jueves, 9 de diciembre de 2010

13 de septiembre (Parte 1).

  Hoy es mi día de suerte. Amo al trece, al número trece. Hace tiempo, pero mucho tiempo atrás, adopté al 13 como mi número amuleto. Casi siempre me va de maravilla los días 13. Aún los martes 13, al que el común de la gente, por lo menos en occidente, lo ven como un número diabólico y de mala suerte. Muchos son tan supersticiosos, que hasta lo execran de sus calendarios o agendas. ¡Es el colmo!... Para mi es todo lo contrario… ¡El 13 es lo máximo!

PAUSA DE SUSTO: Sigilosamente se acaba de asomar por la ventana Antonello, quien luce una barba de unos tres días.

  –Leonardo, no tienes algo de curdita (licor) –preguntó con voz de ultratumba.
  – ¡Coño, me asustaste! –exclamé sobresaltado, ya que tenía la cabezota metida en este Diario, garabateando.
  – ¡Sí, vale! Me queda un poquito de whisky, el de tú cumpleaños –contesté medio repuesto de la impresión.
  – ¡No, vale! Esa es tuya –refutó.
  –Apenas queda un poquito… Te daré la botella –precisé mientras fui en busca del frasco.
  Se lo había comprado días antes por cinco mil bolívares. Él se la iba a vender al primero que encontrase, pero yo no quería que pasara por la humillación de estarla ofreciendo en cualquier abasto o portugués.
  Tomé la botella de la “despensa” inferior de la cocina y se la di. Apenas restaban unos tres dedos, a lo sumo.
   – ¿No te quedan lexos? –preguntó después de agarrar la botella.
  – ¡No, vale! –contesté de primera, tal como le dije última vez que me pidió ese medicamento para desesperados.
  Otra vez le mentí. No tengo récipe y me quedan unas seis o siete pastillas. Eso me tiene preocupado. En estos momentos para mí son como pepitas de oro.

PAUSA DE RECUPERACIÓN: El susto que me dio Antonello Amilata, ese es su apellido, me causó algo parecido a un ataque de angustia. Me echaré un rato sobre la cama, a ver si el corazón y la respiración recuperan su ritmo normal. Luego lo asentaré en el Diario lo que pensaba escribir.

  Ya pasó. Al levantarme del lecho fui directamente donde tenía el celular apagado. Lo prendí para ver la hora. Es de madrugada. Son las 1:13 a.m. Casi enseguida de encenderlo comienzo a escuchar un bip…bip. Alguien dejó un mensaje en el celular mientras descansaba. Veré de quién es. Lo escucharé tirado otra vez sobre la cama. ¡Huy! Como que este Diario desesperado nunca tendrá fin.
  Hoy, en la última hora de la tarde, acontecieron tantas cosas plenas de desesperación y revelaciones que no sé por dónde empezar y cómo contarlas. Fue la hora más larga de mi vida. No recuerdo otra igual, menos tan cargada de desesperanza, confusión alucinante y con la muerte rondando en la montaña y no en la lejanía, sino aquí, en mi cabaña y luego en la de Antonello.
  Son las 2:58 a.m. Contaré, según el dictado de mi memoria, paso a paso (pero con sus lagunas) lo que viví en esos sesenta minutos. Después, si mi atormentado ser me concede la paz relataré como concluyó el día que, con tantas pausas, además del cansancio y los tragos, no pude finalizar de escribir.
  ¡Coño! Cómo que de ahora en adelante respetaré el número 13, porque no puede ser posible que después que enumeré sus virtudes y bondades, casi al terminar de escribir la última palabra, de casualidad no muero. Y eso que estaba escribiendo bajo las tonadas celestiales, rezos, música y cantos de unos monjes tibetanos grabados por mi buen amigo Valentín Sadra durante su vista al Tíbet, cuya copia en casette me regaló a su regresó. Ambos trabajamos juntos en la revista esotérica Cábala. Él era el director y yo el subdirector. En aquella época yo dirigía, simultáneamente, una revista de espectáculos, la de mayor circulación en el país.
  Bien, recapitulo. El primer presentimiento de que pronto moriría lo tuve cuando escuchaba las sagradas palabras om shiri sairam y luego los acordes y tonadas de gones, platillos de bronce y repiques sobre leños secos de bambúes y el consabido ¡ommmmmmm! con que los monjes tibetanos buscan, en su meditación, conexión con el universo y sus misterios. No sé si realmente lo logran. Yo he tratado, pero no he podido… ¡El universo no se compadece de mi!… ¡Para mi no hay compasión sino tormento!

PAUSA DE AMOR Y NOSTALGIA: Estoy, lo percibo debajo de la punta del bolígrafo, maltratando el recuerdito de bautizo de mi bendito y amado hijo Dorian y todos los ‘etcéteras’ que lo acompañan. Voy a mudarlos a la última página.

  Ya lo hice.
  Con el susto que me pegó Antonello, intuí que pronto (pero fue más pronto de lo que esperaba), sería víctima de la no paz, de la angustia, debido a que con todas la ganas y necesidad de mi ser interior quería bostezar y no podía… Comencé a sentir falta de aire. Después una opresión en el estómago que me asustó aún más. Trato, una y otra vez, de alcanzar el bostezo y vez de lograrlo, me ahogo. Mis sentidos, los pocos que me quedan de no sé cuántos son en total, me advertían que esa extraña sensación se debía a que había comenzado a escribir inmediatamente después de almorzar. (Me había comido un rebosante plato de pasta -rigattoni- en salsa, que preparé apenas llegué a la cabaña, a los que después de servidos le espolvoreé encima bastante queso parmesano “semiácido”, para no decir descompuesto). Mis sentidos insinuaban que el malestar se debía a eso. Que debido a que tenía la cabeza baja y el cuerpo arqueado y contraído sobre el Diario, me estaba causando una indigestión o una digestión precaria, con muchas dificultades. Recordé que en mis tiempos de estudiante de Derecho mi querida, amada, santa e inolvidable madre (QEPD), con mucho amor me decía que nunca abriese un libro después de comer y que, mucho menos, me concentrase en su lectura. Ese oportuno y sabio consejo me lo dio mi venerada madre un día mientras almorzábamos en familia junto a mi padre y hermanos en largo comedor de la sala. Si mal no recuerdo era mi primer año de Leyes en la universidad. Inquieto y ávido de conocimientos, había bajado de mi habitación con un libraco, el cual acomodé a mi lado derecho en la mesa y entre bocado y bocado, seguía leyendo y hojeando sus páginas. Era una total y flagrante mala educación, pero mi padre permitió que lo hiciese porque, además de que era mi primer año en la Escuela de Derecho, al día siguiente tendría un ‘fuerte y difícil’ examen. Mi padre, que también en paz descanse, era muy estricto y, en la mesa, aún más. Todos, mis hermanos y yo, debíamos estar sentado a la hora indicada, bien vestidos y peinados, tanto para el almuerzo como para la cena. Nada de eso de sentarse en la mesa en franelilla, pijama, sin zapatos o con el torso desnudo. Quien olvidase esas normas del galateo (reglas y costumbres del buen comer) recibía, sin aviso ni protesto, un bofetón de mi padre seguido de la orden “¡Vete a vestir!”.
  Bueno, contaba que ese día, por tener la cabeza gacha y estar concentrado más en lo que estaba leyendo que en lo que estaba comiendo, me dio un mareo y casi me desmayo. Me asusté mucho, igualmente mis padres y hermanos. Desde ese entonces, recordando el consejo que mi madre me dio en ese momento, siempre evito hacerlo. O sea escribir o leer enseguida después de comer. En aquella oportunidad mi sabia madre acompañó su consejo con la frase ars longa, vita brevis, una máxima latina que significa el conocimiento es inmenso, la vida breve. De ahí en adelante siempre lo he seguido al pie de la letra.
  Pero ahora, como estoy desesperado y trato con desdén la vida, hice caso omiso al sabio consejo, aunque por lo cagón que soy en cuando a salud se refiere, entré en rápido y paranoico miedo. Me eché sobre la cama y cerré los ojos con la intención de que esa sensación pasase pronto. Sólo resistí pocos segundos. La mente me llevó a los confines de la muerte. La posición que había adoptado, boca arriba, ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre la barriga, la percibí como de muerto, metido dentro de una urna. Enseguida me incorporé.
  Salí de la cabaña y caminé hacía la parte trasera en busca de aire, el cual conseguí a duras penas. Luego hice ejercicios de respiración profunda. Aspiraba mucho aire por la nariz hasta llenar mis maltratados pulmones al máximo. Lo mantenía represado hasta que pudiese y después exhalaba lentamente por la boca, hasta botar el más mínimo residuo de oxígeno.
  Pero nada. Cuando uno está cagado, esa mierda no sirve para nada. Luego tosí. Recomendación de Maura para lograr un ritmo cardíaco más natural, pero nada. Regresé al interior de la cabaña y volví a echarme en la cama. Sólo escuchaba, además de mi propio tormento, el también atormentante ruido que hacían unos jóvenes obreros (no los guariqueños) que desde ayer están preparando el terreno enlodado que está más bajo de estás cuatros y continuas cabañas. La intención es, como dicen por aquí, encofrarlas y luego vaciarle el cemento de la base.
  La puerta de entrada de mi cascarita siempre o casi siempre permanece abierta durante el día. Como estuve tanto tiempo sin puerta ni ventanas me acostumbré a esa forma de vida a la ‘intemperie’ porque circula aire puro.
  Tirado sobre la cama pensaba que si me daba un infarto o algo por el estilo, podía tener la fuerza necesaria para alcanzar las pastillas sublinguales de Isordil que siempre tengo a la vista sobre este mesón, donde mato el tiempo escribiendo el Diario, y salir sin mucho esfuerzo por la puerta y pedir auxilio. Estando abierta es más fácil y menos complicado franquearla, ya que a veces, como fue hecha con madera húmeda, se atora y hay que aplicarle bastantes músculos para que abra.
  “Si el ataque es fulminante, me jodí. No podré llegar a ellas”, pensé. Luego de pensar en eso, sendos eructos salieron de mi boca. Después un prolongado y nada perfumado pedo… “¡Coño, son gases!”, me dije dando ánimo y borrar el pernicioso pensamiento de muerte súbita que me atormentaba. Pero del bostezo, nada. Al fin vino y con el una rápida carrera al baño, donde exploté en desbordante diarrea.

