lunes, 6 de diciembre de 2010

12 de septiembre (Parte 1).

HACIA EL TERCER Y ÚLTIMO FINAL
Nota: Este Diario ya se ha comido seis bolígrafos. Acabo de regresar de comprar dos más.

 
LA NUEVA ETAPA



12 de septiembre.

  Defraudado, burlado, humillado hasta por las cachifas de Carolina. Víctima de intrigas, complots, engaños, traiciones y conspiraciones, buscaré levantarme de entre los muertos, como Lázaro.
  Tengo fe y amor y eso lo es todo.
  Aunque me acosté tarde anoche, hoy me levanté temprano. No porque tuviese muchas ganas de hacerlo, sino porque el despertador de mi reloj primero, y después el de mesa, comenzaron con sus insistentes pititos intermitentes a alertarme de que eran las seis y media de la mañana. De antemano los había ajustado para que sonaran a esa hora. Había quedado con el hijo del canciller, el nuevo alcalde de Catare, que lo llamaría hoy a las 7:30 a.m.
  Hice pipí, preparé café y esperé, sin quitarme el suéter de lana, el pantalón del mono de gimnasia y unas gruesas medias con las que dormí, ya que anoche hizo un frío congelante, a que el reloj marcara la hora acordada para la llamada.
  Había ajustado los relojes para que zumbaran una hora antes debido a que soy muy flojo para salir de la cama. Lo pienso mucho antes de hacerlo. De hecho pude, bajo reprobación de mi pereza, cuando eran ya las siete de la mañana.
  Ni me lavé la cara, porque en mis adentros decidí, una vez lograda la conversación, volverme a tirar en la cama y seguir durmiendo. Las anteriores noches de desvelo se lo suplicaban a mi cuerpo. Fumé dos o tres cigarrillos acompañados por soberbias tazas de café y esperé impaciente.
  La pequeñas manecillas del reloj, que siempre andan de carrera, esta vez parecían artríticas, casi paralizadas. No aguanté más y a la siete y veinte marqué el número de su casa, porque, además de la enojosa espera, que me tenía intranquilo, pensé: “Y si hoy decidió salir más temprano para asumir su rol de regidor del destino de esa populosa parroquia me quedaré sin la ansiada conversación”. ¡Coño!, me urge un trabajo. No puedo dejar pasar la oportunidad que me prometió. Como es nuevo en el cargo, al principio ese sabor de poder y de mando lo inducirán, como ocurre con la mayoría de los funcionarios públicos, al menos durante los primeros meses, a madrugar para sentarse en su trono. Al poco tiempo, cuando comienzan a hastiarse y ser atacados por el virus de la rutina, la cual después los conduce al cáncer de la apatía y la corrupción, van cuando quieren y a lo hora que les da la perra gana. De pronto, el pueblo que les dio el poder en la esperanza de que se solucionarían sus problemas, pasa a ser una molesta masa amorfa llena de plañideros reclamos. A los que antes los políticos les mendigaban sus votos llenándolos de promesas, abrazos y besos, ahora los consideran basura pestilente y evitan acercarse a ellos. Y, propiamente, la política es eso: ¡Basura! Y los políticos sus inmundos receptáculos, donde los sentimientos y los principios son un lujo que no se pueden permitir. Como a través de mis años de ejercicio periodístico aprendí que en este país los poderes del estado y sus funcionarios, trabajan así, marqué el teléfono y esperé. El mismo me atendió.
  –Hola. Buenos días, José Rafael, es Leonardo –saludé afable.
  – ¡Epa!, Leonardito –contestó en tono cordial y cariñoso.
  –Te estoy llamado a esta hora y hoy martes, porque así lo habíamos convenido –le recordé.
  –Sí, claro. Pero mira, la cosa está aún un poco enredada y estamos haciendo unos ajustes. Todavía no tengo nada, pero llámame el jueves. Llama, por favor. En ninguna forma me molestas. Llama, ¿de acuerdo?
  – ¡Claro! Seguro, qué lo haré. Que pases un feliz día –le deseé y colgamos.
  Después de tanto tiempo de espera y con esas vanas esperanzas, se me quitaron las ganas de seguir durmiendo.
  Me lavé la cara, cepillé los dientes, peiné y, pese a la hora, decidí ir a comprar un par de Kilométricos, ya que anoche la tinta de mi último bolígrafo me dijo: ¡Hasta aquí llegamos! No me quejo. La realidad es que en verdad duran kilómetros de escritura.
  Una vez en el abasto compré también un garrafón de agua potable, una caja de cigarrillos y un bistec de hígado, el cual pensaba comerme en el almuerzo con bastantes cebollas.

PAUSA COÑO DE MADRE: Son las 10:26 p.m. de hoy, no de ayer, porque hoy estoy escribiendo lo de ayer (al menos lo que recuerdo), el cual también ligo con el hoy, con el ahora mismo. Puse un CD. de Mijares, el cual tengo sonando mientras escribo y me está atormentando con la canción número uno del compacto, cuyo título es Volverás. Copiaré rápidamente las palabras que golpetean mi cerebro como si fuese una pera de boxeo. Voy… (El aparato de mierda, este que está a mi lado, ahora que me dispuse a copiar la canción no quiere sonar más. Tengo un cruel desafío con el. Primero le doy golpecitos con el bolígrafo (el Kilométrico), luego montones de ellos y si con eso no vuelve a la vida y a sonar, comienzo a hundir la punta de mis dedos en cuántas cosas y tornillitos tiene por dentro. Al final, después su ‘merecido descanso’, ya que lo tengo funcionando día y noche y pese a su impertinencia y el tiempo que me roba para poder seguir con mis garabatos, siempre obedece y vuelve a funcionar. Anoche, como otras tantas, estuve a punto de estrellarlo contra el piso. Hubiese sido un musicidio, ya que habría acabado con la vida de mi bullicioso, pero útil acompañante, que, dicho sea de paso, ahuyentó a todos los grillos y misiles insectívoros que se metían en la cabaña. PAUSA DE SILENCIO DENTRO DE ESTA MISMA PAUSA: Voy a incorporarme de mi asiento y a repetir todos los “procedimientos” para que el bendito aparato vuelva a funcionar y no me deje sólo, no me abandone, porque en silencio sólo escucho el latido de mi tristeza y el lloroso sonido del bolígrafo mientras se abre paso entre las líneas de mi tormentoso manuscrito. Además, le prometí a este Diario unas estrofas de Volverás y no puedo defraudarlo, debo cumplir con lo prometido… ¡Coño!, estas pausas tan pendejas me hacen olvidar el hilo (aunque en mí mente está bastante confuso), la cronología del Diario. Y Volverás habla de: Volverás cuando sepas que no hay más de lo que hay… /Volverás al primer zarpazo de la soledad porque sabes que tú y yo no morimos de amor/Ojalá no sea tarde y empecemos de cero y tal vez nos vaya mejor/Volverás porque somos uña y carne y mucho más/Volverás porque quieras o no quieras soy tu hogar/Volverás de la mano del fracaso y sin disfraz/Volverás sin pedir excusas un día más/Y sabes que morimos de amor/Ojalá no te confundas y no sea tarde/Que empecemos de cero y tal vez nos vaya mejor…

MAÑANA:                                                                              
  Veremos qué pasa. Y es que dudo tanto de ella, no de su entrega, sino de su boca. Tanto, que a veces tiemblo de sólo de pensar que pasaría si Carolina llegara a enterarse que me acosté con ella.

domingo, 5 de diciembre de 2010

11 de septiembre (Parte y6).

  Como el temporal había acabado con la alegría de la reunión, Maura y yo regresamos a la cabaña. Serían algo más de las ocho de la noche. Una vez dentro comenzamos a besarnos y acariciarnos y, en instantes, desnudos y haciendo el amor. Aunque estábamos a oscuras, debido a la falta de cortinas Maura temía que algún mirón se asomase a través de los cristales, pero en instantes ese temor se disipó y le dio paso a la pasión y placer desmedido. Yo, que hablo tanto, que soy expresivamente apasionado, estaba casi mudo. Sólo cerraba los ojos y pensaba que el cuerpo que estaba acariciando y penetrando era el de Carolina aunque no existía comparación entre uno y otro. Una delgada y con culo aperlado y la otra voluminosa (Carolina) y con culo achatado. Una (Maura), con senos de adolescente en pleno desarrollo y la otra (Carolina), con grandes y sedosas tetas. Una (Carolina), que me ahogaba con su peso, y la otra (Maura), que la manejaba a mi antojo por su ágil fragilidad. No obstante, y que me perdone quién pueda perdonarme, me la imaginaba. Me imaginaba que estaba haciendo el amor con ella, con Carolina. Por eso le pedí a Maura y ella me complació sin siquiera imaginarse el porqué se lo solicitaba, hacer el amor en las mismas posiciones que lo hacía con Carolina. No era lo mismo. Yo abría y cerraba los ojos en la oscuridad tratando de encontrarla en mi fantasía, de presentirla. ¡Pero coño, Maura lo hace muy bien! Se desvivió en complacerme, aunque yo quería sentir la vulva de Carolina, no la de Maura. Su boca, cuando tomaba mi miembro con ella, no era la boca que yo quería sentir. Sus besos no eran los que yo quería saborear. Me gustó, no lo niego. Fue el desahogo de mi cuarentena y me sentí complacido. Las primeras dos veces que eyaculé, fue la liberación de una carga, la cual también pesa, y mucho, y no te deja discernir con serenidad. Ella también alcanzó los dos orgasmos. Uno de ellos de forma simultánea con el mío porque a gritos me pedía: “¡Acuérdate!... ¡Acuérdate!... Siempre los dos nos íbamos juntos”. El tercero fue un desastre. Maura se inquietó mucho. Creo que presintió algo. Que mi piel le transmitió que no estaba haciendo el amor con ella sino con otra. En su decálogo mental de la buena amante, buscó por todas las formas y maneras que conocía hacerme llegar pero, por más que lo necesitaba, no pude descargarme dentro de ella otra vez. Aunque mi miembro estaba más erecto y duro que la Torre Eiffel, no llegué al clímax porque comencé a sentirme culpable, traidor e infiel. Me consideraba un desgraciado cornudo, un maldito traidor, pese a que en mi fantasía sospecho una supuesta infidelidad de Carolina, que ella lo hizo antes que yo… Ahora me pregunto, ¿si todo fue producto de mi imaginación, de mis desconfianzas y dudas, quién me perdonará ahora?

