domingo, 24 de octubre de 2010

27 de agosto.

   Estoy retomando este Diario sumido en una desesperante angustia, pero creo estar lúcido y coherente.
  En la tarde me recosté a fin de descansar un poco, pero Fernando, quien estaba alborotado (música a todo volumen y tragos), no me dejó.
  Me aseé y vestí con calma fin de ir a comprar cigarrillos y un frasco de gin en la única bodega que hay en las cercanías. Está ubicada más o menos a unos trescientos metros después de salir del “hoyo” de la montaña donde están enclavadas las cascaritas. Me explico. La montaña es la montaña y las cascaritas están construidas en una hondonada. Para salir de sus contornos hay que tomar un rudimentario, accidentado y angosto camino de tierra y subir hasta la carretera asfaltada, la cual conduce hacia una montaña más alta. De allí hay que virar a la derecha y, a unos más o menos trescientos metros y en plena curva, hay una especie de expendio de víveres cuya pretensión es la de convertirse algún día en un pequeño auto mercado, pero, en honor a la verdad, no deja de ser una bodega de carretera. Lo importante es que resuelve de inmediato cualquier urgencia. Para mis necesidades actuales tiene lo primordial: gin barato y, por supuesto, cigarrillos. Por lo demás sé cómo arreglármelas.
  Cuando iba saliendo, Fernando y Sonia me invitaron a tomarme unos tragos con ellos. Acepté con gusto. Al regresar me uní al festejo. Un poco más tarde llegaron a la montaña Antonello y Luna. También se integraron. Minutos después los nuevos vecinos. Ella, muy hermosa pero alerta como un áspid en celo, se llama Andreína (no recuerdo su apellido pero era algo así como vasco) y su pareja Rolando Cheissman, un joven estudiante del octavo semestre de periodismo en la Universidad Central.
  Andreína es abogado y trabaja en el área de Propiedad Industrial en un bufete de abogados de la capital.

PAUSA REFLEXIVA: Todos lo que estamos aquí, en la montaña, somos, en cierta forma, “prófugos” de algo. Unos vagabundos de los sueños. Víctimas del dolor de los sentimientos. Estamos huyendo o escondiéndonos. Unos de la derrota, otros de la miseria y quién sabe de cuántas otras cosas más. Lo cierto es que es un refugio que en algunos momentos se convierte en agradable y disipa por instantes los horribles fantasmas que nos atormentan en las noches, cuando todas las puertas se cierran y cada uno queda atrapado en sus pensamientos. En las luchas interiores y desesperadamente aguarda el amanecer para que todos ellos huyan para poder alcanzar nuevamente la precaria paz que concede los primeros rayos de sol. Al regresar la noche, todo vuelve a repetirse. Es una infernal constante que siquiera al alcohol o los calmantes aplacan, sino el cansancio que te conduce a la extenuación y al sueño.