MAÑANA:                                                                             
  Los interminables y angustiosos minutos iniciaron su lenta, pausada y aburrida marcha. ¿A ellos, a los minutos, qué carajo les importa lo que pasa por mi mente?... ¡Un coño!

miércoles, 8 de diciembre de 2010

12 de septiembre (Parte y3).

   P/D A LA PAUSA ANTERIOR: Antes de despedirnos le comuniqué a Maura la decisión de cambiar el número del celular. Casi le da un síncope. “Y yo, cómo me voy a comunicar contigo”. Le dije que la llamaría y se le daría el nuevo número. Es imperativo que lo haga. Es una forma, además de rehuir al acoso del abogado de Carolina, de comprobar su lealtad y silencio. Le dije que, además de ella, no lo tendría más nadie. Que ese sería un supremo acto de confianza, nuestro secreto. Veremos qué pasa. Y es que dudo tanto de ella, no de su entrega, sino de su boca. Tanto, que a veces tiemblo sólo de pensar qué pasaría si Carolina llegara a enterarse que me acosté con ella. Darle el nuevo número telefónico será una decisión muy temeraria. Pero no importa. Conoceré, al fin, de qué madera están hechos algunos seres humanos… ¿Será qué sólo estoy rodeado de bestias?

  Hoy pasé un día pleno de paz y alegría, pero estoy tan cansado que no resisto escribir una línea más, pero trataré, pese a los lexos y a la media botella de gin que he engullido desde que tomé el bolígrafo en mis manos. Son las 12:18 a.m. y aunque quiero darle más rienda a mi mano, esta, confusa y cansada, busca resistirse. Veré hasta dónde puedo llegar, de otra forma continuaré mañana, aunque sea otro día, que, por cierto, debo acometer con decisión y prontitud cronométrica desde muy temprano porque esta tarde llamé a la Galería de Arte Adrómaca y Leandra, la curadora y novia de Genardo, hijo del dueño del establecimiento, me notificó que el domingo se inauguraría la Gran Colectiva Nacional y que yo era parte de ella.
  “¿Cuándo debo llevar las obras?”, pregunté extrañado. Y respondió que en la galería tenían un cuadro que desde hace meses dejé en consignación. ¡Una obra! ¿Sólo una obra? Me pareció tan pobre que, en pocas palabras, la convencí para llevarle otros dos excelentes cuadros y ella lo aprobó. La cita es para mañana a las nueve y debo ser puntual sino me joden en el montaje. Las pinturas que llevaré serán dos de las tres que adornan la cabaña. Sus títulos son Otoño incipiente y La náufrago, ambos de formato 120x70 cm. y pertenecen a mi última “loca” colección, la cual denominé Vitrales Virtuales. Bajaré los precios, ya que no estoy para estúpidas exigencias. ¡Necesito dinero a toda costa! Y, si bajo los precios, pese a la caótica recesión económica que vive el país bajo el mando del presidente, Comandante y General en Jefe de Todos los Ejércitos, podré tener la suerte de vender algunos… “¡Suerte para el domingo, desesperado!”, me doy ánimo a mi mismo.
  Regresando a lo de la caminata con Antonello y Luna debo anotar que fue relajante y llena de nuevas revelaciones.

PAUSA CORTA O NO TAN CORTA… SER O NO SER, I’T IS THE QUESTION…: Fui a hacer pipí. La hago, en mi privacidad, sentado en la poceta, como las mujeres, debido a que cuando estuve viviendo con una mujer con hijos, me reclamaba que salpicaba de orine por todos lados y que tenía la mala costumbre de no levantar la tapa del baño. Que eso era una cochinada y que podría enfermar a sus pequeñas con quién sabe qué imbécil enfermedad porque yo era un puto y, por “precaución”, me obligó a mear sentado. Y así me acostumbré a hacerlo hasta ahora, y así lo hago en mí propia intimidad. No en los sitios públicos o cuando una mujer está en una habitación conmigo, ya que les excita sentir la fuerza del meado cuando se estrella y rebota contra la cristalina y mansa agua de la poceta. Al escucharla salir del pene y penetrar el agua les hacen “presentir” tu fuerza de amante, tu potencia sexual, según me confesó una vez una mujer con la que salía. Se hacen sus fantasías y se lo imaginan grande y duro, como les gusta a todas. Podrán cambiar muchos denominadores comunes en el mundo, tanto en la ciencia o en las matemáticas, pero ese, mientras exista una mujer en el mundo, nunca cambiará: ¡grande y duro! Es ese el denominador común de sus vaginas. Por otro lado, lo de la fuerza de la caída del orine no tiene nada que ver con la potencia sexual y lo digo por mi mismo. Yo lo hago normal o suavecito, dependiendo del momento y como tenga de llena la vejiga. Los diabéticos parecieran que lo hacen con una manguera de bomberos y, sin embargo, en una gran mayoría de los casos, sufren de disfunción eréctil o no sirven como amantes y, lo peor, algunos lo tienen chiquito. Pero eso a ellas no les importa. Si esa es la realidad no tiene ninguna relevancia. Lo importante es su fantasía, porque escuchar la voluptuosa caída del meado le sublima su taquicardia vaginal. La culpa no es tanto de ellas, sino de sus hormonas. De su genética y pensamiento vaginal. Su verdadero amor está en la fantasía, dureza y tamaño de un pequeño apéndice y, por supuesto, en el dinero. En mi puta y experta opinión es así. Así sucede con la gran mayoría de ellas, aunque sean muy señoras y nada putas. Es la realidad, el día a día de esos seres que llamamos mujeres pero que, en realidad, son nuestros diablos de la existencia cotidiana. Pero, ¡cómo nos gustan!... Una vez, cuando todavía no estábamos casados y nos la pasábamos “fugando” de posada en posada turística en el interior del país a fin de escondernos de miradas curiosas y pasar nuestros largos y ardientes fines de semana, Carolina me dijo: “No sólo hay que ser señora, sino parecerlo”… ¡Sin importar lo puta y depravada que sea la mujer, por supuesto!

