lunes, 4 de octubre de 2010

11 y 12 de agosto.

EL AHOGO DEL ALMA

 El cristofué no me desampara. Todas las mañanas escucho su alegre canto invocando a Cristo.
  Paso largo rato asomado al ventanal, pero no logro distinguir la tierna paz del bosque ni el color de sus flores. Todo es gris. Todo se ha opacado en mí. Ya no puedo deleitarme en su belleza como lo hacía antes. No hay brillo en ellos, porque no hay luz de vida en mis ojos.
  ¿Dios, por qué a mí?… ¿Dónde está tú infinita misericordia?… ¿Existes o eres producto de la fantasía de los hombres?... ¿Por qué no escuchas mis súplicas?... ¿Eres acaso sordo?... A los poderosos los ayuda, pero a los humildes y débiles nos abandonas… ¿Por qué?… No, no existes... No puedes existir si eres indiferente a la maldad del mundo… Sólo eres producto de la imaginación humana… ¡Al carajo entonces con la moral y la fe!… Para qué coño me han servido: ¿para sufrir?... ¡Mierda!
  Hoy no tengo ganas de escribir nada. Me echaré sobre la cama y esperaré a que me fulmine un rayo o que el dolor me asfixie… Para qué seguir viviendo si siquiera Dios me escucha… ¿O es qué acaso esperas que me suicide?... ¡Sí, te lo preguntó a ti, Dios!… Es lo que buscas… ¡Qué me vaya a podrir en el infierno!... Entonces no eres Dios… ¿O eres Diablo y Dios al mismo tiempo… ¿Es eso?… ¿Acerté?... ¡Sí, definitivamente eres sordo Dios, de otras forma de apiadarías de mi!
  Al carajo con todo… ¡Te burlas de la fe Dios!… Estoy decepcionado.
  ¿Dónde?… ¿Dónde estará la caja de Lexotanil?… ¿Qué se habrá hecho?... ¿Dónde se habrá escondido? … ¡Oh!, al fin te encuentro, único sopor de mi tormento… ¡Te amo pastillita mía!
12 de agosto.




 Tengo varios día, quién sabe cuántos, sin salir de la cabaña... Ni el arrullar del cristofué tranquiliza mi espíritu… Sólo cuando no hay nadie en los alrededores me atrevo a asomar por la ventana… ¡Ah, que aire tan puro!… No se parece en nada a mi podrido espíritu.


