salvó. Estuvo algunos meses retirado de las parrandas y pronto volvió al lugar donde casi pierde la vida para reencontrarse con sus amigos. Se había convertido en todo un personaje, en un héroe de las parrandas, un titán resucitado. Aunque dejó de fumar, siguió bebiendo sus whikies, aunque en menor frecuencia y cantidad que antes. No sé si sigue vivo, pero el asunto me asustó tanto, que desde ese momento comencé a tomar mis precauciones de vida…, por si acaso. Sé igualmente, que si a uno le toca morir, que si ha llegado su momento, el día, nada de eso servirá. Ni que se esconda, rece o no salga de su casa y se porte como un santo, si la chirona llega te lleva con ella. De todas maneras, volviendo a mi perturbador momento, pastilla en mano me recosté buscando respirar profundo. Aunque muy poco a poco iba recobrando la normalidad, decidí incorporarme y buscar la novela El cliente, de John Grisham, que me prestó Freddy.

MAÑANA:                                                                  
  Muchas, pero muchas de ellas todavía me atormentan, pero la que me perturba enormemente es cuando, muy irritada, en dos ocasiones me dijo: “Para vivir así es mejor tirar por fuera”. ¿Salió de ella, de su corazón o repitió palabras, sugerencias de Rosalía u otra malsana “consejera”?

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