domingo, 3 de octubre de 2010

10 de agosto.

  Son las 5:56 de la tarde… Estoy desvariando. Mi cerebro no es capaz de ordenar las ideas.

A lo lejos siento el canto de un cristofué, que debe estar volando de regreso a su nido, pero nada aplaca mi tormento. Ni su celestial canto divino.

Enciendo dos cigarrillos a la vez y hago cosas descoordinados que sólo un loco puede hacer… Nunca me había pasado algo similar, por más confuso que hubiese estado. Fumo como un loco. Un cigarrillo tras otro, y sé, ciertamente, que me está haciendo mucho daño. Una tos seca no me abandona siquiera cuando estoy durmiendo. Despierto con unos accesos terribles… Mi dolor es insoportable.

Esta mañana, a eso de las 7 y 50, recibí una llamada anónima de un hombre que fingió una voz de viejo o algo parecido al sonsonete gallego, qué se yo, pero corta y contundentemente me alertó: “Tú esposa está follando con tú socio Luis David… Averigua, porque te montaron una trampa”.

Esa llamada casi me desquicia.

Mi ya precaria paz se ha convertido ahora en un volcán. Mis manos parecen palmeras batidas por un huracán emergido del infierno. A duras penas alcanzo la caja de tranquilizantes e ingiero uno. Al rato, otro.

Esperé a que hiciesen efecto. Luego, lentamente y como pude, me aseé, vestí y salí.

No recuerdo qué hora era, no obstante pronto estaba en una calle de la gran ciudad que me era familiar. Ante mis ojos se erguía un sombrío edificio, con puertas negras y escaleras de caracol que conducían hacia una pesadilla sacada del sueño más terrible, aunque yo quería estar allí, donde todo se había iniciado y después consumado.

Fui directamente a la oficina de Luis David. Para disimular mi inesperada presencia, le dije mintiendo que estaba cerca y decidí visitarlo por lo del periódico -era mi socio en un diario que fundé- y para saber qué había sucedido con la cita que teníamos pautada con dos generales de la Guardia Nacional, uno de Brigada y el otro de División, quienes estaban interesados en asociarse con nosotros en lo del periódico. Eso sí, si lo editábamos a favor del Presidente, el Primer Mandatario Nacional, cosa que yo siempre deseché porque su política contradecía mis principios más elementales de libertad y por estar en la certeza de que aquel presidente pronto se convertiría en un potencial dictador.

Nuestra conversación no tuvo un norte ni una intención precisa. Luis David, que es una persona muy astuta, enseguida advirtió mi angustia y evitó hacer preguntas sobre el estado en que me encontraba.

Aproximadamente a las 9:54 a.m. mi socio, el hombre que soñó conmigo en hacer un periódico nuevo, moderno, batallador, el hombre que movió el capital necesario, recibió una escueta y misteriosa llamada. Por su alborozo, era evidente que no quería que me enterase de qué ni con quién hablaba en ese momento. Más aún cuando, sorprendido, abrió descomunalmente sus ojos, se sonrojó y preguntó a su desconocido interlocutor: “¿Hoy te vas de viaje?”.

La otra persona habló. Luis David escuchaba alborozado, intranquilo. “Bueno, ¡qué te vaya bonito!”, afirmó con una fingida sonrisa.

Al parecer esa seca respuesta alertó a la persona que estaba del otro lado de la línea, quien debió preguntarle si tenía a alguien cerca, a los que Luis David afirmó: “¡Sí!”, y colgó.

La llamada fue muy extraña, más conociendo como conozco a Luis David, quien se explaya en adulancias y pantallerías siempre que habla por teléfono, más si se trata de una mujer, como sospecho que fue la de la llamada. En ese instante intuí que no quería que nadie, menos yo, que estaba sentado frente a él, en su escritorio, supiese con quién hablaba o habló. Pese a lo escueta de la llamada, no cabía la menor duda de que se trataba de la despedida de algún ser querido y, al mismo tiempo, clandestino.

Fui en busca de una respuesta y salí de la oficina de Luis David más atormentado y confundido de como llegué, ya que Carolina nunca me notificó con antelación la hora de su viaje a Aruba.

Luego, como siempre ocurre en los casos de burla y engaños del corazón, me enteré que había salido de viaje esa misma mañana, casi a la misma hora en la que Luis David recibió la llamada, la cual, si fue de Carolina, tuvo que haberla hecho desde el aeropuerto.

¿Casualidad?... ¿Coincidencia?... Sí, es posible, pero, ¿cómo se explica lo que sucedió momentos después, cuando desconsolado y aturdido me dirigía en el auto a refugiarme en la mísera montaña que ocultaba mi dolor y desesperación?

Iba a toda velocidad velocidad, como un loco, y con la radio al máximo de su volumen a fin de acallar funestas imágenes que turbaban mi mente. No quería por nada matarme. No era mi real intención, pero sí evadir ciertos pensamientos que me atormentaban y martillaban todo mi ser.