  Vuelvo atrás y regresó al cuento inconcluso de la caminata. Fue reveladora. Cuento porqué.
  Al pasar cerca de una casa enclavada en una hondonada de la montaña, afirmé:
  –Ahí vive un psiquiatra.
  –Sí, el qué jodió a Antonello –manifestó Luna con sus cándidos dieciséis años.
  – ¿Cómo es eso? –pregunté extrañado.
  –Estuve en tratamiento con él por año y medio… Tú sabes… Por eso de la dependencia –respondió Antonello.
  Supuse que se refería a dependencia de alcohol y drogas.
  –Pero no logró nada porque está igual de loco –intercedió Luna equiparando al psiquiatra con Antonello.
  Como el asunto me pareció bastante delicado y personal, me hice el desentendido, como si no comprendiese su realidad, y me fui por la tangente al decirles que los mejores centros de rehabilitación de drogadictos están en Cuba, pero que son muy costosos.
  –Yo conozco a muchos que fueron allá y regresaron peor –sentenció Antonello con desenfado.
  –Es cierto. Conozco algunos casos, como el hijo de “Musiú” Laserié (un famosos y adinerado hombre de la televisión local) y la del hijo de Julián Cancheco (un cómico y humorista de televisión) –reafirmé yo recordando unos casos que eran vox populi.
   Los tres nos quedamos callados por instantes.
  Después, mientras seguíamos montaña abajo, Antonello me dijo que el loquero que vivía en la hermosa casa en cuyas adyacencias pasamos, se llamaba Jaime no sé qué coño y que debía tener unos cuarenta y tres años. En eso llegamos al final de la meta que nos habíamos propuesto. Dimos vuelta y comenzamos el retorno.
  Fue un ascenso rápido. Antonello iba de primero. Yo a unos seis pasos de él y atrás, pero bastante atrás, Luna, quien a cada instante pegaba un grito quejándose de que íbamos muy rápido. Que el corazón se le iba a salir del pecho. La pobre tiene principio de bronquitis a causa del frío, los cigarrillos y quién sabe porque otras cosas más… ¡No!... No soy mal pensado. He estado en su cascarita y los he visto meterse, a ambos, sus puchos de marihuana. No los crítico. Ni me interesan sus razones o porqué lo hacen. Quizás, si me da la perra gana, yo también lo haga algún día.
  Antonello y yo, quien también subía con fuertes palpitaciones, paramos dos veces. Luna se seguía quejando, pero pronto nos alcanzó. Cuando se me ocurrió decirle que el lugar, que toda esa zona, era una de las canteras más grandes de cristales de cuarzo del país, Luna quedó extasiada. Le propuse escarbar para buscar algunos. Antonello estaba absorto en sus propias cavilaciones y recibió la ‘revelación’ como si le hubiese dicho que el agua es incolora.
  Luna y yo comenzamos una infructuosa búsqueda. Al filo del mediodía Antonello le dio permiso para que siguiese conmigo, buscando los cuarzos, y se marchó solo a la cabaña.
  Después de una hora, pese a las pertinaces “excavaciones”, Luna y yo regresamos defraudados, con las manos sucias y con unos remilgos microscópicos de cuarzo.
  Ya en mi cabaña, preparé el hígado encebollado, el cual comí con deleite y ansiedad canina. Raro que Danger no se asomó a la ventana para pedirme su cuota.
  De allí en adelante, enseguida después de ingerir mi alimento, comencé una frenética tarea de limpieza. Lavé, en el mínimo fregadero toda la ropa que consideré sucia. Un blue jeans, short, bóxer de dormir, franela, interiores, paños de cocina, medias y otro pequeño etcétera de cosas. Luego sacudí la ropa del “closet” la cual, otra vez, estaba llena de moho.
  En un descanso me puse a afilar y sacarle unas manchas de óxido a uno de mis cuchillos (el más viejito) de supervivencia. Quedó reluciente. De ahí fui directo a lavar los trastos sucios de la cocina. Cuando consideré que la “misión” estaba cumplida, agarré en mis manos la última pera, ya semipodrida, la lavé, saqué del closet una pequeña navaja militar de camuflaje y vanidosamente me fui hacia donde los guariqueños construían las últimas ocho cabañas de ese sector.

PAUSA INELUDIBLE: ¡Coño, me estoy durmiendo! Ya no puedo más. Estoy casi borracho y con pocos cigarrillos en la cajetilla. Son la 1:47 a.m. según el reloj del celular. Debo tratar de dormir porque mañana debo llevar el par de cuadros a la galería. Si en mi mente desesperada los recuerdos no se diluyen o huyen cual ladrón de mi atormentado ser, seguiré mañana.

MAÑANA:                                                                                
  En aquella oportunidad mi sabia madre acompañó su consejo con la frase ars longa, vita brevis, una máxima latina que significa el conocimiento es inmenso, la vida breve. De ahí en adelante siempre lo he seguido al pie de la letra.



martes, 7 de diciembre de 2010

12 de septiembre (Parte 2).

  Al regresar de la bodega vi a Antonello y a Luna en short y franela que subían por la cuesta a fin de iniciar una caminata por la montaña.
  Saqué la pequeña compra del auto y en mi descenso nos cruzamos. “¿De ejercicios? Los felicito. Eso es bueno”, manifesté a mi paso.
  Entré a la cabaña, ordené las cosas, y me senté a escribir. Con desgano apenas garabateé unas cuatro líneas de este TERCER FINAL. Quería anotar unas cuantas “cosillas” que se me habían pasado por alto anoche, pero mi pensamiento, mis deseos iban hacia Antonello y Luna y su disposición de ejercitarse y caminar libres por la montaña. Respirar profundamente todos sus misterios y sabiduría. A mí me encanta hacerlo. Entonces, de pronto, mi yo interior exclamó decidido: “¡Coño, déjate de pendejadas y anda también a echar una caminata!”.
  Me quité el suéter de lana, enfilé una franelilla sin mangas, guardé el celular en uno de los bolsillos del mono y en el otro una pequeña navaja por si había que cortar algunas ramas, y abandoné la cabaña.
  Comencé a bajar por el enramado camino de bambúes que convierte a ese tramo del descenso en un hermoso túnel vegetal y pronto me volví a encontrar a Antonello y Luna, quienes ya venían de regreso. Me dijeron que sólo hicieron un corto recorrido. Les indiqué que más reconfortante para alma y espíritu era bajar más, adentrarse en la soledad de la montaña. Que allí se respira paz y que, además, era excelente para ejercitar todo los músculos. Antonello manifestó que no bajaron mucho porque Luna les tiene terror a las serpientes. Me volteé hacia la muchacha y le dije que yo también, pero que no se preocupase porque ellas nos temían aún más a nosotros y que cuando “olfateaban” presencia humana salían más rápido que una bala a protegerse en sus guaridas. Además, le manifesté que más adelante la vegetación era muy hermosa, que parecía bañada por un manto divino y que, con suerte, podría ver a algunas traviesas y escurridizas ardillitas. Mi argumento convenció a Luna y ambos me siguieron.

PAUSA ATORMENTANTE: Son las 11:16 p.m. El teléfono repicó en varias ocasiones Al constatar el número que aparecía en la pantalla del celular con los que estaban almacenados en mi memoria enseguida supe que era Maura quien llamaba. Estaba indeciso en si atenderla o no. Opté por lo primero. Me contó lo que había hecho durante el día. Que entregó el currículo en la Siemens y que en la entrevista le fue de maravilla. Luego siguió con su eterno blablablá y, ¡coño!, al terminar, siguió con otro blablabá que comenzó a impacientarme. ¡Sí habla esa mujer! Parece una máquina incontrolable de palabras. Creo (ahora lo creo muy, pero muy en serio) que en aquella época la dejé por eso. Por su desbocada lengua. ¡Coño, es atormentante! Me dijo, a fin de que no pensase en nada “malo”, que se estaba portando bien. Que confiara en ella. Después me volvió a repetir su agenda del día y todo otro blablablá. De pronto hizo una pequeña pausa y me preguntó qué había comido y, lo insólito, aunque sé que es muy desconfiada, lanzó: “¿Dónde estás?”… ¡Qué bolas! ¿Dónde carajo voy a estar? Con esta desesperación, limpio como tablón de lavandera, sin trabajo y, ahora, también atormentado por ella y sus dudas. Dónde coño puedo estar sino metido en esta mierda. No obstante, como es tan bocona, le volví a hacer la advertencia de que no dijese nada de dónde estaba. Que me había convertido en un súper escéptico, que ya no creía en nadie, y que estaba cansado de traiciones. Volvió a repetirme que ella había “cambiado” y que por nada en el mundo me haría daño. Me mandó besos… Muchos besos y…

  – ¿Y la nevera? Tienes que tener una nevera –expresó cuando ya estaba por trancar.
  “¡Qué coño me interesa una nevera! Yo ya estoy congelado en mi tormento. ¿Otro peo más?”. Eso lo que pensé dentro de mí, pero a ella le contesté que lo decidiría más adelante, que me averiguase cuánto cuestan. Prometió que se ocuparía de ello. Más besos y la pregunta: “¿Vamos a pasar este fin de semana juntos en la montaña?”. Le dije que no había problema -aunque hay uno- y le volví a recordar que no se le ocurriese decirle nada a Rosalía, ya que esa mujer es diabólica. Me contestó qué si creía que estaba loca (¡sí lo está, o casi!) y que no le repitiese tanto esa advertencia. Que ella estaba clara (¿Clara?... ¡Ni por el coño!) y siguió con otra retahíla más. Que me cuidara. Qué yo valía mucho y bla… bla… bla… Besos y adiós.
  Hoy ha sido mi primer día, desde que regresaron de Aruba, que no llamé a casa. Tantas burlas continuas, que no me provocó. Estoy tan herido en mi amor propio, que tampoco tuve ganas de hacerlo por Dorian. Olvidaré los recorridos desesperados. Esos tours de angustia y muerte súbita y me quedaré tranquilo sin siquiera, a pesar mío, llamar por teléfono, hasta que esta mierda llena de incertidumbre no se aclare a través de los abogados. ¿Divorcio o no divorcio?… ¿Ser o no ser?...

MAÑANA:                                                                               
  He estado en su cascarita y los he visto meterse, a ambos, sus puchos de marihuana. No los crítico. Ni me interesan sus razones o porqué lo hacen. Quizás, si me da la perra gana, yo también lo haga algún día.

lunes, 6 de diciembre de 2010

12 de septiembre (Parte 1).