PAUSA TELEFÓNICA PROLONGADA: Son las 12:37 a.m. del día martes doce de septiembre. Maura me llama y cuenta su agenda, su “historial” de hoy. Comentó que fue a una entrevista de trabajo (ella también está cesante). Por eso ayer, riéndose me repitió en varias ocasiones: “Se juntaron el hambre con la miseria”. Me habló de su entrevista con Rafael Benavides, el vicepresidente de una constructora muy importante, quien la acosa sexualmente. Me dijo que estaba casado y que tenía dos hijas, una de dieciocho y otra de ocho. Que, pese al acoso, mantuvo su compostura. Le expresó que aspiraba setecientos mil bolívares de sueldo. Que fue muy bien vestida, muy ejecutiva. Que mañana tenía otra entrevista en la Siemens. Que le disculpara la hora en que me estaba llamando ya que se había quedado dormida. Después de decir esto bostezó y todo, pero, como la conozco bien, no le creo ni papas. Debe haber llegado en ese mismo instante a su casa o, en el mejor de los casos, me estaba chequeando. Quiera saber dónde estaba. Cuando andábamos juntos lo hacía a cada rato. Temía que me fuese ‘por ahí’ o que la estuviese traicionando con otra. Es muy, pero muy celosa y desconfiada en cosas de los sentimientos y emociones. Después de una pequeña pausa para tomar aire, manifestó que me había comprado comida y no sé qué más. Y, de ahí en adelante, siguió con su interminable blablablá... (¡Qué coño de madre soy! La pobre sigue enamorada de mí pero yo no de ella). En un momento de la cháchara expresó que me iba a cocinar una comida rica este fin de semana y… En ese instante la atajé. Le dije que dejase el apuro. Que no fuese tan impaciente. Que todavía no volveríamos a juntarnos. (Por supuesto, le mentí con eso de que ‘todavía no’. Fue una mentira piadosa. Yo amo a Carolina y la seguiré amando, pero no quería herirla. La veo tan enamorada, tan ilusionada. No se lo merece, mucho menos tan temprano y después de lo de anoche). Le expresé que tenía que esperar mi entrevista (cuando me llamen) con los abogados de Carolina y que en ese preciso instante me estaba tocando el miembro y que me iba a tirar un pajazo con el recuerdo de anoche (se lo dije, más que nada, para desatarla del tema de volver juntos). Ella contestó: “¡Deja la paja!”. Le expresé que era broma, aunque, en verdad, estaba muy, pero muy excitado (sino pregúntele a el). Después de mi interrupción más bla, bla, bla en monólogo interminable y, de pronto, “¡Chao!… ¡Besos!... ¡Cuídate mucho!... ¡Muá!... ¡Muá!... ¡Muá!” y colgó.

  Y yo sigo escribiendo esta pendejada que ya me está desesperando más que el propio desespero que lo inició, ya que no sé cuál ni cómo será el final que Dios y el destino me deparan.
  ¡Qué valiente soy! Tengo los dedos entumecidos, al igual que el cerebro y el alma, y sigo… ¡Sigo escribiendo! No sé qué hora es, pero por los vapores etílicos que inundan mi cerebro y la caja de cigarrillos semivacía, debo estar cerca del preámbulo del amanecer.
  Hoy cometí varias cagadas. Pero no tan grande como la de traer a Maura a la montaña. Por cierto ayer, después hacer el amor y como el temporal había cesado, nos duchamos, arreglamos y volvimos hacia la cabaña de Fernando porque la música a todo volumen y las voces que escuchábamos indicaban que la cosa seguía. Apenas había tenido un mojado receso y nosotros estábamos listos a seguir la parranda.
  Alcohol y cigarrillos. Cigarrillos, alcohol, música y blablablá. Lo montaña se había iluminado. Los desesperados estaban felices y emborrachándose. Yo entre ellos. Quizás era el Presidente ad honorem, el líder de los desesperados, quizás no. Quizás había personas más desesperadas que yo y no lo sabía. Lo importante es que, realmente la pasamos bien y camuflamos muy bien nuestro dolor. Por lo menos mi disfraz, con Maura al lado, era perfecto. Parecía un ser normal.
  Estuvimos compartiendo otro buen rato con nuestros vecinos y luego, después de despedirnos, volvimos a acostarnos y hacer el amor. Ella es una mujer muy ardiente y apasionada, al igual que yo. Ambos somos del signo Aries. Ella es del siete y yo del cinco de abril. Fuego contra fuego y eso que los astrólogos dicen que dos polos del mismo signo se rechazan porque tienen la misma energía interior. En cambio, afirman que los Libras (Carolina) y los Aries, o sea yo, se las llevan a las mil maravillas. Entonces, ¿por qué mi desastre, ignorantes astrólogos?... ¡Farsantes, buenos para nada! ¡Ustedes sólo existen para esquilmar un dinerito a gente de poca fe!... ¡Estafadores de la esperanza!... Eso son… ¿Por qué coño la gente le hace tanto caso a esos maricones de la astrología? ¡Qué coño de expertos van a ser!… ¿Por qué no se meten el dedo por el culo y mientras lo disfrutan tratan de adivinar sobre la inmortalidad del cangrejo y qué le depararan los astros?
  Serían más útiles a la humanidad y a mi mujer, por la que estoy desesperado y muriendo, irse al mismísimo infierno con toda su superchería y cartas. La crédula de Carolina no se despega del televisor cuando esos locos pitonisos (hombres, mujeres y maricones) comienzan desde muy temprano en la mañana a atormentarle la vida a la gente con sus pronósticos astrales.
  ¿Por qué no le hacen la Carta Astral al diablo?... ¡Estafadores!... ¿Saben cuántos planetas orbitan alrededor del sol?... ¿Saben qué están por descubrir otros dos muy distantes que apenas logran distinguir sus siluetas con los supertelescopios? ¿Y sus doce infalibles signos saben por dónde se lo meterán cuándo eso ocurra?... ¡Por el culo!
  Mí Carolina necesita de mucho soporte emocional y espiritual, no de astrólogos. Su ansiedad e intranquilidad la tienen con los ojos cerrados. No le dejan ver la realidad. Yo traté de apaciguar su tormento con mis caricias y mimos… Con mi amor y entrega. Lo lograba por períodos, por largos períodos, pero de pronto, sin saber porqué ni cómo, se volvía a abrazar a una insospechada angustia. Nos comunicábamos. Me comunicaba mucho con ella y trataba con mis limitados recursos psicológicos regresarla a la felicidad, a la radiante alegría. A veces lo lograba y volvía a ser la mujer luminosa y segura de sí misma. No obstante, a veces por el más insignificante y banal motivo, volvía a desmoronarse. Es inteligente, pero muy desconfiada. Tanto, que desconfía hasta de sus capacidades y destrezas. Cree que detrás de cada palabra hay una doble y hasta tercera intención. No distingue ni sabe ver entre matices. Es muy radical. Para ella todo es blanco y negro y así no se puede vivir en paz y armonía. En ese ir y venir de inseguridades, de pasar el suiche y volverlo a subir, se le está yendo la vida en un mar de miserias cuando podría ahogarse en el océano infinito de la dicha y felicidad. Lo tiene todo y no lo sabe y, lo peor, busca el todo donde está la nada.
  Sólo los seres de poca fe se dejan atrapar por la astrología y mí Carolina es una de esas personas. Cree a ojos cerrados en la paja loca de esos maricones que deja meter en casa todas las mañanas a través de la pantalla de vidrio. Es una verdadera locura. “Hoy no salgas… Si eres del signo Libra tendrás un mal día… Si eres Virgo, hoy te lo quitarán… Ah, si eres de Cáncer pronto te aquejarán serios problemas de salud… Y a los de Tauro que se cuiden, porque le acaecerá un grave accidente”, y así por el estilo. El que escucha esa mierda está un poco loco, pero el que les cree se convierte en un peligroso paranoico.
  Esos astrólogos del ‘cajón de los idiotas’ son profetas de la maldad, seres diabólicos, pero más imbéciles son los que creen en sus vagas y banales idioteces carente de toda lógica científica.
  ¡Ah, querida Carolina! Te adoré y aún te adoro. Fuiste la última pasión de mí vida. ¡Mi último verdadero y gran amor! Presiento que te perdí y con ello gané el salvoconducto a las puertas del infierno. ¡Ojalá qué todo esto tenga sentido! Que este Diario tenga una razón que vaya más allá de lo humano y se convierta en una lección para los amantes que sufren y comprendan que el amor es un don divino y no una percepción de los sentidos o una sensación de la carne. Que entiendan que donde hay amor vive Dios y no se puede amar con reservas ni investido de misterio porque sólo se cosechará soledad, peste más terrible que la desesperanza. La soledad es tormento del espíritu y mortal veneno para la mente.
  ¡Moriré de amor, pero nunca de soledad!


SEGUNDO FIN
(Quizás mañana, si aún estoy vivo, comenzaré un tercer fin o la muerte).





