jueves, 16 de diciembre de 2010

14 de septiembre (Parte 1).

  Lo que comenzó como un esplendoroso día, al pasar las horas se convirtió en diabólico y todo por mí ocurrencia, mi tozuda disposición de cambiar el número telefónico del celular.

  A primera hora de la mañana, serían las siete y treinta, llamé a casa de José Rafael. La dama que respondió el teléfono dijo: “Hoy se marchó muy temprano”. Escuchada la ‘terrible’ respuesta ya que, de momento, se esfumaba la posibilidad real de trabajo con la que soñaba, le pedí encarecidamente que le notificase sobre mi llamada. Que se lo anotase en un papel y que cuando volviera a casa se lo diese.
  Como no me doy por vencido fácilmente y soy más cabeza dura que un toro de lidia o un asno, como mejor prefieran, marqué el número de su celular. Nadie contestó y la casilla de mensajes estaba llena. Siquiera pude dejarle dicho nada. Llamada perdida.
  Aunque tenía muchas ganas de echarme en la cama y seguir durmiendo, melancólico me puse a preparar el desayuno. Tres rebanadas de pan cuadrado, el cual doro en la sartén, a la francesa. Una vez dorado, les unto encima queso fundido y listo.
  Terminada la colación, me dispuse, a fin de darle tregua, aunque fuese mínima, a mi mente, a ocuparme un poco de la “casa”.
  Lavé los pocos trastos sucios, la parte de abajo del mono de gimnasia, o sea el pantalón, dos short y unos cuatro interiores. Todos con una gran mancha marrón por el lado que está cerca de la comisura del ano y, debo reconocerlo, hediondos a mierda. Por supuesto que los remojé y estrujé un buen rato antes enjuagarlos y ponerlos a secar al sol, el cual estaba radiante. Todas mis tareas las realicé en el pequeño fregadero, el cual sirve para tres esenciales funciones: lavar trastos sucios, lavaplatos y lavamanos. Un tres en uno excelente. El lo único en toda en cabaña., además de la ducha, por donde sale un chorro de agua.

PAUSA DE TORMENTO: Las moscas me tienen enloquecido (¡aún más!) y a punto de un ataque de angustia con su frenética y cochina danza de espolvoreo de bacterias y cosquilleo irritante cuando se posan en mi torso y piernas desnudas. Estoy escribiendo en short y aunque, por ahora, no “asesino” a indefensos insectos, pienso que un poco de insecticida las espantarán y si alguna tiene tanta mala suerte como la mía y pasa delante del rociador cuando acciono la válvula, pues QEPD.

  A eso de las once de la mañana tomé una cebolla, medio cubito de pollo y me dispuse a preparar una suculenta sopa de cebollas para el almuerzo.
  Mientras estoy absorto en mi quehacer culinario, pese a que durante el día siempre dejo la puerta abierta, de pronto escucho el sonar de unos nudillos contra la madera.
  – ¿Se puede, Don Leonardo? –pregunta una voz desde la parte de afuera de la cabaña.
  Asentí y entró.
  Era Freddy, quien venía a instalar la última portezuela de madera del estante de la cocina.
  El pobre, aunque tiene todas las intenciones de hacer las cosas bien, no atina una: No pudo colocarla. Mientras lo intentaba yo seguía pendiente de la cocción y de sus intentos de encajarla y cuadrarla bien.
  Cuando creí que la sopa estaba casi lista, le agregué un puño de arroz y revolví con la cuchara de plata, que en su extremo cóncavo inferior tomó un color negruzco brillante. Si la viese ahora Carolina, agregaría esta “afrenta, este maltrato a la dignidad y bienes de la mujer”, como un agravante más en su demanda de divorcio. ¿Qué carajo, qué guiso diabólico estará cocinando con sus abogados?... De seguro inventando cualquier cosa con tal de joderme.
  Como tenía todo dispuesto para almorzar, Freddy, educadamente y exhausto (más parecía que quería huir de la tortura que le impuso la portezuela), expresó:
  –Coma tranquilo, Don Leonardo. Volveré en la tarde.
  Le comuniqué que en la tarde no podría ser porque saldría de la montaña. Le diferí su ‘misión’ para el día siguiente.
  Últimamente todos los trabajadores de por estos lados me dicen Don Leonardo. No sé si es por respeto o por todo lo que he envejecido en estos días de angustia, tormento y desespero. Debe ser por lo segundo, porque hasta yo, cuando me veo en el espejo noto las marcas, lo envejecido que me ha dejado esta pena. Sí, seguramente se dieron cuenta de mi metamorfosis, porque antes me saludaban con un “¡Epa, Leonardo!”… ¿Cómo estás Leonardo? ¿Cómo amaneciste Leonardo?” y saludos por el estilo. Pero ese cambio a ‘Don’ en menos de dos meses me tiene preocupado. Debo analizar la causa.
  Algunas horas más tarde después de almorzar, llamé al 811 de Selcel por el otro celular, un viejo ‘prepago’ que tenía tirado en la maletera del auto, a fin de efectuar el cambio de número.
  –Buenas tardes. Bienvenido a Selcel. Le habla Javier, ¿en qué puedo servirle? –escuché del otro lado de la línea.
  Le informé que llamaba para efectuar el cambio de número. Luego de un corto pero preciso interrogatorio para chuequear la autenticidad de todos mis datos con el objeto de cerciorarse de que, ciertamente, el aparato me pertenecía (por el asunto ese de los robos de teléfonos), me asignó el nuevo número 014-249.85.53 y comenzamos la lenta y un poco complicada nueva programación. Yo escuchaba sus indicaciones a través del viejo ‘prepago’ y en el mío iba asentando todos los pasos que señalaba: “Marque 41* (asterisco), seguidamente el número 887… “. No llegaba a marcarlos todos porque mi aparato regresaba automáticamente al inicio. Se bloqueaba. Quedó defectuoso desde que durante toda la noche le cayó encima el piche zumo de un queso blanco semiduro que había apoyado precisamente en el tablón de arriba de donde tenía enchufado el aparato cargando. No me lo esperaba, ya que estaba bien envuelto en tres bolsas plásticas, pero al parecer tenía un pequeño orificio por donde comenzó a gotear y las gotas fueron a caer directamente sobre el celular. Lo inundó. Lo limpie cuidadosamente con papel toilette, luego con trapito húmedo y, aparentemente, había salido ileso, aunque oliendo a mierda… ¡Es qué el pobre celular está quesudo como yo!... Le hace falta su celulara
  Con el operador de Selcel intenté la acción dos veces más. Fastidiado, sugirió que lo llevase a chequear a una de sus Centrales de Servicios, que allí lo podrían reprogramar con la computadora. Preguntó dónde me encontraba. Le dije que en Las Mercedes. No le iba a decir que en La Montaña de los Desesperados. Me informó que fuese al CCCT, Nivel C-1 y que ellos trabajaban hasta las cinco y treinta de la tarde. Ya eran pasadas las tres. Pensaba ducharme, pero aborté la idea. “¡Coño de la madre. Todo me sale mal!”, me recriminé.
  Lo peor de todo esto es que el número viejo había sido totalmente eliminado y asignado el nuevo y el celular quedaría inoperante hasta no resolver el problema que presentaba. En fin, en dos palabras: ¡quedé jodido! Sin poder llamar ni recibir llamadas.
  Apresuradamente me vestí y corrí hacia la Central de Servicios con la esperanza de que allí el puto celular se dignara de funcionar.
  Conseguí rápidamente donde estacionar. Ya dentro del centro comercial caminé hacia el Nivel C-1. Me sentí incómodo, pueblerino, andando sobre su piso de mármol después de estar pisando terruños, piedras y pedruscos en la montaña. Tenía la falsa sensación que todos me observaban. Quizás les llamaba la atención mi cara de amargado, pero, la verdad, era que caminaba con inseguridad. No era ‘el yo’ de siempre.
  Vi a un señor empujando el cochecito de un bebé con su risueña esposa marchando a su lado y sentí una aflicción de muerte. Carolina, y yo haciendo lo mismo, rodando el coche con Dorian en su interior, pasamos varias veces por ese mismo lugar. Nostalgia, pena y desespero. ¿Por qué coño estoy reducido a esto? ¿Por qué tanto sufrimiento?... ¡Contéstame, Dios!…Tengo tiempo que no peleo contigo, pero ganas no me faltan para comenzar una ya, aunque sé que tu siempre, como eres Todopoderoso, saldrás triunfante y cagado de la risa.
  Tengo tres días sin llamar a casa. ¿Tres?... No recuerdo. Tres días sin hablar con Dorian sabiendo que puedo llamar en las horas que me ‘asignaron’. ¿Para qué llamar? Para que me digan qué no está, qué está durmiendo o qué la mamá lo está bañando. ¿Qué burla es esa? ¡Estoy arrecho con tantas vejaciones! Y, lo peor, para hacerme sufrir más y ser más crueles con mi deshecha vida, utilizan a Dorian como arma. ¿No es suficiente con haberlo perdido todo? El amor de Carolina, mi autoestima, mis ganas de vivir, la paz, mis afectos, amistades y toda la felicidad que el mundo me habías concedido.
  Por ese motivo y cualquier otro que está perdido en mi mente, decidí no llamar más. Es mi castigo… ¿A qué? No lo sé. Quizás a mí mismo… ¡Al carajo los motivos!... Voy a llamar ahora mismo…

PAUSA DE DOLOR Y NOTALGIA: No hay nadie en casa. Se activó la contestadora. ¿Estarán en el Club? ¿Ella haciendo spinning y Elsa paseando al niño por el parque infantil? ¿O Carolina la dejó allí con el niño y anda con su amante y cuando termine de besuquearse con él los irá a recoger? ¿Quién coño sabe en qué anda esa mujer?