HACIA EL TERCER Y ÚLTIMO FINAL
Nota: Este Diario ya se ha comido seis bolígrafos. Acabo de regresar de comprar dos más.

 
LA NUEVA ETAPA



12 de septiembre.

  Defraudado, burlado, humillado hasta por las cachifas de Carolina. Víctima de intrigas, complots, engaños, traiciones y conspiraciones, buscaré levantarme de entre los muertos, como Lázaro.
  Tengo fe y amor y eso lo es todo.
  Aunque me acosté tarde anoche, hoy me levanté temprano. No porque tuviese muchas ganas de hacerlo, sino porque el despertador de mi reloj primero, y después el de mesa, comenzaron con sus insistentes pititos intermitentes a alertarme de que eran las seis y media de la mañana. De antemano los había ajustado para que sonaran a esa hora. Había quedado con el hijo del canciller, el nuevo alcalde de Catare, que lo llamaría hoy a las 7:30 a.m.
  Hice pipí, preparé café y esperé, sin quitarme el suéter de lana, el pantalón del mono de gimnasia y unas gruesas medias con las que dormí, ya que anoche hizo un frío congelante, a que el reloj marcara la hora acordada para la llamada.
  Había ajustado los relojes para que zumbaran una hora antes debido a que soy muy flojo para salir de la cama. Lo pienso mucho antes de hacerlo. De hecho pude, bajo reprobación de mi pereza, cuando eran ya las siete de la mañana.
  Ni me lavé la cara, porque en mis adentros decidí, una vez lograda la conversación, volverme a tirar en la cama y seguir durmiendo. Las anteriores noches de desvelo se lo suplicaban a mi cuerpo. Fumé dos o tres cigarrillos acompañados por soberbias tazas de café y esperé impaciente.
  La pequeñas manecillas del reloj, que siempre andan de carrera, esta vez parecían artríticas, casi paralizadas. No aguanté más y a la siete y veinte marqué el número de su casa, porque, además de la enojosa espera, que me tenía intranquilo, pensé: “Y si hoy decidió salir más temprano para asumir su rol de regidor del destino de esa populosa parroquia me quedaré sin la ansiada conversación”. ¡Coño!, me urge un trabajo. No puedo dejar pasar la oportunidad que me prometió. Como es nuevo en el cargo, al principio ese sabor de poder y de mando lo inducirán, como ocurre con la mayoría de los funcionarios públicos, al menos durante los primeros meses, a madrugar para sentarse en su trono. Al poco tiempo, cuando comienzan a hastiarse y ser atacados por el virus de la rutina, la cual después los conduce al cáncer de la apatía y la corrupción, van cuando quieren y a lo hora que les da la perra gana. De pronto, el pueblo que les dio el poder en la esperanza de que se solucionarían sus problemas, pasa a ser una molesta masa amorfa llena de plañideros reclamos. A los que antes los políticos les mendigaban sus votos llenándolos de promesas, abrazos y besos, ahora los consideran basura pestilente y evitan acercarse a ellos. Y, propiamente, la política es eso: ¡Basura! Y los políticos sus inmundos receptáculos, donde los sentimientos y los principios son un lujo que no se pueden permitir. Como a través de mis años de ejercicio periodístico aprendí que en este país los poderes del estado y sus funcionarios, trabajan así, marqué el teléfono y esperé. El mismo me atendió.
  –Hola. Buenos días, José Rafael, es Leonardo –saludé afable.
  – ¡Epa!, Leonardito –contestó en tono cordial y cariñoso.
  –Te estoy llamado a esta hora y hoy martes, porque así lo habíamos convenido –le recordé.
  –Sí, claro. Pero mira, la cosa está aún un poco enredada y estamos haciendo unos ajustes. Todavía no tengo nada, pero llámame el jueves. Llama, por favor. En ninguna forma me molestas. Llama, ¿de acuerdo?
  – ¡Claro! Seguro, qué lo haré. Que pases un feliz día –le deseé y colgamos.
  Después de tanto tiempo de espera y con esas vanas esperanzas, se me quitaron las ganas de seguir durmiendo.
  Me lavé la cara, cepillé los dientes, peiné y, pese a la hora, decidí ir a comprar un par de Kilométricos, ya que anoche la tinta de mi último bolígrafo me dijo: ¡Hasta aquí llegamos! No me quejo. La realidad es que en verdad duran kilómetros de escritura.
  Una vez en el abasto compré también un garrafón de agua potable, una caja de cigarrillos y un bistec de hígado, el cual pensaba comerme en el almuerzo con bastantes cebollas.

PAUSA COÑO DE MADRE: Son las 10:26 p.m. de hoy, no de ayer, porque hoy estoy escribiendo lo de ayer (al menos lo que recuerdo), el cual también ligo con el hoy, con el ahora mismo. Puse un CD. de Mijares, el cual tengo sonando mientras escribo y me está atormentando con la canción número uno del compacto, cuyo título es Volverás. Copiaré rápidamente las palabras que golpetean mi cerebro como si fuese una pera de boxeo. Voy… (El aparato de mierda, este que está a mi lado, ahora que me dispuse a copiar la canción no quiere sonar más. Tengo un cruel desafío con el. Primero le doy golpecitos con el bolígrafo (el Kilométrico), luego montones de ellos y si con eso no vuelve a la vida y a sonar, comienzo a hundir la punta de mis dedos en cuántas cosas y tornillitos tiene por dentro. Al final, después su ‘merecido descanso’, ya que lo tengo funcionando día y noche y pese a su impertinencia y el tiempo que me roba para poder seguir con mis garabatos, siempre obedece y vuelve a funcionar. Anoche, como otras tantas, estuve a punto de estrellarlo contra el piso. Hubiese sido un musicidio, ya que habría acabado con la vida de mi bullicioso, pero útil acompañante, que, dicho sea de paso, ahuyentó a todos los grillos y misiles insectívoros que se metían en la cabaña. PAUSA DE SILENCIO DENTRO DE ESTA MISMA PAUSA: Voy a incorporarme de mi asiento y a repetir todos los “procedimientos” para que el bendito aparato vuelva a funcionar y no me deje sólo, no me abandone, porque en silencio sólo escucho el latido de mi tristeza y el lloroso sonido del bolígrafo mientras se abre paso entre las líneas de mi tormentoso manuscrito. Además, le prometí a este Diario unas estrofas de Volverás y no puedo defraudarlo, debo cumplir con lo prometido… ¡Coño!, estas pausas tan pendejas me hacen olvidar el hilo (aunque en mí mente está bastante confuso), la cronología del Diario. Y Volverás habla de: Volverás cuando sepas que no hay más de lo que hay… /Volverás al primer zarpazo de la soledad porque sabes que tú y yo no morimos de amor/Ojalá no sea tarde y empecemos de cero y tal vez nos vaya mejor/Volverás porque somos uña y carne y mucho más/Volverás porque quieras o no quieras soy tu hogar/Volverás de la mano del fracaso y sin disfraz/Volverás sin pedir excusas un día más/Y sabes que morimos de amor/Ojalá no te confundas y no sea tarde/Que empecemos de cero y tal vez nos vaya mejor…

MAÑANA:                                                                              
  Veremos qué pasa. Y es que dudo tanto de ella, no de su entrega, sino de su boca. Tanto, que a veces tiemblo de sólo de pensar que pasaría si Carolina llegara a enterarse que me acosté con ella.

domingo, 5 de diciembre de 2010

11 de septiembre (Parte y6).

  Como el temporal había acabado con la alegría de la reunión, Maura y yo regresamos a la cabaña. Serían algo más de las ocho de la noche. Una vez dentro comenzamos a besarnos y acariciarnos y, en instantes, desnudos y haciendo el amor. Aunque estábamos a oscuras, debido a la falta de cortinas Maura temía que algún mirón se asomase a través de los cristales, pero en instantes ese temor se disipó y le dio paso a la pasión y placer desmedido. Yo, que hablo tanto, que soy expresivamente apasionado, estaba casi mudo. Sólo cerraba los ojos y pensaba que el cuerpo que estaba acariciando y penetrando era el de Carolina aunque no existía comparación entre uno y otro. Una delgada y con culo aperlado y la otra voluminosa (Carolina) y con culo achatado. Una (Maura), con senos de adolescente en pleno desarrollo y la otra (Carolina), con grandes y sedosas tetas. Una (Carolina), que me ahogaba con su peso, y la otra (Maura), que la manejaba a mi antojo por su ágil fragilidad. No obstante, y que me perdone quién pueda perdonarme, me la imaginaba. Me imaginaba que estaba haciendo el amor con ella, con Carolina. Por eso le pedí a Maura y ella me complació sin siquiera imaginarse el porqué se lo solicitaba, hacer el amor en las mismas posiciones que lo hacía con Carolina. No era lo mismo. Yo abría y cerraba los ojos en la oscuridad tratando de encontrarla en mi fantasía, de presentirla. ¡Pero coño, Maura lo hace muy bien! Se desvivió en complacerme, aunque yo quería sentir la vulva de Carolina, no la de Maura. Su boca, cuando tomaba mi miembro con ella, no era la boca que yo quería sentir. Sus besos no eran los que yo quería saborear. Me gustó, no lo niego. Fue el desahogo de mi cuarentena y me sentí complacido. Las primeras dos veces que eyaculé, fue la liberación de una carga, la cual también pesa, y mucho, y no te deja discernir con serenidad. Ella también alcanzó los dos orgasmos. Uno de ellos de forma simultánea con el mío porque a gritos me pedía: “¡Acuérdate!... ¡Acuérdate!... Siempre los dos nos íbamos juntos”. El tercero fue un desastre. Maura se inquietó mucho. Creo que presintió algo. Que mi piel le transmitió que no estaba haciendo el amor con ella sino con otra. En su decálogo mental de la buena amante, buscó por todas las formas y maneras que conocía hacerme llegar pero, por más que lo necesitaba, no pude descargarme dentro de ella otra vez. Aunque mi miembro estaba más erecto y duro que la Torre Eiffel, no llegué al clímax porque comencé a sentirme culpable, traidor e infiel. Me consideraba un desgraciado cornudo, un maldito traidor, pese a que en mi fantasía sospecho una supuesta infidelidad de Carolina, que ella lo hizo antes que yo… Ahora me pregunto, ¿si todo fue producto de mi imaginación, de mis desconfianzas y dudas, quién me perdonará ahora?