 Estoy aturdido, pero necesito más tranquilizantes… Me hacen daño, lo sé, pero no me importa… ¡Los necesito, al igual que el alcohol!
 Gracias al Diablo que mi amigo Juan, el médico del Hospital Universitario, me extiende los récipes morados como si se tratase de compras de caramelos.
 Mis manos tiemblan menos. Siento que la serenidad perdida está regresando… Pienso... Doy vueltas por la cabaña como un desquiciado… Estoy indeciso, pero al fin me atrevo y marco el número de Luis David. Quiero comunicarle sobre la llamada anónima que recibí, pero Shirley, su secretaria, me informa que aún no ha llegado a la oficina y eso que él virtualmente amanece en ella.
 A la media hora vuelvo a llamar. Tampoco se encuentra… ¿Se estará negando?... ¡Quizás!... No obstante le pedí a Shirley que le dijera que se comunicara conmigo apenas llegase a la oficina ya que se trataba de algo urgente. Por supuesto que era algo urgente… Mi desespero es algo urgente. Mi vida pende de el.
 A eso de las diez de la mañana sonó el teléfono. Era él. Le conté detalladamente lo de la llamada anónima y siquiera mostró sorpresa.
 Argumentó que todo era producto de la envidia, de mis enemigos. Que hubiese podido ser cualquiera, sin embargo el sospechaba de su abogado y confidente, el mismo que falsificó mi firma, al que yo nunca le cuadré y nos tratábamos con cierta diplomacia y distancia.
 Me sugirió que no le diese más vuelta a la cabeza, que no perdiera más tiempo pensando en eso. A manera de justificación, dijo:
–Yo no tengo tiempo para enamorar a nadie… Mi trabajo no me lo permite. Por eso tengo el ‘depósito’, donde me llevo a cualquier vichita para que me lo chupe, que es lo que más me gusta.
 ¡Qué sucio, Dios mío!... No sé como se me ocurrió asociarme con el.
  Analicé cada una de sus palabras e inflexiones de voz. Y me pregunto: ¿No hubiese sido mejor haberme dicho, a manera de disculpa o asombro: ¡Dios mío, Leonardo, yo sería incapaz de algo tan bajo e indigno!, o ¡Coño, me ofendes!... Cómo puedes creer algo tan sucio de mí?”...
 Sin embargo, ni pío. No dijo nada de eso. Asumió el tema sin desconcierto, como si de antemano supiese lo que estaba sucediendo… ¿Raro, no?
 ¡Los dos, tanto Carolina como él, son unos hijos de puta!... Pobres seres.
 Ya no estoy tomando whisky, siquiera del barato. Las finanzas han mermado, por eso estoy ingiriendo ginebra de tercera o cuarta, qué se yo… ¡A quién coño le importa se es basura o no!
 Aquí en la montaña no hay nada que hacer… No me aburro. Sólo pienso, bebo, fumo y escribo este Diario. Lo hago de día, de noche o a la hora que el tormento me deje hacerlo. Salto días… A veces escribo los eventos de un día al siguiente y trato de ordenarlos lo mejor que pueda. Mí atormentada memoria a veces lo confunde todo… Escribo lo de ayer hoy o lo de hoy mañana… El tiempo no tiene significado para mí… Tampoco la cronología de los hechos, aunque parece que lo estoy haciendo correctamente… Lo real, es que cada letra que escribo la estoy viviendo y padeciendo…Todo está salpicado de dolor y verdades desgarradas.
 Sé que entre los tranquilizantes, la bebida y los cigarrillos estoy cavando a pasos agigantados mi propia tumba… ¿Es una forma suicidio?… ¿A quién carajo le importa?... Además, nadie, ni mi familia, sabe que estoy metido en esta montaña. Aquí soy un desconocido. Un alma desesperada.
 Ayer en la tarde, a eso de las seis, hice una pequeña fogata detrás de la cabaña y quemé todas las fotos de Carolina que tenía conmigo… El bagaje de la traición ardió con fuerza.
  Casi entré en delirio. Entre trago y trago de ginebra reí a carcajadas viendo retorcer su imagen en el fuego. Era como si la puta adúltera se enroscaba de dolor en una pira de La Inquisición. Casi podía escuchar sus gritos de clemencia y sus movimientos cuando el fuego comenzaba a incendiarle el rostro.
– ¡Muere!... ¡Muere, puta adúltera!... ¡Muere bruja!... ¡Muere, puta inmunda! –alcanzaba a gritar en medio de mi gran borrachera de alcohol y tranquilizantes.
 Lo disfruté con dolor y rabia, pero ese no era yo. Nunca había sido así. Jamás me hubiese imaginado hacer lo que hice. Varias lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. Luego sentí como un nudo en la garganta parecía querer asfixiarme. Las penas atenazan con más vigor que unas fuertes manos. Tomé un largo trago. Después otro. Sentí como la ginebra quemaba parte de mi garganta y parte de mis entrañas, pero aliviaba mi dolor y liberaba el cuello de la asfixia.
 Cuando todo, las fotos y mis recuerdos quedaron convertidos en cenizas, comencé a botar a puntapiés los residuos por el barranco que estaba a dos pasos de distancia de donde me encontraba. De pronto sentí una mano invisible que contenía mi pie. Era la mano de la conciencia. Enseguida me arrepentí del perverso acto que había consumado y hurgué entre las cenizas para rescatar algunos pedacitos de fotos. Todo se consumió rápido. No había quedado casi nada.
 Luego caminé hacia la cabaña contigua. Una larga cadena mantenía bajo raya a Ranger, un fuerte perro pitbull color miel, mi inseparable compañero en el tormento y el dolor. Todos le temían por su ferocidad, menos yo. Éramos los únicos que nos quedábamos solos en la montaña y nos hicimos buenos y grandes amigos… Nadie aún lo sabía. Ese era nuestro “secreto”.
 En medio de la atroz borrachera comencé a juguetear con el. Ranger saltaba sobre mí con especial emoción y cariño. Alegre, con su lengua acariciaba mi rostro. Estaba feliz, y yo también… Al menos alguien me quería de verdad y desinteresadamente, aunque fuese un temible animal.
 Los perros son tan nobles y fieles que merecen hacerles estatuas. No como la puta de Carolina, a quien le prodigué amor, devoción y pasión desenfrenada y me traicionó a la vuelta de la esquina. ¡Qué perra!… ¡No!, disculpen… Llamarla perra sería ofender a los caninos. A Carolina mejor le cuadra el calificativo de víbora depravada e inmunda.
 Seguí jugueteando con Ranger un buen rato. Saltaba sobre mí con cariño. Me divertí tanto, que por instantes olvidé mis penas. Tomé su hocico y lo acaricié un buen rato… ¡Nos besábamos!… No como hombre y mujer, sino como dos guerreros… Como dos seres que nos comprendíamos a la perfección… Aunque era un animal, había algo en el que me hacía presentir que era más humano que yo… Sentí en sus caricias y lengua áspera, un don divino. Tan tierno y fiero a la vez, pensé mientras lo acariciaba… Lo besé y el, agradecido, devolvió mis besos lamiendo mis mejillas con su lengua. ¡Qué paz me prodigaba aquel fiel animal! En esos instantes me sentí en otra dimensión. En una dimensión donde no hay fronteras entre lo animal y lo humano. En una frontera donde hay un sólo Dios para todo y todos. En un mundo donde el amor es más que una sensación humana...
 En una de las tantas piruetas que dio alrededor mío, Ranger me tomó por la manga del suéter que tenía puesto y me inmovilizó. Le pedí que me soltara, pero seguía jugueteando y haciéndose el tonto. Lo tenía fuertemente agarrado a la altura del brazo, aunque sólo retenía la tela. Yo estaba borracho, pero el no lo sabía. Quise zafarme, pero no hubo forma ni manera de hacerlo. La mordida de los pitbull es bestial, así como mortal, aunque en este caso correspondía sólo a un juego. Le ordené varias veces que me soltase. Pero no. El quería seguir jugando. No comprendía que, por mi parte, el juego había llegado al final.
  Deseaba que me soltase para ir a buscar la botella de ginebra que había dejado cerca de la fogata, la cual el no me dejaba alcanzar si seguía con sus dientes aferrados de mi suéter. Tenía sed, mucha sed, pero Ranger no lo entendía. Entonces decidí usar la fuerza. Comencé a halar con fuerza el suéter a fin de que lo soltase. Resultado: la manga se rompió y yo rodé dando cabriolas casi diez metros barranco abajo.
 Caí boca arriba sobre una pila de bambúes verdes que los obreros que construyen las cascaritas habían cortado y puesto a secar, ya que los utilizan a manera de revestimiento de techo y paredes antes de recubrirlos con cemento.
 Tuve, obligatoriamente, que haber perdido el sentido durante algún tiempo. Una hora, dos, o quizás más. Nadie pudo jamás confirmármelo. Yo tampoco lo recuerdo porque del golpe me desmayé.
 Estuve tirado sobre el colchón de bambúes hasta eso de las nueve de la noche. Gracias a Ranger, quien desconsolado aullaba requiriendo ayuda con su hocico apuntado hacia el fondo del barranco, se apersonó el vigilante de la finca para indagar qué sucedía. Al ver al animal inquieto, iluminó con su linterna hacia el sector donde el perro indicaba con su trompa. Ahí estaba yo, tirado boca arriba y sangrando por el rostro y, por la posición como había caído (a manera tortuga boca arriba) y los tragos, no tenía fuerza para incorporar por mi mismo.
  Al verme, el vigilante se asustó y corrió en busca de ayuda.
  Regresó con Robert, quien desde arriba podió que no me moviese. Que si tenía algún hueso roto o algún problema en el cuello o la cervical, cualquier movimiento fuera de lugar sería peor.
  Los dos hombres no sabían qué hacer. Estaban indecisos y no se atrevían a bajar en esa oscuridad, menos en un sitio como ese, infestado de serpientes venenosas.
  Al rato llegaron Antonello y Fernando, el grandullón de la montaña y experto en artes marciales, quien quedó al verme tirado como muerto en el fondo del precipicio, no quiso involucrarse en “el rescate”. Antonello reaccionó de forma distinta. Le pidió la linterna al vigilante y decidido bajó a buscarme. Al llegar me extendió la mano y me ayudó a incorporarme. Le di las gracias y apoyado en él comenzamos a subir la cuesta.
  Mi borrachera seguía tan viva como cuando caí, por ello empecé a hacer chistes sobre mi estado y en lo estúpido que había sido. Mientras subíamos Antonello escuchaba pálido, aunque, con algunas de mis ocurrencias, sonreía de vez en cuando.
  Al llegar a lo alto seguí con los chistes. Todos se alegraron al verme vivo, aunque bastante magullado. Me dolían algunas partes del cuerpo, pero los dolores no eran agudos. Apenas los percibía. Todavía estaba anestesiado por todo el alcohol y tranquilizantes que había ingerido.
  Ya dentro de mi cascarita, Robert, ayudado por la fuerte luz de la linterna, examinó los cortes que tenía en el rostro. Para tranquilizarlo le dije que no era nada, que apenas eran rasguños y que no se preocupase. Que todo estaba bien. Le di las gracias y le pedí que se fuese a la finca, que yo estaría bien.
  No quiso. Mi cara parecía un mapa del tesoro. Rayas, equis y cortes por todos lados. Así habrá sido el tiempo que estuve inconsciente sobre los bambúes, que ya se me habían formado varias costras. Robert estaba sumamente nervioso. Sabía quién era y no quería pasar malos ratos si mis heridas ameritaban atención urgente. Sobresaltado me pidió que tomase una ducha a fin de limpiar parte de la sangre que había formado un horrible coágulo sobre mi frente y mejilla. Quería examinarme mejor, de otra forma no se iría. Necesitaba saber si debía llevarme esa misma noche a un hospital o esperar hasta el día siguiente.
  Antes de complacerlo me serví una ginebra, la cual apuré de un tirón. Me metí en la ducha cantando y riendo. Fue un baño rápido, por lo que pronto salí. Algunas de las heridas se habían parcialmente secado, aunque por otras todavía salían diminutos hilillo de sangre, más después de frotarlas con las manos para sacarle toda la tierra y el sucio. Mi bata de baño blanca estaba hecha un asco, ya que con sus mangas secaba los residuos de sangre.
  Robert volvió a revisarme. Está vez quedó tranquilo. No eran heridas profundas sino grandes excoriaciones, las cuales, como en ese momento nadie tenía medicamentos a mano, comencé a desinfectármelas con pedazos de papel toilllete bañados en ginebra.
  Viéndome de tan buen humor, Robert se despidió y bajo con su familia a la finca. El vigilante se fue a su puesto de control y Fernando a su cabaña. Antonello se quedó conmigo. Estuvimos charlamos y tomando ginebra hasta tarde. Desde ese momento nos hicimos muy amigos. Luego, el también se retiró a su cabaña, donde lo esperaba Sol, su novia.
  Al quedar sólo me hice un auto examen. Consecuencias: excoriaciones grandes en la frente (lado derecho), nariz (suaves), boca, pierna y tobillo izquierdo, codo derecho, rodilla derecha, espalda y un fuerte dolor en el glúteo derecho, séptima costilla (me duele el pecho al toser o bostezar) y dolor más arriba del riñón izquierdo y un hematoma en el parietal derecho.
  ¡Lo sé!... Me hubiese podido matar… ¿Me habré caído por la serie de funestos pensamientos que tuve hacia Carolina y Luis David?… ¿O fue porqué quemé las fotos?… Si ella es una mujer casta, pura y mis deducciones falsas, cometí un imperdonable sacrilegio... ¿Fue un castigo divino?... Quizás, pero todos los indicios apuntan hacia la traición… ¿Será todo producto de mi fantasía o coincidencias infernales?... ¿Estaré desvariando?