MAÑANA:                                                                               

HACIA EL TERCER Y ÚLTIMO FINAL
Nota: Este Diario ya se ha comido seis bolígrafos. Acabo de regresar de comprar dos más.




sábado, 4 de diciembre de 2010

11 de septiembre (Parte 5).

  Como mi tormento no me permite descansar y, mucho menos, dormir, escribiré cómo transcurrió la tarde y, después, la noche del domingo.
  Asustado, temeroso, arrepentido y sintiéndome vilmente culpable, después de recogerla en su casa llegué con Maura a La Montaña de los Desesperados a eso de las dos de la tarde. Al montarse en el auto ella expresó que no podía creer que después de casi cuatro años estábamos otra vez juntos, como si nada hubiese sucedido. Hablamos de todo. O, mejor dicho, ella habló de todo. Yo sólo escuchaba. En mis pensamientos la figura de Carolina, el incandescente reflejo de mi pecado, de mí primera traición, me incomodaba hasta los cojones. Pero todo estaba ya consumado (o a punto de consumar) y ella a mi lado. ¿Qué hacer?... ¿Ir hacia atrás y devolverla a su casa? Aunque lo pensé, la crueldad de Carolina me hizo seguir hacia adelante sin mirar atrás.
  Maura estaba más hermosa que la última vez que la vi. Se conserva muy bien a sus treinta y cuatro años. No aparenta su edad. Más bien parece de veintiocho. Su cabello rubio plata, su rostro blanco y ojos acaramelados, además de su bien formada figura pese a su estatura (no debe pasar de un metro sesenta y ocho), la hacen apetecible (¡y yo con el hambre que tenía!) a los ojos de cualquier hombre. En la época en que andábamos juntos muchos volteaban a verla en condicionado reflejo sin importarles que estuviese acompañada. Y si a todos esos atributos femeninos le unimos su picardía, coquetería y sensualidad, la convierten en una mujer bastante irresistible.
 En el camino a la montaña, a fin de que ella conociese los alrededores (y también con el propósito de despistarla) les di varias vueltas por entradas y recovecos desconocidos hasta para mí. Mientras rodábamos le advertí que no dijese palabra sobre nuestro encuentro ni dónde estaba metido. En varios lugares de la vía le pedí que desviase la vista a fin de que no se percatara de los avisos que había en la ruta. Casi al llegar a la trocha que conduce hacia las cascaritas la conminé a reclinar su cuerpo hacia adelante y taparse los ojos con las manos para que no viese la vereda que va hacia mi refugio. Ella se reía, hacía preguntas sobre el porqué de tan insólita petición. No podía creer lo que le estaba pidiendo, sin embargo hizo caso y accedió.
  Se lo pedí porque a ella (es su naturaleza) se le va mucho la lengua. Nadie sabía, hasta ahora, dónde estaba metido. Debía mantenerlo en secreto de todos, no tanto por lo deprimente del lugar, sino para preservar mi íntimo tormento. Es mío y de nadie más y a nadie le he dado licencia para meterse en mi alma y regodearse en mi sufrimiento. Lo de Antonello y Luna fue un desahogo necesario. Un desahogo alcohólico que me evitó que explotase por dentro, que permitió seguir viviendo, aunque fuese atormentado, pero viviendo.
 Bajando por el terroso camino arropado por una inmaculada cobija de frondosos bambúes, a apenas unos doscientos metros de las cascaritas, le dije que ya podía dejar la incómoda posición a la que la obligué y levantar la vista. De antemano sabía que todo había sido una precaución estéril porque Maura tiene una memoria fotográfica prodigiosa. Ubica todo con facilidad asombrosa y si de números se trata, se les graban y almacenan como si su cerebro fuese un disco duro de última generación.
  Al rato de llegar a la cabaña nos reímos con eso, ya que yo le decía que por su retentiva y sentido de ubicación hubiese sido la mejor espía del mundo.
 Como no creía en mi desgracia, la cual en parte le había contado durante nuestras conversaciones telefónicas, Maura se había vestido muy elegante para estar en una montaña. Una fina blusa azul con estampados blancos que parecían de Versace, y una falda midi con volante negro de mucha clase y, lo peor, una sandalias de tacón semialto.
 Apenas llegamos, Andreína, Rolando y una amiga, así como Fernando y Sonia estaban subiéndose a sus autos. Fernando me dijo que volvería pronto.
  Maura no podía creer mi precariedad. Cuando comenzó a bajar por la empinada cuesta de cemento que conduce a las cascaritas río a mandíbula batiente y requirió el apoyo de mi brazo a fin de no rodar.
  Pronto llegamos, ya que la distancia del montículo donde aparcamos hasta la puerta de mi cascarita es, a lo sumo, de apenas unos cuarenta o cincuenta pasos. Lo autos no pueden llegar hasta abajo. Un rústico doble tracción si, pero subir sería muy forzoso y dañino para el auto porque no hay espacio para tomar velocidad y cierto impulso.
  Cuando entramos a mi cabaña Maura otra vez estalló en risa. No podía creer aquello. Le parecía imposible que estuviese viviendo en esas condiciones. Cuando le hablé de que vivía en una cabaña en la montaña seguramente pensó que era un chalet tipo suizo, algo de mucha clase, amplia y confortable, por eso lo de su risa continua, pero breve. Nunca se imaginó algo tan rústico y tosco al mismo tiempo. Yo ya me había acostumbrado y me parecía algo digno de un desesperado.
  Como tenía mucha hambre, comenzó a hurgar entre los víveres que tenía en existencia, que más bien eran provisiones de subsistencia. “¿Cómo hace para vivir así? Sin nevera ni nada… ¡Eres un loco!”, soltó estupefacta al sentirse incómoda, casi maniatada. Dicho esto se aprestó a preparar unos suculentos espaguetis con salsa de atún (de dos latas que le abrí), pasta de tomates y orégano. Le quedó exquisita. La comimos mientras degustábamos sendos tragos de Etiqueta Negra, una botella que le “compré” a Antonello, ya que el día anterior a su cumpleaños me tocó la puerta y desesperado y sin dinero me preguntó: “¿Cuánto cuesta esta botella?”. Le dije que al menos doce mil bolívares y el contestó: “Voy a salir a venderla. A ver si me dan cinco mil”. Yo, aunque corto de dinero y ante su desesperada situación, le dije: “¡No, vale! No te pongas en eso. Dámela acá, yo te doy los cinco mil bolívares” y me la dio. Por eso es que Maura y yo estábamos brindando con whisky de primera en nuestro reencuentro.
  – ¡Hielo!... Yo sin hielo no lo tomo –expresó desdeñosa mi hermosa invitada.
  Fernando, quien ya había regresado, nos regaló unos cuantos cubitos que aún tenía en su refrigerador, al tiempo que advirtió: “Mira, la licorería aún está abierta. Creo que cierran a eso de las cuatro. Todavía estás a tiempo para ir a comprar una bolsa porque a mi casi no me queda”.
  Le di las gracias por la indicación y salí con Maura a buscar el hielo. La licorería estaba a unos cinco kilómetros de las cascaritas. Sería ir y venir. Ella se quería quedar en la cabaña, pero con sutileza la persuadí a que me acompañase.
  La conozco muy bien y sabía que si la dejaba sola en la cabaña comenzaría a curiosear entre mis cosas y que no sólo daría con este Diario, sino con los cuatrocientos dólares que tengo a buen resguardo dentro de un koala.
  Fuimos y, al regresar, Fernando estaba lavando su cava de hielo a fin de sacarle el moho que se le había adherido. Me la ofreció gentilmente. Luego nos reunimos Sonia, Fernando, Rolando, Maura y yo frente a la cabaña de Fernando, donde había colocado su mesa y sillas de plástico blanco. Allí estuvimos compartiendo cordialmente. Nos reímos, hicimos chistes y comenzamos a embriagarnos, pero cada uno con lo suyo. Cada uno con su reserva de licor, porque así es aquí, en la montaña. Cada quien se toma lo que tiene, no así con la comida.
  Con Rolando entablé una corta charla sobre literatura. Y como sabe que estoy escribiendo un libro (todos lo saben, porque esa fue la excusa que di cuando llegué a la montaña. Lo que no saben es que en realidad, sin siquiera habérmelo propuesto, estoy garabateo en forma muy primitiva un Diario), me preguntó si no había leído alguna obra de Alfredo Bryce Echenique, un escritor peruano que “rompe con todos los moldes”, según afirmó. Le dije que no. Y con vehemencia recomendó que leyese La vida exagerada de Martín Romaña. Me habló algo de su argumento, pero no lo recuerdo ahora. Insistió en que me gustaría. Luego me comentó episodios sobre otras dos obras del mismo autor. Como la música (Fernando es un amante de ella) estaba todo volumen, le pedí que, por favor, me anotara los títulos en un papel. Lo buscó y escribió, haciendo especial recomendación de que los leyera en el orden como los puso. El primero sería el que mencioné más arriba de estas líneas. Después El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz y, por último, La amigdalitis de Tarzán. Le aseguré que los compraría (cuando tenga dinero, digo para mí) y los leería.
  En ese divagar sobre literatura, obras y autores con Rolando, le confesé que aunque desde niño había leído buenas y grandes obras, entre ellas casi todos los clásicos, ahora, debido a mis pretensiones literarias, había dejado de leer como antes por “temor a las influencias”. Creo que es mierda. Ese cliché lo dice todo el mundo, mucho más los holgazanes literarios. Aunque en mi no es una constante, realmente debo confesar que he dejado de leer. No soy el mismo de antes.
  Y mientras entre trago y trago conversábamos, reíamos y hacíamos chistes, se desató un temporal de pronóstico reservado con vientos huracanados tan poderosos que los techos de las cascaritas, que son de una especie de zinc reforzado, comenzaron a batir con fuerza demoníaca y buscaban zafarse para salir volando hasta el propio corazón de la montaña.
  Sonia estaba aterrada. Fernando también. Absorto, Rolando no sabía qué hacer. Las gotas de lluvia parecían latigazos. Golpeaban con dolor sobre la espalda. Sonia, quien recién había regresado del interior de la cabaña donde estaba preparando algunos pasapalos, volvió a meterse junto a Fernando a su cascarita y celular en mano comenzó a marcar el número de Robert para quejarse de los endebles techos.