PAUSA TELEFÓNICA PROLONGADA: Son las 12:37 a.m. del día martes doce de septiembre. Maura me llama y cuenta su agenda, su “historial” de hoy. Comentó que fue a una entrevista de trabajo (ella también está cesante). Por eso ayer, riéndose me repitió en varias ocasiones: “Se juntaron el hambre con la miseria”. Me habló de su entrevista con Rafael Benavides, el vicepresidente de una constructora muy importante, quien la acosa sexualmente. Me dijo que estaba casado y que tenía dos hijas, una de dieciocho y otra de ocho. Que, pese al acoso, mantuvo su compostura. Le expresó que aspiraba setecientos mil bolívares de sueldo. Que fue muy bien vestida, muy ejecutiva. Que mañana tenía otra entrevista en la Siemens. Que le disculpara la hora en que me estaba llamando ya que se había quedado dormida. Después de decir esto bostezó y todo, pero, como la conozco bien, no le creo ni papas. Debe haber llegado en ese mismo instante a su casa o, en el mejor de los casos, me estaba chequeando. Quiera saber dónde estaba. Cuando andábamos juntos lo hacía a cada rato. Temía que me fuese ‘por ahí’ o que la estuviese traicionando con otra. Es muy, pero muy celosa y desconfiada en cosas de los sentimientos y emociones. Después de una pequeña pausa para tomar aire, manifestó que me había comprado comida y no sé qué más. Y, de ahí en adelante, siguió con su interminable blablablá... (¡Qué coño de madre soy! La pobre sigue enamorada de mí pero yo no de ella). En un momento de la cháchara expresó que me iba a cocinar una comida rica este fin de semana y… En ese instante la atajé. Le dije que dejase el apuro. Que no fuese tan impaciente. Que todavía no volveríamos a juntarnos. (Por supuesto, le mentí con eso de que ‘todavía no’. Fue una mentira piadosa. Yo amo a Carolina y la seguiré amando, pero no quería herirla. La veo tan enamorada, tan ilusionada. No se lo merece, mucho menos tan temprano y después de lo de anoche). Le expresé que tenía que esperar mi entrevista (cuando me llamen) con los abogados de Carolina y que en ese preciso instante me estaba tocando el miembro y que me iba a tirar un pajazo con el recuerdo de anoche (se lo dije, más que nada, para desatarla del tema de volver juntos). Ella contestó: “¡Deja la paja!”. Le expresé que era broma, aunque, en verdad, estaba muy, pero muy excitado (sino pregúntele a el). Después de mi interrupción más bla, bla, bla en monólogo interminable y, de pronto, “¡Chao!… ¡Besos!... ¡Cuídate mucho!... ¡Muá!... ¡Muá!... ¡Muá!” y colgó.

  Y yo sigo escribiendo esta pendejada que ya me está desesperando más que el propio desespero que lo inició, ya que no sé cuál ni cómo será el final que Dios y el destino me deparan.
  ¡Qué valiente soy! Tengo los dedos entumecidos, al igual que el cerebro y el alma, y sigo… ¡Sigo escribiendo! No sé qué hora es, pero por los vapores etílicos que inundan mi cerebro y la caja de cigarrillos semivacía, debo estar cerca del preámbulo del amanecer.
  Hoy cometí varias cagadas. Pero no tan grande como la de traer a Maura a la montaña. Por cierto ayer, después hacer el amor y como el temporal había cesado, nos duchamos, arreglamos y volvimos hacia la cabaña de Fernando porque la música a todo volumen y las voces que escuchábamos indicaban que la cosa seguía. Apenas había tenido un mojado receso y nosotros estábamos listos a seguir la parranda.
  Alcohol y cigarrillos. Cigarrillos, alcohol, música y blablablá. Lo montaña se había iluminado. Los desesperados estaban felices y emborrachándose. Yo entre ellos. Quizás era el Presidente ad honorem, el líder de los desesperados, quizás no. Quizás había personas más desesperadas que yo y no lo sabía. Lo importante es que, realmente la pasamos bien y camuflamos muy bien nuestro dolor. Por lo menos mi disfraz, con Maura al lado, era perfecto. Parecía un ser normal.
  Estuvimos compartiendo otro buen rato con nuestros vecinos y luego, después de despedirnos, volvimos a acostarnos y hacer el amor. Ella es una mujer muy ardiente y apasionada, al igual que yo. Ambos somos del signo Aries. Ella es del siete y yo del cinco de abril. Fuego contra fuego y eso que los astrólogos dicen que dos polos del mismo signo se rechazan porque tienen la misma energía interior. En cambio, afirman que los Libras (Carolina) y los Aries, o sea yo, se las llevan a las mil maravillas. Entonces, ¿por qué mi desastre, ignorantes astrólogos?... ¡Farsantes, buenos para nada! ¡Ustedes sólo existen para esquilmar un dinerito a gente de poca fe!... ¡Estafadores de la esperanza!... Eso son… ¿Por qué coño la gente le hace tanto caso a esos maricones de la astrología? ¡Qué coño de expertos van a ser!… ¿Por qué no se meten el dedo por el culo y mientras lo disfrutan tratan de adivinar sobre la inmortalidad del cangrejo y qué le depararan los astros?
  Serían más útiles a la humanidad y a mi mujer, por la que estoy desesperado y muriendo, irse al mismísimo infierno con toda su superchería y cartas. La crédula de Carolina no se despega del televisor cuando esos locos pitonisos (hombres, mujeres y maricones) comienzan desde muy temprano en la mañana a atormentarle la vida a la gente con sus pronósticos astrales.
  ¿Por qué no le hacen la Carta Astral al diablo?... ¡Estafadores!... ¿Saben cuántos planetas orbitan alrededor del sol?... ¿Saben qué están por descubrir otros dos muy distantes que apenas logran distinguir sus siluetas con los supertelescopios? ¿Y sus doce infalibles signos saben por dónde se lo meterán cuándo eso ocurra?... ¡Por el culo!
  Mí Carolina necesita de mucho soporte emocional y espiritual, no de astrólogos. Su ansiedad e intranquilidad la tienen con los ojos cerrados. No le dejan ver la realidad. Yo traté de apaciguar su tormento con mis caricias y mimos… Con mi amor y entrega. Lo lograba por períodos, por largos períodos, pero de pronto, sin saber porqué ni cómo, se volvía a abrazar a una insospechada angustia. Nos comunicábamos. Me comunicaba mucho con ella y trataba con mis limitados recursos psicológicos regresarla a la felicidad, a la radiante alegría. A veces lo lograba y volvía a ser la mujer luminosa y segura de sí misma. No obstante, a veces por el más insignificante y banal motivo, volvía a desmoronarse. Es inteligente, pero muy desconfiada. Tanto, que desconfía hasta de sus capacidades y destrezas. Cree que detrás de cada palabra hay una doble y hasta tercera intención. No distingue ni sabe ver entre matices. Es muy radical. Para ella todo es blanco y negro y así no se puede vivir en paz y armonía. En ese ir y venir de inseguridades, de pasar el suiche y volverlo a subir, se le está yendo la vida en un mar de miserias cuando podría ahogarse en el océano infinito de la dicha y felicidad. Lo tiene todo y no lo sabe y, lo peor, busca el todo donde está la nada.
  Sólo los seres de poca fe se dejan atrapar por la astrología y mí Carolina es una de esas personas. Cree a ojos cerrados en la paja loca de esos maricones que deja meter en casa todas las mañanas a través de la pantalla de vidrio. Es una verdadera locura. “Hoy no salgas… Si eres del signo Libra tendrás un mal día… Si eres Virgo, hoy te lo quitarán… Ah, si eres de Cáncer pronto te aquejarán serios problemas de salud… Y a los de Tauro que se cuiden, porque le acaecerá un grave accidente”, y así por el estilo. El que escucha esa mierda está un poco loco, pero el que les cree se convierte en un peligroso paranoico.
  Esos astrólogos del ‘cajón de los idiotas’ son profetas de la maldad, seres diabólicos, pero más imbéciles son los que creen en sus vagas y banales idioteces carente de toda lógica científica.
  ¡Ah, querida Carolina! Te adoré y aún te adoro. Fuiste la última pasión de mí vida. ¡Mi último verdadero y gran amor! Presiento que te perdí y con ello gané el salvoconducto a las puertas del infierno. ¡Ojalá qué todo esto tenga sentido! Que este Diario tenga una razón que vaya más allá de lo humano y se convierta en una lección para los amantes que sufren y comprendan que el amor es un don divino y no una percepción de los sentidos o una sensación de la carne. Que entiendan que donde hay amor vive Dios y no se puede amar con reservas ni investido de misterio porque sólo se cosechará soledad, peste más terrible que la desesperanza. La soledad es tormento del espíritu y mortal veneno para la mente.
  ¡Moriré de amor, pero nunca de soledad!


