lunes, 4 de octubre de 2010

11 y 12 de agosto.

EL AHOGO DEL ALMA

 El cristofué no me desampara. Todas las mañanas escucho su alegre canto invocando a Cristo.
  Paso largo rato asomado al ventanal, pero no logro distinguir la tierna paz del bosque ni el color de sus flores. Todo es gris. Todo se ha opacado en mí. Ya no puedo deleitarme en su belleza como lo hacía antes. No hay brillo en ellos, porque no hay luz de vida en mis ojos.
  ¿Dios, por qué a mí?… ¿Dónde está tú infinita misericordia?… ¿Existes o eres producto de la fantasía de los hombres?... ¿Por qué no escuchas mis súplicas?... ¿Eres acaso sordo?... A los poderosos los ayuda, pero a los humildes y débiles nos abandonas… ¿Por qué?… No, no existes... No puedes existir si eres indiferente a la maldad del mundo… Sólo eres producto de la imaginación humana… ¡Al carajo entonces con la moral y la fe!… Para qué coño me han servido: ¿para sufrir?... ¡Mierda!
  Hoy no tengo ganas de escribir nada. Me echaré sobre la cama y esperaré a que me fulmine un rayo o que el dolor me asfixie… Para qué seguir viviendo si siquiera Dios me escucha… ¿O es qué acaso esperas que me suicide?... ¡Sí, te lo preguntó a ti, Dios!… Es lo que buscas… ¡Qué me vaya a podrir en el infierno!... Entonces no eres Dios… ¿O eres Diablo y Dios al mismo tiempo… ¿Es eso?… ¿Acerté?... ¡Sí, definitivamente eres sordo Dios, de otras forma de apiadarías de mi!
  Al carajo con todo… ¡Te burlas de la fe Dios!… Estoy decepcionado.
  ¿Dónde?… ¿Dónde estará la caja de Lexotanil?… ¿Qué se habrá hecho?... ¿Dónde se habrá escondido? … ¡Oh!, al fin te encuentro, único sopor de mi tormento… ¡Te amo pastillita mía!
12 de agosto.




 Tengo varios día, quién sabe cuántos, sin salir de la cabaña... Ni el arrullar del cristofué tranquiliza mi espíritu… Sólo cuando no hay nadie en los alrededores me atrevo a asomar por la ventana… ¡Ah, que aire tan puro!… No se parece en nada a mi podrido espíritu.


