jueves, 30 de septiembre de 2010

30 de julio.



   Triste, abatido y sintiendo el peso del mundo sobre mi espalda, hoy dejé lo que hasta días antes fue mi hogar. Las presiones y constantes amenazas de Carolina, me obligaron a salir casi en desbandada y dejar el mundo incoherente en el que estaba aprisionado.
   Con poco dinero, sin trabajo y sin hogar, atrás quedaron todos mis afectos y una inocente criatura que me rompe el alma y destroza los sentidos al sentirme lejos de su cariño. Dios sabe que hice lo imposible para quedarme a su lado, pero contra la crueldad, insensibilidad y malevolencia de Carolina no hay fuerza en el mundo que pueda. Su castigo celestial, y que Dios me perdone, deberá ser atroz.
   La estoy odiando y eso me atormenta, porque aún la amo. Nunca había sentido esa sensación porque nunca hasta ahora había saboreado la ácida hiel del odio.
   A partir de hoy estoy “viviendo” en una pequeña cabaña construida en la pendiente de una montaña de escabroso acceso situada al sur, a unos treinta kilómetros de la ciudad.
   Días antes había hablado por teléfono con Robert, un amigo de años. Mintiendo, le dije, que estaba escribiendo una novela y que quería apartarme un poco de la ciudad y sus tentaciones, de otra forma jamás podría terminarla.
   Debido a la angustia que destilaba cada una de mis palabras, estoy seguro que no me creyó. Intuyendo mi desesperación, me dijo que en una colina cerca de su finca estaba construyendo un grupo de cabañas, las cuales alquilaba a personas de bajos recursos y con problemas de vivienda, y que podría quedarme en una de ellas el tiempo que quisiese.
   Se lo agradecí en el alma, empero igualmente me sentía perdido, desorientado y sin ganas de vivir. Tomé el auto y fui hacia allá. Me costó mucho llegar, pero al fin encontré ese apartado rincón del mundo, muy adecuado para esconder mi desesperación y angustia.
   La primera noche dormí en oscuridad plena y casi a la intemperie, ya que la cabaña, muy rústica, estaba a medio construir y aun le faltaba por instalar puerta y ventanas y no tenía luz eléctrica.
   No obstante esa noche, primera en los últimos quince días, dejé de flotar en la infinita incertidumbre y, al fin, pude dormir casi con placer.
   Quizás fue por el agotamiento o el desprendimiento del embrujo de Carolina. De no estar cerca de los recuerdos, de dormir sólo en la misma cama en la que dormía con ella y presentir su olor en la almohada, que esa noche me concedió esa pequeña tregua.
   Antes de salir de casa le envié otro e-mail, el cual le puse por título Aún podemos alcanzar la felicidad. Tanto este correo como los anteriores los salpicaba de frases copiadas de unos libritos religiosos que tenía cerca. Lo hacía por que la desesperación no me permitía pensar con lucidez. Mi corazón estaba tan destrozado y mi tormento era tal, que las palabras brotaban con encrespada dificultad de mi cerebro.
   Estas fueron las palabras escritas en el correo:

Carolina:

   La existencia no puede ser un holocausto. Dame, al menos, tiempo para la reflexión sana, sincera, con desprendimiento. A ti te pido lo mismo. Ahora mi corazón llora amarga y desconsoladamente. Comprendo y, al mismo tiempo no entiendo, la naturaleza, la gravedad, que precipitó nuestra ruptura. Sólo sé que mi alma está destrozada. Hecha pedazos. Y mi mente se ha convertido en un torbellino repleto de infelicidad. Según los Vedas "sufrir infelicidad es la única forma de lograr la felicidad". Ruego a Dios, por nuestro amor y por el pequeño Dorian que esas escrituras milenarias tengan razón y que la cordura y la paz vuelvan a nuestros corazones.

                                                         Leonardo


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