  Del grupo, el único que no tenía pareja era yo, pero el sarao estuvo agradable. Hablamos de todo: Filosofía, periodismo, diseño gráfico, pintura, spinning (Fernando corroboró la sentencia de Robert. La mayoría de esos centros son utilizados como sitios de acercamiento y aventuras amorosas, extramaritales o no. Y que la mayoría de los entrenadores son unos perversos sinvergüenzas. Fernando es coordinador y profesor de spinning en dos gimnasios diferentes, actividad a la que le dedica todo el día. Además da clases de aerobic y artes marciales).
  Cuando se refirió a eso, un gélido frío recorrió todo mi cuerpo, tal como pasó días antes con el comentario de Robert. Por mi mente cruzó un pensamiento aterrador y muchas interrogantes: ¿Habrá sido Carolina seducida por uno de esos chulos?... ¿De ahí sus continuos cambios de gimnasios?… ¿Estará persiguiendo a un entrenador o a otra persona? ¿A qué se deben esos cambios tan imprevistos? Cuando le preguntaba, escuetamente me decía que no le gustaba el nuevo profesor. Y como ellos, los profesores, viven rotando de un gimnasio a otro, ella también comenzó a hacerlo… ¿Será eso posible o todo es producto de mi imaginación, de una mente corrompida por un amor no correspondido?
 Cuando comencé a beber tenía cuatro dosis de lexos encima. No obstante no me tranquilizaron. Por ello, como desesperado camino al cadalso, comencé a apurar con furia paranoica trago tras otro
  Todos estábamos reunidos alrededor de la pequeña mesa de plástico color blanco -de esas de playa- y sentados en sillas del mismo material.
  De repente Andreína, que había regresado a su cascarita, nos sorprendió a todos al traer a la mesa una rica tortilla a la española hecha con muchas papas y cebollas, además de una bandeja con champiñones al ajillo y galletas. El manjar estuvo exquisito. Yo contribuí con las pocas aceitunas rellenas con almendras que me quedaban en el frasco y con el postre, una cestita de higos secos que me regalaron.
  De pronto, cuando el sarao estaba en su mejor punto, Fernando y Sonia dijeron que tenían que salir y todo se acabó en un instante. Fue un bochinche fugaz, pero sabroso. La pasamos excelentemente bien, pero agarré una rasca infernal. Tanto, que tuve la insolencia de preguntarle a Antonello porqué se drogaba. Eso fue dentro de mi cascarita, cuando me acompañó para ir a buscar más cigarrillos.
Sono cazzi miei... ¿Bene?... (Es asunto mío… ¿Bien?) –contestó en italiano, pero en tono pausado.
  Enseguida comprendí mi metida de pata. Todo fue por influencia de Fernando. Éste, antes de que todos los demás se incorporaran al grupo, me había comentado sus sospechas. Me dijo que la noche anterior, mientras yo estaba encerrado en mi cascarita escribiendo, a él y a Sonia les “pegó” un fuerte olor a marihuana. Me refirió que, casualmente, esa misma noche el vigilante estaba haciendo una de sus esporádicas rondas por el lugar y al pasar frente a la cascarita de Luna y Antonello, comentó: “Por aquí huele a marihuana”.
  Me avergüenza mi intromisión en los asuntos de Antonello. Lo que pasa es que en la tarde, antes de recostarme, mucho antes de que Fernando me atormentara con su música a todo volumen, lo vi muy intranquilo y con los ojos llorosos.
  A cada rato me tocaba la puerta. ¿Ciai un paio di sigarrette? (¿Tienes un par de cigarrillos?)”, me preguntaba. Yo se los daba. Al poco tiempo volvía a tocar. “¿Tienes curda? (alcohol)”. ¡No!, le contesté, aunque después salí a comprar. Y enseguida otro toque: “¿Te quedan lexotanil?”. Le di la mitad de uno de 6 mm. Al par de minutos volvía por más cigarrillos. Su rostro destilaba una angustiante desesperación. De repente se montó en su auto y picando cauchos salió como alma que lleva el diablo montaña arriba. Luego, por Fernando me enteré que se había peleado con Luna. Al tiempo regresó. Buscó a Luna y volvió a salir. Volvieron más tarde y luego de ducharse se unieron al sarao.
  Por cierto, al mediodía Antonello me prestó el libro En la intimidad con Dios, de Benito Baur. Es una vieja edición corregida respecto a la primera, según se advierte en una de sus solapas, que se editó en1954. La que tengo es mi manos se imprimió bajo la tutela de la Editorial Herder, de Barcelona (España) el 16 de diciembre de 1972.

PAUSA SORPRESA: Acaba de tocar la puerta Fernando, quien regresó con Sonia a la montaña (8:10 p.m.). Abrí. Me dijo que me tenía una buena noticia. Que había sido invitado para el sábado a las dos de la tarde a una reunión en el apartamento de su tío Patricio. Que me iban a presentar a una hermosa mujer cuyo nombre era Mireya, y que estaría en casa de sus tíos. Que ellos venían de allá, que le hablaron de mí y que me quiere conocer. Refirió que era una mujer sola y que “estaba abierta a todo”. Sugirió que fuese en mi auto porque, si las cosas iban bien, a lo mejor me la traía a la cascarita. Con una sonrisa en los labios, Sonia lo reprendió por la insinuación. Entre otras cosas le pregunté cómo era la tal Mireya y dijo: “Tiene como 54 años, pero está bien buena”. Quedé pasmado. De todas formas iré.