 Estoy aturdido, pero necesito más tranquilizantes… Me hacen daño, lo sé, pero no me importa… ¡Los necesito, al igual que el alcohol!
 Gracias al Diablo que mi amigo Juan, el médico del Hospital Universitario, me extiende los récipes morados como si se tratase de compras de caramelos.
 Mis manos tiemblan menos. Siento que la serenidad perdida está regresando… Pienso... Doy vueltas por la cabaña como un desquiciado… Estoy indeciso, pero al fin me atrevo y marco el número de Luis David. Quiero comunicarle sobre la llamada anónima que recibí, pero Shirley, su secretaria, me informa que aún no ha llegado a la oficina y eso que él virtualmente amanece en ella.
 A la media hora vuelvo a llamar. Tampoco se encuentra… ¿Se estará negando?... ¡Quizás!... No obstante le pedí a Shirley que le dijera que se comunicara conmigo apenas llegase a la oficina ya que se trataba de algo urgente. Por supuesto que era algo urgente… Mi desespero es algo urgente. Mi vida pende de el.
 A eso de las diez de la mañana sonó el teléfono. Era él. Le conté detalladamente lo de la llamada anónima y siquiera mostró sorpresa.
 Argumentó que todo era producto de la envidia, de mis enemigos. Que hubiese podido ser cualquiera, sin embargo el sospechaba de su abogado y confidente, el mismo que falsificó mi firma, al que yo nunca le cuadré y nos tratábamos con cierta diplomacia y distancia.
 Me sugirió que no le diese más vuelta a la cabeza, que no perdiera más tiempo pensando en eso. A manera de justificación, dijo:
–Yo no tengo tiempo para enamorar a nadie… Mi trabajo no me lo permite. Por eso tengo el ‘depósito’, donde me llevo a cualquier vichita para que me lo chupe, que es lo que más me gusta.
 ¡Qué sucio, Dios mío!... No sé como se me ocurrió asociarme con el.
  Analicé cada una de sus palabras e inflexiones de voz. Y me pregunto: ¿No hubiese sido mejor haberme dicho, a manera de disculpa o asombro: ¡Dios mío, Leonardo, yo sería incapaz de algo tan bajo e indigno!, o ¡Coño, me ofendes!... Cómo puedes creer algo tan sucio de mí?”...
 Sin embargo, ni pío. No dijo nada de eso. Asumió el tema sin desconcierto, como si de antemano supiese lo que estaba sucediendo… ¿Raro, no?
 ¡Los dos, tanto Carolina como él, son unos hijos de puta!... Pobres seres.
 Ya no estoy tomando whisky, siquiera del barato. Las finanzas han mermado, por eso estoy ingiriendo ginebra de tercera o cuarta, qué se yo… ¡A quién coño le importa se es basura o no!
 Aquí en la montaña no hay nada que hacer… No me aburro. Sólo pienso, bebo, fumo y escribo este Diario. Lo hago de día, de noche o a la hora que el tormento me deje hacerlo. Salto días… A veces escribo los eventos de un día al siguiente y trato de ordenarlos lo mejor que pueda. Mí atormentada memoria a veces lo confunde todo… Escribo lo de ayer hoy o lo de hoy mañana… El tiempo no tiene significado para mí… Tampoco la cronología de los hechos, aunque parece que lo estoy haciendo correctamente… Lo real, es que cada letra que escribo la estoy viviendo y padeciendo…Todo está salpicado de dolor y verdades desgarradas.
 Sé que entre los tranquilizantes, la bebida y los cigarrillos estoy cavando a pasos agigantados mi propia tumba… ¿Es una forma suicidio?… ¿A quién carajo le importa?... Además, nadie, ni mi familia, sabe que estoy metido en esta montaña. Aquí soy un desconocido. Un alma desesperada.
 Ayer en la tarde, a eso de las seis, hice una pequeña fogata detrás de la cabaña y quemé todas las fotos de Carolina que tenía conmigo… El bagaje de la traición ardió con fuerza.
  Casi entré en delirio. Entre trago y trago de ginebra reí a carcajadas viendo retorcer su imagen en el fuego. Era como si la puta adúltera se enroscaba de dolor en una pira de La Inquisición. Casi podía escuchar sus gritos de clemencia y sus movimientos cuando el fuego comenzaba a incendiarle el rostro.
– ¡Muere!... ¡Muere, puta adúltera!... ¡Muere bruja!... ¡Muere, puta inmunda! –alcanzaba a gritar en medio de mi gran borrachera de alcohol y tranquilizantes.
 Lo disfruté con dolor y rabia, pero ese no era yo. Nunca había sido así. Jamás me hubiese imaginado hacer lo que hice. Varias lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. Luego sentí como un nudo en la garganta parecía querer asfixiarme. Las penas atenazan con más vigor que unas fuertes manos. Tomé un largo trago. Después otro. Sentí como la ginebra quemaba parte de mi garganta y parte de mis entrañas, pero aliviaba mi dolor y liberaba el cuello de la asfixia.
