jueves, 16 de diciembre de 2010

14 de septiembre (Parte 1).

  Lo que comenzó como un esplendoroso día, al pasar las horas se convirtió en diabólico y todo por mí ocurrencia, mi tozuda disposición de cambiar el número telefónico del celular.

  A primera hora de la mañana, serían las siete y treinta, llamé a casa de José Rafael. La dama que respondió el teléfono dijo: “Hoy se marchó muy temprano”. Escuchada la ‘terrible’ respuesta ya que, de momento, se esfumaba la posibilidad real de trabajo con la que soñaba, le pedí encarecidamente que le notificase sobre mi llamada. Que se lo anotase en un papel y que cuando volviera a casa se lo diese.
  Como no me doy por vencido fácilmente y soy más cabeza dura que un toro de lidia o un asno, como mejor prefieran, marqué el número de su celular. Nadie contestó y la casilla de mensajes estaba llena. Siquiera pude dejarle dicho nada. Llamada perdida.
  Aunque tenía muchas ganas de echarme en la cama y seguir durmiendo, melancólico me puse a preparar el desayuno. Tres rebanadas de pan cuadrado, el cual doro en la sartén, a la francesa. Una vez dorado, les unto encima queso fundido y listo.
  Terminada la colación, me dispuse, a fin de darle tregua, aunque fuese mínima, a mi mente, a ocuparme un poco de la “casa”.
  Lavé los pocos trastos sucios, la parte de abajo del mono de gimnasia, o sea el pantalón, dos short y unos cuatro interiores. Todos con una gran mancha marrón por el lado que está cerca de la comisura del ano y, debo reconocerlo, hediondos a mierda. Por supuesto que los remojé y estrujé un buen rato antes enjuagarlos y ponerlos a secar al sol, el cual estaba radiante. Todas mis tareas las realicé en el pequeño fregadero, el cual sirve para tres esenciales funciones: lavar trastos sucios, lavaplatos y lavamanos. Un tres en uno excelente. El lo único en toda en cabaña., además de la ducha, por donde sale un chorro de agua.

PAUSA DE TORMENTO: Las moscas me tienen enloquecido (¡aún más!) y a punto de un ataque de angustia con su frenética y cochina danza de espolvoreo de bacterias y cosquilleo irritante cuando se posan en mi torso y piernas desnudas. Estoy escribiendo en short y aunque, por ahora, no “asesino” a indefensos insectos, pienso que un poco de insecticida las espantarán y si alguna tiene tanta mala suerte como la mía y pasa delante del rociador cuando acciono la válvula, pues QEPD.