SEGUNDO FIN
(Quizás mañana, si aún estoy vivo, comenzaré un tercer fin o la muerte).





MAÑANA:                                                                               

HACIA EL TERCER Y ÚLTIMO FINAL
Nota: Este Diario ya se ha comido seis bolígrafos. Acabo de regresar de comprar dos más.




sábado, 4 de diciembre de 2010

11 de septiembre (Parte 5).

  Como mi tormento no me permite descansar y, mucho menos, dormir, escribiré cómo transcurrió la tarde y, después, la noche del domingo.
  Asustado, temeroso, arrepentido y sintiéndome vilmente culpable, después de recogerla en su casa llegué con Maura a La Montaña de los Desesperados a eso de las dos de la tarde. Al montarse en el auto ella expresó que no podía creer que después de casi cuatro años estábamos otra vez juntos, como si nada hubiese sucedido. Hablamos de todo. O, mejor dicho, ella habló de todo. Yo sólo escuchaba. En mis pensamientos la figura de Carolina, el incandescente reflejo de mi pecado, de mí primera traición, me incomodaba hasta los cojones. Pero todo estaba ya consumado (o a punto de consumar) y ella a mi lado. ¿Qué hacer?... ¿Ir hacia atrás y devolverla a su casa? Aunque lo pensé, la crueldad de Carolina me hizo seguir hacia adelante sin mirar atrás.
  Maura estaba más hermosa que la última vez que la vi. Se conserva muy bien a sus treinta y cuatro años. No aparenta su edad. Más bien parece de veintiocho. Su cabello rubio plata, su rostro blanco y ojos acaramelados, además de su bien formada figura pese a su estatura (no debe pasar de un metro sesenta y ocho), la hacen apetecible (¡y yo con el hambre que tenía!) a los ojos de cualquier hombre. En la época en que andábamos juntos muchos volteaban a verla en condicionado reflejo sin importarles que estuviese acompañada. Y si a todos esos atributos femeninos le unimos su picardía, coquetería y sensualidad, la convierten en una mujer bastante irresistible.
 En el camino a la montaña, a fin de que ella conociese los alrededores (y también con el propósito de despistarla) les di varias vueltas por entradas y recovecos desconocidos hasta para mí. Mientras rodábamos le advertí que no dijese palabra sobre nuestro encuentro ni dónde estaba metido. En varios lugares de la vía le pedí que desviase la vista a fin de que no se percatara de los avisos que había en la ruta. Casi al llegar a la trocha que conduce hacia las cascaritas la conminé a reclinar su cuerpo hacia adelante y taparse los ojos con las manos para que no viese la vereda que va hacia mi refugio. Ella se reía, hacía preguntas sobre el porqué de tan insólita petición. No podía creer lo que le estaba pidiendo, sin embargo hizo caso y accedió.
  Se lo pedí porque a ella (es su naturaleza) se le va mucho la lengua. Nadie sabía, hasta ahora, dónde estaba metido. Debía mantenerlo en secreto de todos, no tanto por lo deprimente del lugar, sino para preservar mi íntimo tormento. Es mío y de nadie más y a nadie le he dado licencia para meterse en mi alma y regodearse en mi sufrimiento. Lo de Antonello y Luna fue un desahogo necesario. Un desahogo alcohólico que me evitó que explotase por dentro, que permitió seguir viviendo, aunque fuese atormentado, pero viviendo.
 Bajando por el terroso camino arropado por una inmaculada cobija de frondosos bambúes, a apenas unos doscientos metros de las cascaritas, le dije que ya podía dejar la incómoda posición a la que la obligué y levantar la vista. De antemano sabía que todo había sido una precaución estéril porque Maura tiene una memoria fotográfica prodigiosa. Ubica todo con facilidad asombrosa y si de números se trata, se les graban y almacenan como si su cerebro fuese un disco duro de última generación.
  Al rato de llegar a la cabaña nos reímos con eso, ya que yo le decía que por su retentiva y sentido de ubicación hubiese sido la mejor espía del mundo.
 Como no creía en mi desgracia, la cual en parte le había contado durante nuestras conversaciones telefónicas, Maura se había vestido muy elegante para estar en una montaña. Una fina blusa azul con estampados blancos que parecían de Versace, y una falda midi con volante negro de mucha clase y, lo peor, una sandalias de tacón semialto.
 Apenas llegamos, Andreína, Rolando y una amiga, así como Fernando y Sonia estaban subiéndose a sus autos. Fernando me dijo que volvería pronto.
  Maura no podía creer mi precariedad. Cuando comenzó a bajar por la empinada cuesta de cemento que conduce a las cascaritas río a mandíbula batiente y requirió el apoyo de mi brazo a fin de no rodar.
  Pronto llegamos, ya que la distancia del montículo donde aparcamos hasta la puerta de mi cascarita es, a lo sumo, de apenas unos cuarenta o cincuenta pasos. Lo autos no pueden llegar hasta abajo. Un rústico doble tracción si, pero subir sería muy forzoso y dañino para el auto porque no hay espacio para tomar velocidad y cierto impulso.
  Cuando entramos a mi cabaña Maura otra vez estalló en risa. No podía creer aquello. Le parecía imposible que estuviese viviendo en esas condiciones. Cuando le hablé de que vivía en una cabaña en la montaña seguramente pensó que era un chalet tipo suizo, algo de mucha clase, amplia y confortable, por eso lo de su risa continua, pero breve. Nunca se imaginó algo tan rústico y tosco al mismo tiempo. Yo ya me había acostumbrado y me parecía algo digno de un desesperado.
  Como tenía mucha hambre, comenzó a hurgar entre los víveres que tenía en existencia, que más bien eran provisiones de subsistencia. “¿Cómo hace para vivir así? Sin nevera ni nada… ¡Eres un loco!”, soltó estupefacta al sentirse incómoda, casi maniatada. Dicho esto se aprestó a preparar unos suculentos espaguetis con salsa de atún (de dos latas que le abrí), pasta de tomates y orégano. Le quedó exquisita. La comimos mientras degustábamos sendos tragos de Etiqueta Negra, una botella que le “compré” a Antonello, ya que el día anterior a su cumpleaños me tocó la puerta y desesperado y sin dinero me preguntó: “¿Cuánto cuesta esta botella?”. Le dije que al menos doce mil bolívares y el contestó: “Voy a salir a venderla. A ver si me dan cinco mil”. Yo, aunque corto de dinero y ante su desesperada situación, le dije: “¡No, vale! No te pongas en eso. Dámela acá, yo te doy los cinco mil bolívares” y me la dio. Por eso es que Maura y yo estábamos brindando con whisky de primera en nuestro reencuentro.
  – ¡Hielo!... Yo sin hielo no lo tomo –expresó desdeñosa mi hermosa invitada.
  Fernando, quien ya había regresado, nos regaló unos cuantos cubitos que aún tenía en su refrigerador, al tiempo que advirtió: “Mira, la licorería aún está abierta. Creo que cierran a eso de las cuatro. Todavía estás a tiempo para ir a comprar una bolsa porque a mi casi no me queda”.
  Le di las gracias por la indicación y salí con Maura a buscar el hielo. La licorería estaba a unos cinco kilómetros de las cascaritas. Sería ir y venir. Ella se quería quedar en la cabaña, pero con sutileza la persuadí a que me acompañase.
  La conozco muy bien y sabía que si la dejaba sola en la cabaña comenzaría a curiosear entre mis cosas y que no sólo daría con este Diario, sino con los cuatrocientos dólares que tengo a buen resguardo dentro de un koala.
  Fuimos y, al regresar, Fernando estaba lavando su cava de hielo a fin de sacarle el moho que se le había adherido. Me la ofreció gentilmente. Luego nos reunimos Sonia, Fernando, Rolando, Maura y yo frente a la cabaña de Fernando, donde había colocado su mesa y sillas de plástico blanco. Allí estuvimos compartiendo cordialmente. Nos reímos, hicimos chistes y comenzamos a embriagarnos, pero cada uno con lo suyo. Cada uno con su reserva de licor, porque así es aquí, en la montaña. Cada quien se toma lo que tiene, no así con la comida.
  Con Rolando entablé una corta charla sobre literatura. Y como sabe que estoy escribiendo un libro (todos lo saben, porque esa fue la excusa que di cuando llegué a la montaña. Lo que no saben es que en realidad, sin siquiera habérmelo propuesto, estoy garabateo en forma muy primitiva un Diario), me preguntó si no había leído alguna obra de Alfredo Bryce Echenique, un escritor peruano que “rompe con todos los moldes”, según afirmó. Le dije que no. Y con vehemencia recomendó que leyese La vida exagerada de Martín Romaña. Me habló algo de su argumento, pero no lo recuerdo ahora. Insistió en que me gustaría. Luego me comentó episodios sobre otras dos obras del mismo autor. Como la música (Fernando es un amante de ella) estaba todo volumen, le pedí que, por favor, me anotara los títulos en un papel. Lo buscó y escribió, haciendo especial recomendación de que los leyera en el orden como los puso. El primero sería el que mencioné más arriba de estas líneas. Después El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz y, por último, La amigdalitis de Tarzán. Le aseguré que los compraría (cuando tenga dinero, digo para mí) y los leería.
  En ese divagar sobre literatura, obras y autores con Rolando, le confesé que aunque desde niño había leído buenas y grandes obras, entre ellas casi todos los clásicos, ahora, debido a mis pretensiones literarias, había dejado de leer como antes por “temor a las influencias”. Creo que es mierda. Ese cliché lo dice todo el mundo, mucho más los holgazanes literarios. Aunque en mi no es una constante, realmente debo confesar que he dejado de leer. No soy el mismo de antes.
  Y mientras entre trago y trago conversábamos, reíamos y hacíamos chistes, se desató un temporal de pronóstico reservado con vientos huracanados tan poderosos que los techos de las cascaritas, que son de una especie de zinc reforzado, comenzaron a batir con fuerza demoníaca y buscaban zafarse para salir volando hasta el propio corazón de la montaña.
  Sonia estaba aterrada. Fernando también. Absorto, Rolando no sabía qué hacer. Las gotas de lluvia parecían latigazos. Golpeaban con dolor sobre la espalda. Sonia, quien recién había regresado del interior de la cabaña donde estaba preparando algunos pasapalos, volvió a meterse junto a Fernando a su cascarita y celular en mano comenzó a marcar el número de Robert para quejarse de los endebles techos.