 Cuando todo, las fotos y mis recuerdos quedaron convertidos en cenizas, comencé a botar a puntapiés los residuos por el barranco que estaba a dos pasos de distancia de donde me encontraba. De pronto sentí una mano invisible que contenía mi pie. Era la mano de la conciencia. Enseguida me arrepentí del perverso acto que había consumado y hurgué entre las cenizas para rescatar algunos pedacitos de fotos. Todo se consumió rápido. No había quedado casi nada.
 Luego caminé hacia la cabaña contigua. Una larga cadena mantenía bajo raya a Ranger, un fuerte perro pitbull color miel, mi inseparable compañero en el tormento y el dolor. Todos le temían por su ferocidad, menos yo. Éramos los únicos que nos quedábamos solos en la montaña y nos hicimos buenos y grandes amigos… Nadie aún lo sabía. Ese era nuestro “secreto”.
 En medio de la atroz borrachera comencé a juguetear con el. Ranger saltaba sobre mí con especial emoción y cariño. Alegre, con su lengua acariciaba mi rostro. Estaba feliz, y yo también… Al menos alguien me quería de verdad y desinteresadamente, aunque fuese un temible animal.
 Los perros son tan nobles y fieles que merecen hacerles estatuas. No como la puta de Carolina, a quien le prodigué amor, devoción y pasión desenfrenada y me traicionó a la vuelta de la esquina. ¡Qué perra!… ¡No!, disculpen… Llamarla perra sería ofender a los caninos. A Carolina mejor le cuadra el calificativo de víbora depravada e inmunda.
 Seguí jugueteando con Ranger un buen rato. Saltaba sobre mí con cariño. Me divertí tanto, que por instantes olvidé mis penas. Tomé su hocico y lo acaricié un buen rato… ¡Nos besábamos!… No como hombre y mujer, sino como dos guerreros… Como dos seres que nos comprendíamos a la perfección… Aunque era un animal, había algo en el que me hacía presentir que era más humano que yo… Sentí en sus caricias y lengua áspera, un don divino. Tan tierno y fiero a la vez, pensé mientras lo acariciaba… Lo besé y el, agradecido, devolvió mis besos lamiendo mis mejillas con su lengua. ¡Qué paz me prodigaba aquel fiel animal! En esos instantes me sentí en otra dimensión. En una dimensión donde no hay fronteras entre lo animal y lo humano. En una frontera donde hay un sólo Dios para todo y todos. En un mundo donde el amor es más que una sensación humana...
 En una de las tantas piruetas que dio alrededor mío, Ranger me tomó por la manga del suéter que tenía puesto y me inmovilizó. Le pedí que me soltara, pero seguía jugueteando y haciéndose el tonto. Lo tenía fuertemente agarrado a la altura del brazo, aunque sólo retenía la tela. Yo estaba borracho, pero el no lo sabía. Quise zafarme, pero no hubo forma ni manera de hacerlo. La mordida de los pitbull es bestial, así como mortal, aunque en este caso correspondía sólo a un juego. Le ordené varias veces que me soltase. Pero no. El quería seguir jugando. No comprendía que, por mi parte, el juego había llegado al final.
  Deseaba que me soltase para ir a buscar la botella de ginebra que había dejado cerca de la fogata, la cual el no me dejaba alcanzar si seguía con sus dientes aferrados de mi suéter. Tenía sed, mucha sed, pero Ranger no lo entendía. Entonces decidí usar la fuerza. Comencé a halar con fuerza el suéter a fin de que lo soltase. Resultado: la manga se rompió y yo rodé dando cabriolas casi diez metros barranco abajo.
 Caí boca arriba sobre una pila de bambúes verdes que los obreros que construyen las cascaritas habían cortado y puesto a secar, ya que los utilizan a manera de revestimiento de techo y paredes antes de recubrirlos con cemento.
 Tuve, obligatoriamente, que haber perdido el sentido durante algún tiempo. Una hora, dos, o quizás más. Nadie pudo jamás confirmármelo. Yo tampoco lo recuerdo porque del golpe me desmayé.
 Estuve tirado sobre el colchón de bambúes hasta eso de las nueve de la noche. Gracias a Ranger, quien desconsolado aullaba requiriendo ayuda con su hocico apuntado hacia el fondo del barranco, se apersonó el vigilante de la finca para indagar qué sucedía. Al ver al animal inquieto, iluminó con su linterna hacia el sector donde el perro indicaba con su trompa. Ahí estaba yo, tirado boca arriba y sangrando por el rostro y, por la posición como había caído (a manera tortuga boca arriba) y los tragos, no tenía fuerza para incorporar por mi mismo.
  Al verme, el vigilante se asustó y corrió en busca de ayuda.