MAÑANA:                                                                               
  Aquel rostro compungido que siempre veía en Carolina, ahora también es mío. Me pertenece. Le robé su depresión y la enmarqué en mi rostro. Estoy igual, idéntico, cual copia al carbón.

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miércoles, 15 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte y7).

DIVAGANDO EN LAS PAUSAS…
 
PAUSA URGENTE Y HÚMEDA: Me acabo de tirar un peo y de mi culo no salió sólo aire putrefacto, sino también un salpicón de mierda. Corro al baño a limpiarme… ¡Ya!... Gasté un cuarto de rollo de papel en lograrlo. Mañana lavaré el bóxer, el cual colgué lleno de mierda enganchado a un clavo tras la puerta del baño (no uso interiores en la “casa”). Mañana será otro día. Por lo menos hoy no huelo a mierda. El bóxer se quedará ahí. Tengo tantos gins en mi cerebro, que ya carezco de olfato, gusto y visión. Por eso es que escribo tan enrevesado. Y, si me meto a duchar, seguramente aterrizaré de cabeza al piso y ya no quiero más heridas. Con las que tengo es suficiente. Me disculpo con este Diario por la ‘peíta’ debido a que las últimas diez o catorce páginas de este manuscrito las estoy escribiendo hoy jueves y no ayer miércoles. Mentí porque me faltaban muchas cosas por decir y no encontraba la manera de hacerlo. Mi letra toda ‘roñosa’ se debe a que hoy, aunque aparentemente tranquilo, estoy tan o más descompuesto que ayer. Si a eso le unimos la ginebra y la carátula de un CD que pongo bajo mi mano para que sirva de punto de apoyo a fin de que levante un poco y me canse menos. Soy zurdo y escribo poniendo el cuaderno al revés, o sea mirando hacia el frente, en forma horizontal (torcida) y no vertical, tal como lo hacen los seres normales. De esa forma y manera el ‘peo’ se vuelve más complicado, porque la bendita y lúcida carátula del CD, debido al afinque y la presión que ejerzo sobre ella para poder llegar a la altura del Diario, gracias a su resbaladiza superficie plástica, se me mueve de un lado a otro haciendo que mi mano se atore, se convierta en aún más torpe. No sé si se entiende esta pobre y borracha explicación, pero cuando uno escribe al amparo de Dios y metido en una montaña sin las más elementales herramientas modernas, sino sólo con bolígrafo y papel para garabatear, cualquier cosa puede suceder. Como que una pequeña, pero de apariencia feroz, araña, de repente camine, como Dios por su casa, sobre el papel en que escribes. O que otro bichito cornudo, que no es alacrán, pero que tiene ponzoñas muy parecidas, empieza a merodear amenazante sobre el tablón en el que escribes. Y, lo peor, que una chiripa cornuda y borracha, busque meterse en tu tacita para beberse el gin que con tanto sacrificio compraste. En fin, como el temor se vence enfrentándolo, las mayoría de las noches me a jugar con ellos a fin de salvarlos de la depredadora y mortal luz de la lamparita. La técnica de salvamento que aplicó, a fin de no maltratarlos y salgan sin un rasguño de la cabaña, es la siguiente: coloco la punta del bolígrafo en dirección y muy cerca de donde vienen caminado a fin de que se monten en ese bote salvavidas (a veces es difícil lograrlo) y una vez allí, cuando son pequeños, los sacudo por la ventana con un fuerte soplido, o moviendo impertinentemente la pluma para que caigan afuera, a su verdadera vida, a su hábitat natural. No pasa igual con las inquietas mariposillas y polillas, y no tanto porque algunas sean son muy grandes y de aspecto aterrador, sino por su complicado y circunvalado vuelo en espiral (los científicos aeronáuticos deberían copiar su impecable forma de vuelo direccional). Con ellas aplico el Método del Cansancio. Después de su frenético revoloteo por toda la cascarita, espero que se agoten y se pongan a descansar en el rincón que ellas prefieran a fin de retomar un poco de aliento para luego volver con su danza. Antes de que eso ocurra, me les acerco sigilosamente por detrás y, a fin de no lastimarlas, las agarro con un pedacito de papel toilette, el cual luego arrugo en forma de paracaídas y las boto también por la ventana. Por supuesto, van “enroscadas” en el mismo blanco y perfumado papel en la esperanza de que no regresen y se cieguen, que es lo peor que le puede pasar a una mariposa, o mueran atrapadas en la luz de mi lámpara. La luz para ellas hace el mismo efecto que el sol para nuestros ojos y si se acercan mucho y por un período de tiempo no tan considerable, primero pierden la vista, después enloquecen (¡y, qué yo sepa, no hay manicomio para mariposas!) y finalmente se achicharran bajo sus rayos. Muchos indígenas australianos y de otras latitudes se las comen porque dicen que es un rico manjar lleno de suculentas proteínas… ¡Yo nunca he comido chicharrón de mariposa!... ¿A qué sabrá?... Tal vez las pruebe algún día… Si los locos comen mierda, nada malo sería que un hombre cuerdo coma chicharrón de mariposas.

PAUSA VITAL: Estoy borrachito. Lo único que he comido en todo el día es una sopa de cebollas con arroz que me preparé al mediodía. Afuera hay voces y ruidos. Ya llegaron Fernando y Andreína, los más parlanchines en este paraje de la montaña… No me soporto ni soporto la torpeza de mi mano y mente, las cuales se resisten a continuar por hoy. Despertaré en la madrugada y seguiré, por hoy ¡basta! Menos mal que yo no utilizo metáforas preconstruidas. Mi sólo tormento ya es una metáfora. Por ello digo, o me pregunto: ¿Mí vida es una metáfora plena de tormento o una fantasía del alma?... ¿Tiene sentido o no se entiende nada? Bien, lo diré de otra forma, muy clara y precisa. Mi vida es una poceta llena de mierda, que metafóricamente quiere decir ¡un desastre!... ¡Esa es una metáfora!... ¿O al revés?

PAUSA DE INCOMPRENSIÓN: ¿Por qué todas las canciones, por lo menos las últimas cien que he escuchado, sus letras siempre hablan de desamor, de tristezas, traiciones y olvidos y muy pocas de amor sublime puro y tierno, comprensión y tolerancia? ¿Y es qué el mundo, cantores y juglares se han olvidado que el amor puro existe? ¿Por qué tanta alegoría, tanta exaltación a la traición, a los corazones partidos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Cuál es el norte de la humanidad?... ¿Su propia destrucción? ¿Por qué los cantores no subliman el amor sino el despecho, la aberración de una mente enferma y atormentada por una traición?

  ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia la carencia de fe, hacia la nada absoluta? ¿Al funeral de la espiritualidad? ¿Hacia el suicidio del amor? Si el amor lo es todo. Es fuerza vital y Dios encarnado en nuestras almas. ¿Cuál es el diabólico mensaje? ¿Qué nada sirve y qué todo es podrido y falso? ¿Qué vivimos en un mundo inundado de mierda falaz, hipócrita y superficial? Me resisto a creerlo. No lo acepto. Me pondré en huelga de amor para que la verdad renazca y triunfe en toda su brillante espiritualidad. Y eso que los que no me conocen (y nunca conocerán por su falta de sesos), me califican como un verdadero coño de madre. Soy todo lo contrario. Las apariencias engañan. No soy un santo, ¡lo sé! Pero estoy muy distante de la precariedad de los sentimientos, del amor, la fe, la confianza y el deber ser hacia mí prójimo. Amo a los seres humanos, con defectos o sin ellos, simplemente ¡lo amo! Esa es mi naturaleza.
  Aunque normalmente las PAUSAS que intercalo en el Diario no “admiten” punto y aparte, porque así me dio la perra gana de concebirlas y entrelazarlas con la narración cuando las ‘invente’, hoy, debido a mi pulcra, desvariada y total borrachera, me da la gana de hacerlo, por eso puse punto y aparte y ahora vuelvo a poner punto y aparte, ¡okey!
  ¿Preocupados fantasmas de mí conciencia por mi burda filosofía? Yo lo estaría, por burda que fuese, si piensan, se detienen, únicamente por instantes, a pensar en las absurdidades que constante y conscientemente hacemos los seres humanos y, sin pensar siquiera en sus funestas consecuencias, las repetidos cientos de veces, se darían cuenta, queridos fantasmas, de lo hermosa que es la vida y sus verdades. Todas, inobjetables, como, por ejemplo, la máxima que dice: Haz el bien y no mires a quién y la sagrada, única e irrebatible enseñanza de nuestro señor Jesucristo: Ama al prójimo como a ti mismo. Toda la filosofía de una vida sana, pura y hermosa y llena de amor encerrada en es sólo frase. ¿Qué más se puede pedir o decir?

