lunes, 25 de octubre de 2010

28 de agosto.

  Son las 4 a.m. Un mal sueño me despertó. Pasadas las tres de la madrugada tomé el celular, marqué el número de la casa, introduje la clave y me metí en la contestadora telefónica de mi, hasta hace poco, dulce hogar o, mejor dicho, de la casa Carolina. Porque, realmente, es de su propiedad. Yo estuve siempre muy claro en el asunto. Nunca lo dudé y jamás pretendí nada sobre dicho inmueble u otras cosas materiales. Ella bien lo sabía. Bien sabía que lo único que me interesaba era ella como mujer, su amor, su cariño. No obstante, siempre que estábamos un poco contrariados o yo emitía cualquier insignificante opinión sobre nuestro hogar, aunque esta fuese la más trivial de todas, me repetía una y otra vez, como si se tratase de un disco rayado “esta es mí casa”. Bueno, aunque el asunto no venga al caso es revelador sacarlo a colación porque ahora percibo la realidad muy, pero muy distinta de cómo la veía en aquel entonces. Antes se me hacía difícil, por no decir imposible, intuir maldad o algo extraño en esa actitud.
 Volviendo a lo de la contestadora, asombrado me percaté de que no había grabado ningún mensaje nuevo. Los dos que había dejado en medio de la borrachera fueron borrados. Volví a recostarme y pensé: “O ella acaba de regresar de Margarita o está chequeando los mensajes desde allá y los borra después de escucharlos”. Cosa poco probable, porque siempre olvidaba la clave. Cuando estábamos juntos y ella se disponía a chequear los mensajes, siempre me pedía que se la dictara. Se le hacía difícil retener aquel pequeño número. En una ocasión la anotó en una libreta que guardó en una de las gavetas de la cocina, cerca de un teléfono que estaba allí, encima de un mesoncito, pero pasado algún tiempo no recordaba dónde la guardó la última vez que la utilizó. Su cerebro siempre estaba en otro lado, en otro mundo. En los bussines, quizás, pero no en el hogar.

PAUSA DIVINA Y PROFANA. Mudaré algunas de las hojas que me persiguen (o yo persigo) a la página del 10 de junio de la agenda. Quedan pocas libres. Dentro de poco seguiré en una libreta. ¡Ya!... ¿Hice rápido, verdad?... Mudé todos los recuerditos… Desde hace más de diez minutos mi mente se ha visto asaltada por algunos recuerdos eróticos que no me dejan concentrar en lo que estoy escribiendo. Me tenderé sobre la cama y tomaré un descanso… No puedo descansar. Ahora los recuerdos han tomado forma humana, forma de mujer. Está completamente desnuda y me ve con unos ojos plenos de libidinoso placer. Es Marisol, una bella bailadora de flamenco con quien me acostaba esporádicamente mucho antes de casarme con Carolina, y viene hacia mí. Cerré los ojos, pero más pudo la carne y el deseo… (Pausa de tiempo necesario y distante). Me autocomplací. Fue sublime, verdaderamente sublime. Lo disfruté… Después, aún jadeante, comencé a recordar cómo la fogosa y escultural Marisol, cuando sentía necesidad de mi cuerpo y caricias, me llamaba por teléfono y acordábamos la hora en que iría por ella. Estaba casada, no sé si aún lo está. Era muy atrevida. Me pedía que la pasase buscando por su casa y que al llegar me estacionara cerca del edificio y tocara la bocina. Al escucharla, ella bajaría enseguida. Y así lo hacía. Yo siempre le expresaba mis temores y reservas. Le pedía que tuviese cuidado porque no quería verme envuelto en un escándalo y menos en plena calle. “No importa, quédate tranquilo y no tengas miedo. Si llegase a pasar algo yo lo arreglo”, me decía para calmarme. En dos oportunidades su esposo casi nos sorprende. Mientras Marisol se montaba en el auto el estaba llegando a pie y dirigiéndose hacia la misma puerta de entrada del edificio por donde pocos segundos antes ella había salido. Mi susto fue mayúsculo. Le gustaba el peligro y parecía disfrutarlo o no importarle nada aquel hombre, por cierto muchísimo más joven que yo. Una vez le pregunté qué pasaba, si tenían problemas o si su marido era impotente. Ella respondió: “Nada de eso. Todo está perfecto y yo lo quiero mucho… Lo amo”. No pregunté más. No iba a entender los laberintos de esa extraña relación y tampoco me importaban. Fue mejor dejarlo así. No soy psiquiatra y a lo que a mi atañía era pasarla bien con ella y cómo lo disfrutábamos. Eran largas, muy largas horas, de placer y total entrega… Descanso… Nota directa y subrayada (al margen no es): Volví a llamar a casa y como nadie contestaba, volví a hacerlo… Volví a autocomplacerme con Marisol. ¡Qué lujuriosa fantasía!... ¡Si, lo sé! Es un pecado de amor… ¡Una infidelidad!... Quizás los subterfugios de la mente sólo se propongan autocastigarme… Lapidar mi amor y con ello castigar a Carolina... ¡Lo sé!... Estoy siendo infiel en pensamientos… Quizás sea calculado, pero ella ejecutó el acto en todo su perverso goce carnal… No sé… Eso es lo que, al menos, creo ahora. Lo que mis instintos gritan… El eco que ahoga mi alma. Las campanas que atormentan mi ser y no me dejan conciliar el sueño… Quiero, al menos por instantes, alejar su figura y su recuerdo de mi mente… Creer que más allá de ella y del dolor que me causan los recuerdos, existe una vida más hermosa, placentera y pura como el agua cristalina. Y yo, desesperadamente, necesito beber de esa agua porque me estoy quemando por dentro.

  Estoy fumando dos cajetillas de cigarrillos al día. Son las 4.20 a.m. La noche tiñe con un manto de misterio a la montaña. Voy a preparar café. Tomaré una buena tacita y luego iré otra vez a la cama para ver si puedo dormir un poco. El frío está entumeciendo gran parte de mi cuerpo, pero la peor parte se la lleva la mano con la que escribo el Diario. Se engarrota de tal forma, que a veces me cuesta abrirla. Cantos de gallos comienzan a escucharse en la lejanía, en la oscuridad profunda. Es como si un ciclorama de fieltro negro separase mi ventana del mundo exterior. Es el teatro de la vida, de los sueños rotos y las esperanzas marchitas. Bostezo y mis ojos lloriquean debido a la resequedad ocular (o conjuntivitis) que no quiere abandonarme. Sigue fiel (al menos alguien o algo me es fiel) a mi desde hace algo más de un mes. Pese a todos los colirios y gotas que he inoculado en ambos ojos, sigue tan campante como al principio. A mi izquierda, el retablo florentino con la imagen de un Cristo crucificado me observa y piadoso acompaña mi perturbado silencio. El café acaba de pasar. Son las 4:35 a.m. Tomaré una taza, fumaré otro cigarrillo -aunque una tos seca corta mi respiración a ratos- y volveré a la cama.
  Mi cabello, que se mantenía aún rubio, ha encanecido vertiginosamente en estas últimas semanas. Testigos irrefutables son mis ojos y el cepillo, en cuyas hebras cada mañana quedan atrapados una gran cantidad de mechones color nieve pálida.

MAÑANA:                                                                      
 Aquí en la montaña se escucha hasta el eco del silencio. Todos buscan saber. ¡Hasta el gato quiere saber!



Andrea Bocelli & Sarah Brightman - Time To Say Goodbye.
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