MAÑANA:                                                                               
  Sólo cerraba los ojos y pensaba que el cuerpo que estaba acariciando y penetrando era el de Carolina, aunque no existía comparación entre uno y otro. Una delgada y con culo aperlado y la otra voluminosa (Carolina) y con culo achatado. Una (Maura), con senos de adolescente en pleno desarrollo y la otra (Carolina), con grandes y sedosas tetas. Una (Carolina), que me ahogaba con su peso, y la otra (Maura), que la manejaba a mi antojo por su ágil fragilidad.



viernes, 3 de diciembre de 2010

11 de septiembre (Parte 4).

  Ya es de madrugada. Es domingo. Lo domingos siempre dormía hasta tarde. Soñaba y amaba. Amaba sonar. Los sueños me reconfortan, me alejan de este depredador mundo y me transportan a maravillosas fantasías. Siempre he amado soñar, aún ahora, que sufro. Son mi válvula de escape a la felicidad. A un mundo lleno de amor, donde todo es primavera y alegría… ¡Ahhhh!... Suspiro por los tiempos idos. Suspiro por mi vida, por lo feliz que era.
  Me cansé de escribir idioteces. Recordar el pasado trastorna el presente y yo vivo en el presente. Lo importante es el ahora. El momento presente. ¡Este momento!, el cual es único e irrepetible. El ahora es la vida, el instante que viene el futuro y el que se fue el pasado, pero si no vivimos el ahora jamás habrá pasado ni futuro, sino una lenta y agónica muerte.
  Me voy a poner el mono de gimnasia y saldré a vivir el ahora, a dar una “vuelta de reconocimiento”.
  Definitivamente, soy un pobre estúpido, un paranoico al que, al parecer, le agrada sufrir. Cuando salí a dar la vuelta de reconocimiento serían cerca de las cinco y treinta de la mañana, o sea de madrugada. Pero como los locos somos locos, y mucho más locos los que sufrimos por amor, enfilé, primero, rumbo a La Manzanita. A mi enferma y lacerada mente le mordía una imperiosa curiosidad. Debía saber, sin que existiese la menor duda razonable posible, si la Cherokee del hermano de Carolina era verde o azul. Me atormentaba la imagen del reluciente jeep que vi aparcado casi en “mi puesto” de estacionamiento. Tenía que saber si, en verdad, era del supuesto amante de Carolina o, por el contrario, tal como le pedí a Dios que fuese, la de su hermano mayor.
  Pese a la hora, conseguí algunos problemillos en la vía que impedían ir más aprisa. Al fin llegué. Con el auto rodando a menos de veinte kilómetros por hora pasé frente a la residencia del hermano mayor de Carolina. ¡Oh, decepción!... Su Cherokee es color verde botella, nada parecida a la otra.
  Lloré por dentro. Mis sospechas habían tomado el rumbo que me negaba a admitir. Pero, ¿tendría, ciertamente, algo qué ver con Carolina el hecho de que ese jeep azul cobalto estuviese estacionado en ese sitio?
  Con el alma hecha pedazos tomé hacia mi antiguo hogar, el lugar donde tantas veces amé y soñé con Carolina. La intención era meterme otra vez en el estacionamiento y sufrir un poco más al ver, nuevamente, el jeep estacionado allí. De pronto, en un momento de lucida reflexión, aborté el plan y seguí de largo para regresar a la montaña con la promesa interior de que no lo volvería a hacerlo. Que no volvería a ese estacionamiento. Que no perforaría más mis intestinos, corazón y mente con tanto innecesario tormento.
  Uno de mis compañeros de La Montaña de los Desesperados me vio llegar a tan temprana hora. Excusé mi dolor con un “fui a hacer un poco de ejercicios y comprar cigarrillos”. ¡Qué contradicción!
  Atormentado y sin saber qué pasó y qué hacer en las siguientes horas, me puse a ordenar la cabaña, que hacía asco con todas las humedecidas colillas tiradas en el suelo. Concluida la tarea, decidí vestirme para ir a “pasear” por la ciudad.
  Al terminar de ponerme los zapatos repicó el celular. Totalmente ‘ido’, metido en mis cavilaciones, como un autómata lo tomé y contesté. Era Maura, la obsesiva italianita con quien tuve un largo y caliente romance en la época en que andaba solo por el mundo. Desde hace varias noches atrás me ha estado llamando, respondiendo, en principio, una primera llamada que yo le hice unas de esas tantas noches de borrachera, soledad y olvido. Me preguntó qué estaba haciendo. Le contesté que nada y enseguida ella dijo que quería verme.
  –Salgo a buscarte –respondí sin pensarlo dos veces.
  – ¿Ya? –preguntó asombrada.
  – ¡Ya! –afirmé–. En media hora estoy en tu casa.
  – ¿Aún sabes dónde vivo? –indagó dubitativa.
  -¡Claro! –contesté y salí en su búsqueda.
  Cumplí la cuarentena y sabía que ella me liberaría.
  En el camino casi me arrepiento. Me recriminaba mi segura y garantizada primera infidelidad. “¡Carolina pal carajo!, me dije buscando justificarme a priori. Lo que importa soy yo”.

PAUSA DE ALCOHOL Y CANSANCIO: Fue divino. Mañana (ahora son las 8:42 p.m. y he estado embriagándome sin comer casi nada), si aún estoy cuerdo (o vivo), asentaré en el Diario mi primera infidelidad. Ahora, más que nunca, después de haber pecado en mi amor, estoy totalmente convencido de que amo a Carolina sobre todas las cosas terrenas existentes y por existir. Maura es mucho más joven que Carolina… Pero, ¿por qué escribo esto?... Comenzaron las lagunas y maremotos alcohólicos en mi mente. Les cedo el paso. Seguiré escribiendo mañana, o más tarde si el gin me deja. Necesito asentar en el Diario mi primer domingo, después de cuarenta días de atormentada pero placentera paz, rota por el volcán de Maura… Realmente esa mujer es un tsunami.