MAÑANA:
   Me estoy convirtiendo en un ser miserable que disfruta auto flagelándose y luego se odia por eso.

Sara Bernhardt, no obstante a pesar de todo (1985)
Pintor: Diego Fortunato
Acrílico sobre cartón 66 x 48 cm.
Colección Privada




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domingo, 3 de octubre de 2010

10 de agosto.

  Son las 5:56 de la tarde… Estoy desvariando. Mi cerebro no es capaz de ordenar las ideas.

A lo lejos siento el canto de un cristofué, que debe estar volando de regreso a su nido, pero nada aplaca mi tormento. Ni su celestial canto divino.

Enciendo dos cigarrillos a la vez y hago cosas descoordinados que sólo un loco puede hacer… Nunca me había pasado algo similar, por más confuso que hubiese estado. Fumo como un loco. Un cigarrillo tras otro, y sé, ciertamente, que me está haciendo mucho daño. Una tos seca no me abandona siquiera cuando estoy durmiendo. Despierto con unos accesos terribles… Mi dolor es insoportable.

Esta mañana, a eso de las 7 y 50, recibí una llamada anónima de un hombre que fingió una voz de viejo o algo parecido al sonsonete gallego, qué se yo, pero corta y contundentemente me alertó: “Tú esposa está follando con tú socio Luis David… Averigua, porque te montaron una trampa”.

Esa llamada casi me desquicia.

Mi ya precaria paz se ha convertido ahora en un volcán. Mis manos parecen palmeras batidas por un huracán emergido del infierno. A duras penas alcanzo la caja de tranquilizantes e ingiero uno. Al rato, otro.

Esperé a que hiciesen efecto. Luego, lentamente y como pude, me aseé, vestí y salí.

No recuerdo qué hora era, no obstante pronto estaba en una calle de la gran ciudad que me era familiar. Ante mis ojos se erguía un sombrío edificio, con puertas negras y escaleras de caracol que conducían hacia una pesadilla sacada del sueño más terrible, aunque yo quería estar allí, donde todo se había iniciado y después consumado.

Fui directamente a la oficina de Luis David. Para disimular mi inesperada presencia, le dije mintiendo que estaba cerca y decidí visitarlo por lo del periódico -era mi socio en un diario que fundé- y para saber qué había sucedido con la cita que teníamos pautada con dos generales de la Guardia Nacional, uno de Brigada y el otro de División, quienes estaban interesados en asociarse con nosotros en lo del periódico. Eso sí, si lo editábamos a favor del Presidente, el Primer Mandatario Nacional, cosa que yo siempre deseché porque su política contradecía mis principios más elementales de libertad y por estar en la certeza de que aquel presidente pronto se convertiría en un potencial dictador.

Nuestra conversación no tuvo un norte ni una intención precisa. Luis David, que es una persona muy astuta, enseguida advirtió mi angustia y evitó hacer preguntas sobre el estado en que me encontraba.

Aproximadamente a las 9:54 a.m. mi socio, el hombre que soñó conmigo en hacer un periódico nuevo, moderno, batallador, el hombre que movió el capital necesario, recibió una escueta y misteriosa llamada. Por su alborozo, era evidente que no quería que me enterase de qué ni con quién hablaba en ese momento. Más aún cuando, sorprendido, abrió descomunalmente sus ojos, se sonrojó y preguntó a su desconocido interlocutor: “¿Hoy te vas de viaje?”.

La otra persona habló. Luis David escuchaba alborozado, intranquilo. “Bueno, ¡qué te vaya bonito!”, afirmó con una fingida sonrisa.

Al parecer esa seca respuesta alertó a la persona que estaba del otro lado de la línea, quien debió preguntarle si tenía a alguien cerca, a los que Luis David afirmó: “¡Sí!”, y colgó.

La llamada fue muy extraña, más conociendo como conozco a Luis David, quien se explaya en adulancias y pantallerías siempre que habla por teléfono, más si se trata de una mujer, como sospecho que fue la de la llamada. En ese instante intuí que no quería que nadie, menos yo, que estaba sentado frente a él, en su escritorio, supiese con quién hablaba o habló. Pese a lo escueta de la llamada, no cabía la menor duda de que se trataba de la despedida de algún ser querido y, al mismo tiempo, clandestino.

Fui en busca de una respuesta y salí de la oficina de Luis David más atormentado y confundido de como llegué, ya que Carolina nunca me notificó con antelación la hora de su viaje a Aruba.

Luego, como siempre ocurre en los casos de burla y engaños del corazón, me enteré que había salido de viaje esa misma mañana, casi a la misma hora en la que Luis David recibió la llamada, la cual, si fue de Carolina, tuvo que haberla hecho desde el aeropuerto.

¿Casualidad?... ¿Coincidencia?... Sí, es posible, pero, ¿cómo se explica lo que sucedió momentos después, cuando desconsolado y aturdido me dirigía en el auto a refugiarme en la mísera montaña que ocultaba mi dolor y desesperación?