MAÑANA:                                                                               
  Sólo cerraba los ojos y pensaba que el cuerpo que estaba acariciando y penetrando era el de Carolina, aunque no existía comparación entre uno y otro. Una delgada y con culo aperlado y la otra voluminosa (Carolina) y con culo achatado. Una (Maura), con senos de adolescente en pleno desarrollo y la otra (Carolina), con grandes y sedosas tetas. Una (Carolina), que me ahogaba con su peso, y la otra (Maura), que la manejaba a mi antojo por su ágil fragilidad.



viernes, 3 de diciembre de 2010

11 de septiembre (Parte 4).

  Ya es de madrugada. Es domingo. Lo domingos siempre dormía hasta tarde. Soñaba y amaba. Amaba sonar. Los sueños me reconfortan, me alejan de este depredador mundo y me transportan a maravillosas fantasías. Siempre he amado soñar, aún ahora, que sufro. Son mi válvula de escape a la felicidad. A un mundo lleno de amor, donde todo es primavera y alegría… ¡Ahhhh!... Suspiro por los tiempos idos. Suspiro por mi vida, por lo feliz que era.
  Me cansé de escribir idioteces. Recordar el pasado trastorna el presente y yo vivo en el presente. Lo importante es el ahora. El momento presente. ¡Este momento!, el cual es único e irrepetible. El ahora es la vida, el instante que viene el futuro y el que se fue el pasado, pero si no vivimos el ahora jamás habrá pasado ni futuro, sino una lenta y agónica muerte.
  Me voy a poner el mono de gimnasia y saldré a vivir el ahora, a dar una “vuelta de reconocimiento”.
  Definitivamente, soy un pobre estúpido, un paranoico al que, al parecer, le agrada sufrir. Cuando salí a dar la vuelta de reconocimiento serían cerca de las cinco y treinta de la mañana, o sea de madrugada. Pero como los locos somos locos, y mucho más locos los que sufrimos por amor, enfilé, primero, rumbo a La Manzanita. A mi enferma y lacerada mente le mordía una imperiosa curiosidad. Debía saber, sin que existiese la menor duda razonable posible, si la Cherokee del hermano de Carolina era verde o azul. Me atormentaba la imagen del reluciente jeep que vi aparcado casi en “mi puesto” de estacionamiento. Tenía que saber si, en verdad, era del supuesto amante de Carolina o, por el contrario, tal como le pedí a Dios que fuese, la de su hermano mayor.
  Pese a la hora, conseguí algunos problemillos en la vía que impedían ir más aprisa. Al fin llegué. Con el auto rodando a menos de veinte kilómetros por hora pasé frente a la residencia del hermano mayor de Carolina. ¡Oh, decepción!... Su Cherokee es color verde botella, nada parecida a la otra.
  Lloré por dentro. Mis sospechas habían tomado el rumbo que me negaba a admitir. Pero, ¿tendría, ciertamente, algo qué ver con Carolina el hecho de que ese jeep azul cobalto estuviese estacionado en ese sitio?
  Con el alma hecha pedazos tomé hacia mi antiguo hogar, el lugar donde tantas veces amé y soñé con Carolina. La intención era meterme otra vez en el estacionamiento y sufrir un poco más al ver, nuevamente, el jeep estacionado allí. De pronto, en un momento de lucida reflexión, aborté el plan y seguí de largo para regresar a la montaña con la promesa interior de que no lo volvería a hacerlo. Que no volvería a ese estacionamiento. Que no perforaría más mis intestinos, corazón y mente con tanto innecesario tormento.
  Uno de mis compañeros de La Montaña de los Desesperados me vio llegar a tan temprana hora. Excusé mi dolor con un “fui a hacer un poco de ejercicios y comprar cigarrillos”. ¡Qué contradicción!
  Atormentado y sin saber qué pasó y qué hacer en las siguientes horas, me puse a ordenar la cabaña, que hacía asco con todas las humedecidas colillas tiradas en el suelo. Concluida la tarea, decidí vestirme para ir a “pasear” por la ciudad.
  Al terminar de ponerme los zapatos repicó el celular. Totalmente ‘ido’, metido en mis cavilaciones, como un autómata lo tomé y contesté. Era Maura, la obsesiva italianita con quien tuve un largo y caliente romance en la época en que andaba solo por el mundo. Desde hace varias noches atrás me ha estado llamando, respondiendo, en principio, una primera llamada que yo le hice unas de esas tantas noches de borrachera, soledad y olvido. Me preguntó qué estaba haciendo. Le contesté que nada y enseguida ella dijo que quería verme.
  –Salgo a buscarte –respondí sin pensarlo dos veces.
  – ¿Ya? –preguntó asombrada.
  – ¡Ya! –afirmé–. En media hora estoy en tu casa.
  – ¿Aún sabes dónde vivo? –indagó dubitativa.
  -¡Claro! –contesté y salí en su búsqueda.
  Cumplí la cuarentena y sabía que ella me liberaría.
  En el camino casi me arrepiento. Me recriminaba mi segura y garantizada primera infidelidad. “¡Carolina pal carajo!, me dije buscando justificarme a priori. Lo que importa soy yo”.

PAUSA DE ALCOHOL Y CANSANCIO: Fue divino. Mañana (ahora son las 8:42 p.m. y he estado embriagándome sin comer casi nada), si aún estoy cuerdo (o vivo), asentaré en el Diario mi primera infidelidad. Ahora, más que nunca, después de haber pecado en mi amor, estoy totalmente convencido de que amo a Carolina sobre todas las cosas terrenas existentes y por existir. Maura es mucho más joven que Carolina… Pero, ¿por qué escribo esto?... Comenzaron las lagunas y maremotos alcohólicos en mi mente. Les cedo el paso. Seguiré escribiendo mañana, o más tarde si el gin me deja. Necesito asentar en el Diario mi primer domingo, después de cuarenta días de atormentada pero placentera paz, rota por el volcán de Maura… Realmente esa mujer es un tsunami.

PAUSA DE “POR SI ACASO”: Por si la muerte me sorprende mientras esté durmiendo y este Diario quede inconcluso, debo, por amor, confesar que pese a todo el sufrimiento, penurias, obsesiones, padecimientos y dolor, Carolina sigue, y será hasta más allá de la muerte, mí verdadero amor. La única mujer que, a pesar de mis malditas dudas y celos, pudo hacer florecer al Dios del amor en mi alma aunque sea fría como una nevera, calculadora, mala, despiadada y cruel… ¡Qué masoquismo del coño de la madre, el mío! ¿Cómo pudo ser parida mujer semejante y al mismo tiempo ser bendecida por el amor de los hombres?... ¡Qué paradoja de vida!… ¡Seguiré!... ¡De bolas que seguiré escribiendo!… Esta pausa era sólo por un “por si acaso”.

MAÑANA:                                                                               
  Asustado, temeroso, arrepentido y sintiéndome vilmente culpable, después de recogerla en su casa llegué con Maura a La Montaña de los Desesperados a eso de las dos de la tarde.


jueves, 2 de diciembre de 2010

11 de septiembre (Parte 3).

  Bueno, vuelvo a lo de la tercera llamada. Debido a la hora y evitar molestias y que me molesten, me pongo los audífonos y escucho con atención la grabación de la llamada, muy distorsionada, al igual que las otras. Trato de descifrar e interpretar la conversación, la cual pronto iré garabateando en este Diario. Por supuesto, muchas de las palabras salidas de la boca de Elsa fueron dirigidas y manipuladas de antemano por la señora (mi querida Carolina), quien es experta en aleccionar servicios. Y aquí no hay ‘eufemismos’ que valgan, porque lo estoy diciendo directo, sin ambages, tal y como soy y he sido siempre al momento de hablar. Voy al grano y punto, aunque después me arrepienta de lo dicho y pida disculpas. Soy directo, claro, transparente y un incurable adicto a la verdad. ¡Duélale a quien le duela! Por la verdad murió Cristo y si yo tendré que morir por ella, simplemente no se ha perdido gran cosa.

PAUSA DE INDECISIÓN: No sé si hacerlo. Si seguir escuchando esta grabación y mucho menos después pasarla al Diario. Me desespero sólo de efectuar el “ritual” para oírla y copiarla. Eso de ponerme los audífonos, luego darle a play y escuchar. Una vez oído, pinchar el botón de pausa y escribir lo escuchado. Enseguida, después de garabatear la última palabra en el Diario, retroceder, volver adelante y ponerla a punto donde había quedado para cerciorarme de que anoté todo. Después desactivar el botón de pausa, escuchar y anotar esa perturbante conversación. No sé si hacerlo. Simplemente, ¡me ahoga! Más cuando repito cientos de veces la rutina retrocede-pausa-avanza-anota.

  Como no tengo nada qué hacer y todavía es de madrugada y falta mucho para que los primeros rayos de sol asomen por el horizonte, decidí escuchar nuevamente el diálogo Elsa-Leonardo (tercera llamada), del cual haré un resumen con todas las contradicciones y falsedades que de esa grabación me atormentan.