PAUSA DECIDIDA: Saqué de entre las páginas del cuaderno donde escribo el Diario, mi “procesión” de acompañantes. El recuerdito del bautizo de Dorian y todo lo demás, ya que por su grosor y volumen, no dejaban que la punta de mi ya destartalada pluma corriese con facilidad. Como estoy terminando este tercer cuaderno, pronto comenzaré el “tomo” cuatro.
 


MAÑANA:                                                                              
  ¿Por qué tanto sufrimiento?... ¡Contéstame, Dios!…Tengo tiempo que no peleo contigo, pero ganas no me faltan para comenzar una ya, aunque sé que tu siempre, como eres Todopoderoso, saldrás triunfante y cagado de la risa.




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martes, 14 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte 6).

LA TRIBU DEL AMOR

 El otro día, cuando andaba rondando por la ciudad y bajé cerca de un kiosco a comprar cigarrillos, casualmente me conseguí un amigo de la juventud que tenía siglos sin ver. Por lo hablado, el encuentro me hizo reflexionar bastante.
  –Tú eres Leonardo Vento, a qué no sabes quién soy yo –me atajó cuando estaba por montarme otra vez en el auto.
  –Te conozco. Sé que te conozco, pero ahora no recuerdo –expresé confundido y sobresaltado.
  –Ricardo Cassatti… ¿Te acuerdas?
  ¡Claro qué sí!... ¡Qué maravilla volver a verte! –expresé dichoso viéndole directamente a los ojos que es lo único que, además de la voz, no cambia con los años.
 –Pero, ¿en verdad sabes quién te está hablando? –indagó al observar mi evidente confusión ya que topármelo era lo que menos me esperaba cuando bajé del auto para comprar cigarrillos.
 – ¡Claro!... Claro qué lo sé. Estudiamos juntos –respondí, observando a aquel ser extraño, gordo y bastante calvo que tenía delante de mí y que en nada se parecía al joven de mis recuerdos estudiantiles.
  Después de otro ‘escarceo’ de reconocimiento y recuerdos, me dijo que era médico. Que se había graduado con honores junto a un par de judíos de su promoción. Le manifesté que en Venezuela los médicos judíos son muy buenos.
  –En todas partes del mundo, no sólo en Venezuela, los judíos son los primeros –respondió sin titubeos a fin de convalidar mi afirmación.
  –Bueno, como ellos tiene dinero, después de graduados mandan a sus hijos a hacer sus post grados en los mejores hospitales de los Estados Unidos. De allí tanta fama… –traté de justificar mi primera errónea afirmación.
  –No es que tiene dinero –atajó a fin de corregirme–. Es que son muy unidos. Con una sola llamada diciendo: “Abraham, te envío mí hijo y protégelo”–expresó a manera de chanza–. Con eso está todo solucionado. No importa la parte del mundo donde estén, pero ellos con o sin dinero se ayudan mutuamente –precisó.
  –Es cierto… Ese es parte de su credo –contesté rápidamente–. Tengo amigos judíos de muchos recursos económicos y sé que ayudan a otros menos favorecidos. Los he visto darles cheques de varios ceros sin siquiera hacerles firmar un recibo… Sólo apuntan en una libreta el monto. El otro sabrá cuándo devolvérselo… Entre ellos son muy honestos y se respetan mucho –concluí recordando a un amigo judío que todas las tardes de los jueves de todas las semanas las ocupaba en recibir, escuchar y extender cheques a compatriotas hebreos que estaban necesitados de dinero o querían montar un negocio y no tenían capital suficiente. Esas tardes no recibía a nadie, que no fuese judío, en su oficina.
  Seguimos hablando por un corto tiempo más y luego nos despedimos. Siquiera intercambiamos teléfonos o tarjetas (yo tenía las viejas, las de mi antiguo trabajo).
  Cuando me monté en el auto me puse a reflexionar sobre lo que habíamos hablado. De los judíos y de los amigos hebreos que tengo. La judaica, en realidad es una familia, una única familia, sin importa nombre, apellido o condición social, unida a través del mundo y si estuviesen en la Luna o Marte, sería lo mismo. Nada cambiaría su estilo de vida. Siquiera una tercer guerra mundial, ya que en vez de “débiles” los haría aún más fuertes porque ya vivieron todos los horrores imaginables y sin imaginar durante el holocausto. Ellos no son una familia integrada por cinco o más miembros, son una familia universal compuesta por miles de millones de personas. Particularmente, aunque la gran mayoría de los humanos los odian (¿envidia, recelo, ignorancia, religión, ineptitud?), yo los admiro con plenitud pese a su evidente y sectario egoísmo y desconfianza hacia otro ser que no sea judío como ellos. Es más, aunque no soy escultor, a veces mi mente proyecta que estoy realizando un gran monumento del alto de una torre de treinta pisos, donde recreo a miles de seres humanos sin importar color, edades, sexo o contextura. Niños, adolescentes, adultos, hombres fuertes y otros débiles y enclenques, mujeres hermosas y otras feas y gordas, viejos, unos de apariencia mesiánica y otros modernos, y bebés en brazos de sus madres unidos en una sola gigantesca pieza escultórica de mármol. Es la piedra de la hermandad, de la fidelidad, paz, amor, unidad y religión porque encima de todos ellos una resplandeciente constelación de estrellas adopta la forma de Estrella de David. ¿Por qué todos los seres humanos no formamos una gran tribu con la de ellos?, me pregunto. Aunque con distintos credos y principios, porque hay que respetar la pluralidad de ideas, sería una tribu de amor. De esa forma estaríamos siempre unidos y conformaríamos una verdadera y digna especie humana y no los animales depredadores que somos ahora. Pese a que Dios no dotó de conciencia, somos los seres más destructores, viles, sanguinarios e inconscientes de todas las especies, sea animal, insecto, planta, río, montaña o árbol o de todo lo que tenga vida y materia sobre la Tierra. En definitiva, nosotros los humanos, seres repletos de ignominiosa inconsciencia y estúpida arrogancia, nos creemos dioses del mundo y, en realidad, somos el último eslabón de la imperfección. No somos nada y nos creemos todo. ¡Qué vanidad fuera de toda lógica universal! Aunque me esté gustando, y mucho, descargarme con esta pendejada, de ponerme a filosofar sobre el mundo y el papel que juegan los seres humanos en este complejo, irracional e intolerante planeta, mi peo es otro. Buscar la fórmula, mágica o no, para cambiar y vencer mi desesperación y tormento.

MAÑANA:                                                                            
  ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia la carencia de fe, hacia la nada absoluta? ¿Al funeral de la espiritualidad? ¿Hacia el suicidio del amor? Si el amor lo es todo. Es fuerza vital y Dios encarnado en nuestras almas. ¿Cuál es el diabólico mensaje?

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lunes, 13 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte 5).