De pronto sentí unas vibraciones en la cintura. Era mi móvil. Alguien me llamaba, aunque en esos días nadie o pocos lo hacían. Extraje con torpeza y angustia el aparato de su funda y me lo llevé al oído. Era Dolores, la esposa de Luis David. Incontrolada y neurótica manifestó que había recibido una llamada anónima donde le informaban: “¡Tú marido (o sea Luis David) está follando con la esposa de Leonardo!”.

Incrédulo y tembloroso escuché sus lapidarias palabras. Mi garganta se secó como la arena del desierto. En ese instante quería morir. Con el aparato adherido a la oreja percibía que de su voz salían puñaladas. Mi sufrimiento era incontenible. Desesperado y con las sienes a punto de estallar, aceleré con fuerza. El pedal no daba más, sin embargo lo hundía con rabia y golpeaba una y otra vez con mi pie. Los cauchos chirriaban en el asfalto y sentía que mi alma se iba en el. Cada curva, cada barranco se habría ante mis ojos como una sepultura.

Estaba en otra dimensión. En el sutil límite que une la vida con la muerte. En la morada del dolor supremo, donde no existe la compasión. Dolores me decía cosas a través del minúsculo y diabólico aparatito. Cosas malas que yo no quería escuchar. Me hacía muchas preguntas, las cuales contestaba automáticamente. Mi mente se nubló. Ya no veía ni entendía nada. Seguí acelerando sin importar peligro de la vía. Sólo quería escapar. Escapar de la voz de Dolores. Sus palabras. En un momento recuerdo que, refiriéndose a Luis David, me dijo: “No creo que Carolina le haga caso a ese vichito y menos que estén follando en el depósito”.

Se refería a un depósito de perfumes franceses donde Luis David, camuflado tras una puerta falsa, había acondicionado una pequeña alcoba de amor. Estaba equipado con jacuzzi y todos los servicios para el libertinaje y placer, el cual le servía de ocasional, pero continúo tiradero.

Con voz entrecortada le revelé a Dolores que yo también había recibido una llamada y que, debido a mi experiencia con las mujeres, no ponía mis manos en el fuego por ninguna de ellas.

Esas dos tenebrosas llamadas no dejó a ambos, a Dolores y a mi, descompuestos. ¿Será realidad todo eso?... De ser así, mis sospechas tienen fundamento.

Las primeros indicios sobre la infidelidad de Carolina comenzaron a asaltarme -no se si demasiado tarde o en el preciso instante en que se iniciaron los eventos-, el día que Luis David nos invitó a pasar el fin de semana en un chalet de montaña que tiene en un sitio muy frío, a unos noventa kilómetros en las afueras de la ciudad, donde entre la densa neblina se respira aire puro y se pasa el día asando carne a la parrilla y bebiendo escocés. Cuando me cursó la invitación no me dijo que su esposa Dolores no lo acompañaría. De haberlo hecho no habría ido. Pensaba que era una reunión de parejas, con otros matrimonios asistentes. Pero no fue así.

En la noche, el comportamiento de Luis David fue extraño. Con estudiadas artimañas y astucia me puso a jugar dominó con varios obreros que vivían en los alrededores, los mismos que se encargaban de construir el ala este de su chalet.

Me servía trago tras trago buscando adrede anularme. Ese día tenía pocas ganas de beber, por lo que comencé a desechar sus ofrecimientos. Era obvio que trataba descontrolarme, cosa que logró a medias.

En un buen momento Luis David dejó de jugar y dijo que le daría una vuelta al chalet. Que iría a ver si los perros habían comido, y que regresaría enseguida.

La única mujer del grupo era Carolina. Estuvo un rato a mi lado, con el pequeño Dorian dormido en el coche. Luego, bajo el pretexto de que el bebé debería sentir mucho frío, se retiró a la habitación de huéspedes que Luis David nos había asignado.

Pasaron algo más de cuarenta y cinco minutos. De repente me asaltó un extraño presentimiento y con la excusa de que estaba agotado, suspendí la partida de dominó y subí a la habitación y, como cosa curiosa, me encontré a Carolina completamente desnuda debajo de las sábanas. Dorian dormía profundamente en una cama, al lateral de la principal. Extrañado, le pregunté porqué, con tanto frío, estaba desnuda.

–Es que tuve un ataque de calor. Tú sabes que no lo soporto, pero si te incomoda…

Después de la fútil explicación se incorporó y vistió el pijama. Esa noche no hicimos el amor. Ni ella me busco a mí ni yo a ella.

Me acosté a su lado pensativo. Reflexioné tanto que casi no pude dormir. “El crujir de la escalera y los pisos de madera del chalet seguramente le habían alertado sobre mi presencia y corrió a meterse en la cama. Quizás Luis David se había refugiado en una de las habitaciones contiguas. ¿Quién sabe?”. Con esa duda rondando mi cerebro no podía dormir. Cerca del amanecer al fin concilié sueño y quedé profundo.

Luis David utilizaba mucha droga. No se si echó algo en mi trago, cocaína o ántrax para anularme, aunque sea momentáneamente.

Al otro día desperté pasada las ocho de la mañana. Al hacerlo escuché ruidos de voces que venían de la parte de abajo del chalet, a la altura de la cocina.