PAUSA DE DESESPERO: Tengo que terminar rápido con este Diario. Botarlo, desaparecerlo o, simplemente, guardarlo y no escribir más. Es urgente que lo haga. Se ha convertido en una amenaza contra mi estabilidad emocional. Si no lo hago terminará conmigo… ¡Acabará conmigo!… Presiento la muerte. Una muerte estúpida, vacía y, todo, por amor… Pensándolo bien, sería una buena muerte, una muerte de príncipes… ¿Y de qué más se puede morir uno?... De un ataque cardíaco, una enfermad incurable, que lo atropelle un auto o le caiga un árbol encima, en la guerra o a manos del hampa… Rectifico. Morir por amor sería la mejor muerte y la mejor de las suertes… ¡Gracias, Dios!... ¡Gracias! Veo que no me has abandonado y me quieres que jode… ¡Muchísimo!

  En realidad nadie, más que Carolina, sabe con quién se fue para Aruba. Además del bebé, por supuesto, pero él es muy pequeño para decir algo ni enterarse de nada. Lo cierto es que no logro entender mucho de este enredo y desenredarlo me está volviendo loco. Quizás lo del dichoso viaje es toda una madeja de continuas mentiras y más mentiras. Elsa afirma que estuvieron en el Hilton y que cuando ella llegó se mudaron a un resort cuyo nombre no recuerda. Entonces, Carolina no contrató a un servicio adicional por tiempo de “vacaciones” para que se ocupase del niño tal como yo pensaba. De otra forma no tendría objeto que Elsa fuese. ¿Cómo no voy a dudar si con cada llamada que hago me consigo un mar de contradicciones y afirmaciones sin sustentación?
  Y, por si fuese poco, en esa tercera llamada hice la “infalible” pregunta del desesperado, la que nadie nunca, por más que se esté muriendo por dentro, debe hacer.
  El resumen será breve, no así mi dolor.
  –Señora Elsa, otra vez Leonardo. ¿Usted cree, como mujer qué sabe de la vida, que ella me pueda perdonar, que me ama todavía? –pregunté de sopetón.
  Fui directo al grano por dos motivos. Uno, para saber de una vez por todas a qué atenerme y el otro, porque no sé hasta cuando tenga teléfono ya que no he pagado mis tarjetas de crédito y el cargo me lo hacen a una ellas.
  – ¡No!... Ya no… Ella ya no lo perdona más… No quiere saber más nada… –manifestó tajante.
  Luego del suspenso y sollozo interior, lancé la satánica pregunta crucial, la que nunca se debe hacer porque nunca te dirán la verdad. Ninguna mujer que exista o que esté por existir o nacer en este mundo, la responderá sin ambigüedad, con total sinceridad. Siquiera si el hombre logra descubrir la verdad, lo aceptarán, lo afirmarán. Si se le llegase a insinuar a una mujer que descubriste “al otro”, al hombre que te robó su amor y que sabes quién es, simplemente dirán: “Estás equivocado… Estas o loco”. Y en ello insistirán hasta la muerte. No existe “tortura” o prodigio alguno en el mundo de los vivos o de los muertos que a una mujer le haga confesar a su pareja la existencia de otro hombre en su vida.
  – ¿Pero tiene a otro? –pregunté mientras un nudo se desagarraba en mi garganta.
  – ¿No tiene qué? –respondió haciéndose la sorda.
  –Que no hay otro hombre de por medio –insistí a punto de llorar.
  – ¡Ay, no!... No, señor Leonardo. ¡Cómo cree usted!...
  –Entonces… Entonces, sí tengo chance de reconquistarla… –pregunté desesperado, como si la buena de Elsa supiese o podría influir en el corazón de Carolina.
  –No creo –respondió lapidaria.
  – ¿Por qué?
  –Está muy dolida… Usted la insultó mucho. No creo que lo perdone.
  –Pero yo la amo todavía… Los insultos fueron por su misteriosa mente, por su forma de ser –dije excusándome ante ella.
  –No creo que vuelvan…
  –Usted cree que no.
  –Bueno, yo no sé… ¡No!…
  – ¿Cómo mujer, qué piensa? –solicité.
  –Ella tiene sus principios… Dice que usted la ofendió… –(siguió un blablablá ininteligible a través de la grabación, el cual, como no pude entender ni descifrar, no transcribo)–… Que usted la trató muy mal… Que no soporta más…
  –Pero, ¿ella se sigue hablando con Rosalía?
  – ¡No! –contestó en forma contundente.
  – ¡Ah!, pero esa... Esa fue la que causó toda la mierda.
  – ¿Sí?
  –Una noche yo le intercepté una llamada de casi una hora y escuché todos los malévolos consejos que le estaba dando –solté de un tirón revelando el watergate sentimental que tenía montado en la casa.
  Pero la buena Elsa, seguramente asesorada por Carolina, a quien la percibía a su lado escuchando la conversación por el inalámbrico, afirmó para finalizar:
  –Ella ya tomó su decisión. Dice que de ahora en adelante se entenderían a través de sus abogados –precisó tajante.
  –Bueno… –afirmé con el corazón partido–. Qué Dios la bendiga… De todos modos yo la sigo amando –No había terminado la frase cuando en el fondo escuché un chillido de atención de Dorian–. Y al bebé también, ¡oyó!... ¡Dígales que los amo a los dos! –agregué con voz firme, tratando de mantener la entereza. No quería que percibiese mi inmenso dolor a través del hilo telefónico, aunque en ese momento por mi rostro descorría un par lágrimas.
  –Bien –se despidió con un rápido monosílabo para correr a atender al niño.
  – ¡Chao! –dije lacónico, con voz de ultratumba, como queriendo, ¡al fin!, morir de una vez por todas y acabar con este sufrimiento.

PAUSA MALDITA: Quiero terminar inmediatamente con este Diario, pero por algún extraño fenómeno sigo aprisionado a sus páginas y al bolígrafo. Cada letra, cada palabra que escribo me mata lentamente, pero no sé como desatarme. Es como un hechizo, un pérfido embrujo.


MAÑANA:                                                                               
  Carolina sigue, y será hasta más allá de la muerte, mí verdadero amor. La única mujer que, a pesar de mis malditas dudas y celos, pudo hacer florecer al Dios del amor en mi alma aunque sea fría como una nevera, calculadora, mala, despiadada y cruel…

miércoles, 1 de diciembre de 2010

11 de septiembre (Parte 2).

  Vuelvo a empatar el ayer con el hoy. A pesar de la autocomplacencia tuve un sueño intranquilo, lleno de fantasmas sin rostros, que me hicieron despertar sobresaltado por una visión que aún tengo fresca en la memoria. Serían algo así como las cuatro de la madrugada. Algo así, no recuerdo bien la hora, lo que si no puedo olvidar es el sobresalto. Realmente no sé si fue un sueño o lo imaginé debido a la turbación. La realidad es que sigue atado a mi mente. Y es que fue impactante, aterradoramente impactante ver a Carolina totalmente desnuda, tal como en mí mente la recuerdo, con sus cicatrices y celulitis, haciendo de modelo en una Escuela de Pintura, donde los noveles aprendices se reían, se burlaban despiadadamente de ella y mi mujer, mi querida esposa, incólume, siquiera pestañeaba. Se quedaba quieta, como una estatua de bronce. Al parecer había caído en desgracia, tanto mental como económicamente y no se le ocurrió mejor idea, debido a su desbordada vanidad, que la de servir de modelo. Al principio, en el sueño, me regocijé en su desgracia. Luego sentí una gran compasión, pero también un incontrolado amor. No podía creer los que mis extasiados ojos veían. Iracundo y bajo las socarronas burlas de los jóvenes aprendices, fui en su busca, la tomé delicadamente del brazo y, con los ojos repletos en lágrimas, la apreté contra mí pecho y deposité un acariciante beso en su mejilla. La abracé tan fuerte y con tanto amor, que ambos cuerpos se convirtieron en un todo. En pensamiento, cuerpo y alma. Éramos un legajo de amor. Fue tanta la veneración, ese saber haber vuelto a encontrar, sin importar en qué condiciones, a la parte de mí ser que había extraviado que, como prodigio divino, el sueño se disipó en el momento en que la abrazaba aún con más fuerza, amor y pasión. En ese instante, sobresaltado, y con los dos brazos apretando mí propio cuerpo, desperté.
  Cuánto tiempo estuve abrazándome a mí mismo, sólo Dios lo sabe. Lo cierto es que plenó el alma mía.
  No sé si el sueño ya lo asenté en el Diario o si este fue uno parecido al otro que tuve, lo cierto es que no pude volver a dormir. Tendido boca arriba en la cama sólo parpadeaba angustiado. Era mi vuelta a la realidad y a la desesperación…. El sueño se había ido y yo estaba otra vez sólo con mi suplicio.
  Enseguida alguien mandó una orden a mi cerebro. Era clara, precisa y totalmente válida: no tenía sentido permanecer en la cama si no podía dormir. Entonces me incorporé, fui al baño, oriné, tomé un sorbo de agua y comencé a escribir nuevamente.
  No transcribiré todavía del grabador al Diario la tercera llamada que le hice a Elsa. Primero la escucharé y si tiene algún valor para mis atormentadas reflexiones, alucinaciones y conjeturas, quizás la anote. Encenderé el aparato y rebobinaré la cinta. Luego la pondré a punto y escucharé.

PAUSA TÉCNICA: Estoy haciendo lo que dije en las líneas precedentes… ¡Espera, conciencia mía!... ¡Espera y sabrás qué disparates dije!