PAUSA ANGUSTIANTE: He pasado la mayor parte del día deprimido y echado sobre la cama. Me acabo de levantar y busqué entre el libro El descenso de Xanadú, de Harrold Robbins, el blister de lexotanil y me tomé la mitad de la última que quedaba de una de las tres filas. La había guardado o más bien escondido entre las páginas del libro para evitar que Antonello las viera. No, no se trata de egoísmo, ni nada personal. Me quedan muy pocas y el a cada rato me está pidiendo una. Apenas quedan para mi consumo personal y, con mucho pesar, se las he negado.
  En la tardecita, antes del fugaz sarao, salí en un tour de tormento. Pasé por la casa de los padres de Carolina para ver si su Explorer estaba aparcada en el estacionamiento de la quinta. De allí enfilé hacia La Manzanita para indagar si había ido a casa de su hermano mayor. Después pasé por la de Rosalía. Nada. Todo fue infructuoso. (PAUSA INTERNA: Estoy pasando el recuerdito de Dorian y todo lo demás a la página correspondiente al 4 de junio. P/D A LAPAUSA INTERNA: Recuerden que estoy escribiendo el Diario en una agenda vieja, cuya casi totalidad de folios están en blanco. Cuando no tenga más espacio seguiré en unas libretas que compré para tal fin).
  Ya en la montaña, arreglé el desastre de la noche anterior. Aún no he tendido la cama. El libro que me prestó Antonello quedó abierto en El Pecado (Capítulo 5, página 63). Lo leeré más tarde, aunque en las actuales condiciones no leo, no puedo concentrarme en la lectura. Apenas paso la vista sobre las líneas, estas se disipan sin dejar huella en mí ser o memoria.
  Ahora son las 9 p.m. y voy a cenar. Me comeré el plato de chupe que gentilmente me ofrecieron Andreína y Ricardo cuando regresé esta tarde. “Está un poco picante”, dijo ella al dármelo. (Veré cuánto). “¡Gracias!”, le contesté amablemente. Y agregué: “Me servirá de cena, porque hoy tengo mucha flojera de cocinar”.
  Después de calentar y comerme el chupe, salí un rato a conversar con los vecinos. Andreína, Ricardo, Sonia y Fernando estaban cenando a la luz de la luna frente a las cascaritas. Conversé un rato con ellos y aquí estoy de regreso.
 Son las 10:25 p.m. Me estoy comiendo unas galletas “María” y dentro de poco me recostaré para ver si al fin puedo sintonizar mi cerebro y leer el capítulo de El Pecado.
  Dentro de la gran laguna mental en que está nadando mi cerebro y pese a la confusión que tengo sobre días y horas mientras escribo, acabo de recordar que anoche llamé a mi antigua casa. Luego de escuchar la contestadora con el consabido Hola, te has comunicado con Carolina. Ahora no estoy, deja tu mensaje y pronto contestaré, le dejé el desesperado anunció de que iba a acabar con mi vida.
  Los humanos somos hijos de la ira, la cual brota desde lo más sombrío de nuestro corazón. Mi desconsuelo -potenciado por el alcohol- me impulso a tal necedad. Quise borrar el mensaje para que no lo escuchase, pero el sistema me lo impidió. Sé cómo hacerlo. Sé que la clave para penetrar en la casilla de mensajes es el 80023801 y luego se marca 0365. Lo intentaré otra vez mañana.

 
MAÑANA:                                                                  
Está completamente desnuda y me ve con unos ojos plenos de libidinoso placer.


DIOS, COMO TE AMO-Doménico Modugno.

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