GUERRA SIN CUARTEL CONTRA EL DESESPERO
  Aunque había quedado con Leandra que llegaría a la galería a las nueve en punto de la mañana, a duras penas llegué a las 9:38 a.m.
  Me había acostado muy tarde e hice caso omiso a los anuncios de los despertadores.
  En la galería fui recibido por ambos jóvenes curadores, Leandra y Genardo. Son novios, pero parecían estar algo molestos. Noté cierta tirantez entre ellos.
  Los cuadros que les llevé les encantaron y manifestaron que quizás los expondrían los tres (un tercero lo tenían en su depósito) en la Gran Colectiva que inaugurarían el domingo.
  Sin insistirle mucho les indiqué que, si podían y estaban a tiempo para el montaje, les cambiasen los ya pasados de moda e insulsos ‘marcos de museo’ (aunque nuevos) con lo que estaban montadas las pinturas y le pusiesen un “vestido mejor”, de los que hacen en la marquetería de Néstor, el papá de Genardo, ya que son unos marcos únicos, espectaculares y muy elegantes. Que, de esa forma, sin quitarle méritos a las obras, estas relucirían más. Asintieron. Veré el domingo qué tal quedaron, que vestidos de gala le pusieron a mis pinturas.
  Dicho esto y acordado los precios, Genardo mismo me hizo el recibo de la ‘entrega a consignación’. Con antelación me había informado que la galería cobraba el cincuenta o cuarenta por ciento de comisión, según el caso. Le expresé que bajaría mis precios, debido a que para mí más importante que el dinero era tener la satisfacción de saber que una de mis obras fuese adquirida por un amante del arte, que de esa forma las daría con gusto en “adopción”, ya que consideraba a mis pinturas como hijos, como parte de mi mismo. En realidad siempre he pensado así, no estaba mintiendo ni exagerando. Aunque, ahora, por esta tempestad que estoy atravesando, el dinero es muy importante, vital, de otra manera no hubiese bajado tanto los precios.
  Acordamos trescientos cincuenta mil bolívares por cada uno de los dos cuadros que le llevé y una comisión del cuarenta por ciento para la galería. Del que tenían en depósito, cuyo título no recuerdo y que estaba en consignación por mil doscientos dólares, le indiqué a Genardo que también le bajase un poco el precio.
  Antes de despedirnos les pedí una tarjeta de la galería (me dieron unas ocho) con el propósito de llamar y darles la dirección correcta del salón de arte a mis invitados, a quienes comenzaría a llamar después de llegar a “casa”, o sea mi cascarita. Le expresé que yo sabía llegar perfectamente, pero que siempre olvidaba el número de la transversal.
  Salí de la galería pletórico de felicidad y elevándole repetidas gracias al Señor. Como estaba escaso de ginebra y cigarrillos, decidí comprarlos en un automercado que está a varias calles de la galería. Pasé de largo con el auto porque, por lo que alcancé a ver desde afuera, estaba atestado de gente. Eras las 10:20 a.m., aproximadamente. Además, había cola para entrar al estacionamiento y en la avenida dos fastidiosos agentes de tránsito evitaban que alguien pudiese orillase a la acera.
  Decidí volver a la montaña y comprar mis ‘pertrechos de guerra’ por allá. Mantengo una guerra sin cuartel contra el desespero y la ansiedad y no consigo mejor arma que la ginebra, cigarrillos y lexos.
  En el camino siempre vigilaba el paso de una camioneta Explorer que tuviese las mismas características que la de Carolina. Tengo haciéndolo desde que llegó de Aruba con Dorian, no en la esperanza de topármela y verla, sino de cazarla con el fantasmagórico amante que punza mi atormentado corazón. Hasta a altas velocidades, cuando diviso una a lo lejos, voy tras ella.
  En mí desespero el otro día perseguí una que me costó mucho alcanzar. Tenía gran similitud con la de Carolina, incluso los topes de las puertas y otras características, pero cuando al fin pude ponérmele atrás (el endiablado conductor corría como un loco y también como un loco fui tras el), me percaté que no era un Ford Explorer sin una Blazer Chevrolet. ¡Qué cagada!, me dije y le pedí disculpas a mi auto por el sofocón que le di. Cosa de desesperados. Eso lo sabe muy bien mi coche, fiel y silencioso compañero de desespero ya que a el también lo he hecho sufrir con tantas sobremarchas y aceleraciones impulsivas e impertinentes. A veces, para tranquilizarlo, lo mimo y le levanto su alter ego diciéndole: “Soy un caballero andante y tu mi indómito corcel”. Cosas de autos y dueños… Sé que no me entiende, pero hasta los momentos se ha portado como todo un campeón… ¡Es un auto maravilloso!

MAÑANA:                                                                               
  Particularmente, aunque la gran mayoría de los humanos los odian (¿envidia, recelo, ignorancia, religión, ineptitud?), yo los admiro con plenitud pese a su evidente y sectario egoísmo y desconfianza hacia otro ser que no sea judío como ellos.




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sábado, 11 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte 4)

  Me puse a lavar una franela y descolgar, doblar y guardar una ropa que tenía secando afuera. Ya se habían hecho las cinco de la tarde. Como mi puerta no está cerrando bien y en varias ocasiones me he golpeado fuertemente la mano izquierda al tratar de desencajarla, le grité a Jhonny, uno de los guariqueños que está trabajando en la finalización de la cascarita-suite, que cuando bajase le dijese a Joaquín que mi puerta no cerraba y que me estaba lastimando las manos en los intentos de abrirla. Que, por favor, subiese a arreglarla.
  A la media hora llegaron Joaquín, Freddy, su ayudante, y el propio Jhonny. Sacaron bisagras y tornillos. Lucharon con la puerta más de cuarenta minutos para poder cuadrarla.
  Mientras ellos trabajaban en el encuadre yo lo observaba y, de tanto en tanto, chequeaba un risotto que estaba preparando. Al fin lo lograron y se fueron.
  Al estar solo, me hice la señal de la cruz y en silencio interior le di gracias a Dios por la comida que me había ofrendado. (Desde que estoy en la montaña siempre lo hago durante todas las comidas. En casa lo hacía muy poco). Comí y me dispuse a dormir.


TODO POR UNA TIRADITA…

   Ahora son un cuarto para las cinco de la mañana del día jueves. Ya se fue el fatídico día 13. No sé si desheredarlo o seguir creyendo en el, porque esta vez el bendito 13 se ensañó conmigo.
  Retomé el Diario a las 2:15 a.m. ya que no pude seguir durmiendo. Otro sueño, muy confuso y salpicado de pesadilla, me despertó sobresaltado. Antes, a eso de las once y media de la noche, me despertó el repicar del celular. Era Maura, pero no atendí la llamada. Dejó un mensaje y como el bip que avisa que hay un mensaje sin escuchar en el teléfono era harto fastidioso para mi endeble paz, me incorporé de la cama y apagué el aparato. Hice pipí y volví a acostarme.
  Al despertar esta madrugada lo escuché. Había dos de ella misma. “¿Por qué no atiendes? ¿Dónde andas metido? ¿Solucionaste el problema de la nevera? (¿Y con qué dinero voy a comprarla si estoy hasta el cuello de deudas?) ¿Cuándo cambiarás el número?”, y más preguntas y más blablablá. Después y para finalizar: “¡Besos!... Te llamo mañana”.
  ¡Coño, qué ladilla! Y todo por una tiradita. Un buen polvo sí, pero una tiradita al fin y al cabo.
  Hasta el momento no he sabido nada de Antonello y Luna.
  Voy a asentar en el Diario el poema que escribió en la que iba a ser la página 671 de este manuscrito. No le puso título y aunque costó descifrar algunos de sus garabatos alcohólicos, creo que no está nada mal si se toma en cuenta las condiciones en que estaba.

Río ancestral
Cauce vital
Cuenca abierta
Amor fluvial.

Sensación escondida.
Invasión agobiante
Consumador ardor
Entrañas pujantes.

Fuerza instintiva
Corazón emocionado
Caricia sutil
Trance sensual.

Oración parida
Grito tribal
Liberación espiritual
Éxtasis desbordante
Luz angelical.
Luces fugaces
de amantes azules.

  Mi mano está entumecida. Son las 5:05 a.m. Voy a descansar un rato. Proseguiré después, porque mi mañana, a pesar de estar todavía cerca del desaparecido y moribundo día 13, fue magnífica.

MAÑANA:                                                                              
  Tengo haciéndolo desde que llegó de Aruba con Dorian, no en la esperanza de topármela y verla, sino de cazarla con el fantasmagórico amante que punza mi atormentado corazón. Hasta a altas velocidades, cuando diviso una a lo lejos, voy tras ella.


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13 de septiembre (Parte 3).