  A eso de las once de la mañana tomé una cebolla, medio cubito de pollo y me dispuse a preparar una suculenta sopa de cebollas para el almuerzo.
  Mientras estoy absorto en mi quehacer culinario, pese a que durante el día siempre dejo la puerta abierta, de pronto escucho el sonar de unos nudillos contra la madera.
  – ¿Se puede, Don Leonardo? –pregunta una voz desde la parte de afuera de la cabaña.
  Asentí y entró.
  Era Freddy, quien venía a instalar la última portezuela de madera del estante de la cocina.
  El pobre, aunque tiene todas las intenciones de hacer las cosas bien, no atina una: No pudo colocarla. Mientras lo intentaba yo seguía pendiente de la cocción y de sus intentos de encajarla y cuadrarla bien.
  Cuando creí que la sopa estaba casi lista, le agregué un puño de arroz y revolví con la cuchara de plata, que en su extremo cóncavo inferior tomó un color negruzco brillante. Si la viese ahora Carolina, agregaría esta “afrenta, este maltrato a la dignidad y bienes de la mujer”, como un agravante más en su demanda de divorcio. ¿Qué carajo, qué guiso diabólico estará cocinando con sus abogados?... De seguro inventando cualquier cosa con tal de joderme.
  Como tenía todo dispuesto para almorzar, Freddy, educadamente y exhausto (más parecía que quería huir de la tortura que le impuso la portezuela), expresó:
  –Coma tranquilo, Don Leonardo. Volveré en la tarde.
  Le comuniqué que en la tarde no podría ser porque saldría de la montaña. Le diferí su ‘misión’ para el día siguiente.
  Últimamente todos los trabajadores de por estos lados me dicen Don Leonardo. No sé si es por respeto o por todo lo que he envejecido en estos días de angustia, tormento y desespero. Debe ser por lo segundo, porque hasta yo, cuando me veo en el espejo noto las marcas, lo envejecido que me ha dejado esta pena. Sí, seguramente se dieron cuenta de mi metamorfosis, porque antes me saludaban con un “¡Epa, Leonardo!”… ¿Cómo estás Leonardo? ¿Cómo amaneciste Leonardo?” y saludos por el estilo. Pero ese cambio a ‘Don’ en menos de dos meses me tiene preocupado. Debo analizar la causa.
  Algunas horas más tarde después de almorzar, llamé al 811 de Selcel por el otro celular, un viejo ‘prepago’ que tenía tirado en la maletera del auto, a fin de efectuar el cambio de número.
  –Buenas tardes. Bienvenido a Selcel. Le habla Javier, ¿en qué puedo servirle? –escuché del otro lado de la línea.
  Le informé que llamaba para efectuar el cambio de número. Luego de un corto pero preciso interrogatorio para chuequear la autenticidad de todos mis datos con el objeto de cerciorarse de que, ciertamente, el aparato me pertenecía (por el asunto ese de los robos de teléfonos), me asignó el nuevo número 014-249.85.53 y comenzamos la lenta y un poco complicada nueva programación. Yo escuchaba sus indicaciones a través del viejo ‘prepago’ y en el mío iba asentando todos los pasos que señalaba: “Marque 41* (asterisco), seguidamente el número 887… “. No llegaba a marcarlos todos porque mi aparato regresaba automáticamente al inicio. Se bloqueaba. Quedó defectuoso desde que durante toda la noche le cayó encima el piche zumo de un queso blanco semiduro que había apoyado precisamente en el tablón de arriba de donde tenía enchufado el aparato cargando. No me lo esperaba, ya que estaba bien envuelto en tres bolsas plásticas, pero al parecer tenía un pequeño orificio por donde comenzó a gotear y las gotas fueron a caer directamente sobre el celular. Lo inundó. Lo limpie cuidadosamente con papel toilette, luego con trapito húmedo y, aparentemente, había salido ileso, aunque oliendo a mierda… ¡Es qué el pobre celular está quesudo como yo!... Le hace falta su celulara
  Con el operador de Selcel intenté la acción dos veces más. Fastidiado, sugirió que lo llevase a chequear a una de sus Centrales de Servicios, que allí lo podrían reprogramar con la computadora. Preguntó dónde me encontraba. Le dije que en Las Mercedes. No le iba a decir que en La Montaña de los Desesperados. Me informó que fuese al CCCT, Nivel C-1 y que ellos trabajaban hasta las cinco y treinta de la tarde. Ya eran pasadas las tres. Pensaba ducharme, pero aborté la idea. “¡Coño de la madre. Todo me sale mal!”, me recriminé.
  Lo peor de todo esto es que el número viejo había sido totalmente eliminado y asignado el nuevo y el celular quedaría inoperante hasta no resolver el problema que presentaba. En fin, en dos palabras: ¡quedé jodido! Sin poder llamar ni recibir llamadas.
  Apresuradamente me vestí y corrí hacia la Central de Servicios con la esperanza de que allí el puto celular se dignara de funcionar.
  Conseguí rápidamente donde estacionar. Ya dentro del centro comercial caminé hacia el Nivel C-1. Me sentí incómodo, pueblerino, andando sobre su piso de mármol después de estar pisando terruños, piedras y pedruscos en la montaña. Tenía la falsa sensación que todos me observaban. Quizás les llamaba la atención mi cara de amargado, pero, la verdad, era que caminaba con inseguridad. No era ‘el yo’ de siempre.
  Vi a un señor empujando el cochecito de un bebé con su risueña esposa marchando a su lado y sentí una aflicción de muerte. Carolina, y yo haciendo lo mismo, rodando el coche con Dorian en su interior, pasamos varias veces por ese mismo lugar. Nostalgia, pena y desespero. ¿Por qué coño estoy reducido a esto? ¿Por qué tanto sufrimiento?... ¡Contéstame, Dios!…Tengo tiempo que no peleo contigo, pero ganas no me faltan para comenzar una ya, aunque sé que tu siempre, como eres Todopoderoso, saldrás triunfante y cagado de la risa.
  Tengo tres días sin llamar a casa. ¿Tres?... No recuerdo. Tres días sin hablar con Dorian sabiendo que puedo llamar en las horas que me ‘asignaron’. ¿Para qué llamar? Para que me digan qué no está, qué está durmiendo o qué la mamá lo está bañando. ¿Qué burla es esa? ¡Estoy arrecho con tantas vejaciones! Y, lo peor, para hacerme sufrir más y ser más crueles con mi deshecha vida, utilizan a Dorian como arma. ¿No es suficiente con haberlo perdido todo? El amor de Carolina, mi autoestima, mis ganas de vivir, la paz, mis afectos, amistades y toda la felicidad que el mundo me habías concedido.
  Por ese motivo y cualquier otro que está perdido en mi mente, decidí no llamar más. Es mi castigo… ¿A qué? No lo sé. Quizás a mí mismo… ¡Al carajo los motivos!... Voy a llamar ahora mismo…

PAUSA DE DOLOR Y NOTALGIA: No hay nadie en casa. Se activó la contestadora. ¿Estarán en el Club? ¿Ella haciendo spinning y Elsa paseando al niño por el parque infantil? ¿O Carolina la dejó allí con el niño y anda con su amante y cuando termine de besuquearse con él los irá a recoger? ¿Quién coño sabe en qué anda esa mujer?

MAÑANA:                                                                               
  Aquel rostro compungido que siempre veía en Carolina, ahora también es mío. Me pertenece. Le robé su depresión y la enmarqué en mi rostro. Estoy igual, idéntico, cual copia al carbón.

diegofortunato2002@yahoo.es
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