Carolina charlaba con Luis David en forma muy animada, cosa muy rara en ella, debido a que en varias oportunidades me expresó:

–Trato a ese sucio por ti, porque es tú amigo y socio… Él es muy poca cosa… Es tan ordinario, que no entiendo cómo fuiste a mezclarte con él.

Sin hacer ruido me levanté y aseé apresuradamente. Al verme bajar por las escaleras que conducen desde los dormitorios, en el segundo piso, a la cocina, Carolina volvió a fingir su trato tosco con Luis David.

Mi pequeña criatura, mi bebé querido, el Dorian de toda mi vida, estaba sujeto del coche, con su lindos piececillos colgando al vacío, a orillas de otra pequeña escalera que conduce a la sala del chalet.

“¿Qué pasó esa noche?... ¿Por qué ese cambio de trato tan repentino? ¿Luis David echó droga en mis tragos?”.

Una vez, cuando estaba soltero, durante un pequeño party en su casa, lo hizo. ¡Me drogó! Sin que yo me diese cuenta metió el polvo en mi trago. Todo para hacerme sentir ridículo y arrebatarme de mala gala a la joven que había llevado esa noche a su casa. Se divirtió un mundo con las payasadas que hice después. Dolores, quien también es drogadicta, se disgustó mucho y delante de todos los invitados le formó un atajaperros de mil demonios a Luis David. Luego él me pidió disculpas y todo quedó archivado en el baúl de los recuerdos como una broma de mal gusto, debido a que nunca, hasta ese momento, yo, pese a mi edad, había probado droga alguna en mi vida.

Pero hay más. La sociedad entre Luis David y yo para editar un semanario tenía poco tiempo de establecida. La situación política y económica del país se deterioró, por lo que el negocio comenzó a marchar mal.

Eso no me angustiaba. Sabía que tarde o temprano las cosas volverían a la normalidad. Pero a Carolina sí le preocupaba. Aunque es archimillonaria, debido a sus complejos y mezquindad, me recriminaba la falta de productividad. “Necesito un hombre proveedor a mi lado. Alguien que me trate como una reina y me de todo lo que pueda pedir por esta boca”, me decía en tono grave, señalándose sus sensuales labios e increpándome a que saliese en busca de fortuna.

Mi angustia y dudas, las cuales habían germinado durante el fin de semana en el chalet, no se debían sólo a eso, sino a las palabras de “aliento” con las que me recibía todas las mañanas Luis David en la oficina, las mismas que, en las noches, me repetía Carolina casi textualmente. “¿Qué conexión había entre ellos si Carolina no acostumbraba a hablar de esa forma?”.

La confusión iba floreciendo de la misma forma como crecía mi hijo: rápida y vertiginosamente. Era evidente que ambos estaban en sintonía. Es más, hasta los mismos artículos de opinión que Carolina me recomendaba que leyese, al llegar a la oficina Luis David hacía lo mismo. Ambos leían el mismo periódico. Y los mismos artículos, los cuales subrepticiamente se comentaban. Como soy dormilón y Carolina vive abatida por un constante insomnio, al igual que Luis David, seguramente hablaban por teléfono muy temprano, en la mañana, mientras yo dormía.

Quizás son pueriles coincidencias producto de mi inseguridad o de los celos. Pero, ¿qué decir de la acérrima defensa que hizo de Luis David cuando le conté que el abogado de éste había falsificado mi firma en el documento de constitución de la compañía?

Cuando se lo dije y manifesté mi intención de disolver la empresa, Carolina se indignó. Alegó que entre socios siempre hay diferencias y problemas, pero que no era nada del otro mundo. Expresó que la “simple” falsificación de una firma no era ningún delito.

¿Cuál era su propósito? ¿Tenerme bajo su control, saber dónde estaba mientras se encontraba en el depósito-tiradero con Luis David y yo, como un pendejo, tratando de sacar a flote el semanario? ¿A eso se debía su insistencia de no romper la sociedad?

Quién sabe. Aunque yo tenía otro gran motivo para separarme: Luis David era un adicto a las drogas. Sólo trabajando a su lado me di cuenta de lo grave del asunto. Por pura casualidad descubrí que un vendedor de otra compañía que funcionaba contigua a las oficinas del semanario, era el encargado de suministrarle cocaína, marihuana y no se cuántos ‘explosivos’ más. Además, también tenía tenues sospechas de que también fuese traficante.

Cuando le confesé a Carolina mis temores, el más importante de los motivos para romper la sociedad con Luis David, entró en cólera, aunque en ese momento no asumió ninguna defensa.

Después de nuestra separación, si lo hizo. Ese día le comenté que a través de unos policías me había enterado que durante sus años mozos Luis David había estado en la cárcel, presuntamente por estar involucrado en un asalto donde hubo un homicidio. Le expresé que mí socio en su juventud era un criminal y antisocial.

Su furia fue total, no para apoyarme en una decisión que estuvo acertada, sino para defenderlo.


MAÑANA:  ¿Dios, por qué a mí?… ¿Dónde está tú infinita misericordia?… ¿Existes o eres producto de la fantasía de los hombres?...



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