Iba a toda velocidad velocidad, como un loco, y con la radio al máximo de su volumen a fin de acallar funestas imágenes que turbaban mi mente. No quería por nada matarme. No era mi real intención, pero sí evadir ciertos pensamientos que me atormentaban y martillaban todo mi ser.

De pronto sentí unas vibraciones en la cintura. Era mi móvil. Alguien me llamaba, aunque en esos días nadie o pocos lo hacían. Extraje con torpeza y angustia el aparato de su funda y me lo llevé al oído. Era Dolores, la esposa de Luis David. Incontrolada y neurótica manifestó que había recibido una llamada anónima donde le informaban: “¡Tú marido (o sea Luis David) está follando con la esposa de Leonardo!”.

Incrédulo y tembloroso escuché sus lapidarias palabras. Mi garganta se secó como la arena del desierto. En ese instante quería morir. Con el aparato adherido a la oreja percibía que de su voz salían puñaladas. Mi sufrimiento era incontenible. Desesperado y con las sienes a punto de estallar, aceleré con fuerza. El pedal no daba más, sin embargo lo hundía con rabia y golpeaba una y otra vez con mi pie. Los cauchos chirriaban en el asfalto y sentía que mi alma se iba en el. Cada curva, cada barranco se habría ante mis ojos como una sepultura.

Estaba en otra dimensión. En el sutil límite que une la vida con la muerte. En la morada del dolor supremo, donde no existe la compasión. Dolores me decía cosas a través del minúsculo y diabólico aparatito. Cosas malas que yo no quería escuchar. Me hacía muchas preguntas, las cuales contestaba automáticamente. Mi mente se nubló. Ya no veía ni entendía nada. Seguí acelerando sin importar peligro de la vía. Sólo quería escapar. Escapar de la voz de Dolores. Sus palabras. En un momento recuerdo que, refiriéndose a Luis David, me dijo: “No creo que Carolina le haga caso a ese vichito y menos que estén follando en el depósito”.

Se refería a un depósito de perfumes franceses donde Luis David, camuflado tras una puerta falsa, había acondicionado una pequeña alcoba de amor. Estaba equipado con jacuzzi y todos los servicios para el libertinaje y placer, el cual le servía de ocasional, pero continúo tiradero.

Con voz entrecortada le revelé a Dolores que yo también había recibido una llamada y que, debido a mi experiencia con las mujeres, no ponía mis manos en el fuego por ninguna de ellas.

Esas dos tenebrosas llamadas no dejó a ambos, a Dolores y a mi, descompuestos. ¿Será realidad todo eso?... De ser así, mis sospechas tienen fundamento.

Las primeros indicios sobre la infidelidad de Carolina comenzaron a asaltarme -no se si demasiado tarde o en el preciso instante en que se iniciaron los eventos-, el día que Luis David nos invitó a pasar el fin de semana en un chalet de montaña que tiene en un sitio muy frío, a unos noventa kilómetros en las afueras de la ciudad, donde entre la densa neblina se respira aire puro y se pasa el día asando carne a la parrilla y bebiendo escocés. Cuando me cursó la invitación no me dijo que su esposa Dolores no lo acompañaría. De haberlo hecho no habría ido. Pensaba que era una reunión de parejas, con otros matrimonios asistentes. Pero no fue así.

En la noche, el comportamiento de Luis David fue extraño. Con estudiadas artimañas y astucia me puso a jugar dominó con varios obreros que vivían en los alrededores, los mismos que se encargaban de construir el ala este de su chalet.

Me servía trago tras trago buscando adrede anularme. Ese día tenía pocas ganas de beber, por lo que comencé a desechar sus ofrecimientos. Era obvio que trataba descontrolarme, cosa que logró a medias.

En un buen momento Luis David dejó de jugar y dijo que le daría una vuelta al chalet. Que iría a ver si los perros habían comido, y que regresaría enseguida.

La única mujer del grupo era Carolina. Estuvo un rato a mi lado, con el pequeño Dorian dormido en el coche. Luego, bajo el pretexto de que el bebé debería sentir mucho frío, se retiró a la habitación de huéspedes que Luis David nos había asignado.

Pasaron algo más de cuarenta y cinco minutos. De repente me asaltó un extraño presentimiento y con la excusa de que estaba agotado, suspendí la partida de dominó y subí a la habitación y, como cosa curiosa, me encontré a Carolina completamente desnuda debajo de las sábanas. Dorian dormía profundamente en una cama, al lateral de la principal. Extrañado, le pregunté porqué, con tanto frío, estaba desnuda.

–Es que tuve un ataque de calor. Tú sabes que no lo soporto, pero si te incomoda…

Después de la fútil explicación se incorporó y vistió el pijama. Esa noche no hicimos el amor. Ni ella me busco a mí ni yo a ella.

Me acosté a su lado pensativo. Reflexioné tanto que casi no pude dormir. “El crujir de la escalera y los pisos de madera del chalet seguramente le habían alertado sobre mi presencia y corrió a meterse en la cama. Quizás Luis David se había refugiado en una de las habitaciones contiguas. ¿Quién sabe?”. Con esa duda rondando mi cerebro no podía dormir. Cerca del amanecer al fin concilié sueño y quedé profundo.

Luis David utilizaba mucha droga. No se si echó algo en mi trago, cocaína o ántrax para anularme, aunque sea momentáneamente.

Al otro día desperté pasada las ocho de la mañana. Al hacerlo escuché ruidos de voces que venían de la parte de abajo del chalet, a la altura de la cocina.

Carolina charlaba con Luis David en forma muy animada, cosa muy rara en ella, debido a que en varias oportunidades me expresó:

–Trato a ese sucio por ti, porque es tú amigo y socio… Él es muy poca cosa… Es tan ordinario, que no entiendo cómo fuiste a mezclarte con él.

Sin hacer ruido me levanté y aseé apresuradamente. Al verme bajar por las escaleras que conducen desde los dormitorios, en el segundo piso, a la cocina, Carolina volvió a fingir su trato tosco con Luis David.

Mi pequeña criatura, mi bebé querido, el Dorian de toda mi vida, estaba sujeto del coche, con su lindos piececillos colgando al vacío, a orillas de otra pequeña escalera que conduce a la sala del chalet.

“¿Qué pasó esa noche?... ¿Por qué ese cambio de trato tan repentino? ¿Luis David echó droga en mis tragos?”.

Una vez, cuando estaba soltero, durante un pequeño party en su casa, lo hizo. ¡Me drogó! Sin que yo me diese cuenta metió el polvo en mi trago. Todo para hacerme sentir ridículo y arrebatarme de mala gala a la joven que había llevado esa noche a su casa. Se divirtió un mundo con las payasadas que hice después. Dolores, quien también es drogadicta, se disgustó mucho y delante de todos los invitados le formó un atajaperros de mil demonios a Luis David. Luego él me pidió disculpas y todo quedó archivado en el baúl de los recuerdos como una broma de mal gusto, debido a que nunca, hasta ese momento, yo, pese a mi edad, había probado droga alguna en mi vida.

Pero hay más. La sociedad entre Luis David y yo para editar un semanario tenía poco tiempo de establecida. La situación política y económica del país se deterioró, por lo que el negocio comenzó a marchar mal.