  Lo había olvidado. Esta, la tercera llamada, fue la que más me angustió al momento de realizarla y condujo a ser lo más discreto posible al reescucharla a fin de que mi vecinos no se enterasen del tenor de lo allí hablado. Sé que en parte es paranoia, pero es mi intimidad y no pretendo compartirla con nadie. Estas cascaritas son tan endebles que, aunque una de otra estén separadas por algo menos de un metro, si uno se lo propone podría escuchar hasta el ruido de una mosca en la cabaña contigua… ¡Sí!... Exagero, claro está, pero este asunto es mío, es mi tormento. Nadie tiene porqué enterarse de mi íntimo desespero. ¡Punto!... Es mí decisión. Si cambio de parecer, veré quién, cómo, cuándo y dónde, podrá enterarse de “mis cosas”, tal como me decía Carolina cuando desaparecía durante todo un día y yo sin saber qué hacía, dónde y, lo peor, con quién andaba. Cuando regresaba a casa y yo dulcemente le preguntaba, ella me contestaba: “Estaba haciendo mis cosas y punto. Quien mantiene esta casa soy yo y no tienes ningún derecho de reclamarme nada”. Y yo, de nuevo mansamente, le decía: “Está bien, mi amor. No te estoy reclamando nada. Sólo me preocupé. Uno nunca sabe”. Y ella con desfachada naturalidad y cara bien lavada, dándoselas de dama fisna y pretensiones ‘intelectualoides’, me contestaba: “Me vas a venir con ese eufemismo… Me va a venir con ese eufemismo”. Y yo, por el bien de la naciente familia callaba y me iba regañado, arrecho y con el rabo entre las piernas a ver televisión. Eso fue en la época en que quedé sin trabajo. Y, hablando del asunto ese del ‘eufemismo’, al parecer mi pobre y querida esposa no sabía el significado de la palabra o no sabía utilizarlo en su momento adecuado, ya que eufemismo, según el diccionario, simple y llanamente quiere decir: Modo de expresar con suavidad o disimulo ideas o palabras de mal gusto, inoportunas o malsonantes. Pero en mi caso no cabría esa palabra y, mucho menos, su significado. Mis intenciones no eran ‘malsonantes’ y tampoco se podrían encasillar en ninguna de esas partes, en un pretendido eufemismo (cuyos sinónimos, además de otros, son indirecta, insinuación, ironía) porque hablaba con amor, cariño y verdadera y sincera preocupación. Bueno, pero así es la vida. Por cierto, recordé otra de las barrabasadas del lenguaje que cometía me querida y amada Carolina. Debido a su trabajo ella debía, periódicamente, hacer algunos informes. Hasta allí todo bien. Lo que estaba mal es que a los informes ella los llamaba informenes. En ese caso si me atreví a corregirla en varias ocasiones porque repetía constantemente el dichoso informenes cuando hablaba con colegas y extraños por teléfono. Lo tenía pegado en su ser como estampilla. Ojalá que de tanto decírselo, ya lo haya corregido. Es mi querida y amada esposa y lo que más quiero en la vida es que quede siempre bien, muy bien, incluso ahora, que soy víctima de su desprecio y maldiciones.

MAÑANA:                                                                                
  Cada letra, cada palabra que escribo me mata lentamente, pero no sé como desatarme. Es como un hechizo, un pérfido embrujo.

martes, 30 de noviembre de 2010

LA MUERTE O EL MANICOMIO. 11 de septiembre (Parte 1).

  El sábado no pude concluir el Diario. Estaba muy confundido. Demasiadas ideas estúpidas y sin sentido vagaban por mi cerebro, por eso me acosté. Siquiera recuerdo la hora, pero sí que no podía conciliar sueño. Sólo daba vueltas y vueltas en la cama. Pensaba, pensaba y más pensaba y a través de esos pensamientos me atormentaba más y más. Estoy rayando en la locura, lo sé… O, mejor dicho, todavía no porque todavía reconozco mi virtual enajenación y los locos no tienen esa capacidad. Ellos creen que están bien, muy bien, y todos los demás a su alrededor locos. Además, todavía no he comenzado a comer mierda. Me gusta en demasía la buena comida, más que todo la italiana, aunque últimamente no he podido tener esos deleites del paladar. Sólo como lo que puedo, chupo gin como un desesperado irlandés o inglés y fumo más que un turco, para no decir más que puta presa, tal como señala el argot popular.
  Todo esto me pasa, por supuesto, ¡por pendejo!... Por ser un incurable romántico, un adicto al amor. Mi confusión es tal, que entre la desesperación, la ginebra, los lexos y las más de dos cajas de cigarrillos que fumo a diario y con el poco y desordenado dormir, estoy abonando el terreno para una única y clara meta con dos vertientes: La muerte o el manicomio.
 “¡Olvídate de todo estúpido romántico!… ¡No te destruyas!”, escucho que grita sollozando mi conciencia con misericordiosa lástima. No obstante, yo sigo con esta mierda, con este sentimentalismo fuera de época y ya no me está gustando, porque la mierda no me gusta. Nunca me ha gustado. Además, ¡qué ácida es la mierda del infierno!
  Lo voy a dejar hasta aquí. No más haraquiri mental. Vuelvo atrás, al sábado nueve de septiembre.
  Entre la revolcadera en la cama y el sueño traidor que no complacía mi impaciencia, me levanté, fui al baño, desenrollé una buena cantidad de papel toilette y volví a la cama. Todo estaba en penumbras y mis vecinos roncando. Me quité el short y comencé a acariciarme. El animal estaba como los vecinos: ¡roncando! El muy perezoso, que nunca me ha defraudado y siempre ha estado a mi lado en las batallas más decisivas listo para el combate como todo un soldado élite del grupo Delta Force, estaba inerte, casi muerto. Pero insistí y el hijo de puta comenzó a despertar y yo a darme de arriba-abajo y viceversa. Me estaba gustando. Comencé a sentir un leve placer, no el suficiente como para desbordarme. Tenía temor de que algún trasnochado habitante de la montaña, uno de los que también andan desesperados, sin querer o queriendo, no sé, estuviese atisbando a través de alguna de las ventanas para ver qué estaba haciendo. Como yo soy la ‘cosa extraña’ llegada a la montaña, se imaginan cualquier cantidad de cosas sobre mí. Buscan indagar qué coño hago siempre callado y encerrado aquí. ¿Quién sabe qué pensarán? Se imaginarán de todo, menos que estoy escribiendo. Siempre escribiendo y volviendo a escribir y, siempre que tengo otro poquito de aliento y paz, volver a escribir. Lo hago de día, de tarde, noche y madrugadas. “Bueno, ¡al carajo con todo eso!”, me dije. Cerré los ojos y me dejé llevar por la fantasía, con recuerdos de extasiantes momentos de placer del pasado. Comencé con Marlene, la bailaora de flamenco y su largo y prolongado orgasmo de la última vez que hicimos el amor en una habitación del Hotel Rema, en el Rosal. Y es que estaba tan enloquecida de placer y emitió tantos, pero tantos chillidos (al principio creí que fingía), que, por instantes, supuse que había perdido la razón. Me asusté, aunque eso no afectó la erección. ¡Qué placer tan inolvidable también el mío! Más cuando ella, sin poder contener su largo y apasionado éxtasis, apenas lograba besarme con la punta de su lengua, la cual ponía dura, como punta de lanza, y retorcía cual serpiente sobre la mía. Tuvo varios orgasmos continuos. No sé cuantos. No los conté. Lo único que recuerdo es que mientras estaba montada encima de mí callada, moviéndose y mirándome de una forma tan apasionada que estremecía, de repente en ahogos se complacía: “¡Ay, otra vez!… ¡Otra vez!... ¡Ay!... ¡Ay!” y enloquecía en movimientos más rápidos y voluptuosos. En esos instantes yo le pedía que me besase y ella se inclinaba dulcemente sobre mi cuerpo y movía su lengua como áspid en celo sobre la mía. Luego volvía a tomar su posición y seguía moviéndose, moviéndose adherida a mi guerrero erecto. Y como la veía como loca, yo me excitaba aún más, mucho más, y le decía: “Cuando estés a punto de irte otra vez bésame… ¡Bésame, por favor” y ella asentía jadeante: “¡Sí!... ¡Sí!… ¡Sí!” y desesperada, con ágil y elástico movimiento, sin despegarse siquiera un centímetro de mi miembro, se ponía totalmente en cuclillas y, con la planta de los pies firmes sobre la cama, se movía en forma jamás experimentaba por mí. A fin de enloquecerla aún más, yo la azuzaba: “Cuando me venga quiero que te la tomes toda… Toda mi leche”. Y ella respondía: “¡Sí!... ¡Sí!...”, mientras no paraba de moverse. Debido a sus chillidos, porque fueron eso, más que gritos, en varias ocasiones nos tocaron con energía la puerta de la habitación. Quizás provenían de parejas que entraban o salían del hotel. Por supuesto no hice caso. Creo que Marlene ni se enteró de los toques.
  Ya la habíamos hecho tres veces y para mi sería el cuarto orgasmo, por eso la gran demora en ‘llegar’, aunque también lo necesitaba. Necesitaba desbordarme pero no podía. Ella pronto volvió a tener otro orgasmo, fue tan loco y ruidoso como los otros y con sus besos y movimientos indujo el mío y presta, como doncella sedienta del desierto, ‘corrió’ a beberse el fruto de nuestro “amor”.
  Yo había estado con ella muchas veces. Lo habíamos hecho en todas las formas y maneras conocidas, pero nunca la había visto así. Nunca de esa forma.
  Estoy algo confundido con un recuerdo. Creo que entre los tragos anteriores a nuestra “fuga” al hotel, le confesé que había conocido a una mujer maravillosa (Carolina) y que me estaba enamorando de ella. Quizás ella presintió, como de hecho lo fue, que esa sería la última vez que estaríamos juntos.
  Después de mi última vez con Marlene, tuve alguna que otra escaramuza erótica con otras “amigas”, pero muy pocas. A los pocos días comencé a frecuentar a Carolina y el asunto comenzó a tomar ribetes tan románticos que me hizo olvidar de todas las demás mujeres.
  Pero la noche del sábado, pese a los eróticos y placenteros recuerdos con Marlene, no pude llegar a ‘término’ con ella. Utilicé la memoria y me “fui” a la cama con otras que habían estado conmigo. Cristina, la de diecisiete años, Claritza, mi odontóloga y Reina de Garganta Profunda, Morita, la rubia peligrosa y engañosa, Maura, mi incondicional y frenética cochinita, pero tampoco nada. No podía llegar al máximo del placer. Entonces mi mente me llevó a la cama con mi amada, y “¡odiada!”, Carolina. Qué rico lo hacíamos. Qué placer. Con cuánto amor verdadero nos entregábamos. Fundíamos nuestros cuerpos sin límites ni cordura. Sólo con ella, escuchar en mi mente su voz, ver su mirada y repetir las posiciones dentro de mi fantasía, pude al fin (porque ya me dolía de tanto darle), llegar al clímax y mientras me desbordaba en susurros que sólo yo escuchaba, repetía: “Así Carolain… ¡Así mí amor!”. En esos momentos yo le decía Carolain, con si fuese un nombre inglés (Carolain, se pronuncia) y no Carolina, porque a ella le gustaba. Le hacia sentir más importante. Decía que era más chic y sofisticado. A veces la complacía, otras, simplemente la llamaba por su verdadero nombre, tal cual como fue bautizada: Carolina.
  Después que el volcán entró en erupción, me quedé tirado en la cama, con la mano puesta sobre el miembro recubierto en un empapado papel toilette. A los pocos minutos, recobrado el aliento, lo boté a un lado de la cama. Satisfecho, acomodé la cabeza en la almohada y me dije: “Ahora sí, ¡a dormir!”.