  Sin pensarlo dos veces (si voy a morir que sea mientras esté nocaut) saqué la botella de gin, me serví un largo trago en la tacita y lo apuré de un sorbo. Casi inmediatamente otro, pese a que después de la conversación con Alfredo mi sobresalto se había ido saltando por ahí… Ya no estaba en mi cuerpo.
  Durante todo el tiempo de la espera, la angustia me había hecho su prisionero y había que aplacarlo de alguna manera y esa era la única forma que tenía a mano… ¿Qué otra cosa podía hacer?
  ¡Qué felicidad!... Hoy tengo tres botellas… ¡Qué paz!
  De pronto, mientras sostenía la tacita repleta de gin en la mano irrumpió en la cabaña Antonello. Tenía cara de suicida desorientado. En su rostro se delineaba dolor, confusión, impotencia y desespero. Era un poema a la muerte.
  – ¡Dame un par de cigarros! –murmuró y al ver la botella sobre el mesón y la tacita en mi mano, preguntó–: ¿Qué estás tomando?
  –Eso… El mismo veneno de siempre –contesté mostrando con el índice la botella.
  – ¡Dame un poco! –suplicó y salió hacia su cabaña, la cual está a pocos pasos, contigua a la mía, a buscar un vaso.
  Enseguida regresó con el mismo vaso que le presté ayer y lo llenó hasta más arriba de la mitad. Mientras lo bebía comenzó a sollozar.
  –Ya no puedo más… No sé que voy a hacer con esa caraíta (Luna)… Por ella perdí mi trabajo. No me dejaba ir, me decía que me quedase con ella... Me tiene sometido… Yo si me meto diariamente mi marihuana, pero nada de eso del crack, la cocaína y toda esa mierda que ella trae con sus amigos a la cabaña… ¡Esos son unos diablos! –confesó con crudeza y sinceridad gallarda su adicción. Hizo una reflexiva pausa y agregó–: Bueno, de cocaína máximo me meto unos toquecitos dos veces a la semana… Pero ese poco de gramos que traen sus amigos, ¡no!
  Lo escuché absorto. Yo no le había preguntado nada, tampoco hice alusión a nada sobre el particular. Fue su liberación. Una liberación espontánea y voluntaria.
  –Yo creía que eran amigos tuyos –dije refiriéndome, a los jóvenes que veía ir a su cabaña.
  –Son de ella y a cada rato me los mete en la casa. El día de mi cumpleaños esos diablos trajeron dos bolsas. Como a las once de la noche no pude más con esa mierda, de ver y escuchar a esos diablos y los boté de la cabaña… Les dije que se fueran pal coño con su basura… –siguió explayado en su revelación mientras absorbía largos sorbos de gin–. Yo soy un hombre de buena familia (yo lo confirmé), instruido y ahora enlodado hasta el culo por esa carajita… Por ella perdí todo… A mi esposa, a mis hijos, a quienes mandé para Italia. Mi mamá me quitó el apartamento de La Boyera, donde vivía… No vivía como un rey, pero si decentemente. Estaba ganando seiscientos mil bolívares y no nos faltaba nada –Antonello divagaba entre los recuerdos y el desespero. Yo lo dejé que se desahogara–. Sabes… Yo tengo una hija grande que ya no me habla… Ya no aguanto más…Ya no aguanto –manifestó descontrolado con los ojos inundados en lágrimas para enseguida estallar en llanto.
  Se me hizo un nudo en la garganta al ver a un hombre llorar delante de otro de esa forma. Ante su dolor mis ojos también se humedecieron. Conozco de penas. Lo comprendía como nadie, más en ese momento. Yo también estoy desesperado, pero por amor. No sabía cómo consolarlo. Cómo aplacar su pena porque yo también soy un penado en vida. No obstante, lo así por los hombros y apreté contra mi cuerpo y todavía con el nudo apretando mi garganta, atiné a decirle, ahora yo también con los ojos aguados por el llanto.
  – ¡Coño, recuerda lo que me has dicho varias veces! Noi abbiamo buon sangue –dije en italiano, tal como el mismo me lo había dicho– y tú saldrás de esta… ¡Tranquilízate!
  La amarga conversación se desarrolló en la relativa privacidad que brindaba un resquicio cerca de la entrada del pequeño baño, a un lateral de la cocinilla a gas de cuarto hornillas.
  En su perturbado desahogo Antonello no gritó, casi susurraba aunque estaba bastante ofuscado. Y como los obreros estaban trabajando afuera de la cascarita, a fin de que no se enterasen de lo que estaba ocurriendo, decíamos algunas palabras en italiano y otras en castellano.
  –Ya son ocho meses que estoy con ella, pero no soporto más… Me tiene atado y es que yo soy un pendejo con las mujeres… Me dominan y me dejo pisar…
  Otro largo trago y el encendedor que no dejaba de funcionar. Una larga nube de humo grisáceo envolvía parte de nuestros rostros.
  –Sí, cuando la conocí ella me ayudó a salir de las drogas… Yo en ese entonces no valía nada y ella me sacó de abajo. Pero ahora me está enfermando otra vez. No sé qué hacer –cavilaba, pero más bien parecía estar hablando consigo mismo y no conmigo–. Ella es mi único apoyo pero también mí destrucción… ¿Qué voy a hacer? ¿Qué tengo qué hacer?...
  Mientras Antonello dejaba emerger de lo profundo de su alma su indeciso tormento interior, yo lo escuchaba impotente y también sumergido en mi propio calvario. De pronto afuera se oyó la voz de Luna.
  – ¿Se puede? –preguntó educada, sin entrar a la cabaña.
  Yo, que desde el lugar donde estaba tenía visual hacia la puerta, al notar su compungida cara le digo que sí.
  – ¿Antonello está aquí? –indagó antes de entrar. Desde su ubicación no podía verlo.
  – ¡Sí! –contestó Antonello desde su “escondite” antes que yo respondiese.
  Luna entró a la cabaña, tomó uno de mis cigarrillos y lo encendió.
  Antonello enmudeció.
  –Mira, la vida es dura, pero hay que salir adelante –comenzó diciendo Luna mirándome–. Todo el mundo tiene problemas…
  Y comenzó a contar el cuento de su madre, una mujer muy sumisa que lloraba en silencio cuando su padre, un vasco duro e implacable, la llenaba de insultos y maldiciones.
  –Y ahí están… Hechos una mierda. Esa no es vida. Yo no soy como ella –dijo refiriéndose a su progenitora.
  Luna, me enteré hoy de su propia boca, tiene veintidós años, y no dieciséis como me había dicho Fernando. Es una muchacha fría, terriblemente fría e indolente. Sin el menor rastro de perturbación en su rostro, hablaba como si no le importase un carajo la vida o sus semejantes. Daba miedo escuchar sus palabras, mucho más saliendo de la boca de una mujer tan joven y hermosa. No vislumbra el futuro, tampoco parece importarle un carajo, pero sí el pasado. Sus palabras estaban salpicadas de odio hacia la humanidad. Al parecer el sufrimiento y las vicisitudes la marcaron desde que era muy niña. Ese tatuaje lo llevaba dentro de su corazón porque alma parecía no tener.
  –A mí me importa lo mío y si las cosas no marchan lo mando todo pal coño –sentenció con mirada de centelleante e irascible furia.
  Antonello escuchaba silencioso pero con el desespero marcado no solo en su rostro sino en todo su ser. Estaba inmóvil, recostado de la pequeña pared contigua a la puerta del baño, en el mismo sitio donde estuvo desahogándose conmigo. Yo, apoyado ligeramente en el mesón y Luna sentada en mi cama, la cual aún estaba deshecha.
  Ella, rubia oxigenada, de cabello crespo tipo negroide ligeramente alisado, tan flaca que hasta los huesos parecen salírsele de sus carnes, de mirada (al menos en ese momento) destilando un putrefacto odio y llevando un muestrario de tatuajes pintados en su barriga, hombro y antebrazo, no puede negar su extracción humilde y tampoco hace nada para disimularlo. Es la propia muchacha de barrio. En cambio, la apariencia de Antonello deja vislumbrar otra categoría social, más elevada y culta.
  Seguimos hablando envueltos en una humareda y atragantándonos de ginebra. Esperé que la marea se retirase un poco y le hablé a Luna. Busqué paciencia donde no la tenía y Dios me mandó un poco de ella y de regalo una pizca de sabiduría.
  Le hablé de amor. Que cuando hay amor todo se puede y se supera. Le “filosofé” un poco sobre la vida y cómo salir con decencia de las grandes dificultades. Le hablé de una novela de un escritor rusa donde cuenta la historia de una joven y hermosa mujer que, por amor, pudo dominar a un tosco y desesperado alcohólico. Le hablé de la tolerancia y ternura de aquella mujer y que con esas virtudes pudo domeñar a la bestia hasta hacer renacer al hombre. Hacer brotar de sus adentros al ser bondadoso y cariñoso que en realidad era y que estaba escondido dentro de su frustración e ignorancia.
  En un arrebato, Antonello se sentó aquí, en esta misma silla donde estoy sentado ahora escribiendo el Diario y comenzó, en este mismo cuaderno que está debajo de mi pluma, a garabatear un poema. Iba a comenzar a escribirlo casi al pie de la última palabra que yo había escrito, pero lo contuve.
  – ¡Un momento! –me apuré a decirle y le volteé la página. Una en blanco, como todas las demás que seguían hasta el final de la libreta, las cuales pienso llenar pronto.
  Al terminar leyó lo que escribió. Sonaba bien y me gustó. Quise leerlo por mí mismo pero no le entendí su letra. Ambos estábamos ya bastante tomados. Cuando termine de asentar en el Diario parte de nuestro coloquio, el que recuerdo con mayor frescura, iré hacia atrás y lo copiaré para dejar testimonio fiel de sus dotes poéticas.
  Yo, bastante escasos de argumentos debido a los vapores etílicos, seguía tratando de ablandar con mis palabras a aquella gélida muchacha, mitad demonio y mitad ángel. Mientras, Antonello, mano sobre el papel, buscaba coordinar ideas, pero no le venían. En un arrebato tiró el bolígrafo, sacudió la silla donde estaba sentado y se marchó sin decir palabra.
  Estaba molesto. Muy molesto consigo mismo y, quizás, la conversación que yo sostenía con Luna en vez de tranquilizarlo enfurecía más aún su animal interior.
  –Lo qué sucede es que él es muy introvertido… A veces pasa más de medio día sin hablar –explicó Luna.
  Al rato la conversación se volvió insulsa y algo monótona y ella también se fue a su cabaña. A los pocos minutos, a través de las endebles paredes de la cascarita, escucho portazos y golpes. Preocupado por lo que estuviese ocurriendo adentro, salgo, observo y trato de escuchar algunas voces, pero nada. No tenía intención de entrometerme. Con mí tormento es más que suficiente. Volví a la cabaña y me senté a continuar este Diario. Casi enseguida, Antonello entró como una tromba y desorbitado de pies a cabeza.
  – ¡Esto, esto es lo qué logro! –dijo enseñándome los nudillos ensangrentados y con algunas cortaduras.
  Supuse que los estrelló contra la noble madera de pino de la puerta o contra la pared.
  –Coño, ¿qué hago? –me preguntó desorientado.
  –Tranquilizarte… Sólo tranquilizarte –atiné a decirle.
  Yo me había parado del asiento y a través de la puerta vi a Luna subiendo cabizbaja por la cuesta que da acceso a las cabañas. Antonello estaba de espaldas, sirviéndose otro trago y no pudo verla. Llenó el vaso hasta casi el tope. A finalizar, se volteó hacia mí, tomó en su mano el vaso que estaba apoyado en el mesón, y dijo:
  –Voy a ver qué está haciendo esa carajita.
  Salió y la vio casi en la cima de la cuesta. Se metió en su cabaña, tomó algo, quizás las llaves del auto, y salió a perseguirla.
  Después de tanta presión (la mía y la de él), la lacerante angustia que se percibe en toda La montaña de los desesperados, se me fueron por completo las ganas de seguir escribiendo.

