sábado, 30 de octubre de 2010

31 de agosto. (Parte 1).


  Son las 2:17 a.m. Dormí poco. No lo suficiente. Desperté de improviso. Un sueño, un mal sueño, hizo que abriese los ojos. Tendido en la cama estuve meditando sobre las imágenes y figuras disparatadas que vi en el sueño. Estaba solo, metido en una cabaña en medio del desierto. Todo olía a soledad, a soledad de cipreses muertos. Cerca había un polvoriento pueblo, parecido a esos pueblos fantasmas de las películas de vaqueros del oeste americano. No muy lejos estaba una playa con grandes dunas de arena blanca. Más allá, el mar.
  En la cabaña donde me encontraba, construida con grandes listones de madera, también estaba durmiendo y también desperté de improviso. El presentimiento de que Carolina había regresado a la casa, una villa campestre ubicada en las cercanías de la playa que veía no tan lejos de las dunas blancas, fue lo que instintivamente me hizo, en el sueño, despertar y levantar de la cama. Corrí a buscarla. Corrí con todas las fuerzas de mí alma y pronto llegué. Me llené de dicha cuando en el pórtico de la casa vi a Dorian. Correteaba desde donde estaba hasta el interior de la casa atravesando una puerta madera, la cual estaba abierta. Entraba y volvía salir. ¡Era mi Dorian! Su misma cara, su cuerpo, pero su tamaño, su estatura y volumen, era minúsculo, como del tamaño de una botella de refrescos. Estaba alegre, risueño y correteando a gran velocidad, demasiada velocidad, para ser un niño tan pequeño. Al llegar, quise asirlo entre mis manos, ya que en su correteo pasaba muy cerca de mis piernas, pero no podía agarrarlo. Traspasé la puerta en su búsqueda y de improviso me vi dentro de un baño. En su centro estaba una gran tina de porcelana blanca, de esas antiguas, sostenidas por cuatro patas de bronce muy pulidas que semejaban las garras de un águila. Dentro de ella y con el agua más abajo de sus pechos descubiertos, estaba Carolina sentada de espaldas. A cada extremo de la tina, como si fuesen un par centinelas, dos mujeres indias, de esas que sólo existían en las antiguas estepas norteamericanas, la protegían. Luego, una de ellas tomó un paño blanco, muy mullido, y comenzó a secarle el pelo. Al finalizar, se lo enrolló en la cabeza a manera de turbante. Me acerqué y ella, quitándose el paño de la cabeza, me miró en forma penetrante, exteriorizando con sus ojos que no era bienvenido. Aunque era ella sin el menor vestigio de duda, su aspecto era diferente. Se veía más alta, mucho más alta, y el pelo lo llevaba más corto que de costumbre y con un tinte rubio plateado. Pero lo que más me impresionó fue su cuello, tres veces más largo y grueso que uno normal. Estaba semiarqueado, como el de los flamencos rosados que hay por las playas de Boca de Uchire o de una gran boa que se desplaza haciendo eses por la pradera. Sus ojos no eran sus ojos, ni su color. Estaban achinados y color miel. Su aspecto me erizó, pero más que todo su cara y cuello. Al salir de la bañera de pronto ya no estaba desnuda, sino vestida con una gran batola blanca muy ajustada al cuerpo y larga hasta los tobillos.
  – ¿Qué has venido a hacer? –preguntó secamente sin dejar de perforarme con esa mirada de disgusto, casi diabólica.
  –A ver al niño –contesté.
  –Está por ahí –espetó con desprecio.
  Salí a buscarlo, pero ya no estaba. Volví a entrar a la casa y tampoco había nadie, ni nada. Ni la bañera, ni las mujeres indias, ni nada. Estaba desierta, como el mismo desierto que había dejado atrás, y sin nada. Todo había desaparecido.
  De pronto me vi trepando como una araña por las paredes de madera de una de esas tabernas que también aparecen en las películas de vaqueros. Quería subir a su segundo y único piso. De ellas colgaban banderas norteamericanas plisadas en semicírculos. Eran banderas de color azul, blanco y rojo, de las que usaban en la Guerra de Federación.
  Una vez arriba me encontré con un grupo de bellas jóvenes tomando clases de ballet. Le pregunté a una de ellas, a la que supuestamente conocía, dónde estaba Carolina. Ella, una guapa joven de ojos verdes rasgados, me contestó que no sabía. Que no había ido a su casa. Me despedí y traté de bajar de la misma forma y por el mismo sitio por donde subí, pero no pude. Unos tablones se alzaban en forma de lanza y al hacer fuerzas sobre la baranda, me impedían el descenso. Di marcha atrás y le pregunté a la misma muchacha por dónde podía salir. Ella contestó “¡por ahí!”, señalándome con el índice una carpa, parecida a la de los circos, llena de coloreados dibujos. Fui hacia allá y comencé a caminar sobre su techo. La lona ondulaba con cada uno de mis pasos. Iba muy atento y despacio a fin de no perder el equilibrio y caer. Mientras caminaba, de pronto de me vi en el centro de una de las calles del polvoriento pueblo que había dejado atrás al empezar mi recorrido. Quise avanzar, pero un destartalado camión me cerró mi paso. De el se bajaron un grupo de mal encarados y corpulentos hombres con la intención de darme una paliza. Vestían pantalón y sudadera blanca. Al percatarme de sus intenciones, como por arte de magia un revólver Mágnum apareció en una de mis manos. Agarré por los cabellos a uno de los hombres, lo puse de rodillas frente al neumático delantero del camión y lo inmovilicé con una estranguladora. Con el cuello fuertemente sujeto, aprisioné el cañón del revólver a un lado de su cara. Los otros quedaron petrificados. Amenazante y decidido le pregunté sobre quién los había mandado y dónde estaba Carolina.