Eso no me angustiaba. Sabía que tarde o temprano las cosas volverían a la normalidad. Pero a Carolina sí le preocupaba. Aunque es archimillonaria, debido a sus complejos y mezquindad, me recriminaba la falta de productividad. “Necesito un hombre proveedor a mi lado. Alguien que me trate como una reina y me de todo lo que pueda pedir por esta boca”, me decía en tono grave, señalándose sus sensuales labios e increpándome a que saliese en busca de fortuna.

Mi angustia y dudas, las cuales habían germinado durante el fin de semana en el chalet, no se debían sólo a eso, sino a las palabras de “aliento” con las que me recibía todas las mañanas Luis David en la oficina, las mismas que, en las noches, me repetía Carolina casi textualmente. “¿Qué conexión había entre ellos si Carolina no acostumbraba a hablar de esa forma?”.

La confusión iba floreciendo de la misma forma como crecía mi hijo: rápida y vertiginosamente. Era evidente que ambos estaban en sintonía. Es más, hasta los mismos artículos de opinión que Carolina me recomendaba que leyese, al llegar a la oficina Luis David hacía lo mismo. Ambos leían el mismo periódico. Y los mismos artículos, los cuales subrepticiamente se comentaban. Como soy dormilón y Carolina vive abatida por un constante insomnio, al igual que Luis David, seguramente hablaban por teléfono muy temprano, en la mañana, mientras yo dormía.

Quizás son pueriles coincidencias producto de mi inseguridad o de los celos. Pero, ¿qué decir de la acérrima defensa que hizo de Luis David cuando le conté que el abogado de éste había falsificado mi firma en el documento de constitución de la compañía?

Cuando se lo dije y manifesté mi intención de disolver la empresa, Carolina se indignó. Alegó que entre socios siempre hay diferencias y problemas, pero que no era nada del otro mundo. Expresó que la “simple” falsificación de una firma no era ningún delito.

¿Cuál era su propósito? ¿Tenerme bajo su control, saber dónde estaba mientras se encontraba en el depósito-tiradero con Luis David y yo, como un pendejo, tratando de sacar a flote el semanario? ¿A eso se debía su insistencia de no romper la sociedad?

Quién sabe. Aunque yo tenía otro gran motivo para separarme: Luis David era un adicto a las drogas. Sólo trabajando a su lado me di cuenta de lo grave del asunto. Por pura casualidad descubrí que un vendedor de otra compañía que funcionaba contigua a las oficinas del semanario, era el encargado de suministrarle cocaína, marihuana y no se cuántos ‘explosivos’ más. Además, también tenía tenues sospechas de que también fuese traficante.

Cuando le confesé a Carolina mis temores, el más importante de los motivos para romper la sociedad con Luis David, entró en cólera, aunque en ese momento no asumió ninguna defensa.

Después de nuestra separación, si lo hizo. Ese día le comenté que a través de unos policías me había enterado que durante sus años mozos Luis David había estado en la cárcel, presuntamente por estar involucrado en un asalto donde hubo un homicidio. Le expresé que mí socio en su juventud era un criminal y antisocial.

Su furia fue total, no para apoyarme en una decisión que estuvo acertada, sino para defenderlo.


MAÑANA:  ¿Dios, por qué a mí?… ¿Dónde está tú infinita misericordia?… ¿Existes o eres producto de la fantasía de los hombres?...



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sábado, 2 de octubre de 2010

8 de agosto.

  Hoy en la mañana, muy temprano, Carolina me llamó… ¡Dios existe!, exclamé en mis adentros. Mi ser se inundó de felicidad. El sólo hecho de escuchar su voz a través del celular, alegró mi alma. Después de tanto tiempo sin oírla, mi espíritu se llenó de gozo. Temblaba de emoción. Mis oídos se regocijaron de tal forma, que dos grandes lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas mientras un nudo secó aprisionaba mi garganta. Supuse que mis penurias en la montaña iban a llegar a su fin.

 Nada más lejos de la verdad. Carolina estaba iracunda.

 “¡Me la vas a pagar maldito perro!... ¡Escucha!”, expresó tan encolerizada que su furia parecía brotar como una tormenta por el teléfono.

 Terminada la lapidaria amenaza, puso en la bocina del auricular de su teléfono la reproducción de un cassette para que yo lo oyese. Cuando creyó que ya había oído suficiente, cortó la comunicación.

 Remarqué el teléfono en cuatro ocasiones para poder explicarle, no obstante ella volvía a ponerme esa grabación que atormentaba mi alma y mis oídos.

 En la cinta se escuchaba la voz de Laura, una novia que tuve mucho antes de conocer a Carolina. Comencé a grabarle las llamadas después que terminamos nuestra relación. Lo hice por recomendación del personal de seguridad de mi empresa, ya que Laura fue considerada por ellos como obsesiva y peligrosa. No sólo me dejaba maldiciones y palabrotas grabadas en la contestadora, sino que me amenazaba de muerte si no volvía pronto a su lado. La grabé porque era una forma de proteger mi integridad física. Ella tenía contactos y amigos en la policía política, con algunos de los cuales también se acostaba, según me enteré después, y le era fácil hacerse de un arma de alto calibre. En la cinta ella me suplicaba que volviese a su lado, que me amaba mucho y que yo era su único hombre, el hombre que ella había estado buscando durante toda la vida.

 Como no contestaba sus llamados, siguió insistiendo de día, de tarde, de noche y hasta en las madrugadas. Poco a poco comenzó a subir de tono. Esa imploración pronto se transmutó en amenazas de muerte. La obsesión de Laura se convirtió en un gran dolor de cabeza para mí. Por ello comencé a regrabar sus mensajes de amor y muerte que dejaba en la contestadora de la pequeña central telefónica de mi oficina, a unos cassettes que fui ordenadamente almacenado y guardando para eventuales circunstancias o situaciones. Mi objetivo era acumular un dossier para que el equipo de seguridad de la empresa lo tuviese a mano, en caso de que cumpliese sus amenazas. De algo servirían si llegaba a atentar contra mi vida.

 La cosa no pasó a mayores y todo se olvidó. No obstante, cuando un par de años después dejé la empresa donde trabajaba, entre los trastos personales que empaqué y llevé a casa y luego abandoné al desdén en el estudio que Carolina había dispuesto para mí, estaba uno de esos cassettes. El mismo que ahora me pone insistentemente por teléfono. Ella sabe que es cosa del pasado, pero necesita una excusa, algo para cimentar sólidamente la separación, argumentos que luego podría esgrimir para justificar su conducta posterior ante familiares y amistades.

 Hice una quinta llamada. Me atendió ella. En el primer cruce de palabras Carolina comenzó un monólogo pleno de maledicencias, insultos y reproches durante más una hora. Esa llamada, por cierto, como “tengo tanto dinero”, se cargó a mi exigua cuenta.