MAÑANA:                                                                               
TODO POR UNA TIRADITA…
 Ahora son un cuarto para las cinco de la mañana del día jueves. Ya se fue el fatídico día 13. No sé si desheredarlo o seguir creyendo en el, porque esta vez el bendito 13 se ensañó conmigo.

viernes, 10 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte 2).

  Con el asunto de estos supuestos ataques de pánico (¡creo yo! Y ojalá sea sólo eso y no algo peor o grave), no he podido todavía escuchar el mensaje que dejaron en el celular.
  Ya un poco más tranquilo marqué asterisco dos, send, y mi clave, 4463, la fecha (día, mes y año de mi nacimiento) y escucho la voz de Alfredo, mi amigo y abogado: “Leonardo, es Alfredo Díaz. Por favor llámame urgente a la oficina”. El mensaje fue dejado a las 12:45 p.m. También había otro, dejado dos minutos más tarde, por Maura, donde me decía que me extrañaba.
  La llamada de Alfredo me causó tanto sobresalto, que volvió la taquicardia. Del tiro corrí otra vez al baño y otra aguada, explosiva y putrefacta mierda salió de mi culo.
  Después de limpiarme apresuradamente, tomé el celular y lo llamé. La secretaria me informó que estaba en una reunión muy importante a puerta cerrada y que no tomaba siquiera el teléfono. Le expresé que poco antes me había llamado y dejado un mensaje con carácter de urgencia y quería saber de qué se trataba. Me preguntó si estaba en mi oficina (¿cuál oficina?) y, sin mayor explicación, le contesté que no. Que cuando se desocupase me llamara por celular. Gentilmente me dijo que así se lo informaría y comenzó la espera.
  Los interminables y angustiosos minutos iniciaron su lenta, pausada y aburrida marcha. ¿A ellos, a los minutos, qué carajo les importa lo que pasa por mi mente?... ¡Un coño! Por eso, sólo por eso, una vorágine de pensamientos negativos y desconsoladores comenzaron a tejer su maraña mortal y venenosa. Querían enloquecerme, sacarme de mis cabales y mientras ellos caminaban en su lento tic-tac, yo pensaba: “¿Le habrá pasado algo a Carolina?… ¿La habrán hospitalizado por su problema de gástricos consecuencias de la mala rinoplastia que le hicieron?... ¿Se habrá suicidad llevándose en su acto a Dorian asida entre los brazos? ¿Se lanzó con el niño desde el piso veintidós del penth house?... ¡No!... No, eso es imposible. Aunque esté un poco desquiciada creo que nunca lo haría… ¡Ya sé! La reunión que mantiene a puerta cerrada Alfredo Díaz es con Carolina y su abogado. Seguramente estuvieron grabando mis llamadas y estarán buscando acusarme por acoso y maltratos psicológicos según la nueva Ley de Protección a la Mujer. El acoso puede ser, cabe, pero no los maltratos porque lo único que le dejaba dicho en la contestadora era que la quería, que la amaba mucho, aunque, a decir verdad, cuando estaba completamente borracho le dejaba uno míseros mensajes llenos de reproches, groserías y amenazas suicidas…
  ¡Qué coño importa ya nada! Además, creo que vía telefónica no he dicho nada grave, ni antes ni ahora… ¡No, coño!... No es eso. Seguramente me pincharon el celular y grabaron las conversaciones entre Maura y yo y eso es lo que le están mostrando… ¡Las pruebas de mí infidelidad! No, tampoco puede ser, pinchar un teléfono cuesta un dineral y Carolina es muy avara. No creo que se los haya gastado o quizás, por odio, para darse el gustazo y vengarse, hizo ese “sacrificio”… ¡No!... No y no… Fue Maura quien me grabó. Rosalía la utilizó para joderme. ¡Qué imbécil soy!… O, con el propósito de destruirme, de repente a Carolina se le ocurrió la genial idea de inventar que le robé algunas joyas cuando abrí su ‘armario-caja fuerte secreta’. No creo que sea capaz de tal vileza. De la parte de arriba del armario (las joyas las guarda metidas en un cofre escondido en la parte de abajo, si saqué y me traje a la cabaña seis cubiertos de plata: un tenedor, cuchara, cucharilla de café, cuchillo, un tenedor para frutas y una cuchara para postres. Si iba a estar en esta choza, reflexioné mientras las sustraía, al menos voy a comer principescamente, con dignidad.
  Pensando y pensando el tiempo transcurría y Alfredo Díaz no se hacía presente. Entonces, ¿cuál era la urgencia? No soporté la espera. Aunque debo un cuentón, agarraré el celular y lo llamé.
  Al fin hablé con él. La dichosa “urgencia” que casi me mata no era tal urgencia, sino decirme que no había podido notificarle a Luis David las condiciones que establecí para seguir al mando del periódico, las cuales entre otras eran que debería pagarme un sueldo mensual de tres millones de bolívares, además de otros beneficios. Era una exigencia exagerada, pero con ello quería sacudirlo de una vez por todas de mi vida. De esa forma no seguiría acosándome por teléfono con el sibilino argumento de que ‘hacía falta’ y que debería volver a encargarme del proyecto editorial porque, según él, ‘del cielo llovería dinero como maná en nuestras manos’.
  Durante la turbadora espera “degusté” un suculento y tranquilizador lexo. En la mañana ya había tomado otra dosis, pero su efecto es muy lento y mi inquietud acelerada.

MAÑANA:                                                                               
  Mientras Antonello dejaba emerger de lo profundo de su alma su indeciso tormento interior, yo lo escuchaba impotente y también sumergido en mi propio calvario. De pronto afuera se oyó la voz de Luna.
  – ¿Se puede? –preguntó educada, sin entrar a la cabaña.

jueves, 9 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte 1).

  Hoy es mi día de suerte. Amo al trece, al número trece. Hace tiempo, pero mucho tiempo atrás, adopté al 13 como mi número amuleto. Casi siempre me va de maravilla los días 13. Aún los martes 13, al que el común de la gente, por lo menos en occidente, lo ven como un número diabólico y de mala suerte. Muchos son tan supersticiosos, que hasta lo execran de sus calendarios o agendas. ¡Es el colmo!... Para mi es todo lo contrario… ¡El 13 es lo máximo!

PAUSA DE SUSTO: Sigilosamente se acaba de asomar por la ventana Antonello, quien luce una barba de unos tres días.

  –Leonardo, no tienes algo de curdita (licor) –preguntó con voz de ultratumba.
  – ¡Coño, me asustaste! –exclamé sobresaltado, ya que tenía la cabezota metida en este Diario, garabateando.
  – ¡Sí, vale! Me queda un poquito de whisky, el de tú cumpleaños –contesté medio repuesto de la impresión.
  – ¡No, vale! Esa es tuya –refutó.
  –Apenas queda un poquito… Te daré la botella –precisé mientras fui en busca del frasco.
  Se lo había comprado días antes por cinco mil bolívares. Él se la iba a vender al primero que encontrase, pero yo no quería que pasara por la humillación de estarla ofreciendo en cualquier abasto o portugués.
  Tomé la botella de la “despensa” inferior de la cocina y se la di. Apenas restaban unos tres dedos, a lo sumo.
   – ¿No te quedan lexos? –preguntó después de agarrar la botella.
  – ¡No, vale! –contesté de primera, tal como le dije última vez que me pidió ese medicamento para desesperados.
  Otra vez le mentí. No tengo récipe y me quedan unas seis o siete pastillas. Eso me tiene preocupado. En estos momentos para mí son como pepitas de oro.

PAUSA DE RECUPERACIÓN: El susto que me dio Antonello Amilata, ese es su apellido, me causó algo parecido a un ataque de angustia. Me echaré un rato sobre la cama, a ver si el corazón y la respiración recuperan su ritmo normal. Luego lo asentaré en el Diario lo que pensaba escribir.

