sábado, 4 de diciembre de 2010

11 de septiembre (Parte 5).

  Como mi tormento no me permite descansar y, mucho menos, dormir, escribiré cómo transcurrió la tarde y, después, la noche del domingo.
  Asustado, temeroso, arrepentido y sintiéndome vilmente culpable, después de recogerla en su casa llegué con Maura a La Montaña de los Desesperados a eso de las dos de la tarde. Al montarse en el auto ella expresó que no podía creer que después de casi cuatro años estábamos otra vez juntos, como si nada hubiese sucedido. Hablamos de todo. O, mejor dicho, ella habló de todo. Yo sólo escuchaba. En mis pensamientos la figura de Carolina, el incandescente reflejo de mi pecado, de mí primera traición, me incomodaba hasta los cojones. Pero todo estaba ya consumado (o a punto de consumar) y ella a mi lado. ¿Qué hacer?... ¿Ir hacia atrás y devolverla a su casa? Aunque lo pensé, la crueldad de Carolina me hizo seguir hacia adelante sin mirar atrás.
  Maura estaba más hermosa que la última vez que la vi. Se conserva muy bien a sus treinta y cuatro años. No aparenta su edad. Más bien parece de veintiocho. Su cabello rubio plata, su rostro blanco y ojos acaramelados, además de su bien formada figura pese a su estatura (no debe pasar de un metro sesenta y ocho), la hacen apetecible (¡y yo con el hambre que tenía!) a los ojos de cualquier hombre. En la época en que andábamos juntos muchos volteaban a verla en condicionado reflejo sin importarles que estuviese acompañada. Y si a todos esos atributos femeninos le unimos su picardía, coquetería y sensualidad, la convierten en una mujer bastante irresistible.
 En el camino a la montaña, a fin de que ella conociese los alrededores (y también con el propósito de despistarla) les di varias vueltas por entradas y recovecos desconocidos hasta para mí. Mientras rodábamos le advertí que no dijese palabra sobre nuestro encuentro ni dónde estaba metido. En varios lugares de la vía le pedí que desviase la vista a fin de que no se percatara de los avisos que había en la ruta. Casi al llegar a la trocha que conduce hacia las cascaritas la conminé a reclinar su cuerpo hacia adelante y taparse los ojos con las manos para que no viese la vereda que va hacia mi refugio. Ella se reía, hacía preguntas sobre el porqué de tan insólita petición. No podía creer lo que le estaba pidiendo, sin embargo hizo caso y accedió.
  Se lo pedí porque a ella (es su naturaleza) se le va mucho la lengua. Nadie sabía, hasta ahora, dónde estaba metido. Debía mantenerlo en secreto de todos, no tanto por lo deprimente del lugar, sino para preservar mi íntimo tormento. Es mío y de nadie más y a nadie le he dado licencia para meterse en mi alma y regodearse en mi sufrimiento. Lo de Antonello y Luna fue un desahogo necesario. Un desahogo alcohólico que me evitó que explotase por dentro, que permitió seguir viviendo, aunque fuese atormentado, pero viviendo.
 Bajando por el terroso camino arropado por una inmaculada cobija de frondosos bambúes, a apenas unos doscientos metros de las cascaritas, le dije que ya podía dejar la incómoda posición a la que la obligué y levantar la vista. De antemano sabía que todo había sido una precaución estéril porque Maura tiene una memoria fotográfica prodigiosa. Ubica todo con facilidad asombrosa y si de números se trata, se les graban y almacenan como si su cerebro fuese un disco duro de última generación.
  Al rato de llegar a la cabaña nos reímos con eso, ya que yo le decía que por su retentiva y sentido de ubicación hubiese sido la mejor espía del mundo.
 Como no creía en mi desgracia, la cual en parte le había contado durante nuestras conversaciones telefónicas, Maura se había vestido muy elegante para estar en una montaña. Una fina blusa azul con estampados blancos que parecían de Versace, y una falda midi con volante negro de mucha clase y, lo peor, una sandalias de tacón semialto.
 Apenas llegamos, Andreína, Rolando y una amiga, así como Fernando y Sonia estaban subiéndose a sus autos. Fernando me dijo que volvería pronto.
  Maura no podía creer mi precariedad. Cuando comenzó a bajar por la empinada cuesta de cemento que conduce a las cascaritas río a mandíbula batiente y requirió el apoyo de mi brazo a fin de no rodar.
  Pronto llegamos, ya que la distancia del montículo donde aparcamos hasta la puerta de mi cascarita es, a lo sumo, de apenas unos cuarenta o cincuenta pasos. Lo autos no pueden llegar hasta abajo. Un rústico doble tracción si, pero subir sería muy forzoso y dañino para el auto porque no hay espacio para tomar velocidad y cierto impulso.
  Cuando entramos a mi cabaña Maura otra vez estalló en risa. No podía creer aquello. Le parecía imposible que estuviese viviendo en esas condiciones. Cuando le hablé de que vivía en una cabaña en la montaña seguramente pensó que era un chalet tipo suizo, algo de mucha clase, amplia y confortable, por eso lo de su risa continua, pero breve. Nunca se imaginó algo tan rústico y tosco al mismo tiempo. Yo ya me había acostumbrado y me parecía algo digno de un desesperado.