 No me dejó hablar. Me sentía desesperado. No sabía como atajar su verborrea. Cuando al fin respiró, como pude intervine y le expliqué lo de la grabación de Laura y el porqué la había hecho. No quiso entender razones y de tanto en tanto encendía su grabador y lo volvía a pegar del auricular... ¡Qué tormento!... ¡Qué maldita alucinación!... El pasado se volvía contra mí para justificar un delito de amor que nunca cometí.

 Lo más triste de este contacto fue su obstinada decisión de no dejarme ver a Dorian. Alegaba que, como en lo económico no le había dado nada o muy poco, no tenía ningún derecho para verlo.

 Durante la larga y martirizante conversación Carolina me dijo que de ahora en adelante se consideraría viuda y a Dorian hijo de una viuda, o sea huérfano. Invocó al cielo mi muerte y amenazó con hacerme daño si no seguía al pie de la letra todas sus descabelladas peticiones. Me llenó de improperios y calumnias, aunque la perdono porque se que está fuera de sí… ¡Ojalá reaccione por el bien de Dorian!

 No obstante, había razones más profundas. Las mismas que desde hace tiempo presentía. Carolina esgrimía toda una gama de banales argumentos para confundirme y disfrazar lo que en realidad estaba sucediendo. En su malévola y enferma mente buscaba la forma de hacerme sentir culpable. ¿Culpable de qué?

 La realidad es que quería desorientar mi atención hacia las verdaderas causas de la separación: su adulterio.

 Aunque no tengo pruebas ni estoy completamente seguro, mi intuición aunada a toda una serie de sucesos que acontecieron antes de conocerla, de los cuales, para mi desgracia, me enteré tardíamente, revelan en ella una personalidad predispuesta a la infidelidad… Todo es producto de su trastorno y ese desquiciado afán de vengarse de los hombres y de los supuestos maltratos, tanto físicos como psicológicos, que imaginariamente recibió desde niña de su padre, a quien odia profunda y perversamente con toda su alma.
  Y yo me pregunto: ¿Qué razones tendría su propio padre de tildarla constantemente de puta?... ¡No me lo imagino!

  Al final de la conversación me notificó de mala gana que partiría a la mañana siguiente, con el bebé y Elba, para Aruba y que regresaría en mes y medio.

  Rogaré a Dios todas las noches para que nada le suceda a mí hijo.


MAÑANA:
   Mis manos parecen palmeras batidas por un huracán emergido del infierno.



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Del continente olvidado por Dios (1987)
Pintor: Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 150 x 100 cm.
Colección Privada Guillermo González

 
 

viernes, 1 de octubre de 2010

6 de agosto

  Únicamente el trinar de un cristofué me acompaña en las mañanas. Me asomó por la ventana y trato de ubicarlo entre el follaje y los árboles, pero no logro verlo. Su canto parece la anunciación de algo nuevo y espléndido. Pero, ¿qué cosa espléndida puede sucederme aquí, donde sólo el silencio y el tormento me acompañan?

 Estoy sólo en la montaña. Mis vecinos salen en la madrugada, cuando todavía no ha despuntado el alba. La distancia entre la montaña y sus puestos de trabajo, en la gran ciudad, es considerable.

  Por ahora sólo los conozco de vista. En la noche, tarde, cuando vuelven, los miro a hurtadillas a través de la rendija de una cortina de bambúes secos que tejí con nylon de pescar a fin de tapar el hueco de la ventana que da a la empinada cuesta que da acceso a las cascaritas. Son varias parejas de jóvenes y regresan a distintas horas. Parecen felices. No les importa vivir en la montaña, aunque las condiciones sean deplorables.

  Cuando los veo, la soledad y la angustia aturden mi mente. En mi guerra interior todo está muerto, menos yo. Ha comenzado el calvario y no se cuánto durará ni si podré resistirlo.

  Todo está desordenado y sucio en mi cabaña. No tengo voluntad de asear nada. Siquiera el piso, que es de un caico color ladrillo muy rústico que al paso despide un polvillo rojo que lo tengo metido hasta en las orejas. A veces, cuando camino descalzo, la planta de los píes se me ponen color de sangre.

  Estoy tranquilo. Ha pasado poco tiempo y aún mi cerebro responde a cabalidad, no así mi voluntad. Ya ni quiero hablar. Además, ¿de qué y con quién voy as cruzar palabra si esto está más sólo que un desierto?

  Mi amigo Robert a veces sube de la finca y me visita. Charlamos. Él ya se percató que no fui a la montaña a escribir un libro. Nota mi tristeza y calla. Más bien, como es cubano, siempre tiene una jocosa ocurrencia a flor de labios. Busca arrancarme una sonrisa, la cual a veces logra. Es una muy buena persona y yo sé que el también ha sufrido, y mucho. Por eso me comprende y yo estimo su discreción y amistad. A veces me reprocho ser tan taciturno, pero sé que es algo pasajero y que pronto pasará… Eso espero con todas las fuerzas de mí ser.

  Siempre, antes de regresar a su finca, Robert me dice: “¡Mente positiva!... ¡Arriba los corazones!”.

 Yo sólo le sonrío y apruebo con la cabeza. Por dentro lloro. Mi corazón está en el subsuelo. ¿Cómo hacerlo subir?... En estos momentos lo veo como una misión imposible.

  Aunque mi contextura ha sido siempre atlética, ya se comienzan a notar los kilos perdidos. Debo comer para mantener sano mi cuerpo y mi mente. Mañana, me lo prometo, haré una pequeña compra en el abasto rural que está a orilla de la carretera, a escasos dos kilómetros después de salir de la montaña.

  El día traga la noche en un instante. No me percato del tiempo. Sé que va y viene y me da igual.


7 de agosto.

  Anoche le dejé a Carolina un mensaje de paz y armonía en la contestadora de su celular. Le expresé lo tanto que la amo y que me perdonara si la había ofendido y que, por sobre todas las cosas, me dejara ver, aunque sea por instantes, a Dorian… Que no siga castigándome ocultándolo.

  No respondió. Nunca responde mis llamados.

  Hoy al mediodía hablé con Elba, la nana. Me prometió que le iba a comunicar mi petición a Carolina y que trataría de convencerla. Ella es muy buena. Es madre también y me tiene mucho cariño. Siempre me dice que no entiende qué pasó entre nosotros. Que todo le parece absurdo. Una locura. Me pidió que la llamara en la tarde para darme la razón.

  Esperé con ansia, en la seguridad de que pronto, en un día o dos, podría abrazar contra mi pecho a mi adorado Dorian.

  Todas esas horas soñé despierto, hasta que cayó la tarde. Cuando creí que era el momento oportuno, marqué desde mi celular el número de la casa. Me atendió Elba. Muy apenada me dijo que cuando le informó sobre mi ruego a Carolina, ella siquiera contestó. Que le dio la espalada y se fue a su habitación.





  
  MAÑANA:  "...En la cinta se escuchaba la voz de Laura, una novia que tuve mucho antes de conocer a Carolina".
 

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jueves, 30 de septiembre de 2010

3 de agosto.