PAUSA DE “POR SI ACASO”: Por si la muerte me sorprende mientras esté durmiendo y este Diario quede inconcluso, debo, por amor, confesar que pese a todo el sufrimiento, penurias, obsesiones, padecimientos y dolor, Carolina sigue, y será hasta más allá de la muerte, mí verdadero amor. La única mujer que, a pesar de mis malditas dudas y celos, pudo hacer florecer al Dios del amor en mi alma aunque sea fría como una nevera, calculadora, mala, despiadada y cruel… ¡Qué masoquismo del coño de la madre, el mío! ¿Cómo pudo ser parida mujer semejante y al mismo tiempo ser bendecida por el amor de los hombres?... ¡Qué paradoja de vida!… ¡Seguiré!... ¡De bolas que seguiré escribiendo!… Esta pausa era sólo por un “por si acaso”.

MAÑANA:                                                                               
  Asustado, temeroso, arrepentido y sintiéndome vilmente culpable, después de recogerla en su casa llegué con Maura a La Montaña de los Desesperados a eso de las dos de la tarde.


jueves, 2 de diciembre de 2010

11 de septiembre (Parte 3).

  Bueno, vuelvo a lo de la tercera llamada. Debido a la hora y evitar molestias y que me molesten, me pongo los audífonos y escucho con atención la grabación de la llamada, muy distorsionada, al igual que las otras. Trato de descifrar e interpretar la conversación, la cual pronto iré garabateando en este Diario. Por supuesto, muchas de las palabras salidas de la boca de Elsa fueron dirigidas y manipuladas de antemano por la señora (mi querida Carolina), quien es experta en aleccionar servicios. Y aquí no hay ‘eufemismos’ que valgan, porque lo estoy diciendo directo, sin ambages, tal y como soy y he sido siempre al momento de hablar. Voy al grano y punto, aunque después me arrepienta de lo dicho y pida disculpas. Soy directo, claro, transparente y un incurable adicto a la verdad. ¡Duélale a quien le duela! Por la verdad murió Cristo y si yo tendré que morir por ella, simplemente no se ha perdido gran cosa.

PAUSA DE INDECISIÓN: No sé si hacerlo. Si seguir escuchando esta grabación y mucho menos después pasarla al Diario. Me desespero sólo de efectuar el “ritual” para oírla y copiarla. Eso de ponerme los audífonos, luego darle a play y escuchar. Una vez oído, pinchar el botón de pausa y escribir lo escuchado. Enseguida, después de garabatear la última palabra en el Diario, retroceder, volver adelante y ponerla a punto donde había quedado para cerciorarme de que anoté todo. Después desactivar el botón de pausa, escuchar y anotar esa perturbante conversación. No sé si hacerlo. Simplemente, ¡me ahoga! Más cuando repito cientos de veces la rutina retrocede-pausa-avanza-anota.

  Como no tengo nada qué hacer y todavía es de madrugada y falta mucho para que los primeros rayos de sol asomen por el horizonte, decidí escuchar nuevamente el diálogo Elsa-Leonardo (tercera llamada), del cual haré un resumen con todas las contradicciones y falsedades que de esa grabación me atormentan.

PAUSA DE DESESPERO: Tengo que terminar rápido con este Diario. Botarlo, desaparecerlo o, simplemente, guardarlo y no escribir más. Es urgente que lo haga. Se ha convertido en una amenaza contra mi estabilidad emocional. Si no lo hago terminará conmigo… ¡Acabará conmigo!… Presiento la muerte. Una muerte estúpida, vacía y, todo, por amor… Pensándolo bien, sería una buena muerte, una muerte de príncipes… ¿Y de qué más se puede morir uno?... De un ataque cardíaco, una enfermad incurable, que lo atropelle un auto o le caiga un árbol encima, en la guerra o a manos del hampa… Rectifico. Morir por amor sería la mejor muerte y la mejor de las suertes… ¡Gracias, Dios!... ¡Gracias! Veo que no me has abandonado y me quieres que jode… ¡Muchísimo!

  En realidad nadie, más que Carolina, sabe con quién se fue para Aruba. Además del bebé, por supuesto, pero él es muy pequeño para decir algo ni enterarse de nada. Lo cierto es que no logro entender mucho de este enredo y desenredarlo me está volviendo loco. Quizás lo del dichoso viaje es toda una madeja de continuas mentiras y más mentiras. Elsa afirma que estuvieron en el Hilton y que cuando ella llegó se mudaron a un resort cuyo nombre no recuerda. Entonces, Carolina no contrató a un servicio adicional por tiempo de “vacaciones” para que se ocupase del niño tal como yo pensaba. De otra forma no tendría objeto que Elsa fuese. ¿Cómo no voy a dudar si con cada llamada que hago me consigo un mar de contradicciones y afirmaciones sin sustentación?
  Y, por si fuese poco, en esa tercera llamada hice la “infalible” pregunta del desesperado, la que nadie nunca, por más que se esté muriendo por dentro, debe hacer.
  El resumen será breve, no así mi dolor.
  –Señora Elsa, otra vez Leonardo. ¿Usted cree, como mujer qué sabe de la vida, que ella me pueda perdonar, que me ama todavía? –pregunté de sopetón.
  Fui directo al grano por dos motivos. Uno, para saber de una vez por todas a qué atenerme y el otro, porque no sé hasta cuando tenga teléfono ya que no he pagado mis tarjetas de crédito y el cargo me lo hacen a una ellas.
  – ¡No!... Ya no… Ella ya no lo perdona más… No quiere saber más nada… –manifestó tajante.
  Luego del suspenso y sollozo interior, lancé la satánica pregunta crucial, la que nunca se debe hacer porque nunca te dirán la verdad. Ninguna mujer que exista o que esté por existir o nacer en este mundo, la responderá sin ambigüedad, con total sinceridad. Siquiera si el hombre logra descubrir la verdad, lo aceptarán, lo afirmarán. Si se le llegase a insinuar a una mujer que descubriste “al otro”, al hombre que te robó su amor y que sabes quién es, simplemente dirán: “Estás equivocado… Estas o loco”. Y en ello insistirán hasta la muerte. No existe “tortura” o prodigio alguno en el mundo de los vivos o de los muertos que a una mujer le haga confesar a su pareja la existencia de otro hombre en su vida.
  – ¿Pero tiene a otro? –pregunté mientras un nudo se desagarraba en mi garganta.
  – ¿No tiene qué? –respondió haciéndose la sorda.
  –Que no hay otro hombre de por medio –insistí a punto de llorar.
  – ¡Ay, no!... No, señor Leonardo. ¡Cómo cree usted!...
  –Entonces… Entonces, sí tengo chance de reconquistarla… –pregunté desesperado, como si la buena de Elsa supiese o podría influir en el corazón de Carolina.
  –No creo –respondió lapidaria.
  – ¿Por qué?
  –Está muy dolida… Usted la insultó mucho. No creo que lo perdone.
  –Pero yo la amo todavía… Los insultos fueron por su misteriosa mente, por su forma de ser –dije excusándome ante ella.
  –No creo que vuelvan…
  –Usted cree que no.
  –Bueno, yo no sé… ¡No!…
  – ¿Cómo mujer, qué piensa? –solicité.
  –Ella tiene sus principios… Dice que usted la ofendió… –(siguió un blablablá ininteligible a través de la grabación, el cual, como no pude entender ni descifrar, no transcribo)–… Que usted la trató muy mal… Que no soporta más…
  –Pero, ¿ella se sigue hablando con Rosalía?
  – ¡No! –contestó en forma contundente.
  – ¡Ah!, pero esa... Esa fue la que causó toda la mierda.
  – ¿Sí?
  –Una noche yo le intercepté una llamada de casi una hora y escuché todos los malévolos consejos que le estaba dando –solté de un tirón revelando el watergate sentimental que tenía montado en la casa.
  Pero la buena Elsa, seguramente asesorada por Carolina, a quien la percibía a su lado escuchando la conversación por el inalámbrico, afirmó para finalizar:
  –Ella ya tomó su decisión. Dice que de ahora en adelante se entenderían a través de sus abogados –precisó tajante.
  –Bueno… –afirmé con el corazón partido–. Qué Dios la bendiga… De todos modos yo la sigo amando –No había terminado la frase cuando en el fondo escuché un chillido de atención de Dorian–. Y al bebé también, ¡oyó!... ¡Dígales que los amo a los dos! –agregué con voz firme, tratando de mantener la entereza. No quería que percibiese mi inmenso dolor a través del hilo telefónico, aunque en ese momento por mi rostro descorría un par lágrimas.
  –Bien –se despidió con un rápido monosílabo para correr a atender al niño.
  – ¡Chao! –dije lacónico, con voz de ultratumba, como queriendo, ¡al fin!, morir de una vez por todas y acabar con este sufrimiento.

PAUSA MALDITA: Quiero terminar inmediatamente con este Diario, pero por algún extraño fenómeno sigo aprisionado a sus páginas y al bolígrafo. Cada letra, cada palabra que escribo me mata lentamente, pero no sé como desatarme. Es como un hechizo, un pérfido embrujo.


MAÑANA:                                                                               
  Carolina sigue, y será hasta más allá de la muerte, mí verdadero amor. La única mujer que, a pesar de mis malditas dudas y celos, pudo hacer florecer al Dios del amor en mi alma aunque sea fría como una nevera, calculadora, mala, despiadada y cruel…