  Regresó con Robert, quien desde arriba podió que no me moviese. Que si tenía algún hueso roto o algún problema en el cuello o la cervical, cualquier movimiento fuera de lugar sería peor.
  Los dos hombres no sabían qué hacer. Estaban indecisos y no se atrevían a bajar en esa oscuridad, menos en un sitio como ese, infestado de serpientes venenosas.
  Al rato llegaron Antonello y Fernando, el grandullón de la montaña y experto en artes marciales, quien quedó al verme tirado como muerto en el fondo del precipicio, no quiso involucrarse en “el rescate”. Antonello reaccionó de forma distinta. Le pidió la linterna al vigilante y decidido bajó a buscarme. Al llegar me extendió la mano y me ayudó a incorporarme. Le di las gracias y apoyado en él comenzamos a subir la cuesta.
  Mi borrachera seguía tan viva como cuando caí, por ello empecé a hacer chistes sobre mi estado y en lo estúpido que había sido. Mientras subíamos Antonello escuchaba pálido, aunque, con algunas de mis ocurrencias, sonreía de vez en cuando.
  Al llegar a lo alto seguí con los chistes. Todos se alegraron al verme vivo, aunque bastante magullado. Me dolían algunas partes del cuerpo, pero los dolores no eran agudos. Apenas los percibía. Todavía estaba anestesiado por todo el alcohol y tranquilizantes que había ingerido.
  Ya dentro de mi cascarita, Robert, ayudado por la fuerte luz de la linterna, examinó los cortes que tenía en el rostro. Para tranquilizarlo le dije que no era nada, que apenas eran rasguños y que no se preocupase. Que todo estaba bien. Le di las gracias y le pedí que se fuese a la finca, que yo estaría bien.
  No quiso. Mi cara parecía un mapa del tesoro. Rayas, equis y cortes por todos lados. Así habrá sido el tiempo que estuve inconsciente sobre los bambúes, que ya se me habían formado varias costras. Robert estaba sumamente nervioso. Sabía quién era y no quería pasar malos ratos si mis heridas ameritaban atención urgente. Sobresaltado me pidió que tomase una ducha a fin de limpiar parte de la sangre que había formado un horrible coágulo sobre mi frente y mejilla. Quería examinarme mejor, de otra forma no se iría. Necesitaba saber si debía llevarme esa misma noche a un hospital o esperar hasta el día siguiente.
  Antes de complacerlo me serví una ginebra, la cual apuré de un tirón. Me metí en la ducha cantando y riendo. Fue un baño rápido, por lo que pronto salí. Algunas de las heridas se habían parcialmente secado, aunque por otras todavía salían diminutos hilillo de sangre, más después de frotarlas con las manos para sacarle toda la tierra y el sucio. Mi bata de baño blanca estaba hecha un asco, ya que con sus mangas secaba los residuos de sangre.
  Robert volvió a revisarme. Está vez quedó tranquilo. No eran heridas profundas sino grandes excoriaciones, las cuales, como en ese momento nadie tenía medicamentos a mano, comencé a desinfectármelas con pedazos de papel toilllete bañados en ginebra.
  Viéndome de tan buen humor, Robert se despidió y bajo con su familia a la finca. El vigilante se fue a su puesto de control y Fernando a su cabaña. Antonello se quedó conmigo. Estuvimos charlamos y tomando ginebra hasta tarde. Desde ese momento nos hicimos muy amigos. Luego, el también se retiró a su cabaña, donde lo esperaba Sol, su novia.
  Al quedar sólo me hice un auto examen. Consecuencias: excoriaciones grandes en la frente (lado derecho), nariz (suaves), boca, pierna y tobillo izquierdo, codo derecho, rodilla derecha, espalda y un fuerte dolor en el glúteo derecho, séptima costilla (me duele el pecho al toser o bostezar) y dolor más arriba del riñón izquierdo y un hematoma en el parietal derecho.
  ¡Lo sé!... Me hubiese podido matar… ¿Me habré caído por la serie de funestos pensamientos que tuve hacia Carolina y Luis David?… ¿O fue porqué quemé las fotos?… Si ella es una mujer casta, pura y mis deducciones falsas, cometí un imperdonable sacrilegio... ¿Fue un castigo divino?... Quizás, pero todos los indicios apuntan hacia la traición… ¿Será todo producto de mi fantasía o coincidencias infernales?... ¿Estaré desvariando?


MAÑANA:
   Me estoy convirtiendo en un ser miserable que disfruta auto flagelándose y luego se odia por eso.

Sara Bernhardt, no obstante a pesar de todo (1985)
Pintor: Diego Fortunato
Acrílico sobre cartón 66 x 48 cm.
Colección Privada




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