  Como tenía mucha hambre, comenzó a hurgar entre los víveres que tenía en existencia, que más bien eran provisiones de subsistencia. “¿Cómo hace para vivir así? Sin nevera ni nada… ¡Eres un loco!”, soltó estupefacta al sentirse incómoda, casi maniatada. Dicho esto se aprestó a preparar unos suculentos espaguetis con salsa de atún (de dos latas que le abrí), pasta de tomates y orégano. Le quedó exquisita. La comimos mientras degustábamos sendos tragos de Etiqueta Negra, una botella que le “compré” a Antonello, ya que el día anterior a su cumpleaños me tocó la puerta y desesperado y sin dinero me preguntó: “¿Cuánto cuesta esta botella?”. Le dije que al menos doce mil bolívares y el contestó: “Voy a salir a venderla. A ver si me dan cinco mil”. Yo, aunque corto de dinero y ante su desesperada situación, le dije: “¡No, vale! No te pongas en eso. Dámela acá, yo te doy los cinco mil bolívares” y me la dio. Por eso es que Maura y yo estábamos brindando con whisky de primera en nuestro reencuentro.
  – ¡Hielo!... Yo sin hielo no lo tomo –expresó desdeñosa mi hermosa invitada.
  Fernando, quien ya había regresado, nos regaló unos cuantos cubitos que aún tenía en su refrigerador, al tiempo que advirtió: “Mira, la licorería aún está abierta. Creo que cierran a eso de las cuatro. Todavía estás a tiempo para ir a comprar una bolsa porque a mi casi no me queda”.
  Le di las gracias por la indicación y salí con Maura a buscar el hielo. La licorería estaba a unos cinco kilómetros de las cascaritas. Sería ir y venir. Ella se quería quedar en la cabaña, pero con sutileza la persuadí a que me acompañase.
  La conozco muy bien y sabía que si la dejaba sola en la cabaña comenzaría a curiosear entre mis cosas y que no sólo daría con este Diario, sino con los cuatrocientos dólares que tengo a buen resguardo dentro de un koala.
  Fuimos y, al regresar, Fernando estaba lavando su cava de hielo a fin de sacarle el moho que se le había adherido. Me la ofreció gentilmente. Luego nos reunimos Sonia, Fernando, Rolando, Maura y yo frente a la cabaña de Fernando, donde había colocado su mesa y sillas de plástico blanco. Allí estuvimos compartiendo cordialmente. Nos reímos, hicimos chistes y comenzamos a embriagarnos, pero cada uno con lo suyo. Cada uno con su reserva de licor, porque así es aquí, en la montaña. Cada quien se toma lo que tiene, no así con la comida.
  Con Rolando entablé una corta charla sobre literatura. Y como sabe que estoy escribiendo un libro (todos lo saben, porque esa fue la excusa que di cuando llegué a la montaña. Lo que no saben es que en realidad, sin siquiera habérmelo propuesto, estoy garabateo en forma muy primitiva un Diario), me preguntó si no había leído alguna obra de Alfredo Bryce Echenique, un escritor peruano que “rompe con todos los moldes”, según afirmó. Le dije que no. Y con vehemencia recomendó que leyese La vida exagerada de Martín Romaña. Me habló algo de su argumento, pero no lo recuerdo ahora. Insistió en que me gustaría. Luego me comentó episodios sobre otras dos obras del mismo autor. Como la música (Fernando es un amante de ella) estaba todo volumen, le pedí que, por favor, me anotara los títulos en un papel. Lo buscó y escribió, haciendo especial recomendación de que los leyera en el orden como los puso. El primero sería el que mencioné más arriba de estas líneas. Después El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz y, por último, La amigdalitis de Tarzán. Le aseguré que los compraría (cuando tenga dinero, digo para mí) y los leería.
  En ese divagar sobre literatura, obras y autores con Rolando, le confesé que aunque desde niño había leído buenas y grandes obras, entre ellas casi todos los clásicos, ahora, debido a mis pretensiones literarias, había dejado de leer como antes por “temor a las influencias”. Creo que es mierda. Ese cliché lo dice todo el mundo, mucho más los holgazanes literarios. Aunque en mi no es una constante, realmente debo confesar que he dejado de leer. No soy el mismo de antes.
  Y mientras entre trago y trago conversábamos, reíamos y hacíamos chistes, se desató un temporal de pronóstico reservado con vientos huracanados tan poderosos que los techos de las cascaritas, que son de una especie de zinc reforzado, comenzaron a batir con fuerza demoníaca y buscaban zafarse para salir volando hasta el propio corazón de la montaña.
  Sonia estaba aterrada. Fernando también. Absorto, Rolando no sabía qué hacer. Las gotas de lluvia parecían latigazos. Golpeaban con dolor sobre la espalda. Sonia, quien recién había regresado del interior de la cabaña donde estaba preparando algunos pasapalos, volvió a meterse junto a Fernando a su cascarita y celular en mano comenzó a marcar el número de Robert para quejarse de los endebles techos.

MAÑANA:                                                                               
  Sólo cerraba los ojos y pensaba que el cuerpo que estaba acariciando y penetrando era el de Carolina, aunque no existía comparación entre uno y otro. Una delgada y con culo aperlado y la otra voluminosa (Carolina) y con culo achatado. Una (Maura), con senos de adolescente en pleno desarrollo y la otra (Carolina), con grandes y sedosas tetas. Una (Carolina), que me ahogaba con su peso, y la otra (Maura), que la manejaba a mi antojo por su ágil fragilidad.



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