  Ya pasó. Al levantarme del lecho fui directamente donde tenía el celular apagado. Lo prendí para ver la hora. Es de madrugada. Son las 1:13 a.m. Casi enseguida de encenderlo comienzo a escuchar un bip…bip. Alguien dejó un mensaje en el celular mientras descansaba. Veré de quién es. Lo escucharé tirado otra vez sobre la cama. ¡Huy! Como que este Diario desesperado nunca tendrá fin.
  Hoy, en la última hora de la tarde, acontecieron tantas cosas plenas de desesperación y revelaciones que no sé por dónde empezar y cómo contarlas. Fue la hora más larga de mi vida. No recuerdo otra igual, menos tan cargada de desesperanza, confusión alucinante y con la muerte rondando en la montaña y no en la lejanía, sino aquí, en mi cabaña y luego en la de Antonello.
  Son las 2:58 a.m. Contaré, según el dictado de mi memoria, paso a paso (pero con sus lagunas) lo que viví en esos sesenta minutos. Después, si mi atormentado ser me concede la paz relataré como concluyó el día que, con tantas pausas, además del cansancio y los tragos, no pude finalizar de escribir.
  ¡Coño! Cómo que de ahora en adelante respetaré el número 13, porque no puede ser posible que después que enumeré sus virtudes y bondades, casi al terminar de escribir la última palabra, de casualidad no muero. Y eso que estaba escribiendo bajo las tonadas celestiales, rezos, música y cantos de unos monjes tibetanos grabados por mi buen amigo Valentín Sadra durante su vista al Tíbet, cuya copia en casette me regaló a su regresó. Ambos trabajamos juntos en la revista esotérica Cábala. Él era el director y yo el subdirector. En aquella época yo dirigía, simultáneamente, una revista de espectáculos, la de mayor circulación en el país.
  Bien, recapitulo. El primer presentimiento de que pronto moriría lo tuve cuando escuchaba las sagradas palabras om shiri sairam y luego los acordes y tonadas de gones, platillos de bronce y repiques sobre leños secos de bambúes y el consabido ¡ommmmmmm! con que los monjes tibetanos buscan, en su meditación, conexión con el universo y sus misterios. No sé si realmente lo logran. Yo he tratado, pero no he podido… ¡El universo no se compadece de mi!… ¡Para mi no hay compasión sino tormento!

PAUSA DE AMOR Y NOSTALGIA: Estoy, lo percibo debajo de la punta del bolígrafo, maltratando el recuerdito de bautizo de mi bendito y amado hijo Dorian y todos los ‘etcéteras’ que lo acompañan. Voy a mudarlos a la última página.

  Ya lo hice.
  Con el susto que me pegó Antonello, intuí que pronto (pero fue más pronto de lo que esperaba), sería víctima de la no paz, de la angustia, debido a que con todas la ganas y necesidad de mi ser interior quería bostezar y no podía… Comencé a sentir falta de aire. Después una opresión en el estómago que me asustó aún más. Trato, una y otra vez, de alcanzar el bostezo y vez de lograrlo, me ahogo. Mis sentidos, los pocos que me quedan de no sé cuántos son en total, me advertían que esa extraña sensación se debía a que había comenzado a escribir inmediatamente después de almorzar. (Me había comido un rebosante plato de pasta -rigattoni- en salsa, que preparé apenas llegué a la cabaña, a los que después de servidos le espolvoreé encima bastante queso parmesano “semiácido”, para no decir descompuesto). Mis sentidos insinuaban que el malestar se debía a eso. Que debido a que tenía la cabeza baja y el cuerpo arqueado y contraído sobre el Diario, me estaba causando una indigestión o una digestión precaria, con muchas dificultades. Recordé que en mis tiempos de estudiante de Derecho mi querida, amada, santa e inolvidable madre (QEPD), con mucho amor me decía que nunca abriese un libro después de comer y que, mucho menos, me concentrase en su lectura. Ese oportuno y sabio consejo me lo dio mi venerada madre un día mientras almorzábamos en familia junto a mi padre y hermanos en largo comedor de la sala. Si mal no recuerdo era mi primer año de Leyes en la universidad. Inquieto y ávido de conocimientos, había bajado de mi habitación con un libraco, el cual acomodé a mi lado derecho en la mesa y entre bocado y bocado, seguía leyendo y hojeando sus páginas. Era una total y flagrante mala educación, pero mi padre permitió que lo hiciese porque, además de que era mi primer año en la Escuela de Derecho, al día siguiente tendría un ‘fuerte y difícil’ examen. Mi padre, que también en paz descanse, era muy estricto y, en la mesa, aún más. Todos, mis hermanos y yo, debíamos estar sentado a la hora indicada, bien vestidos y peinados, tanto para el almuerzo como para la cena. Nada de eso de sentarse en la mesa en franelilla, pijama, sin zapatos o con el torso desnudo. Quien olvidase esas normas del galateo (reglas y costumbres del buen comer) recibía, sin aviso ni protesto, un bofetón de mi padre seguido de la orden “¡Vete a vestir!”.
  Bueno, contaba que ese día, por tener la cabeza gacha y estar concentrado más en lo que estaba leyendo que en lo que estaba comiendo, me dio un mareo y casi me desmayo. Me asusté mucho, igualmente mis padres y hermanos. Desde ese entonces, recordando el consejo que mi madre me dio en ese momento, siempre evito hacerlo. O sea escribir o leer enseguida después de comer. En aquella oportunidad mi sabia madre acompañó su consejo con la frase ars longa, vita brevis, una máxima latina que significa el conocimiento es inmenso, la vida breve. De ahí en adelante siempre lo he seguido al pie de la letra.
  Pero ahora, como estoy desesperado y trato con desdén la vida, hice caso omiso al sabio consejo, aunque por lo cagón que soy en cuando a salud se refiere, entré en rápido y paranoico miedo. Me eché sobre la cama y cerré los ojos con la intención de que esa sensación pasase pronto. Sólo resistí pocos segundos. La mente me llevó a los confines de la muerte. La posición que había adoptado, boca arriba, ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre la barriga, la percibí como de muerto, metido dentro de una urna. Enseguida me incorporé.
  Salí de la cabaña y caminé hacía la parte trasera en busca de aire, el cual conseguí a duras penas. Luego hice ejercicios de respiración profunda. Aspiraba mucho aire por la nariz hasta llenar mis maltratados pulmones al máximo. Lo mantenía represado hasta que pudiese y después exhalaba lentamente por la boca, hasta botar el más mínimo residuo de oxígeno.
  Pero nada. Cuando uno está cagado, esa mierda no sirve para nada. Luego tosí. Recomendación de Maura para lograr un ritmo cardíaco más natural, pero nada. Regresé al interior de la cabaña y volví a echarme en la cama. Sólo escuchaba, además de mi propio tormento, el también atormentante ruido que hacían unos jóvenes obreros (no los guariqueños) que desde ayer están preparando el terreno enlodado que está más bajo de estás cuatros y continuas cabañas. La intención es, como dicen por aquí, encofrarlas y luego vaciarle el cemento de la base.
  La puerta de entrada de mi cascarita siempre o casi siempre permanece abierta durante el día. Como estuve tanto tiempo sin puerta ni ventanas me acostumbré a esa forma de vida a la ‘intemperie’ porque circula aire puro.
  Tirado sobre la cama pensaba que si me daba un infarto o algo por el estilo, podía tener la fuerza necesaria para alcanzar las pastillas sublinguales de Isordil que siempre tengo a la vista sobre este mesón, donde mato el tiempo escribiendo el Diario, y salir sin mucho esfuerzo por la puerta y pedir auxilio. Estando abierta es más fácil y menos complicado franquearla, ya que a veces, como fue hecha con madera húmeda, se atora y hay que aplicarle bastantes músculos para que abra.
  “Si el ataque es fulminante, me jodí. No podré llegar a ellas”, pensé. Luego de pensar en eso, sendos eructos salieron de mi boca. Después un prolongado y nada perfumado pedo… “¡Coño, son gases!”, me dije dando ánimo y borrar el pernicioso pensamiento de muerte súbita que me atormentaba. Pero del bostezo, nada. Al fin vino y con el una rápida carrera al baño, donde exploté en desbordante diarrea.

MAÑANA:                                                                             
  Los interminables y angustiosos minutos iniciaron su lenta, pausada y aburrida marcha. ¿A ellos, a los minutos, qué carajo les importa lo que pasa por mi mente?... ¡Un coño!

miércoles, 8 de diciembre de 2010

12 de septiembre (Parte y3).

   P/D A LA PAUSA ANTERIOR: Antes de despedirnos le comuniqué a Maura la decisión de cambiar el número del celular. Casi le da un síncope. “Y yo, cómo me voy a comunicar contigo”. Le dije que la llamaría y se le daría el nuevo número. Es imperativo que lo haga. Es una forma, además de rehuir al acoso del abogado de Carolina, de comprobar su lealtad y silencio. Le dije que, además de ella, no lo tendría más nadie. Que ese sería un supremo acto de confianza, nuestro secreto. Veremos qué pasa. Y es que dudo tanto de ella, no de su entrega, sino de su boca. Tanto, que a veces tiemblo sólo de pensar qué pasaría si Carolina llegara a enterarse que me acosté con ella. Darle el nuevo número telefónico será una decisión muy temeraria. Pero no importa. Conoceré, al fin, de qué madera están hechos algunos seres humanos… ¿Será qué sólo estoy rodeado de bestias?