PAUSA COCHINA: Quedé tan exhausto que siquiera me levanté para a lavarme.

  Escribir esto, más que recordarlo, me volvió a excitar… ¡Me encendió! Ya vuelvo, querido Diario… Sé que sabrás comprender mi urgencia después de tanto tiempo solo, sin una mujer, en esta montaña.

PAUSA DE ERECCIÓN: Sin comentarios.

  Mientras me masturbaba recordé a Carolina diciéndome: ¡Dámela!... ¡Dámela!...
  ¡Qué locura!

MAÑANA:                                                                   
  La abracé tan fuerte y con tanto amor, que ambos cuerpos se convirtieron en un todo. En pensamiento, cuerpo y alma. Éramos un legajo de amor. Fue tanta la veneración, ese saber haber vuelto a encontrar, sin importar en qué condiciones, a la parte de mí ser que había extraviado que, como prodigio divino, el sueño se disipó en el momento en que la abrazaba aún con más fuerza, amor y pasión.


lunes, 29 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte y9).

  Segunda llamada. El intervalo entre una y otra llamada fue de apenas segundos.
  – ¡Aló! –contestó Elsa al levantar el teléfono.
  –Mire, señora Elsa, cuando ella llegó ayer al mediodía… A las doce y media y piquito, no la vio usted nerviosa… –pregunté directo.
  –Sí, la vi como alterada, pero pensé…–se interrumpió y prosiguió–: Le pregunté qué le pasaba y me dijo que estaba nerviosa por la llegada de su hermana.
  – ¡Ah!, no fue por los golpes que me dio cuando me encontró allá abajo.
  –No, como estaba Pablito, no quiso hablar de eso.
  – ¡Ah!... ¡ya!… –acoté pensativo.
  –Ella iba para… (No entiendo lo que siguió diciendo Elsa porque la grabación no quedó muy clara en ciertos puntos y yo, por los nervios, apenas recuerdo que hice las llamadas. Si no estuviesen registradas en el grabador, casi juraría que no hice tantas. Que no hice tres).
  – ¿Ustedes están desde el día dieciséis en la casa?... ¿Usted regresó con ella?
  –Yo regresé con Rosa (¿?) y ella llegó el cinco de septiembre.
  – ¡Ahhhh!... Pero usted dónde estaba.
  –Yo, con la señora… Ella regresó… Yo me vine en el… Con la señora Angelice porque Pablito regresaba el 27 (agosto).
  –Entonces usted la dejó sola en Aruba.
  –Ella estaba con la señora Marisela.
  – ¡Qué raro! –expresé al recordar que Marisela odia el mar. No se mete siquiera hasta los tobillos–. Y, ¿estuvo tanto tiempo con Carolina en Aruba?
  – ¡Ajá!...
  – ¡Okey!... ¿Pero usted estuvo con ella en Aruba? –insistí con un nudo en la garganta presintiendo que todo era mentira.
  – ¡Ajá! Sí estuve.
  –Sí estuvo… –repetía al tiempo que un mar de confusión inundaba mi desespero.
  – Estuve desde el diecinueve.
  –Con ella.
  – ¡Ajá!
  –Y usted se vino en el avión con Angelice.
  – No. Ella se fue con la señora Marisela y los muchachos.
  –Ya entiendo…. ¡Bien!… Por favor no le diga a la señora que yo llamé. Me siento muy mal y no volveré a llamar… Quizás lo haga en los momentos que me indicó. Cualquier cosa usted sabe mi teléfono… ¿Usted lo tiene?
  –Desde aquí yo no puedo llamar a celular –precisó con entereza y sinceridad.
  – ¡Ah!, es verdad. Lo había olvidado.
  Ciertamente, era así y yo lo sabía. Carolina no le permitía hacer llamadas a celulares y, mucho menos, realizar conexiones nacionales, aunque sabía que los pequeños hijos de Elsa vivían en Altagracia de Orituco, en el estado Guárico. De las internacionales ni hablar. Y después, delante de sus amigotas de un Club de Enrolladas en busca de Expiación (el club de viejas tiene otro nombre, pero yo lo llamo así) al que pertenece, y pasar el tiempo patrocinando cursos de costura y manualidades, se la da de dama caritativa con infladas ínfulas de filantropía.
  – ¿Usted no tiene otro teléfono dónde lo pueda localizar? –preguntó Elsa en el mismo tono misericordioso que había empleado momentos antes.
  –No únicamente el celular. Por cierto, ¿ella cómo qué cambió el número de su celular?
  –Sí, compró otro.
  – ¿No sabes el número?
  –No… Bueno, ella me dijo que me lo iba a dar por lo del bebé, para estar pendiente, pero no me lo ha dado.
  –Bueno, pero cuando lo tengas me lo das… –expresé edulcorando los más que pude mis palabras a fin de que conmoviese–. Yo no la voy a llamar. Sólo es para tenerlo para cualquier emergencia, ¿de acuerdo?
  –Pero yo no quiero meterme en problemas.
  – ¡Por favor! –le supliqué como un niño–. De mi parte no diré nada. ¡Te protegeré!... Miré, ¿y están yendo para el club? (Un club social italiano donde el chisme vuela más rápido que pájaros, mariposas o un súper jet, dependiendo del tenor de la historia y la maledicencia de la persona).
  –Por ahora no.
  – ¿Y no está haciendo spinning?
  –Desde que llegó está con eso de la hermana. Comprándole unas sorpresas…
  –Otra pregunta, ¿Ella no contrató a una muchacha de servicio para irse a Aruba?
  –Andaban… Andaban las ‘muchachas’ de la señora Marisela.
  –Bueno, tengo que colgar. Ya sabes, guárdame el nuevo número de la señora… Te llamo mañana para hablar con el niño y me lo das…
  –Bueno, veremos si ella me lo da… ¡Chao, señor Leonardo!...
  Menos mal que Elsa es casi una santa. No sé cómo aguantó tanto. Cómo soportó mi desesperado desespero. Ayer estaba en la etapa paranoica del desespero. ¡Qué desastre! Hoy, ni yo mismo me aguanto al escuchar por el grabador mis insistencias mientras transcribo esta dos primeras llamada al Diario. Si la tercera llamada es similar a estas dos, me juro por mí mismo, que no lo haré. No la transcribiré. Hacerlo hasta aquí ya me hizo sentir bastante intranquilo y tenso. No tanto por la obstinación, elucubraciones y fantasmas que pululaban en mi mente ayer, sino porque me veo retratado en una condición muy deprimente. De humillación melancólica y triste. De un ser inseguro, cuando siempre he sido todo lo contrario. Como un andrajo. Ayer era el vivo retrato de un andrajo ambulante, lleno de miseria, inseguridad y desesperante tormento. Me resisto a ser lo que ayer vi que era gracias a la grabación, porque en mis sentidos, en mi memoria el martirio interior había borrado todo vestigio de esas conversaciones de ayer. La magia de la electrónica, al permitirme reescucharme, abrieron mis cerrados ojos.

MAÑANA:                                                                   
  Y es que estaba tan enloquecida de placer y emitió tantos, pero tantos chillidos (al principio creí que fingía), que, por instantes, supuse que había perdido la razón.



domingo, 28 de noviembre de 2010

9 de septiembre (Parte 8).