  Estoy fumando y bebiendo demasiado. Me trago casi una botella de whisky barato a diario. Estoy abusando, lo sé. Ojalá que mis defensas resistan este duro embate.
 Hoy vinieron unos obreros a instalar la puerta de mi cascarita. Así llaman ellos a este tipo de cabañas por semejarse a media cáscara de nuez invertida, aunque su techo es de zinc y sus paredes de tronco de bambú arqueado, el cual después recubren con una suave mezcla de cemento, arena y agua. Las cascaritas vienen equipadas con lo esencial, pero sin refrigerador, por lo que la comida, si no se trata de enlatados hay que comprarla y prepararla a diario. Yo sólo lo hago cuando me da hambre o tengo que salir a buscar mi provisión de whisky y cigarrillos. De lo contrario, me conformo con pasta y latas.
  Los obreros, casi adolescentes, son unos artistas construyendo cascaritas. Instalaron la puerta en un dos por tres y prometieron, para dentro de algunos días, “cuando haya real”, ponerle los vidrios a las ventanas. Esperaré. Eso me tiene sin cuidado.
  Todos los días, desde que salí de casa, llamo a Dorian. Mi principito adorado toma el teléfono (Elba, la nana, le pone el auricular al oído), pero la mayoría de las veces mi bebé lindo no articula palabra alguna, sólo sonríe, según me refiere la nana. Es muy pequeño y todavía no habla, sólo emite algunos sonidos muy tiernos.
  Quiera Dios que esta separación no lo afecte psicológicamente.
  Nunca me acuesto sin orar. Pero, últimamente, lo estoy haciendo más que de costumbre. Ruego a Dios para que Carolina me lo deje ver antes de que parta de vacaciones a la isla de Aruba, según me dejo dicho con la nana que iría pronto. Serán ¡cuarenta y cinco días de ausencia!... ¿Mi alma no podrá resistirlo?... ¡Ojalá se apiade y me lo deje ver! Su perversidad no puede ser tal.
 Estuve, y aún lo estoy, tan enamorado de ella que jamás intuí tanta maldad en su ser como el que ahora esboza… Me resisto a creerlo… ¿Es mi confusión la que me hace pensar de esa forma?… ¡Sí, eso debe ser!... Aunque no ha contestado ninguno de mis e-mail… ¿Las habrá recibido?... ¡Claro que sí!... Esas máquinas no fallan tal como lo hacemos nosotros los humanos… Ellas no tienen sentimientos, sólo obedecen órdenes… ¡No!... No estoy desvariando, sólo haciendo una pequeña reflexión.
 Moriré de tristeza, lo sé. Ojalá no sea pronto. Aspiro que Dios me de fuerza para soportar este duro trance. Espero que mi salud no se resquebraje, ni física, mental o espiritualmente, para que pueda ver y abrazar a mi querubín en todas las etapas de su tierna e inocente existencia… Fuerza, mucha fuerza, y presencia de ánimo le ruego al Señor… ¡Esto pasará y todo volverá a ser como siempre fue!





4 de agosto.



 Hoy amanecí temblando. Es agosto y en esta época del año más bien hace calor, mucho calor. Un dolor penetrante y una angustia que no puedo contener me inutilizan.
 Tomé un tranquilizante, mejor dicho, varios, y pasé casi todo el día en cama, sin comer. Sólo bebo agua y whisky y cuando mi vejiga obliga a levantarme, voy al baño, orino y vuelvo a acostarme. Siquiera pienso. Mi aturdimiento confunde el pensar con el existir. El ser con el no ser… Fue mejor quedarme acostado, de otra forma no sabría imaginarme qué habría sido de mí.
 Todo me abandonó, hasta mi espíritu, que una vez fue recio e indomable. Me he convertido en algo que nunca fui y sin embargo soy… No tengo ganas de escribir.




5 de agosto.

 Estoy igual que ayer, no obstante en la tarde tuve fuerzas para caminar entre el bosque de bambúes que circundan la cabaña. No hay nadie en las cascaritas aledañas. Todos se han ido a trabajar y estoy sólo. Miro al cielo buscando una respuesta. Invoco al Altísimo, pero sólo halló silencio, un silencio que perturba aún más mi alma. Decidí tomarme otro tranquilizante y volverme a esconder entre las cobijas. Así me siento bien. Todo es oscuro, tal como mi alma.


MAÑANA: En mi guerra interior todo está muerto, menos yo.








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1º de agosto.




   El cigarrillo me está afectando, pero mucho más la tristeza. Más por sentirme lejos de Dorian, que por la separación de Carolina…
   ¡Mentira!... Estoy mintiendo, porque aún la amo. Amo a Dorian con todas las fuerzas de mi alma, pero en estos momentos creo que utilizo ese sentimiento como una excusa dentro de mi ser.
   ¿Estoy mintiendo o estoy confundido?... ¡Qué alucinación, qué vaguedad de pensamientos!... ¿Cuál es el verdadero amor que me abate?… ¡Por supuesto que el de los dos! Sin embargo, por ahora, hay uno más fuerte… Uno vil y despreciable que apesta a odio.
   Aunque jamás nadie, durante toda mi vida, había podido lograrlo, Carolina despertó en mí un sentimiento que siempre aborrecí y que jamás había experimentado: ¡odio! Un odio que brota como huracán de las cavernas más profundas de mi alma… Me asusta. Quiero contenerlo, pero no puedo. Es tan intenso, que me es imposible dominarlo. Mucho más ahora, que mí debilitada humanidad está tan deshecha.
    ¡La odio!... Aunque yo no sé odiar… ¿Por qué ese tormento tan destructivo florecer en mí si la amo?… No sé como la puedo odiar si únicamente me enseñaron a amar… ¿Dónde germina la flor amarga del odio?... ¿Por qué me tocó a mí?... ¿Qué tan pérfido delito he cometido?... Será que mi amor, aunque puro, es dañino: ¿Celos, inseguridad?... ¿A qué y por qué? … ¿Veo fantasmas o todo son artificios de mi mente?… ¡Oh, lucidez prodigiosa, no me abandones en el tormento!... ¿Dónde está Dios y su divina bondad?... ¿Por qué me maltratas Divino ser?
   En la tarde salí de la montaña. En el auto fui en busca de un Cyber. Sentí la necesidad de enviarle otra carta a Carolina. Quizás sea la última. Antes de llegar a la gran ciudad, en un pequeño centro comercial, vi un aviso y me detuve. Era un centro de computación. Bajé del auto y como autómata entré al recinto. Pedí una computadora y bajo el título Devuelve amor por odio falsamente escribí:


Carolina:

   Sentiré satisfacción en ser humilde de corazón y espíritu. Me alegraré cuando se me brinde la oportunidad de devolver amor por odio. No temeré a nadie, sino a mí mismo, que puedo, en un momento de debilidad, traicionar mi propia conciencia. Pondré todo el empeño que la sabiduría divina me de para no mostrar nunca más esa máscara horripilante de la ira en mi rostro. Jamás atentaré contra mi vida espiritual inyectando el veneno de la ira en el corazón de mi paz, ya que dejaría de existir como ser humano para convertirme en un ser atrapado en las tinieblas de la tristeza y la desdicha. Medita, vive y practica esto en tu vida diaria.

                                                Buenas tardes y chao,

                                                                                   Leonardo


MAÑANA:

Moriré de tristeza, lo sé. Ojalá no sea pronto...