  Hoy pasé un día pleno de paz y alegría, pero estoy tan cansado que no resisto escribir una línea más, pero trataré, pese a los lexos y a la media botella de gin que he engullido desde que tomé el bolígrafo en mis manos. Son las 12:18 a.m. y aunque quiero darle más rienda a mi mano, esta, confusa y cansada, busca resistirse. Veré hasta dónde puedo llegar, de otra forma continuaré mañana, aunque sea otro día, que, por cierto, debo acometer con decisión y prontitud cronométrica desde muy temprano porque esta tarde llamé a la Galería de Arte Adrómaca y Leandra, la curadora y novia de Genardo, hijo del dueño del establecimiento, me notificó que el domingo se inauguraría la Gran Colectiva Nacional y que yo era parte de ella.
  “¿Cuándo debo llevar las obras?”, pregunté extrañado. Y respondió que en la galería tenían un cuadro que desde hace meses dejé en consignación. ¡Una obra! ¿Sólo una obra? Me pareció tan pobre que, en pocas palabras, la convencí para llevarle otros dos excelentes cuadros y ella lo aprobó. La cita es para mañana a las nueve y debo ser puntual sino me joden en el montaje. Las pinturas que llevaré serán dos de las tres que adornan la cabaña. Sus títulos son Otoño incipiente y La náufrago, ambos de formato 120x70 cm. y pertenecen a mi última “loca” colección, la cual denominé Vitrales Virtuales. Bajaré los precios, ya que no estoy para estúpidas exigencias. ¡Necesito dinero a toda costa! Y, si bajo los precios, pese a la caótica recesión económica que vive el país bajo el mando del presidente, Comandante y General en Jefe de Todos los Ejércitos, podré tener la suerte de vender algunos… “¡Suerte para el domingo, desesperado!”, me doy ánimo a mi mismo.
  Regresando a lo de la caminata con Antonello y Luna debo anotar que fue relajante y llena de nuevas revelaciones.

PAUSA CORTA O NO TAN CORTA… SER O NO SER, I’T IS THE QUESTION…: Fui a hacer pipí. La hago, en mi privacidad, sentado en la poceta, como las mujeres, debido a que cuando estuve viviendo con una mujer con hijos, me reclamaba que salpicaba de orine por todos lados y que tenía la mala costumbre de no levantar la tapa del baño. Que eso era una cochinada y que podría enfermar a sus pequeñas con quién sabe qué imbécil enfermedad porque yo era un puto y, por “precaución”, me obligó a mear sentado. Y así me acostumbré a hacerlo hasta ahora, y así lo hago en mí propia intimidad. No en los sitios públicos o cuando una mujer está en una habitación conmigo, ya que les excita sentir la fuerza del meado cuando se estrella y rebota contra la cristalina y mansa agua de la poceta. Al escucharla salir del pene y penetrar el agua les hacen “presentir” tu fuerza de amante, tu potencia sexual, según me confesó una vez una mujer con la que salía. Se hacen sus fantasías y se lo imaginan grande y duro, como les gusta a todas. Podrán cambiar muchos denominadores comunes en el mundo, tanto en la ciencia o en las matemáticas, pero ese, mientras exista una mujer en el mundo, nunca cambiará: ¡grande y duro! Es ese el denominador común de sus vaginas. Por otro lado, lo de la fuerza de la caída del orine no tiene nada que ver con la potencia sexual y lo digo por mi mismo. Yo lo hago normal o suavecito, dependiendo del momento y como tenga de llena la vejiga. Los diabéticos parecieran que lo hacen con una manguera de bomberos y, sin embargo, en una gran mayoría de los casos, sufren de disfunción eréctil o no sirven como amantes y, lo peor, algunos lo tienen chiquito. Pero eso a ellas no les importa. Si esa es la realidad no tiene ninguna relevancia. Lo importante es su fantasía, porque escuchar la voluptuosa caída del meado le sublima su taquicardia vaginal. La culpa no es tanto de ellas, sino de sus hormonas. De su genética y pensamiento vaginal. Su verdadero amor está en la fantasía, dureza y tamaño de un pequeño apéndice y, por supuesto, en el dinero. En mi puta y experta opinión es así. Así sucede con la gran mayoría de ellas, aunque sean muy señoras y nada putas. Es la realidad, el día a día de esos seres que llamamos mujeres pero que, en realidad, son nuestros diablos de la existencia cotidiana. Pero, ¡cómo nos gustan!... Una vez, cuando todavía no estábamos casados y nos la pasábamos “fugando” de posada en posada turística en el interior del país a fin de escondernos de miradas curiosas y pasar nuestros largos y ardientes fines de semana, Carolina me dijo: “No sólo hay que ser señora, sino parecerlo”… ¡Sin importar lo puta y depravada que sea la mujer, por supuesto!

  Vuelvo atrás y regresó al cuento inconcluso de la caminata. Fue reveladora. Cuento porqué.
  Al pasar cerca de una casa enclavada en una hondonada de la montaña, afirmé:
  –Ahí vive un psiquiatra.
  –Sí, el qué jodió a Antonello –manifestó Luna con sus cándidos dieciséis años.
  – ¿Cómo es eso? –pregunté extrañado.
  –Estuve en tratamiento con él por año y medio… Tú sabes… Por eso de la dependencia –respondió Antonello.
  Supuse que se refería a dependencia de alcohol y drogas.
  –Pero no logró nada porque está igual de loco –intercedió Luna equiparando al psiquiatra con Antonello.
  Como el asunto me pareció bastante delicado y personal, me hice el desentendido, como si no comprendiese su realidad, y me fui por la tangente al decirles que los mejores centros de rehabilitación de drogadictos están en Cuba, pero que son muy costosos.
  –Yo conozco a muchos que fueron allá y regresaron peor –sentenció Antonello con desenfado.
  –Es cierto. Conozco algunos casos, como el hijo de “Musiú” Laserié (un famosos y adinerado hombre de la televisión local) y la del hijo de Julián Cancheco (un cómico y humorista de televisión) –reafirmé yo recordando unos casos que eran vox populi.
   Los tres nos quedamos callados por instantes.
  Después, mientras seguíamos montaña abajo, Antonello me dijo que el loquero que vivía en la hermosa casa en cuyas adyacencias pasamos, se llamaba Jaime no sé qué coño y que debía tener unos cuarenta y tres años. En eso llegamos al final de la meta que nos habíamos propuesto. Dimos vuelta y comenzamos el retorno.
  Fue un ascenso rápido. Antonello iba de primero. Yo a unos seis pasos de él y atrás, pero bastante atrás, Luna, quien a cada instante pegaba un grito quejándose de que íbamos muy rápido. Que el corazón se le iba a salir del pecho. La pobre tiene principio de bronquitis a causa del frío, los cigarrillos y quién sabe porque otras cosas más… ¡No!... No soy mal pensado. He estado en su cascarita y los he visto meterse, a ambos, sus puchos de marihuana. No los crítico. Ni me interesan sus razones o porqué lo hacen. Quizás, si me da la perra gana, yo también lo haga algún día.
  Antonello y yo, quien también subía con fuertes palpitaciones, paramos dos veces. Luna se seguía quejando, pero pronto nos alcanzó. Cuando se me ocurrió decirle que el lugar, que toda esa zona, era una de las canteras más grandes de cristales de cuarzo del país, Luna quedó extasiada. Le propuse escarbar para buscar algunos. Antonello estaba absorto en sus propias cavilaciones y recibió la ‘revelación’ como si le hubiese dicho que el agua es incolora.
  Luna y yo comenzamos una infructuosa búsqueda. Al filo del mediodía Antonello le dio permiso para que siguiese conmigo, buscando los cuarzos, y se marchó solo a la cabaña.
  Después de una hora, pese a las pertinaces “excavaciones”, Luna y yo regresamos defraudados, con las manos sucias y con unos remilgos microscópicos de cuarzo.
  Ya en mi cabaña, preparé el hígado encebollado, el cual comí con deleite y ansiedad canina. Raro que Danger no se asomó a la ventana para pedirme su cuota.
  De allí en adelante, enseguida después de ingerir mi alimento, comencé una frenética tarea de limpieza. Lavé, en el mínimo fregadero toda la ropa que consideré sucia. Un blue jeans, short, bóxer de dormir, franela, interiores, paños de cocina, medias y otro pequeño etcétera de cosas. Luego sacudí la ropa del “closet” la cual, otra vez, estaba llena de moho.
  En un descanso me puse a afilar y sacarle unas manchas de óxido a uno de mis cuchillos (el más viejito) de supervivencia. Quedó reluciente. De ahí fui directo a lavar los trastos sucios de la cocina. Cuando consideré que la “misión” estaba cumplida, agarré en mis manos la última pera, ya semipodrida, la lavé, saqué del closet una pequeña navaja militar de camuflaje y vanidosamente me fui hacia donde los guariqueños construían las últimas ocho cabañas de ese sector.

PAUSA INELUDIBLE: ¡Coño, me estoy durmiendo! Ya no puedo más. Estoy casi borracho y con pocos cigarrillos en la cajetilla. Son la 1:47 a.m. según el reloj del celular. Debo tratar de dormir porque mañana debo llevar el par de cuadros a la galería. Si en mi mente desesperada los recuerdos no se diluyen o huyen cual ladrón de mi atormentado ser, seguiré mañana.

MAÑANA:                                                                                
  En aquella oportunidad mi sabia madre acompañó su consejo con la frase ars longa, vita brevis, una máxima latina que significa el conocimiento es inmenso, la vida breve. De ahí en adelante siempre lo he seguido al pie de la letra.