  Según mi celular son las 11:41p.m. de un día que ya no recuerdo cuál es y tampoco me importa. Hoy al mediodía hice tres llamadas a casa. Una casi detrás de la otra. Hablé con Elsa y el bebé. Si ella no mintió, si dijo la verdad y no la que Carolina le dijo que dijera. Si no fue instruida y aleccionada por ella en tal sentido, el Diario debe morir. No sé si yo también.
  Nuestras tres conversaciones las grabé. Espero que las haya hecho en forma correcta para escucharlas y copiarlas en toda su fiel exactitud.
  Primera llamada:
  – Ah, ¿quién es? –pregunté al no reconocer la voz, quizás debido al angustioso tormento que llevo encima desde ya hace mucho tiempo.
  –Elsa, señor Leonardo –respondió extrañada la mujer de servicio.
  – ¿Cómo estás?… ¡Al fin llegaste! –pregunté un poco animado al saber que podía hablar con alguien que podría darme alguna pista sobre Carolina.
  – ¡Si! –contestó muy atenta y dispuesta.
  – ¿Supongo que estaba de vacaciones?
  –Si –respondió con otro monosílabo.
  – ¿Fuiste a Aruba? –interrogué con desenfado buscando una respuesta afirmativa.
  –No –negó en forma rotunda–. Espere un momento… Ya va…Ya va… –atinó a decir mientras la percibía alejarse un poco de la bocina.
  –Mire… ¿Y mi bebé?... ¡Póngamelo! –urgí presintiendo que me iba a dejar con la llamada colgada.
  – ¡Ya va!... Ya va…–dijo confusa, como si alguien, muy a su lado, le estaba dando instrucciones. Seguramente Carolina, de ahí las siguientes contradicciones.
  – ¡Ya!… Ya…–escuché de pronto del otro lado de la bocina. Era mi adorado Dorian.
  – ¡Hola papito!... ¡Qué niño tan lindo!... ¿Cómo está mi bebé querido y adorado?... ¿Te olvidaste de mi?... ¡Hola papito!... ¡Hola! –insistí con mis saludos, pero del otro lado mi amado Dorian no hablaba. Se había quedado ‘mudo’.
  Hacia el fondo escuchaba la voz de Elsa que le decía: “Dile que estás almorzando”.
  – ¡Hola!... ¡Hola! –dijo mi bebé en tono suave pero muy nítido y claro para su corta edad.
  – ¿Qué otras palabras dices? –pregunté, pero se quedó calladito, sin saber qué contestar o decir.
  – ¡Aló!.. Mire, señora Elsa…–requerí con cierta intranquilidad y desesperada premura.
  – ¡Papá! –pronunció Dorian, quien seguía a la bocina, en perfecta dicción.
  – ¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! –repetí yo y volví a insistir para que la señora Elsa se pusiese al teléfono–. Señora, Elsa… ¡Aló!... ¡Aló!... Señora Elsa, ¿usted está sola? –pregunté.
  La debía interrogar. Además, Dorian se había ya cansado de “hablar”.
  – ¡Claro!... Por eso es que le estoy hablando –contestó al tomar nuevamente el teléfono.
  – ¿Pero usted no fue para Aruba con ella? –pregunté.
  –Ella se fue antes –precisó–. Yo me fui con la señora Angelice (la hermana-confidente de Carolina) el día diecinueve (agosto).
  – ¿Para Aruba?... Ah, usted se fue con Angelice.
  – ¡Sí!… Sí… Primero estuve en mi casa, en el Guárico, y cuando regresé me fui para allá con la señora Angelice.
  – ¡Ah!... O sea que ella estuvo sola todo el tiempo.
  – Sí, ella se fue con el bebé –afirmó sin dubitar.
  –Mire dele mi bendición al niño, oyó –respondí entre pensativo y confuso.
  –Bueno… Mire, le tengo que dar unos mensajes –precisó Elsa–. Usted sabe que yo cumplo órdenes.
  –Bien dígamelos –accedí con el corazón acelerado.
  –Ella dice que no tiene ningunas ganas de hablar con usted.
  –Lo sé… Ayer me cayó a paraguazos –respondí haciéndole ver que había entendido el mensaje.
  – ¿Ayer? –repreguntó ella algo extrañada.
  –Sí, ayer –reconfirmé.
  –Bueno, ella también dice que van a hablar sólo cuando estén en el bufete de su abogado. Que lo va dejar ver al niño después que hable con el abogado, pero señor Leonardo, no se preocupe, puede llamar para acá a eso de las doce y veinte del mediodía, hora que aquí, como usted sabe, no está la señora, ¿entiende?
  –Sí, a la misma hora que estoy llamando ahora –la interrumpí.
  –Así es… O como a eso de las nueve y media (de la mañana). Ella, por ahora, siquiera quiere que hable con el niño… Yo, por mí lado no quiero problemas, ¿entiende?... Es un favor que le voy a hacer porque sé que usted es buena persona…
  – ¿Pero qué le pasa a ella? –la atajé.
  – ¡Ay, yo no sé! Ahorita se fue para casa de su papá a llevarle unas cosas a su hermana que llegó de viaje…
  –Pero ella está como enloquecida –sentencié tajante con un dolor que me perforaba el alma.
  –Usted sabe que ahí yo no me meto.
  –Sí, pero ¿está mal?… ¿Muy intranquila?…
  –No, señor Leonardo. Ella está tranquila. Yo no lo veo así.
  –Sí, pero por dentro está que arde, porque ayer, como le dije, me cayó a paraguazos. ¿Usted estaba en la casa ayer? –indagué para saber si el supuesto amante de la Cherokee azul o cualquier otro hombre estaba arriba con ella.
  –Si, ayer yo estaba aquí. Ayer fue que llegó su hermana.
  –Ah,… ¿Quién?... ¿Indira?
  –Sí, Indira. Llegó a las cuatro de la tarde.
  –Pero yo ayer al mediodía fui a buscar unos materiales de pintura que están en el maletero y coincidí con ella cuando llegaba… Después vinieron los paraguazos y ese poco de golpes… –mentí para disimular las verdaderas intenciones que me llevaron a estar en el sótano a esa hora, aunque ciertamente tengo un montón de cosas arrumadas en ese maletero, hasta ropa, zapatos y buenos trajes que ella, después de vaciar todo el closet con mis pertenencias, las “archivó” en ese nido de ratas y cucarachas.
  – ¡Jajaja!… Ja –respondió con una risita de asombro y complacencia.
  –Supongo que debe estar fúrica por eso –indagué para saber si sufría igual que yo.
  Acabado de decir esto el diálogo telefónico sufrió una pequeña interrupción. De repente dejó la bocina. No sé si fue para ir a atender a Dorian o para escuchar “órdenes” de quién sabe quién, porqué enseguida, al retomar la conversación, cambió de tema enseguida. De seguro había alguien a su lado. Quizás la propia Carolina.
  Además, si su hermana llegó de Italia y ella fue a visitarla a casa de su padres, porqué no llevarse a Dorian. Pudo haberlo hecho ayer. Lo pudo haber llevado ayer para que su tía viese lo grande y hermoso que está. Pero, ¿por qué dejarlo solo con el servicio en casa un día sábado? Mientras me hacía estas interrogantes y esperaba a que Elsa volviese a tomar el teléfono, vino su cambio de tema y otra corroboración de que mentía, ya que en mi sorpresiva pregunta de que si había ido a Aruba afirmó que “no”. La había traicionado el subconsciente. Luego, para resarcir el error y por indicación de quien tuviese al lado en ese momento, dijo que “sí”, que había ido a Aruba. Cambió todo el panorama en instantes y eso es raro, propio de una persona que miente. Bajo presión o no, pero miente. No dice la verdad o la tergiversa a su antojo y eso, esa táctica malévola, es propia de Carolina, toda una artista en el camuflaje de la verdad. Tanto, que a veces la martiriza. A veces martiriza la verdad de tal forma que ella, siendo la victimaria, la que comete el delito, enseguida se convierte en víctima. Es tan descarada, que aunque la sorprendas in fraganti en una cosa banal y más que insignificante, como, por ejemplo comerse una ración de leche condensada, que le encanta, ella sostendrá hasta la muerte que no fue así, que no fue ella, que a quien vieron no era ella… Lo sé, una persona de temer, pero la sigo amando.
  Retomo y transcribo la primera y atormentante conversación con Elsa y su mar de contradicciones.
  –Bueno, me imagino. En Aruba estuvo su hermana… (Aquí utilizó el verbo en tiempo pasado, como si alguien a su lado se lo hubiese indicado en ese momento y ella lo único que hizo fue repetirlo. Extraña, su forma de hablar). La cuñada de ella se fue prim… Ellas se fueron juntas…
  – ¿Con quién? –pregunté dócil, suave y con mucho desenfado, como si no me importase aunque, la verdad, estaba que ardía de furia, impotencia y a punto de estallar.
  – Con Marisela… Estaban todos…
  –Ah, se fue con Marisela a Aruba.
  – ¡Ajá! Después yo me fui con la Angelice.
  –Bueno, por favor bendiga a Dorian y dele un montón de besos de mi parte. Dígale que no volveré a llamar. Que es mejor así… –afirmé con una contenida ganas de llorar porque me sentí burlado, humillado y más que engañado.
  –Pero…
  –Lo haré a las horas que usted me indicó –aseguré recapacitando y echando a tierra mi impulsiva decisión anterior–. Bueno, chao señora Elsa… Voy a trancar porque el teléfono están por cortármelo, okey…
  – ¡Okey!... Bueno, pues.
  –Chao, besos al bebé.
  La conversación estuvo llena de contradicciones. Además, cómo iban a caber todos en la Explorer. Supongamos que Carolina iba al volante aunque no le guste conducir. Marisela a su lado, en el asiento delantero. Atrás, el bebé bien asegurado en su silla de viaje, la cual ocupa bastante espacio, junto a Milángela y Federico, los hijos de Marisela, y Elsa, la nana y, para colmo, un poco más atrás todo el equipaje. No cabían. Elsa se enredó. Olvidó echar bien el cuento. Se evidenció cuando titubeó y casi se descubre en su propia mentira cuando dijo: “Marisela se fue prim…”, cosa que pronto corrigió al decir “se fueron juntas”. La perdono. Elsa es buena persona y se ve que no sabe mentir. Fue inducida a hacerlo. Tenía que preservar su trabajo. No tenía otra alternativa. Carolina la hubiese despedido y sacado enseguida de la casa si no hacía lo que le pidiese.

MAÑANA:                                                                    
  Y después, delante de sus amigotas del Club de Enrolladas en Busca de Expiación al que pertenece, y pasar el tiempo patrocinando cursos de costura y manualidades, se la da de dama caritativa con infladas ínfulas de filantropía.