  –J.J. Nos mandó J.J. –confesó el despavorido malandrín.
  – ¿Y dónde está Carolina? –indagué.
  –Con él –contestó uno de los otros.
  Empujé contra el suelo al que tenía asido por el cuello y les dije a todos que se fueran, que corriesen hacia atrás del vehículo. Mientras lo hacían disparé dos tiros a los cauchos del camión. Uno al delantero y otro al grupo de atrás. Después me vi en mi carro manejando a toda velocidad hacia las dunas de arena de la playa. Suponía que Carolina estaría ahí con el tal J.J. Me los imaginaba abrazados a orillas del mar y con su vista fija en el horizonte. Al llegar a las dunas vi huellas de neumáticos de un rústico dibujadas en la arena. “La Explorer de Carolina”, pensé en mis adentros mientras el corazón hacía esfuerzos por no salirse de mi cuerpo. Pero luego, al mirar hacia los lados, vi otras, muchas otras huellas similares. “¿Qué camino seguir?”, me preguntaba. Además, mi pequeño auto no podría avanzar por mucho tiempo por esas altas dunas, las cuales no permitían ver la orilla del mar. Si seguía, pronto las ruedas quedarían atrapadas en la arena. Llegué hasta donde pude, salí del auto y corrí siguiendo la trayectoria que habían dejado los neumáticos de uno de los rústicos en la arena. Exhausto y con la lengua afuera, llegué hasta la cima de una de las dunas más altas. Mis ojos se toparon con un mar celestial color turquesa. En la playa, varias personas vestidas con bañeras estilo victoriano y señoras amparadas del sol con exquisitas sombrillas color marfil adornadas de finísimos encajes, paseaban por la orilla. Otros, lo más chiquillos, jugueteaban alegres con grandes balones inflables de múltiples colores. Pero nada de Carolina y el fulano J.J., de quien no conocía su rostro y mucho menos sabía que existía o quién era.
  Decepcionado abandoné el lugar. No sin antes echarle otra mirada a ese hermoso mar color turquesa, todo uniforme y sutilmente ondulado. Semejaba un ser vivo que furtivo se trasladaba a un lugar ignoto para abrazarse con su amor en la eternidad.
  De ahí me vi entrando en un alto y estrecho edificio de madera. Subí al tercer piso. Abrí una puerta y vi a una anciana de cabello muy blanco y largo tendida en un camastro boca abajo, con la cabeza casi colgando de este, jugando y acariciando a un niño sin rostro que no era Dorian. En el sueño la identifiqué como la abuela de Carolina. Ella está muerta y yo nunca la conocí, siquiera en foto. No podía verle el rostro, sólo su cuerpo y largo cabello colgando, el cual tapaba sus facciones. Entonces le pregunté:
  – ¿Dónde está Carolina?
  –En Austria –dijo lacónica la anciana.
  Dentro del sueño recordé que Alfonso, su primer ex esposo, estaba de paseo con su hijo Pablito en Alemania. Y me dije: “¡Esa es la jugada!”. Se fue para allá para reunirse con su ex, con quien seguramente volverá a vivir.
  Ese último pensamiento fue el que me despertó. El que turbó mi sueño pese a los cuatro lexos que tengo en el cuerpo, los cuales por su soporífera acción dicen que, supuestamente, impiden soñar. Pero yo soñé. Estoy soñando, aunque atormentadoramente, sueño y eso me place.
  Comencé a deambular como sonámbulo por la cascarita. A oscuras. Porqué así hay más silencio. Encendí un cigarrillo tras otro y seguí pensando. Luego me puse a mirar a través de la ventana. El cielo estaba hermosamente estrellado, parecía de esos que les ponen a los pesebres. Fijé los ojos en una gran y titilante estrella que tenía frente a mí. Su luz y destellos iban dirigidos directamente a mis ojos. Tomé la silla, la mudé del lugar donde siempre está, y comencé a mirarla fijamente y me puse a orar. A pedirle a Dios y a ella, a la estrella, que le diesen paz a mi alma. Que me ungieran de sabiduría y tranquilidad para apaciguar mi tormento. Les pedí fuerza física, mental y espiritual. Que me indicasen el camino a tomar y que no me abandonasen. Que si con el sufrimiento se logra la felicidad, estaba dispuesto a soportarlo con tal de lograr mi gran y único deseo: volver con Carolina y mi hijo Dorian.
  Ahí, sentado a oscuras y con la vista fija en la estrella, pensé en ella. Me la imaginaba pasando la noche en vela, tal como yo. Me reproché todo el mal que le había hecho. Le pedí perdón por todas mis equivocaciones y que mis pensamientos ruines no tenían ninguna base, sino el tormento, la rabia, la ira y la confusión.
  Aún dudando de su amor y tratando de convencerme de que todas mis deducciones eran producto de la inseguridad, le pedí a la estrella que me diese una señal si no había otro hombre en su vida. Y ella titiló, titiló en repetidas ocasiones. Era como la luz de una linterna en la lejanía que mandaba una señal.
  Suspiré profundo… Bien profundo. Mi espíritu se sosegó. “¡Me ama, aún me ama! -grité en mis adentros-. Sólo está llena de recelos y rabia contra mí”.
  Le pedí a Dios, al cielo y a las estrellas, borrar todos los resentimientos, como si nunca hubiesen existido y dejarnos volver para vivir junto a nuestro hijo una vida feliz y en paz.

MAÑANA:                                                                              
…una señora, muy hermosa y amable que estaba acompañada de su pequeña hija de unos siete años, me colmó de atenciones y recomendaciones.


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