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30 de julio.



   Triste, abatido y sintiendo el peso del mundo sobre mi espalda, hoy dejé lo que hasta días antes fue mi hogar. Las presiones y constantes amenazas de Carolina, me obligaron a salir casi en desbandada y dejar el mundo incoherente en el que estaba aprisionado.
   Con poco dinero, sin trabajo y sin hogar, atrás quedaron todos mis afectos y una inocente criatura que me rompe el alma y destroza los sentidos al sentirme lejos de su cariño. Dios sabe que hice lo imposible para quedarme a su lado, pero contra la crueldad, insensibilidad y malevolencia de Carolina no hay fuerza en el mundo que pueda. Su castigo celestial, y que Dios me perdone, deberá ser atroz.
   La estoy odiando y eso me atormenta, porque aún la amo. Nunca había sentido esa sensación porque nunca hasta ahora había saboreado la ácida hiel del odio.
   A partir de hoy estoy “viviendo” en una pequeña cabaña construida en la pendiente de una montaña de escabroso acceso situada al sur, a unos treinta kilómetros de la ciudad.
   Días antes había hablado por teléfono con Robert, un amigo de años. Mintiendo, le dije, que estaba escribiendo una novela y que quería apartarme un poco de la ciudad y sus tentaciones, de otra forma jamás podría terminarla.
   Debido a la angustia que destilaba cada una de mis palabras, estoy seguro que no me creyó. Intuyendo mi desesperación, me dijo que en una colina cerca de su finca estaba construyendo un grupo de cabañas, las cuales alquilaba a personas de bajos recursos y con problemas de vivienda, y que podría quedarme en una de ellas el tiempo que quisiese.
   Se lo agradecí en el alma, empero igualmente me sentía perdido, desorientado y sin ganas de vivir. Tomé el auto y fui hacia allá. Me costó mucho llegar, pero al fin encontré ese apartado rincón del mundo, muy adecuado para esconder mi desesperación y angustia.
   La primera noche dormí en oscuridad plena y casi a la intemperie, ya que la cabaña, muy rústica, estaba a medio construir y aun le faltaba por instalar puerta y ventanas y no tenía luz eléctrica.
   No obstante esa noche, primera en los últimos quince días, dejé de flotar en la infinita incertidumbre y, al fin, pude dormir casi con placer.
   Quizás fue por el agotamiento o el desprendimiento del embrujo de Carolina. De no estar cerca de los recuerdos, de dormir sólo en la misma cama en la que dormía con ella y presentir su olor en la almohada, que esa noche me concedió esa pequeña tregua.
   Antes de salir de casa le envié otro e-mail, el cual le puse por título Aún podemos alcanzar la felicidad. Tanto este correo como los anteriores los salpicaba de frases copiadas de unos libritos religiosos que tenía cerca. Lo hacía por que la desesperación no me permitía pensar con lucidez. Mi corazón estaba tan destrozado y mi tormento era tal, que las palabras brotaban con encrespada dificultad de mi cerebro.
   Estas fueron las palabras escritas en el correo:

Carolina:

   La existencia no puede ser un holocausto. Dame, al menos, tiempo para la reflexión sana, sincera, con desprendimiento. A ti te pido lo mismo. Ahora mi corazón llora amarga y desconsoladamente. Comprendo y, al mismo tiempo no entiendo, la naturaleza, la gravedad, que precipitó nuestra ruptura. Sólo sé que mi alma está destrozada. Hecha pedazos. Y mi mente se ha convertido en un torbellino repleto de infelicidad. Según los Vedas "sufrir infelicidad es la única forma de lograr la felicidad". Ruego a Dios, por nuestro amor y por el pequeño Dorian que esas escrituras milenarias tengan razón y que la cordura y la paz vuelvan a nuestros corazones.

                                                         Leonardo


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29 de julio.

   29 de julio.

   Estoy aprisionado. Carolina me dio plazo hasta mañana para abandonar la casa. “Si no correrá sangre”, amenazó en una escueta llamada telefónica.
   Traté de calmarla pero nada pude.
   Todo está ocurriendo demasiado rápido y en el momento más inesperado. Tengo poco dinero y estoy sin trabajo. Busco una salida fácil, pero por más que le doy al cerebro no la encuentro… ¡Nunca hay salidas fáciles!... ¡Dios mío qué hago, no me abandones ahora!
   Decido enviarle otro e-mail.  Estoy resignado. Ojalá mis palabras penetren su duro corazón. Lo titulé He enterrado las decepciones muertas y dice así:

Carolina:

   Mi antiguo caudal de pasiones, de posesiones, de banalidades, los reinos de fantasía, los castillos en el aire de mis sueños, todo ha sido abrasado por un fuego que encendí yo mismo en mi corazón.
   Contemplo esta hoguera no sólo con tristeza, sino con regocijo, porque ese fuego ha consumido no únicamente mi hogar de cosas materiales, sino también los fantasmas de tristeza forjados con mis fantasías. Soy feliz ahora mucho más allá de la riqueza de los reyes. Soy rey de mí mismo. No un rey esclavizado por la ambición de posesiones materiales. No tengo nada y, sin embargo, soy rey de mi propio reino imperecedero de paz. No soy ya el esclavo de los temores de posibles pérdidas. No tengo nada que perder. Estoy coronado de satisfacción perenne. Soy un rey verdadero.
   He enterrado las decepciones muertas en el cementerio del ayer, del olvido. Ahora hundo el arado en el jardín de la vida con nuevos esfuerzos creadores. Sembraré en el semillas de sabiduría, de salud, de prosperidad y de felicidad. Las regaré con la confianza en mí mismo y mucha fe y esperaré que el Ser Supremo, la Inteligencia Superior que todo lo sabe y lo ve, me proporcione la anhelada cosecha para que incineres en el bullente horno de tu mente todos los reproches que me haces hacia Dorian, esa inocente criatura que, más que un hermoso bebé, es verdadero don de Dios. Ámalo ahora con todas las fuerzas de tu corazón y proporciónale mucho cariño y ternura. Sé que me complacerás.
   Si pese a mis esfuerzos de salir con dignidad hacia adelante, no recojo el fruto, quedaré contento, porque convencido estoy que puse y pondré todo mi empeño, capacidad e inteligencia para ver realizado ese objetivo. Si fracaso esa vez, daré gracias a Dios porque no me hizo un ser inválido, sino un hombre capacitado para volver a probar, una y otra vez, hasta obtener el éxito. También le daré gracias cuando llegue el éxito. Y, prometo, que muy pronto haré un gran fuego con todas mis cosas perecederas. No seré ya un pordiosero que bendiga prosperidad mortal limitada, salud y conocimientos. Quiero sí, prosperidad, salud y sabiduría sin medida, pero no de fuentes terrenas sino de las manos divinas de Dios Omnipotente, que todo lo posee, todo lo puede y todo lo da. A ese mismo Dios, mi Dios, le pediré que me enseñe a incluir en la búsqueda de mi prosperidad la prosperidad de los demás.

                               Chao y que el Padre Eterno te bendiga,

                                                                                             Leonardo



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